CATORCE
Las arenas manchadas de sangre
Camino Comercial occidental cerca de las Fuentes de la Vida Eterna,
en el 63.º año de Ptra el Glorioso
(-1744, según el cálculo imperial)
—Alguien está haciendo señales —anunció Ekhreb mientras se enderezaba con gracilidad del bajo diván cubierto de cuero y señalaba con su copa de vino hacia el cielo.
Rakh-amn-hotep levantó la mirada de sus mapas con un gruñido de cansancio y observó el aire manchado de polvo entrecerrando los ojos. Los reyes de Rasetra y Lybaras habían instalado su campamento de mediodía al abrigo de un par de dunas, justo a un lado del camino comercial occidental, reuniendo los enormes y chirriantes carromatos de la corte lybarana para formar un círculo defendible a la sombra de un pequeño palmeral. En el interior del círculo de carromatos, los sirvientes lybaranos habían extendido gruesas alfombras sobre el terreno arenoso y habían colocado mesas y divanes para que los reyes y sus generales estuvieran cómodos. Cuando el rey de Rasetra vio los enormes carromatos por primera vez, le había comentado con sorna y en voz baja a Ekhreb lo blandos que eran Hekhmenukep y los nobles lybaranos; no obstante, después de más de una semana de marcha hacia Khemri, el belicoso rasetrano tuvo que admitir que había modos mucho peores de llevar a cabo una campaña.
A pesar de todo, su afán por llegar a la Ciudad Viviente y limpiar la Tierra Bendita de Nagash y sus adláteres, los movimientos de los ejércitos aliados habían sido terriblemente lentos. El ejército rasetrano había tardado casi dos semanas en recorrer el Valle de los Reyes, incluso con la ayuda de los barcos flotantes lybaranos, y en cuanto los dos ejércitos se unieron en Quatar la marcha avanzó casi a paso de tortuga. Las pesadas catapultas y otras máquinas de guerra elaboradas por los lybaranos se averiaban con frecuencia, lo que requería horas para sustituir ejes combados o ruedas rotas, y las tropas auxiliares de la selva del ejército rasetrano sólo podían hacerle frente al abrasador calor del desierto durante cortos periodos de tiempo antes de tener que descansar y tomar más agua.
Los ejércitos aliados se extendían a lo largo del camino comercial durante muchas millas. Como si fuera un gusano medidor, la cola de la hueste dejaba su campamento por la mañana, y por la noche, se instalaba en el campamento que habían ocupado las unidades de cabeza del ejército durante la noche anterior.
A un ritmo tan lento, el rey y su séquito se levantaban de sus pieles al amanecer, dedicaban largo rato a sus desayunos y oraciones, y empezaban por fin los asuntos del día mientras las tropas pasaban lentamente. Cuando las restantes unidades del ejército aparecían a la vista a última hora de la tarde, la comitiva pasaba una hora o dos consultando con los comandantes de la retaguardia y la caravana de provisiones. Luego, mientras el sol se ponía tras del velo de polvo al oeste, el campamento viajaba unas cuantas horas y alcanzaba a las compañías de cabeza del ejército.
Según los cálculos originales de Rakh-amn-hotep, a esas alturas los ejércitos aliados ya deberían haber llegado a las afueras de Khemri. Tal y como estaban las cosas, aún se encontraban aproximadamente a dos días de marcha de las Fuentes de la Vida Eterna, a poco más de medio camino de su objetivo. Las dos fuerzas, y las tropas auxiliares rasetranas en particular, estaban consumiendo provisiones a un ritmo sorprendente, sobre todo agua dulce. A los enormes lagartos de trueno había que empaparlos literalmente con ella a intervalos regulares para impedir que se les secara la gruesa piel, hasta el punto de que sus cuidadores habían estado consumiendo medias raciones durante días para poder mantener vivos a los animales a su cargo.
—¿Y ahora qué, por todos los dioses? —refunfuñó Rakh-amn-hotep, atisbando hacia la mole recortada de la caja flotante lybarana.
