2: Segundos hijos

DOS

Segundos hijos

Khemri, la Ciudad Viviente,

en el 44.º año de Khsar el Sin Rostro.

(-1968, según el cálculo imperial)

El séptimo día después de su muerte, el cuerpo del rey sacerdote Khetep se sacó del templo de Djaf, en la parte meridional de la Ciudad Viviente, y se transportó dentro de un palanquín color ébano hasta la Casa de la Vida Eterna. El palanquín no lo llevaban esclavos, sino que descansaba sobre los hombros de los fuertes Ushabtis de Khetep, y los poderosos paladines del rey marchaban con las cabezas inclinadas y la piel, en otro tiempo radiante, manchada de polvo y ceniza.

Un multitudinario cortejo fúnebre abarrotaba las calles de la Ciudad Viviente para rendirle homenaje a Khetep mientras pasaba el palanquín. Los hombres y los niños caían de rodillas y pegaban los rostros a la tierra, y las madres lloraban y se arrancaban mechones de cabello mientras llamaban a Djaf, el dios de la muerte, para que devolviera a su monarca a la tierra de los vivos. Se vertió agua extraída del río Vitae, el gran río de la Vida, sobre los lados del palanquín en medio de llorosas oraciones. Los alfareros sacaron las copas y cuencos que se habían cocido el día de la muerte de Khetep y los hicieron añicos en la calle al paso del rey sacerdote. En la zona de los mercaderes, los comerciantes acaudalados lanzaron monedas de oro al suelo delante del cortejo; el metal pulido reflejaba la luz del fuego sagrado de Ptra y resplandecía bajo los pies en marcha de los Ushabtis.

En comparación, las calles de los barrios nobles que rodeaban el palacio por el norte permanecían silenciosas y en calma. Muchas familias estaban de luto o preparando los exorbitantes rescates con los que esperaban recuperar a los familiares que habían perdido tras la desastrosa derrota en las afueras de Zandri una semana antes. El ambiente de tristeza y terror cubría el cortejo como un sudario abrumando a los fieles. Khetep había reinado sobre Khemri durante más de veinticinco años y, mediante una mezcla de diplomacia y destreza militar, había obligado a las ciudades de Nehekhara a dejar de lado sus contiendas y vivir unidas en paz. Nehekhara había disfrutado de una era de prosperidad nunca vista desde el gran Settra, quinientos años atrás.

Todo eso había desaparecido en el lapso de una sola tarde a orillas del Vitae. Los guerreros zandrianos habían destrozado al poderoso ejército de Khetep y los Ushabtis habían fracasado en su sagrado deber de proteger al rey. La noticia se había extendido por la Tierra Bendita como una tormenta de polvo que lo hubiera arrasando todo a su paso, y el futuro era incierto.

La silenciosa procesión se abrió camino hasta los jardines del palacio, donde los miembros de la casa del rey bordeaban el gran paseo que llevaba al templo fúnebre de Settra. Nobles y esclavos por igual se postraron en el polvo mientras el palanquín se acercaba. Muchos lloraban abiertamente, pues sabían que pronto se unirían al poderoso rey en su viaje a la otra vida.

Settra había construido su templo al este del palacio, mirando río abajo, donde el Vitae conducía al pie de las Montañas del Alba, como símbolo del viaje del alma tras la muerte. El paseo daba a una gigantesca explanada con techo, y este reposaba sobre hileras de enormes columnas de arenisca que llevaban directamente hasta la gran entrada del templo. Las sombras bajo el amplio techo de cedro resultaban frescas y fragantes tras el calor seco e intenso del día. Los pasos resonaban de una manera extraña entre las columnas, de modo que el andar pesado y acompasado se transformaba en lastimeros golpes de tambor.

Una puerta de nueve metros de alto permanecía abierta en el otro extremo de la explanada; estaba densamente tallada con jeroglíficos sagrados y la flanqueaban imponentes estatuas de basalto de aterradores guerreros con cabeza de búho: los horex, sirvientes de Usirian, el dios del averno.

Una procesión de solemnes figuras salió a grandes zancadas de las sombras que se extendían al otro lado de la gran puerta mientras los Ushabtis se aproximaban. Los sacerdotes iban ataviados con túnicas ceremoniales del blanco más puro y tenían la piel morena marcada con cientos de jeroglíficos pintados con alheña, sagrados para el culto. Todos los sacerdotes llevaban máscaras de oro batido, idénticas a las máscaras funerarias de los grandes reyes que yacían en sus tumbas en las arenas del este, y anchos cintos de oro adornados con topacio y lapislázuli les ceñían la cintura.

Los sacerdotes aguardaron en silencio mientras los Ushabtis dejaban, por fin, el palanquín en el suelo y descorrían las gruesas cortinas que ocultaban el cuerpo del rey sacerdote. Habían envuelto a Khetep con fuerza en un blanco sudario funerario, con las manos cruzadas sobre el estrecho pecho. El rostro amortajado del gran rey estaba cubierto con una elaborada máscara funeraria.

Por una sola vez en sus vidas, los grandes Ushabtis cayeron de rodillas y se postraron ante otra persona que no fuera su rey y señor. Los sacerdotes funerarios ignoraron a los poderosos paladines. Se acercaron al palanquín y sacaron con cuidado el cuerpo del exaltado rey a su cargo. De dos en dos, transportaron el cadáver amortajado sobre los hombros y lo llevaron al interior del templo de Settra, donde sólo los muertos y sus sirvientes eternos podían entrar.

Antaño, los servicios del culto funerario se reservaban únicamente para los reyes sacerdotes de Khemri. Con el tiempo, sus prácticas se habían extendido por toda Nehekhara y habían aumentado para abarcar a las familias nobles que disfrutaban del favor del rey sacerdote. En ese momento, hasta las familias más humildes podían adquirir los servicios de un sacerdote para que se ocupara de sus seres queridos, aunque el precio era alto. A nadie le importaba pagar el coste, incluso si era necesario escatimar y ahorrar toda una vida para obtener ese privilegio. La promesa de la inmortalidad era un obsequio al que no se podía poner precio.

