Os hablo de antes de nacer vosotros, de antes de que llegara la Mèlia: os hablo de la calle. ¿Sabéis de cuándo? Yo era muy pequeño, el cinematógrafo todavía era mudo; la señora Enriqueta, que murió hace muchos años, tocaba el piano en el Diorama, que tenía una fachada llena de florecitas pintadas y daban películas de Salustiano y de Tom Mix. Íbamos con toda la pandilla, pues estaba cerca de casa. Con eso de la pandilla quiero decir los chicos de la calle: Joanet, del colmado; Lluiset, del dentista; Rafael, de la pastelería, y Ricardet, del señor Mellol; íbamos todos juntos los jueves por la tarde, que nos daban fiesta en la escuela. Coleccionábamos los cromos del Quijote que salían en el chocolate y nos los jugábamos a las canicas o a dola. No parábamos un minuto en casa, porque la calle nos gustaba mucho y conocíamos todas las del barrio: corríamos por ellas, peleándonos y arreándonos tortazos, a ver quién se hacía más daño. El Nonell siempre volvía a casa con la nariz chorreando sangre y una vez que montaron tres en una bicicleta él se rompió un diente. Desde este día, el diente de delante se le quedó más pequeño que los otros. Yo iba cojo muchas veces y eso, en lugar de enfadar a mi padre, le gustaba mucho, porque decía que era de hombres y que el hombre ha sido hecho para correr y saltar y arrear una buena tanda de tortas a los amigos. Decía que eso era ser joven y que ya tendríamos tiempo de sentar la cabeza. Por eso me quería más que a mis hermanos, y sobre todo más que a Sebastià, que siempre estaba hundido en un montón de libros viejos y gastaba el dinero que le daba mi padre en aquellas tonterías de Sigueu un bon anarquista, y más adelante, cuando hizo aquel cambio tan raro, Los crímenes del capitalismo y La Pasión del proletariado. Yo no. Yo leía siempre tebeos como En Patufet o La Rondalla del Dijous y, más adelante, el Papitu, que era más verde, y cuando mi madre me encontraba con uno me daba de cachetes. A la madre le recuerdo muy pocas horas buenas. Siempre estaba metida en la cocina o pasando las cuentas del negocio, que cada día iba mejor porque mi padre conocía a un tal señor Llisart, que había podido enchufarse en la Generalitat y nos proporcionaba mucho trabajo. Sebastià y Carles trabajaban con mi padre porque éste decía que, aunque después quisieran hacer otra cosa, lo primero era aprender bien el oficio, porque por lo menos con un oficio se puede ir a todas partes y uno nunca sabe cómo tendrá que ganarse la vida el día de mañana. Después, como si queríamos meternos a cura. Pero al final los cinco tuvimos que ponernos a ayudar a mi padre, que bastante le había costado criarnos a todos y a la hora de la verdad no se lo podíamos pagar con el chasco de no querer ser albañiles. A pesar de eso, a los cinco nos tiraban otras cosas: Sebastià quería pintar, Guillem ser futbolista o campeón de boxeo, Pau aviador y la Augusteta soprano de ópera; y a mí me hubiera gustado mucho tocar el piano para acompañar seriales de Perla Blanca, como hacía la señora Enriqueta del Diorama. Lo que pasa es que nunca nos atrevimos a rebelarnos contra mi padre. En casa se hacía lo que él decía y si protestabas te ganabas una bofetada muy bien dada. Y a veces no era él quien las daba, sino mi madre, que tenía mucha práctica en darlas. Solía decir que un hogar cristiano ha de respetar al cabeza de familia y que ella, como buena esposa que era y celadora de las más sagradas costumbres del hogar, castigaría al primero que se atreviera a levantar la voz a mi padre. Es decir, que lo que él decía iba a misa.
Os contaré cosas de mi padre porque vale la pena. Con mi abuelo no se hablaba, porque siendo un chico de diecisiete años los plantó a él y a la abuela, que estaba paralítica, y se fue a Inglaterra a trabajar de albañil, que era lo único que le habían enseñado a hacer. Por eso el abuelo Portomeu no quería ni verlo y no quiso asistir a su boda, y a la abuela Teresita tuvieron que llevarla entre dos vecinas de buena ley, de las de antes, que para ir a ver cómo se casaba la gente dejaban lo que estaban haciendo y salían arreando. Pero papá, un día que hablaba con Sebastià en serio, decía que Inglaterra le había hecho mucho bien porque le enseñó muchas cosas que ahora, al aplicarlas al negocio, hacían que todo estuviera más organizado. Mi padre, en Inglaterra, había leído a Marx y a Prudhomme, que todo el mundo decía que eran como el demonio —lo mismo que Sartre ha sido para la juventud de ahora—, y gracias a ellos había aprendido que las clases de arriba explotan a las de abajo desde que la Historia es Historia y que por eso nunca iríamos bien, porque el obrero estaba mal visto desde siempre y el que se pusiera a su lado llevaba las de perder. Él, en Inglaterra, se hizo socialista y en seguida anarquista, que parece una contradicción ser una cosa después de la otra; pero lo dejó correr inmediatamente en cuanto volvió a Barcelona y vio que con lo que había ganado y aprendido podía montar una pequeña empresa que, al pasar los años, fuera subiendo, subiendo. Y cuando se casó con mi madre, todo eso del socialismo se lo tuvo que meter en cierto sitio y se puso a trabajar de firme para poder mantener a los hijos, porque tuvieron cinco y dos más que murieron al nacer, y era por ellos por los que mi madre siempre llevaba una cintita negra en el pelo. Mí padre solía decir eso tan catalán de que si nosotros teníamos un montón de hijos, cuando llegáramos a viejos no tendríamos que preocuparnos ni privarnos de nada porque ellos nos mantendrían y cuidarían. A mi padre, eso de ir envejeciendo y que llegara un día en que no pudiera hacer acto de presencia en el trabajo, le preocupaba de verdad (porque a los obreros, aunque sean de toda la vida y les tengas mucha confianza y sean de ley, has de vigilarlos siempre y tienes que decirles cómo quieres que te hagan las cosas) y a veces, al ver que a Sebastià ya le rondaba la idea de llevar a alguna chica a casa, decía a mi madre: «¿Lo ves, Pilar? Nos estamos haciendo viejos». Y era de las pocas veces que le acariciaba la mejilla delante de nosotros.
Imaginad cómo se puso cuando Sebastià y Carles le salieron con que pensaban en una Cataluña socialista y que habían llegado a comprender hasta qué punto era negativa y antisocial, y decían que hasta asesina, una empresa que comerciaba con el esfuerzo humano. Ya no les pegaba, porque habían estado en la mili y madre siempre decía que cuando un chico ha hecho el servicio no sólo puede fumar delante de su padre, sino que, además, éste ya no tiene derecho a pegarle. Carles, que siempre ha sido un segundón muy turbio, se desdijo de aquello del socialismo en cuanto vio cómo le había sentado a nuestro padre. Sebastià, que era huraño de naturaleza, lo miró con desprecio y dijo que su conciencia no le autorizaba a comerciar con la vida de los obreros y que prefería marcharse de casa porque se daba cuenta de que a partir de aquel momento ya no podríamos entendernos. Entonces padre empezó a explicarle todo aquello de que él también había sido comunista y que esto era una cosa que pasa, una idea que dura hasta que uno sienta la cabeza y empieza a tener responsabilidades en serio. Y que con ideas de esta clase no se va a ninguna parte y que ninguna mujer lo querría por marido, porque siendo comunista no ofrecía ninguna seguridad económica ni estabilidad ni nada. Y madre, desde la cocina, añadió que en aquella casa jamás aceptaría un matrimonio que no estuviera bendecido por Dios y por la Iglesia. Entonces, padre se puso a cantar la Internacional en coña y yo me reía muy a gusto, porque hacía muecas muy divertidas, y Sebastià se levantó de un salto y le ordenó que se callara y hasta tiró la silla contra la pared y entonces padre le arreó un puñetazo mientras gritaba: «¡Qué es eso, descastado! ¡De esta mesa no se levanta nadie mientras yo no lo mande!». Y madre, la mar de asustada, salió con Augusteta de la cocina y mi pobre padre lloró por primera vez —que yo sepa— y murmuraba: «Cría hijos para que te salgan cuervos»; y Sebastià, sin abrir la boca, salió de la tienda y no volvimos a verlo hasta por lo menos siete años después, cuando ya había pasado la guerra y teníamos la paz, y él vino a incordiar pidiendo que lo escondiéramos porque se había escapado de la cárcel y querían fusilarlo, y tuvimos que esconderlo, como si fuera un perro, hasta que logró pasar la frontera con un tal Aldo Clementi, que había sido arditore del popolo, en Florencia, antes de nuestra guerra, y después vino a luchar con las Brigadas Internacionales, que ya me diréis qué le importaba a él nuestra guerra.
Al principio, la oficina era solamente una parte que dependía del almacén, una parte instalada en un rincón del comedor y que se componía de una mesita de roble, una máquina Underwood antiquísima y un armario colgado donde mi madre guardaba las facturas y los papeles de la empresa. Oficina y comedor estaban al lado de la cocina, y los de la familia siempre dormíamos en el piso de arriba. No sé hasta qué punto podía calificarse aquella habitación de «oficina», sobre todo si tenemos en cuenta que la mayor parte del tiempo era un espacio que no servía para sus funciones específicas: sólo por las noches, cuando mi madre se quedaba haciendo las cuentas mientras Augusteta practicaba mecanografía. De todos modos, la oficina-comedor era el lugar de reunión de toda la familia, allí donde el negocio se convertía en un asunto común en el que todos los miembros de casa Quadreny, hombres y mujeres, teníamos voz y voto. A veces, el pequeño escritorio servía de mesita de comedor, porque así Pau podía cenar antes que los demás y marcharse pronto, en bicicleta, al pisito que él y su mujer habían alquilado por la parte de Hospitalet, que queda donde Cristo dio las tres voces. Por otro lado, la oficina podía convertirse en una prolongación del almacén, porque a veces había ladrillos, escaleras de mano y sacos de cemento, todo amontonado y mezclado con las facturas, los albaranes, los adornos del aparador y los platos. Puede decirse que la oficina, en cada una de sus manifestaciones, era el alma de casa Quadreny y su origen como empresa y como familia. Por eso fue siempre tan poco oficina —en el sentido importantísimo que lo es hoy— para ser, sobre todo, una especie de reflejo de todos nosotros. Con sus muebles de roble deslucido, el polvo en las teclas de la máquina de escribir y la mezcla con toda clase de trastos de cocina y herramientas de trabajo, la oficina era como un espejo en el que empezamos a conocernos los unos a los otros y también a querernos.
Antes de la guerra, el eje del negocio era el taller más que la oficina (por eso nos bastaba tenerla en un rinconcito del comedor). Pero la posguerra traería consigo la derrota del taller y la égida del órgano administrativo. Durante los años que duró la batalla entre dos maneras tan distintas de entender el trabajo, hubo muchas cosas que cambiaron: pasados esos años, quedaban pocas que pudieran resistir una comparación con lo que habían sido. Ante todo, la nueva hegemonía de la oficina nos trajo una serie de preocupaciones que nada tenían que ver con el trabajo propiamente dicho, que todo lo más eran su resultado: pertenecían a la enorme confusión en que se habían convertido ambas cosas, negocio y trabajo. Era una batalla que no hubo que librar en los años mozos de mi padre, cuando sólo necesitaba un par de obreros para levantar una casita de dos pisos en aquella Barcelona mucho más pequeña y tranquila que la de hoy. Lo único que nos trajo el nuevo imperio de la oficina fue un juego de astucias sin alma, una cosa rebuscada, complicada en mil maniobras que iban alejándose cada vez más de lo que nuestro padre nos había enseñado a considerar como espíritu de trabajo. Y nuestro sudor era también muy diferente: en lugar de ponernos al lado de un obrero y decirle «esto hazlo así o asá», y trabajar nosotros con él, ahora teníamos que ir de una oficina a otra, hablando con los jefazos, convidándoles a un cigarrillo o a fumar un puro en algún bar cerca del Ayuntamiento, y cagarse en su madre mientras le pones buena cara con tal de que te adjudique un plan de obras; y había que dar propinas bajo mano y estampar un sinfín de firmas en muchos papeles oficiales y pasar de una administración a otra, de un documento a otro, completamente perdidos en su laberinto interminable de burocracias. Ya no trabajábamos con ladrillos y cemento, sino con las facturas de los ladrillos, con las leyes para poderlos poner uno encima de otro, o bien con los sellos que había que pegar en la hoja de papel exigida para que el ladrillo pudiera existir legalmente o estar reunido con compañeros suyos, igualmente señalados por doscientos trámites legales, que los ladrillos, pobrecitos, debían de contemplar con actitud incomprensiva. Y así fue como nuestro trabajo dejó de ser bonito.
Cuando éramos pequeños, Pauet pintaba cabezas de ángeles y castillos de bóveda blanca; Sebastià escribía poesías que le publicaban en los concursos de las publicaciones infantiles, entonces catalanas; yo tocaba muy bien el piano; Carles ganaba todos los partidos de fútbol del barrio y Augusteta escribía cuentos de amor (tenía uno que se llamaba Trini o Pasión que redime que nos hacía llorar a todos menos a Sebastià). No consigo recordar a partir de qué momento los cinco nos hicimos a la idea de que teníamos que abandonar la esperanza de dedicarnos a lo que más nos gustaba; pero llegó ese día en que tuvimos que abandonarla, y entonces dejaron de ser esperanzas para convertirse en pequeñas aficiones, pasatiempos con los que llenar el vacío entre la salida del trabajo y la hora de cenar. Porque nuestro padre todavía nos decía que en la vida lo primero es ganarse el sustento y después las cosas superfluas (pero el sustento siempre primero, porque lo demás no tenía importancia). Ante todo, la familia y el trabajo, y en seguida procurar pasarlo un poco bien, porque la vida es muy corta y si no se le pone un poco de alegría, más vale reventar de una vez. Eso también lo decía mi madre, que de jovencita solía bailar la toia en Esterri y siempre decía que una alegría bendecida por Dios es lo que más se acerca a la felicidad. (Yo no tardé mucho en descubrir que también son felicidad el placer y el amor, que viene después del placer bien servido. Pero si bien se mira, las dos cosas son variaciones de la alegría. De modo que los padres, como siempre, tuvieron razón.)
Ya he hablado de mi padre. De mi madre diré que fue una de las mujeres más grandes del mundo, y que tenerla al lado, siempre atareada, era para nosotros como una llama perenne de protección y buena crianza: era como la imagen de los grandes organizadores, del mismo modo que mi padre era la imagen de los grandes conquistadores. Pero mi padre no era de esta clase de conquistadores postizos que se empeñan en forzar al destino a base de empresas violentas, sino que más bien era de los que realizan acciones calladas, casi secretas, de aquellas que, después de haber pasado inadvertidas durante muchos siglos, salen un día a la luz en la imagen maciza de las obras a cuya construcción han contribuido poco a poco, con un esfuerzo colectivo, en silencio.
Fuimos víctimas de la grandeza de mi madre, víctimas del espíritu de iniciativa de mi padre. Y aunque también es posible que, de haber seguido nuestras ambiciones, tal vez no habríamos llegado a ser nada del otro jueves en el terreno artístico, por lo menos hubiéramos hecho lo que queríamos y no nos quedaría esta sensación de fracaso, de haber tenido que rendirnos demasiado pronto; no tendríamos siempre esa duda de que acaso pudimos llegar a ser importantes, de si no hicimos mal no siguiendo el ejemplo testarudo de Sebastià, que ha llegado a ser escritor, aunque pagado por los rojos de París. La adolescencia de mi piano, de los dibujos, los cuentos y el fútbol de mis hermanos, se convirtieron en una primera juventud que también hubo que asesinar para cumplir la obligación que nos habían inculcado desde que aprendimos a hablar: «Vosotros levantaréis el negocio, vosotros nos haréis ricos…» Y los días iban pasando sin ninguna clase de piedad. Y en el fondo, muy escondida, nació una lágrima por algo que habíamos perdido y que nos dolería toda la vida: una simiente que hubiera sido maravilloso ver crecer hasta que ella misma llegara a definirse…
Y he aquí, de repente, la juventud. La ciudad que se adorna para ser joven, la mujer que deseas, la otra a quien amas, los amigos juerguistas, los bailes callejeros en el estallido de un deseo totalmente nuevo que nos animaba desde muy adentro.
