17: Ataque y retirada

DIECISIETE

Ataque y retirada

Bel Aliad, la Ciudad de las Especias,

en el 63.º año de Ptra el Glorioso

(-1744, según el cálculo imperial)

El vino de dátiles era espeso y empalagosamente dulce. Akhmen-hotep hizo una mueca mientras se llevaba la copa a los labios y tomaba otro trago. Dentro de la tienda del rey, el aire estaba fresco y en calma. No se habían encendido lámparas de aceite ni se había agregado carbón al fuego para protegerse del frío de la noche. Sólo atendían al rey dos esclavos, que lo miraban con los ojos muy abiertos y permanecían arrodillados y temerosos a cada lado de la entrada de la tienda.

La tienda de Akhmen-hotep daba al oeste, de modo que entraron largos e inclinados rayos de luz de luna cuando apartaron la portezuela de lino. Fuera, el campamento estaba en silencio, salvo por la lejana música de los acólitos de Neru mientras llevaban a cabo su vigilia de medianoche.

El rey levantó los ojos hacia la redonda figura que se recortaba contra el frío resplandor de la luna.

—¿Qué quieres, hermano? —preguntó con una voz que muchas copas de vino habían vuelto áspera.

Memnet no respondió al principio. El gran hierofante permaneció en la entrada un momento, dejando que sus ojos se adaptaran a la penumbra, y luego se introdujo arrastrando, los pies con aire cansado y se sentó en una silla cerca del rey. Hizo una seña, y un esclavo se movió rápidamente rozando el suelo arenoso para colocar una copa en la mano del sumo sacerdote.

—Se me ocurrió que podríamos tomar una copa —dijo Memnet, pensativo, mientras aspiraba el fuerte aroma de los dátiles. Puso mala cara—. ¿No hay agua para el vino?

Akhmen-hotep tomó otro sorbo.

—No lo bebo por el sabor —repuso en voz baja.

El gran hierofante asintió con la cabeza, pero no dijo nada. Tomó un sorbo de vino de prueba antes de comentar:

—No puedes culparte por lo que ocurrió. Es la naturaleza de la guerra.

—Guerra —gruñó Akhmen-hotep en dirección a su copa—. Esto no es la guerra como nuestros padres la conocían. Esto…, ¡esto es grotesco! —Apuró el vino y fulminó con la mirada a uno de los esclavos, que se acercaba a gatas con una nueva jarra de vino—. Y cuanto más duro luchamos, peor se pone.

Se volvió bruscamente haciendo que el esclavo vertiera el espeso vino sobre la mano del rey.

—¿Qué nos está ocurriendo, hermano? —inquirió Akhmen-hotep. La desesperación estaba grabada en sus apuestas facciones—. ¿Los dioses nos han abandonado? Mire donde mire, lo único que veo es muerte y destrucción. —Sostuvo la copa rebosante ante él; sus ojos oscuros tenían una mirada sombría—. A veces, temo que incluso si derrotamos al Usurpador, nunca nos libraremos de su mácula.

Memnet clavó los ojos en su copa un rato. Dio otro sobo.

—Quizá no debamos hacerlo —contestó suavemente.

El rey se quedó muy quieto.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

Memnet no respondió al principio. Su expresión se tomó angustiada, y Akhmen-hotep comprobó lo asolados que habían quedado sus rasgos desde aquel aciago día en Zedri. El rostro del sacerdote era como una máscara que le quedara mal descansara precariamente sobre su cráneo. Dio un trago de vino más largo y suspiró profundamente.

—Nada es eterno —dijo al final—. No importa lo que creamos. —El sumo sacerdote se recostó en la silla mientras hacía girar la copa pulida en las manos—. ¿Quién se acuerda de los nombres de los dioses a los que venerábamos en las selvas antes de llegar a la Tierra Bendita? Nadie. Ni siquiera los pergaminos más antiguos que hay en Mahrak hablan de ellos. —Levantó la mirada hacia el rey—. ¿Nos abandonaron o los abandonamos nosotros a ellos?

Akhmen-hotep miró a su hermano con el entrecejo fruncido.

—¿Quién sabe? —contestó—. Era una época diferente. No somos los que éramos antaño.

