Aquel año moría la década de los cincuenta, y el camino que hasta entonces formaba una especie de pendiente, enroscada en rutas de laberinto, se hizo llano, recto, sin desviación posible. Una decena, y nosotros ya empezábamos a saberlo, era la medida que los mayores utilizaban para reconocer sus fracasos progresivos desde la primera infancia hasta la inútil senilidad del cuerpo; cada decena, implicando generaciones, estilos, modas, películas y cancioncillas que no tardaríamos en sustituir, era la medida justa, el fracaso consolador que contenía el bálsamo, tan trágico como dulce, de nuestras horas fugaces. Debo decir que, personalmente, no tuve conciencia de vivir en los años cincuenta hasta que hubieron pasado y, al terminarse, supe que también morían mis posibilidades de resistir al tiempo. La llegada de la nueva década me venció. Y así, a los pocos días de la noche de San Silvestre ya pude decir: «Recuerdo que en los primeros años cincuenta…»; o bien: «Ahora que los años cincuenta ya han terminado…» Las nuevas cadenas tenían un número bien definido y definitivo: un seis y un cero prolongados hacia un período de nuestra vida futura, que era un arcano y al mismo tiempo un terror.
Ya teníamos veinte años, y no era nada cómodo. Los días que nos quedaban por vivir se embarcaron en un vuelo frenético. El tiempo añadió un dos al seis, en lugar del cero, y el paisaje ciudadano se convirtió en otra de sus víctimas, pero también en algo muy nuestro; pasó a ser asunción total y voluntaria, gran pastiche de tiempos diversos, collage de siglos que nos habían precedido sólo para convertirse, más tarde, en identificación del tiempo con todas nuestras frustraciones. Y la ciudad ya no fue dulce cobijo de sueños infantiles, sino una especie de escenografía tortuosa hecha a posta para ambientar el gran amor de Jordi Llovet y un sarasa excesivamente idealizado. ¿Tendré que recordar que Bruno Quadreny accedió siempre a proteger mi «corrupción» con una elegancia que me atrevería a calificar como de gran libertino ilustrado? En todo caso, sé que lo hacía por amor a mí, y a través de su tolerancia llegué a comprender que habíamos conseguido pertenecernos mucho. Supongo que a partir de esta comprensión las grandes amistades se convierten en hermandades amorosas y el tiempo deja de existir. Por otra parte, nos llevábamos muy bien con Andreu. En un principio, quiero decir. A Bruno y a mí nos divertía seguir siendo niños y Andreu parecía siempre dispuesto a volver a serlo. Andreu y yo… ¡Oh, sí, qué aspecto tenía todo de chiste y drama a la vez! Chiste a causa de la búsqueda —que nos empeñábamos en forzar— de una absurda pureza reivindicadora; drama, por las presiones que empezaron a ejercer nuestros enemigos. Claro que lo que ellos no podrían aceptar era el hecho de que en nuestro asunto, aparentemente vicioso, la pureza triunfaba sobre la corrupción; y al hablar de enemigos incluyo tanto a la gente normal como a las amistades de Andreu —capitaneados por Arturu «la Marlene» y Rafael, «la Suzie Wong»—, pues ambos bandos acechaban el momento más adecuado para demostrarnos que la pureza y el derecho a administrarla sólo podían estar en sus manos.
(Pues bien, querido Jordi, tú nunca fuiste puro, sino indiferente al pecado o tal vez sublimador, que no es exactamente lo mismo. Pecabas por amor y era a causa del amor que te corrompías, pero eso no quiere decir que tu corrupción fuera menor que la de, por ejemplo, Ignacio «la Tutankamon». Pongamos que una cierta liberalidad, natural en mí, aceptase tu perversión pasando por alto muchos prejuicios; pero eso no significaba que me abstuviera de considerarte un pervertido. Sin divisiones, tan podrido como podías parecer a los otros testigos de este asunto que tú te empeñas en disfrazar de pureza. Sólo que yo te quería mucho y, en un sentido muy distinto, era también un amoral. Yo no me corrompí nunca, ni por amor ni por nada, pero permitía vuestra corrupción y, en el fondo, me gustaba, Era, como todo buen barcelonés, un corruptor pasivo.»)
Dos inviernos antes del 62 solíamos recorrer playas desiertas, decorados melancólicos, hechos a la medida de nuestras discusiones sobre temas que paladeábamos con fruición, considerándolos superiores: la existencia de Dios, las relaciones entre la apariencia y la voluntad subjetiva, o las posibilidades futuras de los «dos países», término que la oposición acababa de poner al día para referirse a la dualidad Cataluña-España. Entonces tú ya empezabas a ser un hueso difícil de roer, hinchado de ideas extrañas que hurtabas a escondidas, en las ediciones sudamericanas de tantos y tantos libros prohibidos en la mierda del franquismo. Andreu te contemplaba con una sonrisa triste, acaso resignada; solía pasarme el brazo por los hombros y yo me recostaba en su cuerpo, en la parte medieval de pueblecitos marineros, bajo un cielo que anunciaba lluvia. Nuestro trío no aceptaba los días de sol, las mañanas aparentemente gloriosas de primaveras superficiales. Buscábamos la tristeza de los paisajes solitarios, yermos de arena y agua sucia, telón de fondo sobre el cual proyectarnos a guisa de sombras cuidadosamente delimitadas que se recortaban, no sin contraluces favorecedores, contra las perspectivas obvias de los inviernos más tristes. Al igual que nuestros días de infancia, nos aferrábamos al invierno, pero ahora por motivos estéticos, pues nos habíamos descubierto mucho más decorativos en paisajes desolados que entre la exaltación de mil florecillas multicolores. Nos gustaba ser sombras, y a cada momento solíamos crear nuestra propia mise en scène a base de poner literatura en gestos, posturas y tonos de voz, hasta convenirnos en un prodigio de estética animada.
