DIEZ
Nuevas de guerra
Ka-Sabar, la Ciudad del Bronce,
en el 63.º año de Ptra el Glorioso
(-1744, según el cálculo imperial)
En la Ciudad del Bronce el viento del este recibía el nombre de Enmeshna Geheb, pues era el lado de la ciudad la que contenía el mayor parte del complejo de fundiciones de Ka-Sabar. El aliento de Geheb apestaba a carbonilla y a cobre quemado mientras lingotes de mena extraídos de las Cumbres Quebradizas se fundían en grandes crisoles y se combinaban con barras de níquel para producir bronce de gran calidad. Durante siglos, Ka-Sabar había sido considerada una ciudad industrial y se había hecho rica comerciando con todo, desde hebillas para cinturones y armazones para ruedas a espadas de primera calidad y armaduras de escamas. En esos aciagos días, la demanda de sus bienes era mayor que nunca. Los hornos de la ciudad iluminaban el cielo oriental por la noche y un perpetuo manto de humo acre envolvía sus forjas. Caravanas fuertemente armadas descendían por el camino comercial procedentes de Quatar portando arcones de oro y plata, y regresaban cargadas de espadas y hachas, petos de escamas y escudos, lanzas con puntas de bronce y cestas de puntas de flecha. Rasetra y Lybaras estaban gastando enormes sumas (gran parte del dinero provenía de préstamos del Consejo Hierático de Mahrak) para equipar a sus ejércitos, cada vez mayores. La enorme entrada de riquezas había dejado atónitos a los visires de Akhmen-hotep, pero el rey comprendía la desesperación que impulsaba el frenético gasto. Él también había estado rehaciendo febrilmente sus fuerzas destrozadas tras la aplastante derrota en Zedri, seis años atrás. Mientras ese profano monstruo de Nagash reinara sobre la Ciudad Viviente, ni una sola alma estaba a salvo en Nehekhara.
La noticia de la masacre en Bhagar había llegado con los primeros refugiados de ojos hundidos de la ciudad del desierto, menos de tres semanas después de que Akhmen-hotep hubiera regresado a Ka-Sabar. Durante semanas enteras, la ciudad se había quedado paralizada por el terror y el dolor; sus ciudadanos miraban hacia el norte con creciente temor mientras aguardaban la llegada de la horda de pesadilla del Usurpador. Luego, un mensajero llegó por el camino comercial trayendo cartas de los reyes de Rasetra y Lybaras. ¡Se habían alzado contra el Usurpador, habían tomado Quatar por asalto y estaban en disposición de liberar Khemri! Akhmen-hotep redactó rápidamente una carta declarando su apoyo a los reyes del oeste, y después pasó el resto del día en el templo de Geheb, agradeciéndoles a los dioses la liberación de su gente.
Transcurrió un mes sin noticias mientras Ka-Sabar lloraba a sus hijos muertos y consideraba el futuro. Akhmen-hotep envió un mensajero tras otro al Palacio Blanco en busca de noticias de sus nuevos aliados. No regresó ninguno. Al final, tras seis largos meses, el rey despachó una pequeña fuerza de sus Ushabtis y un escuadrón de jinetes a Quatar para que averiguaran lo que pudieran.
Dos meses después, los Ushabtis regresaron a pie; traían un relato de horror y desesperación. La misma noche de la masacre en Bhagar, el cielo había llorado sangre sobre Quatar y, a los pocos días, toda la ciudad se había visto consumida por una plaga como nunca antes había visto la Tierra Bendita. La enfermedad atacaba a hombres y animales con igual ferocidad y los hacía enloquecer con una fiebre intensa y salvaje. Menos de una semana después, la ciudad se había consumido en medio de una orgía de asesinato y destrucción. Los ejércitos aliados acabaron diezmados, destrozados desde dentro a medida que compañías enteras sucumbían a la fiebre y se abalanzaban sobre sus compañeros guerreros. Los reyes de Rasetra y Lybaras se habían visto obligados a huir de la ciudad abandonando a sus ejércitos en busca de la seguridad de Mahrak, en el otro externo del Valle de los Reyes. Según los rumores, planeaban reclutar más guerreros y regresar con un contingente de sacerdotes guerreros del Consejo Hierático para limpiar la ciudad y reanudar el avance sobre Khemri.