—Eso es lo que quiero decir —continuó el sumo sacerdote—. Preguntas si los dioses nos han abandonado. Tal vez sería mejor preguntar si nos hemos distanciado de ellos. Nagash podría ser el heraldo de una nueva era para nuestra gente.

—¿Cómo puedes decir eso? —gruñó Akhmen-hotep—. ¡Precisamente tú!

Memnet no se inmutó ante el tono acusatorio del rey.

—El papel de un sacerdote consiste en algo más que en hacer sacrificios y reunir diezmos. También somos los portadores de verdades más profundas. Esa es la responsabilidad que nos impusieron los dioses. —Su mirada se posó en las sombras que se proyectaban sobre el suelo—. No siempre es agradable oír esas verdades.

Akhmen-hotep consideró las palabras de su hermano mientras escudriñaba las profundidades de su copa. La desesperación que lo carcomía le dejaba el rostro lívido. Entonces, a ritmo lento pero constante, se le endureció la expresión. Juntó las cejas y apretó los labios formando una línea fina y decidida.

—Te diré lo que creo —comenzó despacio—. Creo que la verdad es lo que nosotros queremos que sea. De lo contrario, ¿para qué necesitaríamos reyes?

Se llevó la copa a los labios y la apuró de un largo trago. Luego, sostuvo el recipiente vacío a la altura de los ojos. Apretó el puño, y los tendones del dorso de su mano cubierta de cicatrices se tensaron como cuerdas mientras aplastaba lentamente la copa de metal.

—Nada está predestinado, siempre y cuando tengamos el valor para luchar por lo que creemos. —Tiró la copa al suelo—. Destruiremos al Usurpador y arrojaremos su espíritu a las inmensidades desérticas, que es su lugar. Volveremos a poner esta tierra en orden, ¡porque yo soy el rey y ordeno que así sea!

Memnet levantó la mirada hacia el rey y lo estudió durante un largo rato. Sus ojos eran como oscuros lagos, sin fondo e inescrutables. Un amago de sonrisa pasó fugazmente por su cara.

—No esperaba menos de ti, hermano —dijo.

Cuando el rey iba a contestar, unos débiles sonidos procedentes de más allá de los límites de la tienda lo obligaron a hacer una pausa. Frunció el entrecejo mientras escuchaba atentamente. Memnet ladeó la cabeza y también prestó atención.

—Alguien está gritando —comentó.

—No es sólo uno —respondió el rey, pensativo—. Quizá sea Pakh-amn a sus soldados de regreso al campamento. Han estado toda la tarde apagando los incendios en la ciudad.

El gran hierofante clavó los ojos en los posos de la copa.

—No le quites el ojo de encima a ese, hermano —le advirtió—. Se vuelve cada día más peligroso.

Akhmen-hotep negó con la cabeza, quitándole importancia, y repuso:

—Pakh-amn es joven y orgulloso, desde luego, pero ¿peligroso?

Sin embargo, incluso mientras lo decía, recordó el tenso enfrentamiento de ese día justo antes de la batalla. «Guiadnos, entonces, mientras viváis».

—Ha recuperado parte del respeto que perdió en Zedri —continuó el sumo sacerdote—. Sus soldados de caballería aclamaron su nombre cuando concluyó la batalla.

—¿Y eso qué tiene de malo? —preguntó el rey, aunque no pudo evitar sentir una punzada de aprensión.

—El jefe de Caballería ha dejado claro que está en contra de la guerra para derrotar al Usurpador —dijo el gran hierofante—. ¿Quién sabe lo que podría hacer si se encuentra en una posición de influencia sobre gran parte del ejército?

Los gritos aún sonaban lejanos, pero se iban volviendo más intensos por momentos. Al final, el rey no pudo aguantarlo más.

—¿Qué quieres que haga, hermano? —inquirió mientras cogía su espada—. Pakh-amn me ha servido bien en el campo de batalla hoy. No tengo ninguna razón para sospechar de él.

—Ni la tendrás, si es listo —le hizo notar Memnet—. Vigílalo de cerca. Es lo único que pido.

Akhmen-hotep fulminó al sacerdote con la mirada.

—Ya es bastante malo que tengamos que protegernos de los ardides del blasfemo —gruñó—. Ahora quieres que ponga en duda el honor de mis nobles.