Nuestro trío era, ante todo, un producto de la soledad, de la cual tú y yo empezamos a buscar huida a través del arte, intuido a medias como una especie de terreno muy vasto y lleno de caminos que conducían a un universo sublimador del que entonces nos rodeaba. Pero bastó que llegaran Carlota Munié, Narcís Llaudó y, más adelante, Cristina (aunque tú ya nos habías dejado de lado a Andreu y a mí por Silvia, el catalanismo y las campañas antifranquistas, muchas veces terminadas en la comisaría), para que nuestro triunvirato se deshiciera como esas semillas que, para poderse metamorfosear en planta, han de aceptar, en principio, su propia desintegración, la muerte en cuanto semilla específica; y que en nuestro caso (te hablo de esta muerte) se vio representada cuando empezaste a manifestar tus primeras y verdaderas inquietudes serias. (Yo no comprendía que te empeñaras en buscar una cultura al alcance de todo el mundo, ya que eso no podía encontrarse de ninguna manera con mi idea —¡y que me dure!— de la selectividad del espíritu artístico.) La tarea didáctica de Andreu, tarea por otra parte primaria, terminó precisamente en el momento en el que más me necesitaba, pero en el que ya no podía seguirme: aquel momento en que su propia obra —es decir, Yo— tenía aspiraciones algo más elevadas que su repertorio «imprescindible» para brillar en sociedad. Así, mientras tú te reunías con tu grupito de universitarios comprometidos —tanto te dolía la tripa a causa de una diarrea ibérica irresistible y otro dolor por las ruinas catalanas—, mientras yo me torturaba buscando una coherencia para mi aprendizaje de pintor, él permanecía en su sueño de cortesana rica —ni siquiera un Swan—, de demi-mondaine pasada de moda que iba desarrollando, bajo una apariencia deslumbradora, un vacío cultural enorme, allí donde nosotros, desde hacía siete años, creíamos ver cultivados los descubrimientos más envidiables del intelecto humano. Así pues, aquel año del 62 fue de desencanto y evolución. Todo empezó en él, todo terminó en él: la vida, implacable, nos modeló en una dimensión determinadora. Y los sueños cedían paso a la realidad, mientras la cáscara variopinta de las apariencias se abría con un estallido ensordecedor, como una granada que hubiera estallado por sorpresa.
Un día aceptaste que la tarde del Quo Vadis?, en los lejanos años cincuenta, empecé a ser yo mismo: significa, pues, que intentas conocerme mejor. Dicho de otro modo: desde niños yo estaba definido como lo que tenía que ser siempre, sin escapatoria posible; y creo que más de una vez llegué a esbozar para ti —con una inquietud extraña, temeroso de perder tu amistad— de dónde procedían mis inclinaciones, hacia dónde iban dirigidas e incluso su significado más brutal. ¿Tan difícil era hacer pronósticos para el futuro? Tú ya advertías que mi excitación ante los héroes atléticos de los tebeos llamados de «aventuras» no casaba en absoluto con vuestra obsesión por entrever los senos de Marilyn, arreglados por la censura para el consumo hispánico. Incluso en nuestros toqueteos en los retretes del colegio, porquerías casi inevitables de la primera adolescencia, mi mente iba formándose un mundo de deseo muy diferente al vuestro. Recuerdo que cuando los chicos mayores se aprovechaban de mí, yo lo tomaba no como una maniobra de transición, no como un sucedáneo de otras cosas más necesarias, sino convencido de que mi actitud, siempre pasiva era la natural: la que el cuerpo y la mente me exigirían siempre. En vosotros, aquellos juegos de colegiales desorientados eran una especie de espera: esperabais a la mujer y jugabais —debo decir que no sin complacencia— con los cuerpos que el compañerismo elevado a las últimas consecuencias ponía a vuestro alcance. Pero yo era el envés de esta espera: aceptaba el juego, lo confirmaba, ansiaba su continuidad. No lo decía, naturalmente, y hasta a ti me daba vergüenza confesártelo. Sin embargo, en mi dedicación a dibujar atletas griegos o campeones de lucha libre —visión barata del pathos clásico—, en mi ecuanimidad al escoger siempre tebeos de niñas, deberíais haber encontrado más de un indicio inconfundible de alejamiento de los principios del machismo juvenil. A pesar de todo, recuerdo que me tomasteis mucho el pelo, aunque ignorabais cómo cabría calificar mis «posturitas», mi nerviosismo al entrar en el váter cuando orinaban otros compañeros, mi miedo a tomar parte en juegos demasiado violentos cuando salíamos al patio. Y a partir de esta primera percepción inconsciente, me hicisteis, acaso sin saberlo, ajeno a vosotros. Y repito que, aunque yo me daba cuenta de todo, no me parecía demasiado grave. Por el contrario: desde un principio tuve la impresión de pertenecer a una especie de aristocracia, un grupo privilegiado que estaba muy por encima de vosotros, tan descuidados, vulgares y groseros en gestos y palabras. Pero un día, como de repente, descubrí que lo que había sentido durante tanto tiempo, aquella pasión solitaria que no parecía constituir ningún delito, representaba en realidad las raíces de un problema mucho más profundo de lo que yo creía; y este descubrimiento me impulsó a actuar para eliminar el problema. Así empecé a encerrarme en cábalas inútiles.
