15: Lecciones de muerte

QUINCE

Lecciones de muerte

Khemri, la Ciudad Viviente,

en el 45.º año de Ptra el Glorioso

(-1959, según el cálculo imperial)

Los grandes arquitectos de Khemri no habían reparado en gastos para asegurarse de cubrir todas las necesidades espirituales del difunto rey Khetep en la otra vida. Construyeron cámaras en el interior de la Gran Pirámide para almacenar altas tinajas de cereales y pescado seco, dátiles confitados, vino y miel. Había habitaciones llenas de lujoso mobiliario y arcones de madera de cedro abarrotados de suntuosas prendas para que el rey las vistiera. Una sala contenía un par de halcones momificados y el arco favorito del rey, en el caso de que deseara ir de caza en los campos del paraíso. Y otras cámaras guardaban los caballos momificados del rey y un gran carro hecho de bronce y madera dorada.

Incluso había una habitación larga y baja que contenía una magnífica embarcación fluvial, con remeros momificados incluidos, por si el poderoso rey deseaba navegar por el gran Río de la Muerte.

La sala más fastuosa de todas estaba construida muy por encima de las cámaras funerarias del rey, situada en el mismo corazón de la Gran Pirámide.

Allí los arquitectos habían levantado un espléndido salón del trono, am altísimas columnas y losas de mármol pulido incluidas. Una majestuosa tarima se alzaba en el fondo del salón y sobre ella descansaba un trono, hecho no de madera, sino de la obsidiana pulida más oscura. Flanqueando el trono había imponentes estatuas de Ptra y Djaf, con rostro adusto, pero con las manos alzadas en señal de bienvenida.

Había más estatuas intercaladas entre las columnas que se extendían a cada lado de la cámara: Neru y Asaph, Geheb y Tahoth, todos los dioses de Nehekhara, todos ellos esperando la llegada del espíritu del rey muerto. Pues el trono situado en el fondo de la sala no era para Khetep, sino para Usirian, el siniestro dios del averno.

En ese gran salón era donde Khetep sería juzgado por los dioses. Si había llevado una vida virtuosa, se le permitiría entrar en los campos dorados del paraíso. De lo contrario, Usirian arrojaría el espíritu del rey a las aullantes inmensidades del averno para que sufriera allí por toda la eternidad o, al menos, hasta el momento en que los sacerdotes funerarios pudieran hacer regresar su alma y devolverlo a la tierra de los vivos.

Aquí era donde Nagash convocaría a su aliados nobles, más de cuarenta en total, y presidiendo desde el trono negro de Usirian trabajaría para socavar el endeble reinado de su hermano. Si a Arkhan, Raamket o a los otros jóvenes nobles les desconcertaba la profunda demostración de sacrilegio del nigromante, ninguno de ellos fue lo bastante estúpido como para decirlo. También estaba el hecho de que había mantenido su palabra y los había convertido en hombres muy ricos y poderosos.

Habían transcurrido tres años desde que habían escrito sus nombres en aquella casa ruinosa cerca de la calle de los Labradores del Cobre y en ese tiempo una espantosa plaga se había extendido por las grandes casas de Khemri. La enfermedad disolvía literalmente a sus víctimas desde dentro hacia fuera durante un periodo de días o a veces semanas. Se pagaron inmensas fortunas a los templos de Asaph y Tahoth para curar a los enfermos, pero lo máximo que podían lograr los sacerdotes era prolongar la agonía de los afectados. Nadie sobrevivía al abrazo de la plaga y los sanadores no podían comprender cómo se propagaba la enfermedad. Ni esclavos, ni guardias ni funcionarios sufrieron daño alguno; sólo los que tenían sangre noble parecían correr riesgo. Todos, claro, salvo aquellos cuyos nombres estaban escritos en la lista de Nagash.