Antes de que Memnet pudiera ofrecer una respuesta, el rey agarró su espada de una mesa cercana y salió dando veloces zancadas hacia el frío aire nocturno. Con un esfuerzo de voluntad, intentó desterrar los graves comentarios de su hermano, de su mente, mientras se dirigía rápidamente hacia las voces flanqueado por cuatro Ushabtis que habían estado montando guardia fuera de la tienda del rey.

Los gritos se propagaban con facilidad en el aire gélido procedentes del borde occidental del campamento. Akhmen-hotep apretó el paso al oír los sonidos de alarma que se estaban extendiendo por las tiendas de la hueste de Bronce. Los hombres estaban saliendo a trompicones hacia la oscuridad con la armadura a medio poner y las armas en la mano. Un destello de movimiento a su derecha llamó la atención del rey. Vio a dos acólitos de Neru bajando a tropezones por una senda colindante mientras llevaban a un tercer acólito casi a rastras entre ellos. Tenían las vestiduras ceremoniales salpicadas de sangre. El rey echó a correr, mascullando una maldición.

A medida que se acercaba al borde del campamento, Akhmen-hotep comenzó a encontrar grupos de hombres presas del pánico que corrían en la otra dirección. Llevaban los faldellines manchados de polvo y hollín, y tenían los rostros pálidos de miedo. Los hombres no notaron la presencia del rey entre ellos; pasaron a su lado a toda velocidad como una bandada de pájaros asustados, concentrados en nada más que en correr hacia el este lo más rápidamente posible.

Cinco minutos después el rey se hallaba en el borde del extenso campamento, donde se encontró con una escena de caos y confusión. Un noble a caballo gritaba órdenes e intentaba controlar a su corcoveante montura al mismo tiempo, mientras un pequeño grupo de guerreros abría el rudimentario recinto que retenía a los prisioneros bárbaros que habían hecho en batalla. Un segundo recinto, construido para albergar a los miembros apresados de las compañías de la ciudad de Bel Aliad, ya estaba abierto y los prisioneros daban vueltas, confundidos, por la llanura iluminada por la luz de luna.

Akhmen-hotep corrió hacia el jinete que gritaba y, en el último momento, cayó en la cuenta de que se trataba de Pakh-amn.

—¿Qué está pasando? —le gritó al jefe de Caballería.

Pakh-amn se volvió en la silla y clavó unos ojos muy abiertos en la repentina aparición del rey.

—¡Ya vienen! —exclamó con voz ronca.

—¿Qué? —preguntó el rey. Miró a su alrededor tratando de entender la escena—. ¿Quién viene?

El joven noble observó la multitud de prisioneros que pululaban por allí y maldijo para sí mismo. Se inclinó hasta que su rostro quedó a sólo unos centímetros del rey.

—¿Quién creéis? —contestó ente dientes—. La gente de Bel Aliad se ha levantado en masa, alteza. Cayeron sobre nosotros cuando salíamos de la ciudad y mataron a un tercio de mis hombres. El resto corrimos todo el camino de regreso al campamento, pero aun así no tenemos mucho tiempo. Los muertos también se están levantando del campo de batalla y se dirigen hacia aquí en este mismo momento.

Akhmen-hotep sintió que se le helaba la sangre al oír la noticia.

—Pero no había hechiceros en la ciudad —protestó, aturdido—. Hedir al-Khazem lo juró.

—Id a ver la carnicería en las puertas de la ciudad si no me creéis —gruño Pakh-amn—. Ancianos con los estómagos abiertos, madres degolladas niños pisoteados. ¡Se echaron sobre nosotros desde los callejones y las calles laterales, y destrozaron a mis hombres a mano limpia!

La sorpresa del rey desapareció ante el tono mordaz del joven noble Fulminó con la mirada al jefe de Caballería y replicó:

—Aun así, tenemos las guardas. Los sacerdotes de Neru.

—Están muertos o agonizando —replicó bruscamente—. Les tendieron una emboscada hace poco rato mientras hacían su recorrido. Oímos ruido de cascos lejos, al norte, probablemente soldados de caballería ligera armados con arcos. Las guardas sagradas de Neru no tienen poder sobre una descarga de flechas.

