En cualquiera de nuestros veranos en Sitges, la vida me devolvía a Silvia, la niña de los tirabuzones dorados. Pero ahora, siguiendo la moda, llevaba el cabello muy largo, suelto, como una mata de bruja (llamaban al peinado así a causa de una película en que Marina Vlady era una bruja). Y era mi Silvia un prodigio hechicero de airosidad liberada, envés absoluto de aquel medallón romántico que parecía tiempo atrás, cuando éramos niños. Debo reconocer que la vida es una especie de novela barata, un melodrama tan lleno de casualidades e incongruencias, que ningún autor se atrevería a transcribirlo al pie de la letra por miedo a no ser creído. Silvia y yo, nuestro encuentro, formábamos un tópico que nos gustaba comentar cada vez que nos veíamos. Disfrutábamos especulando sobre la posibilidad de que los dos hubiéramos llegado a perdernos a lo largo de la vida, siguiendo caminos diversos y sin llegar a encontrarnos. Y esta simple concesión al tópico bastaba para hacernos reír.
—Fíjate —decía yo, en tono solemne—; si tus padres llegan a decidirse por veranear en Arenys, no habríamos vuelto a vernos…
Silvia tenía la risa más bonita de Sitges. Una risa de dieciséis años: libre, desenfadada, inalterable. Y siempre encontraba respuesta para todo.
—No importa. Coincidiríamos en la universidad. Todos hemos de encontrarnos allí un día u otro.
Yo permanecí callado unos instantes. Pero callado no quiere decir vencido.
—Pon que tus padres te mandan a estudiar a Salamanca. ¡Au, ya no te veo!
—¿Y si a tus padres se les ocurre lo mismo? Salamanca debe de ser un pañuelo. Nos encontraríamos a la fuerza.
El hecho de especular sobre un destino común llamado Sitges o universidad, no significaba que estuviéramos tan unidos como para poder asegurar que nos queríamos. Nos atraíamos, eso sí, aunque ella se empeñaba en fingir lo contrario. Era sumamente coqueta. Cuando salíamos en grupo, solía sonreír a los otros chicos y se divertía ignorando que yo estaba allí, esperando su mirada con una inquietud que me producía un sufrimiento completamente serio. Ella debía de saber, muy a conciencia, que sin la pequeña prueba de su atención yo pasaría una noche malísima, llena de pesadillas e imágenes torturadoras provocadas por su innoble coqueteo. Hay que decirlo todo: le gustaba provocarme noches toledanas.
Y era divina. Conservaba antiguos encantos de niña lujosa, acentuados por las nuevas potencias de mujercita prematura. Sus senos, sin ir más lejos, ya se hacían duros e incitantes; los labios implicaban una promesa, incluso desdeñosa, de besos interminables para el futuro. Los ojos, muy achinados, tenían la fuerza de los de mamá, la misma agresividad realmente insólita en un grupo de chicas que tendían a pavisositas y se ponían coloradas por nada. Huelga decir que me refiero a sus amigas, las cuales ejercían el oficio de niñas de casa bien, única carrera en la que hubieran tenido más de un diploma. Y Silvia, a pesar de una diferenciación que más bien era de tendencia erótica, comulgaba abiertamente con las mismas ruedas de molino. Ella, como ellas, parecía partir de extraños preceptos según los cuales todo el mundo era suyo por un privilegio de nacimiento que, en el fondo, sólo era la causa de un accidente económico acaecido en el momento propicio. Se guiaban siempre por la idea de que cualquier exceso les estaba permitido gracias al dinero y a la honradez intocable de sus papás. Y, sin embargo, si alguna vez se pasaban de la raya, lo hacían con mucha pureza y podían llegar al extremo de acariciarte el muslo al ser besadas, siempre que al día siguiente, antes de bajar a la playa, tuvieran tiempo de pasar por el confesonario…
Silvia podía ser de esta raza, pero no del todo. Tenía pocos prejuicios, pero los que tenía, los que había decidido poner en práctica, sabía convertirlos en un arte más erótico que moral. Los melindres de Silvia lograban incitarme más que reprimirme, y en lo más hondo de su honestidad contenían más súplica de violación que voluntad de abstinencia. Con su tira y afloja llevaba a todos los chicos de cabeza. Todos nos sentíamos inquietos por comprobar a cuál prefería Silvia o con quién aceptaría bailar en La Cabaña o en las fiestas del jardín de Nataixa Bru, otra que tampoco se quedaba corta en lo de excitar a base de pureza. Nunca supe si eso era un vicio propio de nuestras chicas o si sus madres lo habían padecido también cuando fueron jóvenes. En todo caso, las madres no lo daban a entender en absoluto. Yo tenía los oídos hartos del parloteo de esas matronas que presumían de mucha dignidad; de oír cómo se criticaban unas a otras y, después, al reunirse, se ponían muy buena cara y se besuqueaban escupiendo un sinfín de «Querida, ¿cómo no bajaste ayer a la playa?» o «¡Qué preciosidad de albornoz, Lucía! ¿Dónde lo compraste?». Había, además, una lucha tácita entre madres e hijas; aquéllas decían que las niñas eran unas maleducadas, que no respetaban a los mayores; las segundas se quejaban de que las madres eran del año de la pera y, además, de un despotismo aterrador. No es asunto mío, a estas alturas, decidir si tenían razón unas u otras. Sólo lo recuerdo como los comienzos, acaso insignificantes, de una cierta lucha generacional, a un nivel muy simplista, alejada de mi propia lucha, pero a cuyo desarrollo me divertía asistir en calidad de testimonio impasible: una lucha que al cabo de tantos años se mezcla en mi mente con mil incidentes cotidianos, que carecen de trascendencia pero me llenan la memoria de amor.
Pero hoy sé que en aquel comportamiento de madres e hijas se escondía una razón más poderosa que el simple cambio de costumbres. De hecho, era el último intento de la generación de la guerra por manipular un mundo humano, entonces joven; por construirlo a su imagen y semejanza, como ya habían logrado hacer con el mundo social y económico. Era un intento desesperado por conservar, con vistas al porvenir, una continuidad de sí mismos como generación que, de manera inevitable, tenía que dejar en manos de otra los destinos de la sociedad que fue creando para ella. Podían tardar mucho en morir, mucho tiempo en resignarse, pero el relevo tenía que llegar y, por lo tanto, era preciso llevar a cabo desde el principio el proceso de destrucción y asimilación.
Una noche de mi séptimo veraneo en Sitges, aprovechando la oportunidad de una fiesta en casa de Susana, que era la mejor amiga de Silvia, decidí que había llegado el momento de querer a mi chica como a algo más importante que un simple juguete de grupito en vacaciones.
—¿Podría hablar contigo… a solas? —pregunté a Susana.
Su mirada, entre conmiserativa y burlona, me dejó entrever que ella estaba al corriente de la situación. ¿Podía extrañarme? No era ningún secreto para nadie que, desde hacía dos veranos (concretamente desde el desarrollo de aquellos senos), yo me sentía atraído por Silvia muy seriamente. El soplo de los mares retorcía las guirnaldas luminosas que cruzaban el jardín. Farolillos chinos temblaban allá arriba, mientras Susana me rodeaba el cuello con los brazos bronceados por el sol del verano y me arrastraba hacia la pista. Bailábamos muy juntos, cerca de la piscina, y podíamos hablar tranquilamente, sin miedo a que nadie escuchara nuestros secretos. Cantaba Nat King Cole: Tuyo es mi corazón, oh sol de mi querer, tuyo es todo mi ser, tuyo es, mujer…
—¿A qué viene tanto misterio?
—De sobra lo sabes… —dije. Y temblaba.
Ella soltó una carcajada de las de hacerse notar. El pelo, suelto como el de Silvia, ondulaba suavemente, como sí siguiera el ritmo de las carcajadas.
—¡Uy, qué serio te has puesto! ¿Tan grave es?
—Estoy enamorado —dije, entre sollozos y tartamudeos.
—¡No es posible! ¿Y de quién, desgraciado?
Se me hacía un nudo en la garganta. Ni siquiera me atrevía a mirarla. Aquello de los intermediarios me parecía ridículo.
—No lo sé… Au, bailemos y no hablemos más del asunto.
Sentía que aquel amor recién asumido menguaba mi confianza en los demás, a pesar de que ese amor y la sensación de soledad que me producía me obligaban a buscar desesperadamente cualquier consejo. Abandoné la fiesta sin decir nada a nadie, y al poco rato me encontré vagando por el paseo Marítimo, solitario y fresco a aquella hora de la madrugada. Tal vez sin darme cuenta, fui a parar al chalet de Jordi. Él tenía aún la luz encendida. Estaba en su habitación. Lo llamé y se asomó a la ventana.
—¿Ya ha terminado la fiesta? —preguntó.
—No: parece ser que tienen para rato. ¿Por qué no has venido?
—Tenía un plan. Un yanqui.
—¿Ya habéis terminado? Sí que vas rápido, últimamente.
—Me ha salido rana. Parecía un macho que me iba a destrozar y era una damisela. Total: hemos acabado haciendo tortillas, de mujer a mujer.
—¿Estás haciendo algo importante?
—Estoy terminando eso de Camus. ¡No sé por qué me das a leer cosas tan difíciles!
—Anda, baja un ratito, que me harás compañía.
—No puedo; estoy desnudo.
—¿Puedo subir yo? Necesito hablar con alguien.
—Bueno, pero entra por la puerta de la piscina…
Entré por la puertecita trasera, que siempre dejaban abierta hasta que todos, familia y servicio, habían regresado a casa. Jordi apareció por un lado de la piscina. Se había puesto la mínima expresión de un bikini rojo y estaba empapado en sudor. Su piel, bajo la luna, se veía muy brillante.
—¿Sabes qué he pensado, Bruno? Aprovechando que estás aquí podríamos nadar juntos.
—¡Si supieras las ganas que tengo! Y dime: ¿dónde están los viejos?
—Deben de haber ido a bailar con tus padres y los Serrat y toda su pandilla.
Era evidente que el hecho de tenerme a su lado lo hacía muy feliz. De repente se encaramó a la palanca (nunca subía por las escaleras, sino que escalaba los travesaños, para hacerse el macho) y se zambulló con mucho estilo; nadaba despacio, su cabello resplandeciendo bajo otros rayos de luna. Pero yo pensaba en Silvia y era como si un gusano muy insistente me royera con la amenaza de no detenerse jamás. La piscina sólo existía como insinuación de un posible baño de Silvia, náyade desnuda y tierna bajo la noche. Esta imagen me daba ganas de llorar, y lo hubiera hecho si Jordi no hubiese estado allí. Ahora nadaba muy rápidamente, aullando, lanzando gritos feroces, convirtiéndose por un momento —milagros de la mise en scène— en un macho total.
—¡Soy un tiburón! ¡Agggg! ¡Te voy a comer, Bruno! ¡Soy un tiburón!
Y de cuando en cuando cambiaba el ritmo y nadaba de espalda, levantaba un hombro a la altura de la mejilla, sonreía y entornaba los ojos, como solía hacer Esther Williams en la piscina de los sueños. Quería animarme a una conversación directa sobre lo que podíamos hacer o dejar de hacer, pero yo no estaba de humor para escucharlo. Tenía la cabeza gacha, las manos caídas. Pensaba en el suicidio. Dentro de mí luchaban la melancolía y el miedo, la audacia y la indignación y una rabia secreta por culpa de un amor no correspondido. Me sentía el hombre más feo, más pobre, más birria del mundo. Me sentía físicamente tan inferior a Silvia, que ni siquiera me atrevía a pensar en ella. Se lo quería contar a Jordi, pero él no me hubiera hecho caso. Me levanté y Jordi, presintiendo acaso que me iba, salió apresuradamente de la piscina. En seguida lo tuve delante de mí, cogiéndome el brazo con dulzura y mirándome fijamente.
—Oh, quédate, Bruno…
Su cintura rozaba la mía y su corazón latía con tanta violencia que aún acrecía mi angustia; y él sabía perfectamente que yo nunca he sido invulnerable a la angustia sexual, sea cual sea. Pero no era aquello lo que yo buscaba: no era nada de aquel tormento que ardía en Jordi. No quería llorar delante de él, me aferraba a la peregrina idea de mi solidez. Por otra parte, la ayuda que él me ofrecía era un acto de enorme egoísmo. Porque también era mi ayuda lo que buscaba.
—No puedo quedarme, Jordi. Tengo sueño y no me encuentro bien.
—Quédate a dormir aquí… No sería la primera vez.
—Cualquier día menos hoy. Hoy sería… peligroso.
—Así pues, lo reconoces. Sabes que el peligro existe.
Y me miraba con una malignidad totalmente nueva, como si fuera la revelación exacta de algún demonio que yo hubiera llevado dentro de mí desde los días del colegio. Y era desconcertante que el deseo pudiera adoptar tantas formas, que el deseo pudiera ser tan engañoso.
Me estrechaba la mano y, con un movimiento muy lento, la llevó a su pecho. Había que reconocer que era una criatura bellísima, pero no era Silvia, y sólo pensar que podía servirme para las mismas funciones que ella, me daba ganas de vomitar. Pero, a pesar de todas las repugnancias, yo estaba allí, bajo la luna, estrechando aquella carne y cerrando los ojos con todas mis fuerzas, para ver a Silvia en su lugar e imaginar que aquel contacto tan tibio procedía de ella. Y era un juego peligroso, algo mucho más candente que las antiguas fechorías en el váter del colegio. Él tenía los ojos cerrados y repetía mi nombre, y aquella imagen suya súbitamente claudicada, esperando de mí algo más fuerte que toda mi voluntad, esperando acaso que yo me convirtiera en señor despótico, amo feudal con derecho a pernada, me hacía temblar y jadear de asco y de odio, y acaso con un poco de impotencia.
—Eres un puerco —dije—. Eres un puerco.
Eché a correr hasta el paseo Marítimo. Jordi me siguió, llamándome a gritos que se perdieron en la noche. Yo corría entre los árboles, a través de las figuras vegetales que rodeaban los chalets del paseo, plantas recortadas según los caprichos del jardinero. La luna era fuerte, candente y dulce como un afrodisíaco. Era lo único que me faltaba. Me detuve junto a una escalerita que bajaba a la arena. Un nudo en el estómago me recordaba que, con las prisas de organizar una buena fiesta a Susana, no había comido nada desde el mediodía. Sólo una mezcla de whisky y champaña ocupaba algún rinconcito de mi alteración digestiva. Pero no estaba nada cansado. Solamente triste. En una soledad enorme, como si supiera que me tocaba morirme de una puñetera vez.
Entre las rocas, hacían amor barato las parejas de proletarios. Alguna extranjera rica buscaba compañía entre las barcas que ya no servían para hacerse a la mar. Detrás de mí oí que chillaba una mujer, y en seguida la voz de un tipo que me llamaba cabronazo y me decía que fuera a husmear a mi casa. Al volverme, vi dos cuerpos desgarbados, uno encima del otro, que demostraban estar iracundos por haber sido descubiertos. Pero esta circunstancia, un poco ridícula, no tuvo siquiera fuerza para hacerme reír: no me apetecía nada seguir estorbando el placer de la pareja, como hacía cuando iba con los amigos, borracho como ellos, con ganas de juerga y sin aquella herida punzante en el corazón y el bajo vientre.
En toda la playa era mal recibido, porque en todas partes había cuerpos en pleno deseo de luna. Un viejo asqueroso comenzó a seguirme y se desabrochó los pantalones, mostrándome una muy arrugada mercancía, y yo le tiré una pedrada que por poco lo dejo castrado. Me acerqué al mar y allí, descalzo, con los pies hundidos en la arena más mojada y dura, recibí el mensaje de las olas. Todo aquello, cuerpos proletarios, arena, fresco de la madrugada, recuerdos de Gene y Arturu semidesnudos junto a aquel mismo mar, Jordi desnudo en la piscina o en su cama, Silvia inalcanzable y pura, todo me acercó al más genuino perfume de deseo que jamás había sentido y que acaso no he vuelto a experimentar desde aquel día. Aquello era completamente nuevo. Aquella mezcla de elementos naturales y elementos contra natura me traía un deseo nuevo, real, impresionante, tal vez incluso trágico, que únicamente encontraba explicación y adquiría forma posible en el reconocimiento absoluto de la santa, maravillosa palabra «sexo». Una forma, ésta, que remitía directamente a Silvia como única posibilidad de continuidad, pero no como único recurso de satisfacción. Y entonces caí de bruces, el vientre contra la arena, los ojos cerrados y me arrojé al placer mientras murmuraba con insistencia el nombre de Silvia. Y me masturbaba con la mano que acababa de acariciar el pecho de Jordi, mi corrupto privado, intransferible.
Después de unos días de clausura (tenía que repasar el griego y el latín, que me habían quedado para los exámenes de setiembre),coincidí con Susana en la librería donde mamá solía recibir las novelas de Frank Yerby, François Mauriac y Cecil Roberts, Susana insistió en que le explicara mi actitud de la noche de la fiesta y aquella clausura cisterciense de casi siete días. La invité a tomar un cubalibre en la calle del pecado. Llevaba bajo el brazo la última de Vicki Baum, que mamá me había pedido que recogiera para poder leer durante la siesta.
—¿No serán para ti estas horteradas, verdad? —preguntó la imbécil, equilibrándose una pamela que le tapaba media frente.
—Para mamá.
—Parece mentira los gustos que tiene la Vieille Vague. A mí estas tonterías me sirven de vomitivo. Todo lo que no sea Papini, chico… Claro que como ellos no pasaron por la universidad…
—Son todos unos carcas —dije, nervioso.
—Claro que sí. Y no sólo en los libros. Fíjate que ahora les ha entrado la manía de no dejarnos salir con chicos extranjeros…
—Pues mira, eso me parece bien. Los extranjeros tienen la mano muy larga.
—¡Quién fue a hablar! ¿No salías con una sueca, tú? ¡Y mira que, para frescas, las suecas!
Callamos. El tema de la corrupción que traían los extranjeros estaba muy de moda aquel año. Nadie se daba cuenta de que la corrupción la llevábamos latente y muy arraigada; que un bikini bien puesto en el cuerpo de alguna virgen nórdica no era, a fin de cuentas, sino el objeto catalizador de tanto desorden reprimido. Saludamos a Nataixa y a Josema, que empezaban a salir por su cuenta.
—A mi madre lo que le pasa es que es muy racista. Todo lo que no sea catalán, le parece pecaminoso… ¡Es más cursi!
—¿Hace mucho que no has visto a Silvia?
—¿Qué Silvia?
—Vamos, niña…, ¿qué Silvia quieres que sea?
—Pues mira, la he visto…, ¿me pagas tú el cubalibre?…, la he visto esta mañana. Si hubieras bajado a la playa… Y dime: ¿qué le has dado?
—Afrodisíacos, si te parece. ¿Por qué me haces una pregunta tan tonta?
—La tienes muertecita. Me lo ha confesado ella misma. Pero es un secreto, eh.
—¿Quieres decir…, quieres decir que no le caigo mal?
—Pues claro que no. Lo que es tú, hijo, por lo visto conoces muy poco a las mujeres. Acabarás pareciéndote a Jordi.
—Salvando las distancias, si no te importa. ¿Así que Silvia…? ¡Qué quieres que te diga! Como cuando hablo con ella parece que me tome el pelo. Además, siempre se hace la interesante con los otros; con Nacho, sin ir más lejos, y en cambio conmigo, pues no…
—¡Uy, qué tonto eres, Bruno! ¡Si ella siempre habla de ti! No puedes imaginar las cosas que dice. Dice que eres muy mono.
—¿De verdad?
—Sí, y que tienes cara de inteligente.
—¡Caray!
Me contemplaba burlona. Y un poco vencida, justo es decirlo, porque ella también se me había insinuado. Pero yo sólo podía pensar en Silvia. Y saber que no le era indiferente, que todos sus desdenes sólo formaban parte de un juego tan delicioso como exasperante, acreditado por dos mil años de tontería femenina, me hacía crecer, me daba hombría y, al mismo tiempo, tristeza.
Pero cuando volví a ver a Silvia la abordé sin ninguna timidez. Ahora ya sabía que los dos caminábamos por el mismo laberinto de amor e indecisión.
Estábamos al final del veraneo.
—¿Nos veremos en Barcelona?
Ella seguía haciéndose la interesante.
—Depende. Tú llámame y ya hablaremos.
A los cinco días de regreso a Barcelona, la llamé. Cinco noches sin poder concentrarme ni en los amigos ni en los exámenes ni en nada.
—¿Está Silvia? —pregunté.
—¿De parte de quién?
La melosa vocecilla de la señora Borrell me saludó muy efusivamente y, claro, me preguntó por mamá y me encargó que le diera el nombre de una tienda donde habían recibido un stock de figuras chinas, que hacían muy bonito para decorar el living. Después, al ponerse Silvia:
—¿Qué quieres?
Aquella salida, tan seca, me dejó cortado.
—Soy… Bruno Quadreny.
—Sí, esto ya lo sé.
Su desdén volvía a intimidarme. Recordando las palabras de Susana, saqué fuerzas de flaqueza.
—Dijiste que querías salir conmigo, ¿no?
—Fuiste tú quien lo dijo. Yo, ni palabra, chico.
—Muy bien. Pero dime, ¿te gustaría que saliéramos, sí o no?
Parecía tener que pensarlo mucho. Y, naturalmente, salimos. Fue una tarde de setiembre, cuando ya terminaban las Fiestas de la Merced. Fuimos al Festival de Cine en Color y daban This Earth is Mine, en inglés y sin subtítulos, y ella salió del cine enfadadísima y mandándome al cuerno por haberla llevado a aburrirse de aquel modo. Pero salimos otras muchas veces, y cuando empezaron los años sesenta ya nos veíamos todos los días. Y yo la amaba, sí.
Pero entre tantos años dispuestos a ser evocados, amo muy especialmente aquel que nos trajo la descomposición. Es el año en que Carlitus y Marilyn nos dejaron; el año de la Gran Nevada, la tarde en que Jordi y yo abandonamos Barcelona para siempre. Amo este año 1962 que abrió nuestro exilio tan lleno de muertes incomprensibles, las cuales lo convirtieron en una cadena temporal hecha de añoranzas y llantos contenidos. Pero la Tierra no detuvo sus torpes vueltas, ni tampoco hubo terremotos que anunciaran nuestro cambio. Una sonrisa de indiferencia, como si el mundo no dependiera en absoluto de sus seres, iluminó el rostro del Tiempo; y una vez más fue él quien triunfó sobre nosotros. Esta falta de solemnidad en los acontecimientos que para nosotros significaban tanto equivalió a redescubrir hasta qué punto estábamos divorciados de la naturaleza y cuán egoísta era la actitud de ésta con respecto a nosotros. Porque el mundo reacciona con indiferencia ante la huida y el enamoramiento de sus seres, y ningún terremoto acompaña una muerte amada ni ninguna lluvia de flores cubre al que acaba de nacer ni hay leonas que aborten en medio de la calle cuando un príncipe está a punto de ser asesinado. Mediante sus abstenciones, a través de un gran silencio, la naturaleza nos da la señal definitiva de su indiferencia hacia nosotros, de su aislamiento básico, y también del nuestro.
Porque ese año que comenzó con un enero (¡qué extraños eran aquellos años de adolescencia que solían empezar en octubre!), todas las coincidencias se dieron cita para marcar definitivamente mi vida. Pero la naturaleza seguía silenciosa, y si por lo menos cayó la Gran Nevada fue porque la naturaleza tuvo un descuido y accedió, al cabo de tantos años y acaso de mala gana, a realizar un sueño que acariciábamos desde los cromos de Cenicienta…
Febrero había pasado entre lluvia y viento, con figuras que se fundían en las aceras mojadas mientras Silvia y yo cobijábamos nuestro noviazgo bajo su paraguas de seda azul. Nuestros paseos: chapoteando por el paseo de Gracia o la Diagonal, de manera casi invariable, contemplando escaparates y después, sentados en cualquier local de moda, hablando con los amigos hasta que llegaba la hora de acompañarla a casa. Ella era aún la chica demasiado consentida, típico ejemplar de colegio de monjas, loca por los ritmos más modernos y vanagloriándose de haber sido suspendida por segunda vez en los exámenes de reválida. Una cara redonda, de piel casi siempre morena, y aquella boca carnosa que un día besé…
Pero ella se apartó de repente. Miró hacia arriba, sofocada, tal vez temerosa de que nos hubiera visto algún vecino.
—¿Qué te pasa?
—Que eso no está nada bien.
—¿Por qué?
—Porque no. Mamá lo dice.
—Tu madre es del año de la pera.
—No. Lo que pasa es que mamá quiere que yo sea una chica formal.
—Y tú te estás muriendo de ganas de que yo te bese…
—¿Sabes que a veces eres muy desagradable?
—Mejor.
Callamos un rato. Después:
—¿Subes a casa?
—No.
—Ya te has enfadado.
—No.
—Mentira. Te has enfadado.
—Pues sí. Me he picado.
—¡Mira que eres tonto! Una cosa es jugar y otra ir en serio.
—Si estuvieras con los del grupo, seguro que te dejarías besar…
—A lo mejor sí. Pero es que entonces no habría ningún peligro. Pero tú, cuando me besas estando solos, es como si me desearas de mala manera…
—¡Claro que sí! ¡Como que te deseo!
—Pues eso es pecado. ¿No lo sabías?