A medida que el número de víctimas mortales se elevaba y las grandes casas se veían diezmadas, muchos puestos de vital importancia de la corte de Thutep, algunos de los cuales habían pertenecido a la misma familia durante siglos, quedaron vacantes. Al final, el desesperado rey no tuvo más alternativa que entregarles esos títulos a los únicos nobles que aún respondían a su llamada a la gran asamblea. Las fortunas de Khemri estaban desapareciendo demasiado deprisa. Aparte de una breve muestra de estima.

—¿Cómo le va al comercio de caravanas? —preguntó Nagash mientras observaba a los nobles allí congregados por encima de los dedos unidos.

Habían encendido los braseros del gran salón del trono, lo que arrojaba largos dedos de luz más allá de las imponentes columnas y proyectaba las siniestras sombras de los dioses de piedra por las losas de mármol. Khefru se movía en silencio entre los aliados del nigromante y ofrecía un refrigerio a los que así lo deseaban.

Shepsu-hur agarró una copa de vino de la bandeja de madera del sacerdote mientras pasaba. Thutep lo había nombrado jefe de las puertas, lo que le confería responsabilidad para gravar las caravanas mercantes que entraban y salían de Khemri con impuestos. Eso incluía el tráfico fluvial desde Zandri y los envíos de cereales que llegaban al sur procedentes de Numas.

—Los precios casi se han duplicado en el bazar —contestó mientras degustaba el vino—. Cereales, especias, bronce: comerciantes de todas las ciudades están complicando la vida en el mercado.

El nigromante asintió con la cabeza.

—Es obra de Zandri —declaró—. El rey Nekumet nos está asfixiando. Ha convencido a los otros reyes para aumentar las tarifas sobre las exportaciones hacia Khemri para interrumpir nuestro comercio. —Nagash posó la mirada en Raamket—. Sin duda, esto ha multiplicado el contrabando por diez.

Raamket cruzó los gruesos brazos. Habían nombrado al fornido noble jefe de varas, por lo que estaba a cargo de la guardia de la ciudad. Con la ayuda de Nagash, Raamket había utilizado rápidamente su autoridad para controlar también las bandas criminales de Khemri.

—A las bandas del puerto y del distrito de la puerta sur les está yendo muy bien —respondió con una risita—. Piensan pasarles de nuevo los bienes a los comerciantes del mercado a la mitad de la tarifa normal, una ganga estos días, pero las bandas se harán ricas.

Nagash hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No —repuso—. Informa a las bandas de que vendan sus bienes al mismo precio que los comerciantes extranjeros. Nos conviene que la ciudad sufra un tiempo.

Raamket frunció el entrecejo ante la noticia.

—No querrán oír eso —apuntó.

—Si no escuchan, entonces córtales las orejas —dijo el nigromante—. Cuando llegue el momento de que Thutep ceda su corona, será… preferible… que el pueblo apoye su destitución. —Se volvió hacia Arkhan—. ¿De qué humor está la gente en este momento?

Arkhan esperó hasta que Khefru se acercó, y luego cogió una copa. Vació la mitad del vino de un solo trago y se quedó mirando el resto con el entrecejo fruncido. Como jefe de la leva, era responsabilidad suya mantener el censo anual y asegurarse de que todo ciudadano adulto cumpliera su servicio civil anual. En tiempos de guerra, también se le exigiría que reuniera las tropas de lanceros que formarían el grueso del ejército de Khemri.

—Los rumores están circulando, como pedisteis —contestó—. Los dioses están castigando a las grandes casas por permitir que Thutep echara por la borda la primacía de Khemri. No hizo falta mucho esfuerzo para que la gente empezara a repetirlo.

Shepsu-hur sorbió su vino, pensativo.

—Si le hacemos creer a la gente que la plaga es obra de los dioses, ¿no hará que se vuelquen con los sacerdotes? Pensaba que no era eso lo que queríamos.

Nagash sonrió con frialdad.

—Pueden ofrecerles todo el dinero y la devoción que quieran a los sacerdotes, siempre y cuando los hombres santos no puedan detener la plaga —contestó.

El nigromante se inclinó hacia delante sobre el trono de ébano.