El artilugio era muy pequeño comparado con los grandes barcos flotantes: una caja, algo más pequeña que un carro, suspendida mediante cables de una cámara esférica llena de espíritus del aire. Toda la estructura se podía cargar en la parte posterior de uno de los enormes carromatos lybaranos y se sacaba cada vez que los reyes acampaban. La caja se mantenía atada a dos carromatos por medio de un trozo de resistente cuerda y se alzaba hasta una altura de más de treinta metros.
Los lybaranos tenían siempre tres muchachos en la caja escrutando la campiña en millas a la redonda con sus ingeniosos tubos para ver y esperando mensajes desde la vanguardia del ejército. Mientras Rakh-amn-hotep observaba, uno de los chicos levantó un plato del tamaño de una fuente y hecho de bronce pulido y atrapó los rayos de la gloriosa luz de Ptra para dirigir una serie de brillantes destellos hacia el oeste. Después de un momento, el muchacho bajó el artefacto de señales y los vigías esperaron atentamente una respuesta. Ekhreb tomó un sorbo de vino y se limpió el sudor de los ojos.
—Quizá no sea más que la caballería informando de que han llegado a los manantiales —comentó.
El rey resopló con amarga diversión.
—No me explico cómo puedes ser tan optimista —respondió. Ekhreb se encogió de hombros con filosofía.
—Sobreviví seis años en Quatar. Ya no me preocupa gran cosa.
—Eso es. Hurga más en la herida —gruñó el rey. Se puso en pie con esfuerzo y movió los hombros para volver a colocarse el pesado abrigo de escamas en su sitio—. Como sigas así, le elevaré una petición al gran hierofante solicitando que te nombre rey sacerdote en mi lugar. Luego, yo podría dedicarme a vivir la vida despreocupada de un paladín del rey.
—¡Los dioses no lo quieran! —exclamó Ekhreb, fingiendo horrorizarse—. Sois demasiado feo para ser un paladín como es debido.
—Si lo sabré yo —contestó el rey con una risita.
Su sonrisa se desvaneció cuando uno de los muchachos pasó sin miedo por encima del borde de la caja flotante y se deslizó ágilmente por una de las largas cuerdas. El joven mensajero desapareció detrás de uno de los descomunales carromatos, y Rakh-amn-hotep atravesó la extensión de alfombras para esperar la llegada del chico junto al rey lybarano.
Como hacía casi cada día de marcha, Hekhmenukep estaba sentado a una mesa baja y ancha cubierta de hojas de papiro escritas con toda suerte de diagramas e invocaciones arcanos. Media docena de sus criados se aglomeraban alrededor de los bordes de la mesa en pleno debate acerca de extraños temas de ingeniería o alquimia, mientras el rey estudiaba los diagramas a través de uno de sus discos con borde de bronce y hacía notaciones con un pincel de tinta de pelo fino. Un esclavo permanecía de rodillas a la izquierda de Hekhmenukep, sosteniendo una copa de vino para que el rey se refrescara, mientras que otro agitaba el aire por encima de la cabeza del erudito con un abanico hecho de plumas de pavo real. El rey parecía completamente a gusto, enfrascado en un mundo de proporciones y cálculos. Rakh-amn-hotep sintió que lo invadía un amargo sentimiento de envidia por la indiferencia del lybarano.
Hekhmenukep levantó los ojos de su trabajo justo cuando el mensajero se abría paso serpenteando con agilidad entre los carromatos estacionados y pasaba corriendo ante los vigilantes Ushabtis rumbo al rey. El rey lybarano pasó la mirada, desconcertado, de Rakh-amn-hotep al muchacho de ojos muy abiertos.
—¿Sí? ¿Qué ocurre? —preguntó.
—Ha llegado una señal solar de Shesh-amun —anunció el joven, refiriéndose al paladín lybarano responsable de la vanguardia aijada—. Dice: jinetes enemigos al este de los manantiales sagrados.
—Maldición —bramó Rakh-amn-hotep, apretando los puños cubiertos de cicatrices—. ¿El enemigo cuenta con muchos efectivos?