Silvia. ¡Ay, la niña de los tirabuzones que un día flotaron como una dulce gaviota, al compás de un columpio ideal! Era mi idealización, la dama virginal que me aguardaba al final de todas mis correrías, la pureza que contrastaría con mi erotismo desesperado. La necesitaba virgen: necesitaba que fuese casta, que me estuviera esperando, inmaculada, en alguna parte de mi prostitución de hombre. Era así mi amor. Extasiado ante la cabellera rubia, excitado al oír su carcajada delatora, ¡aquella risa! Aquel estallido sano, incitante, juguetón, de infancia mimada que ya nunca podría cambiar. La risa de Silvia me recordaba dos risas aterradoras oídas en algún instante de aquel tiempo que ya se me había escapado de las manos. En el modo de reír de Silvia, carcajada coqueta, que jugaba a entregárseme sin acceder jamás a la entrega, mientras el cabello voleaba y los ojos permanecían entornados, estaba oculta mamá, aquel día lejano en que la oí reír en la cama, al lado de papá, que la contemplaba asustado, débil, desesperado porque ella se burlaba de él con su carcajada de mujer finalmente libre de cualquier posibilidad de que él se recuperase de su humillación, que volviera a ser hombre para ella. Y también otra carcajada, otra ovación amarga detrás de los ojos de Silvia: no el esplendor de mamá, sino de Juliana, una criada extremeña, gorda, pero hermosa, que cuando se duchaba solía dejar la puerta entreabierta para que yo, aquel quinto veraneo de Sitges, dejara mis libros de estudio y corriera a espiarla. La ducha de Juliana era una experiencia novata que yo no habría cambiado por ningún cuerpo de la playa: una ducha que me recordaba aquella otra que cayó, en el valle confuso de mi memoria de niño, sobre los cuerpos entonces jóvenes de papá y mamá. En aquellos momentos del verano suburense, la ropa de Juliana estaba encima de una silla del jardín y ella tenía que salir desnuda y mojada, y yo podía verla perfectamente, sucia, grosera, vulgar, rechazando a partir de una ropa interior ordinaria (sobre todo las bragas) cualquier tipo de idealización. Y ella, al ver mi expresión angustiada, se echaba a reír y un buen día me cogió la mano y me obligó a acariciarle los pechos y se reía, se reía mucho…
La carcajada de Silvia, risa de hembra, de mujerzuela como las otras dos, como todas las hembras del mundo…
Volví a encontrarla rodeada de sus amigas, en la fiesta que daba Riteta Perelló quince días antes de no sé qué Navidad. Silvia triunfaba con aquella risa característica, que era ella completamente, que era un continuo juego de escondites; y ella era, sobre todo, juventud y promesa de fidelidad, del mismo modo que mamá era el desorden y Juliana la vulgaridad al alcance de la mano. Era, no sé cómo decirlo, una especie de consagración de nuestro encuentro juvenil, de nuestros guateques de coca-cola y canapés, de baile muy ingenuo como pretexto para ir catando, no negaré que con inquietud nueva, otros cuerpos. Se movía entre las demás siguiendo un ritmo de gacela: fresca, algo frágil, dando al movimiento de su suelto cabello cierta calidad de contradanza versallesca. Más que bailar con ella, me gustaba contemplarla desde el rincón donde habían colocado el pick-up, presenciar la emisión nunca interrumpida de sus carcajadas felices, en las que ya era imposible encontrar la menor huella de probables arrepentimientos. Era coqueta, claro, pero no mucho más que las otras; ni siquiera más estúpida que el resto de las chicas del grupo o de aquel espécimen de niña bien, vulgo gili, que encontré, más adelante, en la universidad. A veces tenía destellos de inteligencia y me preguntaba cosas que ella consideraba serias (sobre todo porque sus padres tenían que obligarla a estar en casa a las nueve de la noche), preocupándose mucho y visitando a un confesor de la iglesia del Pilar que la ponía al corriente en todo lo tocante a las relaciones con el otro sexo. La corte de amiguitas que la rodeaba solía imitar todos sus gestos, querían hacer milagros con las virtudes o los defectos físicos que la naturaleza les había otorgado. Las más feas se aferraban a actitudes de intolerancia, se permitían decir «no» a los chicos que sólo las sacaban porque habían llegado tarde a la lotería de las más guapas, y ellas disfrutaban durante muchos días con este placer de haber sido solicitadas, placer que tal vez sería el único en todo un mes. Pero tanto las guapas como las feas se movían con una voluntad de vida que les había nacido aquel año, ya que antes todavía eran niñas y ahora podían empezar a sentirse mujercitas o, como decían en Barcelona, pollitas. Pretenciosas, egoístas, máquinas de desbarajuste social teñido de cierta púrpura históricamente ficticia: ¿qué eran, al fin y al cabo? Niñas de casa bien, malcriadas, tontas, beatas a la fuerza, último eslabón de una cadena de privilegios que empezaba diez años atrás y que ellas llevaban a nuevas consecuencias, que tampoco serían extremas ni últimas. Ellas, tan caprichosas, enamoradas de todo lo nuevo, dueñas de la Barcelona que todavía terminaban de construir para su uso exclusivo; ellas, sí, soñando siempre en una suntuosa puesta de largo y, las más pobres, conformándose con la fiesta del domingo, la coca-cola con unas gotas de ginebra (para hacerse la ilusión de que eran muy «modernas») y los pequeños éxitos sentimentales entre chiquillos de preuniversitario o principio de carrera. Sus triunfos ante las amigas consistían en una salida, el domingo por la mañana, con aquel chico rubio que todas se disputaban, o que a la salida del colegio las recogiese un hermano mayor que se había comprado la moto o el seiscientos (cuando esto ocurría, presumían de hermano, y desde el asiento de la moto celebraban el arranque, decidían que al día siguiente lo presentarían a sus amigas preferidas, y las demás, que reventaran de envidia); triunfos todos que formaban una parte muy típica de nuestro pequeño conciliábulo de juventud enriquecida por la posguerra, por los años cincuenta, parte de toda una generación cuya realidad total ignorábamos todavía…
Cuando aquellos años ya estaban muertos, en el primero de la nueva década, Jordi solía venir a buscarme a la universidad. Tomábamos algo en cualquier bar y él me acompañaba a casa en el Dauphine que su padre le había comprado.
—Tus amigos me aburren —dijo—. Son completamente vacíos.
Fumábamos. Hacía tiempo que fumábamos.
—Peor tú, que no tienes ninguno.
—¡Te diré! En mi ambiente, mejor tener pocos…
—Lo comprendo. Tiene que ser más difícil. Eso si no quieres tratar siempre con cuatro mariconas andaluzas… ¿Pasamos por la bolera?
—¿Y encontrarlos a todos? Estás de broma. Si me desvío de mi camino, es para poder hablar contigo, y no con esa pandilla de pijos.
—Bueno. Pues hablemos.
—¿Qué piensas hacer con Silvia?
—La quiero.
—¿La quieres… en serio?
—Ya me dirás si el amor puede ser de otra manera.
—No lo sé. Ya sabes cuál es mi opinión sobre el amor.
—Tu caso es muy distinto.
—Completamente distinto.
—¿Hace muchos días que no paras en casa?
—Tres. O no, a lo mejor son cuatro. Hoy voy a comer porque mamá está preocupada. Dice que cuando me quedo a dormir en el estudio, no desayuno tan bien como en casa. Pero ahora estoy muy atareado. Hago un desnudo de Michel…
—¿Otro?
—¡Qué quieres! El cuerpo humano me gusta.
—Pero no todos los cuerpos.
—Cierto: un género muy preciso.
Nos reímos.
Jordi puso en marcha el limpiaparabrisas. Yo veía su perfil endurecido, de rasgos que parecían hechos a navajazos en una carne empapada todavía en sangre. Los labios sobresalían redondos y carnosos; la punta de la nariz miraba hacia arriba. Era un perfil que ya no tenía el desasosiego de dos años antes, y las manos habían aprendido a conducir el coche serenamente, lo aceleraban con singular dulzura por unas calles resbaladizas de lluvia y de mugre.
—¿En qué piensas? —le pregunté.
—En nosotros, en nuestros caminos.
—Estamos al principio —dije, acariciando el cristal de la ventanilla.
—Te equivocas: estamos muy al cabo. Dentro de dos meses volverá el verano. Ni nos daremos cuenta, ya lo verás. Y, también sin darnos cuenta, hace ya tres meses que pasó la Navidad. La ciudad engalanada, los niños que escribían las cartas a los Reyes, las figuritas en el belén… Llevamos muchos momentos como éstos, y pienso que forman parte de nuestra historia. Y si tenemos historia, quiere decir que ya somos muy viejos. ¡Qué viejos somos, Bruno!
Aparcó a la izquierda. Los paraguas se reproducían al otro lado del cristal que chorreaba.
—No te entiendo, chico… Incluso prescindiendo de ese lío que te has armado entre Andreu y Michel, dejando aparte lo de la pintura y otras cosas estrafalarias, sigues siendo, a pesar de todas mis abstracciones, la persona más incomprensible del mundo. ¡Oh, Jordi! ¡Tenemos veinte años! ¿No ves que la vida empieza ahora?
—No es verdad. Nuestra vida está ya medio hecha. Es un error pensar que aguardamos veinte años para empezar a vivir. Estos veinte años nos hacen, son la semilla de los que vendrán después. Acaso no yo como pintor, ni tú como chupatintas, sino tú como enamorado de Silvia y yo como amigo de Andreu, empezamos hace mucho tiempo… ¿Sabes cuándo?
—Que conste que yo quiero ser licenciado en Filosofía y Letras, no chupatintas…
—¿Sabes cuándo?
—¡Y yo qué sé! No tengo ganas de calentarme los cascos.
—Empezamos el día del zepelín.
—¿Qué zepelín?
—¿No te acuerdas ya? El de aquel circo americano. Lo vimos una mañana mientras jugábamos en el patio del colegio. Y también empezamos al ir a comprar cromos y tebeos en los Encants, o cuando tu madre nos llevaba a la feria de Santa Llúcia y topábamos con aquellas columnas y descubríamos la Historia; y cuando tú querías ver las películas de Marilyn y no te dejaban entrar porque eras demasiado pequeño…
Me burlé de él, porque entonces aún no sabía exactamente todo cuanto tuvo que dejar para existir en aquel presente; lo mucho que aún tendría que perder, a partir de entonces, para poder existir más allá.
Sin embargo, el más allá de los Quadreny y los Llovet implicaba una idea de la felicidad que ni Jordi ni yo podríamos entender nunca, en la que no podíamos participar. El piso nuevo se había convertido en el símbolo de muchos sueños de ayer, como un espejismo dorado, suprema quimera de cien películas americanas. Huelga decir que mamá estaba sumamente orgullosa con aquel traslado a un barrio nuevo, encima de la Diagonal, al final de la antigua izquierda del Ensanche. Significaba mucho más que un mero cambio de domicilio. Todos sabíamos que, a pesar de que hubiéramos prosperado mucho desde un punto de vista material, el fracaso continuaría existiendo de habernos quedado en nuestra vieja calle, tan querida por todos nosotros pero ya demasiado corrompida, convertida en un enorme prostíbulo, aunque sin aquel perfume privilegiado de la parte alta, donde, como todo el mundo sabía, las putas presentaban un aspecto de más aceptable selectividad. Amalgama y algarabía de nuestra ciudad transfigurada, lanzada hacia la pérdida inevitable de las apariencias tenidas como más puras, la entrañable calle ya no convenía a nuestra respetabilidad. El mundo del trabajo era un contacto que no habíamos perdido, pero sí clasificado al rebasar el pequeño taller de nuestra calleja, cambiándolo por las enormes naves del almacén desplazado a un polígono industrial. El taller dejó de ser aquel recinto laborioso y comunicativo; nunca más nos serviría de refugio. Y eso papá tenía que saberlo. Más o menos ricos, más o menos calvos, el caso es que ya no éramos los mismos de antes: unos por los años, otros por desilusión o por la realización de unas ambiciones. Pero ¿sabía papá, sabían todos en qué consistía nuestro cambio? Podíamos parecer más o menos diferentes por el hecho de llevar un traje mejor cortado y tener cuarto de baño con baldosines negros y, papá, coche a la puerta; pero éramos indiscutiblemente diferentes porque, entre otras muchas cosas, yo ya no me acordaba de cómo se llamaban mis compañeros de los Escolapios y mamá, cuando iba a visitar a las amistades que habíamos dejado en nuestra primera calle, no solía entretenerse más de diez minutos con los vecinos de entonces, acaso porque, en lo más profundo de su recuerdo y de su éxito, quedaba alguna sombra que le hacía mucho daño y que permanecería para siempre en su alma.
Tanto si era subiendo la escalera, encerrado en el ascensor o parado a la entrada de la casa, hablando con aquellas vecinitas que también estudiaban Letras, yo me preguntaba qué mundo era ese del piso nuevo y qué hacíamos allí nosotros y tantos otros ricos de nuevo cuño. Sentía una melancolía de usurpador; y sin duda era así porque no me consideraba en el lugar que me correspondía realmente, sino en un universo que habíamos robado y que sería pasajero aun creyéndose inmortal. Y pues nunca alimenté la ilusión de que nosotros llegáramos a ser inmortales (y no sólo como seres en el mundo, sino también en cuanto clase), nuestra invasión del antiguo reino de la burguesía me hacía mucho daño y se convertía en mi propio espejo. He aquí que nosotros, triunfadores en el gran espejismo de la posguerra, flotábamos sobre los despojos de la clase anterior, aquella clase crepuscular que se había sentido medianamente aristocrática y que fue degenerando, en muchos casos, hacia la única solución de una pensión ridícula o una rentita para ir tirando en medio de las ruinas; una clase que al fin del tiempo caía en la oscuridad absoluta, la casi ficción. Nosotros tuvimos la oportunidad del trabajo y el fraude, y supimos aprovecharla. Brotados de la muy evolutiva evolución de la clase media, gozábamos ahora la paradoja de encontrarnos convertidos en burguesía nueva, que no quería mirar hacia atrás ni hacia adelante. Éramos triunfadores de los años cincuenta, y seguiríamos triunfando con seguridad absoluta, sin ninguna especie de piedad por los vencidos. De manera que yo, nacido en la panadería de una calle de tenderos, en una posguerra de restricciones y cartillas de racionamiento, subía ahora por la gran escalinata de mármol reciente mientras reconstruía con la imaginación muchas otras escaleras de pasado esplendor: barandillas coronadas con estatuas de ángeles rubensianos, gordos y sensuales, que sostenían enormes globos cuya luz deslumbraría el paso de suntuosas vírgenes modernistas —como los meados de un hada de Aubrey Beardsley— cuando, dos noches por semana, arrastraban las colas de seda por la alfombra de terciopelo rojo y, en la calle de tilos acariciados por una brisa más bien pacífica, subían al tílburi que las llevaba a su inútil Liceo…
Mamá había decorado el piso ella misma con ideas tomadas de Harper, Homes and Gardens y Vogue (ya no copiaba de Elle ni de Marie Claire porque decía que eran vulgares) y hasta adaptó sus propias actitudes, sus gestos y toda clase de posturas y formas de sonreír, a un estilo de alta sofisticación que la convertía en una pieza más del decorado; que hacía de ella una especie de centro absoluto, porque ya era una criatura más artificial que el mismo escenario, igual que si procediese, también, de aquellas revistas. La armonía de mamá con el conjunto era tan perfecta como el tono muy tenue de un Cremona que se desliza entre los salones iluminados por un fuego de gigantescas lámparas barrocas y se pierde finalmente en un parque vienés, acariciado por la luna, surcado por fontanas de planta, y un color a la manera de Natalie Kalmus, cruzado todo ello, de forma incluso rápida, por un suntuoso travelling de Minnelli. Mamá era aquel pentagrama milagrosamente armonizado que surgió de entre los aullidos y la sangre de los años trágicos, y consiguió aclimatarse a aquel nuevo saloncito de música, logia de un humanismo de circunstancias. No era una santa, naturalmente, ni nada que pudiera parecerse a un ama de casa, pero se elevaba por encima de la madre de familia exigida por el consumo pequeño burgués y siempre podía convertirse en la dama de gasa azul, fular de seda sobre los hombros que tiene country house en la zona más elegante de Kent y se pone un velo negro, que le cubre media cara de manera misteriosa, cuando va a visitar, todos los viernes, a su amante con buhardilla de pintor. Si en cualquier rincón de nuestra ciudad continuaba existiendo un pequeño mundo popular, mundo perdido y añorado tantas veces en nuestras conversaciones de sobremesa, ella logró —o por lo menos lo parecía— ignorarlo casi totalmente, borrándolo de nuestro presente y del suyo, permitiendo, apenas, un recuerdo furtivo en aquellas famosas evocaciones de los domingos que empezaban con un inevitable «antes de la guerra, hijos míos…» Lo mató. Lo convirtió, no en una parte añorada de la sociedad o del momento histórico en que le había tocado vivir, sino en una parte de su vida echada de menos de una manera exclusivamente egoísta; un instante que era, a su juventud, el equivalente melancólico de una película de Robert Taylor, un tango de Irusta, la voz de Jeanette MacDonald, ¿quién puede saberlo exactamente?, tal vez el primer beso y la primera caída de una noche de amor, cuando ella y Xim Quadreny se amaban tanto que la vida sólo podía empezar a partir de su amor. De manera que, amparada sólo en el recuerdo de una juventud feliz por el mero hecho de ser joven, el pasado social y su significado en la historia del país dejaron de existir inmediatamente: sólo fue un punto de referencia, ambiental y basta, para las cosas que ella añoraba y que fueron influyendo en su felicidad de entonces. Ella se convirtió en la gran vedette de un piso que era un sueño de príncipes, y ésta fue, al fin y al cabo, la única victoria que había deseado alcanzar.
A veces yo necesitaba hablar de mamá. De ella y de su amante, de ella y de su victoria. Sobre todo de aquella belleza soberana que la hacía única a mis ojos y que sólo Jordi, en su profunda vulnerabilidad, podía entender. Y siempre eran para él mis confidencias. Como cierta tarde que fuimos a comprar pinceles y pinturas a aquel callejón que, partiendo de la segunda muralla, sublima su pasado medieval y se convierte, por fama, en el más limpio de toda la ciudad.
—¿Tú crees que sabe lo del amante? —preguntó Jordi.
—¿Quién? ¿Papá? ¡Huy, no! ¡La que iba a armar si se enterara! Sospecharlo, tal vez. En el fondo, ni él mismo querrá creer sus sospechas.
—¿Y tu hermano? ¿Crees que lo sabe?
—Sería horrible. Él tiene a mamá en un altar.
—También tú.
—Es muy distinto. Para él es la madre. Para mí…
—¡Todavía!
—Y que dure.
—Escucha: eso tienes que superarlo de una vez, ¿entiendes? Se trata de una inmadurez afectiva que no puedes permitirte de ninguna manera…
—¿Te las das de Freud, ahora?
—No seas idiota. Hoy es viernes. Sabes que ella está con el escritor. ¿Qué sientes?
—Entremos un momento en la granja. He de llamar a Silvia.
—Bueno, pero no desvíes la conversación. ¿Qué sientes?
—Me siento feliz.
—¡¡¡Feliz!!!
—¿Lo ves? Eso destruye tu teoría. ¿De cuál te servirás ahora? —Me eché a reír—. Me consuela pensar que, a pesar de todo, ella está a la altura de mis pecados. Mis pecados le hacen justicia, incluso engrandecen los suyos. Otra cosa sería sentir lo mismo por la tía Augusta, que siempre está metida en la iglesia y es fiel a su marido desde hace treinta años…, pero mamá…, venga, hombre: ¿cómo quieres que tenga remordimientos tratándose de ella?
—Atentas contra los lazos familiares. Eso, por lo menos, es sagrado…
—¡Sopla! ¡Mi familia precisamente! Tío Enric, que es un ladrón; Arturu, que es una loca desorejada; la yaya, que es la hipocresía en persona…, ¡vaya pandilla!
—Lo mismo da. Sigue siendo completamente Freud.
—¡Que te den morcilla, guapo! Mira: voy a llamar y después podríamos ir al cine.
—¿A cuál?
—Escoge tú. ¿Tienes Andreu, hoy?
—No. Está en la Ametlla, a ver a su madre. Podríamos ir al Latino, si te apetece.
—¡Joroba! Tantas películas nuevas que no hemos visto y ahora te entran las ganas de meterte en esa choza llena de pulgas donde sólo dan cosas del año de la pera…
—Es más que ganas, ¿sabes? Es una necesidad. O casi.
—¿Otra?
—Otra, sí. ¿Qué significa esta mueca?
—Que no andas bien de la cabeza. ¿Quieres explicarme en qué mundo vives? No estás en el presente, no piensas en presente: ¿qué diantre haces de él? Los domingos, los pasas todavía en los Encants, comprando programas de películas viejas y tebeos de cuando éramos pequeños y revistas de los años cuarenta… La música moderna no te gusta: sólo compras discos clásicos o de cuplés… Y cuando te da por ir al cine…
—El cine ya no me tira como antes.
—Pero cuando te da por ir, es para ver películas de la época de Matusalén. Desde hace diez años, ves, escuchas y lees siempre lo mismo… Una, cinco, ocho veces… Ya me dirás de qué te sirve. El románico, la Garbo, la literatura decadente… ¡Despierta, muchacho, que estamos en los años sesenta!
—Los sesenta no me gustan.
—¿Cómo te van a gustar si te resistes a conocerlos?
—El presente es un recurso para mediocres.
—Y el pasado una solución para cobardes.
—Tal vez sí, pero al menos un espíritu selecto puede sacar más compensaciones. En primer lugar, la del dolor. Andreu me enseñó ese dolor dulce y cruel que despiertan las épocas que no hemos vivido. Mira: nuestro presente es llamar a Silvia, una niña tonta que sólo te servirá para decir cuatro tonterías y pasar el rato pelando la pava. Pero el pasado, todo el pasado, cualquier época: ¿no crees que es un campo apasionante de exploración?
—No, Jordi. Es escapismo.
—Ya lo sé. Pero también lo eres tú. Y esos títeres que tienes por amigos, también son escapismo.
—Hablas una lengua extraña —dije—. La hablas desde un principio y no has hecho nada para que los demás pudiéramos aprenderla. Eso es lo que te pierde.
—Pero los hay, Bruno, los hay que hablan como yo y sienten lo mismo. No me refiero, ahora, a esas maricas que me rodean, sino a una clase más elevada de gente. Un día los conoceré. Y nos entenderemos. Nos bastará con una mirada, una pregunta… Nos comunicaremos algo…, muchas cosas que necesitaremos vitalmente.
—¿Tal vez pretenderéis formar un mundo aparte?
—No. Sólo tú y yo tenemos ese mundo aparte. Un mundo de los dos, Bruno. El tiempo, los cambios, la muerte…, nada de eso ha conseguido separarnos. Estamos aquí. Estamos los dos juntos: lo estaremos toda la vida, quieras o no. Y con nosotros, la ciudad. Este momento también es suyo, también pertenece a la ciudad. Mis amigos, los tuyos, todos los amores que podamos tener, serán un remiendo inútil. Importamos tú y yo. Me importas tú…
En momentos como éste me sentía muy violento. Toda declaración de afecto por parte de Jordi implicaba una solicitud de ayuda que yo no podría darle nunca. Implicaba todo el amor de un alma, pero una repugnancia invencible por mi parte.
—¿Puedo preguntarte una cosa, Jordi?
Él desvió la mirada hacia los libros de un escaparate. Pero se estaba ruborizando.
—Pregunta —dijo.
—Eso que sientes hacia mí… es algo más que amistad, ¿verdad?
—¿Cómo puedes preguntármelo, a esas alturas? Es más que cualquier sentimiento. Lo es todo. Yo, sin ti, no podría vivir.
—No puedo entenderte. De veras que no puedo. ¡Y mira que lo he intentado!
Pronto alcanzamos las calles góticas de tantos paseos juntos.
—Quiero decirte una cosa, Bruno. O tal vez sea mejor que no te la diga. No quisiera cargarte de remordimientos.
—Sabes perfectamente que cualquier cosa que te pase me afecta. Dime.
—Sufro mucho, Bruno. Desde aquello, ¿sabes? Desde que jugábamos juntos y yo aprendía… a depender de ti. Y todos los cuerpos que he conocido no han podido compensarme de la falta del tuyo.
—Cambiemos de conversación, te lo ruego. En eso no hay nada que hacer.
—Andreu, el pobre, se da perfecta cuenta de que nunca llegará a ser lo que tú eres para mí. Antes, cuando me lo decía, me reía de él. Pero ahora le doy la razón.
—Le das demasiado la razón…, siempre se la das.
Porque a partir de un punto determinado de su evolución, Jordi fue demasiado de Andreu, llegó a creer tantísimo en él, que se convirtió en un peligro, cada vez mayor, de anulación de la personalidad. Tardó mucho tiempo en comprender, aquel pequeño Jordi que un día cerró los ojos ante el zepelín, que sólo aquellos sentimientos enfermizos que él se vanagloriaba de haber superado pudieron convertir a Andreu en el gran hombre que él imaginaba y que el mismo Andreu creyó ser a partir de entonces. Porque es de imbéciles pretender que Jordi fuera una creación de Andreu, siendo como era Andreu una creación de Jordi. Sumergidos en el juego de un intelectualismo ingenuo, intentaron sublimar sus relaciones mediante la abstracción total; pero por estos métodos no lo lograron nunca. Gracias también a que sus sentimientos implicaban ya una profunda sublimación (y eso no supo verlo nadie), fue gran mérito suyo, a mi entender, existir como dos seres que habían decidido estar enamorados para alcanzar, a partir del pecado, cierta grandeza en el sentido y la justificación que la moral exige. Y si para mí eran todavía puros, se debía sin duda al hecho de que, como ya me había ocurrido al juzgar a mamá, acepté su corrupción en la única dimensión posible y también a partir de la justificación que siempre tienen, de antemano, todas las corrupciones: su derecho profundo a existir como elemento primario de destrucción del orden artificial impuesto por la sociedad. Porque hay que entender que la corrupción, antes de corromperse a sí misma en arrepentimientos y otras zarandajas de tipo formal, puede ser una forma básica de desorden y, como tal, la base del mundo.
Así pues, aquel año 62 yo les sabía lo bastante corrompidos y les quería, no a pesar de la corrupción, sino a causa de ella. La Semana Santa cabalgó sobre marzo más rauda de lo que solía y, como era demasiado pronto para ir a descansar a su refugio habitual de Altea, cerca de Alicante, decidieron hacer una especie de tour del románico por las iglesias del Valle de Boí, donde se levanta el Tahull místico, y culminarlo pasando la Pascua en la región de Los Lagos. Poco costó que yo me sintiera atraído por su proyecto, de manera que me uní a ellos (no solían aceptar compañía para sus viajes: yo fui la excepción), guiado por el doble afán de evitar el carnaval religioso que se desarrollaba en mi ciudad durante aquellos días y también por el interés que en mí había despertado una reciente exposición de arte románico celebrada en Montjuïc.
Salimos de Barcelona una mañana santa (debía de ser el jueves) en un tren abarrotado por el alud de excursionistas y esquiadores que aprovechaban aquellas cortas vacaciones para escapar, también ellos, de las ortodoxas ceremonias barcelonesas. Mi deseo de mezclarme con la gente, de creerme parte integrante de ella, nunca ha causado tantos problemas y lamentaciones como en aquella ocasión. Yo les había propuesto a la pareja dejar los coches en la ciudad y tomar el tren, ya que de este modo podríamos formar parte de un momento apasionante del pueblo en su deseo de evasión. Me maldijeron, claro, porque nos tocó ir de pie todo el viaje, casi colgados de una plataforma, soportando el viento helado de las montañas que iban acercándose. Vivos, sin embargo, penetramos en las ariscas alturas pirenaicas. El paisaje empezaba a evolucionar repleto de imprevistos: llanuras inundadas por el sol pálido se convertían de repente en metralla de montañas preñadas de bultos fantásticos, dientes de piedra que roían el vientre de las nubes, aullidos feroces que se materializaban en patios rocosos elevados en una búsqueda del infinito, peñas como agujas que parecían derrumbarse sobre arroyuelos de pinos, robles, helechos y a veces cipreses adolescentes que sobresalían por encima de las blancas tapias de algún cementerio diminuto sumado a la entrada de cualquier aldea que íbamos dejando atrás…
Hasta Pobla de Segur, el paisaje fue más o menos llano, empinado a veces, adentrándose en las montañas, otras, rodeándolas con suavidad majestuosa, ordenadamente aunque de manera presentida, como si estuviera calculada desde el principio de todas las cosas: paisaje que se desenvuelve como germen de una apoteosis superior, allí donde empieza el reino de las presencias oníricas y la naturaleza ofrece a los ojos ciudadanos (siempre anonadados por el asco) el deleite asombroso de su desorden. Pasada la Pobla, los pueblos parecían miniaturas de comunidades, casitas renegridas por los años, recogidas desabridamente alrededor de esbeltos campanarios, universo atávico y por ende nuevo para nosotros, aislado, dulce y trágico, repleto de todos los significados que nuestro gran derecho a la fantasía quisiera otorgarle. ¡Ah, burgos diseminados en el abandono del tiempo, villorrios anclados todavía en aquel terror del Año Mil! Ahora os devolvemos este mundo aprendido en libros y pinturas: nuestra imaginación encendida y joven os restituye el mundo de hadas y brujas que la Historia os arrebató para bien de los museos. El feudo, el castillo, el noble de reconocida crueldad, la flecha encendida, el inmóvil Pantocrátor del gran mundo cerrado, perdido, que vive de sí mismo en este valle a cuyas arquitecturas accedemos, donde acudimos para encontrarnos a fin de que nos sea revelado nuestro gran misterio de hombres heridos por el tiempo…
Al otro extremo de la carretera (tallada a puñetazos divinos en peñas elevadas hasta el cielo), en el límite exacto de la ruta, se alejaba la tierra, se hundía en un cráter inmenso, forrado su fondo de verdor y amapolas. Ascendíamos despacio, rozando el borde de la carretera, la rueda del autocar colgando peligrosamente sobre las profundidades. Avanzábamos por carreteras que serpentean con irregularidad alrededor de una montaña, y así muchas veces más: una ola que conduce súbitamente a una garganta de cimas que casi no pueden verse y producen la ilusión de avanzar entre las paredes de un túnel rojizo, de riscos que vuelven a sobresalir en forma de nuevos dedos amenazadores. Y Jordi empezaba a ser aquello y nada más. Jordi ni siquiera hablaba. Permanecía con la mejilla apoyada en el cristal húmedo de lluvia, la débil lluvia que iba cambiando la fisonomía del paisaje al ascender nosotros hacia el cielo.
