DIECINUEVE
Sangre y agua
Las Fuentes de la Vida Eterna,
en el 63.º año de Ptra el Glorioso
(-1744, según el cálculo imperial)
Los sacerdotes estuvieron ocupados toda la noche mientras el ejército se preparaba para la batalla. Los acólitos de Neru recorrieron el extenso perímetro del campamento aliado alzando los ojos hacia la cara de la diosa y llenando el aire frío con cánticos para contener a los espíritus de las inmensidades desérticas. Alrededor de las fogatas, los martillos repiqueteaban contra el bronce mientras los guerreros les hacían reparaciones de última hora a los carros o arreglaban sus arneses de batalla. Los hombres rezaban mientras trabajaban. Algunos apelaban a Ptra para que azotara a los enemigos que tenían delante, mientras que otros le suplicaban al poderoso Geheb que les prestara la fuerza para vencer a sus adversarios. Otros más le dirigían oraciones al lívido Djaf, dios de la muerte, rogando que sus golpes fueran limpios y certeros. El traqueteo y el murmullo de la enorme hueste se mezclaban con los gemidos de los bueyes, las cabras y los corderos a medida que los sacerdotes iban sacando a sus animales de os corrales para sacrificarlos y los llevaban tirando de ellos ante los altares manchados de rojo situados en el centro del campamento. El clamor del ejército iba y venía por la arena como el agitado aliento de una inmensa bestia de la naturaleza.
El ejército del Usurpador aguardaba a poco más de tres millas de distancia, al otro lado de las onduladas dunas y una ancha llanura rocosa. Pequeñas fogatas parpadeaban entre los cientos de tiendas oscuras y, de vez en cuando, el relincho nervioso de un caballo llegaba a oídos de los centinelas aliados; pero por lo demás en el campamento enemigo reinaba una calma extraña e inquietante.
En el centro del inmenso campamento, rodeado de muchísimos Ushabtis atentos, Rakh-amn-hotep escuchó los informes de sus exploradores y consideró el campo de batalla para el próximo día. Mucho después de haberles dado permiso a sus capitanes para que regresaran a sus tiendas, el rey se sentó en una silla plegable y examinó detenidamente el gran mapa dispuesto ante él, estudiando las posiciones de sus tropas y las del enemigo. De vez en cuando, su paladín, Ekhreb, se levantaba de su silla, situada cerca de la entrada de la gran tienda, y llenaba la copa vacía del rey con una mezcla de hierbas y vino aguado. En el otro extremo del recinto central de la tienda, el rey de Lybaras estaba recostado en un diván manchado de polvo. Las hojas de papiro que descansaban en su regazo se agitaban ligeramente mientras Hekhmenukep roncaba con la barbilla apoyada sobre el estrecho pecho.
Dos horas antes del alba, los esclavos del ejército se levantaron del frío suelo y empezaron a preparar el desayuno. Se repartieron cuencos de gachas de avena entre los miles de guerreros de expresión adusta, junto con un trozo de pan ácimo del tamaño de la palma de una mano y una sola taza de agua. Entre las tiendas de los nobles, aquellos que se animaron a comer desayunaron pan y aceitunas, queso de cabra y aves de río. Su vino era espeso y resinoso, pues no se podía dedicar agua a diluirlo.
Media hora antes del amanecer, a medida que el cielo iba palideciendo al este, el ejército empezó a congregarse. Los caballos bajaron con gran estruendo por los estrechos senderos del campamento cuando los reyes les despacharon las primeras órdenes del día a sus compañías. Los jefes de filas les gritaron órdenes a sus soldados, los sacaron de sus tiendas y los hicieron formar en hileras. El ruido de un estruendo provocado por el hombre y un violento chillido del vapor se oyeron en la parte nordeste del campamento, lo que hizo que los animales de la caballería rasetrana se encabritaran y piafaran asustados mientras las máquinas de guerra lybaranas cobraban vida. Seis inmensas figuras se irguieron lentamente en el cielo cada vez más iluminado. Las pesadas placas del blindaje chirriaban y crujían al rozar unas contra otras.
La tierra tembló cuando los gigantes se pusieron pesadamente en pie. Sus rostros, tallados en madera y revestidos de cobre bruñido, mostraban semblantes pensados para ganarse el favor de los dioses: la cara de un sabueso gruñendo, en honor de Geheb; el chacal astuto y enigmático predilecto de Djaf, o el halcón arrogante y cruel de Phakth. Los guerreros de Rasetra y Lybaras se quedaron mirando, sobrecogidos, mientras las grandes máquinas de guerra levantaban enormes mazas de piedra y daban los primeros pasos hacia el campo de batalla. Pocos se percataron de que los escorpiones de guerra del ejército no estaban por ninguna parte. Al igual que su patrón, Sokth, las sigilosas máquinas se habían escabullido por la noche y habían dejado solamente montones de arena revuelta como testigo de dónde habían estado.