El mensajero retrocedió un paso ante el furibundo tono del rey.
—Mil perdones, alteza. No lo ha dicho.
—Shesh-amun no habría informado si no fuera así —apuntó Hekhmenukep con calma.
La noticia no complació al rey rasetrano. Se volvió hacia Hekhmenukep.
—Creí que habíais dicho que la hueste de Bronce estaba atrayendo al ejército de Nagash hacia Bel Aliad —repuso.
—Así es —contestó el rey lybarano, y luego se encogió de hombros, pensativo—. Quizá Nagash decidió dividir sus fuerzas. Si ese es el caso, eso aún podría obrar a nuestro favor.
—Si controláramos los manantiales sagrados, estaría de acuerdo con vos —gruñó Rakh-amn-hotep—. Tal y como están las cosas, nuestras reservas de agua son muy bajas. Si no llegamos a los manantiales muy pronto, el calor matará a nuestras tropas más deprisa que Nagash.
Hekhmenukep frunció el entrecejo.
—¿Cuánto tiempo? —quiso saber.
El rey rasetrano contuvo un sentimiento de irritación. ¿Cómo era posible que desconociera las necesidades de su propio ejército?
—Un día o dos. Desde luego, no más —declaró Rakh-amn-hotep—, y ya es casi media tarde.
El rey comenzó a caminar de un lado a otro por las alfombras considerando sus opciones. Si tenían mucha, mucha suerte, la caballería enemiga no sería más que una fuerza de reconocimiento o la vanguardia del ejército de Khemri. Una vez que llegó a una decisión, volvió la mirada hacia el rey lybarano.
—Voy a adelantarme para tomar el mando de la vanguardia y ver a qué nos enfrentamos —anunció, y luego se volvió hacia Ekhreb—. Reúne una fuerza mixta de infantería ligera y arqueros, más todos los jinetes que puedas conseguir, y reúnete conmigo cuanto antes —ordenó.
Ekhreb asintió con la cabeza y se puso en pie velozmente.
—¿Cuál es vuestro plan? —inquirió el paladín.
La pregunta pareció divertir al rey rasetrano.
—¿Mi plan? Voy a bajar por el camino con todos los guerreros que pueda reunir y matar a todo ser vivo que encuentre entre mi posición y los manantiales. —Le dio una palmadita a Ekhreb en el hombro—. No te entretengas, viejo amigo —dijo y salió apresuradamente del campamento llamando a gritos a sus aurigas con voz áspera.
* * *
Los gritos de aviso se alzaron por encima del clamor mientras las trompetas gemían por el campo de batalla y las tropas bárbaras de Bel Aliad soltaban ávidos gritos irregulares. Akhmen-hotep levantó su khopesh con muescas y manchado de sangre y bramó con voz ronca:
—¡Aquí vienen otra vez! ¡Preparados!
Los cuernos resonaron, haciéndoles señales a la hueste de Bronce y a los lejanos sacerdotes, y en medio de un repiqueteo de metal y madera las compañías de infantería se prepararon una vez más. La encarnizada batalla se había prolongado durante horas, yendo y viniendo por la llanura sembrada de cadáveres. El plan de Akhmen-hotep de poner en fuga a los mercenarios bárbaros con una sola carga veloz había fracasado, y a pesar de las numerosas bajas, los bárbaros se habían negado a ceder. Luchaban con un coraje temerario que rayaba la desesperación.
Más de una vez a lo largo del transcurso de la sangrienta batalla, el rey se preguntó qué cosas aterradoras les habrían contado los príncipes mercaderes acerca de su cacique de Khemri. Si no hubiera sido por una oportuna caga de los carros de Pakh-amn en el flanco izquierdo, el ejército se habría visto rodeado durante del primer ataque. El jefe de Caballería había demostrado su valía una y otra vez a lo largo del día, rechazando ataques de caballería y salvando a la infantería ligera situada en su flanco de la destrucción total.