La garganta nos condujo hasta la insólita herradura del valle, de los valles que se multiplican, hundiéndose en conchas verdosas, escindidas por arroyuelos saltarines, procedentes de los pequeños estanques que se forman en la epifanía de las montañas (las montañas de base ondulada, que iban perdiéndose hacia arriba y a cuyo pie estábamos nosotros). El valle: ¡si fuera poeta qué no diría! ¡Si no fuera Bruno Quadreny, si fuera algún poeta místico catalán de un mundo fascinado aún por la naturaleza, cuántas cosas no cantaría! Ah, sí…
Li fa veure Boí, eixa flor que es bada
d’un caos de granit en les entranyes…
cuántas cosas cantaría, ¡ay!, empapado en lágrimas por la pureza imposible, impelido por la imposibilidad de hacer perenne aquel último refugio de un espíritu cansado, agotado, demasiado mundano para eternizarse en el éxtasis. He nacido demasiado tarde. Lo reconozco. Tejados minúsculos, tejados teñidos por la lluvia, secados y vueltos a empapar por un rocío que nunca termina; y un sol purísimo, el sol de aquella tarde del zepelín, no el sol de Sitges, en el que caía encendido sobre la arena, sobre Arturu y Gene abikinados, sino el sol del ensueño, simplemente. Cielo completamente azul a veces, pero abrumado de pronto por nubes que traen lluvia (y entonces la carretera se tornaba de un azul brillante, y todo el valle acentuaba sus colores naturales, como si lo recubrieran de barniz).
El autocar dio la vuelta al primer estallido de verde y remontó una desviación de la carretera, antes de que ésta siguiera su viaje hacia la profundidad del valle que yace a la sombra del gigantesco picacho de nombre misterioso, el Como-lo-Formo. Agazapados a los pies del monte, un balneario dormía su sueño de temporada por empezar. El pueblo de Boí, dominador del paisaje en un primer paso hacia la montaña definitiva que es Tahull (por fin, Jordi: he aquí Tahull de Lérida, Tahull de Boí), nos acogió con un silencio secular, cerrado no sé si por la santidad del día o por el atraso necesario de tanta historia transcurrida. En Boí alquilamos dos habitaciones en un hotel situado frente a la iglesia (Sant Joan de Boí, de campanario roto, dicen que en acción de guerra contra los albigenses; campanario edificado en trazado perpendicular con el de Erill la Vall, al otro lado del abismo que acabamos de cruzar, e incluso el de Sant Climent de Tahull, allá arriba, nido de nubes). Y no bien hubimos entrado en la habitación abrimos la ventana para contemplar la verdad románica. La visión me remitió a una Edad Media de Apocalipsis y Séptimo Sello (Ingmar Bergman acababa de fascinarnos con una visión apocalíptica del período, en sustitución de los fastos deslumbrantes de Sir Wilfrido de Ivanhoe visto por la MGM). ¡Suprema angustia de Boí! Restos de una Edad Media triste y oscura, lóbrega, perdida es la palabra justa: perdido, perdidos, perdida, como las hadas del tiempo que muere y las hogueras de la Noche de los Espíritus y los hidalgos llamados Gentil que buscan un refugio sin misterio. ¡Misterio! That’s the other word, the very word, indeed! Misterio de días transcurridos sin que sepamos nada de ellos, uña que se clava en el corazón, que envenena, prodigiosa daga que te hace amar. Boí, que nos empuja a correr hacia Tahull, en lo más alto, antes de que oscurezca: correr así, escalar el campo bovino que fue, durante muchos siglos, la única comunicación de Tahull con el mundo exterior. Tahull, colgado en la cima, totalmente solitario, callejas desiertas que se escalonan como si aspiraran a buscar el fondo del valle y al mismo tiempo la bóveda del mundo; callejas de piedras redondas sobre las que discurre un agua sucia, caldo de estiércol y paja, fruto de deshielos anuales, repetidos desde que la iglesia fue consagrada por el obispo de Roda, mientras los señores barones…
Y Jordi. Se iba. Se desataba, huía raudo, más y más allá de nuestra compañía, internándose cada vez más en su medievo particular, privado, inalcanzable. Aumentaba el misterio de los nombres: Erill la Vall, Tahull, Durró, Boí… No pueden ser nombres terrenales, llegan de un universo formado por madonas suntuosas y siervos que llevaban el tributo al gran señor, por baronías fugaces y vírgenes que sostienen al Niño Dios en el rincón de un ábside rojo-azul: son nombres que vienen de un trovador que se sentaba en los escalones del trono baronil, de un príncipe que fue herido en las almenas de un gran castillo; tal vez vienen de un arquitecto lombardo que llegó a pie desde Italia sólo para construir la iglesia, capricho de los santos; misterio propuesto a través del tiempo, humareda gris de las calles enfangadas, de las casas con fachada ennegrecida, de las vacas que retozan por prados exultantes de amapolas. Aquí, Jordi es finalmente Jordi. Hasta los ojos le cambian de color: nunca había tenido estos ojos; nunca había mirado así. Ah, querido Jordi de la infancia con belenes, de las columnas imperiales en la calle del Paradís: ya has alcanzado tu gran razón, pues era éste el Jordi inútil que yo había presentido y gracias al cual se sublimaba el Jordi corrompido de un desorden mortecino. Aquí, finalmente, el Jordi que se perdía para la realidad de manera absoluta
Caminaba delante de nosotros, silencioso, como si no existiera nada fuera de él; el paso solemne, entusiasmado con la idea de su peregrinaje. Recogió un bastón de entre unas piedras —bastón de nudos, pedazo de higuera— y apoyó en él su cuerpo. Andreu y yo, con miradas acaso temerosas, seguíamos aquella espalda curva. Pero Jordi sólo miraba hacia adelante a medida que subía el sendero inclinado que va a parar al supremo milagro del Tahull único (único porque puede haber muchos Shangri-las en una obra literaria, pero sólo hay un Tahull en la huida vital de cualquier ser dudoso). Ya era el crepúsculo. Soplaba un vientecillo de nieve. Las iglesias del valle, allá en lo bajo, elevaban al cielo sus campanarios sofisticados, sus nombres de misterio, proposición esotérica, lenguaje que aún no se había realizado, que la Historia detendría antes de lograrlo, barruntos que existieron durante un instante para deshacerse en seguida bajo la nebulosa cortina de los siglos. Desde arriba contemplamos los campos cultivados y los pastos que se detienen al borde de la montaña; desde el águila rampante que es aquel villorrio fantasma, aspirábamos el perfume a arte anónimo, las casitas minúsculas, las cascadas y los huertos rodeados por otras montañas con nieve, la violencia de los tejados con lastras de pizarra vieja… Oh, Jordi: ¿tan fascinado estabas por la confrontación de Tahull con tu propio misterio que acaso no advertías en todo aquello el diorama de nuestros belenes de antaño, la respuesta a nuestras fascinaciones de niños de ojos totalmente nuevos?
Y Tahull fue, para siempre, Jordi Llovet, ruina románica en sí mismo, último refugio de un medioevo abstracto que había cruzado nuestra vida como una sombra, amada en razón de su fugacidad. Al verlo, comprendí perfectamente que su tiempo se alimentase del tiempo que no le pertenecía, que hubiera hecho tanto uso de él, hasta el punto de edificar todo su drama personal sobre tantos tiempos muertos.
Y dijo:
—No es la forma artística lo que me hace sentir infinitamente grande respecto a lo que siempre he sido para mí mismo y para los demás: es la presencia, no negaré que extraña, de lo eterno. La eternidad que viene a apoderarse de mí, que estará dentro de mí a partir de ahora. Y es ya para siempre.
—Eso es escapismo —dije—. Tendrías que plantearte otras cosas. Por ejemplo, la razón por la que la gente de estos pueblos envía el campo a parir panteras y se va a trabajar a la ciudad…
—Ay, Bruno, qué materialista eres a veces. ¿Y si procuras entenderme un poquitín? Al fin y al cabo, no te pido tanto. Si intentas aspirar con fuerza, comulgar con todas estas emociones, sabrás qué quiero decir.
Andreu me miró despreciativo. Cogió a Jordi por los hombros. Buscaba puntos a su favor y contra mí.
—Yo sí lo entiendo —dijo—. Yo siempre te he entendido, niño mío…
—Eso crees, pero tampoco me entiendes nada. Piensas que sólo es el aliento de la creación, ¿verdad? Pues no lo es. Te lo aseguro.
—Ya sé que no es eso. Sé que es la tristeza, el aliento de las piedras, de la ruina. Es la fascinación del tiempo..
—No. Tú me enseñaste este amor por el pasado, pero no has sabido sublimarlo hasta convertirlo en una actitud. Ahora yo acabo de hacerlo. Este pueblecito que parece propiamente un decorado, las iglesias abandonadas, las callejas sucias, todo, existía mucho antes, pero yo las sublimo ahora al convertirlas en mi actitud. Porque hoy, después de tantos siglos de peregrinaje, he vuelto y veo nuevamente mi pueblo, veo toda mi forma de civilización, aunque medio hundida. Y se cierra todo un ciclo, Andreu. Y será muy doloroso…
—No le eches tanta literatura, que tampoco hay para tanto —dije.
—¿Cuánto tiempo habrá pasado desde que leí el libro de Benlloc? Tal vez más de cuatro años… ¡Qué rápido es el tiempo! Pero mira: es magnífico encontrar la iglesia, los tejados de pizarra, las calles colgantes, todo, tal como estaba el primer día…, todo está igual que aquel día en que me fui…
—No exageremos —dije—. Tú no habías estado nunca en Tahull.
—Sí: yo viví aquí una vez, y aquí morí, y sólo he vuelto a la vida para regresar algún día. Era el barón. El primogénito del barón, supongo; y en algún instante de mi vida llamé a un arquitecto de Brescia para que proyectara estas iglesias… Hace mucho tiempo, pero lo recuerdo como algo muy desvaído, como algo que siempre he presentido. Y sin embargo, fui yo quien lo ordenó todo: ¿quién pudo sino yo?
Se hizo noche cerrada. Los oía discutir al otro lado de la pared. Pero había algo extraño en aquella riña de enamorados. Jordi, que se ponía histérico por la menor banalidad, discutía ahora con mucha calma, pacíficamente, dueño y señor de sus recursos dialécticos, pero Andreu, generalmente tranquilo, muy diplomático, partidario de dejar gritar a los demás hasta que se cansaran, se exaltaba, esta noche, con chillidos femeninos donde se mezclaban insultos, amenazas y ruegos, como en una especie de lucha feroz de la que dependiese la solidificación de un destino más fuerte que ambos.
No me dormí hasta bien entrada la madrugada, entusiasmado con la lectura de unos ensayos de Gramsci (los primeros que leía) que Guido Benedetti, del Instituto Italiano, me había dejado para el viaje. Tomé algunas notas, fumé mucho y al apagar la luz vi un color de rosa marchita que tenía el cielo, más allá de la ventana. Mientras oía los ruidos íntimos de la habitación de al lado (ya habían terminado de pelearse), pensé que sería muy curioso que se pusiera a nevar en pleno mes de marzo, pero en seguida pensé que, puesto que nos encontrábamos en una región tan alta, no sería tan raro. Recordar, hoy, la promesa de nieve que se reflejaba en el cielo de Tahull, me trastorna la memoria en busca de la nieve que caería sobre Barcelona siete u ocho meses más tarde, cuando el año 62 estaba al borde de la muerte. Es decir: la Navidad de Jordi y el domador de tigres.
Estamos en el estudio de Jordi, celebrando una Nochebuena con otros amigos suyos, todos locas, y chicas de mi grupo que se van a París para ampliarse intelectual y políticamente. El estudio de Jordi da sobre los ábsides de la catedral, pero no se ven ni los ábsides ni las torres, porque los cristales están helados. Libros por todas partes, hasta en el suelo. Cerca de la ventana, una estufa enorme, pintada de púrpura. En el hogar murmuran los troncos. Brilla, en un rincón, el árbol de Navidad; en otro, el belén que no hemos tenido fuerzas para dejar de hacer. Pero es un belén cada día más pequeño, una costumbre que morirá definitivamente con la muerte de este año que ha visto morir ya a Carlitus y a Marilyn. En la pared, encima de la chimenea o en otras estanterías, muchos objetos de art nouveau (el art nouveau, el domador de circo y Michel, el luchador rubio, son este invierno las grandes manías de Jordi); también litografías: Klee, Kandinsky, Roualt —¡naturalmente!—, Léger y algún primitivo italiano. En una pared pintada de negro, máscaras sudamericanas (regalo de Gloria Consolador) y fotos de la gente que está de moda: Marlene, Louise Brooks, Monica Vitti, Delon, El año pasado en Marienbad, El séptimo sello, Ingrid Thulin; y otra foto que es la moda permanente de Jordi: Bruno Quadreny. La tele está puesta, porque esta noche actúa Joséphine Baker y los amigos de Jordi —entre ellos se tratan de amigas— quieren verla. La Baker, vestida de blanco y tocada con enorme plumero, desciende una gran escalinata, rodeada de enormes candelabros, y la cuadrilla de Jordi comienza a imitar sus pasos mientras cantan: J’ai deux amours, mon pays et l’avis. Otros invitados, compañeros míos de la universidad, hablan de La pell de brau, un poema de Espriu que nos ha impresionado vivamente y ha servido para revelarnos un amor totalmente impensado por una extraña resucitada llamada lengua catalana. Había otro grupo que se inclinaba por Vacances pagades de Pere Quart, menos lírica, menos complicada, ergo más efectiva para aquello que, según ellos, había que decir didácticamente en aquel momento, en aquel país. Era una discusión que nunca había esperado tener. Se despertaba una pasión nueva, una posibilidad de emoción a partir de aquella realidad que todavía llevábamos dentro, ahogada desde hacía muchos años, pero no muerta. Toda una tradición intelectual que, desde pequeños, nos habían ido imponiendo a la fuerza, rechazó en nuestro interior el antiguo sueño de nuestra tierra. Si hasta entonces habíamos creído que todo lo que fuera catalán olía a burguesía decadente, a tronada realidad del Ensanche, una teoría de descubrimientos tan recientes como apresurados nos iluminaba un nuevo camino: la lengua como reconocimiento de todo un pueblo, especie de martirio espriuano sin cuyas víctimas nosotros no hubiéramos existido. Y he aquí que esta idea de pueblo yo ya la sentía en catalán.
Hasta entonces, no se me había planteado ni remotamente que constituyese problema alguno el pensar en una lengua y estudiar en otra. Pero de repente, aquella cortapisa, aquella increíble contradicción de catalán educado en castellano, entró a formar parte esencial de mis obsesiones cotidianas. Benlloc, con sus artículos gastronómicos y la mirada permanentemente desviada hacia nostalgias Belle Époque, no era el ejemplo que más me convenía; pero quedaban otros escritores, otros ejemplos que yo ya no podía distanciar de mi nueva conducta, acaso la decisiva. Tampoco me servía el tío Sebastià, empeñado en mantener encendida, fuera del país, una hoguera política que yo empezaba a contemplar como un gran folklore más o menos inalcanzable. Dentro era donde había que mantener el tipo. Y dentro, creedme, aún quedaba mucha gente. Hombres y mujeres que habían llevado la lengua y la idea de la catalanidad a un nivel de resistencia casi heroica, alejándola de los jirones del gran sueño burgués, por otra parte traducido al castellano sin mucha dificultad por un buen número de los prohombres que la inspiraron. Aquellos hombres y aquellas mujeres, víctimas magníficas a las que no puedo recordar sin emoción, ahora que estarán muertos, me llevaban al descubrimiento de que la generación de mis padres era algo más que los cobardes discursos de sobremesa bajo el sol tibio de los barrios neorresidenciales. La no claudicación de aquella gente se disparaba hacia el porvenir en forma de una sólida herencia, la cual yo aprendía a recoger con un respeto también recién nacido. Nombres y nombres, sangre humana almacenada en catálogos de editoriales que, hasta entonces, habían permanecido desconocidos para nosotros; nombres que no eran sólo papeles encuadernados con otros sino, esencialmente, letra unida a otras letras para crear palabras, cada una de las cuales venía a decirnos que la resistencia de quienes precedieron tenía que ser, a partir de entonces, nuestra propia carga. Que las heridas abiertas en la historia que me fue negada, eran la herida a partir de la cual yo podría nacer a la verdadera Historia, la única que podía ser mía. Papel encuadernado y palabras uncidas eran una nueva manifestación de mí mismo, en una dimensión que rebasaba mis obsesiones íntimas y mezquinas de pobre imbécil preocupado, sólo, por una película bien planificada o la idea de la incomunicación de los sentimientos. Aquel año 62 había conocido ya muchas cosas nuevas: la muerte de Carlitus y de Marilyn me habían confirmado en la idea de que Peter Pan, entretenido más de lo necesario en un país del Nunca Jamás inalcanzable, ya no podría venir en mi ayuda. Veinte años son veinte años, mírese por donde se quiera, y los llevaba repletos de muchas lecciones atrasadas, que debía aprender cuanto antes. Me estrenaría como autodidacta y procuraría comprender, de una vez, la realidad oculta bajo el piso nuevo de los Quadreny. El mundo era una totalidad que necesitaba abarcar sin lagunas; la adolescencia, una muerte prematura; la juventud, algo que pasaría sin dejarme más que un gusto de ceniza malversada. Y al final de todas esas cosas, de la existencia fugaz de Marilyn en una pantalla prohibida, o de Carlitus en las camitas gemelas de la habitación de infancia, palpitaba siempre esa totalidad, dolorosa incluso, de una historia interrumpida, que yo debía reanudar si quería llegar a ser yo mismo de manera absoluta.
Cierto, yo había sido educado en una lengua que me condicionaba, que me hacía ser, en cierto modo, lo que la lengua quería. Yo había oído hablar de los grandes hechos, me habían inculcado las grandes conquistas de esta lengua alejada del mar. Toda mi cultura me había sido transmitida con palabras que no eran las mismas de mi «cada día», que no eran las de mamá ni las de la gente de la calle. Me enseñaron todos los conceptos de esta manera, y ahora, al aplicarlos a la nueva forma de pensar, se diluían en un impresionante caos lingüístico, dentro del cual me resultaba muy difícil aclararme. En este dominio de lo que había aprendido sobre lo que realmente sentía, aún palpitaba la emoción típicamente romántica del redescubrimiento. Porque, naturalmente, cada palabra reproducida en los libros de los abuelos sólo era nueva en su grafismo. Al principio, como en una vasta selva inexplorada, las palabras te acogotaban, se te caían encima como si fueran extrañas. En seguida te dabas cuenta de que no era así: en cuanto sabías que n e y hacían eñe, te encontrabas con la maravillosa sorpresa de advertir que la palabra nyic-nyic la habías oído decir miles de veces a los vecinos de la calle cuando querían expresar una cosa o una persona que eran latosos. ¡Parecía un milagro! Lo que estaba escrito en catalán, y que parecía de tan difícil comprensión, yo lo sabía ya desde niño, había movido muchas veces los labios para expresarlo. No era lo mismo que cuando te adentras en una lengua ajena, en que piensas «pan» y tiene que salirte bread. Era, por el contrario, pensar «home» y ver que en los libros de los abuelos una hac, una o, una ema y una e formaban exactamente aquella palabra que habías dicho ya tantas veces. Que era una palabra propia, un reconocimiento que no podría morir con Marilyn, que existiría mucho más allá de Carlitus. Que era yo.
Y todo eso me encendía la sangre con un deseo de futuro que ya nadie podría detener. Porque había reconocido los signos impresos que extrovertían mi pensamiento auténtico, y eso es algo que ya no se olvida: te empuja a desear que todo el mundo pueda reconocerlo porque, a partir de este momento, serán tus pensamientos, tu angustia de hombre, tu voluntad de acción, lo que expresarás con los signos del redescubrimiento. Sólo que cuando mi lengua, mis signos, comenzaban a pertenecer a mi generación, yo ya estaba fuera. Yo estaba ya lejos. Y nunca llegué a ganarla completamente.
Pero aquella noche de Navidad, la víspera del escándalo, todavía tenía opciones de diversión. Me rodeaban dos hembras prematuras, asociadas a la cofradía, tan a la moda, de los compromisos esnobs. Vestían un disfraz intelectualoide, tomado, sin duda, de algunos mitos foráneos.
Se me acercó la del pelo casi al cero. Pero la que me gustaba más era la del pelo negro.
—Vas muy aggiornada, chica —le espeto.
—¡Huy! ¿Has visto À bout de souffle? Pues mira: la Seberg me ha copiado.
En seguida saltó la otra:
—Antes, cuando imitaba a Juliette Gréco, vengan greñas. Ahora, desde que ha vuelto de París, le ha entrado la manía de la Seberg…
—Peor tú. Porque, chica, de Rosa Luxemburg no tienes nada, por mucho que te empeñes…
Y las dos venga a sacarse sus trapitos al sol. Mi prima Nuri se dormía en un rincón, harta de intelectuales y de maricas. Cristina se trabajaba a Narcís Llaudó, un delegado estupendo de nuestro curso. Los amigos de Jordi, reunidos en un grupo vocinglero, se preciaban de su distanciación. Había sido un error invitarlos: yo me temía que se pusieran a bailar entre ellos de un momento a otro. Andreu ya no estaba. Hacía más de tres meses que habían roto él y Jordi. Los amigos de Arturu, venga a poner cuplés de los años veinte. Cristina se reía de todos y escondió los discos que ella llamaba «pederásticos» (Celia Gámez, Conchita Piquer, Antonio Amaya, operetas americanas) y puso cosas de Johnny Hallyday. Siguieron canciones de la guerra civil, recién llegadas de París de estranjis. Benlloc, que había venido para un par de horitas, charlaba con un pintor joven sobre la pervivencia del surrealismo. El surrealismo, según noticias de París, volvía a estar de moda.
—¿Verdad que el pelo Gréco le sentaba mejor?
Yo me encogí de hombros.
—Bailar es una tontería —dijo la pseudo Seberg—. No tiene sentido. No es práctico. ¿A quién beneficia?
—No lo sé. Pero por lo menos hacemos algo.
—¡Ah! —dijo la otra engagée—: tú eres de los de la acción por la acción.
—No: yo soy de los de no aburrirme.
—Ah, vaya: es que no piensas.
—¡Caray, si pienso! Ahora mismo pienso que me gustaría acostarme contigo.
—No seas obseso. ¿Qué te gusta?
—Me gustas tú.
Silvia quedaba lejos. Sólo hacía cuatro días que habíamos reñido. Pero quedaba muy lejos.
—Le gusta el cine —intervino Jordi.
Entonces, Luis, que de nombre de guerra usaba la Ingrid, metió baza.
—¿Habláis de cine, tesoros?
—Pero no contigo, muñeca —dijo la Seberg—. Vamos a ver, Bruno, ¿qué clase de cine te gusta?
—El bueno —dije—. La Sofía, sin ir más lejos. Y también me gustan mucho las películas de Lola Flores.
—Sans blague. ¿Te gusta Resnais? ¿Y Godard, Preminger, Renoir? ¿Qué me dices de la teoría de Bazin sobre la mise en scène? Lees Cahiers, claro… ¿O tal vez Cinema Nuovo?
—Me gusta De Chirico —dije.
—De Chirico es un pintor…
—Ya lo sé. ¿Está prohibido que me guste?
—Eso no tiene sentido. ¿Te gusta el cine, sí o no?
—A mí, el cine sólo me interesa como punto de referencia —intervino Jordi.
—¿Referencia cultural?
—No: de tipo temporal. Recuerdo una época determinada de mi vida porque vi determinada película. La túnica sagrada, por ejemplo, me evoca el primer año de la escuela de Bellas Artes…
—¡Hijo, siempre tienes que salir con incunables! —exclamó la Seberg—. Estás bien traumatizado. Si no te curas, ya puedes despedirte de la posibilidad de integrarte de manera activa en la tarea colectiva. ¿No podrías dejar de mezclar tus recuerdos con una visión lúcida y coherente del mundo en que vives?
—No: los recuerdos están plenamente integrados en mi visión del mundo, en mí mismo…
Me parece que Silvia baila sola por algún rincón oscuro de la habitación: Silvia, Silvia, la he dejado atrás, pero su figura regresa, se mueve aquí, allí, como un fantasma que me seguirá para siempre.
—Apuesto cualquier cosa a que se trata de una forma de moral —dijo Rosa Luxemburg—. Juzga el mundo a partir de su propio movimiento vital… ¿No os parece que tiene algo de ética?
—Más bien de dialéctica —dijo la otra.
En el alud de tonterías con apariencias de compromiso, evoco la imagen serena, limpia, neciamente divina, de Silvia, a quien he amado hasta esta fiesta. Era una pena que se perdiese entre tantas otras cosas bellas, que nuestra comunicación fuera tan imposible. En el recuerdo, su charla intrascendente, su purísima estupidez, continúan excitándome. Y era la imposibilidad de nuestro amor roto lo que la hacía bailar, sólo para mí, en una habitación llena de gente que no me importaba. Bailaba sola, ausente y omnipresente, confuso su recuerdo por tantas cosas próximas. Su cuerpo delgado, volteando al compás de un rock que nunca existió, regresa a través del tiempo para excitarme; pero es como hacer el amor con un cadáver.
La Nochebuena transcurría dirigida por la agonía de los instantes. Me acerqué a Jordi.
—Estoy a punto de ser sádico.
—Sélo.
—Te recordaré un capítulo de nuestro libro de lectura, en la primera clase de Orientación Profesional, en los Escolapios…
Él prorrumpió en una carcajada ciertamente amarga. (¡Jordi, Jordi! Faltaban pocas horas para que rompiéramos con todo. Al día siguiente viviríamos el gran sainete, Jordi. Al día siguiente seríamos libres. Pero todavía no podíamos saberlo.)
—Me acuerdo perfectamente —dijo él—. La familia sentada a la mesa, el narrador acordándose de los ausentes, los que han ido muriendo o los que han crecido y desaparecido… y entonces, en medio del tema, salía el versito: «La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va…»
—«… y nosotros nos iremos y no volveremos más…», ¿verdad?
Nos abrazamos. Felices, tristes, locos.
—A ti también te influyó el versito —dijo.
—No soy nada invulnerable, tendrías que saberlo.
—Pero sí más fuerte.
—No: acaso más cobarde. Ahora, en esta habitación, me parecía ver bailar a Silvia…
—De hecho, baila… Y Carlitus, y Andreu, y Marilyn… Sí, querido, todos están bailando.
De repente, toqué el tema candente del día.
—¿Y el domador, qué?
Jordi ya no se ruborizaba.
—Una maravilla. Me ha follado cuatro veces seguidas.
—¿Y Michel?
—Un prodigio. Como premio, se la he chupado seis veces.
—¿Y el pobre Andreu?
