DOCE
Una corona codiciada
Khemri, la Ciudad Viviente,
en el 44.º año de Geheb el Poderoso
(-1962, según el cálculo imperial)
La joven esclava estaba arrodillada sobre el suelo de piedra en el centro del círculo mágico con el cuerpo rígido por el dolor mientras Nagash entonaba el conjuro de Cosecha. La muchacha había llegado a la Ciudad Viviente sólo dos días antes en un barco de esclavos procedente de Zandri; la habían atrapado lejos, en una incursión en las tierras bárbaras, al norte. Mantenía los brillantes ojos azules clavados en Nagash con terror ciego. Tenía la boca muy abierta en un paralizado alarido de dolor y dejaba ver unos dientes finos y blancos, y una lengua que se retorcía. Le temblaban los hombros mientras luchaba por respirar. El Gran Hierofante había procurado dejar bastante flexibilidad a sus músculos para que la joven respirase suficiente aire para poder mantenerse consciente y alerta. Habían sido precisos muchos meses e incontables experimentos antes de ser capaz de lograr un control tan preciso.
La potente voz de Nagash resonó en las paredes de piedra de su santuario bajo la Gran Pirámide mientras proseguía con el salvaje y despiadado cántico. Hablaba en nehekhem, no en la lengua corrupta y parecida a la de una serpiente de sus prisioneros. Su conocimiento de la magia bárbara había aumentado a pasos agigantados en los tres años que habían transcurrido desde que había acabado con la vida de aquel desventurado idiota de Imhep. Verter sangre y deshacer las ataduras de carne y hueso que rodeaban a un espíritu viviente eran cosas que ahora hacía con total naturalidad.
Las palabras del ritual resonaban como el tañido de una campana y aumentaban progresivamente de volumen mientras Nagash concentraba su voluntad en el fatigado corazón de la esclava. Los latidos de la joven comenzaron a martillar al ritmo de la voz de Nagash en tanto entonaba su salmodia y el aire que había entre ellos crepitó a causa de un poder invisible. El gran hierofante apretó los puños y sintió el calor de la fuerza vital de la chica contra la piel. Su voz se alzó hasta ser un jubiloso chillido mientras el cántico aumentaba de ritmo y comenzaban a salir volutas de humo formando espirales de la pálida piel de la esclava. La joven dejó de temblar. Las venas le destacaban con claridad en las sienes y a lo largo del cuello. Nagash sintió cómo el latido del corazón de la joven aumentaba hasta alcanzar un maravilloso punto culminante. Luego, su cuerpo sufrió un único y violento espasmo, y estalló en medio de una columna de sibilantes llamas verdes.
Nagash metió las manos en las bullentes llamas y sintió como el poder le corría por la piel mientras agarraba el cuello de la esclava. Con una inhalación y un esfuerzo de voluntad, atrajo la fuerza vital de la joven hacia el interior de su propio cuerpo. Las venas le ardieron y los últimos gritos de la esclava le resonaron silenciosamente a lo largo de los huesos. Todo terminó en un momento, y el cuerpo de la muchacha, una vez consumido todo rastro de poder, se desplomó convertido en un montón de huesos humeantes a los pies de Nagash.
Eso no era más que un preludio, un modo de hacer acopio de fuerzas para el trabajo de verdad, que estaba a punto de comenzar. Envuelto en niebla etérea y reluciendo con energía profana, el gran hierofante extendió los brazos una vez más y se concentró en la jaula de madera que se encontraba un par de metros más allá del borde del círculo mágico. Unas figuras de tez morena se agitaron en el interior, semiocultas por las cambiantes sombras que proyectaban las parpadeantes lámparas de aceite de la habitación. Eran hermanos, un chico y una chica en la flor de la vida y de noble linaje, a los que Khefru había encontrado en las casas de vino cerca del puerto. El descubrimiento había sido un golpe de suerte. Los requisitos de Nagash para su siguiente experimento habían sido muy específicos y se había visto obligado a esperar meses para que la pareja cayera en las garras del joven sacerdote.
Con las últimas sílabas del conjuro de Cosecha aún resonando en la cámara, Nagash comenzó su siguiente ritual. Las primeras frases eran bastante simples; servían para centrar la concentración del gran hierofante; pero aumentaron rápidamente en cadencia y complejidad a medida que comenzaban las primeras fases de la trasformación.
Había aprendido enseguida que el poder de un alma humana tenía límites. Cuando Imhep exhaló su último suspiro y vertió su sangre vital sobre las manos de Nagash, el gran hierofante sintió que las venas se le transformaban en fuego y se creyó un dios; pero aquella maravillosa energía se había desvanecido demasiado pronto. Una única vida humana podía alimentar un hechizo druchii menor, pero nada más. Malchior había respondido a su frustración encogiéndose de hombros. Un alma no era sino un soplido comparada con los salvajes vientos de magia que alimentaban los rituales mayores de los druchii.