Sin embargo, mientras los meses se transformaban en años, quedó claro la que los sacerdotes de Mahrak no podían encontrar un modo de contrarrestar la maldición que había caído sobre la ciudad.
Akhmen-hotep no tenía ninguna duda de que Nagash era la fuente de la terrible plaga. La idea hizo que se estremeciera hasta el fondo del alma. Con denuedo, el rey comenzó a reconstruir su ejército destrozado ya prepararse para lo peor.
Nagash no se movió de Khemri tras la espantosa plaga. Aunque los ejércitos de sus enemigos habían quedado devastados, al parecer al ejército del Usurpador no le había ido mucho mejor. Para colmo de males, una temporada de terribles tormentas de arena había llegado del Gran Desierto y había barrido el centro de Nehekhara, de modo que había resultado prácticamente imposible viajar durante semanas enteras. Se produjo una especie de punto muerto. Los restos destrozados de los ejércitos occidentales aún controlaban el Palacio Blanco de Quatar, mientras que Nagash era libre de obrar sus maldades en la Ciudad Viviente. El destino de la Tierra Bendita pendía de un hilo mientras ambos bandos se apresuraban a reconstruir sus fuerzas devastadas y comenzar la guerra de nuevo.
* * *
Lentamente, el visir quedó a la vista mientras subía los escalones de arenisca que conducían al salón del Consejo. El viento caliente que recorría la ciudad procedente del este hacía ondear su túnica. Los inclinados rayos de sol brillaron sobre el casquete de bronce del funcionario y se reflejaron en los anillos de oro que adornaban las manos anchas y cubiertas de cicatrices del hombre. Hizo una profunda reverencia ante el rey y el pequeño grupo de nobles que estaban sentados o daban vueltas por la cámara azotada por el viento.
—El emisario de Mahrak ha llegado, alteza —anunció.
Akhmen-hotep se volvió al oír la voz áspera del visir. Estaba caminando de un lado a otro de la sala, como tenía por costumbre, recorriendo a grandes zancadas las anchas losas junto a las columnas bajas y achaparradas que sostenían el borde oriental del techo de la sala del Consejo. La cámara carecía de paredes, ya que descansaba sobre el palacio real, en el centro de la ciudad, que a su vez se encontraba en la cima de una de las numerosas estribaciones de las Cumbres Quebradizas. El rey de Ka-Sabar podía posar la mirada a lo largo y ancho de sus dominios, desde las forjas que se extendían formando una media luna humeante, al este, hasta los perturbadores templos de piedra de los dioses que llenaban el barrio de los Sacerdotes, al oeste. Una fina capa de hollín cubría los lados redondeados de las columnas orientales, y remolinos de arena y polvo recorrían, arrastrados por el viento, el suelo de piedra de la pequeña cámara, lo que hacía que el rey y sus nobles se acordaran del dios de la tierra al que rendían culto.
El sillón del rey, un objeto enorme elaborado con trozos de madera petrificada y pesados accesorios de bronce, daba a la escalinata desde el otro extremo de la estancia. Una veintena de sillas más pequeñas formaba un irregular círculo ante él; estaban reservadas para los nobles más importantes de la ciudad y los aliados más cercanos del rey. Estaban ocupadas menos de la mitad.