Los sacerdotes introdujeron el cuerpo del rey en las profundidades del templo a través de enormes cámaras de arenisca con las paredes cubiertas de intrincados mosaicos que representaban la gran migración desde el este y el Gran Pacto con los dioses, ocurridas más de siete siglos antes. En aquellas paredes, Ptra conducía a la gente al gran y vivificador río Vitae, y Geheb sembraba la oscura tierra con abundantes cultivos para que estuvieran sanos y fuertes. Tahoth el Sabio le enseñaba a la gente los secretos para darle forma a la piedra y erigir templos, y una vez construidas las primeras ciudades, la gloriosa Asaph se alzaba de los juncos que crecían junto al río y seducía a la gente con las maravillas de la civilización.

Había otra cámara más allá de aquellas maravillosas salas, oscura y de techo bajo. La arenisca roja y lisa daba paso a brillantes bloques de basalto pulido unidos con tanta astucia que no se veía ninguna grieta entre las piedras. Los tallados estaban realzados aquí y allá con leves toques de polvo de plata y valiosa perla machacada: paisajes de llanuras fértiles y un ancho río a la sombra de una imponente cadena de montañas que dominaba el lejano horizonte. Los detalles estaban borrosos y resultaban aún más efímeros debido a la luz cambiante de las lámparas de aceite que titilaban alrededor de las andas de mármol situadas en el centro de la habitación. La Tierra de los Muertos resultaba una imagen cautivadora, como un espejismo del profundo desierto que llamaba de manera seductora a quien lo veía para desvanecerse en cuanto se acercaba.

Los sacerdotes depositaron el cuerpo del rey sobre las andas y retiraron el sudario de hilo con reverencia. Los miembros de su séquito habían limpiado el cuerpo de Khetep en el campo de batalla y los sacerdotes de Djaf lo habían lavado además con una solución de hierbas antiguas y sales de tierra. El rostro anguloso del gran rey parecía sereno, aunque ya tenía las mejillas y los ojos hundidos y mostraba un extraño tono negro azulado en los finos labios.

Un silencioso desfile de acólitos entró y salió de la habitación en fila mientras los sacerdotes trabajaban. Portaban tinajas de barro de cara tinta y magníficos pinceles de pelo de camello para pintar la piel de Khetep con jeroglíficos de conservación e inviolabilidad, además de botes de hierbas crudas, agua perfumada y aún más sales de tierra. Por último, entró un grupo de cuatro sacerdotes jóvenes que transportaban los botes de alabastro con intrincados tallados, en los que se guardarían los órganos vitales de Khetep hasta que finalmente resucitara.

Los sacerdotes de alto rango trabajaron con rapidez, preparando el cuerpo para conservarlo. Los sacerdotes de los templos de la ciudad habían anunciado que la coronación del heredero de Khetep y su sagrado matrimonio debían tener lugar al atardecer, dentro de sólo siete horas, así que quedaba poco tiempo antes del sepelio del rey muerto. En cuanto se retiró el sudario funerario, se reunieron en círculo alrededor de las andas y se volvieron hacia las estatuas de Djaf y Usirian, que flanqueaban una puerta ceremonial situada en la pared oriental de la cámara. El Sacerdote de mayor rango, Shepsu-het, levantó las manos teñidas y se preparó para pronunciar la invocación de la Puerta Abierta, el primer paso para obtener el permiso de Usirian para que algún día el espíritu de Khetep regresara a la Tierra Bendita.

Justo cuando el sacerdote comenzaba a hablar, sintió que un escalofrío le recorría la espalda. La nuca le picó bajo el peso de una mirada fría y hostil, igual que sufriría un ratón bajo la mirada fija de una cobra.

Shepsu-het se volvió hacia la vaga figura que permanecía de pie en la entrada de la cámara. Los otros sacerdotes hicieron lo mismo y cayeron rápidamente de rodillas al reconocerla.

Nagash, hijo de Khetep, gran hierofante del culto funerario de la Ciudad Viviente, se dignó dirigirles una mirada de desdén a los sacerdotes arrodillados.

—¿Qué significa esto? —preguntó con una voz clara y resonante.

Los sacerdotes de mayor rango se miraron unos a otros con aprensión; se les notaba la inquietud en la postura encorvada y los movimientos furtivos. Al final, se volvieron hacia Shepsu-het, que se armó de valor y respondió:

—El tiempo apremia, santidad —dijo; la máscara que llevaba amortiguaba su anciana voz—. Pensé que querríais que comenzáramos los ritos inmediatamente.

Nagash se quedó mirando al sacerdote largo rato y luego honró a Shepsu-het con una sonrisa amarga. Con sólo treinta y dos años, Nagash era el gran hierofante más joven de cualquier ciudad en la historia de Nehekhara y su presencia física llenaba la cámara funeraria. Era alto para la gente de Khemri y prefería el atuendo de un príncipe guerrero a las sobrias vestiduras de un sacerdote. Llevaba un faldellín de lino blanco atado con un ancho cinto de cuero de primera calidad, con incrustaciones de rubíes y adornos de oro en forma de escarabajos. Unas magníficas sandalias de cuero rojo le envolvían los pies, y una túnica abierta, de mangas anchas, le cubría los corpulentos hombros y la parte superior de los musculosos brazos. Su pecho amplio y bronceado mostraba las cicatrices de batalla que había obtenido en los primeros y desenfrenados años de la edad adulta y que aún destacaban contra su piel morena.

Poseía los rasgos apuestos de su padre, pero no había ni rastro de la calidez de Khetep; contaba con un mentón cuadrado y una nariz aquilina, pero sus ojos eran del color del ónice pulido. Llevaba la estrecha barba atada formando una cola con tiras de oro batido, al estilo de la casa real, y el cuero cabelludo rapado y cubierto de aceite para que la superficie reluciera.

—Una vez más, demostráis por qué soy yo el gran hierofante en lugar de vos —repuso Nagash mientras se adentraba en la habitación.

Se movía con la elegancia de un felino de la selva, deslizándose casi sin hacer ruido por el suelo de piedra.

—Sois un viejo idiota, Shepsu-het. Voy a atender a mi padre yo solo. —Hizo un gesto con la mano en dirección a la entrada que había a su espalda—. Fuera de aquí. Os mandaré a buscar sí necesito la asistencia de una partida de monos que no saben más que cotorrear.