—Hay un cuplé que dice: «Agua que va río abajo, arriba no ha de volver…»
—Eres un pendón —dije.
Un par de días antes, Benlloc me había pedido que hablara seriamente con Jordi para ver si, por lo menos a mí, me hacía un poco de caso. El viejecito lo había llevado a un espectáculo de circo (porque el actual Benlloc también escribía sobre circo) y, según parece, el fervor de Jordi se había encendido más de la cuenta. No sé si los demás lo habían advertido, pero estaba claro que uno de los nuevos sistemas de excitación de Jordi era la fuerza bruta. Me lo había demostrado una mañana de la pasada primavera —cuando todavía era el amigo oficial de Andreu—, la mañana en que, después de una función de lucha libre en el Price (el antiguo baile de la bohemia de papá), se dirigió decididamente a los vestuarios para pedir una fotografía dedicada a Michel Foster, llamado L’Ange Blond, francés residente en Barcelona y que se dejó atrapar como un novato por la inocencia de aquel jovencito insólito. Toda la historia se reduce a un desarrollo fetichista del deseo de Jordi. Fue un capricho que le duró nueve meses y que, con mucha sabiduría e ingenuidad, supo alternar con Andreu, quien representaba, dentro de su mundo y en opinión de sus «amigas», la idea perfectamente conservadora del hogar bien organizado y el futuro resuelto. Ahora, alternaba a Michel con el domador. Con éste, que se llamaba Wolfgang, siguió un proceso más o menos igual, pues el pobre macho cometió la imprudencia de entrar en la jaula de las fieras con el único atuendo de un muy escueto taparrabos de piel de tigre.
Me lo contó Benlloc: «Jordi sonrió de una manera muy seca y, no sé, me pareció como si se encogiese en la butaca. ¿Me creerás si te digo que le temblaban las manos? Yo lo presentía, y él se daba cuenta, pero ni por un momento dejó de mirar a la pista. Me siento un poco culpable de haberle llevado. Conociéndolo como lo conozco, era de suponer que su imaginación trabajaría a ciento por hora; no en vano me ha invocado tantas veces el mito de Tarzán. Y el domador venía a ser, exactamente, un Tarzán trasladado a la Monumental. No sé si me entiendes: forma parte del espectáculo en algunos circos del extranjero. Se cuenta con la desnudez del domador como elemento esencial. Se cuenta con la sensación de angustia que puede producir la carne expuesta al zarpazo del tigre; el efecto de la musculatura, la sensación de que eres tú quien está en medio de la selva. En fin, toda esta tensión debió de excitar a nuestro Jordi en una medida que no podemos siquiera imaginar…»
Pero yo sí podía. ¡Como si no conociera a Jordi! Ya de niño, el sufrimiento de un mártir había ejercido en él un poder mucho más fuerte que cualquier cuerpo en bañador, que cualquier posibilidad de contacto carnal anunciado en un futuro más o menos próximo. Su excitación nunca estuvo formada por imágenes, sino más bien por ideas. Su deseo se convirtió en manifestación artística, en hecho estético de primera magnitud. Y era el pathos lo que le hacía temblar ante los cuerpos retorcidos en la lucha libre, igual que en la selva de papel de un circo donde el domador, convertido por obra y gracia de Jordi en héroe olímpico, ha de jugar constantemente con su belleza para sobrevivir ante las fieras. ¡Pocos gladiadores del Imperio tuvieron a un cantor más apasionado!
—De Michel he sacado cinco cuadros que, tú mismo me lo has dicho, son de lo mejorcito que he hecho. Del domador espero sacar otros cinco antes de que termine sus actuaciones en Barcelona.
—Mira, eso está muy bien que se lo hagas creer a tu mamá, pero a mí no me quitas de la cabeza que tú vas por algo más que por un par de cuadros…
Me miraba con aquella expresión de inocencia, antes real, como de niño quebrado; pero entonces, en aquel momento, completamente fingida, como una pésima imitación de Shirley Temple.
—Hombre, también valoro una buena polla.
—¡Jordi, Jordi, que te pierdes!
Pero él se reía. Y su carcajada era ruidosa y chillona.
—¡No seas tonto! ¿Qué puede haber más hermoso y honesto que el cuerpo humano?
—No quieras justificarte. Sabes que conmigo no te vale.
—No tengo por qué justificarme. Me gusta y basta. Entérate de una vez: yo, con mi culo, hago lo que me da la gana.
Salimos juntos a la calle, formando más o menos los mismos grupos de la fiesta. Hablábamos muy alto, casi a gritos, haciendo proyectos para salir al día siguiente. Y empezaba a nevar. De hecho, nuestra Gran Nevada se inició a medianoche, cuando íbamos paseando despacio por detrás de la catedral: «¡Es nieve!», gritábamos. Y había alguien que decía: «Mañana no quedará nada. En esta mierda de Barcelona la nieve siempre se deshace…» Los copos eran cada vez más gruesos y el cielo estaba rojo, más que nunca. Por la Rambla corrían los xarnegos de cada año, tocando la zambomba y bailando peteneras. Estaba lleno de borrachos que iban tropezando y hasta rodaban por el suelo, sombreros de papel en la cabeza y espantasuegras en la boca. Se mezclaban con ellos, irónicos, los muy dignos burgueses que, a la salida de algún reveillón, bajaban hasta la Rambla para reírse con lo que llamaban «la fiesta de los pobres». Y nevaba y nevaba y no pararía hasta casi veinticuatro horas después. Al día siguiente, la nieve cubría los coches, dando a mi ciudad un aire de aldea de fábula. Comenzaban, así, un par de días de belén auténtico, paisaje típico de las Navidades que tanto habíamos soñado y que nunca se habían hecho reales. ¡Los acogimos con tanta ilusión! Era la primera Navidad verdadera de nuestra vida. Durante la gran comida, momentos antes de que estallase el drama que nos llevaría a la huida, la nevada seguía formando una cortina que impedía toda visibilidad. Al asomarnos al balcón, a la hora del aperitivo, veíamos que la calle era una alfombra blanca, gigantesca y desierta. Jordi se rio. Fue su última carcajada en aquella Navidad y en otras futuras.
—¿Verdad que no lo esperabas? —dijo.
—No, claro que no. Parece una Navidad de aquellas que tanto te gustaba dibujar. ¿Recuerdas que llenabas los cuadernos de limpio con imágenes de una Navidad como la de hoy?
—Un señor llamado Brueghel se me adelantó en bastantes años…
Nos dimos unos golpecitos en la espalda, pero no sin amargura. Nos dolía advertir todo el tiempo que habíamos tenido que esperar para llegar a vivir esta Navidad como la de nuestros personajes de fábula o las figuritas del belén. Nos dolían todos los cambios que habíamos tenido que soportar. Y también era triste pensar que el pobre Carlitus no había podido ver la realización del gran sueño.
Recuerdo, ahora, la Navidad anterior, la última que Carlitus pasó con nosotros. Los invitados se habían quedado en la salita jugando al póquer y escuchando discos de zarzuela. Carlitus, sentado en una butaca muy alta, los contemplaba a todos con una mirada difusa, como si aquello de estar reunidos en inquebrantable rito social fuera realmente lo más bello y seguro que puede deparar la existencia. Aquel Carlitus, al que sólo quedaban seis meses de vida, no era ya nada alegre: había cambiado la alegría de la infancia por una mueca de conformismo que, seguramente, le acercaba al sentido de felicidad de nuestra familia. Malo y bueno, con destellos de cielo y de infierno a un tiempo, Carlitus no era el santito en que sus enfermedades y muerte precoz lo convirtieron a los ojos de cuatro beatas doloridas; no obstante, su balance arrojaba más bondad que el de todos nosotros juntos. Todos manteníamos este equilibrio constante entre lo bueno y lo malo, inclinados a veces hacia san Pancracio, patrón del trabajo, y otras hacia algún demonio con mala uva. Pero, en el caso de Carlitus, las apariencias del dolor le disfrazaban de Ecce Homo. Sufrió mucho, no lo niego, pero su famosa santidad carecía de mérito. Nunca fue adolescente: nació niño y al morir era hombre prematuro; desconoció el sabor sublime de la locura, de los inconformismos anárquicos, de las preguntas angustiadas que yo y mis compañeros nos formulábamos sin cesar. Carlitus, ¡cómo olvidarlo!, fue un árbol que siempre permaneció puro porque no tenía sexo.
Pero Jordi sí lo tenía, y su desbordamiento adolescente fue el histerismo. En un principio, el sexo no era para él una válvula de escape de la soledad, sino más bien una restitución. Recuerdo la desesperación que le asaltaba durante la primera etapa de sus delirios, cuando iba de un lado a otro, vagabundeando sin saber qué buscaba; cuando se entregaba a una gimnasia violenta para agotarse físicamente y no caer en el pecado mortal del vicio solitario. Castigaba su vigor porque entregarse al sexo sin oponer resistencia habría significado reconocer claramente sus desviaciones básicas; y eso, durante mucho tiempo y a pesar de Andreu, fue algo que intentó combatir con todas sus fuerzas. Quiero decir que aunque él siempre se supo diferente a los demás, por lo menos pudo acogerse a una coartada válida imaginando que sus desviaciones eran solamente de tipo espiritual. Al darse cuenta de que la desviación espiritual iba estrechamente unida a otra de tipo físico, por demás evidente, cayó en una crisis tremenda, de la que tardé mucho tiempo en verlo recuperado. Entonces intenté salvarlo metiéndolo en la cama de la Berenice, la puta que se hacía pasar por griega y ex cortesana del rey Faruk de Egipto, y que era visita obligada de muchos compañeros de la universidad. Pero lo que la Berenice me dijo después de haberse trabajado a Jordi fue más que desalentador. Él se echó a llorar y yo, que lo quería más que nadie, le di dos bofetadas ordenándole que conservara la dignidad: «No soy carne ni pescado —gemía—. ¡Si por lo menos fuera una mujer!». Y yo quería que se superara, y le dije: «Eres un hombre. A pesar de todo, lo eres». Pero en el fondo yo sabía perfectamente que no había nada que hacer. Al mismo tiempo conocí que Jordi estaba deseando aquel fracaso: necesitaba saber con toda seguridad que su desviación era un mal congénito y que por fin podía dejar de combatir y entregarse sin escrúpulos a lo que le apeteciera. Al mismo tiempo, sería vital para él disfrazarlo todo de gran drama. Porque incluso en el sexo y en la corrupción —y esto que diré se vio más adelante—, Jordi continuaba buscando creación y fantasía. Y esta cualidad para convertir el instante en réplica dramática de importancia vital en el desarrollo del melodrama que él creía que era su vida, fue sin duda uno de los principales atenuantes de un estado de alienación sexual que, en cambio, yo despreciaba abiertamente en otros maricas, incluido Andreu.
Aquella Navidad anterior a la de la Gran Nevada, escuchábamos discos en mi cuarto. Jordi se mordía los labios mientras seguía una canción de Juliette Gréco y dibujaba en un bloc en cuyas primeras páginas Carlitus pintó, tiempo atrás, unos aviones americanos que abatían a un caza japonés. Yo hojeaba un libro de litografías de Francis Bacon que Jordi me había regalado, obsequio maravilloso que ninguno de nuestros comensales había sabido apreciar, pero que yo adoré. Una de las debilidades esnobísticas del nuevo Jordi era hacer los regalos de Reyes en Navidad, como si estuviéramos en el extranjero. Yo, en cambio, decidí ser completamente tradicional y esperar a enero para darle los discos de ópera que le había comprado en París dos meses antes. La Gréco acababa de perder otro amante y, en la otra cara del disco, nos recordaba todas las melancolías de un mito intelectual, pasado ya de moda, pero que nosotros, descubridores atrasados de todo tipo de cultura moderna, comenzábamos a apreciar entonces, creyéndolo vivo aún…
Il n’y a plus d’après
à Saint Germain de Prés…
—Esta mujer me pone la carne de gallina —dijo Jordi.
—Pas mal. Más «numerito» que otra cosa.
… tu ne seras plus toi, je ne serai plus moi…
—Es que no canta, Bruno: hace poesía.
—Otros hacen poesía para que ella la cante, que no es lo mismo.
—Tanto da: de todos modos es poesía. ¿No te parece más válido eso que todas las cancioncitas de amor que hemos oído de pequeños?
Están clavadas dos cruces
en el monte del Olvido
por los amores que han muerto
sin haberse comprendido…
—Si te estás quieto, te hago un retrato.
—¿Y ésta?
Por el camino verde,
que va a la ermita…
—¡Claro que sí! Desde que tú te fuiste, lloran de pena las margaritas… Estáte quieto que te estoy haciendo las cejas.
—¿No te has cansado aún de dibujarme?
—No. Eres mi modelo preferido desde que teníamos ocho años.
—Oye… ¿tú crees que nuestros padres llegaron a ser tan amigos como nosotros?
Él se encogió de hombros. Bajo la luz del escritorio, su piel era más blanca todavía.
—Imposible, Bruno. Nosotros somos los mejores amigos que ha habido en el mundo.
—¿Y Andreu, qué?
—Es otra cosa. No te muevas. Te he dibujado mil veces y todavía no sabes quedarte quieto.
—¿Andreu qué es, Jordi?
—Él está convencido de que me creó.
—Pero no es cierto, ¿verdad?
—Claro que no. Me creó Dios.
—¿Aún estamos así, chico? Si te dedicaras a profundizar en la filosofía materialista, se te abrirían los ojos.
—Tu filosofía no me interesa. Soy el triunfo de Dios y, a través de Él, mi propio triunfo. Andreu es un instrumento de los dos.
—Antes, no hace mucho, no pensabas así…
—Tal vez no. Pero es que entonces me faltaba mucha preparación…
—¡Y la que te falta, Jordi! ¿No sabes que tienes muchas lagunas culturales?
—No importa. Lo que me interesa es mi arte: las demás disciplinas vendrán por sí solas. Mi arte, en cambio, no tardará mucho…, quiero decir que pronto podré encontrar una consagración. Todos mis maestros creen mucho en mí. Y ya sabes que cuando tenga una obra hecha, que sea válida, mi padre no tendrá inconveniente en montarme una exposición… como regalito de cumpleaños, por ejemplo. Tal vez en este año que empieza…
—Yo no te hablo de esta clase de consagración. Yo me refiero a tu consagración como persona. Es decir: Jordi.
—Jordi espera.
—¿Espera?
—Eso mismo. Espera.
Y a partir de la Semana Santa que precedió a la muerte de Marilyn, una Semana Santa húmeda, pregón de primavera aplazada, Jordi fue Tahull.
Tahull en el sentido de un instante y de un lugar en los que Jordi podía proyectarse y al mismo tiempo recibir el caudal de energías internas y externas que formaban su venero personal. Tahull en el sentido de que Jordi encontró allí su enigma, el definitivo, el que sustituía a todos los demás. Era su triunfo como ser absoluto en cualquier alcance, en cualquier dimensión o forma que ni Andreu ni yo podríamos entender nunca. Pero nos dimos cuenta de que, finalmente, Jordi era Jordi y que, al serlo, huía de todos nosotros. Estaba ya preparado para los grandes crímenes del amor. Y la primera víctima tenía que ser Andreu.
Porque la tarde de aquel Viernes Santo, mientras Jordi se tumbaba debajo de un olivo, justo enfrente de los ábsides de Sant Climent de Tahull (los ábsides de Sant Climent están orientados hacia el sol naciente), Andreu me comunicó al oído que quería hablarme en secreto. Así empecé a entender la pelea de la noche anterior: aquel fatalismo de soledad, tanto para él como para los demás, que estaba arraigado en las infinitas profundidades del alma de Jordi.
—Bruno y yo bajamos al pueblo —dijo Andreu con voz temblorosa—; queremos fotografiar la otra iglesia.
Jordi no dijo nada. Quedó allí, bajo el árbol, junto a las mieses, con las manos aferrando las rodillas y el mentón apoyado en ellas. Andreu y yo empezamos a bajar la cuesta que lleva hasta el centro de Boí. Caminábamos con paso indeciso, sorteando las piedras del arroyo que nace entre las casitas y que, a su vez, cruza el fondo del valle. Nos detuvimos en la plaza Mayor de Boí, delante de Santa María, menos bella que Sant Climent, no tan majestuosa en su románico, coetáneo pero contrahecho por ocho siglos de superposiciones.
—¿Qué quieres decirme? —pregunté a Andreu.
—¿No te lo imaginas?
Tenía la mirada ida.
—¿Qué pasa, andáis mal? —pregunté yo con voz estúpida.
—No.
—Me pareció que sí.
Quedó callado. Después:
—Se va.
—¿Quién se va?
—Jordi, naturalmente.
Equivalía a decir: el mundo, el cielo, el valle, las iglesias del campanario lombardo; Jordi, naturalmente.
—¿Y adónde va?
—Se va… de mí.
—¿En qué quedamos? ¿No dices que no vais mal?
—Nunca habíamos ido tan bien como ahora. Hasta empezábamos a trabajar juntos. Me prometió dejar la pintura, que es trabajo de muertos de hambre. Él diseñaría vestidos y yo me encargaría de la confección. Ya estábamos de acuerdo, y ahora, de repente, me dice que se va. Y yo le pregunto por qué, y él me dice: «Me voy y basta».
Al oír aquello, me quedé de piedra.
—Y tú, ¿con qué derecho le exiges que abandone su carrera y sacrifique su talento haciendo vestidos?
—Por su bien. Porque le quiero. Ganaría más dinero y sería más fino. Sólo tienes que ver a Yves Saint-Laurent y Cardin o Balenciaga, que hasta han llegado a vestir a la Marlene. Además, en una relación sentimental siempre tiene que mandar el hombre. Y yo, por si no lo sabías, con Jordi hago de hombre.
—¡Hostia! —exclamé.
La plazuela (paja, estiércol, humareda, agua de nieve) era como un anillo de casas muy sucias, ennegrecidas por el paso del tiempo y la propia voluntad suicida de las piedras. Había una primera hilera de tejados de pizarra que se encaramaban por la montaña, creando otras calles inclinadas. Al otro lado, se adivinaban unas fachadas erguidas y la pizarra de las casas de atrás, que se precipitaban hacia el fondo del valle.
Pasaron por nuestro lado unas vacas sin pastor. Andreu, asustado, corrió a esconderse. Yo no me moví. Las vacas se comportaban pacíficamente; y al fin y al cabo, estaban en su casa.
Alejado el peligro, Andreu volvió junto a mí.
—¿No te dio Jordi ninguna otra explicación?
—No. No dijo nada más. Ninguna aclaración… Y dime: ¿te parece que puedo dejarlo así como así? ¿Crees que tengo valor para permitir que se vaya?
—Tú no lo dejarías ir ni así ni de ninguna manera. ¿Cuántos años tienes, Andreu?
—Treinta y dos…, más o menos. Bueno…, tal vez cuarenta. Pero no se lo digas a nadie.
—Son muchos años para aguantarlos tú solito, ¿verdad?
—Son demasiados.
—Y Jordi sólo tiene veinte. ¿Qué puedes exigirle a una persona que es medio niño, medio hombre?
—¡Qué poco lo conoces! Presumes de ser su mejor amigo…, sé que lo eres, perdona…, pero es que, a pesar de todo, no sabes nada de él.
—Te equivocas, muñeco. Lo sé todo. Mejor que tú.
—No. Te falta saber hasta qué punto él y yo somos… una sola persona. No dos cosas sucias, amorfas, que pecan mortalmente contra el orden de Dios…, no, eso no. Somos una persona, pues renuncié a cualquier aspiración sólo para vivir mi vida a través de Jordi. Vivir tampoco es la palabra exacta. Proyectar. Lograr que Jordi sea yo y que yo pueda ser Jordi. Avanzar juntos, lanzar contra el tiempo y los años, que iban venciéndome, esta última posibilidad de sublimación.
—Todo eso es muy bonito, pero la realidad resulta mucho más cruel. Jordi ha sido tu amor durante ocho años y ahora te da con la puerta en las narices y a ti te horroriza la soledad. Eso es lo que te duele. ¿Por qué echarle tanto teatro?
—A veces, queriendo ser realista, logras ser un animal.
—Seré un animal. Lo siento, pero no puedo ayudarte.
¡Oh, Dios! ¡De manera que yo no los quería…! Allí, bajo el cielo de Tahull, acababa de verlo claro. Quería a Jordi, el hermano, pero odiaba profundamente el amor y la felicidad de Jordi. Sí, ahora ya lo sabía. Durante todo aquel tiempo, yo los había odiado. Odiaba su ideal en cuanto a pareja, aquel ser único que pretendían formar, aquella realización andrógina del Gran Anhelo Imposible, el armonioso conjunto de dos seres que consiguen amarse haciendo caso omiso de los convencionalismos, aquella lucha obstinada contra la soledad inicial, la voluntad de confundirse con el arte hasta lograr transformar sus instintos sexuales en un motivo artístico… Sí, yo los odiaba por todo eso. Odio profundo, aversión disimulada. Odiados y aborrecidos por mí hasta el extremo de perdonarlos, hundiéndolos cada vez más con mi perdón farisaico, destruyéndolos poco a poco a golpes de cariño…
Di un paso atrás. La mirada de Andreu era de auténtica locura. Entró en la iglesia y se arrodilló. Pocas veces he visto tanta desesperación en los ojos de un hombre (claro que yo no puedo verme los ojos). Se diría que estaba al borde del suicidio. Levantaba las manos al cielo y pedía perdón por sus pecados. Era un hermoso ejemplo de humillación y pequeñez: lo único que me faltaba para redondear mi colección de pecadores mediocres, faltos de la menor categoría. Incapaz de asumir la responsabilidad de sus crímenes —por cuanto, para él, su desviación debía de constituir un inmenso crimen—, aquel imbécil subyugaba su cobardía a los antojos de un cielo mudo. Era como si yo estuviera coleccionando mezquindades; parecía que el único objeto de mi paso por la tierra fuera testimoniar sobre la pequeñez de los humanos. «En algún lugar deben de quedar titanes. En alguna parte del mundo tiene que haber gente que peque con grandeza, que sepa retar con orgullo los grandes designios de la Creación.»
Tuve que reflexionar nuevamente sobre la verdadera naturaleza del Mal, y de nuevo descubría a mi alrededor un vacío alucinante que no contenía respuestas a ninguna de mis preguntas. Lo Bueno y lo Malo se mezclaban en un embrollo imposible de desentrañar. En conjunto no era otra cosa que el eterno choque de la luz contra las tinieblas: era miseria del espíritu, tanto en los buenos como en los malos. Pero ya había aprendido a excluir cualquier posibilidad de grandeza.
Estos problemas, Carlitus ni siquiera debía de planteárselos. Se había integrado voluntariamente a lo que le rodeaba; se inscribía en clubes de fútbol, en comisiones organizadoras de fiestas e incluso en una brigada de jóvenes catequistas que iban a enseñar religión a los niños de los barrios subdesarrollados. Se lo metió en la cabeza la prima Neus, quien siempre supo llevar a los pobres aquella alegría de una sonrisa distribuida desde el púlpito de la comodidad. Antes de morir, Carlitus tuvo la suerte —ya que es una buena forma de tranquilidad— de pertenecer a cierto catolicismo perfectamente barcelonés, forma de religión local compuesta de mucha elegancia, costumbres impecables y un durito semanal de limosnas dejadas al cuidado de los mercedarios o de los jesuitas con destino a una incierta tropa de mendigos tercermundistas ubicados mucho más allá de nuestra bondad. Al grupo de Carlitus y Neus, enseñar catecismo a los desdichados que nos tocaban más de cerca no les comprometía en exceso: a cambio de este magisterio no había que renunciar a una situación ventajosa. Era depositar, en los labios de niños de nueve años, una plegaria de diez minutos con la que hacerse perdonar cien blasfemias aprendidas en el lenguaje de la miseria: era proyectarles películas mudas, los domingos por la tarde, a cambio de obligarles a aprenderse de memoria los mandamientos de Moisés; era enseñarles cuatro letras del alfabeto para que cuando entraran a trabajar, a los doce años, pudieran firmar el sobre del jornal y no tuvieran que avergonzarse poniendo solamente una cruz; era llevarles a cuatro niñas de casa bien para que les enseñaran, mediante la jota o las lagarteranas, que el país había cantado desde hacía muchos, muchos siglos. Era, en fin, cultura católica para pueblo.
Aquello parecía colmar al grupo de Carlitus con una felicidad que mis preguntas sin respuesta nunca pudieron compensar. Y él, antes de morir, creía tanto en Dios que nuestra aproximación se inició con discusiones sobre si Dios existía o no. Discusiones ingenuas, si se quiere, pero que correspondían plenamente a las necesidades de toda una generación crecida en la extrema piedad de las oraciones del colegio y que, súbitamente, sin que nadie se lo explicara, descubría que los santos y las vírgenes intuidos en la infancia y la adolescencia empezaban a no servirle de nada.
También Cristina se formulaba esas preguntas que los mayores sólo sabían responder inculcándonos la absoluta necesidad de una fe por otra parte inalcanzable. Cristina, como yo, se las formulaba con una mezcla de trascendencia y esnobismo, a través de cartas que nos pasábamos diariamente o en conversaciones que manteníamos paseando más de lo conveniente, cuando yo iba a recogerla a la oficina donde trabajaba. Solía ser la misma conversación: excitada, atea, empeñada en la negación de Dios como una venganza que nos tomábamos el derecho de realizar por haber sido creados completamente ciegos a los rayos de su Gracia. Buscábamos (y debo repetir que sin ningún guía) toda clase de libros prohibidos, toda clase de textos más o menos racionalistas en los que cualquier frase, por anodina que pudiera parecer, nos reafirmase en nuestras teorías ateas edificadas sobre percepciones que habíamos ido devorando a lo largo de nuestra rebeldía, siempre en el convencimiento de que el ateísmo era el recurso de más elevada envergadura intelectual y, desde luego, el sustitutivo de la política. Cristina era así; y exactamente así la quería yo. Poseía una cultura muy amplia, que se había hecho ella misma a la medida de una inteligencia que la escasez de dinero no le había permitido cultivar oficialmente, pero que latía, más allá de nuestra educación oficial, como una esperanza que me impelía a tener fe en mi generación.
