11: El juego de los reyes

ONCE

El juego de los reyes

Quatar, el Palacio Blanco,

en el 63.º año de Ptra el Glorioso

(-1744, según el cálculo imperial)

Rakh-amn-hotep, rey sacerdote de Rasetra, se aferró a la barandilla del barco flotante con sus dedos regordetes y cubiertos de cicatrices en cuanto escuchó el estruendo de advertencia de los espíritus del viento en lo alto. Efectivamente, se oyó un crujido de lona y la enorme cámara de aire se contrajo a lo largo de sus treinta metros de longitud para hacer descender el casco de madera del barco flotante como si fuera una embarcación coronando la cima de una altísima ola. El rey contuvo un grito de miedo mientras la nave descendía trazando un veloz y elegante arco para salir del Valle de los Reyes y pasar sobre la pared en forma de media luna de las Puertas del Alba.

Rakh-amn-hotep, que se encontraba en la proa del barco flotante, sintió el viento caliente y terroso golpeándole la cara y observó cómo el polvoriento terreno pasaba a aterradora velocidad. Dejaron atrás las fortificaciones que cerraban el extremo occidental del valle en menos de un minuto y, con ojos llorosos, pudo ver las piedras relucientes del Camino del Templo serpenteando por la pendiente poco empinada hacia la ciudad de Quatar. Las murallas de la ciudad y el palacio central presentaban un suave color crema el bendito sol de Ptra había desteñido gran parte de las espantosas manchas rojas que había dejado la lluvia maldita de Nagash. Si el dios se mostraba complaciente, antes de que pasaran otros diez años no quedaría ni rastro de la pesadilla que el Usurpador le había ocasionado a la ciudad.

Las grandes llanuras del centro de Nehekhara se extendían más allá de la ciudad y daban lugar a un extenso y ondulado panorama de terreno arenoso marcado con caminos comerciales que formaban líneas de piedra blanca. Para alivio del rey, la cámara de aire de lo alto se hinchó una vez más en respuesta al coro de sacerdotes que salmodiaban en la popa teórica de la nave, y el barco flotante se enderezó a unos cien metros por encima del suelo. Mientras luchaba por controlar su agitado estómago, el rey pudo ver las faldas afiladas de las Cumbres Quebradizas extendiéndose a modo de una vasta línea hacia el norte y el sur, y la amplia franja del vivificador río Vitae alejándose serpenteando hacia el oeste, en dirección al lejano mar. La orilla meridional del río estaba bordeada de una densa franja de color verde vibrante, mientras que al norte se extendían los fértiles campos de las Llanuras de la Abundancia, donde los señores de los caballos de Numas cuidaban de sus yeguadas y cosechaban los cereales que alimentaban a gran parte de Nehekhara.

Por suerte, no vio columnas de polvo ni enjambres de figuras vestidas de metal atravesando las llanuras en dirección a Quatar. Las onduladas llanuras estaban desiertas hasta llegar a las brillantes Fuentes de la Vida Eterna, envueltas en niebla, a muchas leguas al noroeste. Los ejércitos de Nagash aún no se habían movido de los campos situados fuera de Khemri, que permanecía oculta bajo una masa de siniestras nubes color púrpura justo al borde del horizonte noroccidental. Por el momento al menos, Quatar y las fuerzas acampadas fuera de la misma estaban a salvo.

