Sobre la presente edición[1]

Corregir, casi rehacer un texto a los veintiocho años de su publicación, constituye un desdoblamiento de agonías para el escritor. Agonía de la escritura, que va revelando todas sus posibilidades dialécticas en la susceptibilidad de evolucionar o estancarse, de afirmarse o negarse una vez pasó la prueba del tiempo. Pero agonía, también, en el sentido más doloroso, casi religioso del término, para el escritor que, víctima él mismo del Tiempo, tiene que enfrentar la cálida dedicación de ayer (proceso de creación) con la glacial maniobra del presente, que debería ser una implacable operación quirúrgica (proceso de corrección). Es probable que las horas dedicadas a este litigio constituyan una de las experiencias más dolorosos que he tenido que atravesar a la hora de entregar un texto a la imprenta. Máxime cuando he trabajado sobre una traducción ajena de mi original catalán de hace demasiados años, incorporando mis experiencias de hoy (o de todo el tiempo transcurrido desde aquel ayer).

Ignoro qué sentido tendrá para muchos lectores de los últimos años mi presente obstinación en reelaborar casi completamente un texto ya consagrado. José Miguel Velloso trabajó con gran amor en una traducción cuya idea primordial aprobé en su momento (1970): pasar el texto al idioma castellano conservando la estructura del habla popular catalana y respetando, así, giros, frases hechas y localismos. No es culpa de Velloso que, años después, yo prefiera lo contrario; es decir: incorporar el texto plenamente a las exigencias de la lengua castellana, o de cualquier otra lengua, prescindiendo de lo que en otros años me parecía un necesario tributo a mi catalanidad militante.

Con relación a la primera edición, la presente contiene, pues, un exhaustivo proceso de castellanización absoluta del texto. Ha sido una cuestión de gusto literario, de hábitos adquiridos, a cuya eficacia me ha parecido absurdo renunciar en aras de una improbable «pureza», de un recuerdo de mis orígenes como escritor que sólo serían válidos como nostalgia personal y acaso extraña para los lectores que, en 1998, puedan conseguir esta novela.

También he cortado, y mucho. Luego se hace importante destacar que, en detrimento de la utópica virginidad de la primera edición —y no sólo la traducción castellana, sino también el original en catalán—,[2] he optado por limpiar el texto de muchos pecados «originales», numerosos excesos que dificultaban su ritmo interno y la fluidez de una prosa que, ya en su momento, pretendí caleidoscópica. Es de sabios renegar del exceso, sobre todo en casos como el mío, que alardeo de escritor barroco. Pero el barroco es un arte que, mal controlado, amenaza con caer en lo irrisorio. Muchos pecados de aquellas primeras ediciones provienen, pues, de la poca pericia de un escritor barroco a la hora de equilibrar sus materiales. En este aspecto he intentado ser, al cabo de los años, lúcido e impecable en la poda (ejercicio siempre sano, como no ignoran los buenos jardineros). Numerosas reiteraciones han desaparecido en aras de un ritmo más limpio, de un ritmo acaso más clásico. Pero también como restitución de los derechos de cada personaje-narrador, cuyos monólogos interiores caían a veces en peroratas que no correspondían a su psicología, a su educación y, en fin, a su lógica interna.

Esta edición contiene algunos añadidos importantes, que no figuraban en el original catalán ni en la muy querida primera edición castellana de Lumen (1971). Los párrafos añadidos servirán para recordar, acaso, que la censura del último periodo del franquismo era todavía arbitraria y, tanto para el autor como para el lector, humillante. Sería, sin embargo, injusto si afirmase rotundamente que todos estos párrafos nuevos fueron mutilados por la censura. El tiempo, monstruo vil, llega a confundir en mi mente incluso los ya lejanos mecanismos de la creación. Y en el caso de la abierta confesión de homosexualismo del personaje Jordi, me resulta difícil precisar si fue la censura quien efectuó la masacre o se automutiló el autor, que ya conocía el percal de aquella inquisitorial institución. De todos modos, la automutilación, el miedo, eran moneda vigente en aquellos años.

