TRECE
La hoja de doble filo
Bel Aliad, la Ciudad de las Especias,
en el 63.º año de Ptra el Glorioso
(-1744, según el cálculo imperial)
El jinete bhagarita bajó a toda velocidad y sin esfuerzo por las estrechas sendas del campamento del ejército, brillando con una luz trémula como si fuera un fantasma en medio de la penumbra previa al amanecer. Las campanas de plata atadas a los arreos de cuero del caballo del desierto producían un extraño y sobrenatural contrapunto al repiqueteo de los cascos del animal, haciendo que un escalofrío de terror recorriera a los guerreros de la hueste de Bronce mientras se dirigía rápidamente al centro del campamento. Los nuevos reclutas se levantaron de los petates y salieron a trompicones al paso del jinete; se preguntaron a qué venía tanta urgencia mientras los veteranos intercambiaban miradas adustas y cogían sus piedras de afilar o comenzaban a hacerles reparaciones de última hora a sus armaduras.
La hueste de Bronce de Ka-Sabar estaba acampada en el borde occidental del Gran Desierto; sus tiendas se extendían formando una gran media luna desde la desembocadura del estrecho uad que les había servido de refugio durante las últimas diez millas de camino. El viaje a través de las dunas les había llevado muchas semanas, incluso con la infalible orientación de casi un centenar de jinetes bhagaritas. Marchaban por la noche y se refugiaban durante el abrasador calor del día, y antes de que concluyera la primera semana, incluso los guerreros más fuertes habían recorrido con la mirada la interminable extensión de arena y habían temido no encontrar nunca el modo de volver a salir. No obstante, sus guías cumplieron su promesa, y la hueste de Bronce nunca estuvo a más de tres días de un oasis del desierto o una reserva oculta de tinajas de agua selladas, comida conservada e incluso alimento para sus caballos. Los guías entraban en cada oasis y abrían cada reserva con un lamento espeluznante, mientras sacaban sus cuchillos y se cortaban las mejillas a modo de ofrenda a su ávido dios sin rostro. Para cuando el ejército llegó al otro extremo del desierto, los guías estaban pálidos, tenían los ojos desmesuradamente abiertos, temblaban como si tuvieran fiebre y le mascullaban oraciones a Khsar entre dientes.
Los bhagaritas habían conducido al ejército a una llanura rocosa a sólo una milla del Camino de las Especias, que se extendía a lo largo del borde occidental del desierto, a poco más de cinco millas de Bel Aliad. Mientras los guerreros de la hueste de Bronce llegaban tambaleándose a la llanura como si los hubieran despertado bruscamente, los bhagaritas se envolvieron en túnicas fúnebres del blanco más puro y se enrollaron los turbantes alrededor de las cabezas, formando un complejo arreglo llamado Eshabir el-Hekhet, la máscara despiadada. Se preparaban para vengar a sus parientes masacrados con una orgía de justificado derramamiento de sangre.
La orden de atacar no había llegado. En lugar de ello, Akhmen-hotep mandó que el ejército acampara y les ofreciera plegarias a los dioses. Acaban de completar una extenuante caminata a través de las arenas del Gran Desierto e incluso los bhagaritas admitieron a regañadientes que el ejército podía esperar otro día y recuperar parte de sus fuerzas.
Transcurrió un día y luego otro. Pasó un tercer día y el ejército aún no se movía. Los bhagaritas se impacientaron. ¿El rey sacerdote no se daba cuenta de que tarde o temprano una caravana o un pastor daría con el campamento y advertiría a sus enemigos? Trataron de exponerle sus argumentos al rey, pero Akhmen-hotep se mantuvo impasible. Sacó a los jinetes del campamento y les ordenó que se dirigieran al norte para reconocer el terreno y traer noticias de la ciudad y su gente.
Cinco días después de que el ejército surgiera del desierto, un jinete bhagarita cabalgaba hacia la tienda del rey como si los aullantes espíritus de las inmensidades desérticas estuvieran pisándole los talones.