Un inmenso y ordenado campamento había surgido en los amplios campos al oeste de la ciudad. Líneas de tiendas de color pardo estaban situadas en cuidadas hileras, organizadas por compañías y dispuestas alrededor de un cuadrado central que contenía plazas de armas, tiendas de suministros y herrería portátiles. Ordenadas columnas de carros desenganchados llenaban una plaza abierta cerca de un corral provisional para caballos, y tres campos colindantes estaban abarrotados de formas voluminosas y pesadas envueltas en zarcillos de vapor y finas volutas de humo más oscuro para sacrificios. Rakh-amn-hotep divisó enormes catapultas, escorpiones de guerra y altísimos gigantes hechos de madera tallada y chapas de bronce. El ejército de Lybaras había llegado con toda su fuerza y al rey, avezado a la lucha, le resultó un espectáculo aterrador. Los espíritus del aire silbaron y retumbaron en lo alto, y con un crujido de maderos y un gemido de cables, el gran barco flotante giró en redondo y comenzó a descender. Rakh-amn-hotep vio que se dirigían a una gran llanura situada al sur del Camino del Templo, a menos de una milla del perímetro del campamento lybarano. Otros tres barcos flotantes ya habían aterrizado en la llanura arenosa y estaban descargando tinajas de suministros pasándoselos a largas hilera de esclavos que esperaban. Los barcos flotantes quedaban ocultos bajo las enormes cámaras de lona que contenían los espíritus del aire que mantenían la nave en alto. Los habían construido a partir de cascos modificados de embarcaciones fluviales y colgaban bajo las cámaras mediante una telaraña de resistentes cables más gruesos que el brazo de un hombre. Cada casco podía transportar una enorme cantidad de carga en las bodegas, incluida una compañía entera de soldados, si sus estómagos podían con el viaje.

Cuando el barco flotante lybarano se había encontrado con el ejército rasetrano una semana antes y se había ofrecido a llevar a Rakh-amn-hotep por delante hasta Quatar, el rey había dejado atrás gran parte de su equipaje y había cargado la nave con una compañía mixta de Ushabtis e infantería pesada. Sus gritos de miedo y gemidos de mareo habían supuesto una interminable fuente de diversión para la pequeña tripulación del barco flotante. El rey no envidiaba a los esclavos a los que se les asignaría la tarea de limpiar las bodegas de carga.

La embarcación descendió trazando un lento y grácil arco hacia el campo, se desvió ligeramente hacia el sur y se deslizó hasta detenerse con un crujido de arena y grava, exactamente como si fuera una embarcación fluvial deslizándose hasta la orilla. Para cuando uno de los acólitos del barco hubo lanzado una escalera de cuerda por la borda, los primeros Ushabtis del rey ya habían subido a cubierta y estaban volviendo los rostros hacia el sol, agradecidos. Conteniendo una sonrisa irónica ante su malestar, el rey les ordenó a sus tropas que desembarcaran primero. No tuvo que esperar mucho.

Durante el desembarco llegaron tres carros procedentes de la ciudad manejados por miembros de la casa real de Hekhmenukep. Uno de los visires del rey bajó con cuidado del carro de cabeza y aguardó pacientemente a que Rakh-amn-hotep descendiera del barco flotante. Hizo una profunda reverencia mientras el rey de Rasetra se apartaba de la escalera.

—Mi señor, el rey sacerdote de Lybaras, os envía saludos, alteza —dijo el visir—. Os pide que os reunáis con él en el Palacio Blanco, donde os ofrecerá un refrigerio tras vuestro viaje.

El corpulento rey plantó los pies en la arena y se tambaleó. Era como si su cuerpo siguiera cayendo por el aire y tenía las rodillas débiles como las de un recién nacido.

—Adelante —contestó con un ademán distraído, e intentó concentrarse en caminar los diez metros que lo separaban del carro que esperaba sin caer de bruces en el suelo.

En cuanto el rey y sus Ushabtis subieron, el carro dio media vuelta trazando un círculo cerrado y atravesó traqueteando el campo de aterrizaje hacia el Camino del Templo. El viaje se volvió bastante más suave una vez que llegaron a la superficie de piedra, y enseguida los conductores hicieron que sus caballos se lanzaran camino abajo con un potente medio galope. Tras el vertiginoso ritmo del viaje por aire, a los hombres de Rasetra el paso les pareció muy lento.

En menos de media hora las murallas manchadas de Quatar surgieron imponentes ante los carros, y Rakh-amn-hotep vio que las puertas de la ciudad estaban abiertas y libres de tráfico, incluso aunque eran las primeras horas de la tarde. Sólo había un puñado de guerreros montando guardia en las murallas y el rey se fijó en que llevaban los faldellines de color pardo de los soldados lybaranos en lugar del blanco decolorado de la Guardia de la Tumba de Quatar.

