DIECISÉIS
La creciente oscuridad
Bel Aliad, la Ciudad de las Especias,
en el 63.º año de Ptra el Glorioso
(-1744, según el cálculo imperial)
Para cuando Akhmen-hotep y sus guerreros llegaron a Bel Aliad, los jinetes bhagaritas habían matado a todo ser vivo que pudieron encontrar. Los cuerpos aparecían amontonados a lo largo de las estrechas calles; habían acabado con sus vidas mientras intentaban escapar de los veloces jinetes del desierto.
Cuando los ciudadanos, presas del pánico, se habían refugiado en sus casas, los despiadados bhagaritas habían lanzado antorchas y lámparas de aceite robadas por las ventanas y habían esperado con los arcos preparados. Ancianos, mujeres y niños yacían apilados junto a las puertas de sus casas, atravesados por flechas y lanzas. Los bhagaritas se habían adentrado en la masacre hasta que sus túnicas blancas y las cruces de sus caballos habían acabado empapados de sangre inocente.
El hedor de la sangre derramada se notaba intensamente en el aire, incluso en el famoso Bazar de las Especias. Habían rajado los toldos de brillantes colores del mercado de especias y habían derramado una fortuna en hierbas exóticas; tras romper las urnas las habían pisoteado en la tierra. Habían llevado Bel Aliad a la ruina en el lapso de una sola tarde. Los jinetes del desierto le habían arrancado el corazón en respuesta a todo lo que ellos habían perdido, y ahora permanecían sentados sobre sus monturas y clavaban la mirada, enmudecidos, en el horror que habían causado, con los brazos de las espadas colgando sin fuerza y los oscuros ojos vacíos de todo pensamiento o sentimiento.
Akhmen-hotep se adentró dando fuertes zancadas en el Bazar de las Especias rodeado de sus Ushabtis y los soldados de la caballería ligera de Pakh-amn. Habían dejado los carros en el límite de la ciudad, ya que habría resultado imposible guiar las pesadas máquinas de guerra por las calles sin atropellar a la gente masacrada de Bel Aliad.
La espada manchada de sangre del rey tembló en su mano al ver las figuras congregadas de los jinetes. La rabia y la desesperación invadieron a Akhmen-hotep y, cuando intentó hablar, lo único que pudo pronunciar fue un inarticulado rugido de angustia, que resonó en la plaza cubierta de cadáveres. Los caballos del desierto se asustaron al oír el espantoso sonido, sacudieron la cabeza y retrocedieron, alejándose del rey que avanzaba; pero los bhagaritas calmaron a los animales con voces tristes y bajaron de las sillas con fúnebre elegancia. Dieron unos cuantos pasos hacia el rey y dejaron las espadas con cuidado en el suelo, junto a sus pies.
Algunos levantaron las manos y se aflojaron los turbantes mostrando sus cuellos, mientras que otros se abrieron las túnicas manchadas de sangre y dejaron al descubierto sus pechos agitados por el esfuerzo. Habían vengado a sus familiares asesinados y ahora se preparaban para reunirse con ellos en la otra vida.
En ese momento, Akhmen-hotep los habría complacido de buena gana. Clavó la mirada en sus ojos muertos y se sintió enfermo de rabia.
—¿Qué infamia es esta? —gritó—. ¡Esta gente no os había hecho nada! ¿Creéis que a vuestros seres queridos les alegra lo que habéis hechos? ¡Habéis asesinado a madres y a sus bebés! Esto no es obra de guerreros, sino de monstruos. ¡No sois mejores que el Usurpador!
La imprecación azotó a los bhagaritas como el golpe de un látigo. Uno de los jinetes chilló como un felino del desierto y cogió rápidamente su espada, pero no dio más de dos pasos hacia el rey antes de que uno de los Ushabtis de Akhmen-hotep se adelantara y lo matara. Los guardaespaldas del rey avanzaron desplegándose en masa, con las espadas rituales titilando, pero los contuvo un grito autoritario, no de Akhmen-hotep, sino de Pakh-amn, el jefe de Caballería.