A la izquierda del sillón del rey se encontraba Memnet, el gran hierofante de Ptra. A la derecha estaba repantigado Pakh-amn, el jefe de Caballería del rey, junto con una docena de hijos jóvenes de las familias nobles de la ciudad. Muchísimos grandes señores de Ka-Sabar no habían regresado de la debacle de Zandri y el liderazgo había recaído en hombros, en su mayor parte, sin experiencia. Ni Khalifra, la sacerdotisa de Neru, ni Hashepra, el hierofante de Geheb, estaban presentes, y el rey sentía su ausencia profundamente. La repentina llegada del emisario había dejado a Akhmen-hotep con poco tiempo para reunir a sus consejeros, y a los líderes religiosos casi nunca se los veía fuera de sus templos en esos días. El nuevo hierofante de Phakth, un sacerdote llamado Tethuhep, no había sido visto nunca en público. Su portavoz aseguraba que Tethuhep estaba ocupado con oraciones para la defensa de la ciudad, pero Akhmen-hotep sospechaba que el sucesor de Suskhet aún no estaba preparado para asumir sus deberes oficiales.
La verdad fuera dicha, Pakh-amn y Memnet no estaban mucho mejor. Para Akhmen-hotep era evidente que los horrores que habían presenciado seis años atrás habían dejado muy marcados a los dos hombres. El gran hierofante era una figura demacrada y de ojos hundidos; su rostro había envejecido prematuramente desde la aciaga batalla. Aunque seguía siendo un personaje poderoso e influyente en la ciudad, Memnet se había vuelto cada vez más distante y retraído a cada año que pasaba. Pakh-amn había sufrido aún más desde su regreso a la ciudad. Akhmen-hotep no había ocultado la precipitada retirada del joven noble del campo de batalla, y su prematura vuelta a Ka-Sabar, más de tres días antes que el rey, hizo que muchos en la ciudad pusieran en duda el valor de Pakh-amn. Después de la batalla se ausentó de la corte del rey durante más de un año y circulaban rumores de que había recurrido a la leche del loto negro para librarse del dolor de su deshonra. Él también tenía los ojos hundidos y aspecto meditabundo, y le temblaban los dedos mientras sostenía una copa de vino con ambas manos.
Aldimen-hotep estudió al Consejo un momento y luego le hizo un grave gesto de asentimiento con la cabeza a su visir.
—Que pase —ordenó el rey.
El visir hizo otra reverencia y se retiró escaleras abajo. Menos de un minuto después oyeron los pasos acompasados de los Ushabtis del rey y cuatro de los fieles aparecieron ante ellos escoltando a un sacerdote muy anciano, que vestía la túnica amarillo vibrante de un servidor de Ptra. A pesar de su avanzada edad, el emisario se movía con una confianza y fuerza sorprendentes, y sus ojos oscuros eran agudos y brillantes. Su mirada se posó en Memnet, y el gran hierofante se levantó de su silla de un salto como si lo hubieran pinchado.
—¡Nebunefer! Que las bendiciones de Ptra recaigan sobre vos, santidad —tartamudeó Memnet. El gran hierofante se apretó las manos e hizo una profunda reverencia—. Es un honor inesperado…
El emisario de Mahrak se anticipó a Memnet levantando una mano.
—¡Quieto! —ordenó bruscamente—. No he venido a inspeccionar vuestros cofres, gran hierofante. Traigo nuevas para vuestro hermano el rey. —Nebunefer inclinó la cabeza con respeto ante Akhmen-hotep—. Que las bendiciones del Gran Padre recaigan sobre vos, rey de la Ciudad del Bronce.
—Y sobre vos —contestó Akhmen-hotep con tono neutro—. Hacía mucho tiempo que no llegaba un emisario de la Ciudad de la Esperanza. ¿Las tormentas del desierto también azotan Mahrak?
Nebunefer miró al rey enarcando una fina ceja.
—Las tormentas son creación nuestra, alteza. El Consejo Hierático ha hecho todo lo posible para mantener al blasfemo a raya en Khemri, para que vos y vuestros aliados podáis recuperaros de vuestras terribles pérdidas.
El rey contempló a Nebunefer un momento.
—Le agradecemos su ayuda al consejo —respondió con cuidado—. ¿Esto significa que Mahrak está preparada para enviar a sus sacerdotes guerreros a la batalla contra el Usurpador?