Había oído que la ciudad había sufrido enormemente en manos de la vil maldición de Nagash, pero Rakh-amn-hotep no tenía ni idea de lo que eso significaba en realidad, hasta que los carros atravesaron la puerta abierta y entraron en una calle desierta que en su día había conducido al animado mercado de la ciudad. Las casas y las tiendas que flanqueaban el camino estaban cubiertas de una fina capa de ceniza blanca y muchas entradas se veían manchadas de hollín de los fuegos que se habían encendido durante la plaga. Pilas de desperdicios secos se amontonaban en los estrechos callejones o a lo largo de los lados de la calle, pero no había animales hurgando entre la basura en busca de comida. Un denso manto de silencio colgaba sobre la escena amortiguando incluso el traqueteo y el chirrido de las ruedas de los carros. El hedor acre a madera quemada y carne carbonizaba impregnaba el aire en calma. Lejos, al nordeste, columnas de humo gris se alzaban lánguidamente hacia el cielo mientras los sacerdotes del culto funerario entregaban aún más cadáveres a las llamas purificadoras de Ptra.

La plaga había acabado hacía más de un año y los supervivientes todavía estaban ocupándose de los cuerpos que habían quedado atrás.

Siguieron adelante a través del bazar vacío, levantando nubes de ceniza y polvo, y luego atravesaron el barrio de los Mercaderes. Allí, el ojo experto del rey vio las reveladoras señales del paso de la violencia. Muchas casas habían sido saqueadas por grupos de víctimas enloquecidas por la plaga y las pilas de muebles rotos y cerámica hecha añicos se amontonaban fuera de las entradas teñidas de humo. Las siniestras manchas que aparecían en las paredes de algunas casas daban una vaga idea del funesto destino de sus propietarios.

A pesar de lo terrible que era la destrucción en el barrio de los Mercaderes, los distritos nobles situados más allá habían sufrido aún más, como si los ciudadanos culparan de su sufrimiento directamente al rey y sus partidarios. Habían entrado en todas las casas y las habían quemado, e incluso habían abierto los muros de algunas propiedades trabajando frenéticamente con picos y palas. Habían derribado paredes y los tejados se habían hundido cuando los soportes de madera al final se habían quemado. En algún momento del pasado, los trabajadores habían abierto una senda a través de los escombros en el centro de la calle, y los carros se vieron obligados a avanzar en fila india mientras dejaban atrás montones de ladrillos rotos y madera carbonizada y astillada.

Únicamente cuando ya se encontraban casi en las murallas manchadas del Palacio Blanco, hallaron los primeros indicios de vida. La magnífica estructura, construida para rivalizar, y luego, en última instancia, sobrepasar, las glorias del palacio de Settra en Khemri, estaba rodeada de pequeños parques decorativos y amplias plazas dotadas de fuentes que se abastecían de manantiales que pasaban por debajo de la ciudad. Los parques estaban llenos de desgastadas tiendas cubiertas de ceniza, de chozas destartaladas fabricadas con ladrillos de barro que se desmenuzaban, y de figuras demacradas y de ojos hundidos, vestidas con túnicas harapientas, que se amontonaban cansinamente alrededor de las fuentes cubiertas de polvo lavando ropa o llenando jarras con agua. Los pocos supervivientes de los años de plaga observaron pasar los carros con expresiones de sufrimiento y terror.

El Palacio Blanco se alzaba como una isla de estabilidad en medio de la miseria y la desesperación de Quatar. Aunque sus muros aún mostraban las marcas de la vil maldición de Nagash, el caos y el salvajismo que se habían apoderado del resto de la ciudad habían dejado el palacio completamente intacto. Guerreros de la casa real de Quatar hacían guardia a las puertas del palacio ataviados con armaduras de cuero blanco y portando sus enormes espadas curvas. Inclinaron la cabeza con aire grave mientras los carros pasaban, y el desfile siguió adelante bajando por un amplio paseo bordeado de imponentes estatuas de los sirvientes con cabeza de chacal de Djaf. Al oeste, Rakh-amn-hotep podía ver la mole blanca del templo funerario, mientras que al este se alzaba el imponente Palacio del Anochecer, el templo del dios de la muerte. El palacio se encontraba delante; se trataba de una extensa estructura recubierta de mármol blanco, que descollaba como una esfinge sobre los demás edificios de la ciudad.