—¡Deteneos! —exclamó el joven noble—. ¡Es al rey a quien le corresponde quitarles la vida a los jinetes, no a vosotros!
Manteniendo su juramento, los fieles se detuvieron, esperando la orden de su señor. Akhmen-hotep se volvió al oír acercarse a Pakh-amn y fulminó al noble con la mirada, mientras este frenaba su caballo junto al rey.
—¿Piensas abogar por sus vidas, Pakh-amn? —soltó—. ¡Han perdido el derecho a vivir por lo que han hecho!
—¿Creéis que estoy ciego, alteza? —respondió bruscamente el noble—. He visto la masacre igual que vos, pero sus ejecuciones deben esperar si vos y yo deseamos ver Ka-Sabar una vez más.
Akhmen-hotep contuvo una feroz contestación. Por muy terrible que fuera oírlo, Pakh-amn tenía razón. Sin los bhagaritas nunca encontrarían el camino de regreso a través de las arenas inexploradas del Gran Desierto y el deber del rey para con su pueblo estaba antes que cualquier otra consideración. La justicia para la gente de Bel Aliad tendría que esperar.
—Apresadlos —les dijo a los Ushabtis con voz apagada—. Quitadles los caballos y las espadas, y llevadlos de regreso al campamento.
Los Ushabtis bajaron las espadas de mala gana, pero hicieron lo que el rey les ordenó. Los jinetes del desierto no ofrecieron resistencia mientras les ataban las manos detrás de la espalda con cuerda sacada de sus sillas y manos extrañas cogían las bridas de sus caballos sagrados. Para ellos, sus vidas habían terminado.
—Deberíamos llevarlos por una ruta indirecta —sugirió Pakh-amn—, no sea que los nobles de la ciudad los vean. Reuniré algunos soldados y me encargaré de apagar los incendios.
Akhmen-hotep asintió moviendo la cabeza con dificultad.
—¿Qué le diré a Suhedir al-Khazem? —preguntó, incapaz de apartar la mirada de los cuerpos destrozados y retorcidos que llenaban la plaza. El jefe de Caballería inspiró hondo.
—Diremos que a algunos de nuestros jinetes se les fue la mano durante la batalla y se produjeron algunos saqueos. Nada más. Si les contamos la verdad, habrá un motín.
Incluso maltrechos y desarmados, los nobles y los miembros de las compañías de la ciudad que habían sobrevivido componían una fuerza numerosa y los términos del rescate que el rey había ofrecido significaban que los mantendrían en el campamento con una guardia mínima. Los mercenarios bárbaros serían atados en hileras de cadenas para esclavos y regresarían con el ejército: estos eran los salarios de guerra en la Tierra Bendita.
Akhmen-hotep lo consideró y asintió con la cabeza. Al final, tendrían que contarle la verdad al príncipe y a sus hombres, pero no ese día No era capaz de hacerlo.
—Ocúpate de ello —indicó, cansado, y le hizo una señal a Pakh-amn para que se fuera.
El rey se quedó solo en medio de la plaza empapada de sangre mientras se llevaban a los jinetes bhagaritas y Pakh-amn les daba órdenes bruscamente a los suyos. Sus anchos hombros se hundieron, y Akhmen-hotep cayó de rodillas entre los cuerpos de los inocentes.
—Perdonadme —dijo mientras se inclinaba para apoyar la frente contra las piedras calientes—. Perdonadme.