Nebunefer le dedicó al rey un seco gesto negativo con la cabeza.
—Aún no es el momento oportuno —contestó—. Los reyes de Rasetra y Lybaras han reclutado nuevos ejércitos y están preparados para reanudar la cruzada contra el blasfemo.
—¡Ah!, ya veo —dijo Akhmen-hotep—. Así que el Consejo Hierático ha limpiado Quatar, por fin, de su espantosa maldición, ¿no? El emisario hizo una pausa.
—Se ha dejado que la plaga siguiera su curso —explicó—. Muchas de las familias nobles de la ciudad han sobrevivido, incluidos Nemuhareb y la familia real, además de unos cuantos cientos de soldados que habían sido acuartelados en el interior del Palacio Blanco, pero el resto sufrió terriblemente.
Akhmen-hotep asintió gravemente con la cabeza.
—Las caravanas que llegaban del norte traían historias atroces: calles cubiertas de ceniza y huesos humanos, casas cerradas con barricadas por dentro y llenas de cuerpos mutilados, y osarios abarrotados de cráneos quemados. Quatar es, en verdad, la ciudad de los muertos.
—Y así crece el ejército del monstruo —terció Pakh-amn, levantando sus ojos bordeados de rojo para clavarlos en el emisario. Su voz era poco más que un graznido y tenía los dientes manchados de azul oscuro tras años de beber la leche del loto—. Decenas de millares de muertos están a sus órdenes, sacerdote. ¡Quatar está siendo sitiada en este mismo momento!
La vehemencia presente en la voz de Pakh-amn sorprendió a Nebunefer durante un breve momento.
—El Consejo Hierático ha oído las historias de la batalla de Zandri y se han tomado medidas para poner a los ciudadanos de Quatar fuera del alcance de Nagash. Los miembros del culto funerario de la ciudad que sobrevivieron trabajaron día y noche para sellar a los muertos en tumbas cuidadosamente protegidas en la necrópolis de la ciudad. —El emisario volvió a concentrarse en el rey—. Lo que es más, las descripciones de los enfrentamientos en Zandri y Bhagar nos revelan que Nagash o uno de sus supuestos inmortales deben estar presentes para levantar los cuerpos de los muertos, y no dispondrá de esa oportunidad en Quatar.
El rey apretó las manos detrás de la espalda y contempló la parte oriental de la ciudad; sentía el aliento de Geheb contra la piel.
—Habéis dicho que Rasetra y Lybaras han reclutado nuevos ejércitos.
—Rasetra marcha hacia el Valle de los Reyes en este mismo momento. Rakh-amn-hotep ha congregado a todos los guerreros que posee la ciudad e incluso incluye compañías salvajes compuestos por bestias de la jungla en su ejército. Hekhmenukep y los ingenieros guerreros de Lybaras han vaciado sus legendarios arsenales y se dirigen a toda prisa a Quatar con una legión de temibles máquinas de guerra para contraatacar a la horda no muerta del blasfemo. En menos de un mes, estarán acampados a las puertas de Quatar y marcharán sobre la Ciudad Viviente en cuanto los presagios sean favorables.
Pakh-amn murmuró algo con tono sombrío sobre su copa de vino tomó un largo trago. Akhmen-hotep le lanzó una mirada dura al noble pero no dijo nada. En cambio, inspiró hondo y se volvió hacia Nebunefer.
—¿Qué quiere el Consejo Hierático de Ka-Sabar? —preguntó.
El emisario esbozó una leve sonrisa ante la actitud franca del rey.
—Los espías que tenemos en Khemri nos han informado de que Nagash no ha permanecido ocioso desde que extendió su maldición sobre Quatar. Ha sometido a los reyes de Numas y Zandri a su voluntad, y ha vaciado sus cofres para reclutar un poderoso ejército. Se están congregando en las llanuras de la Ciudad Viviente, aunque las constantes tormentas han entorpecido sus movimientos de manera considerable. —Nebunefer hizo una pausa—. Es posible que el destino del ejército sea Ka-Sabar, gran rey, pero el consejo opina que es más probable que se dirija a Quatar primero y cierre el Valle de los Reyes.