El brujo lo había sabido desde el principio. Se trataba de otra más de las arteras trampas de los bárbaros. Malchior podía cumplir los términos de su acuerdo enseñándole a Nagash los conjuros y rituales de la tradición mágica druchii con plena conciencia de que el gran hierofante nunca acumularía suficiente poder para intentar los hechizos más potentes. Tal esfuerzo requeriría veintenas, por no decir cientos de almas, un proceso demasiado difícil de manejar en un solo rito y en una escala demasiado grande para evitar que Thutep y los nobles de la ciudad lo notasen. Sin duda, Malchior esperaba que el ansia de poder de Nagash lo llevara a actuar con imprudencia y autodestrucción. En cambio, el gran hierofante comenzó a aplicar sus recién descubiertos poderes en otra dirección, concretamente la tradición arcana acumulada del culto funerario de Settra.
Durante más de dos mil años, el culto de la vida eterna había sondeado los oscuros misterios de la vida y la muerte. Sus antiguos mamotretos estaban llenos de rituales teóricos para utilizar el alma y manipular el funcionamiento invisible de la carne y el hueso. Hasta ahora, sin embargo, sus ritos prácticos eran de poca importancia comparados con los de los druchii porque los sacerdotes liches dependían de los dones de los dioses para alimentar sus conjuros. Todo eso había cambiado cuando Imhep había vertido su sangre vital sobre las manos de Nagash.
Ese nuevo conjuro se basaba en un rito más antiguo que había encontrado en el conjunto de tradiciones arcanas del culto. Nagash había dedicado la mayor parte de un año a modificar y perfeccionar el ritual para adaptarlo a sus planes. Ahora lo pondría a prueba.
El cántico arcano salió retumbando como un trueno de la lengua de Nagash impulsado por las energías que le había robado a la muchacha esclava. Se concentró en las dos formas imprecisas que permanecían agachadas en el otro extremo de la jaula y extendió las manos hacia ellos. Los jóvenes hermanos se desplomaron en el suelo inmediatamente, gimiendo de miedo y dolor. El poder surgió de las puntas de los dedos de Nagash y recorrió sus formas desnudas.
Nagash llevó a cabo el conjuro durante casi una hora, hasta que los últimos vestigios de energía robada escaparon de sus dedos. Mientras el rito concluía, pronunció un nombre.
—Shepresh —dijo, y bajó los brazos.
Se hizo el silencio, sólo interrumpido por suaves sonidos ahogados procedentes del interior de la jaula y el susurro de un pincel de tinta en un rincón del santuario, a la izquierda de Nagash.
Khefru continuó anotando sus observaciones en un enorme libro encuadernado en cuero bastante tiempo después de que el rito se hubiera completado. Los antiguos tutores de Nagash no estaban presentes. Desde que había comenzado a aplicar sus recién descubiertas habilidades a la sabiduría del culto funerario, el gran hierofante descubrió que cada vez necesitaba menos la presencia de los druchii. Nagash sospechaba que muy pronto su prolongado acuerdo llegaría a su fin.
El joven sacerdote hizo una última anotación con el pincel y levantó la mirada hacia su señor.
—¿El rito ha funcionado? —preguntó.
Nagash les dedicó una última mirada a las figuras que lloriqueaban en el fondo de la jaula y le quitó importancia con un ademán.
—Es demasiado pronto para saberlo —respondió mientras salía con cuidado del círculo, dando grandes zancadas—. La transformación sólo ha comenzado a echar raíces. Sabré más cuando regrese esta noche. —El gran hierofante cruzó los brazos sobre el pecho—. ¿Te has ocupado de los preparativos dentro de la ciudad?
Khefru asintió gravemente con la cabeza mientras tapaba el bote de tinta y dejaba a un lado el pincel. Los últimos seis años habían dejado su marca en el antiguo noble. Aunque seguía siendo muy joven según el criterio nehekharano, el sacerdote había acabado teniendo un aspecto demacrado y con los ojos hundidos al servicio de las actividades cada vez más peligrosas de su señor. Tenía el rostro cetrino e hinchado tras pasar demasiadas noches en casas de vino buscando víctimas para su señor y había comenzado a afeitarse la cabeza para disimular los mechones grises que habían comenzado a salirle en las sienes. La larga cicatriz que tenía el lado izquierdo de la cara daba lugar a un surco blanco e irregular en la mejilla rolliza.