* * *
El sol poniente tenía un tono rojo como la sangre fresca mientras se día detrás de las brumas por encima de las Fuentes de la Vida Eterna. Borrosas nubes blancas se agitaban lentamente en el aire caliente enroscándose en forma de gruesos zarcillos alrededor de las cimas de las altas dunas, a sólo unas pocas millas de distancia de donde se encontraba Rakh-amn-hotep. Estaba cubierto de una pasta de sudor, polvo y arena debido a las sinuosas escaramuzas de la caballería a últimas horas de la tarde y le dolía el hombro izquierdo a causa de la flecha de un jinete que había penetrado unos centímetros más allá de las gruesas escamas de su chaleco blindado. Tenía la garganta y las fosas nasales cubiertas de barro y le daba la impresión de que los ojos se le quedarían pegados si los cerraba más de unos segundos. Para su mente cansada, las brumas parecían ondularse y extenderse hacia él como los acogedores brazos de una amante. Anhelaba sentir ese roce fresco y limpio, pero permanecía justo fuera de su alcance protegido por una larga y delgada fila de jinetes de Numas y lanzas de Khemri.
La fuerza enemiga estaba desplegada a lo largo de la base de una hilera de dunas bajas que se extendía aproximadamente en dirección sur, y su flanco izquierdo ocupaba ambos lados del camino comercial occidental que conducía a la Ciudad Viviente. El grueso de la caballería enemiga se había retirado hacia el lado norte del camino, sin duda para disuadir cualquier intento de flanqueo en esa dirección. Los soldados de la caballería numasi resultaban temibles a caballo, casi tanto como los príncipes del desierto de Bhagar, y a pesar de que los superaban en número considerablemente, se habían impuesto a los lybaranos en la mayoría de las escaramuzas diarias.
Rakh-amn-hotep los había presionado mucho, pues al principio había creído que la caballería numasi no era más que un destacamento grande de reconocimiento al que habían enviado para reunir información acerca de la situación en Quatar. El enemigo se había batido en retirada a ritmo lento pero constante ante su avance, algunas veces dando media vuelta y lanzándose hacia delante para soltar una descarga de flechas o intercambiar golpes de espada con un escuadrón de lybaranos que los acosaba demasiado de cerca. Había estado seguro de que al final acabarían cediendo y retirándose al norte y el oeste en cuanto el día estuviera llegando a su fin, pero ahora se daba cuenta con amargura de que los jinetes simplemente eran una vanguardia como su destacamento y que lo habían retenido el tiempo suficiente para que el resto de su fuerza formara para la batalla.
La mayoría de la caballería lybarana estaba dispuesta formando una amplia media luna a cada lado del rey rasetrano: cerca de tres mil soldados de caballería ligera y una magnífica fuerza de mil quinientos guerreros de caballería pesada. La caballería pesada estaba situada a la izquierda del rey y aún seguía relativamente fresca al final del día. Rakh-amn-hotep los había mantenido a ellos y a sus Ushabtis en la reserva, pues no quería agotarlos con constantes persecuciones cuando podría necesitarlos después.
A la derecha del rey, los caballos de los escuadrones de caballería ligera aguardaban con las cabezas gachas y las ijadas machadas de espuma. Los jinetes vertieron valiosísima agua de los frascos de cuero que llevaban a la cadera en gruesos trapos de algodón y los sostuvieron en alto para que sus cansadas monturas los lamieran.
Rakh-amn-hotep miró con el entrecejo fruncido hacia el sol que iba descendiendo. Aún faltaban unas dos horas para que se pusiera. Si no podían encontrar un modo de atravesar la línea enemiga, significaría otro día en la arena consumiendo toda el agua que le quedaba al ejército. Las tropas del Usurpador parecían sumar al menos quince mil hombres, incluidos los dos mil soldados de la caballería numasi a los que se habían enfrentado antes, y en su mayor parte, eran infantería ligera y unas cuantas compañías de arqueros. Por lo general, el rey rasetrano habría estado tentado de confiar en Ptra e intentar una carga concentrada, pero la mayor parte de sus tropas estaban prácticamente exhaustas. ¿Le quedaban suficientes fuerzas para penetrar la línea enemiga?