—El tiempo de Thutep en el trono de Settra casi ha llegado a su fin de forma natural. La gente está descontenta. Unas cuantas semanas más de hambre y miseria, y estarán preparados para que mi hermano caiga. Por ahora debemos recuperar nuestras fuerzas y disponemos para un último brote de la supuesta plaga. Esta vez, la enfermedad se propagará más allá de las grandes casas y atacará a los mercaderes de la ciudad. Eso debería bastar para inflamar los fuegos del descontento. —Nagash agitó una mano para despedirlos—. Mañana hay luna nueva. Regresad aquí a medianoche con vuestras ofrendas y realizaremos el conjuro de Cosecha.

Con eso, la audiencia concluyó. Los nobles apuraron sus copas y las dejaron sobre el suelo de mármol. Luego, se retiraron de la resonante cámara sin mediar palabra. Momentos después sólo quedaba Khefru, que estaba recogiendo diligentemente las copas y colocándolas en una bandeja de madera que mantenía en equilibrio apoyada contra la cadera. Nagash observó a su sirviente con aire pensativo.

—Me estás ocultando algo —dijo.

Khefru negó con la cabeza.

—No sé qué queréis decir, señor.

—Puedo verlo en la rigidez de tu postura y en el modo en que evitas cuidadosamente mi mirada —explicó el nigromante con frialdad—. No me insultes intentando recurrir a lamentables subterfugios, Khefru. No sería prudente.

Un leve estremecimiento hizo que los hombros del joven sacerdote temblaran. Se detuvo un momento, recobrando la calma, y luego dejó la bandeja de madera y se enderezó.

—Tengo miedo de que os estéis volviendo demasiado audaz, señor —contestó—. Thutep no está tan ciego ni es tan tonto como pensáis. Las desapariciones están atrayendo cada vez más la atención. Vuestros supuestos aliados sacan a rastras a docenas de víctimas de las calles cada mes para vuestros rituales…

—Arkhan y el resto deben aprender los rudimentos de las artes nigrománticas si han de serme útiles —soltó Nagash, interrumpiéndolo—, y hace falta mucho poder para mantener la maldición durante el cambio de luna. —El nigromante se movió con irritación en el trono—. La energía se disipa demasiado deprisa. Es como llenar una jarra de vino usando las manos desnudas.

—Pero el riesgo… —comenzó Khefru, extendiendo las manos en un gesto de impotencia—. Vuestros aliados se están volviendo demasiado atrevidos. Agarran las primeras víctimas con las que se encuentran, y muchas de ellas tienen familias que las echan de menos. Sé a ciencia cierta que algunas personas han ido a los templos para implorar que se lleve a cabo una investigación formal. Sólo es cuestión de tiempo antes de que un mercader adinerado o un vecindario lleno de familias acongojadas le pague lo bastante al clero para empezar una investigación seria. Después no pasará mucho más antes de que el rey se vea involucrado.

—¿Y qué? —gruñó Nagash—. Hemos trabajado durante los últimos tres años para dejar al rey sin poder. Las grandes casas están prácticamente extintas y mis hombres controlan todas las funciones esenciales de la ciudad. En todo caso, me imagino que podríamos encontrar un modo de hacer que la investigación sirva a nuestros propios fines, dejando al clero en evidencia como un puñado de tontos corruptos y entrometidos. —Mientras lo decía, Nagash vio que Khefru palidecía. El nigromante se inclinó hacia delante atentamente—. ¡Ah! Ahora veo el meollo del asunto. Después de todo lo que hemos aprendido, todo lo que hemos hecho…, sigues teniéndole miedo al clero.

—No…, no, no es a ellos —balbuceó Khefru. Su rostro cetrino mostró una expresión transida de miedo—. No le tengo miedo a ningún hombre de este mundo salvo a vos, señor, pero ¿y los dioses? Les hemos estafado docenas de almas humanas a Djaf y Usirian. A estas alturas, su cólera debe ser muy grande.