De no ser por la disciplina y la habilidad de las compañías veteranas de la hueste de Bronce, la batalla ya se habría perdido. Una y otra vez, resistieron lluvias de mortíferas flechas y el aplastante peso de los ataques de la infantería bárbara. Los mercenarios enemigos se habían visto reducidos a cuatro compañías irregulares y los disparos de los arqueros zandrianos habían disminuido, lo que sugería que se estaban quedando sin flechas.
Una unidad de caballería ligera todavía acechaba al borde del flanco derecho del enemigo. Ya habían atrapado a la infantería ligera de Akhmen-hotep en dos cargas por sorpresa y los habían vapuleado severamente, y estaban esperando otra oportunidad para atacar. El rey se arrepintió de haber enviado a los jinetes bhagaritas a la retaguardia y había despachado un mensajero para volver a llamarlos, pero eso había sido casi dos horas antes y aún no había reaparecido.
Mientras los cansados veteranos cerraban filas y preparaban las lanzas, Akhmen-hotep avistó una oleada de movimiento al otro lado del campo de batalla. Los carros de Bel Aliad y sus dos compañías de la ciudad, a las que habían mantenido de reserva desde el comienzo de la batalla, estaban avanzando por el centro de la línea de batalla enemiga. Era ya la última hora de la tarde, y sus tropas estaban exhaustas, al igual que los mercenarios enemigos. Los príncipes mercaderes habían llegado a la conclusión de que el siguiente ataque decidiría la batalla. El rey recorrió con la mirada a sus maltrechas tropas y pensó que probablemente tuviera razón.
—¡Mensajero! —exclamó Akhmen-hotep, y un muchacho se acercó corriendo al lateral del carro del rey—. Diles a los arqueros que concentren sus disparos en las compañías de la ciudad —ordenó.
El mensajero repitió la orden palabra por palabra y se dirigió como una exhalación hacia los arqueros que aguardaban. Por un momento, el rey consideró la posibilidad de enviarles otro mensajero a los sacerdotes para implorar otra súplica más a los dioses, pero cambió de idea encogiéndose de hombros. Los dioses no estaban ciegos. Podían ver lo desesperada que era la situación. Si les negaban su poder, la guerra ya estaba perdida. El rey hizo descender su espada trazando un amplio arco.
—¡Adelante! —les gritó a sus hombres, y la formación de carros se puso en marcha.
Se encontraban a unas docenas metros por detrás de la línea principal de batalla, situados entre las dos compañías de veteranos. Una pequeña compañía de infantería ligera que el rey había trasladado desde el flanco izquierdo estaba cubriendo el hueco en ese momento. Los agotados aspirantes sintieron acercarse los carros y se retiraron, agradecidos. Tenían las capas rasgadas y manchadas de sangre, y muchos de ellos llevaban jabalinas torcidas o astilladas que habían recuperado de los cuerpos de los caídos. Unos cuantos levantaron sus armas saludando al rey, mientras desfilaban junto a los carros que avanzaban y pasaban a la reservan.
El clamor de las tropas enemigas fue aumentando de volumen a medida que los bárbaros apretaban el paso. Su naturaleza salvaje los atraía a la batalla como polillas ala llama, y comenzaron a tomarle la delantera al ritmo acompasado de las compañías de la ciudad. Entonces, la primera descarga de flechas de los arqueros de Ka-Sabar, pasó silbando por lo alto y se hundió a modo de lluvia mortífera entre la infantería enemiga. Los hombres se tambalearon después de que les atravesaran los finos chalecos de cuero y los casquetes de bronce. Los gritos de los heridos impulsaron a los mercenarios que habían sufrido una espantosa descarga tras otra durante la mayor parte del día. Sus roncos gritos de guerra se transformaron en frenéticos alaridos mientras emprendían una carga desenfrenada con la esperanza de encargarse de sus enemigos antes de que los arqueros pudieran disparar de nuevo.