El jinete encontró a Akhmen-hotep y sus generales mientras estos comenzaban sus oraciones matutinas. Le habían sacrificado a Geheb un toro joven, uno de los cinco valiosos animales que habían traído con ellos.
Por el desierto. Hashepra, el hierofante del dios de la tierra, permanecía de pie delante de los nobles arrodillados, con los musculosos brazos abiertos y sosteniendo en alto el ensangrentado cuchillo para sacrificios. Dos jóvenes acólitos, que no tenían más de doce años, sostenían el gran cuenco de bronce con manos temblorosas para recoger la sangre del moribundo animal.
Las cabezas se alzaron con curiosidad al oír el ruido de los cascos y los Ushabtis del rey se pusieron en pie y formaron una imponente línea en el camino del jinete. El bhagarita frenó su caballo a una distancia prudencial de los guardaespaldas y saltó con gracilidad de la silla.
—¡Gran rey! —exclamó el jinete—. ¡Han descubierto vuestro campamento! ¡Los guerreros de Bel Aliad se estaban congregando en las llanuras que hay al sur de la ciudad y se están preparando para atacar!
Gritos asustados y llamadas a las armas resonaron entre los nobles allí congregados, algunos llegaron incluso a cruzar el campamento corriendo para preparar a sus guerreros para la batalla que se avecinaba. De todos ellos, Akhmen-hotep fue el único que permaneció de rodillas con las manos tendidas a modo de súplica y la cabeza inclinada mientras oraba. Aquellos nobles que se encontraban más cerca del rey observaron a Akhmen-hotep preocupados, sin estar seguros de qué hacer.
Entre ellos, estaba Pakh-amn. El jefe de Caballería seguía sin contar con el apoyo del rey, pero Akhmen-hotep había insistido en traerlo cuando el ejército había partido hacia Bel Aliad. Según una antigua costumbre, el jefe de Caballería era uno de los generales jefes del rey en tiempos de guerra, y Akhmen-hotep había ordenado que se mantuvieran todas las viejas tradiciones. Pakh-amn, por su parte, había desempeñado sus obligaciones con diligencia y lealtad frías.
El jefe de Caballería asimiló la escena que se estaba desarrollando y respiró hondo.
—¿Qué ordenáis, alteza? —preguntó con fría formalidad.
Aún tenía ojeras y las mejillas hundidas debido al rastro del loto, pero su voz era sobria y fuerte.
Akhmen-hotep no respondió al principio, mientras movía los labios recitando una silenciosa oración. Se pasó las manos por el rostro y por el cuero cabelludo rapado como si estuviera apartando el miedo y las dudas.
—Terminaremos de rendirle homenaje a Geheb —anunció en voz baja— y luego llamaremos al gran hierofante y le ofreceremos sacrificios a Ptra para que nos guíe hacia la victoria.
Mientras hablaba, el rey inclinó la cabeza ante Hashepra. El hierofante asintió con la cabeza y le hizo señas a sus acólitos, que trajeron el ancho cuenco lleno hasta el borde. Pakh-amn apretó los labios manchados, formando una línea fina y furiosa.
—El tiempo apremia —repuso—. El enemigo podría echársenos encima en menos de una hora. Puesto que sirven al Usurpador por propia voluntad, dudo de que se molesten en dedicarles largas oraciones a los dioses.
—Razón de más para que nosotros demostremos nuestra devoción —contestó el rey con calma—. No luchamos por gloria ni por oro. Luchamos para defender la Tierra Bendita y para cumplir el pacto entre dioses y hombres.
—Los guerreros de Bel Aliad no apreciarán la diferencia cuando estén dispersando a nuestras compañías desorganizadas y prendiéndole fuego a nuestras tiendas —dijo Pakh-amn con tono agrio.