—Todo está dispuesto, señor —contestó—. La casa está preparada y los esclavos conocen sus tareas.
Nagash estudió a Khefru con cautela.
—No pareces muy dispuesto —comentó.
Khefru cerró el mamotreto con cuidado y lo levantó del escritorio.
—No me corresponde a mí decirlo, señor —contestó mientras lo volvía a colocar en un estante lleno de volúmenes similares.
—Cierto —respondió el gran hierofante—. Habla, de todas formas.
El joven sacerdote meditó sus palabras cuidadosamente.
—Lo que estáis considerando es una imprudencia —comenzó—. Esos hombres son cobardes e idiotas. Os traicionarán en un instante…
—Sacarán mucho más provecho conmigo que con mi hermano —lo interrumpió Nagash—. Igual que tú, si te acuerdas.
—No es así como lo verán —insistió Khefru—. No tienen poder, riquezas ni influencia. Thutep y las grandes casas los aplastarían, y lo saben. Por mucha persuasión que empleéis no los persuadiréis de lo contrario.
Nagash sonrió con frialdad.
—¿Convencerlos? Ni falta que hace. Cuando llegue el momento, se habrán autoconvencido.
La mirada de Khefru se desvió hacia la jaula situada en el otro extremo de la habitación. Su expresión se tomó tensa.
—¿No hemos tentado suficiente a la suerte? —preguntó—. He perdido la cuenta de todas las personas que hemos matado. Están empezando a circular rumores por los distritos fluviales.
—¿Suerte? —soltó Nagash—. La suerte es una idea que las mentes débiles utilizan para justificar sus fracasos. —El gran hierofante se acercó al joven sacerdote—. ¿Te has vuelto débil, Khefru? Nuestro trabajo no ha hecho más que comenzar.
El joven sacerdote miró a Nagash a los ojos y su rostro palideció.
—No, señor —aseguró con rapidez—. No soy débil. Ordenad y os serviré.
Nagash estudió la cara de Khefru largo rato.
—Vamos, entonces —dijo, y se alejó.
Khefru observó como el gran hierofante salía de la cámara poco iluminada y emprendía el largo y sinuoso camino hacia la superficie. Una tos húmeda y borboteante surgió de las profundas sombras del interior de la jaula. Con una última y temerosa mirada hacia las formas que se retorcían dentro, el sacerdote corrió tras su señor.
* * *
En el mundo más allá de la cripta era casi medianoche. Neru colgaba, brillante y llena, sobre la inmensa necrópolis, recortando las estructuras de piedra con una fantasmal luz plateada y originando pozos de impenetrable negrura en los estrechos caminos de en medio; entretanto, Sakhmet, la Bruja Verde, brillaba, siniestra y roja, justo sobre el horizonte oriental. Nagash y Khefru se abrieron paso solos entre las casas de los muertos, escuchando el castañeo de los chacales entre las criptas más pobres, al suroeste. No encontraron ningún peligro en el trayecto hasta el lejano camino. Antiguamente, no era raro que bandas de ladrones y profanadores de tumbas merodearan por la extensa ciudad de las tumbas, pero eso había acabado en los últimos años. En la ciudad abundaban los rumores de que algo siniestro y espantoso había arraigado en la necrópolis de Khemri y a aquellos que se atrevían a adentrarse en sus calles después del anochecer no se los volvía a ver.
Desde luego, al gran hierofante no le habían faltado sujetos en los primeros días de sus estudios, ni les había faltado entretenimiento a sus tutores. Caminaron en silencio por la senda funeraria, dejando atrás altares abandonados semienterrados en la arena y manchados de excrementos de aves. La brillante luz de la luna tiñó las laderas de las lejanas dunas y recortó la amplia extensión de las alas de una garza real mientras emprendía el vuelo desde la orilla del río, al norte. Una manada de chacales seguía a la pareja a poca distancia desde la necrópolis; sus formas pegadas al suelo trotaban por las crestas de las dunas y sus ojos brillaban como monedas pulidas mientras estudiaban a los dos hombres. Con cada milla que pasaba, los carroñeros se iban acercando cada vez más a la pareja, hasta que al final Nagash se volvió y clavó una mirada desafiante en el más grande. El líder de la manada sostuvo la mirada del nigromante unos momentos, y luego dejó escapar un aullido espantoso y agudo y desapareció sobre la cresta de una duna de arena; el resto de la manada lo siguió de cerca.