No pasaría mucho tiempo para que la angustia insólita que me era necesario desahogar noche tras noche se convirtiera en una imperiosidad más coherente y fácil de concretar que podía tener como objeto catalizador la mirada de algún condiscípulo más fuerte o más inteligente que yo, la imagen de un mártir semidesnudo —los cuadros de san Sebastián, reproducidos en los libros de la biblioteca de papá—, el bochorno del verano al resbalarme entre las piernas o bien el simple contacto de tu codo cuando nos sentábamos juntos en el cine. Dar rienda suelta a mi soledad en la soledad del sexo por el sexo fue la primera salida, inconsciente aún, de la imperiosa necesidad de desahogo. Empezaba a sentirme prisionero de aquella angustia sin nombre. Sin embargo, la causa latía con una intensidad arrolladora. Y en un instante de aquel invierno que precedió a tu veraneo de Sitges, descubrí que el mundo carnal, los rostros y los cuerpos presentidos, ofrecían objetivaciones múltiples y punzantes del temblor primerizo. Urgía una nueva solución. Entonces sentía unas ganas enormes de llorar. Con sólo acercarme a un compañero de nuestro primer bachillerato, me sacudía una envidia rabiosa de todo lo que él tenía de inteligencia superior o de belleza física que a mí me faltase. A veces la envidia se debía a que los demás —tú, por ejemplo— tuvieran el cabello o los ojos de un color distinto al mío. Huelga decir que eran envidias absurdas, pero me inspiraban una angustia que me era imposible rehuir. Unas lágrimas, que parecían incapaces de estallar, se amontonaban a cada instante de mi trato con Perelló, o Mir o Martínez —pero no con Olivella, tan gordo y vulgar, ni tampoco con Pérez, esmirriado y lleno de granos—; y la primera solución que se me ocurrió fue hacerme amigo de todos los admirados y chuparles vampíricamente cuanto pudiera provocar mi envidia, y, una vez obtenida su confianza, ejercer sobre ellos una tutela draconiana, tan fuerte y segura que ninguna de sus virtudes pudiera transmitirse a los demás compañeros. Me volvía celoso, quería ser su único amigo, establecer una clase social —incluso racial— de chicos incontaminados; total: una especie de cárcel. Pero todos se cansaban pronto de ser exclusivizados de esta manera, la solución se estropeaba al poco de adoptarla y la soledad volvía a ser mi único recurso. Y con la soledad, el reconocimiento de que algo no funcionaba en mi sistema de soluciones.
Así pues, esa primera tarde en el piso de Andreu, desde la terraza que daba al Turó Park y a los nuevos, enormes edificios que allí se construían, diferencié de manera definitiva la envidia que me inspiraban nuestros compañeros de curso y la admiración que empezaba a sentir por Andreu. Y después, progresivamente, aprendí a diferenciar esta admiración y mi primer deseo: un deseo de adolescente frustrado al que sólo importaba una caricia, una mirada de afecto que esperaba tembloroso, lleno de ternura y de extraños arrepentimientos, mientras convertía a Andreu en la imagen barcelonesa de vuestros héroes de papel. Más adelante, cuando ya éramos mayores y tú estabas enterado de todo el asunto, tu reacción no fue ni de odio ni de desprecio, ni tampoco de amor o de comprensión cristiana: simplemente, no tuviste ninguna. Acabábamos de darnos cuenta de que la sociedad tenía dictadas una serie de leyes que me apartaban de su seno, que me rechazaban para recluirme definitivamente en el grupo de los Andreu «la Medallona», mientras que a ti, putero de campeonato, te consideraban hombre por el solo hecho de pertenecer a la categoría, sencillamente vulgar, de los Olivella, los Martínez y los Perelló. Entonces creía aún que el futuro más brillante sólo se podía conseguir perteneciendo al grupo de las maricas selectas, y hasta me consideraba con derecho a despreciaros por ser demasiado normales. Después, la reacción de esta sociedad vuestra me obligó a asumir que la razón estaba de vuestra parte. Pero ya era demasiado tarde para retroceder y la soledad sería mi único remedio. Pero ¿sabes que ya no me importaba? Mi evolución desde el dolor hasta el cinismo me inmunizaba contra los ataques de esas personas increíblemente felices que un día se casan y tienen hijos que esperan con ilusión los juguetes de los Reyes…, esas personas, todos vosotros, que dan a la normalidad sus aspectos más pavorosos.
Una tarde del 62 nos vimos provocados a preguntarnos para qué nos estaban preparando. Es decir, el porqué de todo aquel jaleo del bachillerato, la universidad como etapa imprescindible, la necesidad de «adquirir cultura», el acostumbrarnos a pensar; en resumen: por qué nos habían orientado, desde niños, hacia el camino de la razón.
Esta nueva pregunta nos la había inculcado el orden, sumamente perfecto, que regía la editorial de papá, y este mismo orden fue lo que nos dio la respuesta. No bien entramos en la nave que hacía las veces de despacho colectivo, nos miramos fijamente, y tú, Bruno, hiciste una mueca rara y tu mirada me informó de una enfermedad que aún desconocía. Avanzamos entre las hileras de mesas, todas gemelas, y era como si estuviéramos en una colmena muy disciplinada, creada según unas leyes que acaso tenían su origen en una antigua tradición de tipo militar. Al ver aquel ejército de oficinistas en mangas de camisa, cabezas uniformes sin que ninguna sobresaliese de las otras, rostros amarillentos, todos de idéntica inexpresividad; al ver la fuerza económica que papá había forjado para mí, comprendimos —y fue una conmoción demasiado fuerte— que nos querían para aquello. Ya no era complicado entenderlo. Si soportaban nuestras vocaciones separatistas (mi separación, dirigida hacia el arte; la tuya, hacia la vida), era sólo porque estaban seguros de que al final claudicaríamos. Por eso mismo sentí la desesperación disimulada de los esclavos de la burocracia de papá: la sentí como algo que me hacía mucho daño y que sólo con mi indiferencia de siempre sería capaz de olvidar. Quería mirar sin miedo aquellos rostros reducidos a la categoría de máscara, aunque sin la dignidad de una máscara trágica; quería encontrar en ellos un mínimo de esperanza donde agarrarme con fuerza. Pero sólo pude saber que ellos no saldrían de allí y que, si alguna vez lo hacían, sería para ir a parar a otra madriguera como aquella, entre la misma limpieza, bajo idénticas claraboyas, y para seguir el mismo itinerario de cobardía, anonadados nuevamente bajo cálculos formados por una serie de números infinitos.
Fueron esas claraboyas lo que me obsesionó desde un principio. Fascinado por lo que tenían de cataplasma de cielo sobre una oscuridad terriblemente higiénica, funcional y organizada, me di cuenta de que más allá de mi laberinto interior había otro laberinto en el que iban perdiéndose los hombres modernos, traicionados por una Ariadna que hubiese vendido su hilo a los intereses de los poderosos. Y era la cárcel de todo un mundo que, un día u otro, sería el nuestro. Y me atemorizaba. Acaso por mí mismo, pues sabía que yo también tendría que ser uno de ellos, aunque el más importante sobre los demás. (Espectros vivos que, de repente, se levantaron en perfecto orden para desayunar y hablar un poco de fútbol.) Y a pesar de que simulábamos no verlo, yo sé que, por lo menos a ti, Bruno, aquella visión te penetró profundamente, y que al pasar el tiempo intentaste luchar contra ella con todas las fuerzas que podían surgir de tu voluntad de honestidad, tan violenta como imposible.