El movimiento de las máquinas de guerra provocó gritos de respuesta procedentes de la parte sureste del campamento a medida que las máquinas de guerra vivas del ejército rasetrano levantaban sus hocicos blindados y desafiaban a los lejanos gigantes. Los lagartos de trueno eran criaturas enormes y jorobadas con patas achaparradas del tamaño de troncos de árbol y fuertes colas que se sacudían y tenían una protuberancia en el extremo como si fueran mazas. Las bestias se mostraron aletargadas bajo el frío de primeras horas de la mañana, a pesar de haber dormido sobre arena calentada gracias al efecto de una veintena de grandes hogueras. Sus cuidadores, delgados y ágiles hombres lagarto de las selvas meridionales, obligaron a las criaturas a ponerse en pie pinchándolas con largos palos parecidos a lanzas y treparon por sus costados hasta las sillas de madera y lona atadas a los lomos blindados de las bestias. Grupos de tropas auxiliares de hombres-lagarto abarrotaban el campo alrededor de sus enormes primos, susurrando entre sí en su lengua sibilante y vibrante. Algunos presumían de los cráneos manchados de sangre que habían conseguido en batalla el día anterior, invitando a sus compañeros a probar los trofeos con rápidos movimientos de sus oscuras lenguas bífidas.
Justo cuando los primeros rayos de sol surgieron por encima del lejano horizonte, un coro de trompetas resonó desde el centro del campamento, y la infantería se puso en marcha. El borde delantero de la línea de batalla, veinte mil hombres, se dividió en diez compañías, que se extendían casi cinco millas de norte a sur, y avanzaron bajo la atenta mirada de sus comandantes nobles y las ásperas maldiciones de sus jefes de filas. La caballería iba tras ellos: ocho mil soldados de caballería ligera, cinco mil de caballería pesada y dos mil carros, además de otras veinte mil tropas de reserva y auxiliares. Tras ellos, moviéndose a grandes zancadas en medio de los remolinos de polvo, venían las titánicas máquinas de guerra de Lybaras y los lagartos de trueno de Rasetra con sus bramidos. En último lugar, se encontraban las procesiones multicolores de los sacerdotes del ejército: sirvientes de Ptra y Geheb, Phakth y Neru, e incluso sacerdotes de Tahoth el sabio con sus relucientes vestiduras de cobre y cristal.
Los ejércitos del este marchaban a la batalla con el sol naciente a la espalda y las sombras de la noche retirándose ante ellos.
La proa del barco flotante cabeceó y se bamboleó mientras el sol agitaba el aire por encima de las onduladas dunas. Rakh-amn-hotep se alegró de haber resistido el impulso de tomar un desayuno abundante antes de dirigirse a la línea de batalla. A su lado, Hekhmenukep se balanceaba como una palmera en medio de una tormenta mientras les transmitía instrucciones a sus encargados de señales con la misma facilidad que si estuviera recostado en su tienda, allá en el campamento. El rey de Rasetra se agarró a la barandilla de proa con una mano de nudos blancos y decidió no ponerse en evidencia delante del rey erudito.
Muchísimos lybaranos abarrotaban las cubiertas del barco flotante mientras la embarcación seguía desde el aire al ejército que avanzaba. Cuatro equipos de encargados de señales bordeaban las barandillas de la nave, aferrando sus reflectores de bronce en forma de disco y midiendo periódicamente el ángulo del abrasador sol. Detrás de ellos, una compañía de arqueros permanecía sentada con las piernas cruzadas en el centro de la cubierta, con los arcos largos colocados muy a mano mientras charlaban o jugaban partidas de dados. A popa, rodeando el complicado conjunto de timones del barco flotante, dos docenas de jóvenes sacerdotes les entonaban invocaciones a los espíritus del aire que mantenían la nave en alto. Más al este, muy por detrás del ejército en avance, venía el resto de los barcos flotantes lybaranos. Las siete majestuosas embarcaciones proyectaban largas sombras sobre el terreno ondulado situado bajo sus quillas.
Sesenta metros por debajo, el ejército aliado avanzaba a ritmo constante a través de la accidentada llanura hacia el enemigo que aguadaba. A esa distancia, no llegaban a oídos de Rakh-amn-hotep ni rastro del estruendo y el traqueteo de un ejército en marcha, lo que sólo servía para intensificar su inquietud.
—Me siento como un espectador aquí arriba —comentó casi para sí mismo. Le echó una mirada a Hekhmenukep—. ¿Estáis seguro de que esto funcionará? ¿Y si el ejército no puede leer nuestras señales?
El rey de Lybaras le dirigió una sonrisa condescendiente a Rakh-amn-hotep.
—Hay encargados de señales lybaranos con cada compañía —explicó como si estuviera tranquilizando a un niño inquieto—. Hemos pasado siglos perfeccionando este sistema con complicados juegos de guerra. No puede fallar.
Rakh-amn-hotep se quedó mirando al rey lybarano, pensativo.
—¿Cuántas veces lo habéis usado en una batalla real? —inquirió. La sonrisa satisfecha de Hekhmenukep flaqueó un poco.
—Bueno… —empezó.
—Eso es lo que me temía —gruñó el rey rasetrano.
Durante un breve momento, se planteó pedirle a Hekhmenukep que lo dejaran en el suelo con el resto del ejército; pero que se dieran órdenes desde el suelo y el aire sólo incrementaría el riesgo de confusión. Frunciendo el entrecejo, concentró su atención abajo, en el campo de batalla, y trató de entender la disposición del enemigo.