Nuestros paseos: un par de jóvenes preocupados por problemas renovados cada día, llevando bajo el brazo, no el pan que esperaban nuestros padres (ella, sin embargo, se mantenía ya con su trabajo), sino libros que nos intercambiábamos, llenando de notas los márgenes de las hojas, comentándolos, acabando muchas veces las conversaciones con gritos exultantes, casi siempre subjetivos. Yo diría que incluso estábamos enamorados: diría que durante aquel tiempo nos quisimos en silencio…
Los problemas de la juventud moderna constituían nuestra gran preocupación. Aquella juventud de la que acaso éramos la excepción, la simplificábamos en dos clases: la de la burguesía para arriba, con el porvenir solucionado de antemano, y la de la clase media para abajo, cuyo destino conseguía irritarnos. Poco a poco la clase media dejó de importarnos y empezamos a preocuparnos por la realidad proletaria. Nuestro primer compromiso consistió, entonces, en mezclarnos con los trabajadores afines a nosotros desde un punto de vista generacional, y procuramos profundizar en el drama de su cotidianidad. Yo preparaba una especie de diario sobre este tema, y Cristina me ayudó mucho, a fuerza de estudiar a los jóvenes y adolescentes que trabajaban en su misma empresa. Dentro de la subdivisión «proletariado», tuvimos que hacer una discriminación que separaba la juventud del almacén de la juventud de las oficinas. Organizamos un cuestionario que todos tenían que rellenar y en el que, a través de sus gustos personales, artísticos o literarios, modos de divertirse cuando terminaban el trabajo y hasta conocimientos políticos (estremecía lo poco que todos sabían acerca de nuestra guerra civil), buscábamos el meollo de su personalidad, la existencia de posibles frustraciones a causa de lo que hubieran podido ser si hubieran estudiado y que, al no haberlo hecho, ya no podrían ser jamás. La falta de estudios superiores e incluso medios en aquella juventud, me llevaba inmediatamente a una toma de conciencia sobre el elemento trágico que pesaba sobre su desarrollo futuro. Yo ya no podía tragarme que la labor catequística de la prima Neus y Carlitus tuviese la menor utilidad en un mundo cuyos jóvenes ignoraban sus derechos más elementales como generación que había de conducir el país en el futuro; una generación que aceptaba que la única salida para su mediocridad serían las dos películas semanales en el cine de barrio, el partido de fútbol y, como sistema que empezaba ya a adquirir mucha fuerza, la televisión. Descubrimos que aquellos hombres del futuro (aprendices, auxiliares, mecánicos, chupatintas), serían, pasado mañana, la compacta submasa de una sociedad a la que no le convenía prepararlos para que llegaran a ser algo mejor. Y descubríamos, al mismo tiempo, que la buena marcha de nuestra sociedad exige la anulación de unos cuantos millones de seres para que unos pocos millares puedan triunfar cueste lo que cueste. Nos enamoramos de la sociología aprendida en libros de bolsillo extranjeros, porque la sociología éramos nosotros: porque nos sabíamos propiedad del mundo y teníamos conciencia de que sólo aproximándonos al mundo y a sus seres seríamos dignos del mundo y de la vida, en un sentido total y honesto, sin ambigüedades de clase privilegiada.
También pensé en Cristina mientras contemplaba a Andreu arrodillado en la penumbra de Santa María de Boí. La evoqué con una especie de dolor y, en el fondo, un gran arrepentimiento por no poderla desear; quiero decir no poder desear su cuerpo como deseaba su cerebro. Entonces me entró un deseo loco de tenerla a mi lado o, por lo menos, de repetir su nombre allí mismo, delante de los santos románicos; de nombrarla con su nombre verdadero, y no con el de las heroínas literarias y cinematográficas que nos gustaban o como una idea que se nos ocurría súbitamente. Desear tenerla junto a mi cuerpo, obligarme a necesitarla, que me hiciera falta todo su calor, de tal manera que la necesidad se convirtiera en anulación total de mi inclinación hacia la imbecilidad de Silvia Así pues, en aquel crucero helado, de sombras rotas por la luz del Altísimo que caía de una claraboya añadida por los del barroco, allí, murmuré el nombre de Cristina…
Pero en la verbena de San Juan fue a Silva a quien besé. Y esta vez recibió mis besos con un temblor agradecido. Nunca la había visto tan bonita, nunca tan indefensa. Aún le quedaban restos de la suficiencia de antes, pero yo la sentía llena de amor y, en el fondo, se le adivinaba el deseo de ser vencida. Estúpida como siempre, sin embargo. Y hubiera querido estrangularla, arrancarle la piel a latigazos. Después, le lavaría las heridas con vinagre, para que madurara en el dolor. Pero me limité a besarla, acaso con timidez. Y los dos sonreíamos.
La verbena. Ruina de fiesta popular, ruina de la Barcelona que cantaban nuestros padres. Noche de azotea sofisticada o jardín de ricos; guirnaldas de lucecitas que cruzan la noche, primeros sudores del año, recibimiento de la aurora en una especie de preludio del veraneo. La verbena de las clases modestas en los terrados urbanos; de las clases más pudientes en los hotelitos de las afueras, tal vez en lugares de la costa; pero, en cualquier caso, un instante que hace que el alboroto estalle en mil manifestaciones de gozo delirante, avasallador, báquico. La verbena, de cohetes que rompen hilos desvanecidos sobre una oscuridad nunca tan negra, de bailarines convertidos en trompos, desbordamiento acometedor en las calles que intentan conservar desesperadamente los últimos restos del antiguo fresco, las hogueras levantando lenguas voraces y estableciendo entre Barcelona y el cielo un manto escarlata; las hogueras y, dentro, las sillas, las mesas, los armarios de madera vieja rechazados por todo el mundo, que crujen en una ceniza prolongada antaño hasta bien entrada la mañana. La verbena, toda ella instante de luces espoleadas, estallido radical, año tras año, cambio tras millares de cambios en nuestra vida (la coca y el moscatel de los años mozos de mamá; después los cohetes de cuando éramos pequeños, fuego fatuo como la misma infancia; al final, ya medio hombre yo, el beso de Silvia…).
Me la llevé aparte y estreché su cintura con un abrazo que la obligó a rendirse. Dejó caer la cabeza sobre mi hombro, de modo que su pelo me entraba en la boca, y en medio de las flores de gasa del vestido descubría el riscal maravilloso de los pechitos recién nacidos…
Los altavoces, dispuestos entre los árboles del jardín de los Llovet, en el chalet de la Bonanova, emitían un twist que ya he olvidado, y nosotros formábamos una especie de hormiguero diabólico, cuerpos que bailaban ya sin rozarse, separados súbitamente, como si la búsqueda del cuerpo, que antaño distinguía el baile de los mayores, hubiera sido compensada por la locura del ritmo, y continuaría siéndolo en todos los bailes que se inventasen a partir de entonces. Hasta mamá se atrevió a tuistear con Llovet, y Carlitus, a pesar de la cojera, daba vueltas alrededor de Pilarcita Contreras, bien definida como pavisosa. Jordi bailaba con Cristina y ella daba muestras patentes de aquel interés propio de la mujer que se sabe atractiva ante el objeto amoroso que puede ser el único que le asegure un asunto en el que toda una historia de mujeres subyugadas a la voluntad del macho sea vengada a golpes de dominación femenina; ambición por otra parte reprimida en muchos millares de secretarias y de chicas de oficina que un día dijeron «¡Queremos ser libres!», sin pararse a pensar que dejarían de serlo en cuanto la primera mano viril les calentara el regazo.
Más allá bailaban nuestros amigos de la colonia veraniega, el lejano Port de la Selva, próximo a Sant Pere de Roda, gigante románico plenamente dormido que atraía a tantas excursiones de parejitas jóvenes con afanes de tímidas tentativas eróticas. Pero el verano aún no había empezado, por lo menos en la práctica; quedaban los exámenes y otra verbena para la noche de San Pedro. Pero era como si la primavera se hubiera prolongado tres días hasta alcanzar, en su plenitud, una especie de muerte candente. Sobre la fiesta empezaba ya a caer la aurora, y a pesar de que algunas madres, más remilgadas que las demás, se habían retirado con sus hijas, el alboroto seguía y sonaba, espléndido y, poco a poco, casi hogareño. Nos habíamos acercado tanto al concepto de una verbena «popular», que la señora Llovet temía ya una debacle en el limpio engranaje de su buen estilo. Pero mamá, sin perderlo en absoluto, supo recobrar aquel tiempo en que había sido muy populachera y, dejándose de formalismos, triunfó rotundamente entre mis amigos jóvenes, los cuales la adoraron y la santificaron como Jordi y yo la habíamos santificado años atrás.
El resplandor rojizo había desaparecido: Barcelona rezumaba un color ceniciento. Alguien propuso ir a la playa a ver la salida del sol, otros sugerían el Tibidabo o bien la plaza de toros, donde se reunían los xarnegos para ver apuntar la aurora. Pero a Silvia y a mí nos bastaba mirarnos para saber que la aurora era nuestra y que toda la melancolía que su recuerdo despertase en el futuro también lo sería.
Llenamos cinco coches, dos de los cuales escogieron la playa. Tendidos en la arena veíamos nacer el nuevo día. Estábamos fuera de Barcelona, porque en días de verbena las playas de nuestra ciudad están llenas de borrachos y juerguistas, y nosotros queríamos paz. Jordi contaba a Cristina no sé qué teoría sobre la bisexualidad. Cristina, mejillas encendidas, miraba a Jordi directamente a los ojos, con una intensidad probablemente deseosa. Años después, yo sabría que aquella chica había llegado lejos en su improvisada carrera de periodista: sobreponiéndose a las deficiencias de su primera educación, saltaría todas las barreras, haría el bachillerato y la carrera cuando tenía la edad de casarse y, según me decía Jordi en París, se quedaría soltera, con un buen consumo de dos o tres amantes al año. Todo eso lo presentía yo aquella madrugada de San Juan, cerca de Sinera. «Nunca te casarás, Cristina…» Y se lo dije a Silvia:
—Esta chica nunca se casará.
—¡Qué dices! Pues es interesante.
—Nunca se casará, Silvia.
Mirada feroz, manos poderosas que se afanaban por aferrar las presas menos seguras, aquella Cristina no olvidada solía asustar a los chicos del grupo, y a mí no me costaba nada entenderlo. Parecía latir en su interior una furia acallada, dispuesta a todas las luchas sin resignarse a ninguna renuncia: una vaharada de indignación histórica que me remitía a mamá, que, tal vez por eso, hacía que yo fuera el único capacitado para afrontarla. Si el amor fuese unión de inteligencia, Cristina y yo hubiéramos sido los amantes más perfectos de toda la historia de los futuros amores. Pero el amor es algo completamente distinto, y cuando Silvia se hizo diminuta entre mis brazos, como un pajarillo asustado, comprendí que es imposible convertir el amor en algo duradero, puesto que nace de la no-inteligencia. Su única misión es toda una inconsciencia futura. No esperéis encontrar nada más en él.
—Pero la misión de la mujer es casarse —dijo Silvia—. Mamá siempre dice que las mujeres que no se casan se vuelven amargadas y no sirven para nada bueno.
Le besé la punta de la nariz (la nariz de Silvia tenía una punta redonda).
—¿Tú lo que quieres es casarte, verdad, pequeña?
—¿Y todavía me lo preguntas? ¡Qué tonto eres!
Gatita que sabía ser huraña pero que en el fondo era tan dulce: ¿dónde estará hoy? ¡Gatita, gatita mía! Yo ya presentía que el amor no basta; iba ya viendo, desde pequeño, que el amor no lo es todo, que ni siquiera es una parte mucho más importante que las otras…
Nos bañamos bajo los primeros rayos del sol, calentados nuestros cuerpos por toda la excitación de la noche. Después, nos dormimos en la arena, hasta que un gracioso empezó a despertar a los demás a golpes de toalla. Pero Jordi ya no estaba con nosotros, y cuando alguien me dijo que se fue hacía mucho rato, comprendí que no se había divertido. Cristina ya nos esperaba en el coche de Silvia.
—Jordi es un chico excelente —me dijo, tres días después—. Pero me parece que no sabe demasiado bien lo que significa vivir…
Quiero hablar del señor Borrell, pater de Silvia. No puede decirse que fuera de los más maleados por la circunstancia. O, por lo menos, carecía de la mala fama que ostentaban los padres de casi todos mis amigos. Comparado con sus coetáneos, el señor Borrell se limitaba a ser el último superviviente de una raza que basaba en los derechos naturales de las herencias y las jerarquías mantenidas a través del tiempo su derecho a existir como minoría privilegiada. El señor Borrell aspiraba a seguir viviendo una existencia de gran señor rural. La guerra y, en seguida, los años oscuros y violentos, de pocas contemplaciones, comprometieron gravemente su anterior etapa de bienestar asegurado y prestigio familiar al canto. Cuando volvió del frente, se encontró con la hacienda hecha pedazos, y tuvo que recomenzar desde la nada para volver a los añorados privilegios. Así pues, se dedicó a vender bienes familiares con cuyo producto pudo poner un negociete que le permitió recuperarse. Según él, pasó del dinero natural (el que había recibido por derecho de nacimiento) al dinero contra natura (el que volvía a tener gracias a un trabajo chapucero y al que se enfrentaba sin la mínima vocación).
Los años cincuenta habían devuelto a los Borrell gran parte de su situación anterior mediante la idea, por otra parte generalizada, de invertir el nuevo parné en negocios, entonces novedosos, de electrodomésticos a plazos: una cadena de tiendecitas, estratégicamente situadas en barrios populares, donde cada nevera, ventilador y cocina de gas era adquirido «a la manera de los americanos» (que así fue bautizado el sistema de venta a plazos) por una serie de gente que soñaba en aquellos productos mencionados como símbolo de un estadio social superior y nunca tan a su alcance. Así pues, los niños Borrell pudieron llevar la misma llana existencia que sus padres llevaban antes de la guerra. Pero el afán por sobrevivir con honestidad y sin robar a nadie, había convertido a don Just Borrell en lo que me atrevería a calificar de ser amorfo, incapaz de pedir a la vida otra cosa que la felicidad de un ir tirando. Rico, pero sin ganas de serlo; nuevamente espléndido, pero sin tino para recobrar su antiguo amor por las cosas que lo rodeaban, mi futuro suegro se dedicó a matar el tiempo pasando doce horas seguidas en el negocio, yendo los domingos a pescar y leyendo de cabo a rabo todos los periódicos del día, mientras su mujer, Aurèlia Castells, se entregaba a duras críticas contra los obreros (solía decir que el obrero acaba de trabajar a las siete y no tiene que volver a pensar en el trabajo hasta el día siguiente, mientras que al pobre dueño le toca pensar por el negocio día y noche, sin un momento de descanso) y también fue cultivando, favorecida por la selectividad de su posición social de antes de la guerra, unas relaciones sociales que eran los únicos alicientes de una existencia tirando a mezquina.
Educada de acuerdo con todos los condicionamientos que pudieran hacerla muy feliz, Silvia nunca vio más allá de aquella felicidad que la idea de una comodidad sin límites inspiraba a su madre. Me consta que tanto ella como Enric, su hermano mayor, no supieron lo que es recibir una negativa: acostumbrada a saber que todo le estaba permitido, tomó el mundo por una matinal de cine y a sus seres (grasientos, quejumbrosos, muertos de hambre) por una excepción desagradable de la juvenil comparsería, finísima y muy bien escogida, que acompañaba sus tardes en los bares, clubes y calles de moda.
Mis comidas en el piso de los Borrell solían constituir una amenaza contra el orden que ellos se habían impuesto. La modorra crónica del señor Just, que se manifestaba muchas veces con un aire de estar ausente del mundo, parecía rechazar cualquier intento de aproximación por mi parte. Una vez sentados a la mesa, nos dedicábamos al sutil juego de irnos juzgando mutuamente; ellos buscando algún defecto mío lo bastante importante como para rechazarme sin ningún remordimiento de conciencia; yo, sabiendo desde un principio que el amor de Silvia no hacía sino tenderme una celada tan espantosa como aquella que pretendía tenerme prisionero desde pequeño: la implacable regla de la destrucción a través del amor familiar. Porque, buenos burgueses de ciudad burguesa, los Borrell no se contentaban con tener una opinión, sino que querían que todo el mundo la compartiese. No había derecho a ser joven con causa, no había derecho a querer desquiciar, en el futuro, el mundo que ellos habían creado. Así, cualquier intento de reforma —y eran bien tímidas las que permitía el régimen— era acogido con una hostilidad manifiesta, y si, por ejemplo, se permitían libros o películas que habían estado prohibidos, el señor Borrell, como mi padre, como tantos padres de tantos amigos míos, sabía levantar las manos al cielo exclamando que «él no había hecho la guerra para que años después el libertinaje corrompiese a sus hijos». Y como yo empezaba a no tener demasiados pelos en la lengua, siempre metía la pata con alguna opinión que les parecía demasiado avanzada y que ni siquiera Enric, preocupado solamente en que le cayera bien el trajecito de tuno, acababa de entender. Entre todos, intentaban monopolizar cualquier tentativa de rebeldía y yo, que soportaba la cruz de mis veinte años de cautiverio, no tardé en advertir que detrás de la gentilísima amabilidad de los cuatro, de su despliegue de confianza, sólo se escondía una voluntad, adecuadamente corrosiva, de cortarme las alas, al igual que alguien o algo se las cortó a mamá tiempo atrás.
—A tus padres no les caigo demasiado bien —dije a Silvia, una tarde que nos abrazábamos en el Tibidabo.
Estábamos sentados en un banco, ante un dulce atardecer de mi última primavera barcelonesa. El cabello de Silvia, prodigiosamente rubio, me cosquilleaba la mejilla. Las suyas se encendían. Sobre la cúpula plateada del observatorio, el sol multiplicaba algunos rayos postreros.
—No lo creas. Les gustas mucho.
—Yo no estoy ciego, rica. Tu madre me soporta porque tiene la manga más ancha, pero tu padre no puede ni verme…
—Es que no encuentra bien que no entres a misa conmigo… y dice que, cuando bailamos, aprietas demasiado…
—¡Qué dices!
Aquello me hizo gracia. Era para morirse. Es decir, que si llegan a leer mis pensamientos, no habrían digerido el susto en diez años. Si lamentaban que me acercara más de la cuenta a Silvia en nuestras fiestas inocentes, ¿qué dirían de saber que la soñaba aplastada contra mi pecho, bajo la ducha, después de habernos amado intensamente sin pasar por la sacristía?
Pero mis pensamientos no lograban estremecerme. ¿Vergüenza, yo? ¡De qué! Hada azul de los únicos sueños de pureza que me quedaban, Silvia Borrell acabó sucumbiendo al imperativo de erotización que yo cultivaba desde las películas de Marilyn. Paulatinamente, Silvia descendió un par de peldaños en el altar que yo le había dedicado, para sorpresa y dolor mío, ocupó el lugar que la idea de la mujer ocupase desde siempre en mis anhelos nocturnos. De repente tuve necesidad de quererla siguiendo otro método que no fuera el paseo de todas las tardes, las matinales de cine o el ir a recogerla al instituto. La deseé con toda libertad, y su prostitución imaginaria acabó de matar un puritanismo que el desarrollo de mi inteligencia ya no podía tolerar. Aquel verano, antes de que ella fuera a Port de la Selva (nosotros nos quedamos en Barcelona por la muerte de Carlitus), superé definitivamente la barrera que limitaba mis ambiciones eróticas. Quiero decir que comencé a amar a Silvia por lo que realmente era: un cacho de carne ansioso de placer y de procurarlo, una estatuilla utilitaria que yo podría exhibir ante la sociedad con orgullo de dueño y señor, una máquina deliciosamente construida con la que engendrar hijos que heredarían lo que yo ganara. Silvia no era ya el amor del niño ni la pasión del adolescente, sino la costumbre del hombre dispuesto para el primer año de milicias. Y ella, que debía de tener conciencia de esto, comenzó a acentuar sus recursos de gatita, con la intención inequívoca de que yo acabara rindiéndome completamente a la belleza del amor que las primeras dificultades habían forjado; pero dejando siempre bien claro que el amor nunca sería una realización total, sino aquel tira y afloja que antaño caracterizaba a las furcias y que, adoptado por la moral burguesa, se había convertido en el punto más elevado de una dignidad y una grandeza que yo no acababa de comprender.
Silvia ya en su casa, después de nuestra tarde de purísimos besos entre las atracciones del Tibidabo (tarde de encuentros a menudo trágicos con un mundo y unas proposiciones de alegría que yo había amado durante mi infancia), bajé al Barrio Chino y me acosté con la muy mañosa Berenice, quien gastaba por apodo la de Esmirna. Aquello era, realmente, otra cosa. Morenaza, más negroide que helénica, se teñía con los colores de los neones baratos bajo el estrépito de innumerables musiquillas de jukebox. ¡Bendita mujer, ruina de Dios sabe qué mito perdido en el tiempo y en las morales del tiempo! No estaba para cuentos, la Berenice. Iba a la suya, al trabajo bien hecho, y sabía ejecutarlo con una dignidad de profesional excelente. Sabía, además, ser humana. Incluso de una manera tópica. Ya un año antes, una semana después de haberme llevado allí los Carreño, me había dicho que yo era su capricho. «Un capricho más bien barato», le dije una tarde, procurando asumir la agradable figura de los mantenidos de novelita galante. Pero ella tenía sus defensas: «¡No te jode! ¡Encima tendré que darle dinero a un niño bien como tú!»
Me hacía gracia, la Berenice. Nada griega, ni siquiera mediterránea. Oscura, ordinaria, primitiva. Chamullaba acento cubano y un día me confesó que había vivido mucho tiempo en Cuba, y de ahí el acento. Pero yo estaba seguro de que era un pendonazo de La Habana que tuvo que emigrar con la llegada de Fidel, mi ídolo de entonces. ¡Pobre Berenice! Era inútil que se hiciera pasar por griega. Resultaba la negación del ideal helénico.
Con ella daba rienda suelta a los demonios que me había inyectado Silvia. Demonios imposibles de satisfacer con una chica decente, de las que estudiaban para esposa. Demonios reservados para Berenice, ahorrados para hundir en ella mi dignidad de burguesito consentido.
Berenice, refugio mío. Berenice, oculta y misteriosa, de quien nunca llegaré a saber si eras griega o no, si me querías como a un hijo (y si yo te deseaba como a una madre) o bien como al antojo privado de dos meses. Revelación de todo un mundo de deseo tenebroso al cual me arrojaba inevitablemente la pureza obligatoria de Silvia; envés podrido de nuestra decencia, que exige desahogar con una furcia del Barrio Chino la cachondería que nos inspira una niña santa, acomodada, hija de padre que ha hecho la posguerra. Berenice, sí. Berenice, deseada a ritmo de jukebox donde suenan afros de Pérez Prado y Xavier Cugat; deseo que yo compartía con otros cien tipos ansiosos que te esperaban inmediatamente después. Berenice. Berenice en el Barrio Chino de mi ciudad…
La vida se deslizó hacia el verano y el verano hacia la muerte. No salimos de Barcelona, este año que murió Marilyn, porque Carlitus se extinguió en agosto, también sin más. Un día exultante, con las playas abarrotadas de cuerpos que se buscaban, pezones endurecidos por la sal de muchos mares y el mordisco del sol más bello. Deseos que latían sobre la arena, bajo el azul purísimo de aquel día tan adecuado para el triunfo de la vida. Día que hablaba de existir y nos decía: «Vividme, porque soy presente y ya no volveré a repetirme». El día, señaladamente recordado, en que murió Carlitus…
No hay que buscar razones en enfermedades exóticas. Da igual. Los médicos no supieron explicárselo, ni falta que hacía. Carlitus estaba muerto: ya bastaba. Fue como una brisa dulce que cruzó por nuestra vida; un instante loco, florido, perdido para siempre, en el que todos intentamos salir de nosotros mismos para convertirnos en Carlitus. Pero él yacía en la cama, inmóvil y amarillento, y nosotros permanecíamos presos en la obligación maravillosa de continuar la vida.
Durante los tres días que duró la agonía, el selecto bestiario formado por la familia y las amistades estuvo siempre presente: formó guardia según se acostumbra en la magna comedia del velatorio, haciendo diversos turnos como en la realización de un rito que nos sobrepasaba; como si aún estuviéramos custodiando la reliquia de la Santa Milagrosa, cualquier día de mayo. Ver a la familia reunida, prorrumpiendo en gemidos y aullidos, desmayos y llantos, junto a los vecinos y amigos de toda la vida y los vecinos nuevos, que aún habían tenido tiempo de conocer a Carlitus; verles a todos reunidos, esperando que la muerte rematara su triunfo sobre nosotros, constituía la afirmación total de una impotencia que ya no podría ignorar a partir de entonces.
Y descubrí que la muerte no trae piedad sino odio: un odio violento contra el cuerpo que no acaba de reventar, contra las convulsiones prolongadas y la sangre que brota de la boca, como un último manantial de vida. Así, apoyado en una de las camitas gemelas de nuestra infancia, di un puñetazo contra la pared, estallé no en llanto sino en blasfemias, en todas las blasfemias que se me ocurrían sin cesar. Maldito sea el agonizante, maldito el tiempo que tarda en morirse, maldita su resistencia a concedernos de una vez esta paz que sólo podrá darnos su muerte definitiva. Asquerosa muerte, maldita sea: y si no podemos escapar a ella, intentemos por lo menos apresurarla. Y él ni siquiera era Carlitus, sólo era una masa de carne blanda que se retorcía empapada en sangre, ensuciando las sábanas con un jugo rojo y amarillo, mientras la boca abierta, abierta por la apoplejía, dejaba escapar una baba gris que chorreaba por el mentón lleno de pústulas. Y mis palabras eran incoherentes: «Te odio, te odio muchísimo, cuerpo arrugado que ya no eres Carlitus. ¡Húndete, púdrete de una puñetera vez y danos por lo menos la paz del luto!» Pero él aguantaba, todavía nos soportaba a todos y a la vida. Saltaba, se retorcía y no dejaba de hipar y de echar sangre. Y la yaya tuvo tiempo de sacar su eterno rosario de los días festivos, todavía pudo murmurar aquella plegaria de siempre, a la cual se añadieron los parientes y los conocidos. Es decir: todo el círculo más o menos feliz que había rodeado nuestra vida, disfrutaba ahora la posibilidad de un gran dolor compartido; los Quadreny unidos incluso en eso.
Y eché a correr.
La Barcelona de verano, exultante, celebrada, acogedora de todas las alegrías sin querer saber nada de sus muertos. ¡Oh, qué caminata sin tino! Paseaba entre los barceloneses de miradas felices y pasé por muchas calles y fui a parar al bar de la Berenice, y al sentarme a su lado, la cabeza escondida entre sus brazos negroides, sentí que ella también lloraba. «Nunca lo tuve, pobre Carlitus; nunca supe que estaba allí, a mi lado, y ahora me doy cuenta de que estaba. Y ahora me hace mucho daño el saberlo…, ahora me duele». Y la perra gemía: «Pobrecito, pobrecito tu hermano. ¿Qué tenía?». Sentía el olor de colonia barata hurgando mi piel, y las manos, que olían a cosmético para pobres, me acariciaban el pelo despeinado. Si cerraba los ojos, me resultaba fácil descubrir que entre la espesa humareda, entre los objetos que danzaban vertiginosamente, llegaba hasta mí la imagen de la cama de Carlitus, y también el ataúd que a partir de entonces lo contendría para siempre; y, al final de todo, sólo un agujero en el cementerio.
Mordí el brazo de la Berenice, y ella todavía aullaba por mi hermanito. Volví a a morder, y el gusto de aquella carne se me antojaba un beso perdido de mamá. Y chillé su nombre, lo aullaba en una fuga rabiosa que atrajo la atención de putas y clientes. La Berenice me llevó a la habitación y yo me imaginaba que ella era Carlitus, que era el nuevo estatus de Carlitus, y hundí el pene hasta muy adentro, con otro aullido y un anhelo de hacer daño, de golpear la carne que crujía debajo de la mía, de herirla a toda costa. Y maldecía a la muerte y a la vida, lo maldecía todo, y de repente di un salto feroz sobre el tiempo y el espacio, crucé humos, colores y bullicio, y regresé a casa.
Ella. Sentada con toda su distinción, negra como de costumbre. Enlutada, majestuosa, inmóvil, más bella que nunca. La desesperación y el altísimo dolor que rezumaba no eran sino nuevos motivos de seducción. Ni siquiera la muerte conseguía arrebatarle aquella serenidad proverbial. Y la recordé tal como había sido en otros momentos. Ella, cuando salía sola. Ella y Carlitus. Ella, Carlitus y yo. Las salidas de los tres. Nosotros y Jordi. Cada paseo, las sesiones de cine infantil, el beso que nos daba al desearnos las buenas noches. Ella y papá. Papá cuando yo lo odiaba. Papá después, cuando me entero de lo del amante de ella y dejo de odiar a papá para querer, con más fuerza que nunca, a mamá y al amante. Papá junto al ataúd de Carlitus, la cabeza escondida entre las manos y llorando como una bestezuela herida, sin posibilidad de un mínimo de orgullo con que retar a su absurdo destino, incapaz de aquella mirada serena y grandiosa de mamá. Ella. Ella. Antes, entonces, ahora, antes, mucho antes, cuando amaba a papá. El instante lleno de amor en que pudieron engendrar a Carlitus, aquel feto vivo, muerto de repente. El final, el final. Es un instante. Es cosa de un segundo, acaso de dos: la muerte se cansará de jugar al escondite y el reloj se detendrá de una vez y el mundo se hundirá definitivamente.
