18: Sellado en piedra

DIECIOCHO

Sellado en piedra

Khemri, la Ciudad Viviente,

en el 45.º año de Ptra el Glorioso

(-1959, según el cálculo imperial)

Los gemidos de las víctimas drogadas y aterrorizadas creaban un agudo contrapunto a los frenéticos cánticos que resonaban en el gran salón del trono en el interior de la Gran Pirámide. Nagash se encontraba dentro de un círculo ritual cuidadosamente señalado, no lejos de donde la bruja bárbara Drutheira había encontrado una truculenta muerte menos de veinticuatro horas antes. Khefru había trabajado frenéticamente para retirar los cuerpos y luego encontrar una parte sin marcas en el suelo en la que poder trazar el círculo ritual. Lo que quedaba de la cabeza hecha añicos de Asaph y los espeluznantes restos que había debajo eran las únicas pruebas que aún permanecían del duelo mágico que se había librado la noche anterior.

Los braseros ardían intensamente y las nubes de incienso colgaban por encima de los nobles reunidos. Los cuarenta aliados de Nagash estaban presentes, divididos en dos grupos de veinte. Mientras una veintena de los nobles permanecía alrededor del perímetro del círculo y se sumaba a las invocaciones, el resto vigilaba de cerca a los sacrificios que esperaban. Muchas de las víctimas eran esclavos comprados en el mercado cerca del puerto ese mismo día. Otros eran borrachos o jugadores que tuvieron la mala suerte de encontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado, cuando pasó uno de los hombres de Nagash. Tenían los sentidos embotados por el vino o la raíz de loto negro, o los había adormecido el suave narcótico mezclado con el incienso que se estaba quemando, pero aun así no podían dejar de darse cuenta del atroz destino que los aguardaba.

Nagash iniciaba cada ritual. Su potente voz se alzaba hasta alcanzar un punto culminante mientras la víctima atrapada en sus garras comenzaba a arder. Se embebía sus almas y entretejía la energía en el conjuro más grande que había comenzado horas antes, alimentando la maldición que continuaba asolando a los ciudadanos de noble cuna de Khemri. Bajo la túnica ritual, llevaba el torso vendado de los hombros a la cintura y tenía las mejillas quemadas a causa del roce de la magia druchii. Los brazos, sobre todo el que le había herido Drutheira, le dolían hasta el mismo hueso.

Apenas podía moverlos, y mucho menos agarrar a los esclavos que no dejaban de retorcerse mientras arrancaba el alma. Lo que lo sostenía era el recuerdo de su victoria sobre sus antiguos tutores y la certeza de que el trono que había codiciado tanto tiempo estaba casi al alcance de su mano. Otra semana, quizá dos, era tiempo suficiente para que la plagase cobrase a los últimos miembros de la alta nobleza de la ciudad y provocara que los furiosos ciudadanos causaran disturbios, y él estaría preparado para actuar.

La víctima que tenía en sus manos relajó los músculos y sus alaridos se fueron reduciendo hasta ser un quejido entrecortado mientras su cuerpo estallaba en una sibilante columna de llamas verdes. Nagash sintió como el fuego mágico le lamía los brazos y echó la cabeza hacia atrás, lleno de júbilo, a medida que la fuerza vital del joven lo recorría. No era la primera vez que sentía el embriagador y fugaz torrente de juventud y se preguntaba si habría algún modo de apropiarse de ese vigor.

Nagash apenas si notó que el cuerpo del esclavo se desmenuzó y se convirtió en ceniza en sus manos. Agregó la fuerza vital robada al tejido de la maldición y le puso fin al conjuro de Cosecha. El nigromante se tambaleó ligeramente, ebrio tras experimentar tanto poder. Según sus cálculos, hasta ahora habían sacrificado la mitad de la abundante cosecha de la noche.

—Podéis retiraros —les indicó a los hombres que permanecían alrededor del círculo—. Enviadme a los otros. —Luego, le hizo señas a Khefru, que aguadaba entre las sombras cerca de la tarima—. Vino —ordenó.

El sirviente se acercó con una pequeña jarra y una copa hecha de oro batido. Nagash le arrancó la jarra de la mano a Khefru y se la llevó a los labios. Bebió abundantemente para saciar su ardiente sed.