Desde la posición estratégica de Rakh-amn-hotep, el ejército del Usurpador aparecía dispuesto ante él como fichas en un mapa de batalla. Compañías de arqueros zandrianos vestidos de azul formaban una línea de hostigadores unos cincuenta metros por delante de un auténtico muro de lanceros enemigos, anclados en el camino comercial al norte y extendiéndose más de cuatro millas en forma de media luna poco profunda al sur. Las compañías enemigas eran menos numerosas, pero más grandes por separado que las formaciones aliadas: cinco filas por las tres de los aliados. El rey descubrió aún más compañías en reserva detrás de las filas delanteras reforzando el centro y la derecha del enemigo. Por lo que podía calcular, las fuerzas combinadas del Usurpador superaban en número a la infantería aliada en más de veinte mil hombres. Grandes escuadrones de caballería ligera numasi merodeaban por los flancos del ejército enemigo alerta ante cualquier intento de rodear la línea de batalla y un gran bloque de soldados de caballería pesada esperaba detrás de un grupo de dunas a lo largo del flanco izquierdo del enemigo. Dos formaciones más aguardaban en la retaguardia de la fuerza del Usurpador, pero las envolvían las brumas que surgían de los manantiales: «Carros, o quizás incluso catapultas», conjeturó el rey.
—Setenta, tal vez ochenta mil soldados —caviló Rakh-amn-hotep—. Parece que la diversión de Ka-Sabar en el sur no ha tenido tanto éxito como esperábamos. Deben de ser todos los combatientes de Khemri, Numas y Zandri combinados. —Se apoyó contra la barandilla mientras estudiaba las formaciones más detenidamente—. Sin embargo, no hay tiendas, como se informó en Zedri. ¿Dónde están el Usurpador y sus monstruos de piel pálida?
Hekhmenukep consideró la pregunta.
—Tal vez estén escondidos en las brumas que rodean los manantiales —sugirió.
—Tal vez —coincidió Rakh-amn-hotep—. En Zedri sólo se dejó ver cuando su ejército estaba al borde de la derrota. Es posible que crea que puede sacar esta batalla adelante basándose solamente en la fuerza de su ejército.
El rey cruzó los brazos y miró a los soldados enemigos con el entrecejo fruncido.
—No. Aquí hay algo más. Algo va mal, pero no sé decir exactamente qué.
Hekhmenukep se reunió con el rey rasetrano en la barandilla y pasó largo rato contemplando la accidentada llanura. Al final, dijo:
—¿Dónde están los cuerpos?
—¿Cuerpos?
El rey lybarano señaló la llanura con un amplio movimiento de la mano y añadió:
—Aquí es donde os enfrentasteis a la vanguardia del enemigo ayer, ¿no? Me dijisteis que hubo centenares de muertos de ambos bandos.
—Más del suyo que del nuestro —terció Rakh-amn-hotep.
—Pero ¿qué ha pasado con los cuerpos? —preguntó el lybarano—. La llanura debería estar cubierta de cadáveres hinchados y bandadas de buitres, pero ahí no hay nada.
Rakh-amn-hotep consideró las palabras del otro hombre.
—¡Eso es! —exclamó al final—. ¡Sí, tiene que ser! Nagash utilizó su deplorable magia para animar a los muertos y… —Recorrió el campo de batalla con la mirada buscando pistas—. Podría haberlos hecho adentrarse en las brumas para ocultarlos como fuerza de reserva.
—¿Y por qué no enterrarlos sencillamente en el suelo donde cayeron? —sugirió Hekhmenukep—. De ese modo podrían aparecer detrás de nosotros cuando nuestras compañías avanzaran.
El rey rasetrano negó con la cabeza y repuso:
—El terreno es demasiado rocoso para eso y además veríamos el suelo revuelto desde aquí. —Estudió la disposición del enemigo una vez más—. El enemigo ha reforzado sus líneas en el centro y a la derecha, y ha dejado el flanco izquierdo relativamente débil. Quieren que lancemos nuestro peso contra la izquierda atrayéndonos hacia delante mientras sus compañías se repliegan y luego responden con una carga de su caballería pesada para pararnos en seco. Eso nos deja demasiado estirados y débiles en su flanco derecho, listos para un contraataque desde el sur. —Rakh-amn-hotep señaló hacia las dunas más allá del flanco derecho del enemigo—. Los muertos están esperando allá en la arena —anunció—. Eso es lo que está planeando Nagash. Me jugaría la vida a que es así.
Hekhmenukep pensó en eso antes de decir:
—No le encuentro defectos a vuestro razonamiento, pero ¿cómo contraatacamos?
—Trasladaremos el grueso de nuestras reservas al sur —ordenó el rey rasetrano—. Alertad a los comandantes para que estén atentos ante posibles contraataques. Luego, nos encargaremos de volverles las tornas a las fuerzas del Usurpador que están al norte.
Rakh-amn-hotep empezó a dar instrucciones a los encargados de señales lybaranos que aguardan allí cerca; sus órdenes iban mostrando cada vez mayor velocidad y seguridad en sí mismo a medida que las piezas de su plan de batalla encajaban perfectamente. A los pocos minutos, los encargados de señales se habían puesto manos a la obra y les enviaban mensajes mediante destellos a los soldados del suelo. El rey rasetrano sonrió con ferocidad mientras el ejército aliado se ponía en marcha.