El rey se volvió y le hizo señas al comandante del contingente lybarano, que se encontraba con su séquito a sólo unos pasos de distancia. Shesh-amun era uno de los aliados más incondicionales de Hekhmenukep, y a pesar de su avanzada edad, se comportaba con la fuerza y el vigor de un joven. Era largo y delgado como el cuero viejo, y la piel se le había vuelto casi negra tras pasar largas décadas trabajando bajo el sol del desierto. El paladín era un hombre franco y directo que no toleraba de buen grado a los idiotas y que no tenía tan buena opinión de sí mismo como para que no se lo pudiera convencer para que atendiera a razones. Se había ganado la simpatía del rasetrano enseguida. Rakh-amn-hotep se inclinó por encima del borde de su carro mientras Shesh-amun se acercaba.
—Necesitamos pasar entre estos chacales —dijo el rey en voz baja—. ¿Tus hombres tienen fuerzas para una pelea más?
—¡Oh!, agradecerán la oportunidad de enfrentarse a alguien que no da media vuelta y sale huyendo al primer indicio de problemas —gruñó Shesh-amun—. Esos ladrones de caballos numasis han hecho que se les suba la sangre a la cabeza, pero sospecho que se trataba justamente de eso. —El paladín volvió la cabeza y escupió en el suelo—. Están dispuestos y los caballos también, pero no os sorprendáis si empiezan a caerse muertos si la pelea se prolonga demasiado.
El rey rasetrano asintió gravemente con la cabeza.
—Bueno, promételes toda el agua que puedan beber si logramos penetrar y llegar a los manantiales. Puede ser que eso los mantenga vivos un poco más.
—Haré correr la voz —contestó Shesh-amun.
Justo cuando comenzaba a alejarse sonó un cuerno al otro lado de las dunas, al este de los cansados jinetes. El paladín dirigió la atenta mirada a lo lejos.
—¿Esperáis a alguien? —preguntó.
Rakh-amn-hotep se enderezó y miró hacia el este. Efectivamente, una serpenteante franja de polvo se alzaba desde el camino comercial.
—Así es, pero ya casi había perdido la esperanza de que viniera —respondió—. Están llegando refuerzos —le informó a Shesh-amun—. Prepara a tus hombres para entrar en acción.
El paladín hizo una rápida reverencia y se alejó corriendo para transmitir la orden. Minutos después, Rakh-amn-hotep oyó el estruendo de los cascos y un escuadrón de caballería ligera pasó a toda velocidad sobre las dunas para unirse a la línea de agotados jinetes. Se alzaron cansadas ovaciones de la vanguardia cuando comenzaron a llegar los refuerzos, y el rey aguardó buscando el carro de Ekhreb entre la columna de tropas. Lo vio de inmediato, dando botes tras la caballería ligera. Rakh-amn-hotep alzó la espada a modo de saludo, y el carro ligero se desvió de la línea de marcha y se detuvo junto al rey.
—¡Te dejé allá en el campamento hace tres horas! —Le gritó Rakh-amn-hotep al paladín—. ¿Te has perdido? ¡Lo único que tenías que hacer era seguir el maldito camino!
Ekhreb saltó de la parte posterior del carro y llegó junto al rey con dos rápidas zancadas.
—Tiene gracia —repuso el paladín, suavemente—. Vos, sermoneándome por llegar tarde. He reunido seis mil hombres para vos en dos horas. ¿Los envío de vuelta al campamento?
—No seas grosero —respondió el rey—. Puedo hacer que te decapiten por eso, ¿sabes?
—Eso habéis dicho —comentó Ekhreb— muchísimas veces.
Rakh-amn-hotep avistó una compañía de infantería ligera rasetrana que cruzaba las dunas trotando al este.
—¿Qué me has traído, exactamente? —inquirió.
—Mil soldados de caballería ligera, cuatro mil de infantería ligera y mil de nuestras tropas auxiliares de la selva —informó Ekhreb—. Me pareció que los escamosos podrían infundirle algo de miedo al enemigo.