—Mejor —dijo con voz ronca mientras le devolvía la jarra a su sirviente.

El recipiente se escurrió entre los dedos flojos de Khefru y se hizo añicos sobre las piedras, donde el vino se mezcló con la ceniza amontonada de los sacrificios.

—¡Imbécil! —gruñó Nagash—. Sécalo de inmediato. ¡Bébetelo si hace falta! Si tu falta de cuidado pone en peligro las inscripciones rituales. —El nigromante hizo una pausa al notar de pronto la expresión de atontado horror que apareció en el rostro del joven sacerdote. Nagash le dio un bofetón a su sirviente—. ¿No has oído ni una palabra de lo que te he dicho?

El rostro cetrino de Khefru palideció. Señaló con un dedo tembloroso hacia el puñado de víctimas que gemían.

—Esa chica de ahí —dijo—, la jovencita con el aro de oro alrededor del brazo.

Con irritación, Nagash miró con el entrecejo fruncido a la apiñada masa de desdichados. Después de un momento vio la muchacha a la que se refería el sacerdote. Era muy joven, ágil y fuerte, y sus ojos tenían una forma ligeramente exótica. Calculó que una chica como ella debía haber costado su peso en plata en la subasta.

—¿Qué pasa con ella, maldita sea? —preguntó.

—No es una esclava —contestó Khefru con la voz cargada de temor—. ¿No lo veis? Es lahmiana. Ya la he visto antes. ¡Es una de las criadas personales de la reina!

La noticia le dio que pensar a Nagash.

—Seguro que no —dijo mientras observaba a la chica más de cerca—. Quizá la cogieron en una incursión y era parte de alguna caravana con rumbo a Lybaras o puede que incluso a Mahrak.

—¡No! —gimió Khefru—. ¡La he visto en el palacio! ¿Quién subastaría una esclava con un aro de oro todavía alrededor del brazo? —El sacerdote perdió el control y agarró el brazo izquierdo de Nagash—. ¡Os he advertido acerca de esto una y otra vez! Alguien, quizá Shepsu-hur, quizá Arkhan, se ha vuelto perezoso y descuidado, y coge a la primera persona de la que se encapricha, ¡y ahora estamos acabados! ¡La reina no descansará hasta que no descubra quién se ha llevado a su criada!

Nagash se quitó de encima al aterrorizado Khefru. Le hizo señas con impaciencia al segundo grupo de nobles, entre los que curiosamente se encontraban tanto Shepsu-hur como Arkhan.

—¡Deprisa! —ordenó bruscamente—. Traedla a ella primero, a la joven, la del aro de oro en el brazo. ¡Ahora!

Khefru abrió mucho los ojos, horrorizado.

—No pensaréis matarla, ¿no? —preguntó.

El nigromante apretó los puños.

—¿Crees que podemos enviarla de nuevo al palacio después de todo lo que ha visto? —repuso entre dientes—. Reúne lo que te quede de coraje, idiota. Casi hemos llegado al final. En otra semana, dos a lo sumo, nada de esto importará ya.

Para sorpresa de Nagash, Khefru se negó a ceder.

—¡No podéis hacerlo! —exclamó—. No lo…

Antes de que pudiera decir nada más, un grito feroz resonó por el salón del trono; procedía del lado sur de la cámara y fue seguido de exclamaciones de sorpresa y miedo por parte de los adláteres de Nagash.

La multitud situada a lo largo de la parte sur de la cámara pareció retroceder ante un intenso resplandor dorado que brillaba entre dos columnas en mitad de la sala. Nagash vio cómo Arkhan, que iba a la cabeza del segundo grupo de nobles y arrastraba a la joven criada por el brazo, echaba un vistazo a la derecha y palidecía de la impresión. La criada se soltó de las garras de Arkhan y, llorando de alivio, corrió hacia la luz.

Nagash se dio media vuelta, se acercó rápidamente a la tarima y subió los resquebrajados escalones de piedra, hasta que pudo ver por encima del remolino de gente presa del pánico. De inmediato, se encontró con la mirada furiosa de su hermano, Thutep.