—Y, sin embargo, no han hecho nada —repuso Nagash con desdén—. ¿Sabes por qué? Porque podemos llegar a usurparles su poder. Estamos dilucidando los secretos de la vida y la muerte, Khefru. Sin el temor a morir y la amenaza del castigo divino, los dioses perderán su dominio sobre la humanidad.

—Sí, sí, entiendo todo eso —respondió el joven sacerdote; la cicatriz de cuchillo realzaba la expresión afligida de su rostro—. Pero todavía no somos inmortales. La muerte aún nos aguarda, y después, el juicio divino. Hemos…, hemos hecho cosas atroces, señor. No hay infierno en las enseñanzas de Usirian lo bastante espantoso para nuestros crímenes.

—Déjame a mí esas cosas, Khefru —dijo Nagash con tono frío—. Todo a su debido tiempo. Por ahora, debemos centrarnos en quitarle la corona a Thutep. ¿Lo entiendes?

Khefru asintió con la cabeza a regañadientes.

—Lo entiendo, señor.

Hizo una rápida reverencia y retomó su labor. El joven sacerdote recogió las copas de vino y se dirigió al corredor lateral, que conducía a los nieles inferiores donde estaban situadas la cripta de Khetep y el estudio de Nagash. Justo cuando llegaba a las columnas que bordeaban el lado norte de la habitación, se detuvo.

—Una cosa más, señor —dijo—. Vuestros invitados han hecho muchos progresos explorando la cripta en los últimos días. Creo que Ashniel casi ha encontrado la salida. ¿Debería introducir la siguiente serie de trampas?

Nagash se recostó en el trono con el rostro abstraído.

—Déjame eso a mí también —respondió.

* * *

Habían dejado que los braseros se fueran apagando en el gran salón del trono de la Gran Pirámide. Casi cuatro horas después de medianoche, despedían un sombrío brillo rojo que le daba a la enorme cámara un siniestro tinte color sangre. La luz rojiza apenas llegaba por encima de la altura de la cabeza a lo largo de las altísimas columnas de piedra y formaba charcos en los anchos escalones de la gran tarima.

El silencio se extendía por el frío aire de la sala interrumpido únicamente por los sigilosos sonidos de los escarabajos de tumbas mientras escarbaban. Entonces se oyó un débil sonido, como el susurro de la piel contra la piedra, y un suave silbido que casi se dividía en palabras.

Unas formas oscuras se movieron entre las sombras más allá de las columnas, en el lado norte de la habitación. Los sibilantes susurros se alzaron de nuevo, como si se tratara de una conversación entre tres víboras. A continuación, una grácil forma salió deslizándose de la oscuridad y se dirigió al centro del salón del trono. Unas manos pálidas se alzaron, echaron hacia atrás una capucha de algodón negro y dejaron ver los rasgos angulosos de Ashniel, la bruja druchii. Giró lentamente sin moverse del lugar como si intentara deducir dónde se encontraba la cámara en relación con el resto de la enorme pirámide y a qué distancia podría estar de la libertad.

En cuestión de momentos, sus compañeros se reunieron con Ashniel. Drutheira llevaba la capucha hacia atrás, dejando que el cabello blanco le cayera sobre los estrechos hombros. Su belleza etérea se había transformado en una tensa máscara de esfuerzo y aferraba una daga improvisada creada picando un fragmento roto de obsidiana. Malchior la seguía cojeando y soltando maldiciones en voz baja, entre dientes. El asta de un dardo con lengüeta sobresalía del muslo izquierdo del druchii y cada paso dejaba un charquito de sangre reluciente sobre el mármol. Resultaba evidente que el dominio de Ashniel de las numerosas trampas de la cripta aún dejaba bastante que desear.

Los tres druchii se reunieron y susurraron una vez más; estaba claro que discutían acerca de la dirección en la que deberían ir. Entonces una voz fría resonó en la oscuridad y los paralizó con su intensidad depredadora.

—Estáis muy cerca —dijo Nagash desde las sombras que rodeaban el trono de ébano.