Akhmen-hotep hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Nagash no es idiota. Si puede mantener a raya a Rasetra y Lybaras tomando las Puertas del Alba, entonces podrá encargarse de nosotros con calma.
El rey consideró la situación. El tamaño de los ejércitos orientales obraría en su contra durante el camino, haciéndolos progresar muy lentamente. Los ejércitos del Usurpador, en cambio, se encontraban más cerca de Quatar y podían desplazarse a mayor velocidad. Después de todo, Nagash no tenía que preocuparse de la comida ni el agua para sus tropas. La idea hizo que un escalofrío recorriera la espalda del rey.
—Las próximas semanas serán cruciales —continuó Nebunefer—. Rasetra y Lybaras deben cruzar sin percances el Valle de los Reyes. En cuanto hayan llegado a las llanuras del otro lado, la ventaja en la batalla será suya. Por lo tanto, debemos tomar medidas para desviar la atención de Nagash sobre Quatar un tiempo.
Un opresivo silencio descendió sobre la cámara del Consejo, roto únicamente por el sibilante aliento del dios. La mirada de Memnet pasó con temor de su hermano a Nebunefer.
—¿Qué queréis que hagamos, santidad? —preguntó con voz temblorosa.
—Proponemos atacar a Nagash desde una dirección inesperada —contestó el emisario con ojos relucientes—. A pesar de su supuesto talento, el blasfemo también es un rey mezquino y arrogante. Cualquier derrota, por muy pequeña que sea, es un insulto para su desmesurado orgullo y se verá obligado a responder. —Nebunefer extendió las manos—. La hueste de Bronce se encuentra en una posición ideal para asestar tal golpe.
Akhmen-hotep miró al otro hombre con el entrecejo fruncido.
—¿Y dónde queréis que ataquemos? —inquirió.
—En Bel Aliad, al otro lado del Gran Desierto.
Pakh-amn dejó escapar un sonido ahogado mientras el vino se derramaba por encima del borde de su copa inclinada. Las toses jadeantes del demacrado noble se transformaron rápidamente en amargas carcajadas en tanto se levantaba tambaleándose de la silla. Muchos de los jóvenes nobles del Consejo se miraron unos a otros avergonzados y consternados, pero unos pocos se unieron a las risas de Pakh-amn creyendo entender el chiste.
—Un plan audaz salido de una panda de sacerdotes muertos de miedo —soltó Pakh-amn, clavando en Nebunefer una mirada de odio—. ¡Vuestro querido Consejo se sienta en cojines perfumados y nos deja a nosotros para que luchemos contra los ejércitos de los condenados! ¡Habéis oído historias de lo que ocurrió en Zandri, pero no estuvisteis allí! ¡El cielo no se cubrió de bullente oscuridad sobre vuestras cabezas! ¡Vuestros amigos no se transformaron en cadáveres que bufaban y trataban de agarraros con sus garras!
Akhmen-hotep atravesó la cámara del Consejo con dos largas zancadas y golpeó al jefe de Caballería en un lado de la cabeza. El noble cayó al suelo y su copa vacía repiqueteó melodiosamente por las piedras. Las espadas destellaron cuando los Ushabtis del rey se adelantaron preparados para cumplir las órdenes de Akhmen-hotep.
—Si me avergüenzas una vez más, te mataré, Pakh-amn —dijo el rey con frialdad—. Ahora largo. El Consejo ya no te necesita.
A una señal del rey, los cuatro Ushabtis se acercaron y rodearon al noble. Pakh-amn se puso en pie de modo vacilante, masajeándose el verdugón rojo que había dejado la mano abierta del rey. Con una última mirada cargada de odio dirigida a Nebunefer, el jefe de Caballería fue escoltado velozmente fuera del salón.
El rey esperó hasta que Pakh-amn hubo desaparecido de la vista antes de inclinar la cabeza ante el emisario.