El joven rey iba vestido como si fuera a la guerra; se protegía con un peto de bronce y llevaba tiras de cuero entrelazadas que le cubrían brazos y piernas. Sostenía un reluciente khopesh en la mano derecha y el tocado de oro de Settra descansaba sobre su frente. Una docena de sus Ushabtis rodeaba a Thutep y era de ellos de donde provenía la luz dorada de Ptra, que brillaba como una lámpara y hacía retroceder las terribles sombras de la sala. Los fieles también llevaban armas y armaduras, y en sus apuestos rostros se reflejaban expresiones de rabia justificada. En el interior del círculo protector de los guardaespaldas, unos pasos por detrás del rey, se encontraba la regia figura de Hapshur, la suma sacerdotisa de Neru. La Sacerdotisa aferró su fino bastón de mando y miró, furiosa, el tumulto que la rodeaba. A la izquierda de Thutep, la joven criada de la reina se arrodillo a los pies del rey y pegó la frente a las losas.

Cuando Thutep vio a su hermano, su atractivo rostro se crispó para convertirse en una máscara de apesadumbrada ira.

—Ghazid intentó advertirme sobre ti —le dijo a Nagash; su potente voz se abrió paso entre el clamor como un cuchillo—. Afirmó que eras una amenaza; no sólo para mí, sino para Khemri. ¡Y, por los dioses, ahora veo que siempre tuvo razón!

Nagash le dedicó una fría sonrisa al rey.

—Ese fue tu problema desde el principio, hermano. Siempre fuiste demasiado sentimental; siempre tuviste demasiado miedo de herir a los que te rodeaban. Querías que te amaran —dijo con desdén—, pero para que un rey pueda gobernar deben temerle.

El nigromante extendió los brazos abarcando toda la cámara.

—Nadie en toda Nehekhara te teme, hermano, y yo menos que nadie.

—¡Hereje! —exclamó Hapshur, blandiendo su bastón contra Nagash—. ¡Sois una abominación ante los dioses y un traidor a vuestro clero! ¡El momento de vuestro juico se acerca!

Thutep apuntó a Nagash con su espada curvada y declaró:

—No hay escapatoria, hermano. Las compañías de la guardia de la ciudad rodean la pirámide y sabemos dónde se encuentran todas las salidas. En nombre de Ptra, el Gran Padre, tú y tus seguidores estáis arrestados. Cuando el sol salga mañana seréis procesados por vuestros crímenes en la plaza del templo de Khemri y los sirvientes de los dioses os juzgarán.

Los adláteres de Nagash dejaron escapar gemidos de desesperación, pero el nigromante sólo sintió una creciente oleada de rabia helada.

—Entonces, ¿quieres un juicio, hermano? —contestó—. ¡Que así sea!

El nigromante extendió la mano, soltó una retahíla de sílabas arcanas y desencadenó un torrente de dardos encendidos y chisporroteantes que pasaron rápidamente por encima de las cabezas de sus hombres y destrozaron a Hapshur. La suma sacerdotisa soltó un prolongado chillido mientras unos dientes mágicos trituraban su cuerpo. Thutep y sus guardaespaldas recibieron salpicaduras de sangre y carne picada.

—¡Destruidlos! —ordenó Nagash.

Al verse ante semejante despliegue de poder, sus hombres no dudaron en obedecer. Los nobles sacaron cuchillos y espadas y se abalanzaron sobre los guardaespaldas del rey desde todas direcciones. No obstante, a pesar de que los hombres de Nagash los aventajaban ampliamente en número, los doce resplandecientes guardaespaldas eran totalmente superiores. Bendecidos por Ptra con rapidez y fuerza sobrehumanas, además de una vida consagrada al perfeccionamiento de las artes del combate, los jóvenes fieles se enfrentaron a los nobles con un feroz grito de júbilo y dieron comienzo a una terrible masacre.

A pesar de lo jóvenes y relativamente inexpertos que eran los Ushabtis, su destreza y ferocidad resultaban atroces. Los nobles cayeron como trigo maduro; la mayoría perdió la vida antes de poder asestar un golpe siquiera. A menos que se hiciera algo, la lucha terminaría en cuestión de pocos minutos.