Un par de años después, se nos cayó encima lo que temí aquel día. Recuerdo que comíamos las dos familias junto a la piscina, bajo el gran ídolo árabe (mamá lo compró en Marruecos) que cubría la mitad del jardín. Tu madre había proferido una serie de quejas sobre nuestra inutilidad económica. «Siempre se ha dicho en esta Barcelona que cada hijo, al nacer, trae un pan bajo el brazo. Pues bien, ¡ya me diréis qué diantre traen los hijos de ahora!» A mamá le costó ponerse de nuestro lado: «Los jóvenes, lo primero que tienen que hacer es estudiar. Y cuanto más estudien, mejor. ¿No te parece, Amèlia? Si ahora los quitáramos de estudiar, ¡ya me diréis cómo nos pondrían Fefé y Gaby, que sus hijos están ya en Económicas!». Y tu padre: «Yo, a los dieciocho años, ganaba un buen jornal. Y sin estudios ni nada. Había que cuidar del negocio, y lo demás eran monsergas. Hoy, os lo digo yo, los tratamos demasiado bien. Han sufrido poco. Les convendría una guerra, a ver si así espabilaban un poco. Nos matamos para darles un porvenir, y ya veréis cómo a la larga no lo sabrán aprovechar…» Tú, Bruno, bastaba con que te tocaran nuestro papel en el futuro para que saltaras: «¿Y tú cómo sabes lo que haremos? Por lo menos no nos dará por organizar una guerra sólo para poder veranear en Sitges al cabo de veinte años…» Mi padre te restregó el cabello, que entonces llevabas ya muy largo, y dijo: «Sois muy pintorescos los jóvenes izquierdistas de hoy en día. En mi tiempo, la revolución se hacía en la calle, no en la universidad. Y es más, para ser útiles a los que tú llamas oprimidos, nos poníamos a su mismo nivel: trabajábamos». Al verse tan bien apoyado, tu padre siguió echando agua a su molino: «¡Muy bien dicho! ¡Es muy fácil hablar contra los burgueses mientras coméis y podéis estudiar gracias a los burgueses que tenéis por padres! ¿O es que esto es tan difícil de entender? Lo que pasa es que no os interesa entenderlo».
Así pues, nos pusieron a hacer lo que los buenos barceloneses llamaban «seguir el negocio del padre». A ti, como no te gustaba ser albañil, te colocaron en la sección literaria de la Editorial Llovet con la esperanza de que, por lo menos, fueras ganándote «los garbanzos»; a mí consintieron en hacerme aprendiz de dibujante. Por las mañanas íbamos a la universidad; por las tardes, a la editorial. Duramos poco, claro; tal vez ni siquiera tres meses, porque a nuestros progenitores se les abrieron los ojos y pudieron advertir su error. Por otra parte, teníamos a las madres de nuestro lado. Ellas veían claramente que si trabajábamos no podíamos estudiar; no teníamos madera de grandes hombres. Ya podía decirnos tu padre que Edison vendía periódicos y que Graham Bell inventó el teléfono saliendo del trabajo: nosotros estábamos demasiado consentidos y, en el fondo, fuera de aquella comedia doméstica de seguir el negocio, ni siquiera papá conseguía acostumbrarse a la idea de que llegáramos a hombres sin tener un título universitario. En este aspecto, la Quadreny fue muy taxativa: «¿No veis que los tiempos han cambiado? Ya me diréis si trabaja el hijo de Margarida Mirosa, y eso que tiene un buen negocio y vuestras mismas teorías poco más o menos. Os lo digo yo: llegaremos a final de curso y Bruno no aprobará. ¡Seremos el hazmerreír de las amistades! Y, ¿con qué objeto? ¡Para que sea útil a la sociedad! ¡Vaya, Rosa, ese par de hombres han perdido el juicio!».
¿Tendré que recordar que dejamos la editorial tan impensadamente como habíamos entrado en ella? Sin embargo, esa estancia no fue completamente inútil. Sirvió para abrirnos un poco los ojos con respecto a la realidad de mi padre, que era la mía en cierto modo. Yo había oído decir que papá era el editor más sinvergüenza de Barcelona (y según parece, sinvergüenzas no faltaban), pero nunca se me hubiera ocurrido que pudiera llegar a ciertos extremos. Pues aún iba más lejos. En la sección de revistas infantiles era más bien difícil llegar a captar esa característica de papá: los empleados eran hombres que habían llegado a hacerse un nombre como dibujantes y se hacían pagar, aunque papá procuraba explotarlos cuanto podía. Si había algún descontento, y lo había, yo me preguntaba por qué no se marchaba a otras editoriales donde tal vez le hubieran pagado mejor sin necesidad de trabajar tanto. Pronto supe por qué: papá iba creando una especie de monopolio que se aseguraba la distribución de nuestras publicaciones, de manera que siempre destacasen sobre las de otros editores. Bastaba con detenerse ante un quiosco para darse cuenta de la magnitud del monopolio Llovet: nuestros productos siempre estaban en primer término, bien visibles, mientras los de los demás editores quedaban como escondidos, casi prohibidos. Los amigos que papá tenía en Madrid simplificaban todavía más las cosas: retrasaban los permisos de publicación a otras empresas, las sometían a una censura más fuerte, les ponían todos los «peros» posibles, para que el poder de Llovet fuera elevándose cada vez más. Huelga decir que, en estas condiciones de supremacía, los dibujantes preferían cobrar sueldos más bajos pero que, al fin y al cabo, resultaban más seguros. Firmaban, pues, un contrato por diez años y quedaban presos irremediablemente en la red de exclusividad preparada por papá.