Akhmen-hotep aceptó impasible el cuenco para sacrificios y se lo llevó a los labios. Cuando se lo devolvió a los acólitos, tenía la barbilla manchada de sangre.
—Lo que ocurra hoy será la voluntad de los dioses —aseguró el rey. Miró de manera significativa a los acólitos que aguardaban—. ¿Le vas a mostrar tu devoción al dios de la tierra o piensas seguir discutiendo y retrasando más al ejército, Pakh-amn?
El noble le lanzó una mirada vehemente al rey. Comenzó a contestar, pero se contuvo en el último momento y, en su lugar, cogió con impaciencia el cuenco bordeado de rojo. El resto de los nobles congregados hicieron lo mismo mientras lanzaban miradas de aprensión hacia el norte.
* * *
La luz de primeras horas de la mañana se posó como un hierro al rojo vivo sobre el rostro y el cuello de Akhmen-hotep. A su alrededor, la hueste de Bronce se lanzó hacía delante al son de miles de pies y el intenso ritmo de los tambores. El aire situado por encima del ejército estaba lleno de remolinos de polvo que cubrían las gargantas de los hombres y les pegaban los ojos. Se encontraban a tres millas al norte del campamento y avanzaban formando una línea continua, aunque irregular, hacia la Ciudad de las Especias y el ejército que los aguardaba. Se daba la circunstancia de que los temores de Pakh-amn habían sido en vano. Aunque los guerreros de Ka-Sabar hablan empleado más de dos horas en formar y prepararse para partir, el ejército de Bel Aliad no había sido más rápido. Para cuando los dos ejércitos aparecieron uno ante el otro, la hueste defensora sólo había logrado recorrer una milla.
Se encontraron en una llanura rocosa que limitaba con el Camino de las Especias al oeste y el margen del desierto al este. Akhmen-hotep podía ver las murallas de Bel Aliad alzándose al norte, a lo largo del horizonte. Los combatientes de la Ciudad de las Especias se desplazaron más o menos en orden, haciendo retroceder a paso lento pero seguro al centenar de jinetes bhagaritas que intentaban proteger el avance de la hueste de Bronce. Bel Aliad contaba con su propia caballería ligera. Después de todo, la ciudad la habían fundado originariamente exiliados de Bhagar más de cuatrocientos años atrás, pero sus monturas eran animales normales y corrientes traídas de Numas más que dones del dios del desierto. Sus escuadrones avanzaron a trompicones haciendo conversiones por la llanura como si fueran bandadas de aves furiosas, antes de regresar rápidamente a la seguridad de su ejército, que no dejaba de avanzar. Los jinetes del desierto se retiraron de manera lenta pero constante y recibieron los movimientos enemigos con burlas y algún que otro disparo de arco.
El grueso del ejército enemigo sumaba ocho mil hombres, o eso aseguraban los exploradores bhagaritas: una fuerza grande, pero al igual que su caballería ligera carecía de calidad. Bel Aliad era la ciudad más pequeña digna de tal nombre de toda Nehekhara. Para defenderse de los asaltantes del desierto y proteger a sus numerosas caravanas mercantes, los príncipes de la ciudad gastaban una fortuna en mantener un ejército permanente de mercenarios y matones a sueldo. Sus arqueros provenían de los temibles arqueros marinos de Zandri y sus dos grandes compañías de la ciudad contaban con el refuerzo de cuatro mil mercenarios del norte que habían contratado entre las tribus bárbaras y habían traído al sur a bordo de barcos mercantes alquilados para que tomaran las armas bajo el estandarte de Bel Aliad.
Los bárbaros eran unas bestias enormes, hediondas y peludas; vestían pieles apelmazadas y largas túnicas grasientas que aseguraban con anchos cinturones de cuero alrededor de la cintura. Aunque eran primitivos y desconocían las correctas artes de la guerra, esos mercenarios resultaban temibles luchadores con lanza y escudo o blandiendo mortíferas espadas de bronce con forma de hoja, traídas de su escarpada tierra natal. A la cabeza del ejército iban los príncipes mercantes y sus criados, que desdeñaban las tácticas de caballería de sus antepasados y en su lugar, luchaban desde la parte posterior de carros ligeros y veloces como otros ejércitos civilizados.