Nagash pronunció entre dientes el conjuro de Cosecha y absorbió la energía vital de los nobles muertos. Con sus almas en estado puro borboteando en sus venas, extendió las manos otra vez y desató hechizo tras hechizo, lanzando rayos de pura oscuridad contra el apretado círculo de guardaespaldas. Cada rayo encontró un blanco; atravesaron sin esfuerzo la armadura de los fieles y desgarraron la carne y el músculo que había debajo. Los Ushabtis se tambalearon ante los golpes, pero siguieron luchando; sus votos a Ptra los sostenían.

Los adláteres del nigromante se volvieron más cautelosos y concentraron sus esfuerzos en los guardaespaldas más heridos. Un Ushabti retrocedió cuando uno de los rayos de Nagash le despellejó el lado derecho de su cara. Intuyendo una oportunidad, uno de los nobles se lanzó hacia delante y hundió su espada en la garganta del guardaespaldas. Incluso mientras el fiel caía, el arma se desplazó en un golpe de revés y cortó a su atacante por la mitad; y los dos hombres murieron casi al mismo tiempo.

Nagash cosechó el alma del noble moribundo y continuó castigando a los fieles con descargas de la magia letal. Cuando los Ushabtis arremetieron hacia delante intentando utilizar a los hombres de Nagash para protegerse de los hechizos, el nigromante abrió pozos de sombras a sus pies. Los supervivientes se echaron hacia atrás, buscando terreno más seguro, pero los atravesó con rayos de chisporroteantes llamas negras. Los Ushabtis no tenían que preocuparse sólo de Nagash, ya que Arkhan y unos cuantos de los nobles más hábiles con la magia también tomaron parte. Lanzaron dardos a bocajarro contra los atribulados Ushabtis, los golpearon desde direcciones inesperadas y crearon más oportunidades para sus compañeros nobles.

Thutep se mantuvo firme en todo momento y dirigía gritos de ánimo a sus hombres. Más de una vez intentó sumarse a la pelea, sólo para verse empujado hacia atrás por sus guardaespaldas. El valor y la lealtad de estos eran un regalo para la vista, pero uno a uno los fieles fueron aplastados. A los pocos minutos del comienzo de la lucha, el último Ushabti sucumbió mientras hundía la espada en el pecho de otro de los hombres de Nagash.

Los nobles que habían sobrevivido treparon sobre los cuerpos de sus compatriotas muertos y rodearon al rey como si fueran chacales. Thutep les lanzó una mirada desafiante a los esbirros del nigromante con la espada en ristre. Sin pensarlo, bajó los ojos hacia la muchacha, que seguía encogida de miedo a sus pies, y le murmuró una rápida orden. Rauda como un ciervo, la joven se puso en pie de un salto agradecida y se adentró corriendo en las sombras que se extendían detrás de Thutep, huyendo hacia la superficie y la salvación.

Fue el último acto libre que hizo Thutep. En ese momento, Nagash lanzó un potente hechizo que se adueñó de la mente de su hermano. Este se puso rígido y el rostro se le aflojó adoptando una expresión de horror mientras Nagash ejercía su voluntad sobre el rey.

Los esbirros del nigromante vieron la transformación del rey y apartaron las manos. La mayoría retrocedió tambaleándose de agotamiento; estaban agradecidos más allá de lo que podían expresar con palabras por que la batalla hubiera terminado. Un círculo de cadáveres destrozados y sangrantes rodeaba al rey y a sus guardaespaldas caídos. Algo más de la mitad de los hombres de Nagash habían muerto y el resto se consideró afortunado de no contarse entre ellos.

Nagash bajó de la tarima mientras mantenía aún inmovilizado a su hermano empleando la magia y el peso de su prodigiosa voluntad. Se acercó al rey; el triunfo iluminaba sus frías facciones. El nigromante se situó delante de Thutep con los ojos centelleantes. Despacio, con parsimonia, levantó las manos y cogió el tocado real.

El cuerpo de Thutep tembló de indignación, pero no pudo conseguir que sus músculos le obedecieran. El nigromante sonrió.

—Adelante —dijo—, mátame. Aún sostienes tu espada. Lo único que necesitas es la voluntad para usarla. —Nagash se tomó su tiempo para colocarse el tocado de Settra sobre la frente y luego cogió la mano de la espada de Thutep por la muñeca—. Ven. Deja que te ayude.

Levantó el brazo de la espada de Thutep y colocó el borde curvo del khopesh contra su garganta.