¡Si pudiera volver la imagen de una juventud alegre, de eterno verano, llena de toda la virilidad del mundo! Bastaban los escotes de las cachondas, las faldas levantadas por una ráfaga de viento, la playa de los domingos, las noches al fresco y los bailes en la Alianza y la Fiesta Mayor de Gracia y la carioca y el tango ladrón… Si pudiera recrearlo todo en un solo momento, vivirlo de nuevo, no cambiaría nada; volvería a acogerme —siempre, Dios mío, siempre— a la exultación sin freno que fue esta fiesta perdida. ¿Acaso cambió el mundo? No es posible que envejeciéramos tan de prisa como para que las cosas cambiaran tan de repente. Vivir, he aquí nuestro gran deseo de los años treinta, los años azules, de noches que no tenían un minuto de silencio en mi Barcelona de los mil prostíbulos y los cabarets que cerraban al amanecer; las noches enloquecidas de una juventud borracha, putera, golfa por el solo hecho de ser joven; la luz de un farolillo en la verbena de cualquier azotea, y el amor de dos horas en el entoldado de la plaza del Sol y las modistillas perseguidas en el día de Santa Llúcia; el ir de putas tres veces por semana y soportar una enfermedad venérea como hacen los machos, sin asustarse, deseando curarse sólo para volver a ir con otra furcia que te vuelva a pudrir; y, a pesar de todo, seguir siendo muy respetuoso con los padres y querer a la familia, y sentirla tanto que la convertimos en otra parte importante de aquella fiesta que nos era vida.
La tradición de casa Quadreny, que nació a partir de los años diez y alcanzó su punto más alto en los treinta, la llevábamos enraizada en lo más hondo, tan fuerte y con tal pasión que quedar fuera de ella habría sido como si te cortaran un brazo y en seguida te dieras cuenta de que no puedes valerte por ti mismo porque era el brazo derecho. Sin embargo, el amor familiar nunca nos impidió jugar un poco a los rebeldes (Augusteta, que leía mucho, se hizo sufragista) o ir vestidos y peinados a la moda más audaz (nos peinábamos a lo Gardel, con mucho fijador y la raya en medio), sin que por eso dejásemos de ir a misa con la familia los domingos por la mañana, ni los sábados por la noche, antes de salir a armar jaleo por el Barrio Chino, nos olvidáramos de reunimos alrededor de la mesa para pasar el rosario. Quiero decir que nuestro pequeño mundo se alimentaba de detallitos de amor inmenso y, al mismo tiempo, de un enorme deseo de mandar a la porra todo aquel rescoldo hogareño y buscar el placer —el gran placer de un mundo más grande y arrebatador— por nuestra cuenta y riesgo. Y por lo que respecta a todo eso, debo decir que no éramos muy diferentes de todos los mundos felices formados por cuatro paredes y una mesita y el rescoldo del brasero y muchas costumbres barcelonesas (porque hay muchas cosas que sólo pueden ser de nuestra ciudad y basta). Y es que, además, parece que la materia básica del hombre es la contradicción y que todos sus actos nunca acabas de saber a qué vienen; es decir, que tan pronto eres feliz como desgraciado y hoy eres bueno y mañana malo y ayer no tenías dinero y ahora mismo tienes un montón. Quiero decir que el hombre es un saco sin fondo y un culo de mal asiento y que cuando llegas a ser eso, quiere decir que ya eres un hombre. Total: así fuimos nosotros a partir del momento en que nuestras esperanzas de llegar a ser músico, pintor o campeón de boxeo, se convirtieron en pasatiempos para llenar la hora y media que había entre la salida del trabajo y el momento de la comida caliente, con pan blanco y sabor a demasiada sal…
Tampoco podría precisar a partir de qué momento la Amèlia dejó de ser la chavalita de la panadería del Empordà y se convirtió en la señora Quadreny, que estrena muchos vestidos y muchos zapatos y tiene un abono del Liceo y se ha hecho íntima amiga de tantas señoronas de toda la vida. ¿Es de creer que un cambio económico, no negaré que bastante importante, bastara para cambiarla tanto? ¡No sé qué diría, no sé! Yo creo que en el caso de la Mèlia, el dinero sirvió simplemente para realizar unas ambiciones que ya llevaba dentro y que ella misma supo ir amoldando a las circunstancias. La Mèlia, desde la guerra, nos ha demostrado que tiene inteligencia para esto y para mucho más. Al descubrirlo, me acojoné bastante, porque yo me la había imaginado como un buen cacho de hembra y no le pedía nada más ni hubiera tolerado que me lo diera. Pero sucedió que, justo pasada la época del hambre, la Mèlia empezó a utilizar su inteligencia, y como además era muy larga, ya no hubo quien la detuviera. Por aquel entonces yo no era nada ambicioso. Me bastaba con liar el caliqueño con los obreros de casa (los trataba como compañeros, porque eran oficiales de toda la vida y me habían enseñado el oficio y tenía mucho que agradecerles), me contentaba con tener buena comida en la mesa, ir todas las noches al bar a jugar un ratito al mus y, ya calmado, subir al piso y estar seguro de que la encontraría en la cama, tumbada y dispuesta a moverse un poco, tanto si le apetecía como si no. Al principio, a la Mèlia sólo la quería para la cama. Que me diera un poco de sandunga, que para eso me había casado con ella. Y ahora no quiero que se me eche en cara la idea que tenía de mi mujer. A fin de cuentas, ella no era de la familia Quadreny; quiero decir que ni siquiera llevaba mi sangre. Y yo siempre he establecido dos diferencias entre las mujeres que corren por el mundo: las que son de mi familia, a las que venero y quiero por lo de la sangre; y las demás, que me traen de cabeza y me las tiro y basta. A aquella hembra tan cachonda de la panadería, siempre la consideré como una jamona a la que se pegan buenos achuchones y para de contar. Me bastaba con que supiera llevarme bien la casa y me diera hijos y supiera lo que hay que hacer con un marido que va caliente. Al pasar los años, comencé a quererla de verdad y un día descubrí que me había acostumbrado a su presencia —era como una costumbre muy tibia—; pero en aquellos primeros tiempos de matrimonio sólo la quería abierta de piernas y con la seguridad de tenerla fija y segura, como tenía a la Encarnación de la mercería de la calle Hospital o la viudita Roger del paseo Sant Joan (también había muchas chachas, de las que venían de Andalucía para ponerse a servir, pero éstas era asunto de una tarde y basta: ni siquiera eran de cama, sólo de magreo y paja al canto). También es cierto que ninguna me daba tanto gusto como Amèlia, que por algo me había casado con ella, repito. En cuanto echaba a andar, encendía todo lo que estaba a su alrededor: se movía de una forma que parecía que fuera a quemar el mundo. Siempre se había hecho la estrecha, pero todos sabíamos que lo que de verdad quería era caer de una vez. Y en cuanto cayó, a partir de la noche de bodas, Amèlia se convirtió en una especie de droga: había nacido con sangre viciosa —a veces hasta me daba miedo—, había nacido puerca, hecha para el placer. Y, todo hay que decirlo, también tenía cosas de beata, porque a veces, mientras me hacía alguno de aquellos números que las niñas de la Madam Petit llamaban caprichitos, se levantaba de un salto, apoyaba la mejilla en el barrote de la cama y se ponía a rezar y pedía a la Virgen que la perdonara y qué sé yo la de tonterías que llegaba a decir.
A las demás mujeres no las dejé, claro: yo era muy macho y necesitaba varias a la vez. Amèlia debía de notármelo, porque la viudita Roger siempre me dejaba lleno de chupones. Pero Amèlia, mientras todas las noches le di la ración que necesitaba, no protestó. Más adelante, cuando comencé a volver de madrugada y a no tener humor para más jodienda, empezó a ponerse histérica. Todo lo que tuvo de dulce durante los primeros meses, después lo tuvo de amenazadora, gritona y hasta arañadora. Eso, que al principio eran solamente peleas de cama, se prolongó en la vida cotidiana, y llegó un momento en que no teníamos ni un instante de paz en todo el día. Una vez se atrevió a decirme que ella también tendría que buscarse un apaño. Al oír eso le arreé una buena bofetada. ¡Qué se había creído! Un hombre, ya se sabe, tiene muchas más necesidades que una mujer. El hombre es más fuerte y por eso tiene que desahogarse más veces; la mujer, con un par de noches a la semana ya tiene suficiente. Pronto dejamos de discutirlo y a partir de entonces me dejó mucha cuerda y años después, cuando ya éramos ricos y yo me había hartado de pendonear y sólo me quedaba ella, tenía que suplicarle que hiciéramos el amor. Y la muy rencorosa me obligaba a arrodillarme, y se burlaba de mí.
Además de las cosas de la cama, siempre teníamos disputas por otros motivos. Todas las noches salía a hablarme del poco dinero que le daba o de las discusiones que tenía frecuentemente con mi madre. (Mi madre la riñó, y con razón, porque no se había puesto luto cuando murió la abuela Teresina. Amèlia le espetó: «¿Yo luto? ¡Calle, mujer, calle! Ya me tocará ponérmelo cuando se muera mi marido. Pero ahora soy joven.»)
También nos peleábamos, y mucho, por las cosas del trabajo, porque yo le decía que, si trabajaba, era porque le daba la gana, que yo le daba bastante para vivir decentemente; y ya estaba armada, porque ella decía que si aquello me parecía vivir sería porque en casa nunca habíamos comido caliente, y yo le sacudí porque no podía aguantar que insultara a mi familia, que a fin de cuentas era bien barcelonesa —lo era de tres o cuatro generaciones— mientras que la suya, no. Cuando le sacudía, me insultaba con blasfemias más fuertes que las de un carretero. Se había vuelto muy sucia y siempre iba despeinada y con una facha de piojosa que daba asco. Yo le decía que lo que tenía era muchas ganas de buscarle tres pies al gato, porque mi madre nos pagaba el alquiler del piso, íbamos al cine todas las veces que nos daba la gana y ella tenía más vestidos que cualquier otra mujer de la calle; de manera que no comprendía qué coño quería. Entonces me llamaba calzonazos y decía que no tenía lo que hay que tener. Y a mí todo aquello me jorobaba muchísimo, porque cada noche la armábamos y no había manera de que entrara en razón. Pero ella aún decía que yo era un babieca y las veces que repetiría lo mismo si no le cortaba la lengua la bruja de mi madre —yo, cuando llamaba bruja a mi madre, volvía a sacudirle— y que cuántos hombres tolerarían que su mujer tuviera que trabajar hasta las tantas para sacar la casa adelante y que los que querían prosperar, prosperaban, y que si yo no prosperaba, era por burro. Yo la llamaba cerda y decía que sólo prosperaban los que se dedicaban a robar a los demás, que por lo visto era lo que ella quería que yo hiciera, porque decía que al cabo de veinte años nadie se acordaría de las canalladas de ahora. Y a mí, todo eso me cabreaba tanto que sin darme cuenta le decía que se plantara a hacer de puta en una esquina, a ver si prosperaba de una vez por todas y se iba a Guinea y me dejaba en paz; y ella me echaba en cara que la hubiese dejado con aquella tripa, que si no fuese por el embarazo me pondría los cuernos que fueran necesarios para comprar un piso nuevo, y se reía de mí diciéndome que yo todavía la aguantaría, porque era un atontado y no tenía dignidad ni cojones, que me habían quedado atrapados entre las piernas de mis fulanas.
Yo solía cerrar la puerta de golpe y detrás quedaban los insultos de la Amèlia, las preguntas de adónde iba y a qué hora tendría la cara dura de volver y los berreos de Bruno. Iba calle abajo, doblando por las esquinas, Distrito Quinto adentro, hasta el Barrio Chino, y solía parar en el piso de alguna madam que me apreciaba y me permitía pasar la noche con alguna chavala, siempre gratis.
A la Lupe la llamaban Lupe porque tenía un no sé qué de Lupe Vélez. A veces nos acostábamos sin hacer el amor, porque la chica venía harta de tratar con tíos, y sólo los miércoles, en que la clientela bajaba un poco, le apetecía ponerse a punto. Los demás días de la semana nos limitábamos a charlar y ella me contaba cosas de sus clientes —que los había puercos y estrambóticos: como uno que no se le levantaba si antes no explicaba a la Lupe cómo lo habían herido durante la guerra contra los rojos—; yo le contaba mis líos domésticos, pero tan desfigurados que, a sus ojos, Amèlia quedaría fea y sucia como una vaca que me hubiese conquistado poniéndome un excitante en el café. La Lupe lo pasaba la mar de bien a mi lado, y todas la envidiaban mucho porque decían que yo era muy simpático y además un dandy, con mi bigotito y siempre tan perfumado. Un día la Lupe me confesó que estaba muy enamorada de mí, pero al poco tiempo me comunicó que estaba a punto de casarse con un tal Manolo, un chico de Zaragoza que vendía gasolina a precios muy altos y ya se había comprado una moto. Y mira lo que son las cosas: cuando volví a encontrar a la Lupe, resulta que era muy rica y venía cada viernes a nuestro piso de la Diagonal a jugar a la canasta con Amèlia, la de Llovet, Jimena de Pinomontal y Mechita Llofriu. Además, las cinco se fueron a París para encargarse vestidos en Balenciaga y desde hace un año asisten a clases de inglés en el Instituto Británico, con otras señoras finas que han tomado un profesor particular. Pero aquella noche de la posguerra ella me quería y yo me dejaba querer sin extrañarme de nada porque, como ya he dicho, la Pilara, la Remedius, la Fanny y, sobre todo, la Maruja también me apreciaban mucho: chulo que era yo y siempre presumiendo de tenorio.
También he dicho que, mientras yo seguía siendo tan dandy como antes de la guerra, la Amèlia se estaba volviendo de lo más abandonada. Se pasaba las noches sentada a la máquina, cosiendo fajas para el amigo de Arturu (un sarasa forrado de dinero que corrompió al hijo de Llovet y después murió de cáncer de ano, que es como tendrían que morir todos los sarasas). Amèlia ya volvía a tener el vientre hinchado, ahora de Carlitus, y cuando dos años después Carlitus era ya un niñito que con penas y trabajos habíamos logrado salvar de la muerte, ella aún se deslomaba haciendo fajas y plegando papel para una editorial y no se arreglaba nunca y siempre iba hecha una puerca. Las dos familias siempre nos estaban amonestando, y decían, dirigidas por mi madre y la tía de Amèlia, que no nos sabíamos administrar y que entre ella que no paraba de coser y yo que me iba de parranda todas las noches, dejábamos a los niños abandonados, y así crecían de mal educados, respondones y, sobre todo Bruno, tan travieso que aquello ya era maldad. Tengo que aclarar que los de mi casa siempre habían considerado a Amèlia como muy orgullosa y distante; decían que parecía de otra raza, que se creía más que nadie, como si tuviese un rey en el cuerpo.