La escolta de Rakh-amn-hotep lo llevó por el amplio paseo hasta una pequeña plaza que se abría delante de la ancha escalinata del palacio. Allí, dispuestos en apretadas filas de diez hombres de fondo, aguardaba una compañía de guerreros ataviados con la pesada armadura de escamas de la infantería rasetrana. Un guerrero alto y de hombros anchos, cuya piel resplandecía gracias al poder del dios del sol, se encontraba a la cabeza. El paladín saludó alzando la espada mientras los carros se aproximaban y, como uno solo, los guerreros soltaron una jubilosa ovación al ver a su rey.

Los carros se detuvieron delante de las tropas reunidas, y Rakh-amn-hotep le ordenó a su conductor que diera media vuelta para poder ver y ser visto mejor por los guerreros rasetranos. Esbozando una feroz sonrisa, el rey alzó los brazos a modo de saludo.

—¡Almas incondicionales! —exclamó—. Hace demasiado tiempo que no veo vuestros rostros y me llena de alegría veros con la moral tan alta. Durante seis largos años, unos pocos de vosotros habéis conservado esta ciudad ante la calamidad. Durante seis largos años, vosotros solos os habéis interpuesto entre el monstruo de Khemri y los reinos del este. ¡Toda Rasetra sabe de vuestras valerosas hazañas! Vuestros nombres se han pronunciado con honor en los templos y he recompensado generosamente a vuestras familias como muestra de agradecimiento por vuestro servicio. Nuestros hermanos y primos se han puesto en marcha haciendo temblar la tierra con su furia. ¡Pronto estarán entre vosotros y nos dirigiremos al este para terminar el trabajo que empezamos hace tanto tiempo!

Una vez más, los guerreros soltaron una gran ovación y golpearon las mazas contra los escudos a manera de saludo. Sus rostros esbozaron sonrisas de orgullo al oír las palabras de aprecio de su rey y sólo la dura expresión de sus ojos oscuros insinuaba la terrible experiencia que se habían visto obligados a soportar. Ekhreb, el paladín del rey y comandante del destacamento, se apoyó en una rodilla mientras el rey descendía del carro.

—¡Nada de eso, por los dioses! —declaró Rakh-amn-hotep, haciéndole impacientes señas con la mano a su paladín—. Después de todo a lo que tú y tus hombres habéis tenido que hacerle frente, no deberían volver a pedirte que te inclinaras nunca ante otro hombre.

El rey se acercó a grandes zancadas y agarró al paladín por los brazos, casi poniendo en pie a la fuerza al hombre más alto.

—Bienvenido, alteza —contestó Ekhreb con voz profunda.

El paladín era de complexión fuerte; había sido bendecido con la fuerza y la vitalidad de uno de los hijos favoritos de Ptra. Tenía un rostro ancho y una mandíbula cuadrada, y sus ojos oscuros destellaban bajo una frente gruesa y prominente. La luz del sol brillaba sobre su cabeza afeitada y se reflejaba en los aros de oro que llevaba en las orejas. Su ancha boca se torció formando una sonrisa irónica.

—Seis años es demasiado tiempo sin vuestra presencia.

—Eres muy amable, amigo mío —contestó Rakh-amn-hotep.

—Para nada. Pensábamos que regresarías en menos de un año. De hecho, dijisteis algo por el estilo justo antes de partir.

—Es posible que fuera un poco optimista en mis cálculos.

—Nosotros llegamos a la misma conclusión después del cuarto año, más o menos.

Los dos hombres se rieron entre dientes, y luego la expresión del rey se volvió seria una vez más.

—¿Ha sido muy malo? —preguntó en voz baja.

La sonrisa abandonó el rostro de Ekhreb y su expresión se volvió sombría mientras luchaba por encontrar las palabras adecuadas. Al final, suspiró.