* * *
Incluso con las maravillas de las señales solares lybaranas, modificar la disposición del ejército aliado ocupó gran parte de la mañana. Enormes nubes de polvo se arremolinaron encima de la llanura ocultando los movimientos de las compañías aliadas mientras se dirigían a sus nuevas posiciones. Aparte de algunos tanteos poco sistemáticos por parte de la caballería ligera enemiga al sur, el ejército del Usurpador no realizó ningún movimiento para obstaculizar las maniobras de los aliados.
Rakh-amn-hotep sorbía vino aguado de una copa de oro mientras el ejército completaba los ajustes finales a lo largo de la gran llanura. Hekhmenukep aguarda al lado del rasetrano, considerando las fuerzas enemigas que esperaban.
—Cuatro horas y apenas se han movido —comentó—. Es como si no les importáramos en absoluto.
—¡Oh!, les importamos —contestó Rakh-amn-hotep—, pero no les conviene salir a desafiarnos. ¿Recordáis el error de Nemuhareb en las Puertas del Alba? Podría haberse quedado sentado y haber defendido las fortificaciones en las puertas y probablemente habernos obligado a retroceder, pero se dejó dominar por su orgullo. Nagash sabe que cuenta con el tiempo a su favor. Tiene los manantiales a su espalda. Lo único que debe hacer es mantenernos a raya, y el calor hará el trabajo por él. —El rasetrano tomó otro sorbo de vino—. Por eso debemos arriesgarlo todo en un único asalto violento. O penetramos sus líneas con el primer intento o probablemente no lo consigamos nunca. Cada ataque sucesivo será más débil que el anterior.
Un encargado de señales situado en la barandilla de estribor les envió un destello de respuesta a las fuerzas del suelo. El noble a cargo del equipo se acercó con rápidas zancadas a los reyes que aguardaban e hizo una profunda reverencia antes de informar:
—Todo está listo, altezas.
Rakh-amn-hotep asintió con la cabeza.
—Muy bien —contestó, y le sonrió a Hekhmenukep—. Hora de Lanzar los dados —dijo mientras se volvía hacia el encargado de señales—. Envía la orden para comenzar el avance.
La orden se transmitió entre los hombres y, en poco tiempo, todos los discos de bronce estaban enviando la señal mediante intensas ráfagas de luz. Los reyes escucharon el gemido de los cuernos de guerra abajo en la llanura y, con un estruendo sordo, la extensa línea de batalla de los ejércitos orientales emprendió su ataque.
Rakh-amn-hotep había traslado todo el peso de la infantería aliada hacia el sur, desplegándola contra el centro y el flanco derecho de la hueste del Usurpador. Diez mil guerreros rasetranos marchaban en las filas delanteras avanzando hombro con hombro con los anchos escudos de madera levantados ante ellos. Llevaban los rostros morenos pintados con intensas rayas amarillas, rojas y blancas, al estilo de los brutales hombres lagartos y fetiches de plumas y articulaciones óseas atados a las cabezas de sus mazas de piedra. En la retaguardia de cada compañía marchaban grupos de arqueros rasetranos vestidos con gruesos abrigos hasta el tobillo hechos de piel de lagarto. Cada arquero contaba con un esclavo que caminaba a su lado portando haces de flechas con punta de bronce para que el arquero pudiera tensar el arco y disparar en marcha.
Compañías más pequeñas de infantería ligera lybarana iban detrás de los rasetranos, armadas con pesadas espadas y hachas. Avanzaban a poca distancia por detrás de la infantería pesada, como chacales moviéndose de un lado para otro detrás de una manada de leones del desierto. Su tarea no consistía en hacerles frente a enemigos vivos, sino en blandir sus espadas contra los cuerpos de guerreros caídos, tanto aliados como enemigos, que quedaran atrás al paso del avance del ejército. Aún más al este, las reservas de infantería del ejército estaban dispuestas en forma de media luna, cubriendo el flanco meridional del ejército que avanzaba y buscando indicios de un ataque sorpresa desde las dunas.
Mientras las líneas de batalla avanzaban, las catapultas lybaranas entraron en acción y lanzaron piedras redondeadas del tamaño de ruedas de carro trazando arcos por encima de las cabezas de las tropas aliadas. Los proyectiles se estrellaron contra las apretadas filas de la infantería enemiga y lo aplastaron todo a su paso. En medio de salpicaduras de madera astillada, carne y hueso merelados, los gritos de los heridos y los moribundos se alzaron por encima del estruendo sordo de pies marchando.
Cuando las compañías aliadas se encontraron a doscientos metros de sus enemigos, los temidos arqueros zandrianos tensaron sus arcos y oscurecieron el cielo con descarga tras descarga de flechas. Las puntas de flecha de bronce traquetearon contra los escudos de la infantería rasetrana o se hundieron en sus gruesos abrigos escamosos. Aquí y allá cayó un guerrero cuando un asta de junco logró abrirse paso a través de una grieta en su pesada armadura, pero enseguida los arqueros rasetranos comenzaron a devolverles el fuego a los arqueros de Zandri, y la intensidad de los disparos del enemigo empezó a disminuir.