—Os ofrezco mis disculpas —dijo—. Ka-Sabar no pretende insultar a nuestros honorables aliados. Dicho esto, sin duda debéis comprender el… reto… que supone tal empresa. Como bien habéis dicho, Bel Aliad se encuentra al otro lado del Gran Desierto. Tardaríamos meses en rodearlo, y eso nos llevaría peligrosamente cerca de Khemri por el camino.
—No proponemos rodear el desierto, sino atravesarlo —contestó Nebunefer—. Existen antiguas rutas a través de la arena por las que solían viajar las caravanas siglos atrás.
—Muchos de los oasis situados a lo largo de esas rutas hace tiempo que se secaron —repuso el rey—, y de todas formas no habrían sido suficiente para mantener a un ejército.
El emisario sonrió.
—El desierto guarda más secretos de los que conocéis, Akhmen-hotep. Los príncipes bandidos de Bhagar podían trasladar, y de hecho lo hacían, grandes grupos de jinetes por el desierto a voluntad, y sabemos que hay casi un centenar de refugiados bhagaritas aquí en la ciudad. Pedídselo, alteza. Ellos pueden guiaros a través del desierto.
—¿Por qué deberían hacerlo? —preguntó el rey.
La pregunta desconcertó al sacerdote.
—¿Por qué? Por venganza, por supuesto. Nagash debe pagar por lo que le hizo a Bhagar. ¿No estáis de acuerdo?
Akhmen-hotep ignoró la pregunta del emisario.
—Y si atacamos Bel Aliad, entonces ¿qué? —inquirió.
—Ocupáis la ciudad un tiempo —explicó el emisario—. Saqueáis las casas de los nobles y los mercados de especias. Matáis a los que apoyen al blasfemo de Khemri. Cuando llegue la noticia a la Ciudad Viviente de que habéis conquistado la ciudad, Nagash se verá obligado a ordenarle a su ejército que os ataque. Desde Bel Aliad podríais amenazar la ciudad de Zandri, y eso es algo que no se puede permitir. Para cuando lleguen sus guerreros, ya habréis desaparecido de nuevo en el desierto y habréis atraído al ejército del blasfemo hasta cientos de leguas en dirección opuesta a Quatar.
La propuesta de Nebunefer inquietó profundamente al rey. ¿Ocupar la ciudad? ¿Saquear sus riquezas y matar a sus líderes sin más ni más? Eso era lo que hacían los bárbaros, no los nehekharanos civilizados; pero el Usurpador había hecho cosas mucho peores en Bhagar y no se detendría allí. Como rey, tenía el deber de defender a su gente, costara lo que costase. Sólo le cabía esperar que los dioses lo perdonasen cuando llegara el momento de juzgar su alma. Akhmen-hotep se volvió hacia su hermano.
—¿Qué opináis, gran hierofante? —quiso saber.
Memnet palideció bajo la mirada inquisitiva del rey. El gran hierofante no era ni sombra de lo que había sido. No quedaba ni rastro del líder religioso orgulloso y seguro de sí mismo que seis años atrás había exigido venganza por las muertes de sus compañeros sacerdotes. Había salido del campo de batalla de Zandri siendo un hombre distinto, herido hasta su misma alma por lo que había visto y había hecho. Se había distanciado del rey desde entonces y no había hablado nunca del precio que había pagado por invocar los fuegos de su dios contra el Usurpador.
El gran hierofante metió las manos en las mangas y una vez más paseó su mirada asustada del rey a Nebunefer. Con fuerza de voluntad, se armó de valor y contestó:
—Guiadnos, ¡oh, rey!, y os seguiremos.
Akhmen-hotep respiró hondo y asintió con un gesto de cabeza y aire de gravedad. Fuera, el aliento del dios quedó en calma.
—Entonces, está decidido —anunció el rey sacerdote—. Haced sonar las trompetas y convocad a nuestros guerreros. La hueste de Bronce se dirige a la guerra una vez más.