Los hombres gritaron órdenes entre las compañías de veteranos y la hueste de Bronce se preparó para recibir la carga. Akhmen-hotep sintió un rayito de esperanza cuando los mercenarios rompieron filas con las tropas de la ciudad. Observó cuidadosamente los carros que avanzaban, esperando a ver cómo reaccionarían los príncipes mercaderes. La línea de máquinas de guerra vaciló un momento; luego, sonó un irregular coro de cuernos de guerra, y los carros se lanzaron hacia delante tratando de prestarle su peso al ataque de los mercenarios.
Akhmen-hotep sonrió con ferocidad. Parecía que los dioses los bendecían, después de todo. El rey estudió el ritmo de la carga de las tropas enemigas esperando el momento en el que los mercenarios se hubieran entregado a sus ataques.
La infantería enemiga apareció tanto por la izquierda como por la derecha, y convergió en las filas ininterrumpidas de lanceros con armadura de bronce. Ignoraron a los aspirantes, pues habían aprendido por amarga experiencia que los hombres con jabalinas simplemente se replegarían ante su carga y los dejarían expuestos a más disparos de flechas. Los aspirantes, por su parte, esperaron pacientemente, sosteniendo sus armas con lengüetas. En cuanto comenzara la refriega, se acercarían corriendo y arrojarían sus saetas a bocajarro hacia los flancos de los mercenarios.
Las dos fuerzas se unieron con un atronador estruendo de madera y metal. Las dos compañías de veteranos se tambalearon bajo el impacto, pero la fuerza de Geheb los llenaba y soportaron el asalto. Los bárbaros cayeron bajo las punzantes lanzas de la hueste o fueron derribados por escudos con borde de bronce, pero presionaron hacia delante en un brutal frenesí, lanzando golpes con hachas con muescas y espadas desafiladas. Aunque sus extremidades eran duras como la teca y llevaban los cuerpos envueltos en escamas de bronce de primera calidad, aquí y allá el arma de un enemigo daba en el blanco y un guerrero de Ka-Sabar caía al suelo.
En ese momento de contacto, mientras los bárbaros estaban concentrados en los enemigos que tenían delante y las compañías de la ciudad soportaban una lluvia de flechas, los carros de los príncipes mercantes se encontraron en el terreno intermedio entre las dos fuerzas, solos y sin apoyo. Akhmen-hotep sonrió con ferocidad y levantó su espada.
—¡A la carga! —ordenó.
Los cuernos gimieron y, con un grito furibundo, los pesados carros de la hueste de Bronce avanzaron con gran estruendo y pasaron entre las compañías de infantería que combatían para estrellarse contra los flancos mezclados de las dos compañías de bárbaros. Las pesadas ruedas con borde de bronce y las cuchillas como guadañas se abrieron paso a través del remolino de tropas aplastando extremidades y partiendo torsos. Las cuerdas de los arcos zumbaron mientras los arqueros disparaban contra la aullante masa de guerreros. A una distancia tan corta, las potentes flechas atravesaban por completo sus objetivos y, a menudo, golpeaban al siguiente hombre de la línea. Los nobles y los Ushabtis arremetieron contra los mercenarios con sus espadas curvas; atacaban sus cabezas y los hombros expuestos, y ocasionaban heridas atroces.
Los bárbaros cedieron bajo la temible carga en poco tiempo y se replegaron a ambos flancos de los imponentes carros y Akhmen-hotep los llevó hacia delante a través de la línea de batalla enemiga y directamente hacia los príncipes mercaderes, que avanzaban. Los nobles de Bel Aliad vieron las enormes máquinas de guerra de bronce que se les venían encima y su formación se detuvo presa del pánico, como si fuera una caravana ante una repentina y feroz tormenta de arena. Aunque superaban en número a los carros de Ka-Sabar, eran mucho más ligeros y no podían competir con los guerreros veteranos de la hueste de Bronce. Varios nobles que se encontraban alrededor de los bordes de la formación intentaron girar sus máquinas y alejarse rápidamente del camino de la pared de carne y metal que se aproximaba, mientras que otros se lanzaron hacia delante en un audaz despliegue de resolución. El resultado fue desorden y caos, lo que privó a la formación de gran parte de su fuerza en un momento crítico.