Al presentar una edición más completa, profundamente restaurada, de El día que murió Marilyn, me enfrento a la paradoja, no menor, de que el libro se encuentra como texto establecido en escuelas de Cataluña y algunas universidades del extranjero. Ignoro si las reformas pueden provocar desconcierto en profesores, alumnos e incluso críticos que, entonces o ahora, han tenido la bondad de ocuparse de mí. En todo caso, parece lícito que el autor reivindique su derecho a corregirse, siempre pensando en la perfección (o lo que los imperfectos humanos —y el escritor lo es— podemos considerar como tal).

Lo que llevo dicho no es el último enigma de la presente reedición. Me he atrevido a escribir que, cuando apareció en 1970, la novela conoció un contacto veloz y para mí conmovedor con los lectores de mi generación. Con ellos, sus frustraciones, sus quimeras y, ¿por qué no?, su nostalgia. La dedicatoria era, en este aspecto, muy lagarta: «A todos los que teníamos veinte años el día que murió Marilyn». Y la frase de Scott Fitzgerald sobre un mundo vacío de ideales vencía las barreras de tiempo y espacio para cuadrar a las mil maravillas con la Barcelona de posguerra y el entorno pequeñoburgués en el cual crecimos. Todo ello sirvió para que esta novela fuese considerada una especie de manifiesto generacional que amplié con menor fortuna en el librito El sadismo de nuestra infancia. Ciertas cosas hoy habituales incluso en los mass-media, no se asomaban entonces siquiera a la literatura. Y si llegó a hablarse de «revulsivo», hay que recordar cómo era este país, esa literatura, aquellos mass-media en el ya lejano 1970.

Y en esta cuestión el Tiempo revela, una vez más, sus astucias.

Hoy, mi generación ha crecido, ha tenido otros testimonios, ha accedido incluso al poder político. Sus hijos pueden estar leyendo estas peripecias, e incluso parecerles ingenuos sus espantos ante temas como la religión o el sexo, ridícula su curiosidad sobre la guerra civil —entonces un tema tabú— e indiferente su sensación de estar enclaustrados en una enorme cárcel colectiva. Lo que entonces pudo ser una novela de complicidad, se ha convertido hoy en novela histórica (en el sentido de género literario). La agonía litúrgica del escritor obligado a corregirse, arranca precisamente de esta sensación, implacable, angustiosa, de estar manipulando lo único que no admite corrección: el Tiempo. Y siendo esta novela una continua meditación sobre los estragos del Tiempo, se comprenderá que, en última instancia, el proceso de corrección haya constituido todo un calvario.

Porque a la par que corregía, el autor ha regresado a los orígenes de su narración, a las calles, a las fiestas, a los rostros que evocaba su personaje. ¡Ironía del Tiempo! Al igual que el protagonista de la novela, el autor ha recuperado en los meses de corrección unas Navidades, unas películas, unas calles que vuelven a constituir su entorno presente, el mismo que convirtió en literatura. La inversión ha sido, simplemente, atroz, ya que se sitúa en los años en que el personaje Bruno efectúa su regreso…, años que el autor nunca creyó que pudiesen llegar. Y la teoría del eterno regreso se ha cumplido en carne viva, y el Tiempo ha vencido una vez más. Y junto a él, la muerte de alguno de los personajes aquí reelaborados.

Curiosamente, también este tormento estaba previsto. Que El día que murió Marilyn no es en absoluto una novela circunstancial, sino el constante revoltijo de la vida, lo demuestra el verso de Lewis Carroll que, ya en 1964, en un lejano lugar de Inglaterra llamado Plaxtol, me reveló la ineludible fatalidad del Tiempo. Los niños pasan con los veranos, los veranos mueren con los hombres, los sueños se modifican como los ancianos… Sólo permanece el espectro vivo de esta ciudad mía, Barcelona-mito, evocada permanentemente desde el último rincón de mi quimera alejandrina. Sólo queda una inmensa, monstruosa noche que se cierne sobre una feria de belenes, a la que acudo con otros niños, mientras corrijo entre lágrimas auténticas el recuerdo que fue mío y ya es de otros.

Barcelona, otoño, 1998.