—¿Ningún arquero? —preguntó el rey con dureza.
El paladín hizo un visible esfuerzo por no poner los ojos en blanco.
—No dijisteis nada de arqueros, alteza.
El rey contuvo una respuesta sarcástica. Ekhreb tenía razón, después de todo.
—Tendremos que confiar en los arcos de la caballería ligera, entonces —masculló.
Ekhreb cruzó los brazos y clavó los ojos en la lejana línea enemiga.
—No es una gran fuerza —comentó—. Parece que la diversión de Akhmen-hotep logró su objetivo.
—Tal vez —contestó el rey—, pero no hace falta que sea muy grande, siempre que nos impida llegar a los manantiales.
Rakh-amn-hotep estudió la disposición del enemigo y concretó su plan.
—Forma a la infantería en línea justo aquí —le indicó a su paladín— y coloca a las tropas auxiliares a la derecha. —Luego, le hizo una seña a Shesh-amun. Cuando el lybarano llegó, le ordenó—: Vuelve a llevar a tu caballería ligera al otro lado de las dunas que tenemos detrás y comienza a trazar un círculo a nuestra derecha, hacia el camino.
Shesh-amun frunció el entrecejo.
—Pero estarán esperando eso —repuso.
El rey le restó importancia a sus preocupaciones con un ademán.
—Algunas veces debemos darle al enemigo lo que está buscando —le dijo al paladín—. No involucres a tus hombres en batalla campal a menos que no quede más alternativa. Simplemente presiona lo más lejos que puedas alrededor del borde de su línea. Te daré diez minutos para poner a tus jinetes en marcha antes de que avancemos.
Aunque era evidente que aún tenía sus dudas, Shesh-amun le hizo una reverencia al rey y comenzó a gritarles órdenes a sus tropas. Ekhreb ya les había transmitido las órdenes del rey a tos refuerzos aliados. Las compañías de infantería aliadas ya estaban formando una línea irregular delante de la caballería aliada y las formas verde oscuro de las tropas auxiliares de la selva se estaban situando entre los carros del rey y la caballería ligera lybarana. Los hombres lagarto eran criaturas gigantescas y pesadas, y tenían la piel escamosa tatuada con extraños diseños en espiral que se extendían por sus músculos ondulados. Sostenían enormes garrotes en las manos con garras, hechos con pesados trozos de madera tachonados de esquirlas irregulares de brillante piedra negra. Les colgaban cráneos humanos de cuerdas de cuero sin curtir alrededor de las cinturas desnudas y sus poderosas cabezas en forma de cuña se parecían tremendamente a las de los grandes cocodrilos de las leyendas nehekharanas. Los caballos de guerra entrenados pusieron los ojos en blanco y se removieron, nerviosos, al sentir el acre hedor de las criaturas, pero los hombres lagarto no les prestaron atención.
Mientras la infantería formaba para la batalla, la caballería ligera del flanco derecho comenzó a retirarse lentamente por encima de las dunas al este. Rakh-amn-hotep esperaba algún tipo de reacción por parte de la línea enemiga, pero las tropas del Usurpador no emitieron ningún sonido.
Ekhreb cruzó los musculosos brazos y examinó los movimientos de las tropas con ojo experto.
—¿Dónde me queréis? —le preguntó al rey.
—¿A ti? —gruñó Rakh-amn-hotep—. Te quiero justo a mi lado, por supuesto; de ese modo no podrás decir que te perdiste de camino a la batalla.
Ekhreb le dedicó una expresión maliciosa al rey.
—Vivo para servir, alteza —contestó con ironía—. ¿Y ahora qué? Rakh-amn-hotep contó los minutos mentalmente.
—Ordena que el centro y el flanco izquierdo avancen —indicó—. La caballería pesada atacará con la infantería.