Tú, en la sección literaria, todavía aprendiste cosas más fuertes. Me lo contabas un poco amargado, como si te avergonzaras de aquel engranaje que, indirectamente, sería representado un día u otro por tu mejor amigo. Empezaste a darte cuenta con el caso de aquel premio de novela juvenil que fue concedido a una autora de la casa con la condición de que se contentara con la mitad del dinero que había sido anunciado públicamente. La autora, indignada, lanzó unos cuantos insultos contra papá y no volvió a aparecer nunca más por la empresa, de modo que, a pesar de que su novela era la mejor, el premio fue a parar a manos de un escritor muy viejecito, a quien nadie quería publicar, y que quedó más que satisfecho con la mitad del dinero que le habían prometido a la Raventós. Más adelante, empezaste a fijarte en el equipo literario de la casa. Eran pequeños intelectuales, correctores de estilo y críticos de mala muerte que, por dos perras gordas y la aparición de su nombre en la segunda página del libro, eran capaces de manipular una traducción del año veinte y hacerla pasar por nueva. La técnica consistía en cambiar las frases, para que el traductor antiguo no pudiera reclamar ningún derecho, y además, huelga decirlo, recortar los párrafos, por otra parte clásicos, que pudieran parecer aburridos para un público de consumo. Fue así como en el año 62, cuando la censura abrió un poco la mano, papá se decidió a lanzar, haciéndolas pasar por obras escandalosas, novelas de Stendhal, Flaubert o Víctor Hugo, que hasta entonces habían estado prohibidas. Después venía el juego de no pagar los derechos de autor, de sacar tres ediciones de una misma obra cambiándole el título para que pareciera distinta; la manera de apretar a los proveedores de papel, de la imprenta o la encuadernación, haciéndolos trabajar a precios tirados o fingiendo que la obra estaba mal impresa o mal encuadernada para después poder rebajar la factura más de la mitad. Y, naturalmente, el sistema casi obsesivo de pagar miserablemente a los trabajadores del almacén, casi siempre chicos y chicas de trece y catorce años u hombres jubilados, que ganaban quinientas pesetas semanales y tenían que hacer horas extraordinarias hasta las diez de la noche, y aún gracias de que los admitieran porque ni unos ni otros tenían la edad que exigía la ley. Todo eso, Bruno, te dejó tan aplastado que el día antes de abandonar aquel trabajo para siempre arrojaste la pluma al suelo —estábamos los dos solos en la biblioteca— y con un tono de gran frustración me dijiste: «¡Qué mierda, Jordi! ¡Qué soberana mierda!».
Pero el día que me acompañaste a pedir dinero a papá para las vacaciones de Semana Santa, todavía ignorábamos muchas cosas sobre él. Eran rumores que resultaba más cómodo ignorar. Después de atravesar la nave de los oficinistas y el estudio, menos lóbrego, de los dibujantes, nos sentamos un rato en la sala de espera, y mientras la secretaria —una chica que te gustaba, y por eso a partir de aquel día no la pude soportar— iba a anunciar a papá que yo quería hablar con él, oímos dentro del despacho la voz de Benlloc.
¿Te acuerdas de Benlloc? Basculando entre dos épocas, a caballo de dos historias muy concretas; trampeando entre lo que durante una supo expresar y lo que en la otra no le dejaban decir, aquel diosecillo amargado, demasiado débil para superar los avatares posbélicos, nos impresionó profundamente y logró transmitirnos otro drama que no habíamos tenido ocasión de presentir todavía. En otro tiempo muy anterior al que nosotros conocíamos, fue un feliz pregonero de la libertad y un líder político no exento de eclecticismo, y en el clima propicio de aquella época asesina, de la libertad que ya era utópica en nuestros días, pudo escribir textos polémicos, serios y acaso importantes, pero desde hacía tiempo sólo escribía sobre folklore catalán, viejas figuras de la Barcelona frívola de antes de la guerra, platos regionales y lugares pintorescos y seniles, florecientes con una primavera tardía. Enjuto, rostro montuoso y mortecino, piel amarillenta, mirada seca, recordaba vagamente una voluntad que conoció tiempos más adecuados; y cuando nosotros le dijimos que admirábamos muchísimo sus descripciones de los paisajes poco conocidos de nuestra patria, nos dirigió una sonrisa conejil, se quedó mirando a papá, sonrió con tristeza, y dijo: «En fin, Llovet: aquí tiene a la nueva generación. Se conforma con las sobras». Y cuando Benlloc se hubo marchado, con la espalda encorvada y creo que diciendo groserías a la secretaria —Concha tenía la mesita en el mismo despacho—, papá sonrió y dijo que Benlloc le había propuesto editar unas cosas en catalán que tenía escritas desde antes de la guerra. A ti te extrañó mucho que alguien pudiera escribir en catalán, porque entonces esta lengua nos parecía muy fea y apenas si podíamos aceptarla para hablar en familia, en conversaciones que no tenían ninguna pretensión intelectual. Papá dijo que, de todos modos, no pensaba editarlas. Sólo bailaba al son de la peseta y sabía muy bien lo que el público quería de Benlloc. «El público es el que manda —dijo— y yo como del público.» (Aunque después de 1962, cuando la reanudación de ediciones en catalán demostró ser un buen negocio, papá editó algunas traducciones e hizo mucho dinero con la obra catalana de Joaquim Benlloc.)
Mientras firmaba unos papeles que iba entregando a Concha, yo me puse a hojear el manuscrito que acababa de entregarle Benlloc. El título decía A la sombra del Románico en flor, e iba acompañado por una colección de fotografías en claroscuro, tipo «artísticas».