Un día, cuando los niños ya hablaban y el mayor ya iba al colegio, y ella todavía trabajaba por las noches, la Amèlia nos salió con una ocurrencia que a lo primero nos dejó a todos de piedra y, en seguida, nos hizo reír de tan extravagante. Pero por lo visto hablaba plenamente convencida. Se le había metido en la cabeza hacer el bachillerato por libre en un par de años, y cuando le preguntamos para qué quería el bachillerato ella se encogió de hombros y no quiso contestarnos, como si a nadie nos importara su vida futura. Su pobre tía vino hecha un mar de lágrimas a casa de mi madre y entre las dos empezaron una novena a santa Rita, que es experta en imposibles, para ver si un milagro le quitaba aquella idea a la Amèlia; hasta prometieron un cirio grande durante todo el trayecto de la procesión del Carmen, y por eso a partir de aquel día se las vio todos los años a las dos vestidas de negro, formando en la fila de mujeres devotas que recorrían las calles engalanadas con serpentinas, arcos de flores y banderas nacionales. La locura de Amèlia les sirvió, pues, para adquirir otra costumbre religiosa; pero a mi mujer ni santa Rita ni nadie logró quitarle de la cabeza aquella tontería del bachillerato. Y es que cuando Amèlia decide hacer alguna cosa, es porque lo ha pensado y repensado muchas veces y, si la memoria no me engaña, siempre ha llevado a término sus decisiones, ya sea la de hacer el bachillerato en dos años —que ya me diréis para qué diantre le sirvió—, ya lo de cuando quiso aprender idiomas o cuando se apuntó en las clases de arte y filosofía en la universidad…
La noche del encuentro con Llovet en casa de la señora Herminia (la señora Herminia tuvo, durante muchos años, las jamonas más bonitas y jóvenes del Barrio Chino, y no eran caras), hacía mucho tiempo que no le veía, y hasta ignoraba si la guerra no le habría dejado enterrado en la meseta castellana después de algún bombardeo definitivo al cual yo hubiese escapado y él no. Al verlo aparecer por debajo de la combinación de la Fanny, medio calvo ya, con los ojos rodeados de ojeras y bolsas, sentí un relámpago tremendo que me devolvió imágenes del castillo donde estuvo instalado el Estado Mayor de nuestro regimiento y entre cuyas paredes vivimos tantas horas buenas, sin pegar un tiro, como privilegiados hijos de un azar que ignorase cuanto se estaba desarrollando a nuestro alrededor. Recordé muchas conversaciones bajo la luna, mientras a lo lejos iba sonando la muerte y a Llovet le daba por entonar cantos de vida. Y pues solía hablar de la inminente llegada de un mundo nuevo donde todos seríamos iguales, y le quedaba la buena fe de sus años en el seminario, consiguió que las noches fuesen hermosas a pesar de la muerte repetida.
Cuando me llamó a gritos, desde los muslos de la Fanny, manifestó una cierta emoción y yo creí estar viendo visiones, pero también me conmoví, y después nos dejamos de puñetas y nos abrazamos y fuimos a caer entre unas cuantas niñas de la señora Herminia, y ellas empezaron a desnudarnos. Aquel encuentro tan inesperado nos quitó las ganas de sexo; así pues, dimos un poco de pasta a las niñas para que nos dejasen en paz; ellas, muy agradecidas, nos llenaron de besos y yo acabé mandándolas al cuerno porque, si bien las quería mucho, algunas veces me hartaban con tanto besuquearme de aquel modo, como si fuera su hermano (y se puede decir que casi lo era). Y la señora Herminia nos dijo que estaba muy contenta de que Llovet y yo nos conociéramos ya, porque ella nos tenía mucha voluntad a los dos y además nos comunicó que, cuando hubiéramos terminado de hablar en la intimidad, podríamos pasar a tomar parte en la fiesta de despedida de la Maruja, que se iba a Ibiza para trabajar en una orquesta de boleros y aquellos otros bailes sudamericanos de entonces, en que la vocalista tenía que menear muy bien el culórum y pasarse un pañuelito por la cintura, con una mano arriba y otra abajo, como hacía Carmen Miranda, aquella que siempre llevaba frutas en la cabeza y cantaba «mamá, eu quero, mamá, eu quero a chupeta».
A la señora Herminia le costaba mucho largarse: no podía disimular su curiosidad. Esta madam, que hablaba un catalán afrancesado o un francés catalanizado, según se mire, fue, en los años cuarenta, algo más que un personaje: fue una especie de institución. Era achaparrada, tenía el pelo rojo, de peluquería diaria, y siempre iba vestida con gasas de colores. Se contaba que tenía los años de la Biblia y que había corrido más que el Evangelio. Pero daba igual la edad, pues nadie pensaba en ella como mujer sino más bien como industria. En esto era única. Todo el mundo la conocía y la quería porque ella trataba a todos como si fueran de la familia; es decir: había creado una parentela multitudinaria, integrada por sus «niñas» y por un montón de clientes que pertenecían a todas las clases sociales. No es de extrañar: en una época y una historia de negociantes, ella tenía que serlo a la fuerza. Pero sabía disfrazar la búsqueda de la pela bajo un manto de ternura familiar que se perdió en el Barrio Chino desde que la autoridad prohibió las mancebías y dejó a las niñas en los bares y en las esquinas.
En cuanto la madam nos dejó solos, Llovet y yo empezamos a beber. Después de un momento de silencio, él sonrió y yo también y me preguntó cómo me iba la vida y yo dije que tirando. Rehusamos un champaña que él había pedido, sin duda para contentar a la Fanny, que era comisionista, y pedimos más vino de la casa y mucho café. Hubo otra pausa. Aprovechábamos para curiosear la habitación, bajo el tic-tac de un reloj muy pelma que no sé de dónde venía. Al oír sonar una hora que ya pertenecía al día siguiente, Llovet se animó y le dio la de charlar, porque volvió a preguntarme qué era de mi vida y entonces me decidí a ser sincero y dije que los negocios iban de lo peor. Y me preguntó las causas y yo me encogí de hombros.
—Los particulares, con ese coño de la crisis, no se hacen casas. Y mi padre no quiere trabajar para el Gobierno.
—¿No es de los nuestros tu padre?
—No los puede tragar. No es que sea rojo, no; a los rojos también los tenía atravesados…
—Qué pena, chico, porque si pudierais enchufaros en las obras del Ayuntamiento tendríais dinero para parar un tren…
—Sí, yo lo sé. Pero estando mi padre no cabe ni pensarlo. ¡Cago en su estampa! Acabaremos pidiendo limosna.
—¿Y tú?
—¿Yo, qué?
—¿Con cuál te casaste de todas aquellas chavalas que llevabas en la cartera…? —Y se echó a reír.
—Todavía conservo las fotos de todas, pero me casé con la Amèlia.
—Ya entonces era la que más te gustaba.
—Sí. ¿Dices que has hecho dinero? ¡Eso sí que es dar en el blanco!
—Una mierda, es. ¿Quieres más vino?
—Echa, echa. ¿Por qué una mierda?
—Porque lo es.
—¡Ah! Quieres decir por los remordimientos y todo eso…
—¡Estás cargado de historias! Ni remordimientos ni nada.
—Quien te entienda…
—Mira, yo no soy como tu padre. El dinero me gusta mucho. Lo necesito para vivir, ¿sabes? Y una pela sigue siendo una pela lo mismo ahora que cuando la República. Algo cambiada, pero pela a fin de cuentas.
—Pues no veo la mierda…
—Yo lo que quiero es subir. Cueste lo que cueste.
—Hablas como mi mujer. No me extraña. Me acuerdo perfectamente de cuando estudiabas. ¿Verdad que trabajabas de electricista para ganar dinero y poderte pagar…?
Por la ventana entraba un vientecillo fresco; se adivinaba en él una salobridad de mar. Llovet volvió la cabeza, me enseñó una barriga que antes no tenía y, en seguida, me dijo con cierta brusquedad:
—Yo no pienso detenerme, Ximet. Me casé con la niña del Ensanche. ¿Recuerdas que te enseñé su retrato?
—¿Una que se llamaba Rosa?
—Ésa y no otra. La pulcrísima Rosa. Después de casados, me enteré de que en su casa no tenían ni una perra. Una familia muy fina, muy señora, ¿sabes?, con muchas amistades de postín y muchas pretensiones y el padre siempre traduciendo al catalán libros de clásicos griegos; pero de dote, ¡ni un real…! Y, encima, esos muertos de hambre no querían darme a su hija porque yo venía del pueblo y, según la cuñada más vieja (que tuvo el valor de decírmelo a la cara), tengo un aspecto muy paleto. Pues toma: ahora los hago pasar a todos por el tubo. Como he hecho dinero y tengo muchas influencias, todos vienen detrás de mí pidiéndome recomendaciones para un sobrino o que coloque a otro en Hacienda, y Emilio por aquí y Emilio por allí… Yo no he nacido en el Ensanche, pero empecé sin nada y he logrado levantar una empresa que cada día es más fuerte. Y ellos…, ¡ya pueden confitarse su Ensanche! Suerte que Rosa es una mujer que tiene bastante maña y sabe hacerlo todo; me escribe cosas a máquina, se encarga de vigilar a las obreras y hasta hubo una época, en que yo no podía pagar a los trabajadores, que ella llevaba los recados y los paquetes… ¡Que trabaje, que trabaje!
—¿Y sólo la quieres para eso?
—¡No seas animal! También la quiero para que llegado el momento me haga quedar bien delante de la buena sociedad. Eso es lo único que podrá hacer, pobrecilla, porque su famosa respetabilidad y la clásica educación la han estropeado ya para la vida…, ¿me entiendes, verdad?
—No demasiado. ¿De qué vida me hablas?
—Pues bien… ¿Te acuerdas más o menos de lo que hablamos una noche en la biblioteca del castillo, después del toque de queda?
(Evoco el yermo de La Mancha, comido por la luna llena, con el cielo plagado de estrellas que titilan. Y, mezclado a este recuerdo heroico, también llega hasta mí la vaharada de aquella otra noche putera, seca y con olor a meados en la calle.)
—Claro que me acuerdo. Fumábamos tabaco malo y teníamos que hablarnos al oído.
—¿Y no te acuerdas de lo que decíamos?
—Creo que sí. Veíamos el futuro como una victoria muy clara de los nacionales, y todos tus proyectos los hacías a partir de esta victoria.
—Pues no he cambiado ninguno de mis proyectos. Tal vez ha variado un poco la forma, la manera de llevarlos a cabo… Pero los proyectos siguen siendo los mismos: todavía los tengo aquí. —Se tocó la frente.
De la americana, que había ido a parar debajo del sofá, sacó una tarjeta. Impreso a tres colores estaba el emblema de la Editorial Llovet —un emblema pretenciosamente aristocrático, como un escudo medieval—, y debajo una dirección que ha ido cambiando muchas veces —siempre más hacia arriba de la ciudad— a medida que la empresa ha ido creciendo.
—El futuro, amigo Quadreny, será una prueba para nuestras ambiciones. Una guerra se gana, pero una posguerra puede ser una derrota. Y, al contrario, puede perderse una guerra y, después, al correr de los años, la derrota convertirse en una gran victoria. Todo es cuestión de ambiciones y nada más.
Y yo dije:
—¡Qué raro es todo! Mi mujer y mis hermanos también hablan como tú… y sin embargo yo no logro tener otra ambición que la de llegar a poseer un hogar tranquilo…
—… y muy cristiano, ¿verdad?
—¿Me estás tomando el pelo, chico? Pues sí: cristiano. Un hogar donde la mujer te espere cada noche y los hijos crezcan, pero no se marchen nunca de nuestro lado; y un negocito que no dé preocupaciones excesivas y produzca lo justo para ir tirando. Es decir, que yo no soy nada ambicioso y a vosotros parece que se os esté comiendo la ambición…
Me puso más vino. Comenté que acabaríamos trompas, pero me lo bebí.
—Escúchame, Quadreny: vivimos en una sociedad desorganizada y ahora hay un régimen que quiere organizarla. Quedan puestos libres y se acerca una lucha muy fuerte para ocuparlos. Hasta ahora nos hemos ocultado detrás de caretas muy bien hechas, pero a partir de ahora las caretas empezarán a caer. Créeme, habrá muchos mordiscos, e incluso por parte de muchos a quienes nunca habrías creído capaces de morder. ¿Y qué quieres? El que sepa morder más fuerte, subirá más, y el que sea tan idiota como para presentar la otra mejilla (que serán muy pocos, te lo digo yo), éste se quedará abajo. Todo eso he empezado a experimentarlo yo mismo, dentro de mí, ¿sabes?, y a partir de esta experiencia puedo hablar con conocimiento de causa y establecer una regla. No tengo más que contarte esto: para iniciar dignamente mis publicaciones traduje unos libros de temática existencialista que, no sé si estás enterado, es la gran moda de París. Pensé que traducciones de este tipo podrían ser muy útiles a la gente interesada. Por otra parte, estaba convencido de que la cultura del país lo necesitaba. Pues bien, no me lo autorizó la censura. ¡Paciencia, chico!, pienso. Después, insisto con una antología de textos de Voltaire. También se la cargan. Y entonces, ¿sabes lo que hago? Me digo: chico, ya basta de presentar la otra mejilla, si te descuidas te van a dejar desmejillado. Me entero de la lista de autores non gratos: es tan extensa que incluye a la mayor parte de la cultura contemporánea e incluso a muchos clásicos. Escribo a Nueva York para que me envíen un montón de catálogos. ¡Los temas no pueden ser más rentables! Hay una criolla orgullosa que desprecia a un aventurero, el cual, después de trescientas páginas de novela, llega a montar una plantación de cacao o de algodón o de no sé qué. En seguida viene la guerra de Secesión, unas escenas de amor un poco verdes, los hijos que crecen y un final feliz que gusta a todo el mundo… Venga, pues: ¡a enriquecer las bibliotecas del país, que por algo soy editor! Y no tengo que decirte que quien se ha enriquecido he sido yo. Este año vuelvo a escribir a Nueva York: mientras no sea nada realista, mientras respetemos a Dios y no se metan en política ni haya ideas avanzadas ni nada por el estilo, enviadme lo que podáis… Aquí lo tienes, querido público: un marinero musculoso y una delicada lady inglesa se encuentran en una isla del Pacífico. Se aman con una pasión volcánica. Pero ella está casada. ¡El drama! Un poco de descripciones psicológicas. Al final, claro, la lady volverá a Londres con su marido. Y al día siguiente, las señoras bien irán a Rigat expresamente para recomendarse la novela. ¿Me creerás si te digo que los libros me los quitan de las manos? Siete ediciones en tres meses. La primera, agotada en diez días. ¿Quién dice que en este país la gente no lee?
—Pero eso es como…, es como si dijéramos renegar de tus principios…
Él sonreía y me miraba con sorna. Cruzó las piernas mientras chupaba un buen puro.
—Los principios pásatelos por donde mejor te convenga. Además, yo no he hecho otra cosa que seguir la corriente, que no es exactamente lo mismo que perder los principios. Primero: yo los principios me los guardo para mí solito; segundo: hoy en día lo que vale de verdad son las lágrimas de cocodrilo, lo demás son cuentos. Tú espera, y ya verás que todo pasa tal como digo…
Llovet ya no era el joven de mirada brillante que me habló de una sociedad donde todos fuéramos iguales; habían pasado siete años desde aquella noche de mayo en el castillo de retaguardia. Hasta la mirada la tenía diferente: ahora era oscura, hundida. Sólo verlo, y uno se ponía nervioso, como si estuviera dispuesto a atacar. Imponía, porque ni tiempo tenías de adivinar cómo se comportaría. Era ya una gran ave de rapiña.
—Así que eso es lo que nos espera —murmuré, sólo por decir algo.
—No: eso es lo que ya tenemos.
—Y supongo que nos exigirá renuncias…
—No. Sólo aceptaciones. Lo que tienes que hacer es dejarte llevar. Y a pesar de todo, puedes seguir siendo tú mismo…
Y el porvenir inició un naufragio hacia la isla que debía nacer de Llovet. Una isla nueva, no sé si mejor o peor que la de antes, pero, por lo menos, diferente. Era lo que toda reforma comportaba, incluso antes de definirse como buena o como mala. Ante todo, el derribo de las formas de vida anteriores y, poco a poco, el emplazamiento y el fortalecimiento de los nuevos sistemas. Sí: más adelante ya tendríamos tiempo para mejorar o empeorar la situación, pero por el momento necesitábamos que algo, cualquier cosa, ocupase el lugar que había quedado vacío. Y dije:
—Todo eso está muy bien. Pero ya me dirás quién es el guapo que convence a mi padre.
—Sois cuatro jóvenes. ¿Qué puede un viejo contra vosotros?
—Todo. Él es el alma del negocio, la fuerza que lo impulsa. Y es una fuerza que necesitamos. Éste es su poder: que nos movemos gracias a él.