Los arqueros enemigos cedieron terreno ante la hueste aijada que avanzaba mientras continuaban disparando hasta agotar sus pequeñas reservas de flechas. A continuación, se retiraron tras la protección de sus maltrechas compañías de infantería. Los rasetranos prosiguieron su avance lento y constante, ahorrando energías bajo el calor abrasador, hasta que los dos ejércitos se unieron con un estrépito lento y chirriante de armas y armaduras. La infantería enemiga se enfrentó a los guerreros aliados escudo contra escudo, atacando a sus enemigos con largas lanzas arrojadizas, mientras que los rasetranos arremetieron contra los soldados con armadura ligera con sus brutales armas con cabeza de piedra.
Los endurecidos guerreros de la selva provocaron una carnicería atroz entre sus enemigos menos hábiles; su armadura lo rechazaba todo salvo los golpes más fuertes. La línea enemiga se curvó ante la arremetida, pero muy pronto la infantería pesada comenzó a cansarse bajo el peso de su equipo y el calor del sol, y el avance empezó a flaquear. Una avalancha de reservas enemigas se dirigió al centro y la derecha para reforzar la línea de batalla del Usurpador.
—El avance está flaqueando —anunció Hekhmenukep—. Vuestros hombres no podrán seguir con esto mucho más tiempo.
Rakh-amn-hotep apoyó las manos en la barandilla del barco flotante y asintió con la cabeza. Podía ver con claridad que la ofensiva contra el centro y la derecha del enemigo no podría surtir efecto, ya que la infantería pesada estaba intentado abrirse paso por la fuerza entre un auténtico mar de tropas enemigas. No obstante, el ataque había cumplido su cometido y había hecho que gran parte de las tropas de reserva del Usurpador se alejasen y dejaron el flanco izquierdo del enemigo aún más vulnerable que antes. Los comandantes enemigos que se encontraban en el suelo no podían ver las concentraciones de los ejércitos contrarios como él, y con la ventaja de su posición estratégica semidivina, sabía exactamente dónde y cuándo atacar. Si su enemigo hubiera sido cualquier otro, el rey rasetrano le habría tenido lástima.
—¿Algún indicio de ataque desde el sur? —inquirió.
Hekhmenukep negó con la cabeza mientras respondía:
—Nada por el momento.
—En ese caso, han esperado demasiado —aseguró Rakh-amn-hotep. Satisfecho, se volvió hacia los encargados de señales—. Enviad la señal para que comience el ataque contra la izquierda del enemigo.
* * *
Abajo, en el campo de batalla, los sacerdotes eruditos lybaranos leyeron las parpadeantes señales y levantaron las manos hacia las altísimas figuras que tenían ante ellos. Entonando conjuros y órdenes cuidadosamente formuladas, desataron a las máquinas a su cargo sobre la línea enemiga.
Los maderos crujieron y los mecanismos gigantes traquetearon y gimieron cuando las seis máquinas de guerra gigantes avanzaron pesadamente contra el flanco izquierdo del enemigo. Grupos de enormes hombres lagarto y sus pesadas bestias de guerra trotaron tras ellos y llenaron el aire con feroces gritos y aullidos de guerra.
La línea de hostigadores de los arqueros enemigos flaqueó al ver las máquinas de guerra que avanzaban y, cuando la primera descarga de flechas repiqueteó sin causar daños contra sus armazones de madera y bronce, los arqueros pusieron pies en polvorosa tras la dudosa protección de sus lanceros. La infantería de Khemri se mantuvo firme en tanto las máquinas gigantes se aproximaban, quizá confiando en que su rey inmoral los salvase.
Los gigantes cubrieron la distancia intermedia en unas cuantas docenas de zancadas y se introdujeron entre los apiñados guerreros lanzando cuerpos rotos y aullantes hacia el cielo con cada movimiento de sus patas. Sus enormes mazas descendían describiendo una curva como si fueran péndulos, esculpiendo franjas sangrientas entre el gentío. Frenéticos guerreros se abalanzaron entre gritos contra los gigantes clavando sus lanzas en las uniones entre las pesadas chapas de las máquinas, pero sus armas no podían penetrar lo bastante hondo para alcanzar las uniones vulnerables. Las máquinas de guerra no aminoraron nunca la marcha mientras se adentraban a ritmo constante en las destrozadas compañías enemigas. En los profundos surcos ensangrentados que abrían sus pies avanzaban los salvajes hombres lagarto, que cayeron sobre los atónitos guerreros con sus feroces mazos con punta de piedra.
El pánico se extendió como una tormenta de arena por el flanco izquierdo del enemigo, y la línea rota del Usurpador retrocedió tambaleándose ante el aplastante asalto. Mientras los paladines de Khemri intentaban volver a formar a sus compañías, que se batían en retirada, el suelo estalló bajo sus pies en medio de una lluvia de roca y arena revuelta cuando los escorpiones de guerra lybaranos tendieron su emboscada. Las pinzas con borde de bronce cortaron en pedacitos a los aterrorizados guerreros o los hicieron papilla las sacudidas de los aguijones de los escorpiones. En unos pocos minutos, la resistencia organizada se vino abajo a medida que los lanceros de Khemri se acobardaban y huían hacia el oeste.