Pregunté si el texto era bueno, o mejor que el de Mallorca o el País Vasco, y papá, sin levantar la vista de las cartas que firmaba, exclamó: «¡Qué sé yo! Al fin y al cabo, Benlloc es un escritor acabado». Tú y yo nos escandalizamos. Empezamos a defenderlo y adujimos que era muy leído —porque, además, publicaba artículos en un semanario de mucha tirada— y tenía un castellano perfecto y describía los paisajes de una manera tan exquisita que sólo con leerlos parecía que los vieras. «Cierto. Pero ya no tiene ideas.» ¡Pero cómo! ¿Qué estaba diciendo? ¿Qué pegas podía poner a aquel hechizo que exhalaban los artículos de Benlloc sobre las cupletistas de principios de siglo, los mitos de la Barcelona nocturna de antes de la guerra, todas las incomparables figuras de la bohemia de antaño, empezando por Els Quatre Gats y terminando por el Dau al Set? ¿Tal vez papá no había leído aquel artículo que hablaba de cuando Benlloc, Josephine Baker y Maurice Chevalier pasaron toda una noche charlando mientras paseaban por las Ramblas? Pues aún se atrevió a contarnos que Benlloc, antes de la guerra, había estado a punto de convertirse en uno de los mejores prosistas en lengua catalana, que entonces tenía algo dentro que latía con mucha fuerza y que ahora lo único que le motivaba era un paisaje rural y el perfume de un buen fricandó o de una zarzuela marinera. Y dijo que como había un montón de lectores que esperaban que Benlloc publicara su artículo semanal dándoles un itinerario para ir de excursión los domingos, y otro puñado que quería recordar lo que Raquel Meller le contestó a Alfonso XIII o bien cómo una vez Benlloc habló con Picasso y Pau Casals, era innecesario preocuparse por la posible calidad de unos ensayos escritos en una época y una lengua que habían quedado arrinconadas para siempre. Y después, de manera abrupta, me salió con un «Bueno, ¿a qué demonios habéis venido?».
Le pedí dinero para la excursión, y, naturalmente, refunfuñó un poquitín. Mientras ordenaba al administrador que consiguiera una fuerte rebaja en la factura del encuadernador, tú y yo íbamos mirando las fotografías del manuscrito de Benlloc, Discutíamos si tal foto era un campanario románico o gótico, o si los añadidos de otra eran barrocos o neoclásicos. No nos pusimos de acuerdo y fuimos pasando paisajes pirenaicos, que no nos decían absolutamente nada. Pero yo, de repente, permanecí mucho rato observando una foto que tú no acababas de entender. Y sentí algo extraño, una especie de miedo incomprensible, como un alejamiento progresivo de todo cuanto fuera o significara mi mundo cotidiano de entonces. Sólo tú, a mi lado, sin participar en el hechizo que me había apuñalado a traición, me pertenecías como antes.
—¿Qué es? —pregunté a papá.
—Está escrito en el reverso —repuso malhumorado, porque era día de pago.
—Tahull —murmuré—: Tahull en Lérida…
—¿Y bien? —dijiste tú, asombrado, tal vez, ante mi reacción.
Pero yo callaba. ¿Podía aspirar siquiera a comunicaros aquel presentimiento que me sacudía súbitamente? Lo percibí lleno de vigor, lleno de veneno y dulzura, arraigado muy en el fondo de mí búsqueda del tiempo que no he vivido. Estaba muy lejos de todas las cosas, ineludible en un espacio mío que antes habían ocupado los arcanos del Egipto faraónico o la Atlántida de la leyenda; prolongaba las proposiciones de fascinación, a través del misterio y de la angustia, que siempre me ha inspirado la Historia. Intenso, purificador, asesino, el concepto de Tahull en Lérida nació dentro de mí como el sentimiento indefinido y tal vez imposible de definir hacia el que me había estado guiando Dios para intentar un acercamiento, cada vez mejor, a mi realización más auténtica. Misterio profundo, de una época que empezó a apasionarme, de una barbarie turbia, agobiante, hecha de brujas y caballeros místicos que, estilizada, caliginosa, cabalística, adquiría forma física con las piedras de la iglesia de Tahull, en Lérida.
Dediqué toda la noche a leer de un tirón el manuscrito de Benlloc —en una época en que el románico todavía no se había puesto de moda— y al día siguiente, sin haber dormido, sentí que necesitaba hablar urgentemente con él, hacerle un montón de preguntas, tal vez estúpidas, tal vez propias de un badulaque, pero que me eran vitales, no ya para resolver el gran misterio que se había apoderado de mí, sino más bien para irlo alimentando.
Benlloc me recibió en su chaletito al pie de la montaña, aislado del mundo, almacén de muchos recuerdos de antaño. Sonaba Il Sorpasso de Vivaldi, que le habían enviado unos amigos de Rávena en una época en que Vivaldi tampoco estaba al alcance de cualquier esnob intelectualoide que ha visto una película de Visconti.
Empezamos hablando de cosas que no parecían importantes. Cosas mías, por supuesto. La familia, claro, y qué estaba estudiando y si tenía muchos amigos y hasta qué solía leer. Ponernos a hablar en serio me daba cierta vergüenza, mucho más confesarle el motivo de mi visita; como si aquella felicidad nebulosa que me habían dejado sus descripciones de Tahull fuese un atrevimiento que corría el riesgo de ser tomado en broma. Lo contemplaba con una adoración llena de temor. Él se erguía ante mis diecisiete años con la autoridad de un gigante del espíritu, la personificación de un símbolo de la sabiduría que yo hubiese intuido en muchas horas de lector novato: era la imagen del creador, del hombre capaz de renovar, paganamente y a través de cada nueva obra, el gran milagro que Dios realizó en el principio de todas las cosas: una figura situada lejos, sí, proyectada en un tiempo hacia el que ni siquiera podía tender el brazo, porque, yo no lo ignoraba, me separaban de él —como de lo que Benlloc representaba— crestas muy macizas de tiempo que me costaría un gran esfuerzo vencer, de días que necesitaba cruzar: de conseguir, para entendernos, la pátina memorable de aquel diosecillo enlutado.
Me escuchaba con relativa atención mientras seguía con los dedos, haciéndolos bailar sobre la mesita china, los pases vivaldinos. Después de haberle endilgado una explicación confusa, llena de imágenes artísticas apenas intuidas, inquietudes espirituales y obsesiones de cierta pederastia exhibicionista —porque necesitaba que todo el mundo se enterase de mi diversidad—, el hombrecillo volvió a sonreír como había hecho el día anterior y me miró con mucho interés (y yo, naturalmente, me quedé sorprendido, porque si bien deseaba su credibilidad con todas mis fuerzas, estaba muy lejos de atreverme a esperarla).
—¿Sabe que es usted un tipo tirando a pompier? —refunfuñó, mientras se sorbía los mocos—. Le diré más: pondría la mano en el fuego a que no lleva camino de ser eso que llaman «editor».
—¿Qué quiere decir?