Los sacerdotes de mayor rango temblaron ante la severa mirada de Nagash. Se levantaron rápidamente, como un solo hombre, y salieron de la habitación arrastrando los pies. Shepsu-het fue el último; su expresión resultaba ilegible bajo los lisos rasgos dorados de su máscara. Mientras este salía, la figura de un joven sacerdote atravesó la entrada sin hacer ruido y entró en la cámara. A diferencia de Nagash, el joven iba ataviado de manera conservadora, con una túnica blanca y un sencillo cinto de oro, pero una sonrisita insolente iluminaba su rostro cruzado por una cicatriz, y sus ojos marrones eran agudos y calculadores.

—Ese os va a traer problemas, señor —murmuró, observando cómo Shepsu-het se perdía de vista.

Nagash rodeó los pies de las andas y cruzó los brazos mientras estudiaba detenidamente el cuerpo muerto de su padre.

—Supongo que piensas que debería matarlo —comentó con aire distraído.

El joven sacerdote se encogió de hombros y respondió:

—Debe tener ciento cincuenta años. Hay hierbas que podrían acabar en su vino: cosas sencillas que se pueden encontrar en las cocinas del templo, pero que resultan mortales cuando se combinan del modo adecuado. O un áspid podría terminar en el suelo de los baños de los sacerdotes. Ya ha ocurrido otras veces.

Nagash se encogió levemente de hombros escuchando sólo a medias. Su atención se concentraba en el cuerpo que tenía delante mientras buscaba pistas que revelasen cómo había muerto el rey sacerdote. La piel de Khetep tenía un matiz amarillo debido a la capa de natrón que los sacerdotes le habían dado al cadáver, pero eso no podía ocultar del todo el tono gris y pálido del cuerpo. Aunque era de edad avanzada, con cien años, Khetep aún poseía una parte de la fuerza ofensiva de la que había disfrutado en la flor de la vida. Nagash estudió la formación de los músculos del rey, observando con el entrecejo fruncido las líneas oscuras de las venas del cadáver y el vientre hinchado.

—Demasiado vino y lujos —dijo entre dientes—. Vuestra derrota estaba escrita en las líneas combadas de vuestro cuerpo, padre. Vuestras glorias os debilitaron.

El joven sacerdote se rió entre dientes y apuntó:

—Yo pensaba que para eso servían las glorias, maestro.

Khefru era el primogénito de una adinerada familia de mercaderes que se había divertido gastando el dinero de su padre en vino y partidas de dados. Había recibido la cicatriz que le desfiguraba el lado izquierdo de la cara en una pelea de borrachos con cuchillos en el exterior de una casa de juegos. Su adversario, el hijo de un noble poderoso de la corte de Khetep, murió pocos días después. Antes de que tuviera que hacerle frente a una ejecución, Khefru había comenzado una nueva vida en el culto funerario. Era un pésimo estudioso y un sacerdote mediocre, pero contaba con un ingenio agudo y un empecinamiento singular que a Nagash le resultaban útiles. Había elegido a Khefru para que fuera su sirviente personal el mismo día en que se convirtió en gran hierofante de Khemri.

—La gloria es para los idiotas —declaró Nagash—. Es un veneno que socava la voluntad y disminuye la resolución de una persona. Khetep lo aprendió por experiencia propia.

Khefru enarcó una ceja en dirección a su señor y dijo:

—No cabe duda de que vos habríais reinado de manera muy diferente.

Nagash fulminó al joven sacerdote con una mirada torva. A los dieciséis años había seguido al ejército de su padre en dirección este a través del antiguo Valle de los Reyes, y luego hacia el sur, hacia las selvas tórridas que, según la leyenda, habían sido la cuna de su gente. A lo largo de tres años, Khetep había luchado contra las hordas de hombres lagarto que acechaban por allí y había comenzado la construcción de la gran fortaleza de Rasetra, que serviría de bastión contra sus constantes incursiones en la ciudad aijada de Lybaras. Cuando Khetep fue abatido por la fiebre, Nagash asumió el mando de la expedición. Durante casi seis meses había conducido a los guerreros de su padre en una despiadada campaña contra sus enemigos que culminó, por fin, en la brutal batalla que había destruido a los caciques lagarto locales y había pacificado la región.

Durante aquellos seis meses, había gobernado como si fuera rey y había controlado el reino con mano de hierro; sin embargo, cuando Khetep se recuperó lo suficiente para emprender el largo camino a casa, le había entregado Rasetra a uno de sus generales y había traído a Nagash de regreso a la Ciudad Viviente con él. A los miembros de la expedición que habían sobrevivido se les había prohibido hablar del breve reinado de Nagash. Se lo había elogiado por ser un guerrero poderoso, pero nada más, y al llegar a Khemri el rey había enviado a Nagash al templo de Settra para que comenzara sus estudios. Ahora, trece años después, Rasetra era una ciudad pequeña aunque próspera con su propio rey sacerdote.

El gran hierofante apoyó la palma de la mano en la empuñadura de los irheps con piedras preciosas que llevaba en el cinturón.

—Si las familias nobles le pasaran su herencia al primogénito, como hacen en las tribus bárbaras allá en el norte, las cosas serían completamente diferentes —opinó Nagash—. En cambio, las fortunas se pasan a los segundos hijos y a nosotros nos confinan en los templos.

—Los primogénitos se entregan a los dioses a cambio de la Tierra Bendita que ellos nos cedieron —dijo Khefru, recitando el viejo dicho con considerable amargura—. Podría ser peor. Al menos no nos sacrifican como hacían antiguamente.

—Los dioses deberían aceptar cabras y estar contentos —soltó Nagash—. Nos necesitan mucho más que nosotros a ellos.

Khefru cambió el peso del cuerpo de un pie a otro, pues de pronto se sintió incómodo. Le echó una mirada de preocupación a las estatuas de aspecto adusto situadas en el otro extremo de la habitación.