El paladín asintió con la cabeza y transmitió las órdenes inmediatamente. Las trompetas sonaron y la línea irregular de guerreros alzó los escudos y marchó hacia el enemigo seguida de la caballería ligera a unos doce metros por detrás. Al otro lado del accidentado terreno situado entre los dos ejércitos, los arqueros enemigos esperaban en dos largas líneas de hostigadores delante de las compañías de infantería. Mientras el rey observaba cómo la distancia entre las dos fuerzas se reducía, se encontró deseando contar con unos cuantos sacerdotes del cielo lybaranos para dar al traste con la puntería del enemigo. Este pensamiento provocó una débil punzada de sospecha en la mente del rey: ¿dónde estaban los hechiceros del enemigo? Había oído las historias de lo que había ocurrido en Zandri años atrás. Ahora que sus fuerzas se habían visto implicadas, se encontró preguntándose qué terribles sorpresas les tendría preparadas el ejército del Usurpador.
El aire se oscureció por encima de los ejércitos que se aproximaban cuando los arqueros enemigos dispararon su primera descarga. La infantería rasetrana apretó el paso de inmediato y alzó los escudos de madera para protegerse de la mortífera lluvia. La descarga de flechas golpeó sus objetivos con un espantoso repiqueteo de bronce contra madera. Los hombres gritaron, y aparecieron huecos en las compañías que progresaban, pero el resto siguió presionando. Más flechas titilaron por el aire mientras la caballería ligera devolvía el fuego enemigo disparando alto, por encima de las cabezas de la infantería, que avanzaba. Lejos, a la izquierda, se oyó un estruendo bajo a medida que la caballería pesada espoleaba a sus monturas para que fueran a un potente medio galope y las compañías enemigas de ese flanco bajaron las relucientes lanzas para recibir la inevitable carga.
Los arqueros del enemigo dispararon una segunda descarga, y luego se retiraron a un lugar más seguro, mientras los guerreros rasetranos se les echaban encima. Rakh-amn-hotep asintió con la cabeza, pensativo.
—Muy bien —le dijo a Ekhreb—. Ordénales a las tropas auxiliares que ataquen.
Ekhreb gritó una orden, y un pesado tambor respondió marcando una cadencia queda y terrible. Con un silbido parecido a un viento del desierto, la compañía de hombres lagarto se levantó de su posición en cuchillas, saltó hacia la línea de batalla enemiga y cubrió el terreno rápidamente con sus largas zancadas. El aire se llenó de chillidos y espantosos gritos gorjeantes mientras los guerreros de la selva avanzaban, y a Rakh-amn-hotep le complació comprobar que las tropas de la izquierda vacilaban al oír el sonido.
Por toda la línea de batalla, los guerreros de los ejércitos contrarios chocaron en medio de un retumbante repiqueteo de madera y bronce. Los gritos de los muertos y los moribundos se proyectaban con claridad por encima del estruendo, y los heridos de gravedad comenzaron a apartarse de las compañías en combate y a regresar tambaleándose por donde habían venido. A la izquierda, la caballería pesada se estrelló con gran estruendo contra el muro de escudos enemigo lanzando cuerpos destrozados sobre sus compañeros mientras introducían una cuña en las dos compañías enemigas. Las espadas descendieron entre destellos trazando brillantes arcos, partiendo cráneos y rajando torsos, y los frenéticos caballas se empinaron y arremetieron con sus terribles cascos contra la multitud que gritaba.
A la derecha, los hombres lagarto se abalanzaron sobre sus enemigos en medio de un espeluznante coro de sibilantes chillidos y gemidos inhumanos. Su piel escamosa desviaba prácticamente todo salvo las lanzadas más fuertes, y sus garrotes de guerra machacaban escudos de madera y huesos por igual hasta convertirlos en astillas irregulares. El rey observó cómo la arremetida hacía retroceder aterrorizada a la infantería enemiga, pero la mayor parte de su atención se centraba en la caballería ligera que seguía más abajo, en el flanco derecho. Sus caballos se empinaban y chillaban a causa del olor de los extraños hombres lagarto, pero de momento mantenían sus posiciones en el extremo opuesto del camino. Unos cuantos soldados de caballería lanzaron disparos desviados hacia las frenéticas criaturas, pero sin ningún efecto apreciable.