Contra este ejército, la hueste de Bronce sólo pudo reunir cuatro mil hombres, además del centenar de jinetes bhagaritas que les habían servido de guías. Seis años no habían sido tiempo suficiente para que Ka-Sabar restableciera sus fuerzas destrozadas, pues las compañías de infantería pesada de la Ciudad del Bronce requerían un adiestramiento y una preparación física prolongados para luchar con lanza, escudo y armadura de escamas. Akhmen-hotep sólo había conseguido alinear dos compañías de infantería completas, aparte de una numerosa fuerza de quinientos carros y un millar de arqueros adiestrados. El resto de su ejército se componía de compañías sueltas de aspirantes a guerreros, a los que habían obligado a servir como improvisada infantería ligera. Cada aspirante llevaba sólo un pequeño escudo redondo, una espada corta y una aljaba de jabalinas ligeras con lengüetas idénticas a las armas de caza que muchos de ellos habían utilizado de niños. Los habían instruido implacablemente en los campos de adiestramiento fuera de la ciudad, pero nadie sabía a ciencia cierta lo eficaces que resultarían en el campo de batalla.
Cuando la hueste de Bronce había salido de Ka-Sabar, todos habían esperado no tener que llegar a combatir. Ahora las compañías estaban alineadas justo delante y a los lados de la lenta infantería pesada, y cada hombre sostenía una jabalina en la mano, sin apretar. Los arqueros del ejército formaban una larga línea detrás de las compañías pesadas, con los arcos encordados y preparados, mientras que tras ellos avanzaban los carros del ejército.
El ejército de Bel Aliad se había detenido con vacilación al otro lado de la llanura y estaba reagrupando a sus compañías. Dos hileras de arqueros mercenarios se encontraban lejos, por delante, con las flechas colocadas y preparados para disparar. Tras ellos se aglomeraba una ruidosa turba de guerreros bárbaros con los rostros pintados con tintes azules y rojos y la perspectiva del derramamiento de sangre iluminándoles las caras greñudas.
Al ver a la hueste de Bronce, los mercenarios comenzaron a golpear sus armas contra los bordes de los escudos y a aullar como una manada de hienas, de modo que llenaron el aire con extraños gritos de guerra pronunciados en sus lenguas guturales. A Akhmen-hotep le pareció avistar los estandartes de las compañías de la ciudad al otro lado del remolino de bárbaros y una trémula columna de polvo que debía provenir de los carros del ejército. La caballería ligera de Bel Aliad se aglomero alrededor de los flancos del ejército, amenazando con atacar una vez más a la delgada línea de caballería bhagarita que ocupaba el terreno intermedio entre los ejércitos.
Akhmen-hotep levantó la mano para ordenar que el ejército se detuviera. Sonaron las trompetas, y el rey dio media vuelta y bajó de un salto de la parte posterior del carro blindado. Sus Ushabtis se reunieron con él inmediatamente, rodeando al rey sacerdote con un círculo de reluciente bronce. Pakh-amn bajó de su carro cerca de allí y se acercó rápidamente al lado del rey, junto con los otros generales, los miembros de su séquito y los líderes religiosos de Ka-Sabar. Hashepra se había vestido para la guerra; iba ataviado con armadura de escamas de bronce y portaba su martillo habitual. Khalifra, la suma sacerdotisa de Neru, sostenía una lanza bendecida en la esbelta mano. Memnet era el único que estaba desarmado y su rostro tenía un aspecto pálido y céreo bajo la intensa luz del día.
El rey sacerdote aguardó hasta que la asamblea se hubo reunido e hizo un gesto afirmativo con la cabeza con aire de gravedad.