Las puertas de la Ciudad Viviente se cerraban por la noche, pero al gran hierofante se le permitía entrar sin darle siquiera el alto. Según una antigua tradición, a los sacerdotes del culto de Settra se les permitía entrar y salir por la Puerta de Usirian en cualquier momento del día o de la noche, debido a sus obligaciones entre las criptas situadas fuera de la ciudad. Al otro lado de la puerta, las calles del distrito de los templos estaban silencio. A lo lejos, los dos hombres pudieron oír los débiles cánticos de las sacerdotisas de Neru surgiendo del complejo de su templo mientras llevaban a cabo su vigilia nocturna para proteger a Khemri de los espíritus de las inmensidades desérticas.
Justo al otro lado del distrito de los templos, Khefru condujo a su señor a un callejón determinado de antemano, donde aguardaban un palanquín y ocho portadores de aspecto nervioso. Hizo entrar rápidamente a Nagash, y los portadores se pusieron en marcha de inmediato, se adentraron en el barrio de los Mercaderes y giraron al norte, donde casas de vino y antros de vicio flanqueaban las calles laterales justo al sur de los barrios ricos de la ciudad.
Aquí las calles aún estaban muy concurridas, incluso siendo tan tarde. Grupos de borrachos entraban y salían tambaleándose de las tabernas y las casas de juego, o se ponían en cuclillas fuera de las tiendas y se pasaban jarras de cerveza o jugaban a los dados. Niños pequeños con rostros mugrientos correteaban por los callejones y se ofrecían a ayudar a los más borrachos a encontrar su destino para desplumarlos por el camino. Estallaban peleas cuando las partidas de dados se animaban o las discusiones entre borrachos se descontrolaban. Pequeños grupos de adustos vigilantes de la ciudad rondaban por la zona armados con faroles y resistentes travesaños rematados de bronce, dispersando a los peores alborotadores con furiosos gritos y duros golpes en los hombros y las piernas de los infractores.
El palanquín pasó inadvertido ente los trasnochadores y los vigilantes de gesto adusto, y al final giró a la derecha y bajó por un estrecho callejón, cerca de la calle de los Labradores del Cobre. Khefru trotó por delante del palanquín hasta una puerta empotrada iluminada por una pequeña lámpara colgante de aceite. El sacerdote llamó a la puerta suavemente mientras los portadores bajaban el palanquín al suelo. La puerta se abrió con un ruido de cerrojos justo cuando Nagash salía al aire nocturno. El gran hierofante miró con cautela arriba y abajo del oscuro callejón, y atravesó rápidamente la entrada para llegar a un pequeño patio cubierto de basura. Dos de los esclavos domésticos de Nagash le hicieron una profunda reverencia a su señor y aseguraron rápidamente la puerta.
El gran hierofante abarcó el patio con una mirada despectiva. Las losas agrietadas estaban cubiertas de arena y las malas hierbas crecían en el agua estancada de una fuente muerta hacía mucho tiempo. Las ratas se escabullían por las sombras al pie de las paredes llenas de agujeros.
—¿Este tugurio es lo mejor que pudiste encontrar? —le preguntó a Khefru.
—Queríais anonimato, ¿no es cierto? —repuso Khefru con aire de superioridad—. ¿Habríais preferido una casa solariega en los distritos, nobles, a la vista de todos los esclavos chismosos y las viudas entrometidas? —contempló la deteriorada casa, haciendo un gesto de satisfacción con la cabeza—. Los sitios como este son comunes cerca de los barrios más sórdidos. Los nobles o los comerciantes los compran y los usan como lugares de encuentro, y luego los venden de nuevo cuando les apetece. Las personas del lugar ven entrar y salir gente a todas horas y no le dan importancia, y está muy cerca de los locales favoritos de algunos de vuestros invitados.
—Vale, vale —dijo bruscamente Nagash. Se volvió hacia los dos esclavos—. ¿Están todos?
—El último llegó hace una hora, señor —respondió un esclavo mientras encajaba el cerrojo que faltaba en su sitio.
—Sin duda, a estas alturas ya se habrán bebido la mayor parte del vino —comentó Khefru con tono sombrío—. No es un buen modo de comenzar una conspiración, señor.
El gran hierofante hizo caso omiso de la impertinencia del sacerdote.
—Llevadme hasta ellos —les ordenó a los esclavos.
Nagash siguió a los dos hombres por el patio y, a través de una entrada abierta, llegaron a un pasillo estrecho y sin amueblar iluminado por dos parpadeantes lámparas de aceite. Más esclavos iban de aquí para allá por el corredor, portando jarras de vino vacías y fuentes de comida consumidas a medias. El sonido de una voz apagada surgió del otro extremo del pasillo seguida de estentóreas carcajadas.