—Pero vosotros no pensáis como él…
—Eso es otro asunto. El caso es que… no podemos rebelarnos. No nos atrevemos, ¿sabes?
—¡Qué tontería! ¡Tú colabora, chico, que te va el pan en ello! Mira: yo, a pesar de las ideas que tengo, he publicado una colección de divulgación religiosa y otra didáctica, para los colegios, que explica a los niños los preceptos de la Falange…, ¡todo con mucho nihil obstat! ¿Que no estoy de acuerdo con todo eso? ¡Lo mismo da! Mi mujer me ha dado un hijo. El día de mañana, Jordi tendrá un fortunón. Yo lo estoy levantando. Él lo terminará.
La madam entró de repente dando gritos, con aquella vocecita tan divertida de soprano borracha: «¡Ya está bien de secretos! ¡Alegría, chicos, que lo que sobran son penas!». (Y entonces ni siquiera se me hubiera ocurrido imaginar que la señora Herminia, cuando le cerraran la casa, compraría una peluquería de lujo en la parte alta y que, además, pondría sucursales en Madrid, en Torremolinos y hasta en la Costa del Sol, y saldría retratada al lado de los artistas de cine y marqueses y duques, y bailarines de flamenco que todo el mundo conocía porque no paraban de salir en las revistas de cotilleo.) Al tintineo de la quincalla que colgaba del cuello y los brazos de Madam Herminia, se unieron las voces de las niñas, tan estridentes como la madraza; y fueron a mezclarse con las bocinas de un embotellamiento de coches en el Carrer Nou y los llantos de la Maruja, que se despedía de sus compañeras y de los clientes de más confianza. Llovet y yo nos unimos a aquella masa de carne y seda y tules que formaban entre todas, y ellas venga llorar. La Maruja me tiraba de los pelos y se metía mi cabeza entre los pechos y decía que me quería mucho y no me olvidaría nunca. Las otras niñas iban descorchando botellas de champaña mientras Llovet gritaba: «¡Hoy pago yo! ¡Todo a mi cuenta!»; y la señora Herminia aplaudía a rabiar y decía que, mira por dónde, la fiesta le saldría gratis.
Fue llegando más gente que yo nunca había visto: caras que no volví a ver nunca más o tal vez nos encontramos y no nos dijimos nada porque, como decía la Amèlia, mañana nadie querría acordarse de lo de hoy, y pecados y pecadillos quedarían bien escondidos, aparentemente olvidados, nada comprometedores. Diez minutos después, la habitación estaba de bote en bote y nos teníamos que agarrar los unos a los otros y todo se tambaleaba y las mesitas moras de la señora Herminia (recuerdo de aquel moro al que habían fusilado por violar menores cuando los nacionales entraron en Nonaspe) rodaban por el suelo y el champaña corría por la alfombra de dibujos medio borrados y que, sin duda, debió de haber conocido una época muy brillante. Y hasta vinieron Juanita la Cachonda y Mariquilla Terremoto, dos chicos que alternaban en Gambrinus y habían sido muy famosos antes de la guerra, cuando se desnudaban en el escenario de La Criolla, en una época cada vez más lejana que había iluminado las noches inolvidables de nuestra ciudad picara y canalla: un tiempo oscurecido ahora por la crisis, los muertos y todo lo demás. Así pues, la habitación se llenó de carcajadas, cuerpos que saltaban mientras la Xini cantaba un danzón de estar por casa, el cual iba a mezclarse con los chillidos de una borracha que, espatarrada, se restregaba contra el suelo, allí donde había más champaña derramado. Juanita la Cachonda comenzó a escabullirse gritando «¡Que se escoña la marica!», y todo el mundo caía encima de la alfombra y la Lupe se rociaba el sexo con champaña y vino tinto y venga reírse y todos bien restregados. La madam se desgañitaba llorando, pero aún le quedaban ganas de jolgorio, porque aunque era tan gorda —en el milieu la llamaban Madam Ballena—, se me echó encima sin avisar haciendo un estrépito parecido a una bomba y por poco se le cae la peluca. Volvimos a levantarnos uno a uno y siguió el homenaje a la Maruja, que no paraba de llorar. Yo las besaba a todas con mucha ternura, pobrecillas niñas sin mañana o, por lo menos, con un mañana inseguro; ellas seguían la juerga, armando gresca y sin dejar de beber ni perder la calma, bien vigiladas por la sabiduría de la señora Herminia, que presumía de tener las niñas más correctas y educadas de todo el Barrio Chino; y, mientras las vigilaba, iba gritando que nos quería mucho a todos, niñas y clientes. Y Llovet berreó: «¡Viva la vida! ¡Si esto es la guerra…!». Y yo le contesté: «Esto no es la guerra, tonto. ¡Es la paz!»; y venga carcajadas y la señora Herminia que gime: «¡Ay, que se me va la Maruja, que se me va!», y la Lupe se recostaba en aquel montón de gasas rojas (alguien le había dicho a la señora Herminia que las gasas excitan y por eso siempre iba vestida como una espía de la guerra del catorce) y la propia Fanny, la Mimí y la Adelita formaban un coro lastimero que gritaba: «Le quedamos nosotras, Madam Herminia, nosotras no la dejaremos nunca…»; pero no valían consuelos porque la señora Herminia seguía gimiendo: «Pero a ella puede decirse que la he criado… ¡Si es como si la hubiera parido! Ma petite Douce! !Pobrecita Maruja!», y la Maruja soltó un grito aterrador, desesperado, como si aquello de abandonar su existencia de reina del Barrio Chino equivaliera a dejar de vivir o de respirar, y con los brazos tendidos cayó encima de la madam, y las dos lloraban estrepitosamente, empapadas de todo lo que habían llegado a beber: «Escríbenos, palomita, escríbenos pronto…»; y la Maruja estrechó aquel tonel con tanta violencia que se oyó el crujido de un corsé reventado. «¡Claro que escribiré! ¡En cuanto llegue…! ¡Os escribiré mucho y os vendré a ver!», y la madam otra vez: «Ven a vernos, hijita… Ma fille, ma vraie fille! ¡Ven a vernos!»; y la Maruja la besuqueaba todavía con más fuerza que antes: «¡Mamaíta mía! Sí: ¡la única que he tenido! ¡Madre!»; y todos llorábamos a lágrima viva y una desgraciada de Trujillo exclamó: «¡Si algún día llegas a cantar en el Liceo, acuérdate de mandarnos un palco!»; y las botellas iban vaciándose y se rompían vasos y al final hacíamos tanto ruido que subió el sereno a ver qué pasaba, porque la gente hasta se paraba delante de la puerta, y la madam exclamó: «Se nos va la Maruja, señor Pere… Se nos va a Ibiza, a hacer de estrella de la canción…»; y el señor Pere dijo: «Lástima de chica, con lo honrada que era…»; y la señora Herminia no sólo le dio la razón sino que pidió a la Maruja que nos cantara algo como despedida, y todo el mundo se quedó callado y la Maruja bramó:
Dolça Catalunya, patria del meu cor
Quan de tu s’allunya, d’anyorança es mor…
… y todo el mundo lloraba y la Maruja acabó de enternecerse y convidó al señor Pere a un traguito, y él le dio un beso a la chica —que llevaba un traje sastre muy serio y austero—, y como en la calle los vecinos batían palmas en señal de protesta, el señor Pere dijo: «¡Que os jodan!»; y un torbellino de recuerdos empezó a caer sobre la habitación de cortinas rojas con dibujos chinos, de butacas con dragones imperiales, de biombos y toda clase de antigüedades orientales de las de a duro la docena. Y al fondo de aquel decorado de colorines se veía la ventana, abierta de par en par sobre la noche barcelonesa, y más allá estaban las paredes de la calle, agujereadas por tiros de la guerra, manchadas con una sangre que ya era vieja, que era preciso borrar de una vez. Pero ahora, al recordarlo, todo rezuma una especie de olor a orín y colonia barata, sin sangre, sin tiros, sin heroísmos…
Las cosas pudieron cambiar a fuerza de tira y afloja. Conseguí reunir a la familia sin que se enterase nuestro padre (mis hermanos y nuestras mujeres y Augusteta y su marido) y les metí en la mollera que teníamos que convencer al viejo de que se dejara de historias y se diera cuenta de que íbamos de cabeza a la ruina («Pensad que yo espero otro hijo; y el dinero no cae del cielo», dijo la Verònica. Y la Amèlia, socarrona: «Yo hace dos años que te lo digo: si no te pones tú a trabajar, ya te puedes ir acostumbrando a pasar hambre, que lo que es por nuestros hombres…»), y en resumidas cuentas todos estábamos convencidos de antemano, y lo único que teníamos que hacer era animar a nuestro padre o irnos a otra empresa. Entonces lo llamamos y él vino al comedor, con su pecera, y al oír nuestras razones entornó los ojos y, mientras daba de comer a los pececitos rojos, dijo: «Haced lo que queráis. Yo ya no quiero saber nada del negocio». Así pues, a partir de aquel momento la empresa comenzó a trepar rápidamente hacia la prosperidad, pero nuestro padre se encerró en sí mismo; desde entonces no volvió a dar órdenes, se desentendió del trabajo, sólo buscaba la compañía de los obreros más antiguos, aquellos con los que había fundado el negocio treinta años atrás. Hablaba con ellos un rato, a la hora de desayunar o bien cuando el carajillo de los mediodías. Se paseaba en silencio por las casas que levantábamos nosotros, que cada vez eran más altas e importantes (o bien por las ruinas de la guerra, que teníamos que limpiar para edificar casas nuevas). Nuestra obra era como una victoria rotunda sobre las casitas de un piso, con su huertecito adyacente, que él había construido cuando era el dueño; pero nunca más, desde aquella noche de los pececitos, hizo el más pequeño comentario sobre la marcha del negocio. A veces, cojo y muy canoso, solía agarrar una pala y se ponía a ayudar a López o a Codonys, que siempre habían trabajado con él. Pero lo hacía como con nostalgia de volver a una juventud que tal vez añoraba. Ni siquiera reaccionó airadamente (como temíamos) el día que Carles decidió despedir a los obreros más viejos, porque ahora necesitábamos brazos fuertes, de aquellos que llegaban a montones del sur de España. Pero los viejecitos venían aún a charlar con nuestro padre —formaban un grupito en su rincón de la tienda— y a mí me daban tanta lástima que volví a contratar a tres o cuatro para llevar recados por la ciudad. Les daba doscientas pesetas cada quince días, y ellos me lo agradecían tanto que casi me lamían los pies.
Después, cuando Sebastià, fugitivo, vino con el ex arditore italiano a pedir que le ayudáramos, mi padre se enterneció mucho y hasta se echó a llorar, y dijo que no podía hacer con su hijo lo que su padre había hecho con él cuando se fue a Inglaterra. Quería ayudar a Sebastià, pero mis hermanos se opusieron enérgicamente: «Ahora que estamos tan bien relacionados con las autoridades, sólo faltaría que supieran que tenemos un hermano rojo». Y yo dije: «Podríamos esconderlo unos días en el pueblo; que las cosas, desde tan lejos, no se saben»; y me entraban ganas de llorar porque me acordaba de cuando Sebastià se ponía a leer aquellos librotes y yo me acercaba para pedirle que me hiciera una pajarita de papel y él me la hacía. Quiero decir que mi padre y yo queríamos ayudarlo, esconderlo, que no se fuera para siempre; pero ni Carles ni el otro querían; ni tampoco mi madre, que decía que su hijo era un criminal de guerra y había pecado contra Dios, y que a hombres como él no se les podía acoger de ninguna manera porque aún serían capaces de volver a armar otro jaleo como el del treinta y seis. Y Sebastià sólo pudo dormir una noche en casa, que mi padre pasó en vela, y tuvo que marcharse temprano, mientras todos estábamos en el trabajo. Se fue Dios sabe adónde, barbudo y tan esmirriado que parecía un muerto en vida, con un rosario que, aunque él no creía en esas cosas, le dio la Amèlia (Amèlia quería de verdad a Sebastià, y cuando era joven lo escuchaba con la boca abierta y yo sentía celos). Al día siguiente, cuando la policía vino a preguntar si lo habíamos visto, padre dijo que no sabíamos nada de él desde la guerra, pero que un vecino digno de todo crédito nos había dicho que lo había visto muerto. Pero el policía debía de saber que no estaba muerto, y nos habló de una cárcel y decía que Sebastià y un comunista de Florencia se habían escapado de ella, y que los dos eran más peligrosos que un perro rabioso. Y mi padre, desde aquel día, se quedó sentadito en su mecedora mirando a su alrededor como atontado y murmurando a veces: «Sebastià debe de estar muy desengañado de su familia… ¡Tiene que estarlo mucho!».
Conté a Amèlia mi conversación con Llovet (pero ocultando el lugar y la circunstancia de nuestro encuentro) y ella en seguida decidió que debíamos cultivar aquella amistad porque podía convenimos mucho. Hablaba del porvenir y de las influencias y las relaciones sociales y de una serie de cosas que tenía metidas en la cabeza desde hacía tiempo, creo que desde aquel maldito día en que se empeñó en hacer el bachillerato. Cogió tal perra, que no tuve otro remedio que llamar a Llovet y quedar para salir con las dos esposas; una víspera de Año Nuevo, creo que era. Fuimos al Bagdad, un cabaret que hacía esquina con el Paralelo y el Carrer Nou y tenía la forma de un palacio moro (entonces estaba muy de moda todo lo que se pareciera algo a las películas en colores de Las Mil y una Noches; después, no mucho después, vinieron los ritmos sudamericanos, moda que dio lugar a otro cabaret que se llamó Río). Para un acontecimiento tan especial, la Amèlia se hizo ella misma un traje de noche y un abrigo de aquellos muy anchos, con cuello de patas. Empleó dos semanas y tuvo que velar cinco o seis noches porque, además, tenía que doblar papel y hacer fajas, que el trabajo es el trabajo y no puede dejarse así como así. Hay que decir que supo aprovechar muy requetebién el abrigo y el vestido, porque después les dio la vuelta dos veces, y con un añadido aquí y otro allí, hizo que le duraran tres años más.
¡Y qué lujosa estaba con aquel brillo de alegría recobrada, reina de la mesa como si fuera la única señora de verdad en todo Rigat! (porque primero fuimos a cenar a Rigat, que estaba lleno de riqueza reciente y dinero a pala hecho en pocos años). Yo nunca hubiera creído que aquella moza que sabía moverse de aquella manera tan cachonda pudiera ser, además, una mujer elegantísima, capaz de colocarse al mismo nivel que Rosa Capell de Llovet, que era del Ensanche, y entonces eso de ser del Ensanche aún significaba algo.
Se hicieron muy amigas y se llamaban todos los días para ir juntas al cine, a ver escaparates o a merendar al Navarra (por eso Amèlia había tenido que comprarse un sombrero con velo y todo, y entonces comimos lentejas tres semanas seguidas, porque mi jornal no daba para tanto). Con dos meses de frecuentar el Navarra, el Oro del Rhin y el Salón Rosa, la Amèlia y la Llovet ya conocían a todas las damas que iban a cotillear mientras sus maridos se deslomaban trabajando. A la tía de la Amèlia le tocó vigilar a los niños, que ya iban a colegio, y la pobre mujer tenía que combinar los niños con el trabajo de la casa, al mismo tiempo que atendía la panadería. Y todo porque la Amèlia siempre tenía una cita para ir a jugar a cartas (yo no acababa de acostumbrarme a eso de que mi mujer jugara como un carretero) y a tomar el té con las amigas y al teatro y todo eso. Sin embargo, por las noches tenía que volver a la máquina de coser, y a mí me extrañaba muchísimo que la Llovet y las demás señoronas no sospecharan que la Amèlia, tan elegante cuando estaba con ellas, se volvía sucia y mal hablada al llegar a casa y que, además, se ponía a trabajar como una bestia.