La tela susurró contra la piedra cuando el nigromante se puso en pie y descendió despacio los escalones, adentrándose en la luz rojiza. Sostenía el Báculo de las Eras en la mano izquierda y mantenía los ojos oscuros clavados en los bárbaros. Nagash sonrió; fue un gesto carente de calidez o humor.

—¿Os digo en qué dirección ir? —preguntó mientras señalaba hacia la entrada situada en el otro extremo de la sala—. Cuando el espíritu del rey muerto es juzgado y aceptado en el paraíso, puede abandonar la Gran Pirámide y viajar a la otra vida. Así que los arquitectos construyeron un largo corredor inclinado allí para facilitarle el paso.

Ashniel le dirigió a Nagash una mirada de puro odio.

—Qué pena que un espíritu no necesite una puerta real —dijo entre dientes—. El pasillo es puramente simbólico y termina en un muro de piedra. —Se irguió cuan alta era y miró desdeñosamente al nigromante—. He pasado mucho tiempo leyendo acerca de los extraños ritos funerarios de tu gente. —La bruja dio media vuelta y señaló hacia las sombras que recorrían la pared sur de la cámara—. Habrá otra entrada allí que conduzca a las criptas superiores. Después, estará el corredor que lleva al exterior.

Nagash inclinó la cabeza con aire burlón.

—El pasillo aguarda, bruja. Lo único que se interpone entre vosotros y vuestra libertad… soy yo. —Extendió completamente los brazos—. Derrotadme con vuestra magia y podréis iros.

Malchior dio un paso renqueante hacia la tarima.

—¿Qué clase de truco es este? —soltó, aunque el movimiento no fue más que un amago.

Más rápidamente de lo que podía captar la vista, el brujo alzó la mano y pronunció entre dientes una sarta de sílabas líquidas que hicieron que el aire crepitara con poder mágico.

Nagash reaccionó sin vacilar, girando el Báculo de las Eras y entonando una abjuración en el preciso momento en el que un rayo de luz blanca azulada salía a toda velocidad de la mano de Malchior. El hechizo destructor se lanzó hacia Nagash. Luego, pareció deshacerse a medio camino de su objetivo, al encontrarse con el contra hechizo del nigromante, y se desvaneció con un atronador estallido.

Mientras los irregulares zarcillos de energía mágica lo envolvían, Nagash cambió de táctica: lanzó la mano abierta hacia delante y gritó un hechizo. Se produjo un fogonazo de calor y dardos de fuego trémulo recorrieron el aire entre el nigromante y el druchii. Los bárbaros se dispersaron desviando los rayos mágicos con contra hechizos. Los dardos grabaron cráteres fundidos en las losas de mármol y arrancaron fragmentos de las imponentes columnas de piedra que flanqueaban el salón del trono.

Ashniel rodeó a Nagash por la izquierda, mientras soltaba un conjuro blasfemo y lanzaba un rayo de sibilante oscuridad que surgió de sus manos abiertas. Nagash lo rechazó con otro veloz contra hechizo. El rayo dio en el Báculo de las Eras y se desvió más allá del nigromante con un rugido atronador, chocando contra el trono de ébano de Usirian y fundiéndolo hasta formar un charco humeante de roca líquida.

Malchior atacó a Nagash un momento después, golpeando al nigromante en el costado con una lanza de crepitante energía. Nagash, que aún estaba concentrado en su contra hechizo, pudo disipar la mayor parte del poder del golpe, pero el resto de la energía del hechizo le arañó las costillas como si fueran las garras de un león y le prendió fuego a su túnica.

El nigromante se tambaleó. Con un rugido, gritó una sarta de sílabas. El fuego que le lamía la túnica parpadeó y se apagó canalizándose en forma de una tralla de llamas que descargó sobre Ashniel. La bruja cortó el chorro de energía con una facilidad despectiva.

De pronto, una tormenta de sombras que se arremolinaban rodeó a Nagash. Una figura pálida surgió de las sombras, como si pasara danzando junto al nigromante, y un ardiente dolor atravesó el brazo del hechicero. Nagash dio media vuelta, pero Drutheira ya estaba fuera de su alcance; había desaparecido en medio de la oscuridad mágica con una carcajada cargada de odio. La sangre le bajaba abundantemente por el brazo debido al tajo que le había causado la daga de la bruja.