—No lo diréis en serio —apuntó rápidamente—. Sin ellos, la tierra se marchitaría. El antiguo pacto…

—El antiguo pacto nos vendió un cuenco de arena a cambio de servidumbre eterna —aseguró Nagash—. Los dioses se ofrecieron a hacer florecer nuestros campos y mantener el desierto a raya a cambio de adoración y devoción. Piensa en ello, Khefru. Estaban dispuestos a entregarnos el paraíso a cambio de oraciones y las ofrendas de los primogénitos. Los dioses estaban desesperados. Sin nosotros, son débiles. Podríamos haberlos esclavizado, haber hecho que cedieran a nuestra voluntad. En lugar de ello, estamos sometidos; les entregamos una fuerza que podríamos aprovechar mejor nosotros mismos. El auténtico poder se encuentra aquí, en este mundo —aseguró Nagash, mientras daba golpecitos sobre las andas de mármol para poner mayor énfasis en sus palabras—, no en el otro. Creo que Settra lo comprendía. Por eso buscó el secreto de la vida eterna. Sin el temor a la muerte, los dioses no ejercerían ningún dominio sobre nosotros.

—Un secreto que ha eludido al culto funerario durante más de quinientos años —señaló Khefru.

—Eso es porque nuestra hechicería depende de la beneficencia de los dioses —contestó Nagash—. Sus energías alimentan todos nuestros ritos e invocaciones. ¿Crees que nos ayudarán a escapar de sus garras? —El gran hierofante apretó los puños—. No pienses que me halago a mí mismo cuando digo que poseo la mejor mente de toda Nehekhara. En trece años he aprendido todo lo que el culto sabe acerca del proceso de la vida y la muerte. Tengo el conocimiento, Khefru; lo que me falta es el poder.

Mientras hablaba, a Nagash se le enfebrecieron los ojos y su voz se alzó hasta ser casi un grito. La intensidad de las emociones del gran hierofante dejó atónito a Khefru.

—Un día lo encontraréis, señor —balbuceó el joven sacerdote, sintiendo miedo de pronto—. No cabe duda de que sólo es cuestión de tiempo.

Nagash hizo una pausa. Parpadeó, dio la impresión de que se serenaba y añadió:

—Sí, por supuesto. Sólo hace falta tiempo.

El gran hierofante bajó la mirada hacia el cuerpo de su padre. Desenvainó el cuchillo curvo de bronce que llevaba al cinto.

—Trae la primera tinaja —ordenó—. No pienso permitir que Shepsu-het me acuse de no cumplir con mis deberes.

Khefru fue rápidamente hasta las tinajas de alabastro que aguardaban y cogió una tallada con la imagen de un hipopótamo. Los canopes estaban destinados a guardar los cuatro órganos vitales del rey muerto: hígado, pulmones, estómago e intestinos, y estaban tallados con jeroglíficos que los conservarían hasta el momento en que se los necesitara una vez más.

El joven sacerdote dejó la pesada tinaja junto a Nagash y murmuró una oración a Djaf dios de la muerte, antes de sacar la tapa. Nagash sostuvo la hoja de bronce sobre el vientre de su padre. Hizo una breve pausa, saboreando el momento.

—No hay ni el más mínimo indicio de heridas —observó—. Quizá le falló el corazón en lo más violento de la batalla.

Khefru negó con la cabeza.

—Fue hechicería, señor —aseguró—. Oí que el ejército zandriano invocó un hechizo que golpeó al rey sacerdote y sus generales, muy por detrás de la línea de batalla. Ninguna de las guardas que colocaron nuestros sacerdotes pudo detenerlo. Cuando Khetep cayó, nuestro ejército se desanimó y los guerreros de Zandri hicieron retroceder a nuestros hombres de manera desordenada.

Nagash pensó en ello y dijo:

—Pero el patrón de Zandri es Qu’aph. Eso no se parece a la sutileza del dios de las serpientes.

—Aun así, señor, eso es lo que me dijeron —repitió Khefru, encogiéndose de hombros.

Nagash bajó las manos mientras ponía cara de pocos amigos y realizó el primer corte: seccionó el abdomen, del ombligo al esternón. El vientre del rey se desinfló inmediatamente y derramó un nauseabundo y burbujeante torrente de fluido alquitranado que rebasó el borde de las andas y cayó al suelo.

Khefru se apartó del apestoso líquido tambaleándose, mientras soltaba una maldición entre dientes. Nagash también retrocedió, arrugando el entrecejo, sorprendido. Después de un momento, el torrente viscoso disminuyó, y el gran hierofante atravesó con cuidado el charco pegajoso para acercarse de nuevo al cuerpo de Khetep.

Usando la punta del cuchillo, añadió cuatro cortes perpendiculares para ensanchar la incisión y apartó uno de los pliegues de piel. Lo que había dentro hizo que Nagash soltara un silbido de sorpresa al verlo.

Los órganos del rey sacerdote se habían fundido unos con otros debido a algún tipo de fuerza mágica. Los intestinos y el estómago se habían apergaminado y formaban una bola llena de nudos, hasta el punto de que resultaba imposible decir dónde terminaba un órgano y comenzaba el otro. Asimismo, el diafragma y los pulmones se habían deformado y habían originado masas bulbosas de carne enferma. Era como si un gran cáncer se hubiera comido a Khetep desde dentro.

El gran hierofante no conocía ningún dios que pudiera hacer tal cosa. Khefru se fue acercando con cuidado a la mesa. Arrugó la cara asqueado cuando vio lo que le había ocurrido Khetep.

—¿Qué vil hechicería podría hacer una cosa así? —preguntó con voz entrecortada.

Nagash ya no lo estaba escuchando. El gran hierofante se había inclinado sobre el cadáver de su padre mientras estudiaba absorto los restos retorcidos del gran rey. Un extraño y ávido brillo surgía de las profundidades de sus ojos oscuros.