De todo eso vino el aislamiento. Porque se aisló de tal manera que la tuve perdida durante más de diez años, y cuando quise recuperarla, ella estaba tan arriba, en una cima tan inalcanzable, que era ya imposible tratarla con aquella superioridad que yo gastaba en los primeros años de matrimonio: yo, que había sido su rey, tuve, a partir de entonces, que arrodillarme y suplicarle desde lejos, como si fuera una diosa. Ahora que se había vuelto elegante, aún era más guapa y apetecible que antes; pero, por otro lado, me trataba con tanta frialdad que lo nuestro, aquel amor del Tibidabo, apenas parecía algo más que una pequeña amistad en la que a veces, y como por sorpresa, entraba una ráfaga de deseo.
Pero no sólo ella había cambiado. El mundo llevaba también camino de ser muy diferente. Con el final de los años cuarenta acabaron también las restricciones eléctricas y, más adelante, el obrero comenzó a beneficiarse de un montón de ventajas (pagas extraordinarias, puntos familiares, el retiro) y los que salimos más perjudicados fuimos los amos; y a partir de unos momentos muy acojonantes, de horizontalidad pasiva, el porvenir comenzó a anunciarse como una línea que ascendía más y más. A partir de 1953, en que comenzaron a venir muchos turistas, puede decirse que empezamos a funcionar de verdad. Nosotros trabajábamos mucho para el Gobierno, y nos encargaban trabajos de una magnificencia y una importancia que nunca nos hubiéramos atrevido a soñar. Al agrandarse el negocio fue liándose la cosa de la organización, de manera que necesitábamos una administración más sólida y por tanto más complicada. Así nació el sistema que a la larga llegaría a ocupar el lugar del taller como fuente de ingresos: me refiero a la oficina entendida como centro del negocio, en una medida que rechazaba cada vez más la improvisación, ya que exigía el orden y la frialdad de las cuentas. Y huelga decir que a partir de la prosperidad se impuso la idea de que Bruno y Carlitus —cualesquiera que fuesen sus inclinaciones y sus deseos— serían los continuadores de nuestra potencia recién nacida. Y si era necesario que renunciaran a la pintura, a los libros, a la música o a la poesía, nadie tenía que titubear en el momento de llevarlos hacia este sacrificio: lo harían, del mismo modo que cinco niños se habían visto obligados a hacerlo, años atrás, tal como nuestro nombre exigía; como lo exigía la continuidad, el precio que había que pagar, desde hacía muchas generaciones, para dar supervivencia, a pesar de cualquier cambio político, a nuestro gran sueño económico…
Las mujeres Quadreny siempre han sido muy piadosas. Tanto lo eran, que habían fundado una cofradía, llamada de la Santa Milagrosa, que se encargaba de dejar en las casas del barrio, y durante dos días, la imagen de una santa desconocida encontrada, el siglo pasado, en unas ruinas del norte de África. La leyenda de esta imagen —la trajo un soldado que volvía de Marruecos y se la vendió por dos pesetas al mosén del barrio— decía que se trataba de una joven romana que había escapado de una persecución contra los cristianos y al barco debió de tragárselo la mar y ella, nadando, debió de llegar a África, y entonces, al ver que había salvado la vida, se arrepintió de haber huido del martirio y se le apareció san Pablo, que le dijo: «Yo también opinaba como tú, pero lo pensé dos veces y di la vida por Cristo»; y, mira por dónde, la chica, deslumbrada por la luz del cielo, regresó a Roma y se dejó crucificar completamente desnuda en medio del Coliseo, y mientras agonizaba iba cayéndole una lluvia de flores y violetas que acabó cubriéndole todo el cuerpo y por eso era santa (después, un arqueólogo que se enteró de la existencia de la imagen dio mucho dinero a mosén Joan, porque decía que aquello era una imagen cartaginesa muy valiosa, que representaba a una concubina del faraón Aníbal o tal vez del otro, de aquel que fundó Barcelona; pero las mujeres Quadreny, antes de que llegara el arqueólogo de marras, pagaban una cantidad semanal para poder tener la imagen en la tienda y ponerle flores y encenderle una lámpara, y al cabo de dos días venía la señora Cinteta del veintiséis y se la llevaba, porque los sábados y domingos le tocaba a ella; y en la ceremonia de llevársela, nos decía: «Ave María, hermana: vengo a buscar la bendición para mi hogar», y mi madre contestaba: «la bendición que nos ha llegado del cielo te la pasamos de buen grado»); y aquella cofradía, que al principio era muy privada, se hizo muy famosa y se afiliaron a ella tantas personas, que al final nos pasamos tres y cuatro semanas sin poder tener la imagen en casa. Pero cuando nos tocaba, nos reuníamos toda la familia alrededor de la urna y mi madre pasaba el rosario por los difuntos (porque ella siempre fue una especie de mediadora entre los muertos y Dios Nuestro Señor), de manera que ganamos un montón de indulgencias plenarias y estoy seguro de que gracias a aquellas veladas el negocio prosperó, porque nunca había funcionado tan bien como desde que entró la santa en nuestra casa. Por eso siempre hemos dado gracias a Dios por el día feliz en que nos la mandó.
La Santa Milagrosa hasta curaba enfermedades; pero a Carlitus, pobrecillo, no pudo curarle nada. Y es que hay cosas que parece que Dios no las quiere. Él sabrá por qué, en su infinita sabiduría. Nosotros, sin embargo, íbamos probando, porque dicen que por probar nada se pierde. Es decir, que toda la familia, menos el gamberro de Bruno, que tenía ya el diablo en el cuerpo y en lugar de rezar por su hermanito se iba a leer tebeos a un rincón, nos reuníamos alrededor de la santa y, mientras rezábamos, madre pasaba un pañuelito por el cristal de la urna y después por las piernas de Carlitus, que ya empezaba a andar. Y decía madre: «Reza, niño, reza, que nosotros no podemos hacerlo todo»; y Carlitus, pobrecillo, rezaba con los ojos cerrados, para concentrarse mejor, y a mí se me caían las lágrimas al verlo tan devoto, y la Amèlia, que en el fondo era buena, también se conmovía. Y hasta la Verònica nos acompañaba, y acariciaba la cara de mi mujer y le decía: «No te preocupes, Mèlia, que Nuestro Señor te lo curará…» Otra vez, mi madre y la mujer de Pau llevaron a Carlitus al Cementerio Viejo, a rezar en la tumba del Santito, que según había dicho la señora Anita de la lechería también hacía milagros, aunque de los pequeños. Carlitus, como sacrificio, tuvo que ir descalzo todo el camino de subida al cementerio y, una vez arriba, tumbarse sobre la tumba del difunto el tiempo justo de recitar un credo y tres avemarías. El Santito era un niño barcelonés que había muerto consumidito por una enfermedad desconocida, y corría la voz de que estaba bendecido por las Llagas Gloriosas de Nuestro Señor, que yo todavía no sabía que las llagas bendijesen. Siempre había mujeres que llevaban a sus hijos enfermos a la tumba de aquella criatura milagrosa, que decían que había llegado a realizar tres curaciones. Pero a Carlitus nos lo curó un médico suizo, que se lo llevamos cuando ya fuimos ricos, aprovechando un viaje que hicimos a Ginebra para dejar allí un poco de capital, no fuera a cambiar la tortilla otra vez y volviéramos a encontrarnos con una mano delante y otra detrás. Ahora bien, como un año antes de eso tía Matilda y mi madre llevaron a Carlitus a Lourdes y lo bañaron en la Cueva de la Virgen, siempre me ha quedado la duda de si a Carlitus me lo medio curó el médico suizo o la Virgen Santísima; pero estas cosas nunca llegas a saberlas y de todos modos siempre tiene algo que ver Nuestro Señor; quiero decir que todo ayuda, porque todo es el resultado de su divina omnipotencia. (De paso querría decir que Carlitus ya era digno de Dios desde muy pequeñito. Una vez, volviendo de París, Amèlia quiso ir a ver a Sebastià, que era director literario de una editorial comunista. Carlitus, al ver a su tío, le escupió a la cara —así, tal como lo digo— porque sabía que era ateo y malo.) En fin, que con Carlitus medio curado y el negocio marchando viento en popa, la paz volvió a nuestra casa y no nos quejábamos y empezábamos a ser muy felices.
Todo el mundo sabía que Víctor se había enriquecido a partir de la famosa estafa del banco. Yo había visto ya tantas cosas de ese tipo, que la caída de mi amigo más honrado ni siquiera me extrañó. Ni tampoco le retiré el saludo después de eso, porque, como decían la Amèlia y Llovet, estábamos destinados a encontrarnos en el Liceo, en la tribuna del Barça y hasta en los negocios (yo tendría que tratar directamente con Víctor, porque inmediatamente después de la gran estafa lo nombraron director, que era lo que nadie se explicaba); así pues, la actitud más prudente era hacer como quien no sabe nada de los tejemanejes de los demás, y dejar que cada uno amontonara el dinero de la forma que más le conviniera.
Víctor y su mujer, que a partir de la estafa se compró un abrigo nuevo y dejó de ser la mujer del cuadro, fueron los primeros de nuestros amigos de juventud que dejaron la calle. Eso no quiere decir que nos separáramos completamente, ya que Amèlia iba muchas veces a casa de Lluïsa —a quien todas las amigas nuevas llamaban Lulú— y salían juntas a conocer gente de postín. Además, Bruno y Carlitus iban a jugar a los jardincillos de los ricos con las niñas de Lluïsa, que tenían una nurse. A veces también iba la Amèlia y se sentaba en un banco, con otras señoras de la situación que hacían calceta y cotilleaban mientras vigilaban a los niños y a las criadas: la querían mucho y la invitaban a fiestas y guateques y pronto la nombraron postulante de la Campaña de la Cruz Roja y de la Lucha contra el Cáncer. Hay que decir que el cambio de Víctor, como el de tantos compañeros de juventud, no había sido una distancia colocada entre dos pedacitos de tiempo: dos pasados iguales y dos presentes enriquecidos, con cosas que había que silenciar. No éramos jóvenes ni atolondrados como antes, pero la amistad, tan antigua, se había visto fortalecida por una serie de conveniencias nuevas, de ambiciones sin disfraz, que necesitábamos para no interrumpir nuestro progreso y el del mundo.
Pero Víctor ya no volvió a ser tan alegre y animado ni a decir aquellas tonterías vulgares que tenían tanta gracia, ni a gastar bromas a todo el mundo (camareros, taxistas, obreros), sino que se convirtió en un hombre serio que hablaba en castellano y se hacía tratar de don. También era inútil que decidiéramos salir todos los amigos de la calle y echar una cana al aire como las de antes de la guerra: el mundo había dado un giro perturbador, y eso no podíamos arreglarlo ni con la diversión de salir a pegársela a las esposas.
Las canas al aire tampoco podían ser como antes: les faltaba aquel saborcillo a relación familiar, a fechoría hogareña, que comportaba la antigua costumbre de encontrarnos algunos amigos en la casa de la señora Herminia y escuchar detalles de su juventud, que ella solía contarnos mientras esperábamos que la Maruja, la Lupe o la Chini se desocuparan. Una «cana al aire» pasaba a tener el significado, único y bestial, del desahogo físico sin ninguna clase de compañerismo, de alquilar cualquier buscona en plena calle y darle cincuenta duritos y subir a un meublé de los de humedad en las paredes y radio que nunca funcionaba (ni falta que hacía, si bien se mira). Aquel ambiente entrañable de las casas de furcias, que siempre sabían dar al pecado un tono como de chascarrillo amistoso, quedaba definitivamente alejado de nuestras diversiones de ricachos. Lo sustituía la venta de la mujer por callejones sombríos, por los bares infectos, repletos de marinos que hablaban una lengua de patos. Esas zorras que se ganaban el jornal gracias a los dólares nuevos y a los restregones de los uniformes inmaculados, no tenían nada que ver con nuestro amor hacia la furcia de su casa, que antes solía ser amable, confidente, escuchadora, y daba una especie de consuelo, casi de monja, que se le agradecía como una bendición. También aquellas niñas de la señora Herminia, o las de Madam Petit, fueron envejeciendo poco a poco y, aunque algunas lograron abrirse paso en la vida, las más se pudrieron en un hospital o en cualquier cuartucho desvencijado de los barrios bajos…, no sé…, ya no volví a verlas nunca más, pobrecillas mías…
Definitivamente, el mundo era otro. Ahora todo se limitaba a meter a cinco amigos en un coche y coger la pancarta de «Visca el Barça» y seguir al equipo a Zaragoza y emborracharse en algún bar del Tubo mientras unas chicas, de aquellas que llamaban «modernas», contemplaban con resignación nuestras barrigas hinchadas, los cabellos ya encanecidos, tal vez caídos, y sin embargo podridos de dinero. O también aquello de ir a Madrid para asuntos administrativos (porque todo nos lo administraban en Madrid) y alquilar una furcia fina de Chicote, de aquellas que tienen aire de modelo publicitaria o de condesa venida a menos, y pasearla por la Gran Vía, bajo la luminaria aplastante de ciudad que va creciendo. Y hacerse una fotografía con la furcia de lujo sentados a una mesa de Riscal o del restaurante caro que ella ha elegido; y después, al llegar a casa, enseñar la fotografía a los amigos para que vean que aún se te levanta.
Tal vez al darme cuenta de los cambios que se habían producido dentro de mí y en todo lo que me rodeaba, fue cuando recordé que Amèlia había estado allí todo el tiempo. Pero tuve que comprender que ella también había cambiado y que ya no se le podían exigir las mismas cosas que antes. En primer lugar, porque ya no éramos jóvenes; después, porque ella ya no significaba únicamente una ofrenda de sexo. Los años le habían dado la imagen magnífica del esplendor que siempre había deseado tener. Creada sobre las ruinas de aquella moza del barrio, cambiada de tal manera que parecía como si la hubiesen parido espléndida por naturaleza y nunca pudiera ser otra cosa, todos sus actos se habían convertido en una proyección de la ambición que siempre la había carcomido por dentro. Y ahora pienso que a pesar de mi éxito en el mundo de los negocios, a pesar de todo el dinero que había logrado juntar, yo sólo era un pobre joven granado, un hombre que envejecía condenado al fracaso y a la melancolía, mientras que ella era la única triunfadora de verdad. En aquel mundo donde nada era igual que antes, donde política, economía y hasta religión habían sufrido tantos cambios, ella no sólo no había renunciado a ser la Amèlia de siempre, sino que había sabido hacerse excepcional a fuerza solamente de perfeccionar una personalidad dada. Y pienso que aunque el dinero no hubiese llegado tan aprisa, ella hubiese sabido triunfar lo mismo, porque llevaba el espíritu de los vencedores.