Los esclavos condujeron al gran hierofante por el corredor y a través de una serie de pequeñas habitaciones abarrotadas de trozos de muebles rotos. Cada habitación tenía más luz que la anterior, hasta que Nagash se encontró en una antecámara bien iluminada que lindaba con el gran salón de la casa. El rumor de voces y el tintineo de copas de metal llegaban desde el otro lado de dos entradas con cortinas al extremo opuesto de la antecámara.
Nagash les hizo señas a los esclavos para que se hicieran a un lado y, con una breve mirada por encima del hombro a Khefru, se enderezó la túnica y atravesó rápidamente la entrada más cercana.
A diferencia del resto de la casa, el salón había sido lujosamente decorado con mobiliario procedente de los aposentos del gran hierofante en el palacio real. El suelo estaba cubierto con alfombras de primera calidad, elaboradas en la lejana Lahmia, y se habían dispuesto magníficos divanes con almohadones de seda formando un círculo irregular alrededor de un imponente sillón hecho de oscura madera pulida. Doce jóvenes nobles estaban tumbados en los divanes o repantigados sobre las alfombras, bebiendo vino y picoteando trocitos de carne o pescado de platos de cobre repartidos entre los juerguistas. El humo aromático del caro incienso salía formando volutas de los braseros situados en los rincones de la habitación.
Todos se volvieron a mirar cuando el gran hierofante entró en la habitación. Los rostros colorados por el vino y las procacidades reflejaron ex presiones de desconcierto, y luego de sorpresa, a medida que los invitados reconocían al hombre que había llegado tarde al banquete.
Nagash avanzó y se detuvo junto al sillón de madera oscura reservado para el anfitrión de la cena. Mientras las voces ebrias guardaban silencio, el hombre que estaba recostado en el sillón se enderezó con una risita.
—¿Y ahora qué? ¿Tendremos bailarinas —preguntó, mirando por encima del hombro— con la piel pálida como la luz de la luna y el cabello negro como…?
Su sonrisita lasciva se transformó en desmedido asombro al ver quién se encontraba a su lado.
El noble y el sacerdote se quedaron miraron largo rato. Luego, Arkhan el Negro comenzó a reír. La expresión del gran hierofante se tornó adusta.
—¿Te hago gracia? —preguntó en voz baja.
Arkhan sonrió, dejando ver sus dientes estropeados.
—Estuvimos haciendo conjeturas sobre quién podría ser nuestro misterioso anfitrión —contestó, y estalló una vez más en carcajadas—. Raamket pensó que podría tratarse de otro intento del rey para mantenernos lejos de las casas de vino. —Levantó el vaso hacia Nagash—. Y aquí estáis.
Raamket, un bruto de ojos oscuros con cara de pendenciero del muelle, le lanzó una mirada asesina a Arkhan. Los nobles soltaron ebrias carcajadas ante la incomodidad de su amigo. Otro noble, un hombre llamado Meruhep, pescó una cría de anguila de un cuenco que sostenía en el regazo y la estudió a la luz de la lámpara.
—Nuestro amigo Raamket parece saber un poco más de la cuenta. ¡Tal vez tenemos un espía entre nosotros! —apuntó mientras echaba la cabeza hacia atrás y sorbía ruidosamente la anguila.
Más carcajadas llenaron la habitación. Nagash esperó en silencio hasta que las risas se apagaron. Miró a Arkhan con frialdad. Después de un momento, la sonrisita del noble se desvaneció, y este se levantó hoscamente del sillón. Nagash se acomodó con gracilidad en el asiento.
—Un burdo intento de hacer una broma, pero ha acertado —dijo el gran hierofante—. De hecho, la razón de que estéis aquí es que sabéis de primera mano lo equivocado y peligroso que se ha vuelto el reinado de mi hermano.
Arkhan resopló en su copa de vino.
—El único peligro que yo veo es morir de aburrimiento —repuso—. Esas grandes asambleas se vuelven más insoportables cada mes.
—Mi hermano os trata como a niños —afirmó Nagash—. Es humillante, no sólo para vosotros, sino también para Khemri, porque le deja ver al mundo que nuestro rey es un hombre débil.
—¿Qué haríais vos en su lugar? —inquirió Meruhep con una sonrisita de suficiencia—. ¿Llevarnos a rastras al bazar y cortarnos las manos?
El gran hierofante hizo como si no hubiera oído la pregunta.