Transcurrieron los minutos y el enfrentamiento continuó. Las fuerzas enemigas habían flaqueado bajo la ferocidad inicial del ataque aliado, pero habían recuperado su determinación, y su superioridad numérica se estaba comenzando a notar contra la infantería rasetrana. La caballería pesada de la izquierda se estaba viendo rodeada lentamente por un mar de guerreros que rugían y acuchillaban, y estaba intentando liberarse de la muchedumbre. El simple peso de sus enemigos estaba haciendo retroceder a las compañías de infantería de la izquierda y el centro. A la derecha era donde únicamente seguía habiendo signos de éxito, a medida que los hombres lagarto se cobraban un terrible precio entre los humanos con armadura ligera. Rakh-amn-hotep, sin embargo, sabía por experiencia que los hombres lagarto no podrían sostener tales esfuerzos durante mucho tiempo, sobre todo bajo ese calor abrasador. Antes de que pasara mucho más tiempo comenzarían a flaquear y tendría que retirarlos o arriesgarse a ver como los aplastaban.
Entonces, el rey alcanzó a ver un movimiento más a la derecha. Un escuadrón de caballería enemiga estaba dando media vuelta para dirigirse más al norte. Un minuto después lo siguió otro escuadrón, y luego otro. Habían descubierto el movimiento de flanqueo de los jinetes lybaranos y se estaban desplazando para contrarrestar el intento, pese a dejar a la maltrecha infantería de la derecha sin apoyo.
Rakh-amn-hotep sonrió y desenvainó su espada.
—Es hora de acabar con esto —gruñó—. Los Ushabtis avanzarán contra la derecha —le dijo a Ekhreb mientras señalaba con la espada hacia la unión en la que la derecha del enemigo se encontraba con el centro—. ¡Abríos paso y llegad hasta los manantiales!
Como uno solo, los Ushabtis gritaron el nombre de Ptra el Glorioso y levantaron sus relucientes armas hacia el cielo. La compañía emprendió el avance en medio de un toque de trompetas y adquirió velocidad a medida que los aurigas fustigaban las ijadas de sus caballos. Mientras avanzaban con gran estruendo, los carros modificaron su formación y se extendieron formando una cuña que apuntaba como una lanza hacia el punto vulnerable de la línea enemiga.
El suelo se sacudió bajo las atronadoras ruedas de las máquinas de guerra. Los rasetranos situados en las filas traseras de las compañías enzarzadas en la pelea vieron acercarse a su rey y alzaron las voces soltando una ovación llena de energía, que alentó los esfuerzos de sus compañeros. Durante un breve momento, la línea ajada avanzó un solo paso, y luego los carros se estrellaron contra la línea de batalla. Los soldados de infantería ligera se vieron salvajemente apartados por los tiros de caballos a la carga, o pisoteados bajo los cascos y las ruedas bordeadas de bronce. Las cuerdas de los arcos chasquearon mientras los arqueros de los carros disparaban a bocajarro contra las tropas enemigas concentradas, y las figuras con armadura de los Ushabtis recogieron una atroz cosecha con sus enormes espadas con forma de hoz. Rakh-amn-hotep golpeó con su espada y destrozo el cráneo de un guerrero que se dirigía hacia él gritando. A continuación, apartó la afilada punta de una lanza.
—¡Sigue adelante! —le bramó a su auriga, y el hombre hizo restallar el látigo con ganas mientras le gritaba a Ptra para que le diera fuerzas a su brazo.