Mientras el flanco izquierdo del enemigo se desmoronaba, alejándose de los gigantes a modo de una veloz marea, en lo alto el aire se vio desgarrado con chillidos sobrenaturales y arcos de parpadeantes llamas verdes que surgieron de catapultas ocultas entra la bruma en la retaguardia de la hueste enemiga. Grupos de aullantes cráneos embrujados llovieron sobre los gigantes que avanzaban a grandes zancadas y se hicieron añicos contra las chapas de madera y bronce en medio de explosiones de fuego mágico. En un momento, dos de las inmensas máquinas se vieron envueltas en llamas mientras los ardientes fragmentos lograban abrirse paso a través de brechas en sus chapas blindadas y le prendían fuego a sus vulnerables armazones. La velocidad de su avance disminuyó cuando el creciente calor les ablandó las ruedas dentadas de bronce y les desgastó los huesos. Los gruesos cables de cobre se partieron bajo la tensión en aumento, sacudiéndose como si fueran látigos gigantes y destrozando las máquinas desde dentro. Un gigante con el semblante con cabeza de chacal de Djaf murió primero, volando en mil pedazos en medio de una lluvia de metal irregular y madera astillada cuando su recipiente de vapor reventó con una atronadora explosión. Un gigante con cabeza de halcón cayó después cuando las articulaciones de bronce de sus rodillas quedaron destrozadas y provocaron que la máquina cayera hacia delante sobre una docena de lanceros de Khemri que estaban replegándose. Horrorizados, los sacerdotes lybaranos les dirigieron cánticos a sus máquinas de guerra ordenándoles que se retirasen, pero no antes de que dos gigantes más recibieran múltiples impactos y ardieran.
A pesar de lo demoledora que resultó la descarga, no fue suficiente. Mientras los dos últimos gigantes que habían sobrevivido se retiraban, las tropas auxiliares de hombres lagarto llevaron a cabo su ataque entre los azotes de los escorpiones de guerra, y el flanco izquierdo del enemigo continuó desintegrándose. Más al oeste, resonaron las trompetas cuando se le ordenó a la caballería pesada numasi que entrara en acción para intentar salvar la situación.
Hekhmenukep profirió una retahíla de furiosas maldiciones cuando el cuarto gigante se detuvo con una sacudida y, tras volar en pedazos, fueron arrojados fragmentos de metal fundido sobre el campo de batalla.
—¡Os dije que no servían para esta clase de batalla! —exclamó, consternado—. ¡Los gigantes estaban pensados como armas de asedio para derribar las murallas de la ciudad cuando llegáramos a Khemri!
—Si desarticulamos al ejército del Usurpador aquí, no será necesario un sitio —repuso Rakh-amn-hotep, bruscamente—. Vuestras máquinas nos han sido muy útiles. El flanco enemigo ha quedado destrozado y la victoria está a nuestro alcance. —El rey rasetrano señaló hacia el oeste—. Enviad a vuestros barcos flotantes contra las catapultas del enemigo y vengaos, Hekhmenukep. Es hora de asestar el golpe mortal.
Con eso, se volvió hacia los encargados de señales y comenzó a darles una tercera serie de órdenes a las tropas situadas en el suelo.
El rey de Lybaras sacudió la cabeza con tristeza al ver los restos en llamas desparramados por el campo de batalla hacia el noroeste.
—¡Qué espantoso desperdicio! —dijo mientras observaba cómo décadas de trabajo se convertían en cenizas ante sus ojos.
* * *
Los jinetes numasis supieron que algo había ido terriblemente mal por el frenético sonido de las trompetas que los llamaban a la batalla. Espolearon a sus caballos para coronar el cerro situado al este y vieron la devastación y el desastre que se desarrollaban ante ellos. Cerraron filas impertérritos y se abalanzaron hacia el grueso del avance enemigo.
Ocho mil de los mejores soldados de caballería pesada de Nehekhara cayeron sobre los hombres lagarto que merodeaban por el lugar con las puntas de sus lanzas reluciendo siniestramente bajo el sol de mediodía. Como si se tratara de una avalancha de carne y bronce, se echaron encima de los aullantes bárbaros, hasta el último momento, cuando a los caballos al galope les llegó el hedor acre de los hombres lagarto y retrocedieron confundidos y asustados. Los jinetes maldijeron y lucharon con sus monturas, repentinamente presas del pánico, y el caos se extendió por las ordenadas filas de la caballería justo cuando la carga alcanzaba su objetivo.
Los enormes hombres-lagarto se estrellaron contra el suelo, atravesados por puntas de lanza o pisoteados por los frenéticos caballos. Algunos de los bárbaros derribaron con ellos a los animales, que no paraban de chillar, cerrando sus mandíbulas de reptil alrededor de los cuellos de los caballos. Mazas de piedra sacaron de golpe a los hombres de sus sillas o los arrojaron al suelo fuertes manos con garras. Los gigantescos lagartos de trueno bramaron y azotaron a los soldados de caballería con sus enormes colas, aplastando hombre y caballo por igual.