Al mediodía, la gran explanada que se encontraba en el exterior del palacio estaba llena de nobles con sus séquitos, que aguardaban para presentar ofrendas por el sepelio de Khetep y jurarle lealtad a su heredero. El personal de la casa real había montado pequeñas tiendas de lino de vivos colores para proteger a los nobles de lo peor del calor del sol y los esclavos iban de acá para allá con jarras de vino aguado que enfriaban en las cisternas situadas en el fondo del palacio. El hedor de los animales destinados a los sacrificios saturaba el aire en calma mientras cada una de las familias nobles intentaba superar a sus rivales con espléndidas ofrendas de corderos, bueyes e incluso unos cuantos valiosos caballos. Nagash miró con el entrecejo fruncido y expresión severa el nocivo espectáculo en tanto él y Khefru se dirigían a la Corte de Settra. Sabía que para cuando terminasen las ceremonias la gran explanada se asemejaría a un cercado un día de mercado. El mal olor persistiría durante semanas.

La muchedumbre se iba volviendo más densa a medida que se acercaban a la cámara de audiencias del rey. Una docena de los guardaespaldas Ushabtis de Thutep flanqueaba la ancha escalinata que conducía al resonante salón, resplandecientes con sus petos de oro pulido y las relucientes espadas. Los rostros de los fieles eran jóvenes y feroces. Aún eran poco más que acólitos; la piel les brillaba gracias a la sagrada bendición de Ptra, pero sus cuerpos todavía no habían desarrollado los físicos perfectamente musculados de los guerreros elegidos del Gran Padre. Detrás de la hilera de guardaespaldas había un ajetreado puñado de esclavos de palacio cargando tablillas de cera y rollos de pergamino de gran calidad. Rodeaban a una figura alta y circunspecta de mediana edad que llevaba el círculo de oro del gran visir de Khetep.

Nagash se abrió paso entre la multitud sin esfuerzo, como si fuera un cocodrilo atravesando las aguas oscuras del Vitae. Los esclavos se apartaron velozmente del camino del gran hierofante y se postraron en el suelo caliente y mugriento mientras sus señores se quedaban callados e inclinaban la cabeza en señal de respeto. El hijo mayor de Khetep los ignoró a todos y cada uno de ellos.

Los Ushabtis inclinaron la cabeza por turnos mientras Nagash ascendía majestuosamente por los escalones de arenisca, y los sirvientes de palacio se retiraron rápidamente hacia las sombras del edificio. Así pues, sólo quedó el gran visir, que cruzó los brazos con calma y esperó a que Nagash se acercara.

—Que los dioses os bendigan, santidad —lo saludó Ghazid, inclinando la cabeza respetuosamente ante el gran hierofante.

Aunque como mínimo tenía ciento diez años, el gran visir aún estaba delgado y en forma; todavía poseía la energía veloz y rapaz de las tribus del desierto de las que provenía. Contaba la leyenda que había sido bandido en su juventud, pero que se había aliado con Khetep cuando el joven rey sacerdote había intentado hacer entrar en vereda a las tribus del desierto. Khetep acabó confiando enseguida en el audaz e inteligente miembro de la tribu y cuando el ejército regresó a Khemri, Ghazid se fue con ellos. Ghazid fue nombrado gran visir rápidamente y había servido a la casa real desde entonces. Había demostrado ser un hábil consejero y un amigo fiel para el rey, y muchos creían que gran parte de la renaciente gloria de la ciudad se le podía atribuir a él con toda razón. Sus agudos ojos azules no pasaban nada por alto y no le temía a ningún hombre ni bestia. Nagash lo odiaba desde que era niño.

—Por favor, reservaos esos buenos deseos para vos, gran visir —dijo Nagash con una fría sonrisa—. Vengo a informar a mi hermano de que los ritos por nuestro gran padre han concluido. Se le dará sepultura en la Gran Pirámide en unas pocas horas, conforme a los deseos de los sacerdotes.

El gran hierofante inclinó la cabeza, aparentando respeto.

—Khemri sufrirá otra pérdida más cuando os adentréis en la oscuridad junto a él.

—¡Ah, santidad!, estáis mal informado —repuso Ghazid, suavemente—, sin duda debido a vuestro dolor y los deberes de vuestra condición. ¡Ay!, Khetep me prohibió acompañarlo al averno. Mientras agonizaba en el campo de batalla, ordenó que me quedara para ayudar a su hijo a superar los primeros días de su reinado.

—Ya… veo —contestó Nagash—. Algo así es inaudito. Supone un gran honor, por supuesto.

—Y una gran responsabilidad —añadió Ghazid. Sus ojos azules miraban a Nagash fijamente—. Los tiempos de paz y prosperidad inducen a gente que en general es razonable a tomar decisiones imprudentes.

El gran hierofante asintió con la cabeza con gravedad y dijo:

—Sabias palabras como siempre, Ghazid. Entiendo por qué mi padre valoraba tanto vuestros consejos.

Ghazid le restó importancia con un ademán de la mano.

—En realidad, vuestro padre nunca necesitó mis consejos —aseguró—. En todo caso, a menudo le daba demasiadas vueltas a sus decisiones. Si hice algo por él, fue inducirlo a tomar medidas cuando la situación lo requería. Es mejor asestar un golpe rápido para matar a una víbora antes de que pueda empinarse y amenazar con atacar.

Nagash entrecerró los ojos, pensativo.

—Bien dicho, Ghazid. Bien dicho.

El visir sonrió y añadió:

—Me complace poder ayudar, como siempre —contestó, inclinando la cabeza una vez más. Se hizo a un lado mientras hacía un gesto en dirección a la puerta abierta de la cámara—. Vuestro hermano está recibiendo ofrendas de las embajadas de la ciudad en este mismo momento. Se alegrará de oír la noticia.

Nagash asintió bruscamente con la cabeza y reanudó su ritmo rápido, pasando entre las macizas columnas de arenisca que sostenían el techo de la Corte de Settra y situándose en presencia de las imponentes estatuas de basalto de Asaph y Geheb, que se erguían a cada lado de la altísima entrada. Geheb se encontraba a la derecha de la puerta, agarrando con la mano izquierda la hoz de la siega y sosteniendo la derecha en alto en un gesto de rechazo para impedirles el paso a los espíritus de la desdicha o la malevolencia. Asaph mantenía las manos cruzadas sobre el pecho a modo de saludo; su glorioso rostro mostraba una expresión serena y atrayente. El tocado de la diosa y las pulseras que llevaba en las muñecas estaban decorados con pan de oro, que también relucía en la hoja curva que Geheb sostenía en la mano. Los ídolos suponían un despliegue de enorme riqueza y poder. Sólo traer el rugoso basalto desde las Cumbres Quebradizas hasta el este había requerido diez años y se había cobrado las vidas de más de cuatro mil esclavos. Pero todo eso palidecía en comparación con el gran salón que se encontraba detrás.