El reloj fue avanzando y el mundo tuvo sol hasta la hora acostumbrada y llegaron los del ataúd y metieron en él a Carlitus y los llantos se elevaron a tonos más altos que nunca, más llenos de dolor porque habíamos dejado de adorar la agonía del enfermo y adorábamos ya su muerte. ¡Qué juego de colores! Blanco de la carne, negro de la mortaja y el ataúd, amarillo de los cirios que no tardarían en consumirse, de las flores que empezaban a marchitarse.
Y entonces busqué a Jordi por toda la casa llena de llantos y de gente que murmuraba «Dios te salve, María» sin que yo pudiera entenderlos, sin poder hacer otra cosa que rechazarlos y, con ellos, a todos los dioses criminales, asesinos, innobles, capaces de crear un mundo para destruirlo inmediatamente después.
Jordi estaba sentado en el suelo, con la mejilla apoyada en el ataúd. Jordi allí, dolorido, roto un millón de veces. Me dio la mano y me senté a su lado. Lo tenía contra mi cuerpo, y permanecimos así durante mucho rato, aturdidos por el hedor de los cirios. Llegaba hasta nosotros la música del rosario permanente. Guardamos silencio, sin que tuviéramos necesidad de decirnos nada, como tantas veces había ocurrido a lo largo de nuestra amistad. Él quería tanto a Carlitus que era como si también fuera hermano suyo, y aquel dolor compartido contribuía a unirnos más aún. Entonces comprendí cómo amaba a Jordi, cómo le había amado desde siempre, al margen de cualquier explicación lógica, más allá de cualquier clasificación de parentesco, coetaneidad o sexo. Nos bastaba tener las manos unidas, atados los dos por la cadena de los recuerdos, ante la pared vacía, en aquella habitación que antes fue alegre porque Carlitus clavaba en la pared sus dibujos copiados de los tebeos de guerra. Qué podíamos ser, Jordi y yo, sino dos pobrecitos niños que siempre llorarían sin remedio. Iban acudiendo visitas y la luz de los cirios menguaba ya y la noche cayó sobre nuestra ciudad y la aurora trajo un domingo resplandeciente, con la humanidad corriendo hacia las playas de su fiesta ininterrumpida: una humanidad que tal vez tomaría el tren para ir a Sitges (otro Sitges, no el de Carlitus) o autocares que los llevarían a la montaña, a todas las montañas por las que seres llenos de vida saltarían felices, frívolos, faunos y ninfas de otras infancias que ya evolucionaban sin piedad ni miedo. Y nosotros allí, con las manos entrelazadas bajo la aurora, mientras el rosario se reproducía en otros muchos después del velatorio nocturno, durante el cual todos contaron chistes verdes y bebieron chocolate.
Mamá seguía como la exacta representación del valor y la serenidad universal. Todos la alababan y admiraban, del mismo modo que admiramos a ciertas estatuas de mármol, de perfección poco adecuada a nuestra angustia cotidiana. Silvia y sus padres regresaron apresuradamente de Port de la Selva para unirse al dolor de los Quadreny (nunca más dirían Carlitus, sino el pequeño de los señores Quadreny, o el hijo que se les murió a los Quadreny: ya no sería el drama de Carlitus, sino el drama de casa Quadreny).
Cristina llegó muy temprano, por la mañana, hablando de las injusticias de Dios y otras teorías adecuadas a su humor, y en seguida llegaron los amigos de Carlitus, uno de los cuales se desmayó y tía Matilda tuvo que darle agua del Carmen, y después se desmayó ella, porque llevaba tres noches sin dormir. Pero a Jordi y a mí se nos habían acabado las lágrimas.
Los dejamos a todos remojando el cadáver y volvimos a los Escolapios, a las aulas que dormían el sueño de las vacaciones estivales. Vagamos por los pasillos desiertos de los párvulos y después por la galería del Primero A, Primero B y Primero C, y luego por otro piso más alto y era como si en un instante pudiéramos recorrer toda una vida perdida. Y no era menos milagroso que, al otro lado de la ventana, pudiéramos correr por la Ronda como habíamos corrido, con los delantales a guisa de capa de cruzado, las carteras convertidas en escudos y las reglas en espadas; como si aún pudiéramos oír los gritos de Carlitus, un pobre niño medio inválido que arrastraba la pierna inútil gritando que lo esperáramos; un Carlitus cojo, que tenía que caminar a saltitos sin darse cuenta de que los tebeos se le caían de la cartera y hasta podía perder los cromos de El halcón y la flecha. Y el viento los arrastraba. Se llevaba ahora todos los tebeos, todos los cromos. Un viento nacido con la mañana de verano, un viento que triunfaba por encima de todo, que nos empujaba, a Jordi y a mí, a abrazarnos en medio de aquella aula oscura, de pupitres enmudecidos hasta setiembre, al otro lado de cuyas ventanas podíamos adivinar los Encants que nos habían visto juntos tantas veces. Y así permanecimos. Juntos, sí, como si nos hubiesen parido tan indivisibles que sólo con esta alianza pudiéramos vencer a la muerte; así, juntos, llorar, llorar con toda la fuerza de nuestra juventud, llorar no por Carlitus, no por aquellas noches aterradoras de sangre y muerte que ya habíamos dejado atrás con la primera palada de tierra que caería sobre el ataúd, no por aquello sino por los cromitos de Cenicienta, arrastrados por el viento, o acaso por aquella tarde del zepelín o por cualquier sábado de un invierno perdido, en el cine del colegio…, quién sabe, qué sabíamos, qué podíamos saber, pobrecitos de nosotros…
Los tópicos comenzaron a fluir, y finalmente consiguieron una extraña victoria sobre la muerte, y no el caso contrario, como habíamos imaginado. El verano prosiguió con un estallido de esplendor y un día trajo otros, y todos los días y todos los tópicos formaron una cadena sin fin. Mi ciudad brillaría de nuevo con el guirigay de las Fiestas de la Merced, justo cuando el suicidio de nuestra Marilyn estaba fresco y me amargaba las salidas y los amores e incluso el ansia de sexo. Volvimos a formar las pandillas de locos rabiosos que, en coches, cinematográficos, cruzaban la madrugada barcelonesa a velocidad vertiginosa. Acabado el veraneo, nuestros compañeros fueron regresando a Barcelona (volvían de uno en uno, como impelidos por una complicidad preestablecida) y, antes de los exámenes de setiembre, decidimos emborracharnos en una prolongación exhaustiva de la jornada de Sitges o Port de la Selva. Los Carreño, gemelos juguetones y poco juiciosos, nos arrastraron a toda clase de diversiones desenfrenadas, con las que íbamos apurando el último licor del verano. Un calor menos bochornoso cayó entonces sobre la ciudad, y nosotros tomamos al pie de la letra la moda del jeune brulé. Desafiamos la jugada de los días jugando nosotros la partida de vencer al recuerdo de la muerte.
Recuerdo que con Cristina buscamos un cuaderno del instituto donde yo solía pegar las fotos de mis artistas preferidos, y fuimos siguiendo la carrera de Marilyn y la quisimos más que nunca. Gracias a aquel cadáver blanco del otro lado del Atlántico, volvía hasta nosotros una especie de perfume de adolescencia perdida. Niágara, Cómo casarse con un millonario, Río sin retorno, Bus Stop. Nombres que tenían resonancias de grandes descubrimientos, impetuoso despertar del cuerpo. La sensación cinematográfica del año: Marilyn Monroe y «Niágara». Cinemascope, el nuevo milagro que usted presenciará sin gafas. La muerte, el siglo que ya no era joven, nosotros que seríamos viejos. Marilyn y el día que murió. Había sido muy nuestra, había sido el gran símbolo de tantos pecados que nos esperaban a la puerta de la madurez. Marilyn era prohibición, y lo prohibido era un País de Maravillas donde habitaban todos los sueños no realizados. The Day Marilyn Died. Habíamos odiado la adolescencia a causa de Marilyn, habíamos deseado ser tan viejos como para poder pecar con su sola visión. Los caballeros las prefieren rubias. Toda una generación se hacía adulta con la muerte de Marilyn. Le bastó entreabrir la boca para que toda una generación descubriera el deseo; a la hora de su muerte, eso parecía una especie de sacrilegio; yo tenía conciencia de que mi anhelo, reproducido en tantos millones de hombres de todo el mundo, era una parte de su muerte. Todo ese sistema de deseo lanzado desde la platea de muchos cines de barrio, formaba parte de nuestra historia, y a partir de entonces cada recuerdo de Marilyn se convertiría en una revelación de nuestro tiempo, de la amoralidad de toda una civilización que empezaba a enseñarme las cartas de su juego podrido. ¡La sonrisa tentadora de Marilyn contuvo tantas cosas! Encerraba Corea, contendría Vietnam y muchos nombres que aún tenían que venir. Como mi clase social, Marilyn había salido de un mundo destruido por la guerra y se catapultó hacia la gloria a fuerza de todos los afanes de un siglo de fracasados. La imagen fue el trono donde reinó a la manera de las reinas sin patria, de todos los reyes sin patria que había conocido el siglo. Muerta como los dioses antiguos, que siempre se encuentran solos en el pináculo de la adoración que despiertan, aquella Marilyn que luchó por convertirse en estrella cuando nosotros éramos niños, nos abandonó cuando nuestra adolescencia acababa de morir. Al final de aquella carrera, de aquella alienación, empezábamos nosotros como hombres del futuro. Y Marilyn salió de mi vida igual que Carlitus, igual que tía Matilda dos años después, igual que el mundo…
Pero el tiempo no murió. Aquel otoño vio cómo nos entregábamos sin reserva a la nueva madurez. Acompañé a Jordi a la primera bacanal de veras que habíamos vivido, orgía de cuerpos mezclados entre las matas de un jardín de Pedralbes; nos dejamos arrastrar por una apatía que estrenábamos sin ninguna sorpresa, aprendimos a esperar la aurora en cualquier estudio de artista, escuchando a Ella Fitzgerald o a Leo Ferré y adoptando actitudes de trascendencia. A veces nos reuníamos con el grupo de siempre y, los coches a toda velocidad, irrumpíamos al abordaje en ferias y atracciones de las fiestas mayores que organizaba la gente sencilla. Silvia, siempre a mi lado, era como la favorita del salvaje invasor mogol que, borracho y feroz, desea divertirse hasta que estalle el llanto, sin advertir todo lo que va destruyendo a su paso. Hada de siempre, tan airosa con aquel cabello que se había cortado en bucle, Silvia compartía el placer de dictar órdenes a los demás compañeros, menos capacitados para el mando. Los dos bien cogidos, en el mismo elefante del tiovivo o en las ollas enormes de la montaña rusa; los dos bailando sardanas en la plaza de la Catedral, las manos enlazadas en alto, los ojos fijos en los dibujos que iba trazando la punta del pie, buscando no sé qué justificación política en el tono irritado de la tenora y en la tradición que se perdía en el tiempo y en los seres que nos habían ido engendrando a través del tiempo. Y, después, la noria: arriba, abajo, ¡zaaaas!, como un tiro disparado hacia lo eterno y, en lo alto del vértigo, un beso a escondidas, una libertad que se empeña en estallar sin freno ni tregua, como si en el instante más próximo al placer del amor tuviéramos la necesidad de caer en los abismos propiedad del demonio al cual tentábamos…
Y llegaron los exámenes y, ya, los proyectos para el nuevo curso…
Era el ciclo inevitable de los días que se sucedían, de la gente encerrada en su propia evolución, siguiendo el camino que conduce hacia el final inevitable. Nada importa salvo eso, y a partir del momento en que lo comprendí, la vida no volvió a tener sentido.
Intenté pasar muchas horas con papá, hablarle, encontrar un camino de mutua comprensión, si todavía era posible. Éramos como dos tullidos que se miran sin poder darse la mano porque sólo consiguen frotarse los muñones. Saltábamos de un detalle a otro, a través de tonterías que no nos interesaban en absoluto: buscábamos un consuelo del que nada esperábamos. La muerte de Carlitus (y creo que, más que la muerte, era empezar a dudar de si él había existido) convirtió a papá en un espectro errante, completamente ajeno a todo. La semana siguiente al entierro la pasó encerrado en el piso antiguo, sobre el bar de los espejos, sin querer hablar con nadie. Poco a poco, se fue recuperando. Mamá, contestando cartas de pésame o agradeciendo llamadas telefónicas a los amigos, se tranquilizó con una actividad que, en el fondo, era su public-relations de siempre, pero teñida ahora de dolor. A ella, la actividad le calmaba la desesperación; a papá, la desesperación le impedía cualquier movimiento.
Y un día volvimos a la calle, volvimos al escenario de mi infancia, a los años felices de las camitas gemelas. Aún teníamos el piso del balconcito abierto sobre el muro donde fusilaron a los Escolapios. Resultaba patético ver a papá, que un día fue joven, audaz y hasta insolente, contemplar ahora los lugares donde fue feliz con mamá, donde se habían amado. Me parecía que ya era muy viejo, la espalda encorvada, la mirada húmeda y una mueca de rencor y un poco de esperanza en la que quizás estaba Dios. Le cogí la mano y se la estreché con mucha fuerza, una fuerza que antes sólo había utilizado para estrechar la mano de Jordi. Él me miró con agradecimiento e intentó decir algo. Pero no significaba que nos quisiéramos.
Entonces empecé a comprender lo que sólo ahora he llegado a saber del todo: que la vida es un regreso constante a lugares que nos contuvieron una vez suprema, estigmatizante, definitiva; que la vida es un círculo vicioso de pasos que se separan para volver a encontrarse una vez y mil más; que la verdadera separación no existe. El recuerdo es el lazo que nos inmuniza contra una posible separación: nuestro recuerdo, a través de las etapas de este camino mugriento nos entronca los unos a los otros con una violencia que rechaza cualquier posibilidad de huida. Y supe que vivimos para el recuerdo, que sólo existimos en función de alguna remembranza futura: que las pirámides no fueron edificadas para un solo hombre ni sólo para un pueblo, sino que lo fueron para el recuerdo de millones y millones de seres que ha de contener el futuro; que cada callejón de mi ciudad, cada una de sus avenidas malditas, sólo empezaban a existir a partir del momento en que los dejábamos atrás, nunca cuando los estábamos cruzando. Y el recuerdo volvió a ser nuestro estilo de vida.
Y dije a papá:
—Vámonos, que es tarde.
Pero él meneó la cabeza, como si se hubiera vuelto loco, y dijo:
—Desde este balcón, Carlitus arrojaba aviones de papel a la calle…
Y con los brazos hizo la forma de un avión que se despeña.
—Ya lo sé. Me acuerdo. Y yo me sentaba allá, al lado de la radio. Hacía los deberes del colegio…
—Tu madre, para coser, escogió la habitación pequeña, la que da a la calle del Hospicio…
—Sí. Por la calle del Hospicio volvíamos del colegio. Y acariciábamos un gato de angora que siempre tomaba el sol a la puerta de los ultramarinos. Y en la verdulería, tenían una jaula llena de caracoles…
—Entonces tu madre era otra.
—Siempre tenía puesta la radio. La radio nos hacía mucha compañía, me acuerdo muy bien.
—El día que nos casamos, tu abuela bendijo la casa con agua de la pila de los mercedarios.
—Sí, la yaya todo lo bendecía con agua de los mercedarios.
—¿Sabes una cosa? Ahora ya no tengo a Carlitus, y yo lo quería muchísimo. Lo quería más que a ti, porque él era un pobre desgraciado.
—No —dije—, él era muy feliz, en una medida que yo nunca lograré alcanzar. Lo comprendí hace poco: tal vez hace sólo un par de meses, durante mi viaje a París. Allí hice buenas migas con el tío Sebastià y él me dijo que yo nunca conocería la felicidad, porque yo era como él, un pobre iluso, enamorado de todo lo inalcanzable. Y de regreso, Carlitus me riñó porque me atrevía a defender al tío: decía que era un comunista, y a él eso le bastaba para condenar a una persona. Era como vosotros, y se habría casado y tenido hijos que se llamarían como los abuelos.
—Carlitus creía en Dios.
—Sí: creer en Dios también está en la gran tradición de los Quadreny.
Caminábamos con paso tardo por el piso ahora vacío. La pintura se desprendía de las paredes; las cucarachas corrían por los fogones, negros y medio podridos por la humedad.
—Cuando vinimos aquí con tu madre, hace ya más de veinte años, el piso estaba así de sucio. Nos queríamos, sabes, y no reniego de ninguno de los momentos que he pasado con ella. Contemplábamos este piso como una especie de paraíso que nos llevaría a otros paraísos más amplios; más aún, quiero decir… Y vosotros erais uno de esos paraísos. Y estoy contento de haberlo gozado, aunque haya sido tan corto.
—Todo es muy corto, papá.
—Todo, sí. Recuerdo que tu madre dijo: cuando tengamos dinero, cambiaremos de piso. Ella no quería pasar mucho tiempo aquí.
—Y, sin embargo, pasó toda mi infancia.
—También pasé yo, también ella…, todos. Y ahora, ya ves, somos muy distintos a los de antes, pero volvemos. ¿Sabes una cosa? Me parece…, me parece que tal vez…, que tal vez podríamos hablar con Carlitus.
Le estreché la mano con más fuerza aún. Esta vez ponía en ella el alma.
—No lo pienses más —dije—. Carlitus está muerto.
—No está muerto. Está en el cielo. ¡Comprende de una vez que el cielo existe!
—¿Un cielo de quién y de qué? ¡Mira vuestro cielo!
Y con un gesto muy amplio abarqué las cuatro paredes estrechas, de pintura resquebrajada, y el techo que parecía caérsenos encima.
Pero él me tiró del brazo y me arrastró hasta la escalera donde vivía la Valenciana. Nos abrió su ayudante, una vieja meningítica y ajada, recluida por los suyos en el Hospicio pero que iba a visitar a la maga tres veces por semana: una vieja de cara verdosa, pómulos salientes y muy charlatana, que al hablar miraba siempre más allá del interlocutor, como esperando visiones. Nos hizo pasar a una habitación oscura y ahogada cuya penumbra daba a un patio que olía a sardina frita. Paredes forradas de arabescos ajados, cubiertas de miniaturas redondas y triangulares debían de criar malvas desde hacía muchos años, y también muchas, innumerables figuritas de perros inválidos: perros que carecían de pata, de cabeza, de ambas patas y hasta de ojos; montañas de perros torturados y yeso resquebrajado, que reposaban sobre la chimenea o en mesitas adornadas con tapices de madroños.
La vieja de antes nos acompañó al cuarto negro; allí había una mesita redonda sobre la cual se veían las manos de la Valenciana, que miraba fijamente al techo. La del Hospicio nos acomodó en unas sillas altas, junto a un perrito de verdad, escuchimizado, lleno de costras y, además, ciego. Se apagó la única, y por otra parte débil, luz de la habitación, y la Valenciana emitió unas voces ruidosas que poco a poco se convirtieron en aullidos incoherentes (preguntas, supongo, a algún espíritu amigo). Papá me dijo que estaba preguntando por Carlitus y por su morada definitiva.
En el suelo había un abecedario de cartón, de letras muy grandes. La voz de la Valenciana se tornó babosa. La densidad negra que nos envolvía era como una fluctuación fatigosa, como si el espacio estuviera llenándose de algo incierto. Sin embargo, la ocupación era de vapores, no de cuerpos: no la impresión de un espíritu dominante, sino el artificio que consiste en crear una presencia física para compensar una ausencia inmaterial. Y me acordé de Jordi, de Jordi y su eternidad. Ojos cerrados, la cabeza hacia atrás, llegaban hasta mí desde muy lejos, desde más allá del tiempo, sus explicaciones sobre aquella oscuridad de olas vagamente imperceptibles, de percepciones abstractas que lo acercaban a su Dios. El carnaval de voces atravesando la Nada, vapores endureciéndose en la superficie hasta llegar a materializarse, me irritaba de mala manera, levantaba en mi interior una ira que quería disfrazarse de racionalismo pero que contenía un mar de miedo irracional: miedo de sentir, súbitamente, que la eternidad existía y que, por ende, yo necesitaba la fe.
No quiero saberlo. La mesa se movía y señalaba letras que iban formando palabras. E-S-T-O-Y E-N… ¿Dónde estás, Carlitus, dónde estás?, ¿en el cielo, en el infierno?, ¿existe un Dios? Dímelo, dímelo, mejor no saberlo, mejor llegar así a la muerte, en la gran incógnita, dímelo, E-S-T-O-Y E-N…
Me levanté de un salto y la silla, al chocar contra la pared, enloqueció a la Valenciana, que prorrumpió en chillidos verdaderamente diabólicos, alaridos de una voz que no era la suya, que acaso era la voz de María Estuardo o de Selma Lagerloff… yo qué sé…, alaridos, como un asesinato de mi pureza, no lo quiero saber, y un miedo que me quemaba la garganta, que me empujaba a salir corriendo. Salí a tientas, derribando figuritas, cuadritos y cortinas, y alcancé la luz y después la puerta y la habitación de los perros tullidos, y dos mujeres enlutadas y con velo negro que esperaban sentadas en el sofá carcomido, y el olor a arenque o a cualquier otro pescado me golpeó la nariz como una cuchillada, y me sentía desfallecer. Bajé las escaleras de dos en dos, de cinco en cinco, y al salir a la calle supe que la gente seguía viviendo. El mundo adquirió de nuevo sus colores exultantes, y las tiendas, las puertas, la chiquillería, los anuncios de cine, todo lo que era nuevo y todo lo que era viejo, evolucionó espasmódicamente, corriendo hacia mí a medida que yo buscaba otros puntos en los cuales fijar la mirada, otros objetos que me dijeran: vivimos, esto es lo que importa. Sin darme cuenta, fui a parar a la Ronda: nuevamente los tres quioscos gemelos, el cine (que se llamaba Walkiria cuando mamá era joven), la sastrería, los almacenes en cuya fachada la Navidad ponía miles de luces, la empresa de productos electrodomésticos donde diez años antes de que llegase la televisión nos deteníamos frente al milagro de un aparato que pasaba vistas fijas de Sansón y Dalila (lo contemplábamos embelesados, al salir del colegio). Y cada cosa me traía, multiplicada, una teoría de asociaciones: el colegio, Carlitus, Jordi, los juegos, surgiendo todo de una sola visión de cada objeto de la Ronda, de cada objeto hoy cambiado, ya inalcanzable, perdiéndose en un futuro hecho de olvido…
Y pensé: «Sólo mediante las asociaciones lograrás tener nuevamente a Carlitus. Sólo partiendo de ellas podrás saber que Carlitus ha pasado realmente por nuestra vida. Es de estúpidos encerrarse en la tumba y buscar la vida en la Nada; es inútil, porque la Nada existe y es eso lo que se ha llevado a Carlitus; y sólo nosotros, los que quedamos vivos, podremos hacerlo volver, porque somos la vida. Nosotros y nuestras asociaciones. Y sólo así tendrás nuevamente a Carlitus».
Y volví a pasear por el colegio, los Encants y la placita donde instalaron el circo y en la que ahora construían bloques de casas para los obreros…, casas que en su disposición de colmena humana parecían una copia de los nichos del cementerio.
Jordi volvió a Tahull un fin de semana de noviembre y se quedó hasta poco antes de Navidad. Entonces, yo tenía mis problemas definitivos con Silvia y la universidad; así pues, ni siquiera me detuve a pensar en los motivos que Jordi podía tener para abandonar Barcelona y a Michel en plena temporada. Acepté su marcha como una imposición más en el orden de huidas a que todas las cosas parecían sometidas desde el comienzo de aquel año. Tampoco me extrañó que no escribiera a nadie: la rebeldía de Jordi no era para que los demás la entendieran y, aún menos, para que ellos se convirtieran en sus jueces. Quizás, ante todo, porque se trataba de una rebeldía dirigida hacia la nada; la frustración básica de Jordi seguía siendo la propia existencia. A partir de esta asunción, encontraré perfectamente explicables sus fracasos.
Últimamente, su frustración aumentaba con la intransigencia del cerdo de Llovet. Se los veía muy poco predispuestos a una comunicación, y Jordi no parecía nada dispuesto a vender a su padre la flor de sus aspiraciones. Llovet quería empezar a prepararlo para ser el heredero soñado, y cada suspenso en latín o filosofía era motivo de discusiones y peleas que se aproximaban cada vez más a una ruptura definitiva. Discusiones que rebasaban el círculo familiar y llegaban a mi casa debidamente desfiguradas.
—Créeme que es un drama —decía la Llovet a mamá, entre mano de canasta y pastita de té—. Ya no sabemos qué hacer con él. ¡Pintar! ¿Te imaginas? Eso es muy bonito, Amèlia, y queda muy culto y todo lo que quieras… Pero ¿para qué creerá este hijo mio que ha estado matándose su padre durante todos estos años? Y, además, ¿adónde quiere ir sin tener carrera ni oficio? Es un drama. Yo ya no sé de qué lado ponerme. Tengo que hacer una serie de equilibrios…
—La culpa es vuestra… Te toca repartir a ti, Fefa… Completamente vuestra, chica. Le habéis dado demasiadas alas. ¿No te parece, Gabriela?
—¡Alas! Ya me dirás si al principio parecía tan grave. Recuerda que, para que le dejáramos pintar, se portaba estupendamente en el colegio… ¡Si todo eran sobresalientes! Después, de tanto preocuparse con eso de los cuadros, no ha dado ni una en el clavo. Al principio, Emilio se lo tomó como un capricho; ahora…
Cuca Subirà, que cortaba, dijo:
—A mí, qué quieres que te diga, no me parece tan grave, mona. ¿Por qué tenéis que torcerle la inclinación? Si le gusta pintar, allá él. Por otra parte, todo el mundo dice que promete mucho. ¡Hija, después de todo, un genio en la familia tampoco es tan malo!
—No, no. Se puede ser un genio a los veinte años, pero después hay que tocar de pies en el suelo. Y mi hijo se pasa los días en las nubes. ¡Mira que dejarse perder un negocio que da millones! Emilio está furioso.
—Pues mira, Bruno todavía es peor, Por lo menos al tuyo no le ha dado por meterse en política ni huelgas ni nada de eso…
—Sí, ves, en este aspecto, hemos tenido suerte. Claro que Emilio, con mucha razón, dice que tal vez sería preferible que le hubiera cogido la fiebre de los estudiantes. Eso, al fin y al cabo, pasa, porque los estudiantes siempre han sido iguales, así de revoltosos y gamberros, y cuando acaban la carrera ya se vuelven normales…, pero lo otro, hija…
Así pues, el fracaso de Jordi no era suyo, sino de los demás con respecto a él. Por algo decía Cristina que nosotros no haríamos nada bueno hasta que no mandásemos al cuerno a las dos generaciones que nos habían precedido.
Pero mi fracaso con Silvia era algo eterno, que no cambiaba ni con generaciones ni con descalabros que nos hubieran precedido veintitantos años atrás. No era algo que todo el mundo esperara, nada que alguien provocase. Pasó, simplemente, y era como si el destino (un destino nuestro, hecho de sentimientos nuestros) nos empujara hacia el fracaso a partir del primer momento.