—Que las bendiciones de los dioses recaigan sobre vosotros —les dijo—. El día de la batalla ha llegado y, hasta ahora, todo marcha según lo previsto.
Pakh-amn cruzó los brazos.
—¿Queréis decir que planeasteis esto? —preguntó—. ¿En lugar de caer sobre Bel Aliad y tomarla por asalto, queríais enfrentaros a su ejército en campo abierto, donde su superioridad numérica obraría en nuestra contra?
Akhmen-hotep observó al jefe de Caballería con frialdad.
—¿Pensabais que íbamos a entrar sigilosamente en Bel Aliad como ladrones en medio de la noche y masacrar a sus ciudadanos mientras dormían? Eso es lo que hace el Usurpador, Pakh-amn. Nos enfrentaremos a los hombres de Bel Aliad según las correctas reglas de la guerra, como han hecho los reyes sacerdotes desde los tiempos de Settra. Se mostrará demencia si la piden y se exigirán rescates.
Una expresión de asombro cruzó el rostro de Pakh-amn, seguida de una de comprensión.
—Por eso os entretuvisteis tanto tiempo en el campamento —apuntó con desdén—. Queríais que nos descubrieran. ¿Por qué no enviasteis simplemente un mensajero invitándolos a pelear? ¿No habría sido eso lo más civilizado?
Hashepra dio un paso hacia Pakh-amn, fulminando con la mirada al joven noble.
—Una vez más olvidáis cuál es vuestro lugar —le advirtió—. Aquí, en el campo de batalla, se os puede matar en el acto por hablar así.
—No me cabe duda de que eso le convendría al rey —soltó Pakh-amn—, pero no cambiará la verdad de a lo que nos enfrentamos. ¿Os habéis olvidado todos de lo que ocurrió en Zedri? ¡Las antiguas tradiciones se han acabado! ¡Si no lo aceptamos, Nagash nos destruirá!
—¡Las antiguas tradiciones son lo único que nos separa de ese monstruo! —exclamó el rey—. Si renunciamos a nuestras creencias y luchamos como el blasfemo, ¿en qué somos mejores que él? —Alzó el puño hacia el cielo—. ¡Mientras vivamos, las antiguas tradiciones perdurarán! Mientras yo respire, la Tierra Bendita vive conmigo.
Los ojos oscuros de Pakh-amn brillaron de desprecio, pero le hizo una reverencia al rey.
—Guiadnos, entonces —respondió—, mientras viváis.
Hashepra, furioso, gruñó y comenzó a levantar el martillo, pero el rey, lo detuvo alzando la mano.
—¡Regresad a vuestros carros! —les ordenó a sus guerreros y luego se volvió hacia los hierofantes reunidos—. Quedaos aquí e invocad los poderes de los dioses para que nos ayuden. Si Bel Aliad de verdad se ha puesto de parte de Nagash, no habrá sacerdotes entre ellos. Vuestras bendiciones podrían volver las tornas a nuestro favor.
Khalifra cruzó los brazos con aire regio, pero tenía el rostro surcado de arrugas por la tensión. La hermosa sacerdotisa parecía haber envejecido décadas desde la espantosa batalla en el oasis.
—Daremos lo que podamos —aseguró con tono grave.
Hashepra cruzó los fuertes brazos y asintió con la cabeza también.
—Si Bel Aliad se ha puesto de parte de Nagash, no necesitarán sacerdotes —apuntó Memnet con voz apagada—. Podrán apelar al poder del Usurpador.
El rey miró a su hermano mayor a los ojos, y una expresión sombría cubrió su rostro.
—En ese caso, tendremos que confiar en el coraje y el bronce divino —contestó—. Es lo único que se puede hacer.