—Así. Lo único que necesitas es un simple giro de muñeca y abrirás la arteria. ¿Qué podría ser más sencillo que eso? Vamos. No te detendré.

A Thutep le tembló todo el cuerpo. Tenía los ojos muy abiertos y fijos, y la cara roja por el esfuerzo. Una lágrima solitaria le bajó por la mejilla. El khopesh no se movió.

Nagash adoptó un aire despectivo.

—¡Qué patético! —dijo, y se apartó—. Cogedlo y seguidme.

De repente, la fuerza que sujetaba al rey desapareció. Thutep, que todavía tiraba de sus ataduras, prácticamente cayó en los brazos de los adláteres de Nagash. Le arrancaron la espada de las manos y le retorcieron los brazos detrás de la espalda. El rey colgó sin fuerzas en sus garras mientras los nobles salían del salón siguiendo a Nagash.

Llevaron al rey a través del pasadizo norte hacia las profundidades de la pirámide donde estaba enterrado su padre Khetep. La cripta del rey muerto era una entre muchas reservadas no sólo para su esposa, guardaespaldas y criados, sino también para sus hijos. La Gran Pirámide estaba pensada para albergar a una dinastía entera.

Nagash abría la marcha hacia las criptas iluminando el camino con una pálida luz sepulcral que parecía emanar de su piel. Thutep comprendió enseguida lo que estaba ocurriendo y comenzó a forcejear con sus captores.

—No puedes hacer esto, hermano —dijo—. ¡La gente no lo permitirá! Eres un sacerdote; te has consagrado a los dioses. ¡No puedes ocupar el trono!

—Yo no me he consagrado a ningún dios, hermano —soltó Nagash—. Serví a la voluntad de Settra, rey de reyes, pero esa época ha quedado atrás. Esta noche ha nacido una nueva era. Es una pena que no vayas a ver cómo se desarrollan sus glorias.

Thutep simplemente se resistió con más fuerza, hasta que dos hombres tuvieron que agarrarlo por cada brazo y arrastrarlo por las piedras frías y húmedas.

—¡Te has vuelto loco! —exclamó—. ¡Los otros reyes se alzarán en tu contra! ¿Es que no lo ves?

—Comprendo las realidades políticas mucho mejor que tú, hermanito —contestó Nagash, bruscamente—. Que vengan. Estaré esperándolos.

Nagash hizo una pausa. Habían llegado al final de un largo corredor flanqueado de paredes suaves y lisas. Los arquitectos las habían dejado sin adornar a propósito, para que tras la muerte de Thutep una multitud de artesanos pudiera venir y crear elaborados mosaicos que describirían las glorias de su reinado. Al final del corredor había una estrecha entrada flanqueada por dos horex de piedra. Una enorme losa descansaba contra la pared, a la derecha de la abertura.

La luz del nigromante penetró un poco en la cámara funeraria dejando ver una pequeña habitación con más paredes desnudas y un pedestal destinado a contener el sarcófago del rey. Nagash hizo una seña, y sus hombres empujaron a Thutep hacia dentro. Cayó con fuerza contra el pedestal de piedra y se dio la vuelta con expresión aún desafiante.

—¿Tienes agallas para matarme con tus propias manos, hermano? —gruñó—. ¿O te quedarás ahí en el pasillo y enviarás a tus chacales a terminar el trabajo? Los dioses no toleran el asesinato de un rey. Ha sida así desde los albores de la civilización. Al acabar con mi vida, te condenarás a ti mismo.

Nagash simplemente soltó una carcajada mientras sus hombres ponían manos a la obra a su alrededor.

—No pienso matarte, hermano —repuso—. Ni ninguno de mis hombres te pondrá una mano encima. No me atrevería, pero no por la razón que imaginas. Hay otra ley con la que tengo que tener cuidado, ¿sabes?, una aún más antigua que la tú has descrito: la que dice que al asesino de un hombre le está prohibido casarse con su viuda.

La expresión de sorpresa y angustia que apareció en el rostro de Thutep fue para morirse de risa. Nagash saboreó cada momento, hasta el mismo instante en el que Arkhan y sus hombres empujaron la losa de piedra para colocarla en la entrada. Y enterraron vivo al rey.