Como si se tratara de dos bestias enfurecidas, las formaciones se atacaron la una a la otra en medio de un desenfrenado y confuso tumulto. Los hombres-lagarto y sus bestias de guerra eran por separado más fuertes y tenían mayor capacidad de recuperación, pero también se veían superados ampliamente en número. Los expertos jinetes de Numas recuperaron rápidamente el control de sus monturas y aprovecharon su ventaja contra los bárbaros valiéndose de la velocidad de sus caballos para lanzar ataques coordinados contra sus enemigos, que eran más lentos. Uno tras otro, los bárbaros fueron derribados, y una docena de lanzas atravesó su gruesa piel.
Martirizado por las lanzas de los jinetes más allá de lo que podía resistir, uno de los lagartos de trueno dejó escapar un rugido aterrorizado y se marchó con gran estruendo por donde había venido. Como en el fondo eran bestias gregarias, el resto de las enormes criaturas hizo lo mismo y se fueron tras el primero que se retiraba. La caballería numasi, gravemente vapuleada a causa del enfrentamiento, se detuvo tambaleándose y trató de reorganizar su dispersa formación, hasta que un siniestro estruendo que se produjo al este les advirtió de una inminente catástrofe.
Los carros rasetranos, dos mil unidades, atravesaron la llanura con gran estrépito en dirección a los agotados jinetes numasis. Una lluvia de flechas cayó entre los exhaustos soldados de caballería pesada; derribó guerreros de sus sillas y mató caballos. Aterrorizados, sus comandantes ordenaron que la caballería se retirase ante los carros que se les echaban encima, con la esperanza de ganar tiempo para organizar un contraataque; no obstante, el repliegue se transformó rápidamente en una retirada completa cuando los diezmados guerreros se acobardaron frente el incesante avance del enemigo.
Por detrás de la carga de los carros de Rasetra, cinco mil soldados de caballería pesada lybaranos y rasetranos atravesaron la llanura a toda velocidad y doblaron hacia el sur para hundirse en el centro del enemigo. Al verse atacadas en el flanco por la carga concentrada de la caballería, las compañías enemigas flaquearon y luego cedieron. Las trompetas enviaron señales desesperadamente desde la parte posterior del ejército del Usurpador y las reservas restantes se adelantaron rápidamente para formar una: retaguardia y cubrir el repliegue del ejército. En lo alto, los barcos flotantes lybaranos se deslizaron sobre las tropas enemigas que huían camino de las catapultas del Usurpador. Mientras pasaban por encima de las máquinas de asedio, los guerreros arrojaron cestas llenas de piedras y afilados trozos de metal por la borda, dejando caer una lluvia de destrucción sobre las máquinas de guerra. Aterrorizados ante la repentina y mortífera lluvia, los equipos de las catapultas, rompieron filas y echaron a correr, huyendo hacia las protectoras brumas de los manantiales.
Al otro lado de la llanura, los ejércitos del este alzaron sus armas ensangrentadas y gritaron, entusiasmados, para corear los nombres de sus dioses hacia el pálido cielo azul. Por detrás de la exhausta infantería pesada, los guerreros de Lybaras continuaban con su nefasta labor, recorriendo con sus pesadas espadas un extenso campo lleno de los cuerpos de los muertos.
Las ovaciones resonaron en las cubiertas del barco flotante mientras la atribulada retaguardia del enemigo se retiraba bajo una constante lluvia de disparos de flecha hacia las protectoras brumas de los manantiales. Hekhmenukep se volvió hacia su aliado y le hizo una reverencia, lleno de admiración.
—La victoria es nuestra, Rakh-amn-hotep —dijo—. Vuestra estrategia ha sido perfecta.
El rey rasetrano se encogió de hombros.
—¿Quién no podía triunfar con máquinas como estas a sus órdenes? —Respondió, golpeando la barandilla de la nave flotante con un nudillo—. Podía ver todos los movimientos del enemigo dispuestos ante mí como si estuviera jugando una partida de príncipes y reyes. Puede ser que por fin hayamos encontrado la respuesta a la vil brujería de Nagash.
Abajo, en la llanura, la caballería aliada iba de un lado a otro detrás del enemigo, que se batía en retirada como si fuera una manada de lobos acercándose cada vez más al remolino de nubes y su promesa de la dulce y vivificadora humedad. Hekhmenukep señaló a los jinetes con un gesto de la mano.
—¿Ordenaréis una persecución general? —inquirió.
Rakh-amn-hotep negó con la cabeza.
—A pesar de lo mucho que me gustaría aplastar al enemigo, nuestros soldados están cansados y medio muertos de sed —repuso—, y debemos encargarnos de los cuerpos de los muertos antes de seguir adelante. —Señaló con la cabeza hacia las agitadas brumas—. Empujaremos hacia delante con la caballería, tomaremos las fuentes y atenderemos a nuestros heridos junto a los manantiales sagrados.
Las Fuentes de la Vida Eterna, un antiguo obsequio de la diosa Asaph, eran legendarias por sus propiedades curativas y sólo el gran río Vitae era más reverenciado por la tradición nehekharana. Hekhmenukep asintió con la cabeza.
—Ahora que los barcos flotantes han vaciado sus bodegas podríamos adelantarnos con los jinetes y cargar agua mientras el resto del ejército se ocupa de los muertos y los heridos —apuntó.