Con su desarrollo fue creciendo su originalidad con respecto a los demás miembros de la familia y hasta en relación con aquellas mujeres tan elegantes que se habían convertido en su nuevo círculo de amigas. Por otra parte no era una originalidad debida a la forma de vestir, saber escoger un bolso conveniente o decir las cosas con determinado acento castellano; era una originalidad que procedía de su falta de moral. Todo el amor que un día había sentido hacia mí, supo convertirlo en algo corrompido, en una especie de venta que no puedo comentar sin estremecerme. Ya no era hembra de cama. Se refinó tantísimo que llegó a dominar todos sus sentimientos, todos sus deseos, y aprendió a frenar cualquier reacción que pudiera colocarla nuevamente a merced de mi deseo o de mi albedrío de macho rey. Se volvió calculadora, matemática, conocedora de que un beso en el cuello o en la oreja podía provocarme una reacción determinada, y que abandonarse en un gesto o claudicar bajo mis exigencias era capaz de aumentar o disminuir sus posibilidades de influencia sobre mí. Total: se volvió comerciante de su cuerpo y estableció unos horarios y unas reglas de comportamiento como si no tuviera ganas de hacer el amor o bien quisiera hacérselo cotizar…
Pero yo no podía seguirla, porque empezaba a quererla como quería a mi madre y a Augusteta: con aquel amor único, exclusivo, mediante el cual ella y las mujeres de mi familia se diferenciaban de las demás mujeres. Y tampoco se trataba de la intimidad erótica de los primeros meses de matrimonio, que se habían parecido tanto a las veladas con las niñas de la señora Herminia, sino que era una adoración completamente nueva, distanciada y temerosa, respetuosa por primera vez en mi vida; rota muchas veces por unos celos muy fuertes, que todo el mundo consideraba absurdos y sin fundamento real, pero que me mordían y herían…
La primera chispa de esos celos se encendió por culpa de un escritor de novelas para mujeres (y era más alto y más moreno que yo) que encontramos en un baile de Piñata, en Rigat, y que ya habíamos encontrado otras dos veces: una en el piso de Llovet —adonde el «novelero» había ido con su mujer— y otra en el Liceo. Los celos estallaron porque tantos encuentros me parecían demasiado casuales y, sobre todo, porque en el baile de Piñata él y la Amèlia bailaron un par de veces muy apretados, mejilla contra mejilla, y eso, la verdad, es algo que ningún hombre puede ni debe tolerar; porque si bien es cierto que yo tengo la manga muy ancha, también exijo, por lo menos, que nadie toque mis derechos de macho. Y ante comportamientos de este tipo, se me enciende la sangre, me cabreo la mar y me entran ganas de matar a la Amèlia y de llevarme su cadáver a un lugar aislado donde sólo me pertenezca a mí y, bastante menos, a mis hijos. Pero insisto en que ese deseo de acapararla ya no era sólo aquella obsesión loca de desnudarla y estrecharla con fuerza contra mi pecho; era que ya estaba harto de tenerla delante de mí, leyendo aquellos libros que leía o bien ordenando cosas a las criadas —que las traía locas—, y hasta daría diez años de mi vida para poder volver a aquel tiempo en que ella estaba a mi lado, cosiendo y escuchando el radioteatro, mientras su tía hacía el arroz y yo dibujaba trenes para los niños; lograr, pues, que todos los elementos que integran nuestra vida actual desaparecieran y los dos pudiéramos ser tan jóvenes como para ir haciendo proyectos que sólo comprendiesen a un chico muy rubio y a una chica dulce y tierna: la Amèlia de antes de la guerra. Quiero decir proyectos nuevamente nuestros, que comprendieran un futuro de capacidades antiguas, de muchas cosas que aún tendríamos fuerzas de pedir a la vida…
Al novelista (que usaba un pseudónimo de lo más cursi: Sergio de Montreux) nos lo encontramos en el palco de la Llovet, en el Liceo. Nuestros abonos eran siempre un lío de bigote, porque unas veces ocupábamos nuestras butacas de platea y otras íbamos invitados al palco de Llovet o de alguna amiga de Amèlia (al principio no conocíamos a nadie en el Liceo, y tardamos por lo menos un par de años en trabar conocimientos, porque ya se sabe que, en la ópera, la gente que ha ido toda la vida no se trata con los abonados de un día; pero cuando nos dimos cuenta de que había mucho tendero enriquecido como nosotros, nos decidimos a integrarnos en algún grupito de los llamados «de calidad», y los entreactos fueron siendo más divertidos porque, al menos, podíamos charlar y no teníamos que quedarnos tiesos en la butaca procurando no dormirnos, que resultaba tan ridículo). Quiero decir que siempre íbamos de un palco a otro y por eso es fácil que me arme un lío y resulte que al «novelero» lo encontráramos en el palco de Merceditas Roig o bien en el de Falita Raventós i de Montdegranota y su hermano Papín Raventós i de Montdegranota, dos supervivientes de alguna guerra carlista de quienes se decía que más que hermanos parecían marido y mujer, porque siempre iban juntos y vivían en un mismo chalet de Sant Gervasi —de aquellos de los de antes, con bosque y todo— y llegó a ser muy comentado, por una persona que lo sabía de muy buena tinta —debía de estar muy introducida esa persona—, que hasta dormían en una misma cama. Los Montdegranota —y el hermano iba tan maquillado y tenía la cara tan arrugada como su hermana— recibían en su casa a todo el que se había hecho rico, del modo que fuera, y en sus famosos cogollitos decidían a quién debía conservarse y sabían captarlo y por eso siempre estaban de moda. A la Amèlia la adoraban porque decían que era el no va más de la sofisticación y que sabía estar como nadie y que ¡hay que ver cómo sabe decir! y siempre acababan recordando a los invitados que honraba a la mujer catalana otorgando a Teresa la Bien Plantada un charme très parisienne que habría enlluernado al mismísimo Beau Brummell. Debió de ser en el salón de música del chalet de los Raventós i de Montdegranota donde volvimos a toparnos con el «novelero» y yo lo traté con mucha grosería (¡como me salió de las narices, rediez!) y al mirar a mi alrededor tenía la impresión de que los invitados me trataban de cornudo y eso, claro, es una cosa que yo no podía aceptar de ninguna manera. Y cuando estuvimos en casa —ya vivíamos en el piso nuevo— hice una escena de celos tremenda y la Amèlia me endilgó un montón de insultos y «¡Qué te has creído! ¡Si vuelves a insinuar una cosa tan baja, lo primero que tengo a mano te irá a la cabeza!», y venga a defenderse con eso de que era una esposa cristiana y qué me había creído. Pero fui yo quien perdió la serenidad; me eché a llorar porque acababa de descubrir que ella, para defenderse, hablaba de su honradez, pero nunca de su amor hacia mí; y lloraba sólo para lograr que ella me abrazara y murmurase con mucha ternura: «No es verdad, no; yo te quiero, Xim, todo sigue como antes; todo es como aquella tarde del Tibidabo». Pero estas palabras no le salían, y yo seguía llorando porque a pesar de nuestra vida en común y de los dos hijos que me había dado, yo sabía que la había perdido; y no porque tuviera un amante, o dos, o tres, sino simplemente por eso: porque la sentía perdida, lejos de mí…
Y entonces me arrodillé y me abracé a sus piernas gimiendo: «¿Qué te pasa, Amèlia? ¿Qué tienes? ¿Cómo te has vuelto?»; pero ella no me contestaba, se limitaba a quitarse el vestido de ir al Liceo y se quedaba con la ropa interior, finísima, muy cara, sostenes y bragas de puntillas negras y ligas floridas rojas, como de fresca de París; y se dejó caer en la cama mirándome con una mezcla de rencor y de reto que, yo lo sabía perfectamente, era su expresión de deseo. Entonces, ella me iba desnudando y murmuraba: «Estás echando mucha barriga. Tendrías que ir a un gimnasio»; y me besuqueaba el cuello sin decir nada más, y un día exclamó: «¡Cuántos años han pasado, Xim…, cuántos años!»; y se me ofrecía y me estimulaba.
Pero aquella noche no me sentí tentado y tuvo que pasar mucho tiempo antes de que volviera a desearla. Era como si su carne no pudiera hacerme feliz de nuevo hasta el momento en que su espíritu, su alma, su amor volvieran a pertenecerme enteramente…
Como todos los años, después de la temporada de ballet, la Feria de Muestras y los exámenes de los chicos, volvimos a Sitges. Como un reflujo muy agradable, que nos resultaba ya familiar, volvió la corriente entrañable de las noches junto a otros matrimonios, las mañanas de pesca en el espigón de la iglesia, la siesta en las horas más fuertes del sol, el paseo bajo el fresco crepúsculo marinero. Formábamos una colonia muy tranquila, donde todo el mundo se respetaba y saludaba; una colonia de gente nuestra que había logrado acostumbrarse mutuamente durante tres meses de veraneo, cuando las oleadas de turismo todavía no habían estropeado el pueblo. Era, a otro nivel, una prolongación de nuestra calle: una colectividad que habíamos creado a fuerza de trabajo y en la que no admitíamos intrusos. El recuerdo de los toldos de la playa me parece confirmarlo. Eran tres hileras muy confidenciales, alquiladas para dos o tres meses, bajo las que nuestras mujeres hacían ganchillo, reunidas en grupos, mientras esperaban que las criadas bajaran a avisarles de que la comida estaba lista. Era un edén que habíamos ganado a pulso, un paraíso que estábamos organizando como premio a nuestros sinsabores en este valle de lágrimas. Nuestra subordinación a la pesadez de los negocios quedaba recompensada por aquella paz veraniega que sólo nos pertenecía a nosotros y a nuestros hijos. Y yo, que pasaba la semana trabajando en Barcelona, sabía que al subir el sábado encontraría a Amèlia esperándome en la estación y que pasaríamos el fin de semana disfrutando de toda la paz del mundo: pescando, durmiendo, yendo a bailar a Olivia, teniendo a Amèlia a mi lado, más guapa que nunca, de morenaza que la había puesto el sol…
En aquel paraíso que yo había querido ganar para ella, la Amèlia terminó, definitivamente, su escalada social. Alternaba con todo el mundo y todo el mundo quería ser amigo suyo, porque sabía hablar con una finura increíble, establecía formas de conducta de acuerdo con todo lo que era más moderno, y, en fin, iba siempre al último grito. Le bastaron un par de veranos para llegar a ser conocida, envidiada y su amistad codiciada por todas las mujeres de la colonia. Llegó a ser tan popular, que mi madre tuvo que decirme: «A tu mujer se le han metido demasiados pájaros en la cabeza, Joaquim», y la tía Matilda, que estaba sentada en una mecedora al otro lado del césped y se secaba el sudor de la cara con un pañuelito mojado de lavanda, dijo: «Tiene toda la razón, señora Pilar. Y parece que los años le hayan quitado el poco juicio que tenía…», con cuya opinión no estaba de acuerdo mi madre: «Perdone que le lleve la contraria, señora Matilda; pero la Amèlia, cuando se casó, era muy juiciosa… y preciso es reconocer que lo que ella ha tenido que hacer para sacar adelante un hogar cristiano y dos criaturitas, en una época como la que pasamos, hay muy pocas mujeres que…» «En eso también tiene usted razón —dijo entonces la tía Matilda—; dirías que Dios la apretaba más de la cuenta, pobre hija mía, con la maldición de esa criatura medio inválida y el poco dinero que tenía para poder llevarla a un médico bueno…», y mi madre insistió en lo que había querido decir antes: «Es la maldición de ahora la que me da miedo, porque es una maldición espiritual, de las que pueden perder a una esposa cristiana. La frivolidad, para entendernos…», y Verònica, que hacía ganchillo debajo de un parasol (a Verònica no la invitaban a ninguna fiesta, porque decían que era muy paleta, y Amèlia, que en Sitges lo podía todo, tenía que interceder para que aceptaran en sociedad a la cuñada, aun hablando el castellano tan mal como lo hablaba), intervino diciendo: «Yo, mamá, bendeciría esta casa con agua de los mercedarios…», y yo repliqué que, si bien se miraba, no me parecía que la cosa fuera tan grave. Pero tía Matilda insistió: «¡Sí que lo es! Porque así, tal como van las cosas, usted no es feliz, Joaquim, ni ella tampoco; y siempre están inquietos y ahora que van de cara a la vejez tienen que pensar que les tocará vivir siempre juntos y ayudarse uno a otro, que para eso se casaron…», y en seguida miró a mi madre, porque tía Matilda, cuando decía algo, siempre buscaba la aprobación de mi madre, no fuera a meter la pata. Entonces decidimos que, al llegar a Barcelona, iría yo a la iglesia de Belén a buscar agua bendita, y la subiría el sábado para rociar la casa y sacar los demonios de la frivolidad que llevaban a Amèlia por tan mal camino. También decidimos hacer una novena a la Virgen de Siracusa, que aquel año se llevaba mucho porque lloraba y una lágrima de Virgen tiene que ser algo muy serio, con lo cual le tenía yo mucha devoción. Pero aunque sólo fuera a misa una vez por semana, yo tenía fe en varios santos y había tres o cuatro a los que rezaba muchas veces para que no nos faltara el trabajo o para que Bruno sacase buenas notas en el colegio o para que Amèlia me quisiera como antes y, sobre todo, para que hicieran andar a Carlitus como si fuera normal del todo. Hay que decir que a partir de mis hijos empezó una nueva etapa de mi vida, una etapa en que me parecía que me sentía revivir. Porque mi amor y mi esperanza hacia mis dos hijos eran muy grandes, era la misma clase de amor que siempre había sentido por las mujeres de mi familia y por mis hermanos y mi padre y mi madre y hasta por la Amèlia, a partir del momento en que la tuve muy perdida; y también Bruno y Carlitus eran como un gran sueño interminable, como aquel otro, que nunca he olvidado, de llegar a ser pianista del cine Diorama en la plaza del Buensuceso…
Pero reconozco que nunca logré que Bruno me quisiera como Carlitus. Se parecía mucho a su madre, Bruno; y hasta me atrevería a decir que tenía cosas de Sebastià, de manera que parecía haber salido clavado a los dos. Con Carlitus era distinto. Desde el principio, cuando todavía era muy pequeño, Carlitus fue más un compañero que un hijo. Después, a medida que fue creciendo, le gustaban las mismas cosas que a mí y podía llevármelo al fútbol y a pescar y a ver películas del Oeste; es decir, a hacer todas aquellas cosas que a mí me volvían loco y que a Bruno lo dejaban indiferente. Con Bruno, no sé cómo decirlo, nunca logré salvar las jerarquías. Me miraba de reojo, con una especie de temor o de timidez, siempre distanciado, sin que viera en él ningún deseo de dar calor a nuestras relaciones. Aquella criatura tan seca, siempre metida entre libros, me daba miedo desde la época en que vivíamos en la tienda de la tía Matilda. Recuerdo cuando se ponía de codos sobre la mesa de mármol, en la cocina, y pasaba horas y horas sin abrir la boca. Hacía los deberes de la escuela y, al acabarlos, se ponía a leer tebeos y novelas, y sólo de cuando en cuando levantaba los ojos y seguía los movimientos de Amèlia, con una expresión muy extraña, como si quisiera matarla. Yo no entendía nada: a veces parecía odiar a Amèlia y otras era como si la quisiera a ella más que a mí, más que a nadie en el mundo. Aquella mirada solitaria no me gustaba. No me gustaba nada.
Más adelante, durante los veranos de Sitges, Bruno seguía tan reservado y agresivo como antes, pero asustaba más, porque empezaba a ser mayor y me parecía que ya tenía una personalidad muy hecha y derecha. A veces tenía la sensación de asistir como espectador a un gran proceso de autodestrucción, del que él parecía muy complacido; era como si quisiera destruir dentro de sí todo aquello que nosotros considerábamos lo más importante del mundo. A través de este proceso, que, huelga decirlo, me dolía muchísimo, presentí que aquel adolescente mío, aquel chico que se hacía hombre demasiado aprisa, nunca había sido feliz. Muchas veces pienso que su amistad tan íntima con el hijo de Llovet le fue más perjudicial que beneficiosa, hasta el punto de alejarlo demasiado de todos nosotros que, al fin y al cabo, sólo ambicionábamos cierto bienestar económico, nada exagerado, y una existencia llana y sencilla. Además, Bruno nunca dio importancia al dinero, y pasaba el rato dibujando ataúdes de los que salían vampiros con pechos de mujer y miradas que parecían —¡qué cosa más rara!— la mirada de deseo de Amèlia. Eso de los vampiros y los monstruos solía dar mucho miedo a Carlitus, que era completamente feliz y siempre sonreía y nos llenaba a todos de alegría con sus juegos y su ilusión por llegar a andar como un niño normal. Y cuanto más pienso en él, más me extraña que desde tan pequeño pudiera estar tan cerca de la felicidad, esta felicidad que a pesar de cuantas enfermedades le tocó padecer, él supo traer a nuestra vida y que después, al morir él, ya no hemos vuelto a saber en qué consistía…
Y el mundo cambió todavía más, no sólo en sí mismo sino, sobre todo, en la gente. Las cosas acaso seguían siendo como antes; pero lo cierto es que nadie miraba directamente a los demás por miedo a encontrar, en los ojos de todos, el vacío de los años que habían pasado, lo único que el tiempo había dejado en el lugar que ocupase nuestra fiesta de juventud.