—Thutep se ha autoconvencido de que los humanos son compasivos y generosos por naturaleza. Piensa que si aguantáis suficientes reuniones reales, las virtudes de la responsabilidad cívica se os filtrarán en la cabeza como gotas de agua fresca. Cree que puede convencer a los reyes de Nehekhara de que dejen de lado siglos de guerra por un progresista interés personal y las tentaciones del comercio. —Las palabras goteaban como veneno de la lengua de Nagash—. ¿Y en qué se ha beneficiado nuestra ciudad en los últimos seis años? Las grandes casas de Khemri desoyen el llamamiento real siempre que estiman conveniente y actúan según sus propios intereses. Barrios enteros de los distritos nobles se encuentran vacíos porque Zandri ha atraído a las embajadas de nuestras ciudades hermanas. Las Ciudad de las Olas ha usurpado el papel de Khemri como la ciudad más importante de Nehekhara por vez primera en siglos. ¿Y para qué? Para que Thutep pueda negociar precios de cereales más bajos con Numas e importar alfombras libres de impuestos de Lahmia. Por eso, hemos cambiado nuestra primacía, por cuentas en un ábaco.
Varios nobles se movieron intranquilos ante la vehemencia de la alocución de Nagash. Uno de ellos, un calavera apuesto y despreocupado llamado Shepsu-hur, se recostó en su diván y observó al gran hierofante con cautela.
—Santidad, si las cosas son tan graves como las pintáis, ¿por qué las grandes casas no han tomado medidas contra Thutep? —preguntó—. ¿No es así como surgió vuestra dinastía en primer lugar?
Nagash le dirigió una mirada dura a Shepsu-hur, pero asintió con la cabeza a su pesar. Khetep había sido de sangre real, pero no era el hijo de Rakaph, el anterior rey. Cuando Rakaph murió al fin, su esposa, la reina Rasut, desacató la antigua ley y reclamó el trono durante un breve periodo de tiempo, temiendo que los reyes de Numas o Zandri trataran de suplantar a su pequeño hijo y reivindicar la ciudad como suya. Finalmente, el Consejo Hierático de Mahrak logró convencer a Rasut para que cediera el trono y regresara a Lahmia, donde murió poco tiempo después. Se nombró a Khetep, el leal visir de Rakaph, para que gobernara la ciudad como regente, hasta que el hijo de Rasut alcanzara la edad adulta.
Menos de un mes después de la muerte de Rasut, el joven heredero murió de una fiebre repentina, y Khetep se convirtió en rey sacerdote de Khemri.
—Por el momento, la situación actual favorece a las grandes casas —continuó Nagash—. Cuando reinaba mi padre, mantenía su poder e influencia a raya, pero ahora pueden desobedecer abiertamente la autoridad del rey y amasar sus fortunas como quieran. —Se encogió de hombros—. No me cabe duda de que con el tiempo una de las casas se creerá lo bastante fuerte como para hacerse con el trono, pero nunca tendrán la oportunidad. Zandri se propone convenirse en el poder preeminente en Nehekhara, pero para que eso sea posible Khemri debe quedar destruida para siempre. El rey Nekumet está haciendo acopio de fuerzas en este mismo momento. En poco tiempo, quizás unos años, se volverá lo suficientemente audaz como para atacarnos. Cuando eso ocurra, la Ciudad Viviente doblará la cerviz ante Zandri y se convertirá en su vasalla para siempre.
Los nobles allí congregados no supieron cómo responder a la declaración, lisa y llana, de Nagash. Muchos clavaron la vista en sus copas de vino o les lanzaron miradas furtivas a sus compañeros. Arkhan fue el único que se atrevió a contestar.
—Se trata de noticias nefastas sin duda, santidad, pero ¿qué esperáis que hagamos al respecto? No tenemos poder, riqueza ni influencia. —El noble le dedicó una sonrisa estropeada al gran hierofante—. Supongo que podríamos desafiar a Nekumet a beber o a una partida de dados. ¿Qué os parece?
Raamket fulminó a Arkhan con la mirada.
—Yo no lo intentaría —comentó entre dientes—. He visto cómo lanzas los dados.
La habitación estalló en carcajadas a costa de Arkhan. El noble mostró los dientes ennegrecidos y les gruñó ebrios juramentos a sus amigos, y por un momento, toda conversación acerca de reyes y conquistas quedó en el olvido. Nagash simplemente se quedó allí sentado, paciente e impasible como una serpiente, hasta que al final las risas se apagaron y los rostros de sus invitados adoptaron una expresión solemne una vez más.
—El poder fluye —prosiguió como si la interrupción no se hubiera producido—. Cambia de manos más fácilmente de lo que se podría pensar. Sin duda, mi hermano es un excelente ejemplo de ello. —Nagash estudió a los nobles reunidos uno por uno—. Ahora carecéis de poder, es cierto, pero eso podría cambiar.
Arkhan se inclinó hacia delante y colocó la copa en el suelo.
—¿Y vos podríais encargaros de eso? —preguntó.
El gran hierofante sonrió con frialdad.