Las flechas frieron restallando de un lado a otro por el aire a medida que los arqueros de ambas formaciones intercambiaban disparos. Una flecha chocó contra el borde del carro de Akhmen-hotep y tras rebotar, le dio en la cadera. El rey apartó la flecha de un manotazo como si fuera una mosca que le hubiera picado. Caballos y hombres gritaron cuando otras flechas dieron en el blanco, pero los sonidos se perdieron en un convulso y retumbante estruendo mientras las formaciones se unían.
Akhmen-hotep oyó cómo su auriga soltaba un grito de aviso, y el carro viró bruscamente a la derecha. Un carro enemigo pasó de largo, casi demasiado deprisa para seguirlo. La cuchilla parecida a una guadaña sujeta al cubo del carro de Ka-Sabar, que era más pesado, golpeó a la máquina enemiga en el flanco y destrozó el casco de mimbre en medio de una lluvia de juncos astillados. El arquero que viajaba en el carro disparó una flecha descontrolada que pasó con un chasquido junto a la cabeza del rey y luego se perdió entre el polvo de la agitada refriega.
El campo de batalla temblaba a causa del entrechocar de las armas y los alaridos de los moribundos. A la izquierda de Akhmen-hotep, el Ushabti de su carro arremetió con su espada ritual contra una máquina enemiga que pasaba; su temible fuerza rajó el casco del carro enemigo y despedazó a su conductor. Lejos, a la derecha, perdido en medio de la nube de polvo, se oyó el sonido de la madera al astillarse, y una rueda de carro rota se elevó por el aire detrás del vehículo del rey, que avanzaba a toda velocidad.
Akhmen-hotep se apoyó contra la parte delantera de su carro e intentó interpretar la confusión que lo rodeaba. Revisó las formas borrosas de los estandartes tratando de encontrar al líder de Bel Aliad. Un rápido desafío podría poner fin a la batalla, si a los príncipes mercaderes aún les quedaba una pizca de honor.
Un estruendo de ruedas llegó desde la derecha, y un carro de Bel Aliad surgió del polvo. El auriga desvió su máquina expertamente, pasando junto al vehículo del rey por la derecha. El arquero que iba en la parte posterior del carro tensó su arco y disparó justo en el momento en que Akhmen-hotep arremetía con su espada. La flecha golpeó al rey en la parte redondeada del hombro, atravesó las escamas de bronce y se hundió en la carne, pero no antes de que la espada del rey le hiciera un corte al auriga en el brazo derecho. El hombre dejó escapar un grito angustiado y cayó de costado, lo que hizo que los caballos virasen bruscamente a la izquierda y volcasen el carro.
El rey se arrancó la flecha con un gruñido y la tiró a un lado mientras sentía cómo la sangre caliente se extendía por el interior de la armadura.
Por lo que podía calcular, casi habían atravesado toda la formación enemiga. Oyó un lejano ruido parecido al del oleaje, que iba aumentado a su izquierda, pero estaba demasiado lejos para que al rey le importara en ese momento. Miró desenfrenadamente en todas direcciones, buscando algún indicio del líder enemigo.
¡Allí! A la derecha y unas docenas de metros más adelante, descubrió un puñado de carros que permanecían inmóviles, de los que ondeaba una profusión de estandartes de vivos colores. Debía tratarse del príncipe enemigo y sus guardaespaldas. Akhmen-hotep le hizo notar su presencia a su auriga haciéndole señas con la espada, y el otro hombre hizo girar la máquina de guerra en redondo. Se abalanzaron sobre el enemigo como una lanza al vuelo, apuntando directamente al carro situado en el centro del grupo.
El príncipe y su séquito vieron el peligro de inmediato, pero había poco tiempo para conseguir que sus caballos se movieran. Dos de los guardaespaldas intentaron avanzar y bloquearle el paso a Akhmen-hotep, pero sus caballos no pudieron ponerse en marcha lo bastante deprisa. En lugar de ello, el carro del rey golpeó la máquina del príncipe como un rayo, hizo añicos el casco de mimbre y volcó el vehículo.