Llovet compró la «Villa Azul» del paseo Marítimo y nosotros nos quedamos la «Villa Rosaura» de la avenida del Vinyet, que habíamos alquilado otros años. Estábamos cerca de la playa, olíamos el mar y la arena; y cuando las olas eran más fuertes que de costumbre, oíamos su estallido y podíamos imaginar que estábamos dentro de ellas. En Barcelona, mientras iba de oficina en oficina a la caza de nuevos contratos, disfrutaba pensando que el sábado podría ir a Sitges para aprovechar aquella felicidad tan bien ganada a lo largo de la semana. Pronto dejé de tomar el «tren de los maridos» y me acostumbré a subir en el coche de Llovet. Mientras tomábamos aquellas curvas tan espantosas de la costa de Garraf, solíamos hablar sobre temas aparentemente cruciales y decisivos, pero que, según nos había enseñado el tiempo, ya sólo eran cosas sin importancia de un porvenir asegurado y de una forma de pensar garantizada desde lo más alto de la nueva sociedad. Llovet no había cambiado tanto como yo creía: hundida en un pozo de muchas claudicaciones, conservaba una probabilidad pequeña e imposible, tal vez su antigua necesidad de protesta. Todavía se permitía el lujo de hablar de personalidad preservada.
Una tarde del mes de agosto (último día de agosto, jornadas de Fiesta Mayor, calles más alborotadas que de costumbre, muchas luces y ruido) pescábamos Llovet, Serrat y yo en uno de los rinconcitos que forman como curvas en las rocas que sostienen la mole de la iglesia. Las cañas se sostenían solas. Una hilera de pescadores (era el concurso de la Fiesta Mayor) salía de la punta del espigón y llegaba hasta el Cau Ferrat. No podía haber nada más grato, nada que pudiera parecerse más a la gloria. Desde allí veía, como a vista de pájaro, todo nuestro paraíso. Sobre la arena de las playas roídas por el sol, había una hilera de puntitos negros, la aglomeración típica de los días festivos. Entonces, dejé la caña cebada y fui a dar una vuelta por la plaza de la iglesia. Desde aquella plataforma tan elevada se dominaba la visión de todo aquel gentío. Y ahora tenía que preguntarme quiénes eran, dónde habían estado durante el tiempo que duró mi lucha, mi triunfo; cómo habían podido ir saliendo de la guerra, de la paz; gracias a qué oportunidades. Los triunfadores económicos habíamos creado una capa muy densa que situamos en medio de otras dos capas de las que nada sabíamos. Vivíamos dirigidos, administrados por la capa que sólo cabía entrever levantando la vista y, al mismo tiempo, dirigíamos los destinos de aquella otra capa, oscura y desconocida, que se extendía debajo de nosotros. Y era muy curioso saber que estábamos tan cerca los unos de los otros, pero que, sin embargo, permanecíamos distanciadísimos; que todos actuábamos como por acciones reflejas debidas a Dios sabe qué impulso misterioso, al tiempo que provocábamos una corriente que se perdía sin lograr una comunicación real. Surgidos todos de un instante catastrófico que nos clavó los brazos a ambos lados del cuerpo y nos obligó a caminar quiérase o no, habíamos mordido, escupido, devorado todo lo que se nos había puesto por delante, y, a fin de cuentas, para llegar solamente a formar esa triple capa de reflejos condicionados que nos impulsaban hacia un bien común y no conocido, sólo presentido en las promesas del porvenir. Para aquel gentío que pululaba en las playas de Sitges, el interés principal había sido el engrandecimiento del país o, mejor dicho, el logro de un bienestar general; pero ¿cuáles eran los resultados? De hecho, todos luchamos, pero había muchos, muchísimos, que no tuvieron la misma suerte que nosotros. ¿Tal vez no habían arañado con la suficiente fuerza? Evidentemente sí: habían arañado de firme y se habían deslomado trabajando, pero, al final del camino, ellos quedaban debajo y nosotros estábamos en la cumbre. Era algo que no acababa de entender. Los contemplaba, apoyado en la barandilla de la plaza de la iglesia, y al ver cómo se movían en aquel instante de evasión, único que podían permitirse en una semana de trabajo —los domingos, Sitges se llenaba de gente de Barcelona, que sólo subían por un día y entonces nuestras mujeres no querían bajar a la playa porque decían que estaba lleno de horteras y gente de medio pelo—, al verlos de aquella manera, me parecían contentos y hasta felices. Las tres capas económicas, y además las tres generaciones diferentes, que formaban aquella mañana soleada, avanzaban conmigo hacia la realización del ciclo común (una sociedad nuestra que, inevitablemente, abarcaba a todo el mundo aunque no a todos de la misma manera), y esta visión me devolvió a las preguntas y las respuestas, a las no-preguntas y a las no-respuestas, de aquella noche extraordinaria en que la Maruja se despidió de los clientes y conocidos de la mancebía de la señora Herminia sin presentir que, después de ser vocalista, acabaría casándose con un estraperlista riquísimo y sería dueña de varios bloques de casas en Benidorm…
Y así, en esta sociedad, la Amèlia y yo íbamos envejeciendo. Lo cual no significa que no nos divirtiésemos. Al contrario. Íbamos con mucha frecuencia a París, a ver películas fuertes de las que no llegaban desde que había terminado la guerra, y a dar una vuelta por cabarets y strip-tease y comprar diapositivas de mujeres desnudas para enseñar a las amistades cuando venían a tomar café en el piso nuevo. Claro que no todo terminaba en París. Otras veces íbamos a Italia o a la Semana Santa sevillana. Un verano traía otros veranos y, además, el invierno también podía ser divertido. Corrió la voz de que en Andorra vendían cosas más baratas y más modernas que en Barcelona, y a Andorra corrimos, a comprar nailon y cafeteras y muchas cosas de ésas de las que Amèlia nunca tenía bastante. También íbamos mucho a Perpiñán, que es como entrar en otro mundo, aunque está tan cerca de Barcelona. Cuando Grace Kelly se casó con aquel príncipe de Montecarlo, a la Amèlia y a Rosa Llovet se les metió en la cabeza ir a ver la boda, y allí fueron acompañadas por el cursi de Jordi Llovet, que el pobrecillo ya no tenía remedio y estas cosas de princesas y artistas de cine y los vestidos que llevaban le hacían perder el tino. Un par de años antes, el mismo de nuestro veraneo con Verònica y sus niñas (y Amèlia dijo que nunca más volvería a meter en casa a nadie de la familia), aquel año, pues, Jordi se peinó hacia adelante, como aquel artista que se llamaba Marlon Brando, y no hay que decir la pinta que tenía. Como yo había observado ya algunas mariconaditas del niño, aconsejé a su padre que no lo dejara salir tanto con Arturu y aquel modista que le animaba a ser pintor. Aun gustándome tan poco como me gustaba aquel Jordi rubito y medio niña, prefería que él y Bruno salieran solos o con otros chicos y chicas (nunca iban con mujeres, y eso me daba miedo) en lugar de tratar con Arturu y el modista, que ya empezaban a ser demasiado conocidos por las porquerías que llegaban a hacer en las noches locas de Sitges. A pesar de todo, Jordi tenía algunas cosas que me gustaban: ya entonces manejaba admirablemente el lápiz, y pocas veces he visto a nadie que supiera captar con tanto gusto los colores de las callejas de Sitges (que a veces son románticas y otras parecen moras) como él lo hacía cuando empezó a pintar al óleo. De esta manía de la pintura, Llovet decía que tal vez sí estaba bien, pero que desde el punto de vista práctico no servía para nada, porque lo que interesaba de verdad era que tenía que ser el heredero de la editorial, y todos sabemos que con esas cosas de los negocios uno no puede andarse con bromas. Pero yo, sólo con ver aquellos cuadritos tan bonitos que hacía Jordi (aunque después los hizo medio abstractos y a mí esta pintura nunca ha acabado de convencerme) ya pensé que de cara al negocio no sacaríamos nada bueno de él. Claro que eso no podías decírselo a Llovet; pero yo lo comentaba con Amèlia, y ella me daba la razón y decía: «Pues mira: si les sale un buen pintor, tampoco perderían mucho». Es decir, que Jordi, aunque fuera tan afeminado, tenía, por lo menos, la posibilidad de ser artista. Pero mi Bruno carecía de talento artístico y ni siquiera la influencia del otro logró despertarle una mínima voluntad creadora. Le tiraba la filosofía, al tonto, la política y la Historia, y yo lo contemplaba con una especie de desilusión muy grande que me costaba ocultar; veía que iba creciendo gris y sin otra aspiración que ir aprobando cursos, sin decidirse a seguir un camino concreto para el día de mañana. Porque si se negaba a seguir el negocio de la familia, como el tarado de Jordi, por lo menos me hubiera gustado descubrir que tenía una vocación por algo definido, algo práctico que lo apartara de aquel montón de libros que no conducía a nada positivo. Y una tarde, cuando él todavía tenía catorce años, tuvimos un choque.
—A ver, gandul: si tú no sigues el negocio, ¿qué haremos de él cuando yo muera?
—Que mamá lo venda —dijo—. Le darán mucho dinero.
—¿Y cuando se termine el dinero?
Él y Jordi estaban haciendo un rompecabezas (¡los dibujos eran todavía de Bambi y el conejito!) y el tono de mi voz debía de ser muy airado, porque Jordi me miraba asustadísimo. Pero Bruno no apartaba la vista del juego.
—Cuando yo tenía tu edad, ya sabía qué quería ser. Ya estaba bien seguro.
—Me consta —dijo Bruno—. Querías ser pianista. Estabas bien decidido. Pon el pedazo de árbol, Jordi.
—No lo tengo —decía el otro.
—Pues ya podrías empezar a decidirte —insistía yo.
—Búscalo, porque has de tenerlo. ¿Decidirme a qué, papá?
—A saber qué serás el día de mañana. Vamos a ver: ¿qué has pensado estudiar cuando termines el bachillerato?
—Lo que vosotros queráis.
—Pues yo no lo tengo —decía el otro bobo.
—Búscalo bien, puñeta.
—Eso no se dice, niño —dijo tía Matilda, que estaba leyendo junto a los geranios.
—Lo que nosotros queramos, no: lo que quieras tú.
—No sé… Sí, chico: lo tenía yo. Perdona. Ahora dame un pedazo de conejo… Tal vez me gustaría ser arqueólogo, papá.
—¿Arqueólogo? Éstos no ganan ni un duro…
—O a lo mejor… bueno, acaso trapecista… ¿Tú qué serías, Carlitus?
Carlitus se arrastraba por el suelo. Jugaba a los indios con los niños del chalet de al lado.
—Yo quiero ser torero —dijo Carlitus.
—Muy buena idea: ¿verdad, Jordi? ¿Te gustaría que yo fuera torero, papá?
Yo empezaba a cabrearme. Di un puñetazo en la mesa y saltaron todas las fichas del rompecabezas. Gritaba. Carles y Verònica, que a pesar de lo que había dicho Amèlia habían venido con Augusta y Enric a pasar una semana en el chaletito, salieron asustados. Él en pijama, porque era la hora de la siesta. Ella con la bata a medio abrochar.
—¿Dónde está Amèlia? —pregunté.
Bruno me miraba como riéndose de mí, no sé exactamente por qué.
—Ha ido «con un señor», papá…
—Pero ¿qué os pasa? —preguntó Verònica, con expresión alerta, como siempre que se olía una situación incómoda—. ¿Qué tenéis?
—¡Me ha salido un hijo imbécil! ¡Eso pasa! ¡Que de este chico no sacaremos ningún partido!
También acudieron Enric y Augusteta. Enric se interesó por lo que Bruno había dicho o hecho y, antes de que se lo hubiera explicado del todo, le arreó un bofetón.
Bruno se levantó de repente y Jordi, al verle, se asustó tanto que fue a dar contra la pared. Pero Bruno sólo mostraba una rabia que era casi animal.
—¡Me iré! ¡Os juro que me escaparé de casa!
—Pero ¿qué dice, de qué habla este imbécil?
—¿Adónde quieres ir tú, mal educado? —gritó Enric, queriendo pegarle otra vez, porque le encantaba criar bien a todos los hijos menos al maricón del suyo.
—¡Adónde sea! ¡Ya estoy harto! ¡Os lo metéis donde os quepa vuestro dichoso negocio!
Tía Matilda y Augusta tuvieron que contenerlo, porque empezaba a dar patadas a todo lo que tenía delante, y hasta rompió dos macetas. Jordi lloraba como una mujer, pero Carlitus aplaudía, como si estuviera en el cine viendo una de indios. Bruno seguía gritando que se marcharía a la China o a América porque nosotros lo estábamos estropeando, y con nosotros sí que nunca llegaría a ser nadie, o qué sé yo lo que decía… Yo también gritaba, pero sus gritos acabaron tapando los míos —y entonces me di cuenta de que él era más joven— y Enric volvía a decir eso de «así no se habla a tus mayores» y en cuanto Bruno vio que quería darle otro cachete se desprendió de sus tías y echó a correr por detrás de los geranios, hacia el pozo, y no volvimos a verlo en toda la tarde. Como ya había pasado la hora de la siesta, acabamos comiendo sandía y jugando a la «Puta de Oros» todas las personas mayores. Pero yo, que no tenía ganas de naipes ni de nada, sólo pensaba en una época en que Carlitus y Bruno eran pequeños, cuando me gastaba la mitad del jornal para llevarlos a las atracciones del Paralelo y a la Feria de Muestras o a ver los monos del Parque. Y me acordaba de cuando entraba todas las noches en la habitación de las camitas gemelas y los contemplaba y sólo con verlos dormir comprendía lo diferentes que eran entre sí y que ninguno de los dos podría ser feliz con aquella especie de felicidad que nosotros habíamos creado después de la guerra: la que habíamos llegado a aprendernos de memoria, como una lección del Catecismo. Pero todo era un humo que huía muy, muy de prisa. Y hasta al Bruno de hacía un instante, el de los catorce años, lo sentía ya como si se hubiera ido, como si huyera de repente, sin esperar a realizarse. Y tal vez la imagen que conservo de él sea la de aquello que yo deseaba que llegara a ser, más que la imagen de lo que había sido realmente o de lo que fue después…
(Pero ¿qué crees saber de mí? ¿Qué podrías decir de mi soledad, de mi felicidad o mi egoísmo? ¡Si no sabías nada de todo eso! ¡Sólo gastabais amor para las enfermedades de Carlitus y para su felicidad santificada! Una felicidad no es únicamente el sentimiento de uno solo, pero la soledad únicamente nos pertenece a nosotros, y no hay nadie que nos ayude a superarla, como no sea nuestro egoísmo, profundo y necesario, de pedigüeños abandonados a su fiereza innata. ¿Qué llegasteis a saber de mí mientras lloraba bajo las sábanas bordadas con Mickey Mouse y aquella casa pequeñita de Minnie; mientras me angustiaba la idea de vuestro acto sexual desarrollándose al otro lado de la pared? No sabías nada de esto, de mí, nada de nada. Ni tampoco de Jordi, que me amaba y «nos» amaba mucho más de lo que nosotros llegamos siquiera a proyectar, a percibir, a esperar, desear, rehusar o envidiar, porque empezábamos por no ser capaces de figurarnos que pudiera existir tanto amor en una sola criatura barcelonesa. No era nada difícil amar a Carlitus por sus enfermedades, sus medias virtudes y aquella mirada que contenía tanta bondad; no era difícil, porque todo os predisponía a amarle, ya que la felicidad busca la felicidad y Carlitus sólo os molestó con sus desgracias casi divinas, pero concediendo la posibilidad de inspiraros el maldito pathos religioso, nunca con aquella indiferencia gris que yo sentía desde muy pequeño: una indiferencia vulgar, casi grosera, en la que nunca había ni protestas ni aceptaciones, sólo preguntas jamás proferidas, que únicamente actuaban como un manto muy espeso, destinado a impedir que la tristeza se fundiera de una vez. Avanzando hacia vuestra felicidad y vuestro amor. Ese manto que estabais dispuestos a romper, que me empujabais inútilmente a deshacer, gritando: «¡Ven, porque tenemos que vivir de ti; ven, que te curaremos, que te haremos entrar en la felicidad de Carlitus, en la bienaventuranza de los que van al cielo en días de luz, enterrados entre crisantemos y tulipanes, en una tumba escalonada que se oriente hacia el mar, hacia los jardines eternamente renovados de la Ciudad Celeste…!».)