Akhmen-hotep estudió a sus generales reunidos, en especial a su belicoso jefe de Caballería. La derrota en Zedri había dejado en el alma heridas más profundas que en la carne. Sabía que la confianza del ejército se había debilitado, casi hasta llegar a la rebelión. Lo que había visto había dejado a Pakh-amn, en particular, muy marcado. ¿Podía confiar en él? Durante un fugaz instante, Akhmen-hotep se vio tentado a destituir al jefe de Caballería de su puesto y enviarlo de regreso al campamento, pero comprendió de inmediato que hacer eso supondría mandar una señal equivocada al resto del ejército. Si veían que la fe del rey en ellos estaba tan debilitada como para arrestar a uno de sus generales, su resolución podría desvanecerse como la cera bajo el sol del mediodía. Debían creer que aún quedaba fuerza en los viejos vínculos de deber y devoción, que el pacto entre hombres y dioses aún era fuerte y que había algunas cosas en el mundo que ni siquiera Nagash el Usurpador podía hacer a un lado.
El rey inspiró hondo y tomó una decisión. Le hizo señas a su trompeta.
—Ordénale a los bhagaritas que tanteen a los jinetees enemigos por la derecha y que luego se retiren a la retaguardia, pasando por el desierto —indicó.
Hashepra frunció el entrecejo mientras escuchaba la orden del rey.
—¿Nos privaréis de nuestra caballería ligera al comienzo de la batalla?
—Nuestros guías se han vestido de blanco una vez más y llevan la máscara despiadada —dijo Akhmen-hotep—. Están sedientos de venganza, pero no permitiré que nuestra causa se vea empañada por la matanza de inocentes. Los bhagaritas tendrán que aguardar el momento oportuno hasta que Nagash y sus inmortales deban rendir cuentas por sus crímenes. Los trompetas alzaron sus curvos cuernos de bronce y tocaron una complicada serie de notas. El rey se volvió hacia Pakh-amn mientras el sonido se apagaba.
—Yo guiaré el avance de la mitad de los carros formando el centro del ejército —explicó el rey—. Cuando empecemos a movernos y el polvo llene el aire, coge a la mitad restante y dirígete al flanco izquierdo. Encárgate de ocultar tus movimientos detrás de las compañías de aspirantes para que el enemigo no sospeche que estáis allí. Yo llamaré la atención del príncipe y sus carros. Espera y busca el momento oportuno para atacar.
Pakh-amn miró al rey a los ojos y pareció entender lo que Akhmen-hotep le estaba ofreciendo. Asintió despacio con la cabeza.
—No os fallaré, alteza —aseguró.
—Entonces, regresa a tus carros —ordenó el rey—, y que los dioses nos concedan la victoria.
Mientras los generales y el séquito del rey se dirigían corriendo a sus puestos, Akhmen-hotep se volvió hacia los hierofantes.
—¿Los dioses nos ofrecerán su favor hoy, santidades? —preguntó en voz baja—. Bebí mucha sangre de toro esta mañana y, sin embargo, no sentí nada. La fuerza de Geheb no arde en mis venas.
Memnet se negó a mirar a su hermano a los ojos.
—Os lo advertí —dijo quedamente—. Os dije en el oasis que habría consecuencias por abusar del poder de los dioses.
Hashepra le dirigió una mirada avinagrada al gran hierofante y luego inclinó la cabeza ante el rey.
—No temáis, alteza —aseguró—. Geheb no se ha olvidado de sus hijos favoritos. Sentiréis su presencia entre vosotros mientras os lanzáis a la batalla.
Khalifra tocó el musculoso brazo del rey y sonrió afectuosamente.
—Neru siempre está con nosotros, alteza —añadió—. Su luz brilla eternamente en la oscuridad. No temáis.