La Corte de Settra era una cámara rectangular de más de doscientos pasos de largo y cuarenta de ancho, bordeada de grandes columnas de mármol pulido que sostenían el techo a más de catorce metros de altura sobre el reluciente suelo de piedra. Las paredes y el suelo de arenisca estaban recubiertos de secciones cuadradas de lujoso mármol color púrpura atravesado por vetas de ónice y oro reluciente, que resplandecían a la luz de muchísimas lámparas de aceite de bronce pulido situadas a lo largo de toda la cámara. El aire en el interior del magnífico espacio resonante era fresco y fragante; estaba perfumado con costoso incienso que ardía en braseros cerca de la espléndida tarima que se encontraba en el otro extremo de la sala.

Antaño, la Corte de Settra había sido la mayor cámara de audiencias de toda Nehekhara, superadas sólo por el derroche del Palacio Blanco en Quatar algunos siglos después de la muerte de Settra. En aquella época, toda la nobleza de Khemri podía caber en el interior del espacio de altos techos, con sitio de sobra para sus familias y esclavos. Hoy, sin embargo, la cámara de audiencias estaba abarrotada casi hasta los topes, el murmullo de las voces se fundía formando un rugido constante parecido al del oleaje que resonaba en el espacio entre las enormes columnas. Incluso a Nagash le sorprendió, por un momento, el abrumador espectáculo que se extendía ante él.

Durante el reinado de Khetep, sus inagotables esfuerzos por unir toda Nehekhara —si no como un imperio, entonces como una confederación de ciudades-estado aliadas— habían supuesto tanta negociación y arte para gobernar que las otras ciudades nehekharanas se habían visto obligadas a crear embajadas permanentes en el interior de la Ciudad Viviente. Delegados de cada una de estas embajadas llenaban la sala, todos portaban espléndidos regalos para acompañar a Khetep en la otra vida y consolidar su relación con su sucesor. Desde donde él se encontraba, Nagash pudo ver a los miembros de una delegación procedente de Bhagar, con sus negras túnicas para el desierto y turbantes susurrando entre sí; los acompañaban una docena de esclavos que llevaban urnas de valiosas especias traídas del sur en caravana. Cerca de allí, los gigantes de piel dorada de Ka-Sabar cruzaron sus enormes brazos y observaron atentamente la recepción; a su lado había unos arcones abiertos que contenían lingotes de bronce pulido. Algo más lejos, a la derecha, el gran hierofante descubrió una multitud de cortesanos y nobles ataviados con las túnicas de seda y los faldellines largos de la lejana Lahmia. Tenían un aspecto cauto como siempre, pero Nagash notó la fatiga que lastraba sus párpados y embotaba sus expresiones. No cabía duda de que muchos de los lahmianos habían escoltado a la joven prometida de Thutep por el gran río hasta Khemri: un viaje difícil en el mejor de los casos, pero aún más agotador cuando se tenía que hacer de forma apresurada. Ociosamente, se preguntó qué otros regalos habrían traído los ricos y decadentes lahmianos para honrar a su padre muerto.

En ese momento, la atención de los lahmianos, y de hecho la de casi todos los demás presentes en la cámara, se centraba en el gran desfile que se dirigía hacia la magnífica tarima. Filas de nobles vestidos con sencillos faldellines blancos y mantos cortos avanzaban escoltados por altos Ushabtis con reluciente piel verde y largo y fino cabello negro. Nagash reconoció a los fieles con un respingo. Se trataba de los guerreros elegidos de Zandri, el artífice de la derrota de Khemri.

Khefru, que también se había fijado en la procesión, susurró:

—¿Qué puede significar esto, señor?

Nagash le hizo señas a su sirviente para que guardara silencio. Se desvió rápidamente a la derecha, frunciendo el entrecejo, y comenzó a abrirse camino entre las profundas sombras que se proyectaban detrás de las columnas, a lo largo de la gran pared. Docenas de esclavos reales iban y venían afanosamente a su lado en la oscuridad, cada uno concentrado en sus propios asuntos y sin percatarse del personaje que se movía entre ellos.

—Nekumet, el rey sacerdote de Zandri, es un hombre reflexivo y artero —dijo Nagash entre dientes—. Buscó la guerra con Khemri por aquellas absurdas disputas comerciales el año pasado y ahora intenta reemplazarnos como la potencia preeminente en Nehekhara. Esto no es más que el siguiente paso en su gran estrategia.

El gran hierofante avanzó todo lo rápido que permitía su condición y en pocos minutos llegó al otro extremo de la cámara de audiencias, donde Ushabtis alerta y de vista aguda vigilaban las sombras. Los jóvenes guardaespaldas inclinaron la cabeza al ver aproximarse a Nagash y le permitieron deslizarse en silencio en medio de la multitud de visires y cortesanos presentes al pie de la tarima.

Nagash notó enseguida que los visires estaban preocupados. Susurraban entre sí en voz baja y movían las manos con gestos apremiantes y vehementes mientras hablaban de los acontecimientos que estaban teniendo lugar. Lleno de impaciencia, el gran hierofante se abrió paso a empujones entre la muchedumbre de ancianos funcionarios hasta que se encontró casi ante el trono del rey.

El trono de la Ciudad Viviente era antiguo y había sido tallado en una elegante madera oscura, con un fino veteado que no se encontraba en ningún lugar de Nehekhara. Según la leyenda, lo habían traído de las selvas situadas al sur y el este de la Tierra Bendita durante la mítica Gran Migración, mientras que algunos aseguraban que lo habían construido con madera sacada del sur en los primeros años del reinado de Settra. Descansaba en lo alto de la gran tarima, bajo una enorme estatua de Ptra, el Gran Padre. El ídolo, que llegaba casi hasta el techo, estaba hecho de arenisca recubierta de láminas de oro batido. El dios del sol apretaba la mano derecha contra el pecho en señal de bienvenida, mientras extendía la izquierda en gesto de rechazo para proteger al rey sacerdote de Khemri de los males del mundo.