Una tarde estábamos sentados Cristina y yo en una taberna del Barrio Chino. Ella tragaba más cerveza que un carretero.
—Lo peor es que tú la quieres de una manera especial —me dice.
—Sólo entiendo una manera de querer. Se quiere o no, y basta, la cosa no es tan complicada. Os obstináis en hacerla complicada, pero no lo es.
Ella fumaba uno de sus cigarrillos inolvidables: cigarrillos nunca agotados, ni siquiera chupados; sugeridos, solamente, en los labios.
—Eso es lo que piensas, pero no es cierto. ¿Me das fuego? La prueba es que estáis follando.
—Es que… bueno: ella todavía es una niña…
—Pero tú ya no eres ningún crío: ¿es eso?
—Exactamente. Ella me ofrece… una especie de sentimiento excitante, muy romántico. Ya permite que la bese; con mucha suavidad, claro. Va dosificando la posibilidad de un placer futuro. Se hace la púdica y yo, cuando la dejo, tengo que ir a desahogarme con una… una tía cualquiera. Silvia triunfa sobre mi voluntad a base de inyectarme represiones. Pero, sabes, me parece que al final no soportaré más represiones y, si no la puedo tener toda para mí, si no puedo gustar y regustar su cuerpo, la dejaré plantada. ¿Puede ser eso el amor?
—No lo creo: más bien parece el juego del amor. Pero, mira, todo el mundo lo juega. Mi padre, sin ir más lejos, sólo se casó con mamá porque antes de ir a la cama había que pasar por la sacristía. De pequeña, fui testigo de la lucha entre dos personas amargadas que pasaban el día peleándose. Quiero decir que me parece muy bien que nosotros empecemos por conocer los inconvenientes del amor además de la felicidad que de él se espera.
—Tú que crees, ¿Silvia me quiere?
—No lo sé. Parece muy moral, la pobrecita. Nuestra moral está basada en este concepto del amor dosificado. Pero ellos convierten el amor en otra cosa, algo que ya no es sentimiento ni nada que se le parezca: lo convierten en un capital mejor o peor administrado. Con eso esperan, sin duda, irlo ampliando con rentas incluidas. Este amor que quieren darnos es, simplemente, un tira y afloja que sólo es eterno en la medida en que la batalla no termina nunca. Una mierda, es eso. Y ya sé que tu Silvia nunca hubiera pronunciado esta palabra tan vulgar…
Yo me reí. Con los dedos creaba una diminuta bailarina que iba danzando sobre el último número de Índice (el de «Análisis sobre una actitud reaccionaria»).
—Si te comparo con Silvia pienso… bueno… me extraña no haberme enamorado de ti.
—Silvia es muy mona.
—Oh, tú también lo eres. Tienes una belleza… extraña, hasta diría que extravagante. Pero es muy excitante, me gusta; supongo que, para una noche, me haría perder la cabeza. Tú sí que irías a la cama con un hombre que no fuera tu marido, ¿verdad?
—Depende del hombre, claro. Con Míster Universo, por ejemplo, ahora mismo; sin pensarlo.
—Tengo la impresión de que contigo hubiera sido más feliz.
—¿Y por qué más feliz?
—Porque nos entendemos muy bien. Porque eres muy inteligente.
—Ya vuelves a confundir el amor. Sin duda haríamos una pareja perfecta, muy intelectual, de acuerdo. Pero te engañas. A ti la mujer que te va es Silvia: sujeta a ti, obediente, tan femenina que da asco.
—También tú eres femenina.
—Pero no al modo clásico. A mí no me harías pasar por el tubo. De Silvia, excepto sexo, sacarás lo que quieras.
—Tienes razón. Y tal vez, en el fondo, me gusta saber que no se rebelará nunca.
—¿Lo ves? Piensas como un burgués.
—Es que soy un burgués. Soy un pequeño burgués de una ciudad eminentemente burguesa. Juego al marxismo, reparto panfletos en la universidad, no falto a ninguna huelga y, en el fondo… más a flor de piel de lo que pienso, dominándolo todo como una predestinación que no tiene remedio, se oculta el producto de mi ciudad burguesa. De la sociedad que me parió, ¿sabes? Y me gusta.
—Ya lo sé. Sé perfectamente que te gusta. ¿Un cigarrillo? Yo no te entiendo. Yo soy trabajadora y siempre he tenido mi trabajo y un sueldecito y basta, eso ya lo sabes. Cuando papá nos dejó, mamá tuvo que ponerme a empaquetar libros en una editorial. Ahora, ya lo ves, estoy de compaginadora en el periódico. Y no termina aquí. Quiero un estatus que no tiene nada que ver con el dinero, porque nunca lo he tenido y puedo pasar mucho tiempo sin él. Pero vosotros lo habéis tenido todo. Reconocéis que es injusto, de acuerdo, pero no podéis sustraeros a la necesidad de seguir teniéndolo todo. Estáis echados a perder.
—¿Tú crees?
—Claro que sí. Por muy engagé que estés.
—Si lo estoy, es racionalmente.
—Pero no sentimentalmente…
—No, sentimentalmente creo en la Nada y basta.
—La Nada no existe.
—Sí existe. Nosotros somos la Nada, Pedacitos de Nada.
—Si somos pedacitos, ya no podemos ser Nada.
—Entonces debe de ser que somos parte de la Nada: una parte, quiero decir.
—No. —Reía—. Si somos parte de algo, este algo existe. Todo existe.
—También la Nada.
—No, porque la Nada es…
—Nada, ya lo sé. Anda, no seas graciosa y descubre tu juego. Tú, ¿en qué crees?
—Yo, en la gente.
—¿Qué gente?
—La que vale la pena.
—¿Como yo?
—Tú eres un romántico.
Me eché a reír. Le pregunté si quería un poco de sangría. En seguida:
—Según tú, mi toma de conciencia no sirve para nada.
—Según yo, querido, nunca sacarás nada en claro si no te decides a romper con todo, si no llegas a comprender que, en el mundo, tú eres el último mono.
—Eso me costará mucho de aceptar.
—Más de lo que imaginas.
—Me has hecho trampa.
—Me la estoy haciendo a mí misma.
—Tú no crees en eso. En el fondo también aspiras a una pequeña existencia burguesa. Quieres engañarte a base de conciencia de clase.
—Tal vez sí, pero yo la busco.
—Yo no.
—No quieres buscarla.
—No quiero.
—Bueno, pues ya me dirás cuál es tu verdad.
—Yo. Mi verdad soy yo.
—Tú no puedes ser tu verdad, sino tu búsqueda. Si tú, sólo tú, fueras tu verdad, el mundo se convertiría en una limitación monstruosa.
—Es que el mundo es una limitación monstruosa, chatita. Tómalo como quieras. Mi verdad no estriba en el hecho de que la vida es maravillosa y llena de posibilidades. Mi verdad soy yo, porque acepto que la vida es una limitación monstruosa.
Nos reímos los dos: ella con franqueza, yo con mi hipocresía disfrazada de contradicción. Tal vez no hacíamos sino interpretar la gran comedia de nuestra búsqueda, de nuestra cultura autodidacta, de nuestras limitaciones. La comedia no sólo era espléndida con respecto a nosotros, sino también con respecto a todo lo que nos rodeaba. Teníamos a nuestro alcance el sábado barcelonés, con aquel barullo que rehusaba las tristes proposiciones de todos los crepúsculos invernales. Pero todo exultaba una felicidad libre de preguntas, una felicidad que se bastaba a sí misma como respuesta. Felicidades acrósticas cuyas iniciales, reunidas y leídas verticalmente, formaban la palabra indiferencia. A través de esta palabra, nosotros íbamos distanciándonos de los demás. Pero, más allá de la indiferencia de ellos o de nuestra obstinación por formular preguntas, el mundo, su limitación o su búsqueda, iba realizándose con cada minicosa, nos realizaba a fuerza de anulaciones. El mundo, sí, este retablo inimaginable donde hasta la limitación es maravillosa.
Veíamos pasar la festividad. Las aceras se empapaban de un sol invernal y el cielo traslucía aquella pureza extraña, manchada con blancuras de algodón, que anuncia la llegada del frío. Adquiría mi ciudad una apariencia tibia y dulzona, como de pastel a medio cocer. Volvía a ser el sol un consuelo deseado que buscábamos: quedaba lejos la hoguera incómoda del verano.
Pero Marisé dijo que Barcelona, los días festivos, se ponía hecha un asco.
—No es Barcelona —dijo Susana—; es la xarnegada.
—Tienes razón —dijo Silvia—. Es la xarnegada lo que hace que Barcelona sea un asco. Mamá siempre lo dice.
—Pues a mí la xarnegada no me molesta —dijo Josema.
—Claro, como que tú eres comunista.
—No, rica. Comunista no. Democristiano.
—¿Y no es lo mismo? —preguntó Silvia.
La miré con aversión. No se inmutó. Dijo:
—¿Iréis a la fiesta de Concep?
—Si vais vosotros, sí —dijo Marisé.
—Hoy es su santo. Si no vais, no volverá a dirigiros la palabra.
—A mí, Concep no me importa. ¿Iréis vosotros, Silvia?
—Depende. —Y me miró por encima de las gafas oscuras. Fumaba rubio. Bebía zumo de tomate—. ¿Tú quieres que vayamos, Bruno?
(Este nombre mío, que pronunciado por mamá me hace sentir un niño, en labios de Silvia me otorga categoría de hombre.)
—No sé —digo—. No me apetece mucho.
—Y es que, además, siempre están las mismas caras —dice Josema. Y se reía con mucha finura, muy chic—. Todos los domingos las mismas chicas. Es que no hay variedad, ¿verdad que no, Bruno?
—¡Míralo! —exclamó Marisé—. ¿Y los chicos, qué? ¡Más aburridos, sois!
Miré el reloj. La manecilla avanzaba pausadamente, pero iba tragándose los números, uno, uno, uno…
—Yo es que estoy invitado en casa de mi tía —dije.
—También tenemos invitados en casa —dijo Josema—. Pero después de comer, los planto y a la fiesta.
—Eso es un asco —dijo Montse—. A mí, esas fiestecitas familiares me revientan. Además, ¿qué celebramos, eh?
—El día de la Virgen, tonta —y se reía mucho, mi Silvia.
—Huy, tenéis razón. El día de la madre. A la mía le he regalado unos guantes.
—¿De qué color?
—Azul marino.
—¡Qué aburridas son las fiestas de la Concep!
—Es porque siempre mete las narices el hueso de su madre. ¡Y qué cursi es! Y esas teorías morales de antes de la guerra…
—De la guerra del catorce…
—Es que es una madre antediluviana.
—Yo no la aguantaría.
—¿Qué hora es?
—La una.
—¿Tan temprano? Las mañanas de los días festivos son las que más cuesta pasar.
(Pero no hace mucho que todavía eran las doce; miro la manecilla: camina, baila. Sólo un suspiro, sólo una palabra; ya son las dos…)
—¿Y si diéramos una vuelta? —propuso Josema.
—No —dijo Susana—. Me gusta estar aquí.
—Pues a mí me harta: hay demasiados conocidos.
Se hacía el asqueado.
—¿Queréis tomar algo más? —Asomo la cabeza por la intensidad azul de estos ojos, ese pozo que me llama, la proposición convertida en aullido… ¡Silvia, Silvia!
—No, porque después nos criticáis —dijo Montse.
—¿Que os criticamos?
—Sí, sí. Decís «¡Qué gorronas!» o «¡Se han tomado dos cubalibres!». Y nos comparáis con las francesas, que se pagan la consumición.
—¡Qué tontería! —exclamo yo.
Tal vez por asociación de ideas, comenté:
—Ayer leí un libro formidable sobre el Tercer Reich.
—¡Qué asco! —exclamó Silvia—. Judíos y cosas de esas… ¿Todavía no os habéis hartado de tantos judíos?
—A mí, aquello de la Anna Frank me hizo llorar mucho —dijo Marisé.
—Pues a mí me ha indignado el asunto Eichmann —dijo Josema—. ¿No te parece, Bruno, que no tenían derecho?
—A mí me parece que no. Es como una venganza poco clara.
—El precio de una inexperiencia como nación. ¿No os parece, chicas?
—¿Y a mí qué me explicas? ¿Habéis oído el último disco de Paul Anka?
Montse batió palmas y preguntó si era aquel que hacía tatito-ta-tatitot-tarori, y Silvia dijo que no, que era aquel que hacía bin-biba-don-bumb-bidia-bimba…
Y después, pasear. Todas las mañanas festivas, todos nuestros domingos de noviazgo, con el sol de la Diagonal, la mirada recorriendo los balcones del paseo de Gracia, a medida que descendíamos por el centro. Ah, resulta que, a fin de cuentas, yo amaba a mi ciudad como supongo que se ama a la mujer con la que acabas de casarte. Ciudad de mis dudas, de las preguntas que me formulaba con aquella especie de placer masoquista, ese placer de las imposibilidades que ya teníamos sabidas de antemano, con respuestas que sólo eran un medio para engendrar nuevas preguntas que ya no serían tan tontas. Cada una germinaba una preocupación (un entuerto) que latía en mis adentros; y un nudo iba subiéndome por la garganta, aferrándose a ella cruelmente.
—Me gusta la vida —dije a Silvia al oído mientras le miraba la boca, los ojos, la cortina de cabellos de seda.
—¿Por qué? —y hace una O con los labios, como la prohibida B. B.
—No sé. Porque me gusta.
—¿Lo oís? A Bruno le gusta la vida.
—Eres digno de envidia —dice alguien.
Calles del nuevo capitalismo, os recorremos con placer: al fin y al cabo somos vuestros cachorros. Nos pertenece la apariencia lujosa, el bien vestir y el bien comer, el comprarnos un seiscientos como premio de fin de curso. Somos los cachorros privilegiados de un país totalmente nuevo: hemos venido a disfrutar de todas las debilidades ajenas, sabremos aprovecharlas. De un bar de moda a otro de más moda; de una terraza del paseo de Gracia a otra de Calvo Sotelo. Somos los cachorros de la nueva prosperidad. Y tenemos un aspecto muy hermoso: el deporte nos ha criado bellos; el bien vestir nos hace lucir una seductora personalidad múltiple.
Y al final, al quedar para la tarde, siempre la misma pregunta:
—¿Qué hacemos?
—Propongo la fiesta de la Concep. Por lo menos, bailaremos.
Al principio nadie quería ir, pero, domingo tras domingo, acabábamos encontrándonos en casa de alguien. Y, en efecto, siempre éramos los mismos: rostros superpuestos en una superficie endemoniada, vacía y sin colores, en la que no sonaban risas ni lágrimas, sino solamente una melodía repetida de canciones que nos gustaron una temporada para, después, dejar de gustarnos…
Silvia me acompañó a casa de tía Augusta. Antes de bajar del coche le cogí la mano (la manecilla tiene, a veces, un avanzar cansino sobre los números).
—Tengo ganas de llorar —dije.
Ella quitó el contacto. Apoyó la cabeza en el volante.
(Silvia, Silvia, el pelo resbala sobre tu frente, sólo destaca el relieve de la ceja izquierda.)
—¿Y eso a qué viene? —preguntó.
Y estaba serena, ella, era la paz como recompensa de todos los combates.
—No sé. Lo siento día a día. Me quema aquí dentro, pero no sé qué es.
—Te aburres, ¿verdad?
Tardé unos segundos en contestar (sesenta segundos hace un minuto, sesenta minutos una hora, sesenta horas dos días y sobran doce horas, doce horas hacen un mediodía). Su mano permanecía inerte; las gentes, al otro lado de los cristales, llevaban los pasteles, la revista ilustrada para la sobremesa, el diario: vibraban festivos, llenos de Purísima Concepción, deslumbradores a fuerza de sol agradable.
—No sé si es aburrimiento —dije. Y después de otro silencio—: Tal vez me largue…
—¿Adónde?
—Al extranjero.
—Pero ¿adónde del extranjero?
—No lo sé.
—¿Y… yo?
Me encojo de hombros.
—¿Y la carrera? ¿Qué dirán en tu casa?
—No sé.
—¡Nunca sabes nada!
Su cabello revolotea, cimbrea, no sé si remolino, no sé si cañizar al viento. Observaba en ella cierta zozobra. Desvío la mirada.
—Si lo supiera, no dudaría en ponerle solución…, ¡pero es tan espantoso no saberlo!
Al otro lado de los cristales seguía desarrollándose la festividad. Las iglesias difundían un resplandor prenavideño, y el ciclo de las costumbres de mi ciudad evolucionaba hacia las fiestas grandes, hacia el cambio de estación, dejando olvidado el verano último de la búsqueda de otros veranos, que correrían inevitablemente hacia otro invierno…
—¿Vendrás a buscarme? —preguntó Silvia.
—No.
—¿Y eso?
—Tal vez vaya al cine.
—Sólo piensas en el cine. ¡Me tienes harta!
—En el cine me evado.
Pensé que la recordaría azul, como sus ojos, como el abrigo que llevaba. Pensé que la recordaría azul, si a través de los años aún me quedaban ánimos para recordarla.
—¿Y de qué te vas a evadir? Si puede saberse, vamos.
—No lo sé. Ya te he dicho que si lo supiera, lucharía.
Pero no sentía dolor ni nada parecido. Sólo una melancolía muy fuerte por algo que no había llegado a poseer.
En seguida, la escalera de mármol me condujo al piso de tía Augusta, donde las brujas organizaban un nuevo aquelarre familiar…
No volví a ver a Silvia hasta el otro sábado. Los dos íbamos preparados para una última batalla, que sin embargo no resultó nada aclaratoria. Lo más curioso de todo el asunto es que, para ella, el final de nuestras relaciones no había tenido una evolución lógica: le parecía como una explosión que estalla sin ningún motivo, sin que nada la hubiera hecho previsible. Pero yo llevaba aquel derrumbe dentro de mí desde hacía mucho tiempo, tal vez desde aquella época en que no la conocía y ya la amaba. Y al romper con ella me acordé de mamá, que también había estado enamorada; de Jordi, que también había amado; de tantísima gente que llegó a creer en el amor. Pero, tal vez como ellos, no pude sentir ninguna clase de dolor. Sólo cierta indiferencia, que intenté rebañar en una notable cantidad de whisky. Por la noche, bajo el cuerpo de Berenice, murmuré palabras en griego antiguo. Y tuve un vómito largo, mientras la habitación del meublé parecía bailar a mi alrededor y Berenice, maternal, me recomendaba que, antes de emborracharme otra vez, aprendiera a aguantar como un hombre de verdad…
Encontré a Jordi en la terraza de un hotel de Boí, dominando con gesto decidido la peña lejana que es donde se asienta Tahull. En un plazo tan relativamente corto como el que había transcurrido desde que estuvimos allí por primera vez, el camino secular se había convertido ya en carretera y su virginidad aparecía surcada por las huellas de algún coche curioso.
—Pronto dejará de ser un paraíso —dijo Jordi—. Lo estropearán. Dentro de cuatro días, todo ensuciado por el turismo.
—¿Y qué quieres, que lo dejen tan incómodo como en el año mil sólo para contentar los caprichos del niño Llovet?
Los tres campanarios trazados en línea recta, desde arriba y desde el fondo del valle, todavía creaban, bajo el frío un poco soleado, aquel regusto cabalístico que conmovía a Jordi. Él, a medida que pintaba, iba bebiendo vodka. Yo también pedí.
—Silvia y yo hemos roto —dije.
—No es nuevo —dijo Jordi—. ¿Te gusta este cuadro?
No le hice caso. Seguí en lo mío.
—Ahora no es como la otra vez. Ahora es distinto. Va de veras.
—Pero tú la quieres. Y ella también te quiere.
Yo me reí. Había bebido dos vasos de vodka, el frío seguía siendo muy intenso y el cielo comenzaba a anunciar tormenta. Según Jordi todo iba adquiriendo un color a lo Turner.
—Me hace gracia —dije—. Mucha, pero que mucha gracia. Tú, yo, Silvia, Cristina…, todos nosotros somos la mar de divertidos. Tenemos veinte años, están aquí, los tenemos en la mano… ¿y qué hacemos con ellos?
—Ya no tenemos veinte años —dijo Jordi—. Es como si tuviéramos cuarenta…, tal vez incluso más. Es como una frontera definitiva, ¿sabes?, en la que ya no caben subdivisiones: ayer teníamos diecinueve años y ahora tenemos cuarenta. O teníamos dieciocho y ahora tenemos sesenta. Ni más ni menos. Habrá un lapso más bien largo y, al final, la muerte. Pero basta. Ninguna subdivisión.
—¿Qué hacemos con nuestra juventud? Desaprovechamos el amor y la alegría; lo estamos desaprovechando todo y, a fin de cuentas, ¿para qué?
Jordi se recostó en la baranda de la terraza, de espaldas al valle. Desde nuestra perspectiva no podíamos ver los ábsides de Erill la Vall (la iglesuca de Erill la Vall, acurrucada en un rincón de la herradura ahora helada del valle), pero a falta de otra cosa los presentíamos. Y esta sensación, palpable incluso, de las cosas que no podíamos ver, otorgaba al paisaje una dimensión enteramente nueva: la certeza de su permanencia.
—¿De verdad no puedes creer que también tú viviste aquí alguna vez?
—No puedo —dije—. Yo nunca he vivido aquí.
—Peor para ti.
Callamos. Yo tenía curiosidad por saber qué había pasado realmente entre él y Andreu. Reconocía, dentro de mí, una evidente vocación de alcahuete clásico. Se lo dije. Se rio.
—Hace tiempo que decidí no volver con él.
—¿Quieres sublimar tus… llamémosles defectos?
—No digas tonterías. Es otra cosa. Es tedio.
—¿De Andreu?
—Del sentimiento.
—Tú me encierras en un cul-de-sac definitivo. Rompes la última esperanza que me quedaba de creer en el amor.
—Esperabas demasiado de mí. ¿No es eso?
—No de ti. Quería dar un giro absoluto a mis ideas sobre el amor. Porque siempre que he buscado el amor por el mismo camino que la otra gente, sólo he llegado a encontrar una exultación ridícula, a veces muy breve, a veces prolongada, pero nunca duradera. Eso, referido al amor entre la gente normal, por supuesto. Y entonces me dije: «Tal vez Jordi, en su desviación, descubra que el amor puede existir. Tal vez nos abra nuevos caminos». Y tu experiencia sería una burla maravillosa para todos nosotros. Tu sublimación, una bofetada definitiva contra este sistema que nos asfixia…
—Lo siento, querido. Mi amor ha durado lo mismo que el de los demás. Y no puedo hacer nada para remediarlo.
—Al fin y al cabo, yo tenía razón. Siempre la he tenido al no creer en el amor.
Y Jordi, en aquel crepúsculo tormentoso del valle, al pie de Tahull, me dijo:
—Pero yo todavía creo en el amor. Porque el amor ha existido dentro de mí, porque lo he sentido. Feliz y maldito, casi siempre doloroso, el amor he sido yo. Y aún soy yo el amor.
—Pero todo el amor del mundo, incluso en su plenitud más gloriosa, no me compensa del dolor de su muerte. Nada hay que pueda compensarme de esta indiferencia de ahora. No, Jordi, no. Yo no soy como aquel soñador de Dostoievski, aquel personaje para quien un minuto de amor valía por toda una vida. ¿Te acuerdas de que fue una de las primeras frases que subrayamos en una novela? Y no han pasado tantos años desde que empezamos a leer Las noches blancas. Tal vez no han pasado ni dos. Pero ya lo ves: ahora, aquel personaje ya no me sirve. Yo pido que el amor me dure toda la vida, ¡que madure! Eso sí que valdría la pena.
Y él me dijo:
—Tú no encontrarás el amor en nadie. Tampoco podré encontrarlo yo; lo sé muy bien… Nunca encontraremos el amor salvo en nosotros mismos…
Detrás de Jordi empezaba a morir el sol. Una niebla terrosa caía sobre el valle, convertía el paisaje en un pastiche aislado sobre el que se destacaban, como trazos gruesos en una separación de planos, los rasgos de mi mejor amigo. Pensé que nadie me había dado tanto amor como Jordi, nadie tanta belleza. Erill la Vall, al otro lado del barranco y del arroyuelo, se transmutaba en tranquila tumba de los siglos. El mundo se recogía ya en torno al hogar; el frío obligaba a las plantas a humillarse bajo la noche. Rugía, delirante, la cascada del río cercano o de cualquier otro. Sólo aquel rugido interrumpía el silencio del crepúsculo.
Una criada pueblerina, pobre niña jorobada, nos anunció tímidamente que teníamos la cena servida. Jordi, con la excusa de cambiarse para bajar al comedor, me hizo pasar a su habitación. A medida que se cambiaba me iba enseñando los resultados de su estancia en el valle: esbozos, apuntes, cuadros a medio hacer y un montón de fotografías de un pastor adolescente…
Miré las obras, las discutimos globalmente y dije:
—Te envidio.
—Ya lo sé. Soy digno de envidia.
—Te digo lo mismo que te dije sobre tus primeros dibujos: serás un buen pintor.
—Ya lo sé. Y pienso seguir adelante.
—¿Es ésta la respuesta para Andreu?
—Sí. Y también para Silvia, para Michel, para mis padres, para todos los que he conocido y amado. Di que he encontrado mi amor en el valle. Y que el amor soy yo.
—Un pedante eres.
—Ya lo sé. Soy un pedante.
—¿Y a partir de ahora, qué?
—Nada —dijo—. Hemos cambiado mucho, Bruno. Ya no nos pertenecemos. O al menos, ya no como antes.
—Lo sé, Jordi. Sé que en mi lucha de ahora no hay ni un rinconcito para ti. Sé que nuestros caminos ya no tendrán nada que ver a partir de ahora…
—Tendremos, pues, que volvernos a encontrar en otra dimensión.
Así fue como lo perdí. No con una muerte repentina, a la manera de Carlitus; tampoco mediante la esterilidad ocupando el sitio de una plenitud primera, como pasó con Silvia, sino que, como en el caso de Cristina, fue queriéndonos intensamente, tan intensamente, que valía la pena perdernos del todo para poder gozar, en un reencuentro inmediato, la plenitud del verdadero amor.
Porque sólo Jordi ha existido realmente en mi vida, y fue al dejar él de ser mío cuando llegué a conseguirlo plenamente. Y lo perdía en su cualidad de ángel rubio que había poblado mi infancia de momentos muy felices para encontrar, en él, al toro diabólico de mis pesadillas adolescentes. Encontrar, en aquel cuerpo que tenía junto al mío, al único ser cuya soledad podía salvarme de la soledad; cuya capacidad de anulación era capaz de salvar mi vida de la Nada. Solamente él, convirtiéndome en un maldito, podía bendecir mis pasos por un mundo que me asqueaba.
Y fue aquella noche cuando empezamos a hablar de la huida. Lo propuso Jordi, la mirada abierta hacia el camino inútil de los desarraigados.
—¡Oh, Bruno! Sólo saliendo de Barcelona llegaremos a hacer algo de provecho…
—Sería una derrota —dije—. Hay muchas cosas que hacer. Y estoy convencido de que son posibles…
Y él:
—Tenemos toda la vida por delante. Si nos quedamos, acabarán destruyéndonos. Te lo digo yo.
—Será una derrota, Jordi.
Permanecimos en silencio. Aquel año 62, mi generación empezaba a tener un rostro. Poco a poco, este rostro se iría definiendo más. Y yo quería conocer el destino de mi generación, de la Barcelona que podía nacer a partir del día que murió Marilyn.