—Eso, muchacho, se ve. Su padre estaba predestinado a ser editor. O lo que hoy en día se entiende como tal, que es una mezcla entre analfabeto y pirata. ¡Bueno, en fin! ¿Sabe, joven, que siento cierta simpatía por usted? Reconozco que me cae muy bien, pero también que me están entrando ganas de echarle a patadas.
Ya está, ya la he armado, dije para mis adentros. Y me parecía que el sofá se me tragaba o como si ya se me hubiera tragado y mi cuerpo estuviera dando vueltas en un intestino de paja, muelles y ropa descosida. Es decir, como si estuviera cayendo hacia el fondo de la tierra: lo que entonces considerábamos el infierno. Por lo menos el del sofá.
—Y sin embargo no lo echaré. —Y se reía estrepitosamente—. Y no lo echaré porque tal vez pertenezca a esa ralea que me hace la puñeta, pero, con todo, no es consciente de serlo… o por lo menos no lo parece. —Me dio té y unos dulces rancios—. ¿Qué coño quiere, si se puede saber? ¿Que le hable del románico? ¡Venga, criatura! Ya lo aprenderá en la universidad cuando le llegue la hora. Otras cosas no las enseñan, pero el románico sí, porque esto no compromete a nada. Le repito que me parece muy extraño que sólo venga a hablarme de unas fotografías que ni siquiera hice yo. Porque de mías nada… Esas iglesias están allá, joven. Al fotógrafo le bastó con plantar la máquina y ¡paf!, hecho… La nieve también estaba, los árboles pelados, la falta de sol, todo… Si hubiéramos ido en primavera, saldrían almendros, arroyos caudalosos, florecitas y retama a granel… Así pues, ya me dirá qué tengo que ver yo…
Y tenía como un deje de amargura en la voz, como si quisiera hablarme de un tiempo en que él había creado los paisajes; en que había colocado en ellos toda la nieve que quería, todo el sol, todos los lagos…
—No sé cómo explicárselo. Usted, en estos paisajes, pone una tristeza maravillosa… Perdone que no sepa expresarme bien. Quiero decir que usted no habla de un valle cualquiera, ¿me comprende? Es como si sólo pudiera ser triste este valle, sus casitas de la Edad Media, las ruinas de la torre de los soldados, la antigua casa del barón… todo. No sé si me explico. Me hace usted sentir como si algún día tuviera que ir allí forzosamente, como si tuviera que necesitarlo un día u otro…
—¿Para eso ha venido a verme? ¿Sólo para decirme que tiene que ir a Tahull? Coño, joven: ¿sabe que eso no pasa de ser un antojo de niño bien? ¡Igual le entra la manía de ir a pedir el autógrafo de alguna cupletista viejecita! ¡Rediez! Cuando me ha llamado, he pensado: «A lo mejor es que el ladrón de Llovet me da más doblones por el libro y me los envía a través del heredero…» Y mira: sólo se trata de un honor que me dispensa el señorito…
Nunca me había sentido tan decepcionado y encolerizado a la vez. Aquel desprecio logró, por lo menos, que mi timidez habitual cediera bajo el empuje de una indignación que me llevaba a la polémica. Los insultos contra papá me concernían en cierto modo; tal vez a mi pesar, pero me concernían; eran míos y me hacían daño.
—Me parece que sería muy absurdo eso de enviarme a pagarle a usted. Yo no soy un empleado, ¿sabe? Yo he venido porque le admiro. Sólo para decirle que ese libro sobre el románico me ha hecho como una especie de daño, me ha dejado impresionado, señor Benlloc…, y yo quiero saber… ¡oh!, ¿qué más quiere que le diga? Me trata usted como a un guiñapo, y sólo porque leo sus libros y me gustan… Usted, según parece, no está contento ni de sus libros ni de papá, ¡y ahora quiere hacérmelo pagar a mí! Yo no tengo nada que ver con los embrollos de mi padre, ¡caramba! Yo no tengo la culpa de que le pague poco o mucho. Entiéndase con él y hagan una buena escabechina entre los dos; pero a mí… no sé… escúcheme y tómeme por lo que soy…
La pausa tuvo una duración que nunca he podido recordar. Benlloc fumaba (recuerdas los diez cigarrillos de la impaciencia, pero nunca el tiempo que tardaron en ser fumados). Después de masticar y desbriznar el tabaco, comenzó a dar vueltas por la habitación de las reliquias. Luego se acercó a mí.
—Vosotros tal vez podríais ser una buena generación —dijo—. A lo mejor no logran estropearos del todo. Y mire lo que le digo: tal vez podríais hacer algo bueno por nosotros. Pero hágame caso, joven: no empiece a decir tan pronto eso de «yo no tengo la culpa».
Pensé que no acababa de entenderlo, pero era bonito escuchar aquel tono de voz tan tibio, tan cansino, que de repente se volvía dinámico. Una voz que en las tertulias de la Barcelona dorada de antes de la guerra dejaría boquiabiertos a discípulos jóvenes, hambrientos de sabiduría y dandismo (recuerdo, Bruno, que esta imagen de aquellas tertulias intelectuales, contrapuesta a la esterilidad actual, te inflamaba de placer como la intuición, provinciana si se quiere, de Sartre y la Simone sentando cátedra en las mesas de Flore mientras murmuraba amores perdidos la evanescente Greco).
—Veamos: ¿qué dirá su padre si no quiere seguir el negocio?
—¿Le parece que necesito a mi padre? —Y era una especie de reconocimiento, de afirmación total, como si rechazara, para siempre (incluso antes de conocerla completamente), la leyenda de Llovet.
Me encogí de hombros.
—No lo sé. Depende, claro: la necesidad varía según los casos. Usted debe de estar muy bien acostumbrado… Vamos, chico: te trataré de tú, porque podría ser tu abuelo. ¿Qué piensas ser?
—Quiero pintar.
—Pintor, pues.
—Sí, pintor.
—Bueno. ¿Y qué quieres pintar?
Me quedé cortado. Me faltabas tú, Bruno: tú tenías mucha labia para contestar ese tipo de cosas con decisión y hasta osadía. Finalmente logré decir:
—Pintar… el mundo, las cosas, las personas… no sé.