También había un trono más pequeño sobre la tarima, apartado a la derecha y dos escalones más abajo, más cerca del suelo, donde los ciudadanos de Khemri acompañaban a su rey. En los primeros días de la Ciudad Viviente, el dios patrón de Khemri era Ptra y, bajo los auspicios del dios del sol, Settra el Grande pudo transformar Nehekhara en un grandioso imperio. No obstante, esto no le bastó al poderoso rey, y con el tiempo, su poder y orgullo crecieron tanto que creyó que podría encontrar un modo de desafiar a la muerte y reinar sobre la Tierra Bendita hasta el fin de los tiempos. Entonces fue cuando nació el culto funerario de la ciudad, más de setecientos años atrás, y en vida de Settra su sumo sacerdote reemplazó al de Ptra y se convirtió en el gran hierofante de Khemri.

La casa dirigente de Khemri aún tenía una tremenda obligación, no sólo para con Ptra, sino para con todos los dioses de la Tierra Bendita. Aunque la gente de Nehekhara se encontró con los dioses por primera vez cerca de donde se alzaba ahora la ciudad de Mahrak, a muchos cientos de leguas al este, era en Khemri, sobre las orillas del río Vitae, donde tuvo lugar el Gran Pacto que dio origen a la Tierra Bendita. Ptra y los dioses juraron proporcionar un paraíso para que los nehekharanos vivieran en él, siempre y cuando estos les rindieran culto y erigieran templos en su nombre. Además, cada casa noble ofrecería a su primogénito como un obsequio para los dioses, para que fueran sus sacerdotes y sacerdotisas. En Khemri, el primogénito se entregaba a Ptra como la encarnación viva de la gran promesa entre hombres y dioses.

Cuando Settra fundó el culto funerario se arriesgó a romper el pacto sagrado que hacía posible su glorioso imperio. Puesto que no podía entregar a su primogénito a los dioses, decidió cumplir su promesa de otro modo: desposando a una sacerdotisa de Ptra. La reina de Settra, la gran Hatsushepra, era una hija de la corte real de Lahmia. Desde entonces, una hija de Lahmia se casaba con el rey sacerdote de Khemri para garantizar la prosperidad de la Tierra Bendita.

El trono de la reina estaba vacío. La esposa de Khetep, Sofer, estaba orando en el templo de Djaf preparándose para unirse a su marido aquella tarde, pero había alguien de pie junto al trono más pequeño, con la mano apoyada de modo casi posesivo en el brazo de elaborados tallados. La extraña violación del decoro llamó la atención del gran hierofante, que levantó la mirada hacia la figura situada en los escalones, a menos de una docena de pasos de distancia. A Nagash se le cortó la respiración.

Nagash advirtió enseguida que era muy joven; aún quedaba mucho para que su belleza alcanzara la plenitud. Su cuerpo grácil iba ataviado con maravillosa seda amarilla traída directamente de la extraña tierra que se extendía al otro lado del mar, al este de Lahmia. Pulseras de delicado ámbar color miel decoraban sus morenas muñecas, y un collar de oro y rubíes le rodeaba el delgado cuello. Tenía una boca pequeña, una nariz puntiaguda que realzaba sus pómulos altos y finos, y ojos grandes y almendrados del color de esmeraldas pulidas. A pesar de su juventud, se erguía junto al trono vacío con gran aplomo y dignidad. Era serena y absolutamente radiante. Con el tiempo, la prometida de Thutep podría convertirse en la mejor reina que Nehekhara hubiera conocido jamás.

Nagash no se había sentido nunca cautivado por una mujer, en ningún momento de su vida. La idea del compromiso o dependencia emocional le resultaba repelente y no podría ser más que un obstáculo en sus ambiciones, y sin embargo, en cuanto vio a la reina, Nagash se encontró presa de un deseo espantoso y ardiente. Las manos, que mantenía ocultas en el fondo de las amplias mangas, se le cerraron formando zarpas para apresarla. Pensar en los horrores que podría infligirle a una carne tan santificada casi borró todas las demás ambiciones de la mente del gran hierofante. La atronadora ovación de la multitud congregada fue lo único que sacó a Nagash de su cruel ensueño y lo hizo concentrarse una vez más en el asunto que tenía entre manos.

El trono del rey sacerdote también permanecía vacío. Thutep, el heredero forzoso, se encontraba al pie de la tarima ante un dignatario de Zandri lujosamente vestido. El hermano de Nagash aún llevaba las galas ceremoniales de un príncipe real; iba ataviado con un faldellín plisado y un manto corto de lino blanco bordado con hilo de oro. Unos brazaletes de oro se cerraban alrededor de sus morenos brazos y un aro con un único rubí engastado descansaba sobre su frente. Aunque no poseía las facciones refinadas de su padre y hermano mayor, Thutep tenía un rostro expresivo y sus ojos brillaban con encanto natural. El embajador zandriano, cuya túnica verde mar estaba decorada con perlas de primera calidad y lisas esmeraldas en firma de lágrima, le hizo una profunda reverencia al rey. El cabello y la barba oscuros del embajador estaban llenos de rizos, que brillaban debido al aceite aromático, y una alegre sonrisa iluminaba su rostro.

Nagash frunció el entrecejo al reconocer la mayor parte de los rostros de los jóvenes que permanecían en filas apretadas detrás del embajador. Muchos de los hombres presentaban cardenales amoratados en extremidades y pecho, y varios lucían vendajes recientes manchados de sangre. Todos ellos sin excepción mostraban expresiones abatidas y mantenían el mentón bajo, avergonzados. Se trataba de los nobles que habían sido hechos prisioneros durante la desastrosa derrota, sólo un mes atrás. Nagash captó la naturaleza del plan de Zandri enseguida y observó a su hermano, pensativo.

—El pueblo de la Ciudad Viviente le agradece a Nekumet, vuestro gran rey, esta muestra de caridad y clemencia —declaró Thutep, cruzando las manos sobre el pecho mientras hacía una profunda reverencia—. ¡Que su regreso marque una nueva era de paz y prosperidad para la gente de la Tierra Bendita!