Akhmen-hotep saltó del carro aún en marcha y corrió hacia un guerrero alto y delgado, ataviado con una armadura de bronce bruñido y una túnica para el desierto de brillantes tonos amarillos y azules. Sus hombres —un arquero que, según era evidente, se había roto el brazo en el choque, y su auriga desarmado— interpusieron sus cuerpos en el camino del rey, pero Akhmen-hotep los hizo a un lado como si fueran niños. Esto, sin embargo, le proporcionó tiempo suficiente al príncipe para desenvainar su espada y prepararse para el ataque del rey.
El príncipe de Bel Aliad era un hombre valiente, aunque no un guerrero. Su cimitarra trató de alcanzar el rostro de Akhmen-hotep con un torpe golpe de revés que el rey apartó desdeñosamente con su arma. Su contragolpe surcó veloz el aire y se detuvo contra el cuello del príncipe.
—Rendíos ante mí, Suhedir al-Khazem, o preparaos para saludar a vuestros antepasados en la otra vida —gruñó Akhmen-hotep. El príncipe se tambaleó y se le escapó la espada de la mano temblorosa.
—Me rindo. ¡Por todos los dioses, me rindo! —exclamó, mientras caía de rodillas como si lo hubiera vencido una terrible carga y alzaba las manos para quitarse el turbante amarillo. El rostro del príncipe era juvenil aunque estaba ojeroso, demacrado y transido de estrés—. ¡Perdonadle la vida a mi gente, alteza, y todas las riquezas de Bel Aliad serán vuestras!
Una sensación de alivio envolvió al rey de Ka-Sabar, pero mantuvo una expresión adusta e inescrutable.
—No somos monstruos —le aseguró al príncipe—. Os habéis enfrentado a nosotros de manera honorable y os trataremos de la misma manera. Dadle la señal a vuestros hombres de que dejen de luchar y discutiremos los términos del rescate.
El príncipe llamó a su trompeta y dio la orden, gustoso. A juzgar por la expresión de su rostro, a Akhmen-hotep le pareció que se alegraba de haber perdido la batalla. Ya no tenía que seguir a las órdenes del monstruo que se agazapaba en el trono de Khemri.
Los cuernos sonaron una y otra vez, abriéndose paso entre el estruendo de la batalla. Transcurrieron largos minutos antes de que el clamor se apagara y el polvo comenzara a asentarse. Una ovación surgió de las filas de la hueste de Bronce, y luego, de pronto, se vio interrumpida por gritos de confusión y exclamaciones furiosas. Akhmen-hotep miró, desconcertado, al príncipe, pero Suhedir al-Khazem también parecía perplejo.
El ruido de un carro se aproximaba procedente del noroeste. Un poco después, Akhmen-hotep avistó el maltrecho carro de Pakh-amn atravesando el campo de batalla a toda velocidad hacia ellos. Mientras se acercaba, el rey pudo ver la expresión afligida que presentaba el rostro del joven noble.
—¿Qué pasa? —gritó Akhmen-hotep en tanto el carro se detenía con gran estruendo—. ¿Qué ha ocurrido?
Pakh-amn miró atemorizado a Suhedir al-Khazem, y luego se dirigió a su rey.
—El mensajero ha regresado del campamento —contestó el noble. Akhmen-hotep frunció el entrecejo.
—¿Y qué? —preguntó.
—No pudo encontrar a los jinetes bhagaritas —dijo Pakh-amn con voz sombría—. Los guardias del campamento dicen que nunca llegaron.
El rey se quedó confundido un momento.
—Pero ¿adónde más iban a ir? —comenzó, y luego se le heló la sangre.
Se volvió despacio, dirigiendo la mirada al norte, hacia Bel Aliad. Suhedir al-Khazem, que había estado escuchando el intercambio de palabras, dejó escapar un grito de desesperación.
Los primeros zarcillos de humo se alzaban por encima de la lejana Ciudad de las Especias.