El rey sacerdote de Ka-Sabar les hizo una reverencia a los personajes santos y se sintió tranquilo. Dio media vuelta sonriendo y se dirigió dando rápidas zancadas a su carro, seguido de sus leoninos Ushabtis. Sus dudas y temores iban desapareciendo a cada paso gracias al acompasado sonido de los pies y el repiqueteo de armas y armaduras. El clamor del campo de batalla batía contra sus huesos como un tambor. Durante un momento, pudo olvidar los horrores que había presenciado y el gran sufrimiento que había vivido la Tierra Bendita a lo largo de la vida del rey. Durante un momento, estuvo de nuevo en tiempos de su padre, y del padre de su padre, haciendo la guerra por riqueza y poder y por la gloria de sus dioses.
Akhmen-hotep subió a su pesado carro y agarró la empuñadura de su reluciente espada. Le hizo señas a su trompeta con un ademán.
—¡Ordena que el ejército avance! —exclamó.
Los cuernos de bronce sonaron por el campo de batalla y, como una sola, las compañías de la hueste de Bronce se pusieron en marcha. Mientras el carro del rey se ponía en marcha con una sacudida en medio de un estruendo de ruedas bordeadas de bronce, Akhmen-hotep se irguió y examinó la disposición de sus fuerzas y las del enemigo. Las compañías de la ciudad de Bel Aliad estaban reunidas detrás de una línea irregular compuesta de cuatro grupos grandes de mercenarios. Entre las dos grandes unidades de infantería, Akhmen-hotep pudo ver una profusión de estandartes, que seguramente adornaban los carros de los príncipes mercaderes y su líder: Suhedir al-Khazem, el guardián de las Sendas Ocultas.
En el extremo derecho de la línea enemiga, Akhmen-hotep pudo divisar un borroso remolino de polvo. Los bhagaritas se estaban retirando hacia el desierto, con suerte atrayendo hacia ellos a la caballería ligera del enemigo situada en ese flanco. Reflejando las formaciones de Bel Aliad en el otro extremo de la llanura, las dos compañías pesadas de la hueste de Bronce marchaban en el centro de la línea de batalla y, entre ellas, avanzaban la mitad de los temidos carros de Ka-Sabar. Pakh-amn y la otra mitad de la fuerza de carros ya se habían puesto en marcha; se habían desviado hacia a la izquierda, detrás de dos compañías de aspirantes en movimiento. Aún más atrás se encontraba la compañía de arqueros de la hueste, todavía oculta a los ojos del enemigo.
Los guerreros de la hueste de Bronce continuaron avanzando, desplazándose a paso lento pero seguro. El rey echó un vistazo a la izquierda, intentando vislumbrar a la caballería ligera enemiga situada a ese lado, pero no pudo verla. Los gritos de aviso que surgieron de las filas de las compañías de infantería hicieron que el rey volviera a centrar su atención en el frente y vio una nube de juncos oscuros y parpadeantes trazando un arco por el cielo soleado por encima de sus cabezas. Los hombres maldijeron y levantaron sus escudos de madera con la parte superior redondeada, y los guerreros de los carros se agacharon detrás de los flancos revestidos de bronce de sus máquinas. Las flechas cayeron, zumbando malévolamente por el aire, y Akhmen-hotep sintió un picor caliente en la piel mientras las bendiciones de Geheb recaían sobre él.
Las puntas de bronce de las flechas golpearon contra las caras de los escudos o chocaron contra armaduras de escamas y cuero. Los hombres gruñeron y se tambalearon bajo la aterradora lluvia, pero los guerreros se arrancaron las flechas de los chalecos y las tiraron a un lado con desdén. Las saetas golpeaban su morena piel y rebotaban, desviadas por el poder del dios de la tierra. La hueste de Bronce prorrumpió en ovaciones al descubrir que Geheb estaba con ellos. Akhmen-hotep enseñó los dientes y les hizo señas de nuevo a su trompeta.
—¡Ordena que los aspirantes avancen! —gritó—. ¡Arqueros, preparados!