El aire del interior de la cámara vibraba por el entrechocar y el estruendo del poder mágico. Otro rayo de poder se abrió paso por el manto de sombra de Drutheira, y Nagash sintió que todo el costado izquierdo le estallaba de dolor cuando el hechizo le rozó la cadera. Lo hizo girar como si fuera el juguete de un niño y casi lo derribó de la tarima. Cayó con fuerza sobre el costado derecho, lo que lo libró de un torrente de dardos crepitantes que le había lanzado Ashniel.

Nagash contuvo el dolor que le desgarraba los nervios y trató de poner sus ideas en orden. Los druchiis tenían mucha más experiencia con la hechicería que él, pero había pensado que sin magma pura —los vientos de magia, como ellos los llamaban— a la que recurrir sería capaz de contrarrestar sus hechizos con facilidad. Estaba claro que los bárbaros no habían compartido todo lo que sabían. Sin embargo, Nagash poseía sus propios secretos.

Las impenetrables sombras lo rodearon una vez más. El nigromante abandonó sus contra hechizos y aferró el báculo con ambas manos, buscando un revelador indicio de piel pálida.

Dio la impresión de que Drutheira danzaba en la oscuridad hacia él y se aproximaba a Nagash desde el costado. Dejó que se acercara, y luego arremetió contra ella con el báculo. La bruja vio venir el golpe e intentó apartarse de un salto, pero el nigromante la alcanzó en el tobillo derecho y la hizo tropezar. La mujer cayó con un alarido y bajó rodando dolorosamente los escalones de piedra de la tarima.

Mientras la bruja caía, Nagash se levantó apoyándose en una rodilla y gritó un contra hechizo que disipó las sombras como si se tratara de humo. Notaba la garganta cerrada y dolorida, y el cuerpo le estaba empezando a temblar por el esfuerzo. De inmediato, tuvo la sensación de que algo le presionaba la piel y blandió el Báculo de las Eras hacia delante, mientras rayos de poder se dirigían hacia él desde el frente y el costado. Garras de fuego desgarraron un lado de la cara de Nagash y dos sacudidas que le golpearon el cuerpo lo dejaron sordo. Un dolor atroz le recorrió el pecho como si unos dedos de hierro se hubieran hundido en la carne y el músculo que había debajo de la piel.

Durante instante de mareo, Nagash se debatió al borde de la inconsciencia. Logró regresar por pura fuerza de voluntad y buscó la figura herida de Malchior, que seguía de pie en el centro del salón del trono. El nigromante apretó el puño derecho y comenzó a salmodiar.

Nagash sabía que la púa con lengüeta que el brujo tenía clavada en la pierna estaba contaminada con veneno, un veneno doloroso y debilitante que en ese mismo momento recorría las venas del druchii. De algún modo, el brujo podía continuar luchando a pesar del intenso dolor del veneno, pero entonces el nigromante multiplicó su virulencia por diez. El druchii se quedó rígido a mitad del cántico, los músculos se le tensaron como cables bajo la piel. El brujo empezó a soltar espuma por la boca. Cayó y comenzó a retorcerse por la piedra llena de cráteres, hasta que una ráfaga de abrasadores rayos procedente de los dedos del nigromante desgarró el cuerpo del druchii como si se hubiera tratado de cuchillos. La sangre hirviendo salpicó el suelo, y el cuerpo despellejado del brujo quedó inmóvil.

Nagash todavía no había terminado con Malchior. Notó el sabor de la sangre mientras soltaba el conjuro de Cosecha y consumió el alma del brujo. La esencial vital de Malchior fluyó dentro de su cuerpo como un río de hielo, desvaneciendo el dolor de sus heridas y llenándole las venas de poder.