Los soldados de infantería retrocedieron ante el impacto y los rasetranos avezados en la lucha aprovecharon la ventaja hundiendo la cuña aún más en la línea. Las tropas enemigas del flanco derecho se vieron aisladas de las compañías contiguas y abandonadas a merced de los voraces hombres lagarto, que les arrancaban la cabeza a los muertos y moribundos y las machaban con sus espantosas mandíbulas. Sin el apoyo de la caballería ligera, los lanceros comenzaron a flaquear, y un momento después, les falló la resolución; echaron a correr y subieron a trompicones y ayudándose con las manos por la ladera que tenían detrás. Los guerreros de la selva fueron tras ellos, silbando y gritando sus salvajes gritos de guerra.
Rakh-amn-hotep soltó un rugido de triunfo.
—¡Virad a la derecha! —ordenó.
Lentamente, los carros comenzaron a ejercer presión sobre el flanco desprotegido de las compañías situadas en el centro del enemigo. Las flechas recorrieron los laterales y la retaguardia de las formaciones enemigas y el pánico se extendió. Cuando los guerreros enemigos vieron que su flanco izquierdo se había desmoronado, dieron media vuelta y echaron a correr. A los pocos minutos las laderas estaban plagadas de tropas que huían. Los rasetranos les pisaban los talones como si fueran lobos, matando a todos los hombres que podían alcanzar. Sólo el agotamiento contuvo a las tropas aliadas que avanzaban con dificultad y fue lo único que impidió que la retirada se convirtiera en una huida empapada en sangre.
El alivio y una sensación de triunfo invadieron el cuerpo cansado del rey. La batalla había durado menos de media hora, a juzgar por la altura del sol. La ardiente esfera de Ptra había desaparecido en medio de un charco de luz carmesí a lo largo del horizonte occidental. «Con algo de suerte —pensó el rey—, la vanguardia llegará a las charcas vivificadoras antes del anochecer».
La infantería rasetrana trepó por la ladera tras sus enemigos y desapareció al otro lado de la cima de las dunas. Para la caballería y los carros fue más duro, ya que la arena cedía bajo los corcoveantes cascos de los caballos. Rakh-amn-hotep estaba ocupado considerando cómo continuaría con la persecución empleando elementos frescos procedentes de la caballería ligera del ejército cuando su carro coronó, por fin, la cuesta y se deslizó hasta detenerse con torpeza.
Rakh-amn-hotep estiró una mano para recobrar el equilibrio tras la repentina parada, con una maldición a medio camino de sus labios, cuando se dio cuenta de que toda la persecución aliada se había parado en seco. Los supervivientes del ejército enemigo corrían desordenadamente por una amplia llanura rocosa hacia los manantiales. Y, con una fría sensación de comprensión, el rey vio por qué.
Al otro lado de la extensa llanura, formando justo al borde de los manantiales envueltos en bruma, se extendía una línea de soldados de infantería y arqueros que iba de un extremo a otro del horizonte. La ensangrentada luz del sol brillaba sobre bosques de lanzas y redondeados escudos pulidos. Había decenas de miles de hombres. Enormes bloques de caballería pesada aguadaban más allá de la línea de lanzas, y escuadrones más pequeños de caballería ligera merodeaban por la parte delantera de la línea de batalla como si fueran manadas de chacales hambrientos.
—¡Por todos los dioses! —susurró Rakh-amn-hotep, sobrecogido.
Ahora lo entendía. La fuerza enemiga a la que acababa de derrotar no era más que la vanguardia de la hueste principal del Usurpador.
Ekhreb detuvo su carro junto al rey.
—¿Qué hacemos ahora? —gritó.
Rakh-amn-hotep sacudió la cabeza mientras observaba las legiones de silenciosos guerreros que esperaban al otro lado de la llanura.
—¿Qué podemos hacer? —contestó con amargura—. Tenemos que retirarnos y llevarle la noticia al resto del ejército. Mañana deberemos reunir todos nuestros efectivos y luchar por nuestras vidas.