—Por supuesto —contestó—. Las antiguas costumbres están llegando a su fin. Khemri tendrá un nuevo rey y deben servirle hombres crueles y despiadados, hombres a los que no les dé miedo mancharse las manos de sangre y hacer que la gente tema a la Ciudad Viviente una vez más. —Nagash observó sucesivamente a los invitados congregados—. Podéis ser más ricos y poderosos de lo que jamás podáis haber soñado, si sois los hombres despiadados que busco.
Meruhep sorbió ruidosamente otra anguila.
—Sois un tonto si creéis que os podéis convertir en rey —repuso con soma—. Sois sacerdote. El Consejo de Mahrak nunca lo permitiría.
—¡Esos impostores no tienen poder sobre mí! —gruñó Nagash, aferrando los brazos del sillón con las manos—. Su autoridad es una mentira y un día los aplastaré. ¡Ya nos han atado a la voluntad de los falsos dioses demasiado tiempo!
Los jóvenes nobles se quedaron mirando boquiabiertos al gran hierofante; estaban demasiado asombrados para hablar. Meruhep negó con la cabeza desdeñosamente mientras rebuscaba en el cuenco que sostenía en el regazo. Tras un largo momento, Arkhan rompió el silencio.
—Yo soy un hombre despiadado, santidad —declaró en voz baja—, pero vos ya lo sabíais o no estaría aquí.
—Yo también —anunció Raamket acaloradamente—. Comprobadlo.
Shepsu-hur se rió entre dientes.
—Yo puedo ser despiadado cuando estoy en vena, santidad —dijo.
Uno a uno, los otros nobles sumaron sus voces al coro. Arkhan había estado en lo cierto: Nagash había escogido a cada hombre cuidadosamente basándose en las recomendaciones de Khefru. A pesar de las bravatas propias de la juventud, eran hombres desesperados y desgraciados, con muchísimas deudas y sumidos en sus vicios. La promesa de obtener riquezas y poder los tentó inmensamente, y ninguno de ellos tenía mucho que perder más allá de sus vidas desperdiciadas.
Sólo uno se contuvo. La expresión de Meruhep se fue volviendo cada vez más desdeñosa a medida que aumentaba la algarabía a su alrededor. Al dejar el cuenco a un lado, derramó vino y anguilas flácidas por el suelo.
—¡Sois todos unos idiotas! —soltó mientras les lanzaba miradas de furia a sus compañeros. El joven noble señaló a Nagash con ira—. ¡Él no tiene poder! Su culto es una farsa creada para satisfacer la vanidad de un rey. ¿Pensáis que las grandes casas se quedarán de brazos cruzados y le dejarán destronar a su hermano? ¿Creéis que incluso Thutep se mostrará clemente cuando se entere de esto? No. Vuestras cabezas acabarán ensartadas en estacas fuera del palacio. —Meruhep se volvió de nuevo hacia Nagash—. Y, creedme, el rey lo descubrirá de un modo u otro. Estas cosas nunca se mantienen en secreto mucho tiempo…
El joven noble se detuvo a la mitad de la frase, frunciendo el entrecejo. Por un momento, fue como si hubiera perdido el hilo, y luego abrió mucho los ojos y se dobló en dos con un grito ahogado de dolor que dio paso rápidamente a alaridos de angustia.
Los hombres se pusieron en pie apresuradamente entre exclamaciones de sorpresa. Algunos lanzaron las copas de vino al suelo temiendo algún tipo de veneno. Uno, un primo lejano de Meruhep, se acercó con vacilación al lado del noble herido, pero se detuvo en seco al ver la expresión del rostro de Nagash. El gran hierofante mantenía la mirada fija en el noble que se retorcía, mientras movía los labios recitando en silencio.
Shepsu-hur también se fijó en la cara de Nagash. Su mirada se posó en Meruhep, y luego abrió mucho los ojos, horrorizado.
—Neru bendita —exclamó, señalando el suelo—. ¡Las anguilas!
Los nobles congregados siguieron el gesto de Shepsu-hur. El cuenco volcado de Meruhep se encontraba en el suelo y un puñado de anguilas hervidas se retorcía y abría y cerraba la boca como si fuera un grupo de serpientes en el creciente charco de vino.
Las exclamaciones de horror y consternación llenaron el salón, y los jóvenes se apartaron aterrorizados del cuerpo de Meruhep, que se sacudía en el suelo. A los pocos segundos, sus chillidos se transformaron en gorgoteantes gritos ahogados, y la sangre comenzó a calarle la túnica de lino. Sus movimientos se volvieron descontrolados y se convirtieron en espasmos de muerte a medida que las anguilas se abrían paso a mordiscos por su abdomen.