Drutheira yacía al pie de la tarima doblada en dos a causa del dolor. Había caído sobre el brazo derecho, que tenía torcido en un ángulo incómodo. Con un gruñido, Nagash la señaló con un dedo y pronunció un feroz hechizo. La bruja levantó el brazo bueno y gritó un contra hechizo, pero la fuerza del ataque del nigromante la golpeó como una tormenta del desierto. En la pálida piel de la bruja aparecieron gotas de sangre que se fueron extendiendo rápidamente a medida que un violento viento mágico le arrancaba la carne en retorcidos jirones. La bruja quedó destrozada en un instante; sus entrañas se esparcían formando un ensangrentado abanico detrás de sus huesos humeantes. Nagash entonó de nuevo el conjuro de Cosecha y devoró la esencia vital de la bárbara.

Un rayo de poder abrasador se estrelló contra el nigromante, pero Nagash apenas lo sintió. La energía se disipó como humo anulada por la ráfaga de poder del alma de Drutheira. Se volvió hacia Ashniel, que aún seguía cerca de la pared sur de la cámara, y desató una ondulante sucesión de rayos mágicos. La bruja respondió a sus ataques con temible rapidez, desviando muchos de los rayos y desvaneciendo el resto. Crepitantes detonaciones rajaron las piedras y levantaron bocanadas de polvo en el aire que rodeaba a la druchii, pero Ashniel resultó ilesa.

La bruja contraatacó con un alarido. Nagash sintió que la tarima que tenía debajo comenzaba a moverse y a hundirse. Se concentró en las piedras, que se estaban volviendo negras y se estaban fundiendo como si se tratara de la boca de un hoyo enorme. El nigromante gritó un contra hechizo y volcó sus recién adquiridas energías en el conjuro, lo que hizo que las piedras recuperaran una vez más la solidez.

Antes de que Ashniel pudiera lanzar el siguiente ataque, Nagash desencadenó otro torrente de rayos contra la bruja. De nuevo, la bárbara los desvió con habilidad casi despreocupada. Más sacudidas resonaron por la cámara y provocaron que afiladas partículas de piedra salieran zumbando por el aire.

Ashniel se tambaleó ante la arremetida, pero le dirigió una sonrisa maliciosa al nigromante.

—Un truco ingenioso, humano —exclamó—, pero esos dos eran aficionados comparados conmigo. Tus ataques son potentes aunque torpes, y tus energías, limitadas. Puedo contrarrestar tus hechizos indefinidamente y, cuando te hayas agotado, me haré un nuevo par de guantes con tu piel.

Nagash crispó el rostro de rabia y comenzó a salmodiar de nuevo. Un viento furioso y aullante surgió del nigromante y descendió bramando de la tarima en dirección a la bruja. Ashniel levantó las manos, y el viento se enroscó a su alrededor. Las losas situadas bajo los pies de la druchii estallaron en pedazos y los agudos ecos de la piedra al astillarse llenaron el aire.

—¿Lo ves? —dijo la bruja con una carcajada—. Tus hechizos no pueden tocarme.

Nagash inspiró hondo. El poder de las almas de los druchii se estaba desvaneciendo y le dejaba la garganta dolorida y desgarrada.

—¿Qué te hace pensar que ese hechizo era para ti? —preguntó con voz ronca.

La sonrisa de Ashniel flaqueó. La bruja entrecerró los ojos con cautela y, con un bufido como el de un felino furioso, dio media vuelta rápidamente y vio los pies agrietados y astillados de Asaph, la diosa del amor.

Se volvió de nuevo hacia Nagash, desconcertada, justo en el momento en que la cabeza de la diosa caía sobre ella. La cabeza de piedra, del tamaño de un carro, aplastó a la druchii y se hizo añicos.

Nagash pronunció el conjuro de Cosecha por última vez y absorbió la esencia vital de Ashniel. El dolor se desvaneció y fue reemplazado por la fría dicha del triunfo.

El nigromante examinó el escenario de la carnicería. Velos de polvo colgaban en el aire teñidos de rojo por la luz amortiguada de los braseros.

—Gracias por la lección —dijo con una sonrisa.