—Ha sido espantoso —dijo—. Ninguno de nosotros llevará una vida virtuosa después de esto. No hay infierno que los dioses puedan crear que pueda igualarse a lo que hemos tenido que hacerle frente aquí, en Quatar.

Rakh-amn-hotep hizo una mueca al ver la expresión que apareció en el rostro de su paladín. Inspeccionó las filas de hombres exultantes situadas a la espalda de Ekhreb.

—¿Esto es todo lo que queda? ¿Apenas una compañía de hombres, de cuarenta mil almas?

El paladín asintió con la cabeza.

—Sólo los dioses saben cuántos desertaron y se dirigieron a casa durante los primeros meses. Intentamos detenerlos, pero en cuanto la fiebre se adueñó de la población apenas podíamos seguir vivos. El ejército lybarano quedó prácticamente destruido antes de que hubieran transcurrido los seis primeros meses. Nosotros sobrevivimos sólo porque nos replegamos y cerramos las puertas del palacio contra la turba. —Ekhreb se encogió de hombros—. Ojalá pudiera obsequiaros con relatos de coraje, pero la verdad es que nos escondimos tras estos muros y rogamos para poder sobrevivir. Al final, nos dimos cuenta de que la plaga no podía entrar en el palacio.

Rakh-amn-hotep frunció el entrecejo.

—¿Y por qué no? —preguntó.

La expresión de Ekhreb se tomó sombría.

—Nosotros también nos lo preguntamos —explicó—. Finalmente la única explicación que tenía sentido era que Nagash no quería. Nemuhareb teme que el Usurpador tenga un destino especial en mente para él y su familia.

El ceño del rey se hizo más pronunciado.

—¿Nemuhareb ha causado algún problema?

Ekhreb negó con la cabeza.

—Ninguno —aseguró—. Está destrozado, ahoga sus pesadillas en vino y leche de loto negro. Nosotros somos la única razón de que no lo hayan destronado.

—Me sorprende que haya alguien dispuesto a ocupar su lugar —murmuró Rakh-amn-hotep con tono sombrío—. ¿Cuántos ciudadanos quedan?

—Sólo los dioses lo saben —respondió Ekhreb—. Menos de mil, seguro. Hemos hecho que patrullas de rescate peinen cada distrito de la ciudad y seguimos encontrando cuerpos. La ciudad es una inmensa tumba. Tardará generaciones en recuperarse, si es que lo hace.

El rey hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Entiendo por qué los lybaranos decidieron acampar fuera de las murallas —comentó.

—¿Y nuestro ejército? —inquirió el paladín—. ¿Cuándo llegará?

—Aún tardará algunas semanas —respondió el rey con un suspiro—. Todavía estábamos a varios días de distancia del Valle de los Reyes cuando el barco flotante lybarano nos encontró. Ha sido una marcha lenta desde Rasetra. Contamos con sesenta mil soldados de infantería y caballería, más otros doce mil soldados bárbaros y sus lagartos de trueno. —Rakh-amn-hotep sacudió la cabeza—. Nunca debería haber dejado que Guseb me convenciera de traer a los lagartos. Hasta ahora no han causado más que problemas. Por suerte, parece que Nagash no tiene prisa por marchar sobre la ciudad, lo que había sido mi principal motivo de preocupación.

—Podéis darles las gracias a Hekhmenukep y Nebunefer por eso —dijo Ekhreb.

—¿A Nebunefer? —preguntó el rey, alzando las cejas, sorprendido—. ¿Qué está haciendo aquí ese viejo intrigante?

—Llegó con los lybaranos —contestó el paladín—, y luego partió casi de inmediato rumbo a Ka-Sabar. Corre el rumor de que han urdido un plan para mantener a Nagash distraído mientras reunimos a nuestras fuerzas.

—No sé si me gusta cómo suena eso —repuso el rey, levantando la mirada hacia el palacio con el entrecejo fruncido—. Vamos, viejo amigo —gruñó, haciéndole señas a Ekhreb—. Es hora de averiguar qué han estado haciendo nuestros aliados mientras he estado fuera.