Dos señales resonaron a lo largo de la hueste y recibieron por respuesta los gritos vehementes de los jóvenes de las compañías de aspirantes. Con las jabalinas preparadas, los guerreros con armadura ligera apretaron el paso trotando velozmente a través de la llanura hacia los soldados de a pie y los arqueros mercenarios. Los arqueros de Zandri, impresionados por el fracaso de su primera descarga, se prepararon para disparar de nuevo; las tropas bárbaras aullaban como bestias y agitaban sus armas con entusiasmo mientras observaban cómo se aproximaba la infantería ligera.
Los arqueros enemigos lanzaron otra descarga más, y luego se replegaron rápidamente por sendas preparadas entre la turba de bárbaros en tanto los aspirantes se acercaban. A sesenta pasos, los lanzadores de jabalinas aceleraron el ritmo. A cincuenta, echaron los brazos hacia atrás y arrojaron una lluvia de armas con lengüetas contra los bárbaros que aguardaban. Las jabalinas cayeron entre los mercenarios y se clavaron en escudos o atravesando pieles y gruesas túnicas. Los hombres rugieron y cayeron al suelo, aferrando las astas de madera.
A cuarenta pasos, los aspirantes sacaron más jabalinas de sus aljabas y las arrojaron, y luego otra vez a treinta pasos. A veinte, lanzaron de nuevo. Entonces, se amilanaron y echaron a correr hacia sus líneas. Burlas y obscenidades los siguieron, hasta que, a setenta pasos de distancia, los aspirantes dieron media vuelta, sacaron más jabalinas y avanzaron una vez más. Las descargas de jabalinas cayeron contra los escudos de los mercenarios, ocasionaron terribles heridas y mataron a unas cuantas veintenas de hombres, y de nuevo, justo cuando los aspirantes estaban casi al alcance de las armas de los bárbaros, dieron media vuelta y salieron corriendo.
Durante el cuarto de esos ataques, Akhmen-hotep oyó trompetas y sonidos de batalla, lejos, a su izquierda. La caballería ligera enemiga había intervenido en ese flanco intentado atropellar a las compañías de infantería ligera. En el centro y a la derecha, sin embargo, los bárbaros ya habían recibido todo lo que podían soportar. Aguijoneados hasta que los sacaron de quicio, los mercenarios renunciaron a toda sensación de disciplina y cargaron hacia delante, ansiosos por contraatacar a los lanzadores de jabalinas.
Una vez cumplida su labor, los aspirantes pusieron pies en polvorosa y siguieron corriendo para arrastrar a los bárbaros a través de la llanura hacia la infantería pesada de la hueste de Bronce y los arqueros situados detrás.
Akhmen-hotep levantó su espada.
—¡Arqueros, preparados! —ordenó.
El rey observó cómo la línea de mercenarios corría hacia sus compañías formando una bullente oleada de carne y bronce. A cincuenta metros, bajó su arma.
—¡Fuego!
Una lluvia de mortíferas flechas surgió de la retaguardia de la hueste de Bronce, y cuando descendió entre los mercenarios que iban a la carga, sembró muerte entre el hervidero de guerreros. Los hombres cayeron a cientos y, por un momento, la persecución flaqueó ante las crecientes bajas. No obstante, los mercenarios se encontraban a más de doscientos metros de distancia del resto de su ejército, fuera del alcance de sus arqueros y del apoyo de las compañías de la ciudad. Las trompetas sonaron con urgencia desde los carros enemigos; intentaban en vano hacer regresar a los guerreros y reagrupar sus desorganizadas compañías, pero Akhmen-hotep no tenía la más mínima intención de darles tal oportunidad.
El rey sacerdote de Ka-Sabar echó la cabeza hacia atrás y soltó un feroz grito.
—¡Guerreros de la hueste de Bronce! ¡Atacad ahora y redimid vuestro honor! ¡Por la gloria del dios de la tierra, a la carga!
La tierra tembló a causa del rugido de dos mil voces y el estruendo de los cascos cuando el ejército de Ka-Sabar accionó su trampa.