Éramos los únicos huéspedes del hotel. Los pasillos, los comedores, las escaleras rezumaban una soledad misteriosa, sugeridora de mil fantasmas medievales. Todos los objetos parecían enamorados de nuestro narcisismo. En la habitación, después de cenar unos platos típicos, nos miramos temblorosos, como si el tiempo no fuera más que un chiste sin gracia. Recuerdo que la nieve, pegada a la ventana, imposibilitaba la visión del lugar. Pero no era difícil presentir que afuera, sobre el campanario de Sant Joan de Boí, caían rayos.
Aquella Navidad, Barcelona despertó completamente nevada, en una dimensión absolutamente apoteósica, como nadie de la familia recordaba ni probablemente podría volver a recordar a partir de aquel día maravilloso. Los coches estaban cubiertos por un manto blanco y, como la circulación quedaba imposibilitada, la nieve no pudo ensuciarse. De repente, era posible que los trineos del Pato Donald y los ciervos de Bambi empezaran a correr por nuestras calles; era posible que los árboles de la Diagonal fueran abetos, y que todos los personajes de nuestras ficciones preferidas patinaran sobre las fuentes de Montjuïc, con cascabeles en los pies y vestidos con casacas de riguroso rojo, rematadas por bordes de armiño. Pero toda la fantasía espoleada de un mundo que ya habíamos perdido para siempre, no servía para hacerme olvidar que yo había cambiado, que Jordi no era el mismo, que Carlitus estaba muerto. Porque el tiempo también sabía triunfar sobre la fantasía.
A pesar del sueño que me había dejado la fiesta de Nochebuena, agradecí a Jordi que me despertara para ir a poner un poco de orden en el estudio, que había quedado en completo desorden y tal vez, como temía Jordi, con el tocadiscos encendido. Cuando me puse al teléfono, él me dijo que tendríamos que ir a pie, pues era imposible sacar el coche. Y yo agradecía aquella posibilidad de cruzar una auténtica muralla de nieve, ya que seguía nevando y no de modo exactamente piadoso. Quedamos a la puerta del cine Novedades; recogeríamos allí las entradas que Jordi había encargado para la noche. Echaban Esplendor en la hierba, que nos hacía cierta ilusión. A Jordi le gustaba Warren Beatty y a mí Natalie Wood. A los dos nos gustaba —recuerdo de cuando íbamos a tantos cine-forums— el cine de Elia Kazan. Y también recogeríamos las entradas de West Side Story, si quedaban, para el día de San Esteban, segunda sesión, de acuerdo con aquella costumbre, que Barcelona aún no había perdido, de ir a ver una buena película de estreno en la segunda sesión de las Fiestas, ya que se hace sobremesa hasta las seis de la tarde y después, como remate, hay que incluir una diversión de cierta categoría.
Pero aquella Navidad del 62, los cines y los teatros de Barcelona no se llenaron. Ni siquiera el Liceo, en la sesión de abono que tocaba aquella noche. La naturaleza tuvo un descuido, abandonó su indiferencia y quiso marcar nuestra huida con un luto absoluto en las salas de espectáculos que nos habían visto crecer año tras año, Navidad tras Navidad. Y así, el sainete barcelonés que nos empujó a la huida estuvo acompañado por una gran apoteosis natural.
En el estudio de Jordi, mientras poníamos un poco de orden, hablábamos de la huida, pues era un tema que aún teníamos que discutir mucho, que no podía decidirse hasta, por lo menos, tres o cuatro meses después. Esperábamos un ímpetu que aún no teníamos. Yo decía que Barcelona no conseguiría vencernos, aunque nos quedásemos en ella toda la vida. Estábamos llenos de juventud y éramos dos. Pero no tardaríamos en descubrir que el secreto está en el movimiento, que sólo la acción podría justificarnos cuando no nos quedara más que el tiempo de la memoria.
—Pero un día tendremos que irnos —insistía Jordi—. Ese día puede aplazarse, si quieres, pero llegará un momento en que Barcelona nos obligará a huir…
—Entonces, Jordi, que sea lo que Dios quiera.
Y sonreíamos. La vida empezaba para mí. La vida, la acción, era un misterio que ir descubriendo, una victoria que era preciso obtener sobre la derrota inicial de cualquier huida. Sentados uno junto al otro, delante de un montón de tebeos, programas de cine y cromos de infancia, supimos que debíamos avanzar.
—Sería un desarraigo —murmuré. Pero Jordi no me oía.
—Todo irá bien. No sé por qué te preocupas tanto.
—Tal vez sí sería divertido. Comenzaríamos a partir de cero. Mi tío Sebastià nos ayudaría a encontrar trabajo…
—El trabajo no me asusta. Mientras tengamos manos, aunque sea lavar platos.
—Sí, sí —reía yo—. Y si no encontrásemos trabajo, pues pasaríamos hambre. Pasar hambre también debe ser divertido.
Avanzar. El secreto es dejar atrás la inercia, dejar atrás el mundo que sólo vive de recuerdos, dejar los recuerdos a un lado del camino y echar a andar con la mirada llena de un tiempo virgen, un tiempo hecho para la lucha.
—Pero eso también puede hacerse aquí, Jordi. Yo quiero avanzar con los míos. Sin moverme de entre ellos.
Entonces, tal vez inconscientemente, tropezamos con nuestros tebeos de antes, los programas de la Metro y la Cifesa; los cromos, amarillentos ya, de Fu-Man-Chu y Kim de la India. Allí estaba todo: mis libros de bachillerato, los primeros ensayos de crítica cinematográfica, los primeros cuadros de Jordi y también las fotos de nuestros ídolos de los años cincuenta, desde Marlon Brando hasta James Dean, desde Jane Powell a Liz Taylor; los rostros siempre sonrientes, producto de una civilización irreal formada por dientes que deslumbran como estrellas…
Nos abrazamos allí mismo. Yo nunca podría dar a Jordi lo que él esperaba de mí, pero era mi hermano y mi hijo a la vez. Estábamos muy juntos, muy llenos el uno del otro, de toda la vida que nos había precedido y que nos pertenecía a ambos. Abrazados dolorosamente sobre los fantasmas de Silvia, de Marilyn, de Carlitus, de Sitges, de los compañeros de colegio, de todos los recuerdos de papel que teníamos bajo los pies.
—¡Si pudiéramos escapar a un país de maravilla! —murmuraba Jordi.
Yo lo acaricié. El tiempo seguiría arrastrándonos y un día ya no seríamos jóvenes y otro día tendría que perder también a Jordi.
—¡Si el pasado pudiera vencer al presente, Bruno! Si sólo pudiéramos vivir en pasado…
Y llegaría el momento en que todo el mundo huiría. Y Jordi también tendría que huir. Y yo volvería a Barcelona, sólo para recordar.
A pesar de la maravilla de la Gran Nevada, aquella comida de Navidad no fue nada feliz. La familia iniciaba un proceso de desintegración que alcanzaría su punto culminante cuando mi prima Neus colgó los hábitos y escapó al extranjero con Gloria Consolador. Pero ni Jordi ni yo alcanzamos a verlo porque ya hacía un año que vivíamos en París y éramos los dos seres más tristemente felices del mundo. Sin embargo, es una felicidad que corresponde a la época que precedió al encuentro de Jordi con el vizconde y a mi peregrinación sentimental con la férrea Louise, directora de una revista para intelectuales esnobs que me convirtió en su protegido y por la que me dejé querer sin olvidar nunca que cualquier posibilidad de amor me estaba negada desde hacía muchos años.
No obstante, aquella Navidad todavía pudimos reunimos todos en el salón y tomar el aperitivo y sentarnos a la mesa y comentar la temporada del Liceo, los estrenos cinematográficos y el amor que sentíamos los unos por los otros. Nada original, naturalmente, nada que pudiera estar fuera de las reglas. En ningún momento intentamos romper el espíritu navideño con innovaciones ni útiles ni deseadas. El sabor clásico, las frases de siempre, la misma comida tradicional, selecta y abundante. Pero era una Navidad más triste.
Tía Verònica apestaba a rencor: debía de odiar profundamente a la juventud emancipada, a aquella explosión de independencia que la alejaba de todos nosotros, cachorros desagradecidos que no queríamos aceptar su despotismo basado en el exagerado amor familiar. En aquellos instantes de amor al prójimo, con la tristeza que comportaba el recuerdo de un Carlitus que por primera vez no estaba con nosotros (y también la primera Navidad que no habíamos montado el belén), ella era un volcán que esperaba la oportunidad de arrasar todo el paisaje con su lava envenenada de tanto amor. Ella, allí, moralmente superior a todos; erguida como una santa porque nunca había tenido ni un solo deseo de pecar. (Tal vez lo tuvo cuando ya era demasiado tarde, cuando su juventud era solamente un recuerdo muy amargo. Quizás hubiéramos empezado a entenderla de saber que tuvo que ir dejando las sorpresas de vivir por el mismo camino donde dejó los sueños: muertas, deshechas y, en su lugar, las realidades de cada día, una cotidianidad barcelonesa convertida en destino.)
Llovet y papá hablaban de economía y de fútbol en los sillones más altos del salón, mientras las mujeres hacían la pelota a la yaya (muy egregia ella, estatuaria, testigo severo de todos nosotros, perdiéndose hacia la muerte y muy consciente de ello) y Arturu intentaba encontrar una postura adecuada, gesticulando con un mariposeo de odalisca y queriendo convencer a Jordi de que las modas dejan de ser elegantes cuando las adopta la clase obrera. Y Jordi, con una mirada apática, que ya no era nada nuestra, le llevaba la contraria en un aspecto «fundamental».
—Un blazer siempre será elegante, lo lleve quien lo lleve.
—¡Qué va, hijo! Si lo lleva el hijo de la portera, no puedes creer, de ninguna manera, que aún sea elegante…
—Entonces, quien no es elegante es el hijo de la portera. Pero el blazer todavía lo es.
—Pero sería muy degoutant. Si te fijas, desde hace dos temporadas en las novedades de las tiendas bien ya no hay blazers.
—El blazer es una prenda clásica. No tienen por qué presentarla como novedad.
—¡Siempre habláis de lo mismo! —exclamó la prima Teresa.
—Después diréis de las mujeres… —dijo Neus.
—¿Y eso qué tiene que ver? —exclamó, vocinglero, Arturu—. Un hombre tiene la obligación de preocuparse por su aspecto.
—Un hombre no tiene que hablar de esas cosas —intervino Llovet, que sin embargo iba siempre vestido a la última moda juvenil, perfumado como un playboy y presumiendo de coche deportivo y de modelo publicitaria mantenida en un pisito moderno.
Ya en la mesa, Jordi empezó a acariciar la copa: su mirada parecía deshacerse en el champaña. El ruido de las joyas de nuestras madres acaparó mi atención. Jordi se dio cuenta de mi sonrisa. Me cogió la mano por debajo de la mesa y, al oído, me dijo:
—Dos mujeres que saben ser divinas…
Las miré fijamente. Aparecían, triunfadoras, en el diálogo más brillante de sus papeles de protagonistas absolutas, reinas trágicas de una comedia tan esperpéntica como todos los valores que querían simular. Formaban un dúo deslumbrante, creado a fuerza de complicidad, lujo y satisfacción. ¿Cómo podían siquiera sospechar lo que la Gran Nevada hubiera significado para Carlitus?
Mamá, toda de negro. Pero esta vez, de muerte. Hace ya cinco meses que Carlitus presume de cadáver.
Sonó el teléfono. Era para Jordi. Mientras él salía del comedor, Teresa aprovechó para decirme «Chico, tu amigo cada día está más mono» y yo me sentí orgulloso. «Si te interesa, haré de alcahuete», repuse.
Jordi regresó rojo de ira. Volvió a hablarme al oído.
—Disimula. Era Andreu.
—¿Y qué quiere, después de tres meses?
—Quiere verme. Me ha citado en el Milán.
—¿Vas a ir?
—No. Aunque dice… que armará la gorda.
—¡No será tanto!
—Quiere matarse.
—¡Qué imbécil!
—Disimula, tú.
Ningún gesto le delató. Tampoco las miradas que iba dirigiendo maquinalmente de un comensal a otro. Debíamos de formar un cuadro muy curioso, aquellos enlutados tristísimos que celebrábamos la Navidad y nos deseábamos un Año Nuevo lleno de felicidad personal y de prosperidad en los negocios. Y, sin embargo, ¿qué remedio les quedaba? La felicidad de consumo sería su castigo más inmediato.
Pero al sonar otra vez el teléfono, Jordi y yo supimos que ya no volveríamos a tener paz. Él se puso al aparato y, al verle regresar, me di cuenta de que no sólo estaba irritado, sino que tenía miedo. El segundo plato pasó entre alegría y disimulo: las primas se dedicaban a chismorreos femeninos. Comentaban lo simpática que era Farah Dibah, lo bien conservada que estaba la Begum y, finalmente, tocaron el tema de Silvia.
—Es que los chicos de ahora no servís para nada —me atizó Teresa.
Yo me encogí de hombros.
—¿Y por qué, según tú?
—Huy, porque sí.
—Porque sí no es una respuesta.
Tía Verònica metió baza.
—Sólo vais con las chicas para matar el tiempo.
—Nos comportamos de acuerdo con lo que valen.
—¿Qué dices? Chicas decentes, limpias, trabajadoras, educadas en la piedad de Nuestro Señor…
—… pánfilas…
—¡Vosotros sí que sois pánfilos! —saltó Teresa—. ¡Vaya unos, para dar algo!
—¡Y a Bruno qué! —dijo Arturu—. Él, con tal de poder ir todas las noches al Barrio Chino…
Tía Matilda, más viejecita que nunca:
—No vayas con mujeres de la vida, Bruno, que contagian enfermedades y después tendríamos que curarte con un hierro candente…
Jordi se encogió de hombros. Tenía una indiferencia propia de pequeño lord. Él pasaba por ser el más maduro. Los mayores le prestaban atención.
—Sois el eterno problema —dijo.
—¿Por qué dices «sois» en lugar de «somos»? —preguntó mamá—. Rosa: ¡me parece que tu hijo nos ha salido misógino!
—Nos ha salido artista, que todavía es peor —rio la Llovet.
Y entonces, tía Verònica, con aquel tono tintineante de madre a quien las hijas le han salido feas, va y dice:
—Mi sobrino, Arturu, no es artista y también parece que le den asco las mujeres. ¡Qué época, señor! Qué queréis que os diga, esta juventud no va por buen camino. Porque, vamos a ver: ¿qué podéis decir de malo de las chicas que han ido a colegios de monjas y además han sido catequistas y comulgan todos los viernes? Hala, id a buscar en las americanas todas estas virtudes. Hala, a ver si las tienen.
—Tienes razón —dijo Llovet—. O en las francesas, que a los quince años ya están estrenadas…
Tía Matilda exclamó un par de «¡Virgen santa!» y Llovet dijo:
—Por esto Francia es el país más civilizado del mundo. Basta con ir a París para comprobarlo. Moulin-Rouge, strip-tease, dolce vita… ¿Qué más se puede pedir a una democracia?
(No te creo, papá. Tú nunca puedes haber mantenido una conversación seria con ese payés enriquecido. No es posible que estuvierais juntos bajo las estrellas, preocupados por el futuro del mundo…)
La Llovet apoyaba la barbilla en el puño cerrado. Me dirigió una sonrisa inofensiva.
—Y dime, ¿por qué has roto con Silvia? Me parecía muy buena chica…
—Y muy fina —dijo tía Augusta—. Y por lo visto va a misa.
—A mi hijo no hay que hacerle caso —dijo mamá—. Es un veleta, como su padre.
Acorralado entre los tíos y Llovet, papá no parecía haberla oído. Resultaba muy triste pensar que había pasado mucho tiempo desde aquellos años festivos en que papá pudo haber sido un veleta. Ahora, completamente solo, sin nadie que lo ayudara a contestar, apenas le quedaba el consuelo de ir chupando un buen cigarro.
La muy esperada intervención de la yaya:
—Las chicas de ahora están muy mal educadas. Demasiadas libertades. No son femeninas, ni cristianas.
—No lo dirá por las mías, verdad, ¿yaya?
Tía Verònica había saltado como una fiera. La Llovet se apresuró a conciliar:
—Mujer, es que madres como tú quedan pocas…
Y miré a Teresa, pobre pájaro destinado al matrimonio pequeño burgués o al hogar con aroma de semana. En el fondo, yo quería a aquellas chicas, con su rebeldía reprimida, imposibilitadas desde un principio para cualquier forma de evolución. Y las quería porque eran un resumen de todo lo bueno que podía haber dentro de nosotros. No eran como las amigas de Silvia, no tan litris, porque sus padres, a pesar del dinero que habían logrado amontonar, mantenían un destino menestral, la inclinación hacia unas costumbres, una estupidez, que ni el dinero había podido engrandecer. Eran la mediocridad absoluta de unos pensamientos y unos valores que ningún cataclismo había logrado inmutar. En su rara voluntad de ser hogareñas, personificaban toda la tradición de la raza. Hechas con la madera de las santas al uso, que no es otra que la resignación; satisfechas con las reuniones en el Centro Parroquial y los aplecs sardanísticos en la plaza Sant Jaume; soñando con el heredero de alguna familia real que llegara a Barcelona de incógnito; encerradas en una mitología formada por Sorayas y Graces Kellys y condesas que se casan con actores de cine en la portada de Paris Match… ¡Cómo las quise, a ellas y a sus mitos trasnochados, en aquel momento de mi despedida!
—Pues Silvia me dijo que siempre se habían entendido muy bien —murmuró Neus como quien revela un gran secreto.
Y busqué la mirada de mamá, de la Llovet, de la yaya: imploraba el consejo de los mayores. Y con voz trágica, que me salía de los ojos, les gritaba: «¡Decidme que también vosotros amasteis algún día y que cuando el amor terminó tampoco lo podíais entender…! Decidme de una vez que tampoco pudisteis encontrar ningún tipo de explicación…»
Pero no decían nada. Acaso habían olvidado ya que, alguna vez, hacía mucho tiempo, habían soñado en el amor y que, después, les llegó el momento de despertar.
—No lo entenderíais… —dije.
Y mamá.
—¿Por qué tenéis que ser tan complicados los chicos de hoy?
La enfrenté. Finalmente, al cabo de tantos años, después de tantas lágrimas como había vertido por su causa, desde aquella ducha que sonaba sobre las carnes delicadas, en el lugarejo sin nombre de mi infancia, me enfrentaba a ella. Finalmente, ella y mi odio se encaraban: la batalla decisiva. Y pensé: «Debo de ser abominable, debo de ser un monstruo, porque tu pecado me gusta, mamá. Y sé que mi destino es no volver a querer a nadie más, porque he visto tus ojos y he tenido miedo…»
Así estábamos todos, animados y felices, cuando sonó el timbre de la puerta. La criada de los Llovet, que había venido a ayudar a la nuestra, se me acercó para anunciarme que «el señorito Andrés» quería hablar conmigo. Le había hecho pasar a la biblioteca. Jordi me apretó la pierna. Tal vez no quería que me levantara. Nos miramos fijamente.
Andreu apestaba a alcohol. Hacía días que no se había afeitado y la nieve se deslizaba por su cara como si fueran mocos. Tenía los ojos hundidos y las arrugas del rostro, sin el maquillaje, se le marcaban espantosamente. Hasta parecía giboso. Jadeaba y, al abalanzarse sobre mí, estalló en un llanto tan ruidoso que tuve que taparle la boca. Me pedía que hablara con Jordi, que le convenciera de volver junto a él como si nada hubiera cambiado. Lo arrojé contra el piano.
—¿No te da vergüenza? ¿No tienes dignidad, imbécil?
Arañaba la madera del piano como si fuera un gato rabioso. Me parecía una cosa ridícula, pero no por ello menos conmovedora. Era, sobre todo, la imagen exacta de los crepúsculos.
—¡Venir a mi casa! Pero ¿qué te has creído, castrado?
Jordi entró en la habitación. Estaba lejos de nosotros dos, proyectado sobre aquella eternidad de las espirales: la eternidad de su zepelín particular. Se detuvo a mi lado. Contemplaba a Andreu, aquella basura que había sido su amante. Y Andreu miraba a Jordi con todas las lágrimas de aquellos tres meses que habían pasado sin verse.
—No puedo creerlo, Jordi… Dime que no es verdad…
—Vete… —dijo Jordi.
Andreu había caído de rodillas y se aferraba a las piernas de Jordi. Y comprendí que era la primera vez que se encontraban de verdad, que nunca se habían tenido hasta aquel momento; pero, como en mi caso con Cristina y con el propio Jordi, su encuentro exigía un final inmediato para que pudiera realizarse completamente.
—Si no vuelves, se lo contaré todo a tus padres… Contaré lo del domador… ¡Te lo juro que me oirán, Jordi!
Le aticé un puntapié y él se levantó, raudo, y se agarró a Jordi con una furia inverosímil. Jordi ya ni se movía.
Al oír tantos gritos, entraron mamá y la Llovet. Yo vi cómo la madre de Jordi dejaba caer la cabeza sobre el hombro de mi madre y gemía «¡Eso no, Señor, eso no…!», con un tono de gallinita perdida que perjudicó notablemente la probable calidad trágica de la situación. El señor Llovet, sin preguntar nada, cogió a Jordi de un tirón y lo arrojó contra la pared e inmediatamente lo abofeteó con una bestialidad que yo no esperaba que aún pudiera conservar un hombre tan prostituido. La moral de nuestra clase iniciaba entonces un estallido que no contenía ni una chispa de piedad. Allí estaba mi familia, reunida. Estaba el que había renunciado a sus ideales, el que había traicionado, el que había vendido el alma para tener un chaletito en Sitges. Estaba el adulterio oculto, la maldición contra los hermanos, la sacrosanta hipocresía capaz de asegurar una buena tranquilidad de conciencia. Todas las claudicaciones de los Quadreny y de los Llovet encontraban, ahora, la diana más adecuada para ignoro qué clase de venganza.
Tía Verònica ordenó a las dos criadas que preparasen tila para la Llovet, que se había desmayado, mientras tía Matilda levantaba las manos al cielo y murmuraba: «¡Esta madre, Señor, esta madre!» y la yaya no dejaba de pedir a santa Úrsula que diera fuerzas a Rosa Llovet.
Entre mis tíos y yo logramos arrebatar a Jordi de las manos de su padre. Mi amigo tenía la cara llena de sangre, pero no lloraba. Andreu, arrodillado junto al piano, golpeaba el suelo con los puños cerrados…
Y le imaginé cómo sería a partir de entonces: vagabundo por los barrios del placer más sórdido, buscando sombras imposibles a partir de una mirada llena de un tiempo en que el amor y la fe habían sido los ángeles disimuladores del pecado. Solo, siempre solo a partir de ahora. Solo todas las tardes de todos los domingos; solo por los cafés donde se reúnen ellos, con sus apodos de hembra, las sonrisas alienadas…
Unos vecinos llamaron a la puerta para preguntar si nos ocurría algo. Dejamos entrar a la señora Carlota y al señor Gil, que eran como de la familia y nos habían visto crecer, como quien dice, desde el día en que llegamos a aquel piso lujoso.
¡Qué hermosa estaba mamá en su papel de abogado! Acariciaba a la Llovet, le daba a oler vinagre, la trataba de «mejor amiga», le recomendaba médicos que curarían a Jordi en menos de dos meses. Y Llovet gritaba que no quería volver a ver nunca más a Jordi, y papá no decía nada y tía Verònica venga avivar el fuego y la yaya acusando y exigiendo que cayera sobre Jordi un castigo ejemplar. Y Llovet, aquel hombre que parecía de piedra, también se echó a llorar. Todos sabíamos que, en su idea de lo que no podía tolerarse, se estaba hundiendo un gran sueño: Jordi, un Jordi que él había engendrado lleno de promesas, entre ellas su propia continuidad.
Entonces, la yaya asumió el sentir de todos y, como siempre, se hizo su portavoz: fue la autoridad de los Quadreny y a la vez la de los Llovet, con todo lo que eso conlleva. Se acercó a Andreu y, con un gesto de gran teatro, señaló la puerta.
—¡Y usted, fuera de esta casa! ¡Maldito sea, serpiente!
Andreu todavía buscó la mirada de Jordi. Llovet intentó atizarle unos puntapiés, pero los tíos pudieron dominarlo a tiempo. Los demás miembros de la familia formaron un pasillo de cuerpos despectivos y Andreu pasó entre ellos, tambaleándose, con la mirada fija en el suelo. Y, en un par de ocasiones, se volvió para buscar los ojos de Jordi.
Mis primas preguntaban qué ocurría, pero nadie quería aclarárselo. Arturu, quizás en busca de una reputación que todos habían puesto en duda, cogió a Andreu por los pelos, como se agarran dos verduleras en el mercado, y lo arrojó contra la pared.
—¡No vuelvas a dirigirme la palabra! —exclamó—. ¡Cerdo! ¡Degenerado!
Y mamá le miró, aprobadora, y después me miró a mí y se acercó a Jordi y le decía que nosotros éramos una familia cristiana y nuestro hogar muy decente y que estaba bendecido con agua de los mercedarios y que nunca había habido ningún escándalo y que gracias a su amistad con Rosa no lo arrojaba escaleras abajo como a un trapo sucio. Y la Llovet todavía lloraba y su marido quería tirarse por el balcón porque decía que aquello sería su ruina y que cuando en el Ateneo se enteraran de que tenía un hijo de la acera de enfrente su nombre quedaría ultrajado y la empresa se iría al cuerno, y mamá me advirtió que no quería verme nunca más con Jordi y papá seguía sin decir nada. El esperpento a la catalana derivó hacia el sainete.
Y entonces los miré a todos, observé sus renuncias, sus pequeños, miserables pecados, acurrucados bajo el último refugio de su moral ruin. Y supe, ya definitivamente, cómo envidiaba su hipocresía, su posibilidad de ser felices, esa tranquilidad de los canallas que yo nunca conoceré.
Cogí a Jordi por el cuello y, con la otra mano, le ayudé a secarse la sangre.
—¡Que no te acerques a ese perdido! —exclamó su padre.
Y papá, que hasta entonces había permanecido en silencio, se permitió obsequiarme con uno de sus consejos característicos:
—Déjalo, hijo, no vayas a volverte como él.
Le miré. No era un padre, ni siquiera era un hombre: era un pobre niño calvo y barrigudo. Un pequeño dandy de barrio que había muerto muchos años atrás.
—No se preocupe, señor Quadreny —dije, en tono de burla—. Nunca seré como él, pero tampoco como ustedes.
Entonces me volví hacia los demás sin dejar de sostener a Jordi:
—Ahora viene mi show personal, Nos vamos. Todavía no estaba decidido: me dolía un poco dejar esta historia vuestra. Pero ahí os quedáis. Todos vosotros, gente mía, os podéis quedar bien tranquilos y en paz. Tiene que haber algún lugar, en cualquier parte del mundo, donde un joven pueda quitarse de la cabeza tanta mierda. Quedaos con vuestra historia. Os aseguro que ya no me sirve.
Jordi se apoyó en mi hombro y yo le mantenía abrazado con todas mis fuerzas y así avanzamos entre aquel pasillo de cuerpos vestidos de fiesta. Nuestro paso era seguro, como si la sombra de algún zepelín nunca superado nos estuviera marcando el camino de mil fronteras posibles. Pero eran también pasos temblorosos, proyectados hacia esa huida que no tiene solución.
Aunque lo sabía me volví por última vez sólo para exclamar en tono triunfal:
—Gente mía: ahí os quedáis y que os acaben de criar.
FIN DE LA NOVELA
Plaxtol-Londres, agosto 1964
Circeo-Roma, junio 1969
Revisión, Ampurias-Barcelona, invierno 1983-84
Edición definitiva, Barcelona, otoño 1998