El rey apretó los dientes al oír la noticia, recordando a los tres acólitos heridos que había visto antes. Consideró rápidamente la situación que se estaba desarrollando y se le cayó el alma a los pies al comprender que había caído en una trampa. La batalla que habían librado antes aquel mismo día sólo había sido un preludio pensado para agotar a sus hombres y aumentar aún más las cifras de las fuerzas enemigas. El rey inspiró hondo.

—Menos mal que se te ocurrió liberar a los prisioneros —dijo, jadeando.

Pakh-amn enseñó los dientes.

—Si los dioses son bondadosos, los demonios irán a por ellos primero y nos proporcionarán tiempo para salir de aquí —contestó entre dientes. La despiadada táctica del noble desconcertó al rey.

—Formaremos a la hueste aquí —ordenó—, entre Bel Aliad y el campamento. Quizá podamos encontrar algunas armas sobrantes y armar a las compañías de la ciudad…

Pakh-amn fulminó al rey con la mirada y perdió el control por completo.

—¿Estáis loco? —repuso bruscamente—. Incluso aunque contáramos con tiempo para formar al ejército, los hombres están agotados y los caballos reventados, y los muertos no se molestarán en formar compañías y marchar a la batalla. Nos rodearán por los flancos y se abalanzarán como hormigas sobre el campamento.

—Entonces, ¿qué quieres que haga, jefe de Caballería? —bramó Akhmen-hotep en tono amenazador.

Pakh-amn parpadeó ante el tono del rey, quizá comprendiendo lo mucho que se había sobrepasado.

—Debemos huir —respondió con una voz más apagada— ahora mismo, mientras aún hay tiempo. Reunir a los bhagaritas y ver si podemos perdernos entre la arena.

El rey hizo una mueca de desagrado, pero las palabras del joven noble tenían cierto sentido. Si presentaba batalla, se arriesgaba a hacerle el juego aún más a su enemigo. Al rey no le gustaba la idea de una huida tan ignominiosa, pero ya habían hecho lo que habían venido a hacer. Habían cumplido su obligación para con sus aliados. Ahora su única obligación era para con ellos mismos y su ciudad.

Un grupo de bárbaros comenzó a gritar a la izquierda del rey, mientras señalaban hacia el oeste y farfullaban en su lengua gutural. Akhmen-hotep se apartó del caballo de Pakh-amn y atisbó hacia el oeste.

Al principio, dio la impresión de que la accidentada llanura estuviera ondulando lentamente, como lentas olas por la superficie de un río, pero cuando los ojos del rey se acostumbraron a las sombras pudo distinguir cabezas redondas y gachas, y hombros hundidos de aspecto oscuro y andrajoso bajo la luz plateada de Neru. Una desgarbada turba de figuras se acercaba al campamento renqueando y tambaleándose en silencio. Algunos blandían hachas o lanzas, mientras que otros trataban de agarrar a sus lejanas presas con manos vacías y ensangrentadas. La parte delantera de la horda se encontraba a menos de una milla de distancia y avanzaba a un ritmo lento e incesante. Akhmen-hotep sintió su hambre ciega como si fuera la fría hoja de una espada contra la piel.

Los hombres de las compañías de la ciudad también vieron a las criaturas no muertas. Algunos llamaron con vacilación a las figuras que se acercaban, pensando que sus familiares habían venido a pagar el rescate por su liberación.

La masacre comenzaría en unos minutos y el pánico se extendería como un viento del desierto por el campamento. El rey sabía que tendrían que actuar con rapidez si querían contar con alguna oportunidad de escapar. Lleno de angustia, el rey se volvió de nuevo hacia Pakh-amn.

—Ve a despertar a tus, jinetes —le ordenó la joven noble—. Tendréis que ser nuestra retaguardia mientras intentamos retirarnos.

Pakh-amn se quedó mirando al rey durante un largo rato; sus ojos oscuros quedaban ocultos en las sombras. Al final, hizo un cortante gesto de asentimiento con la cabeza y espoleó su caballo para que se pusiera al galope. El rey observó cómo el jefe de Caballería desaparecía adentrándose en el campamento, y luego comenzó a darles órdenes a sus guardaespaldas.