El rey rasetrano consideró esa idea.
—Es un plan razonable —dijo. Le hizo señas al encargado de señales que se encontraba más cerca—. Avisad a la caballería y a los carros para que continúen avanzando.
Se les transmitieron las órdenes a los jinetes y a las siete embarcaciones que flotaban en los bordes de las brumas. Cuando la nave de los reyes llegó a su lado, toda la armada comenzó a descender con elegancia hacia las nacaradas nubes blancas. Los hombres se aglomeraron alrededor de las barandillas de cada barco, ansiosos por sentir la primera caricia sagrada de aire fresco y húmedo.
Rakh-amn-hotep observó cómo la bruma se alzaba por encima de la quilla del barco flotante y se extendía en silencio por encima de las barandillas. Se le enroscó alrededor de los brazos extendidos y pasó como un velo por su rostro; sin embargo, en lugar de sentir humedad vivificadora contra la piel reseca, sólo notó aire seco y muerto y el olor a humo polvoriento en la garganta. Hekhmenukep tosió y otros miembros de la tripulación dejaron escapar exclamaciones de perplejidad.
Momentos después, el barco flotante atravesó las capas de bruma y salió al aire libre a menos de treinta metros por encima del suelo. Rakh-amn-hotep abrió y cerró los ojos, que tenía secos y le escocían, y recorrió con la mirada la gran cuenca accidentada y sus plateadas charcas de agua sagrada. Lo que vio lo llenó de horror.
La gran cuenca, surgida de la sagrada unión entre Asaph y el poderoso Geheb, contenía docenas de charcas irregulares bordeadas de sinuosos senderos cubiertos de abundante musgo verde. No obstante, las sagradas aguas plateadas habían sido profanadas. Habían llenado todas las charcas con los cadáveres putrefactos de los hombres que habían muerto en la batalla del día anterior. Amplias manchas de sangre y bilis mancillaban las charcas vivificadoras de Asaph y cubrían su superficie con una capa de suciedad y corrupción. Los guerreros de la hueste del Usurpador que se batían en retirada estaban retrocediendo en fila a través de la cuenca. Su antiguo pánico se había calmado y sus compañías estaban volviendo a formar lentamente mientras se retiraban por los que habían sido sagrados senderos.
Los hombres cayeron de rodillas a bordo de los barcos flotantes, enmudecidos por la atrocidad del crimen de Nagash. Las manos de Hekhmenukep temblaron sobre la barandilla.
—¿Cómo? —tartamudeó incapaz de apartar la mirada de la profanación—. ¿Cómo ha podido hacer esto?
Rakh-amn-hotep no pudo responder. Las palabras no habrían sido suficientes.
Un vasto mar de tiendas se extendía al otro lado de la gran cuenca rodeado de compañías de espadachines con pesadas armaduras. Ocultos del sol gracias a los vapores contaminados de los manantiales, los inmortales de piel pálida de Nagash permanecían a plena vista rodeando una gran tienda negra que se agazapaba como una araña en el centro del campamento.
El rey rasetrano clavó los ojos en la lejana reunión de monstruos y, en ese instante, sintió el peso de una mirada inmensa y desalmada, como si le hubieran puesto presionando un cuchillo frío contra la piel. Por vez primera en su vida, el rey guerrero tuvo miedo de verdad.
A continuación, de entre los pálidos inmortales, una columna de oscuridad que giraba se elevó a gran altura en el aire. Chocó contra el remolino de nubes y se extendió hacia fuera, como si se tratara de un charco de tinta hirviendo. Mientras el borde delantero de la ola se dirigía a toda velocidad hacia los barcos flotantes que se mecían en el aire, Rakh-amn-hotep escuchó el zumbido cada vez mayor de las langostas.
—Media vuelta —exclamó con voz entrecortada—. ¿Me oís? ¡Media vuelta! ¡Deprisa!
Los hombres comenzaron a gritar alrededor del rey mientras el enjambre de voraces insectos se extendía por el barco flotante. Rakh-amn-hotep se tambaleó al sentir miles de patas diminutas correteándole por la piel cuando la ola lo envolvió. Le azotaron el rostro, le arañaron los ojos y le mordieron la cara. El rasetrano rugió de rabia y repugnancia mientras le daba manotazos en vano al enjambre. Un dolor punzante le recorrió las manos desnudas y las muñecas. Retrocedió tambaleándose y cayó sobre la cubierta, con lo que aplastó cientos de insectos hambrientos bajo su cuerpo.
Por encima del rugiente zumbido del enjambre y los gritos de los hombres aterrorizados, el rey rasetrano oyó el ruido de algo que crujía y se desgarraba en lo alto. Con la sangre corriéndole por la cara, Rakh-amn-hotep se apartó los insectos de sus ojos el tiempo suficiente para alcanzar a ver que una ondulante alfombra de langostas estaba destrozando la gran cámara de aire que mantenía el barco flotante en alto. Mientras él observaba, la lona se rajó, se deshilachó como una alfombra podrida, y los espíritus del aire atrapados en su interior quedaron liberados.
Se produjo un siniestro crujido de maderos y luego Rakh-amn-hotep sintió que el estómago le daba una sacudida cuando el barco flotante se precipitó hacia el suelo.