* * *

La torre negra se alzaba como la hoja de una espada de piedra en medio de un arremolinado mar de arena. Se encontraba justo al borde del Gran Desierto y se veía azotada constantemente por las tormentas que recorrían aullando las dunas calientes. El efecto erosivo de la arena había pulido los grandes bloques de basalto que componían la superficie exterior de la torre, hasta lograr un acabado de espejo. El sonido que la arena producía contra la piedra era como el silbido de cientos de miles de serpientes hambrientas buscando la más mínima grieta o imperfección para meterse dentro.

Y, sin embargo, el trabajo en la torre continuaba, incluso con el embravecido viento en contra. Proseguía día y noche. Un ejército de esclavos les daba forma a las piedras y las transportaba hasta la base de la torre, donde aún más trabajadores las subían a rastras por una enorme rampa en espiral que serpenteaba sinuosamente alrededor de la alta aguja, hasta alcanzar una altura de más de sesenta metros. La rampa estaba hecha de madera y pieles atadas con gruesos rollos de cuerda, y se sacudía y temblaba terriblemente en medio de la tormenta. Se había venido abajo muchas veces, derribada por las fuertes rachas de viento o serrada por la abrasiva arena, y en cada ocasión, muchísimos trabajadores acababan aplastados bajo el peso de los maderos caídos y la piedra astillada.

Los que tenían suerte no se volvían a levantar. La mayoría, sin embargo, apartaba de un empujón las vigas caídas y se abría camino como podía entre la arena, cavando con manos destrozadas o con las afiladas puntas de los huesos de los dedos. Algunos se retorcían dejando atrás pedazos de carne y músculos que en su día envolvían sus huesos relucientes. Su fuerza provenía de una voluntad pura e implacable y golpeaba sus almas atrapadas como un azote.

La gente de Bhagar no conocía el hambre, el dolor ni la fatiga. El último de ellos había muerto más de tres años antes a los pies de la torre negra de Arkhan colocando las primeras piedras en su sitio. El aliento de su dios rugía con impotencia a su alrededor, azotando sus cuerpos y vaciando sus ojos, y sin embargo, la torre continuaba creciendo.

Construir la torre era una idea que Arkhan tenía desde hacía tiempo, se remontaba al principio de la construcción de la poderosa pirámide de su señor. Cuando se encontró en posesión de varios miles de esclavos tras la conquista de Bhagar, el visir vio su oportunidad. Mientras su señor se concentraba en reclutar a sus ejércitos en Khemri, Arkhan propuso erigir la ciudadela para vigilar los accesos meridionales de la ciudad de otro ataque de la lejana Ka-Sabar, o tal vez incluso una sublevación en Bel Aliad, la Ciudad de las Especias. El Rey Imperecedero lo consideró y accedió.

La verdad era que Arkhan deseaba distanciarse de Nagash por una razón completamente diferente: a saber, el elixir vivificador del rey. Lo irritaba el poder que Nagash tenía sobre él en virtud de aquella terrible pócima, pero la fórmula mágica de la misma seguía escapándosele. Si debía continuar sirviendo al rey desde su sede en la torre negra, entonces Nagash no tendría más alternativa que enseñarle al visir cómo elaborar el elixir por sí mismo, o eso había pensado él.

Cada seis meses llegaba un mensajero procedente de Khemri portando un arcón sellado que contenía seis frascos de elixir, lo justo para beber uno al mes. La privación lo dejaba débil y sediento todo el tiempo, y a pesar de sus esfuerzos, nunca podía guardar suficiente líquido para estudiar sus propiedades mucho tiempo.

Durante los dos primeros años tras la masacre de Bhagar, los esclavos habían cavado hondo en el terreno rocoso con picos y palas rudimentarios y habían construido el primero de los numerosos pisos de la torre a más de quince metros bajo tierra. Arkhan llamó a canteros de Khemri para que orientaran a los esclavos en su labor mientras sus jinetes no muertos montaban guardia desde las dunas de los alrededores. Más tarde, se envió a los esclavos de regreso a su ciudad natal y se los puso a trabajar demoliendo sus casas para conseguir la piedra necesaria para formar los cimientos de la torre.