Las noches todavía eran tibias, pero a veces, al romper el día, hacía bastante fresco y teníamos que poner una manta en la cama, y eso quería decir que el verano terminaba. Pasada la Fiesta Mayor, la colonia de veraneantes volvía los ojos hacia Barcelona, hacia los carteles que anunciaban las Fiestas de la Merced. Los trenes, con un servicio ya no tan continuado como en plena temporada, se llenaban de veraneantes que regresaban a la ciudad, otros se iban en coche, y en la playa —los días buenos eran pocos ya— la gente se despedía hasta otro año o hasta Barcelona, según hubieran hecho mucha amistad o no. («Ya nos llamaremos.» «Hemos de salir una noche con los Llutx y los Senillosa…» «Nosotros también tenemos el turno de los jueves en el Liceo…»)
Algo igual que el verano, Sitges inició la evolución hacia un desarrollo que ya excluía el de la colonia de «los de casa» y buscaba el escándalo y la licencia para satisfacer los puntos de gentuza que traía divisas y llegaba en grupos cada vez mayores. De los pacíficos baños estivales que habían visto crecer a nuestros hijos, sólo quedaron cuatro escurriduras de recuerdo: las playas se llenaron excesivamente, los precios del mercado aumentaron más del doble, comenzaron a edificar un sinfín de hoteles, bares y boutiques nuevos, y la gente del pueblo —que nosotros habíamos sabido siempre mantener a la debida distancia— prefirió rebajarse ante los turistas en lugar de retenernos a nosotros. La orgía venció a la tranquilidad, y el pueblo empezó a permitir madrugadas de griterío insoportable, de música y uisqui, de sexo por todas partes: un sexo desvergonzado que no respetaba nada, cuya sola mención inspiraba asco. El paseo Marítimo perdió su señorío de antes (el paseo de cada anochecer, saludando a todo el mundo) y se llenó de residencias para los vándalos que llegaban de fuera. Finalmente, nuestra colonia privada tuvo que ceder bajo el empuje indecente de los bikinis y las borracheras, los coches deportivos lanzados a cien por hora, las viejas millonarias tirándose a los jovencitos del pueblo y todo un alud de hombres maquillados como cocottes francesas y carcajadas y altavoces en medio de la calle y bares donde bailaban hombres con hombres y mujeres que parecían tíos, de manera que la sana alegría del verano de tres meses fue sustituida por el desenfreno libertino de los quince días de vacaciones, la paz sustituida por la ira de ver nacer un mundo en el que no podíamos tomar parte, porque quedaba lejano, inalcanzable, y sólo dejaba la puerta abierta a los más jóvenes, nuestros hijos, a quienes, por otra parte, había que salvar de tanta corrupción. Así llegó el momento en que nuestras esposas no pudieron tolerar esta podredumbre y se rebelaron en bloque y exclamaron: «¡Es que no se puede salir a la calle…!». «Pongámonos todas de acuerdo para ir a veranear a otro lugar de la costa…» «A mí me han dicho que en Port de la Selva.» «Pues los Vernet hablan de Platja d’Aro…»
Porque en Sitges ya no teníamos nada que hacer, nos lo habían robado, nuestro sueño quería sobrevivir más allá de toda corrupción y aceptó renunciar a lo que había sido uno de sus baluartes privilegiados. Así, nos desparramamos por otras playas siguiendo la costa, como si fuéramos piezas perdidas en un engranaje que se obstinaba en permanecer vivo; elementos aislados en vísperas de una desintegración definitiva que tenía que llegar un día u otro, del mismo modo que ya habría llegado la muerte de aquel esplendor breve como un rayo, fugaz como el verano, perdido como mis (ya) cincuenta años de vida…
El verano, el tiempo, el verano, la ciudad, el ardor de las calles sin apenas transeúntes, los oficinistas pegajosos de tanto sudar, los ventiladores alborotando el papelamen de las mesas, los tranvías sin ventanillas, la ciudad sin niños que griten al salir de los colegios, los mercados sin el guirigay de las criadas cachondas, los cines sin público o con poco público, las tiendas de cartel «Cerrado por vacaciones», siempre el ir y venir constante de la gente dentro y fuera de la ciudad pero sin quedarse; las calles, las avenidas, los callejones bochornosos que viven de la noche, una posibilidad de respiro en medio del calor, cuerpos que bullen en el colorido verde-negro-rojo-verde de la Rambla abigarrada, camisas despechugadas hasta abajo, chaquetas sobre los hombros, los primeros turistas con mambo variopinto y pantalones cortos y rojos como una quisquilla, los turistas que constituyen la atención de una muchedumbre alborotada que se abre al mundo; el marino negro de uniforme blanco, que masca goma, lleva porra, vigila a los compañeros borrachos y dice iiieeee, despertando la admiración de los niños que iban al cine; los niños que habían conocido a esos tipos viéndolos luchar contra la maldad de los japoneses y ahora los tenían aquí, al alcance de su embelesamiento, mientras ellos se embelesan con una mirada que va del muelle a la plaza de Cataluña y de aquí al muelle y vuelve a empezar iiieee; los tranvías que aún traquetean a ambos lados de la Rambla, donde tantas veces me dijo Amèlia que me amaba; la Rambla de espectadores silenciosos, repantigados en las sillas de madera y contemplando el devenir de nuestra gente mientras la fuentecilla encapillada emite un gluglú que no escuchamos, casi apagado bajo el trinar de miles de pájaros que habitan en las ramas de follaje verde celeste y la musiquilla del violinista ciego, sentado delante de un quiosco lleno de revistas que un día dijeron que habían ganado los nacionales y otro día que llegaban turistas y después, hoy mismo, que Cuba se ha vuelto comunista, y muchos edificios están agrandando mi ciudad que vuelve a vivir; ay, fiebre de verano de una Barcelona asustada de su propio crecimiento, ¿quién se acuerda hoy de que un día lloramos? Las ruinas todavía están, acaso detrás y al lado de la catedral queda alguna casa con las vigas y los paramentos en espera de los nuevos edificios que construiremos para hacer olvidar las bombas de antaño, ¿quién se acuerda de lo que nos ocurrió, de aquellos tres años, de todo aquello que no sé cómo coño pudo pasar?; ves las fiestas mayores como algo muy lejano, algo que no te pertenece, nunca más volverá a ser tuyo, se ha perdido en algún recodo de este remolino que no cesa; los entoldados del barrio, que albergaban aquellos cuerpecitos vestidos de muselina, cuerpos tiernos que ahora han sido cambiados por chicas ya no tan tiernas, lanzadas a bailes extravagantes, envueltas en faldas de nailon; pero todavía las vigila alguna madre que acaso fue mi pareja en la plaza del Sol y ahora desconfía de esos chicos que ya no son como nosotros, que sacan a bailar a sus niñas viviendo la misma alegría que nosotros tuvimos en las manos y dejamos escapar, que ellos tendrán que dejar escapar también muy pronto; es así, así, de un lado a otro, bajo serpentinas y confetis, guirnaldas de siete colores, puentes de flores y arcos de juguete que van de un balcón a otro y el viento los golpea sin piedad, colgajos que adornan esta calle de balcones que van pasando, que transcurren ante mí como el tiempo, a medida que avanzo, generaciones que huyen, danza ejecutada por el tiempo, lucha desesperada de las serpentinas y las guirnaldas y la música, vocerío amable de los vecinos que todo el año se han preocupado para lograr que la fiesta triunfe nuevamente, que la fiesta me envuelva otra vez, hoy, después de tantos años, mientras avanzo entre otras muchas calles, más callejuelas y más placitas que nos vieron ser jóvenes, avanzar de un lado a otro de nuestra Barcelona, de la montaña al mar y vuelta atrás, ¡sí, sí!, derecho hacia la montaña, tener que dejar el coche que has ganado con la posguerra y hacer el camino a pie porque las calles son demasiado estrechas y están abarrotadas de bailarines, sentir que esta fiesta te pertenece otra vez, que la vida todavía es esta fiesta y que existes en ella; vivir lo que viviste y ahora viven otros jóvenes, abandonarse a la corriente que te arrastra, un año y otro, tiempo tras tiempo, que te envuelve, te hunde, te obliga a mezclarte con la muchedumbre feliz, animada, que no conoce el tiempo o acaso todavía no, ya lo conocerá; levantas el brazo para pedir auxilio, pues la ola te lleva de un lado a otro de la calle aplastada por tantas guirnaldas que cuelgan de un balcón a otro, y te hunde entre el gentío siempre cambiante bajo un patrón de fiestas siempre iguales, las fiestas que comportan romper la olla, que un día rompiste tú y había caramelos y monedas de diez céntimos y padre te llevaba con Carles y Sebastià y Pauet y Guillem y Augusteta, y baile, baile, baile, no importa que sea tango o bolero, bugui-bugui o mambo o bien estos caníbales de rock-and-roll, no importa que las bocas de las guapazas ya no imiten a Joan Crawford como solía hacer la Tere, no importa nada, baile, serpentinas, confetis, ruido, orquesta buena en el entoldado y zarzuela en la plaza y las madres y las abuelas que un día fueron jóvenes y la noria, sube la noria, sube hacia arriba, se hundió de repente en el gran vacío del cielo, caes, ay, los terrados, casi chocaste, vuelve a subir, te lleva, te eleva, un escalofrío en el estómago y tienes ganas de gritar y el vértigo de las luces y los chillidos de la chica que llevabas al lado, Tere, guapa, Margarita, guapa, Trini, Amèlia, por fin has llegado, Amèlia, y el tiovivo, los niños ya no somos nosotros, ya ni siquiera son Bruno y Carlitus, desaparecen estos niños y ahora sí que tienes miedo y vuelves a correr persiguiendo tu juventud y hasta la infancia de tus hijos que ya están lejos y dirías que aún los llevas cogiditos de la mano, pero te das cuenta de que las manos se van haciendo grandes y las venas se hinchan y son fuertes, son manitas que han crecido y no volverán a cogerse al cerdito, al pingüino, al coche de bomberos del tiovivo de madera ni te pedirán cacahuetes para los monos del Parque, ni esperan la llegada de los Reyes, estos niños ya han aprendido a sonreír con la misma resignación que hay en tu sonrisa, son otros los que ahora piden un helado y aprenden a tirar al blanco en las tardes soleadas del Tibidabo, niños que de repente se dan cuenta de que la ciudad no es solamente un barrio u otro, sino una reunión de todos los barrios, que es una totalidad, este milagro ciudadano de los seres que se hermanan en busca de la montaña y del mar, el mar acariciando nuestros veranos cuando comenzábamos a dejarlos atrás; ¿qué cambió dentro de nosotros pero quedó igual en la ciudad, aunque la ciudad siguió creciendo hasta que las sombras de las casas nuevas taparon los barrios más viejos con su dominio punzante y las ruinas de la guerra desaparecieron completamente y nuestra sonrisa de porvenir incierto se desvaneció en tantas sobremesas del chalet de Sitges o de Port de la Selva?, ¿qué se hizo de todo eso mientras veíamos crecer a esos niños muertos, mientras los sentíamos muy dentro de nosotros y dejábamos de sentirnos a nosotros mismos…?
¿Por qué nos asesinó el tiempo, y nos robó los veranos, el tiempo, nos los robó…?
Ni siquiera al morir Carlitus volví a sentir a la Amèlia. Contemplábamos el ataúd abierto y la amada carita de cera donde empezaba ya a apuntar el bigote; pero nuestras miradas —que volvían a encontrarse al cabo de tanta historia— eran muy diferentes, se proyectaban aisladas mientras las manos sólo conseguían medio tocarse suavemente, sin nada que transmitirse. Los cirios se deshacían lentamente, y la habitación de las camitas gemelas, en el piso nuevo, no volvería a tener otro olor que no fuera el de la cera, otro brillo que no recordara el de la llama a punto de apagarse. Pero nosotros ya no mirábamos. Parecía el despertar de un sueño donde Carlitus hubiera sido una pesadilla, pequeña y maravillosa, de dolor y ternura. También el llanto de Amèlia era diferente del mío y sólo el estupor que inspira la muerte lograba unirnos.
Bruno pudo contar con el consuelo de Jordi, y ambos, acompañados por el modista, lloraban con una tristeza enorme, como sólo puede serlo la tristeza de los jóvenes ante la muerte de otro joven. Y sin embargo, tal vez no acababan de darse cuenta de lo que significaba la muerte de Carlitus. Yo sí lo sabía. Y desde entonces, la vida perdió aquel brillo maravilloso que, a pesar de las tragedias hogareñas, siempre había tenido.
Bruno buscó frases muy sonadas, de gran dama, y Jordi adoptaba posturas de película y la Amèlia, fuerte y dura, interpretó el papel de madre ejemplar que sabe resignarse y es felicitada por los médicos, los curas y las amistades a causa de su entereza. Pero yo, ¿qué?
No existe filosofía, arte oculto o religión, que pueda justificar la muerte, que le dé la menor razón de ser. La promesa de otra vida, más gloriosa si queréis, no sirve para aliviar esta parálisis que se apodera de uno de repente, que te extrae incluso los sentimientos inmediatos. Tienes que aprender que a partir del ataúd cerrado empieza de verdad el gran llanto de la vida, que todo lo demás ha sido un ensayo que te preparaba para perder, ahora, al hijo a quien querías más que a nada en el mundo. Después, la idea de Dios y su voluntad magnánima, la idea de que Dios se ha servido de esta muerte para castigar tus pecados, será una especie de bálsamo purificador que te la hará aceptar cristianamente; pero de momento hay que olvidar este terror que no acabas de comprender, la certeza de que puedes perder al hijo como antes perdiste al padre, como un día u otro has de perderte a ti mismo: sin saber exactamente en qué consiste la pérdida, sin comprender nada. No te sirven las lágrimas, no te sirven los gritos, no te sirve de puñetera mierda ese consuelo que quieren dar los demás. Aún no has tenido tiempo de buscar el consuelo divino, sólo sabes que hay que aceptarlo y basta. La soledad llega a ti sin remedio, y en cada amigo, que también llora por tu hijo, sólo encuentras una mirada de tiempo que pasa, de vidas que se escapan ineludiblemente hacia un fin seguro; y las sonrisas son débiles, pobre gente, implican su propia impotencia, su gran terror.
Porque cuando Carlitus ya estaba muerto, Amèlia y yo nos miramos desesperados, nos abrazamos con desesperación; y estábamos solos en el mundo, sin amarnos ya, y nos íbamos desnudando para ver si era posible revivir a nuestro hijo con un último acto de amor. Era como si estuviéramos copulando, todavía jóvenes y recién casados, encima de ese ataúd abierto, encima del cadáver de Carlitus, a la luz de los cirios, restregándonos llenos de esperanza por una nueva vida que naciese de aquel acto, estrechándonos como dos fieras salvajes, llorando y riendo en el cénit de nuestro placer nuevamente encontrado, procurando devolverlo a la vida con nuestro latido de sexo lleno de amor muy viejo, intentando preservar a todos con nuestra fogosidad. Y sólo él dominaba: sólo aquel cadáver, sobre el frío que nos había paralizado todo el cuerpo, que vencía nuestro deseo de calor vital y acababa imponiendo el latigazo decisivo de su muerte. Y no había tregua. Nos mirábamos, en el piso nuevo, lejos de aquel otro que había oído el griterío de nuestros niños; nos acordábamos de la habitación de las camitas gemelas, que ahora cerraríamos para siempre (o bien convertiríamos en cuarto de estudio de Bruno), y solamente lográbamos sentirnos viejos camaradas, soldados de una guerra más poderosa que nuestro albedrío, más fuerte que nuestra desesperanza imbécil, pisando los últimos farolillos rotos de una verbena lejana, mezclando con ellos los confetis, las serpentinas, las cancioncillas que habíamos ido recogiendo en la fiesta de antaño…
Y así día tras día, mientras el olvido aporta una paz muy extraña y Dios nos da resignación y uno se acostumbra a que la felicidad sea, todo lo más, un pobre anuncio de esa cosa horrible que es como una serpiente mala: la Muerte, que triunfa sobre la fiesta e incluso sobre el tiempo de recordar…