—Despertad a los comandantes de las compañías inmediatamente —les indicó—. Decidles que reúnan a sus tropas y cojan todo lo que puedan cargar. Nos vamos en quince minutos.

Los Ushabtis hicieron una rápida reverencia y se alejaron corriendo hacia la oscuridad. Akhmen-hotep miró a su alrededor y vio que los mercenarios ya se habían marchado; habían huido desordenadamente en dirección sur. Los guerreros de Bel Aliad se dirigían al oeste, formando una muchedumbre harapienta y llamando a las figuras que reconocían vagamente entre la horda que se aproximaba.

Ardiendo de vergüenza, Akhmen-hotep le dirigió una breve plegaria a Usirian; le pidió que sus almas pudieran encontrar el camino hacia la otra vida sin percances. A continuación, dio media vuelta y corrió hacia el centro del campamento.

* * *

Los muertos vivientes de Bel Aliad fueron metódicos en su labor. Persiguieron a trompicones a sus parientes, que no dejaban de gritar, los tiraron al suelo y los apuñalaron con lanzas, o los rajaron con garras y dientes. Los guerreros de las compañías de la ciudad huyeron en todas direcciones, pero estaban agotados tras un largo día de batalla y los invadió un terror que no atendía a razones al ver a los monstruos manchados de sangre que en su día habían sido sus esposas e hijos. Unos intentaron luchar cogiendo piedras y trozos de madera y atacando en vano a la marea de implacables cadáveres. Algunos trataron de ocultarse entre el accidentado terreno, encogiéndose tras rocas o enterrándose en montones de arena, hasta que dedos torpes y avariciosos se cerraban alrededor de sus cuellos. Otros suplicaron clemencia recurriendo a aquellos de la horda a los que conocían por su nombre. En todos los casos, el resultado fue el mismo. Los hombres morían, lenta y aterradoramente, y luego, a los pocos minutos, se levantaban de nuevo y se unían a la cacería.

Cuando ya no quedaron más hombres de las compañías de la ciudad, el ejército no muerto rastreó la oscuridad en busca de los hombres del norte de piel pálida. Los enormes bárbaros profirieron salvajes juramentos y apelaron a sus rigurosos dioses, mientras luchaban aplastando cráneos y rompiendo huesos, incluso a la vez que dientes fríos y secos se cerraban sobre sus gargantas. A pesar de su resistencia, la horda también se cobró sus vidas.

Los últimos en morir fueron los orgullosos soberanos de la ciudad. Salieron tambaleándose del campamento desierto de la hueste de Bronce y se encontraron a su gente esperándolos en la accidentada llanura. En silencio, con reverencia, los muertos de Bel Aliad rodearon a los príncipes y los despedazaron. A Suhedir al-Khazem se lo comieron vivo sus tres hijas, mientras él observaba con una muda y desmedida sensación de horror cómo le hundían los dedos en el vientre y le arrancaban las entrañas.

Entretanto, la hueste de Bronce de Ka-Sabar huía y se adentraba cada vez más en el desierto transportando sólo lo que los agotados soldados podían echarse a la espalda. Avanzaban en silencio, lanzando temerosas miradas hacia atrás, en dirección a sus tiendas abandonadas, y preguntándose cuándo encontrarían su rastro los primeros grupos de cadáveres desgarbados y daría comienzo la larga cacería.

* * *

Sentado sobre su caballo putrefacto en una duna de arena al norte, Arkhan el Negro observó cómo el ejército se retiraba hacia el despiadado desierto y sonrió. Durante un momento, justo antes de que los muertos de la ciudad llegaran al campamento enemigo, había temido que Akhmen-hotep presentara batalla en lugar de batirse en retirada. Eso habría complicado los planes de su señor. Por suerte, el rey sentenciado había decidido caer en la trampa.

El inmortal aguardó con paciencia imperecedera hasta que el último guerrero enemigo hubo desaparecido al otro lado de las onduladas colinas de arena. Luego, le dio un toquecito a su montura muerta para que avanzara en medio de un crujido de cuero viejo y un traqueteo de huesos. Su escuadrón de jinetes esqueleto lo siguió de inmediato, mientras el repiqueteo de sus arreos resonaba bajo la menguante luz de la luna.