La cámara subterránea más profunda se reservó para Arkhan. Aunque no tenían nada que ver con la magnífica eminencia de la cripta de mármol de su señor, las cámaras servían a las necesidades inmediatas del inmortal. Se había tardado la mayor parte de un año en trasladar a los miembros de su casa desde la Ciudad Viviente hasta la lejana torre debido a las embravecidas tormentas, y muchos leales servidores habían perecido por el camino. Al resto los mató con veneno en cuanto llegaron. Ahora lo atendían en la penumbra de su santuario, con sus cuerpos marchitos envueltos en túnicas del lino más negro y bordadas con sigilos arcanos de conservación.

Arkhan se encontraba en el interior de su santuario enfrascado en manuscritos de sabiduría arcana y estudiando las profundidades color rubí de uno de sus valiosísimos frascos de elixir cuando oyó un débil y sibilante susurro en los oscuros rincones de la habitación. Durante un brevísimo instante, pensó que la inquisitiva arena por fin había logrado entrar en la torre negra empujada por el implacable odio de Khsar el Sin Rostro, a cuya gente había matado Arkhan. Un terror puro recorrió las venas del inmortal. Luego, de repente, cogió rápidamente una parpadeante lámpara y cruzó la habitación desterrando las profundas sombras situadas ante él.

La luz de la lámpara se reflejó en relucientes caparazones negros. Una avalancha de escarabajos estaba entrando por las grietas de la mampostería e iba formando una hirviente alfombra por el suelo del santuario.

Arkhan retrocedió un paso, aferrando con fuerza el frasco de elixir en la mano mientras se preparaba para lanzar un feroz conjuro. Los escarabajos se unieron en el centro de la cámara, saltaron en el aire con un seco repiqueteo de alas y se arremolinaron formando una bullente y reluciente nube.

Las palabras del conjuro murieron en los labios de Arkhan mientras la nube adoptaba una forma conocida.

—Leal servidor —dijo una voz desde las profundidades de la susurrante nube.

Surgía de mandíbulas que chirriaban y alas que zumbaban, patas que escarbaban y caparazones cubiertos de polvo, pero su identidad era inconfundible. Arkhan se inclinó, asombrado, ante la imagen de Nagash.

—Aquí estoy, señor —contestó el visir, metiéndose el frasco en la manga—. ¿Qué ordenáis?

—Nuestros enemigos marchan contra nosotros una vez más —anunció el nigromante. El contorno borroso del rostro de Nagash se volvió hacia el visir—. Nuevos ejércitos se están congregando en Quatar y la hueste de Bronce cruza el Gran Desierto para atacar Bel Aliad.

—¿Cruzar el desierto? ¡Eso es imposible! —exclamó Arkhan—. Las tormentas…

—Las tormentas son obra de los cobardes sacerdotes de Mahrak —dijo Nagash entre dientes—. Esperan entorpecer nuestros esfuerzos y ocultar los movimientos de sus tropas. En este mismo momento, los refugiados de Bhagar guían a los guerreros de Ka-Sabar por las sendas secretas de las tribus del desierto. Llegarán a Bel Aliad en menos de dos semanas. No obstante, desconocen que hay un traidor entre ellos, alguien que me ha tendido culto durante muchos años, desde la derrota en Zedri. Él nos pondrá a la hueste de Bronce en bandeja y luego la mismísima Ciudad del Bronce.

Los pensamientos se agolparon en la mente de Arkhan mientras analizaba el repentino giro de los acontecimientos.

—Mis guerreros están preparados, señor —anunció—. ¿Qué queráis que hagamos?

—Coge a tus jinetes no muertos y dirígete a Bel Aliad —ordenó el nigromante—. En cuanto llegues, esto es lo que debes de hacer.

El nigromante le contó a Arkhan su plan con voz sibilante y crujiente. El visir escuchó con la cabeza inclinada mientras contemplaba la caída de Akhmen-hotep y la gente de Ka-Sabar.