En unos pocos minutos, Meruhep había muerto y yacía en un charco formado por sus fluidos corporales. Unas figuras largas y pálidas se retorcieron entre la sangre y la bilis, y luego se fueron quedando inmóviles una a una. Cuando la última criatura hubo recuperado su aspecto inerte, Nagash levantó la mirada hacia la impresionada multitud.
—Sin duda, todos entendéis la necesidad de mantener esta empresa en secreto —dijo con calma. Hizo señas en dirección a las sombras que se proyectaban en los rincones de la habitación y los esclavos se acercaron rápidamente para llevarse el cuerpo de Meruhep a rastras—. Por el momento, no hace falta que hagáis nada, salvo esperar.
Nagash levantó la mano de nuevo, y Khefru apareció procedente de la antecámara. El joven sacerdote llevaba un rollo de papiro en las manos.
—Por ahora, lo único que necesito de vosotros es vuestros nombres —dijo Khefru—. Apuntadlos en este rollo junto con los de cualquier otro noble al que penséis que se puede convencer para que se una a nuestra causa.
Khefru se acercó primero a Arkhan y le pasó el papiro mientras buscaba un pincel de tinta que llevaba metido en la manga. El noble tenía los ojos clavados en el rastro de sangre que había dejado el cadáver de Meruhep, con una mezcla de ávido interés y repugnancia. Con un esfuerzo, apartó la mirada de la escena de pesadilla y le echó un vistazo al papiro en blanco.
—¿Firmamos…, firmamos esto con sangre? —preguntó Arkhan con tono vacilante.
La pregunta sorprendió a Nagash.
—¿Con sangre? —respondió maliciosamente—. Por supuesto que no. ¿Quién te crees que soy? ¿Una especie de bárbaro?
* * *
Horas después, Nagash salió de la deteriorada casa y les indicó a los portadores del palanquín que regresaran a la necrópolis. Estos lo hicieron temerosos mientras sus pisadas resonaban por las calles desiertas de la ciudad. Faltaba poco para la hora de los muertos, cuando la luz de Neru casi había desaparecido y los espíritus de las inmensidades desérticas podían vagar por la tierra en busca de presas. Sakhmet emitía una luz intensa justo sobre el horizonte occidental y los portadores no dejaban de lanzar miradas asustadas por encima del hombro como si la Bruja Verde les estuviera pisando los talones. Cuando al fin llegaron a la Gran Pirámide, Khefru tuvo que prometerles que les doblaría el salario para hacer que esperasen entre las tumbas frecuentadas por chacales.
Nagash no advirtió nada de eso. Se levantó del palanquín sin mediar palabra y entró velozmente en la enorme tumba. Las lámparas de aceite seguían encendidas dentro de su santuario Cogió una y avanzo a toda prisa, sosteniéndola en alto por encima de la cabeza para desterrar las sombras que ocultaban el contenido de la jaula de madera situada en el extremo opuesto de la habitación.
Nagash oyó unos agudos lloriqueos de terror al llegar al recinto. Una luz amarilla brillaba en los ojos muy abiertos y enloquecidos de un joven que había apretado el cuerpo tembloroso contra la esquina más alejada de la jaula para intentar escapar a la suerte que había sufrido su hermana. El cuerpo de la joven yacía casi a los pies del gran hierofante rodeado de un charco de sangre semicoagulada y fluidos corporales. La piel se le había hinchado como si fuera una salchicha y luego había reventado; una repugnante mezcla de carne cancerosa y sangre maloliente se había esparcido por el suelo de piedra. Los huesos manchados en medio de la sangre pastosa eran lo único que apuntaba a que el cadáver era humano siquiera.
Nagash se lanzó a abrir con torpeza la cerradura que aseguraba la puerta de la jaula. Luego, introdujo la mano y agarró al joven del pelo. Sacó a rastras de la jaula a la figura, que no dejaba de gritar como si fuera un cabrito que un carnicero hubiera escogido para matarlo, y examinó cada centímetro de su cuerpo desnudo.
El gran hierofante sonrió. El joven, que se llamaba Shepresh, estaba completamente ileso. La maldición que se había cobrado la vida de su hermana no lo había tocado a pesar de la sangre noble que compartían.
Sonriendo todavía, Nagash arrastró a la llorosa figura hasta el círculo ritual para comenzar una vez más el conjuro de Cosecha. Khefru entró entonces en la habitación; llevaba el papiro enrollado que habían traído de la reunión.
—¡Los nombres! —exclamó Nagash, extendiendo la mano—. ¡Los nombres! ¡Tráelos!
La hora de los muertos se acercaba y había trabajo atroz por hacer.