Se oyeron ovaciones una vez más. Khefru se inclinó hacia su señor y le preguntó:

—¿Zandri devuelve todos sus prisioneros sin ni siquiera pedir un rescate simbólico? ¡Es una locura!

Nagash procuró ocultar la amarga consternación que sentía.

—En absoluto —respondió el gran hierofante—. El gesto no se hace en beneficio de Thutep, sino de los otros embajadores.

Cuando Khefru observó perplejo a su señor, Nagash le lanzó una mirada de irritación.

—¿No lo ves? Es un insulto cuidadosamente calculado y la táctica diplomática de apertura de Nekumet. Al alardear de que nos devuelve a nuestros nobles sin exigir un fuerte rescate, le está diciendo al resto de Nehekhara que no suponemos una amenaza para él. —Abarcó toda la cámara con un brusco movimiento de la mano—. Khetep está muerto y los chacales dan vueltas esperando apoderarse de toda la influencia que les sea posible. Zandri acaba de saltar al frente de la manada, y Thutep es demasiado ingenuo para verlo.

Thutep se volvió de pronto, como si hubiera captado el sonido de su nombre. Su mirada se posó en Nagash y, después de un momento, su sonrisa se ensanchó.

—Bienvenido, hermano —saludó, haciéndole señas al gran hierofante para que se acercara—. Me alegra que estuvieras aquí para presenciar el fin de nuestra contienda con Zandri. Ahora podremos dejar a un lado el pasado y olvidarlo.

Nagash se dignó dirigirle una mirada fría e implacable al embajador de Zandri.

—He venido a informaros de que el cuerpo de nuestro padre está preparado para su viaje —le dijo a su hermano—. Lo llevaremos a la Gran Pirámide una hora antes de la puesta de sol, conforme a los deseos de los sacerdotes.

El embajador oyó la noticia y su expresión se volvió sombría. Le dirigió una inclinación de cabeza a Thutep y apuntó:

—Aunque fuimos a la guerra contra vuestro padre, era un guerrero audaz y un gran rey, y lloramos su muerte junto con el resto de Nehekhara. Por lo tanto, nos gustaría ofrecer humildemente un obsequio en nombre del pueblo de Zandri para acompañar a Khetep en su viaje a la otra vida.

Thutep recibió la noticia con un grave gesto afirmativo de la cabeza.

—Muy bien —accedió—. Veamos ese obsequio.

El embajador hizo una seña y se produjo un revuelo en el otro extremo de la procesión. Un puñado de fornidos salvajes, desnudos de cintura para arriba, apartaron a un lado a los antiguos prisioneros, que estaban esperando el permiso de Thutep para regresar con sus familias; llevaban a rastras a tres figuras vestidas de negro, a las que depositaron rápidamente a los pies del embajador antes de retirarse a toda velocidad.

Nagash estudió a las tres figuras con atención. Eran altas y delgadas e iban ataviadas con una extraña combinación de harapientas túnicas de lana y alguna especie de coraza de cuero oscuro que les cubría el torso el abdomen. Dos de las figuras eran femeninas y tenían un cabello largo y blanco que les colgaba formando una maraña despeinada hasta la cintura. El pelo del hombre era negro como el azabache y casi tan largo e igual de enredado. Su piel, lo poco que Nagash podía ver de la misma, era más blanca que el alabastro. Tenían unas facciones delicadas y de huesos finos, con barbillas puntiagudas, narices angulosas y pómulos marcados. Eran hermosos, de un modo extraño y casi espantoso, y a pesar de que parecían frágiles comparados con los nehekharanos que los rodeaban, poseían un aura de amenaza que lo desconcertaba de algún modo. El hombre levantó la mirada hacia Nagash. Tenía una expresión relajada y una mirada ausente en los ojos negros. Les habían suministrado una potente droga a los tres.

Susurros de curiosidad se extendieron por la sala. Thutep se quedó mirado a las extrañas criaturas con una mezcla de fascinación y repugnancia, como si se hubiera encontrado con un grupo de cobras.

—¿Qué son? —preguntó.

—Se llaman a sí mismos druchii, alteza —contestó el embajador con rapidez—. Su barco encalló a cierta distancia de nuestras costas durante una terrible tormenta hace tan sólo unos meses y han permanecido como esclavos en la casa real desde entonces.

Al oír la palabra esclavo, el druchii volvió la cabeza en dirección al embajador y soltó algo entre dientes en una lengua sibilante y serpentina. El hombre de Zandri palideció al oírlo, pero se recuperó con rapidez.

—Son una maravilla, ¿verdad? —dijo—. Es el deseo de nuestro rey que atiendan al espíritu de Khetep en la otra vida.

La oferta sorprendió a Thutep. Los bienes materiales eran una cosa y que alguien de fuera ofreciera esclavos para que se ocuparan de un rey muerto, algo muy distinto.

—Bueno, ciertamente es un obsequio generoso —respondió despacio, pues no quería ofender.

Nagash observaba todo el intercambio con creciente interés. ¿A qué estaba jugando la delegación de Zandri? Resultaba evidente que aquello era mucho más complejo de lo que parecía. Entonces se fijó en que una de las mujeres se enderezaba e inclinaba la cabeza para concentrarse. Intentó hablar, arrastrando las palabras de su espeluznante idioma, pero de todas formas Nagash sintió emanar de ella una leve oleada de poder, como si se tratara de un gélido viento del desierto.

Se puso tenso: de pronto, estaba alerta. ¿Podría ser verdad? El gran hierofante se volvió hacia Thutep.

—La oferta de Zandri es inaudita —comenzó, esforzándose por no alterar la voz—, pero eso no hace que esté fuera de lugar. Sugiero que aceptemos su obsequio con el espíritu en que se ofreció, alteza.

Thutep sonrió, encantado.

—Que así sea —anunció—. Habría que llevar a los esclavos al templo —le dijo a Nagash—. ¿Os encargáis de ello?

Nagash esbozó una sonrisa.

—Nada me gustaría más —contestó.