—¿Tal vez pintar los recuerdos?
—¿Quién sabe? Pero me parece que yo no tengo recuerdos. Y si los tengo, no serán muy importantes.
Benlloc se entristeció de repente. Tal vez se preguntaba por qué yo no tenía recuerdos; y había mucha brutalidad en aquella declaración de mi juventud, de años que él ya no volvería a tener precisamente porque no carecía de recuerdos.
—Y tu padre, ¿qué?
—Me deja pintar. Mientras estudie… Aunque me parece que él está bien convencido de que, al final, acabaré siendo editor. Pero yo pintaré. Aunque ingrese en la universidad, cosa que, por otro lado, me parece más bien difícil.
—¿No te gusta estudiar?
—Hay cosas que sí y cosas que no.
Parecía la respuesta más juiciosa que podía ocurrírseme; y, de hecho, lo era. Era evidente que nunca llegaría a ser un empollón como tú. Los libros siempre me habían pesado mucho y, recién salido del colegio, ahuyentaba tozudamente de mi cabeza las cosas que tanto me había costado aprender. Sólo un deseo esnobístico de cultura a priori me ayudaba a tolerar algunas materias, como los linajes reales de diversos países y épocas, porque, como decía Arturu y también Andreu, siempre era útil saber de qué familia procedía la Montespan, ya que eran temas que podían surgir fácilmente en una conversación entre personas bien nacidas.
La habitación que hacía las veces de despacho, recibidor y cocina de Benlloc, recordaba la felicidad de cuando era completamente libre, de cuando era libre como el viento y creía en la eternidad del viento. La pared estaba casi cubierta por cuadros surrealistas, estampitas y postales belle-époque y retratos dedicados de cupletistas, vedettes de revista y personajes de la bohemia. Había, además, paisajes marinos y un retrato enorme pintado al óleo, que representaba una doncella dulce y amarillenta, de un tono de piel que parecía broza otoñal organizada a guisa de alfombra alrededor de un lago vienés. Pensé que Benlloc debió de enamorarse de aquella señorita y que ella tal vez murió tísica, hacía mucho tiempo, en un hotelito modernista de Sinera, junto al mar que surcaron los griegos para llegar hasta nosotros. Más adelante, gracias a lo que Andreu me enseñó acerca del universo decadente de los años veinte (justamente en el año 57, cuando con el estreno de El último cuplé se puso de moda la nostalgia y todo el mundo cantaba las tonadillas de antaño), supe que aquella damisela del retrato era Raquel Meller, a quien los abuelos llamaban simplemente «la Raquel», pronunciando siempre el nombre con un tono respetuoso y santificado. Pero en aquella visita a casa de Benlloc (que pronto se convirtió en una costumbre semanal), yo desconocía completamente la nostalgia de los demás, y por eso no podía referirme a la tonadillera llamándola solamente «Raquel», como si fuera de casa; de manera que cuando Benlloc, con penas y trabajos dada la antigüedad de discos y gramola, hizo sonar la Mala entraña y La taquimeca, la voz de aquella mujer me parecía un hechizo remoto, inalcanzable, que no me pertenecía en absoluto, a pesar de hacerme sentir aquella íntima emoción que pronto se convertiría en un hábito. A esta conmoción no eran ajenos en absoluto los demás tesoros de Benlloc: un marco que contenía un caligrama inédito del poeta Josep Maria Junoy, una carta de García Lorca agradeciendo una crítica muy buena que Benlloc le había hecho y anunciando que iría a saludarlo cuando fuera a Barcelona terminada la guerra, una fotografía dedicada de Francesca Bertini; un ejemplar, enmarcado también, del periódico La Veu de Catalunya (el último que salió antes de que la victoria de los nacionales lo eliminase para siempre); unas gafas que habían pertenecido a Margarita Xirgu, las castañuelas que Carmen Flores utilizaba para cantar La castañera y, ¡helas!, un retrato muy grande y tronado donde estaba Benlloc con Carles Riba; es decir, todo contribuía a aquella emoción, ya ineludible, que durante mi tercer verano en Sitges, y con motivo de un paseo nocturno por el Cau Ferrat, me llevó a escribir a Benlloc: «Lo que busco es, más o menos, el encuentro con un tiempo que no he vivido. Aquí, en Subur, pensando todavía en su libro, he sentido que tengo mil lagunas en la memoria. Sé, positivamente, que viví algo en Tahull, en un tiempo tan remoto que ni siquiera tengo memoria para atestiguarlo. Ignoro cuándo sucedió, pero lo siento. Es algo muy mío: probablemente “sólo” mío. ¿Sería pedante hablar de siglos? Sería de risa, supongo. En todo caso, sé que llegué a vivirlo. ¿De qué otra manera, si no, podría tenerlo tan cerca de mí? Hábleme de ello, por favor». Carta que él contestó con papel timbrado La Veu de Catalunya:
«Tu padre me explota con la excusa del público, de lectores que me quieren falso, habiendo renunciado a todo, sólo para oírme hablar de este mundo nuestro, de clase postendera y aún gracias, que sólo tiene tino para servir con apariencias de vida los aspectos más folklóricos de este cadáver amado al que todavía llamamos Cataluña. Por otra parte, estas ruinas me han ido dejando una serie de heridas incurables, que no pueden aliviar ni el dinero —esa calderilla que tanto adoran los nuestros— ni tampoco la notoriedad, la admiración de la pequeña burguesía. No es solamente que no sepa o no me deje la censura: es que no puedo. También yo estoy lleno de lagunas —aunque no de las tuyas—, lleno de agujeros demasiado profundos, en cuyas simas sobrevive un deseo de volar que yo mismo ahuyento a bofetadas. Quisiera volver a ser un profeta de la patria, pero oigo una voz más fuerte que las otras, una voz hija de la mala uva, que ya es un pedacito de mi persona y me obliga a callar con una especie de presión interna aún más horrorosa que todas las presiones que puedan venir de fuera. Yo había creído en una Cataluña inmensa; era una página de Historia enteramente nueva que el destino había puesto en nuestras manos para que la escribiéramos. Era el encuentro con una posibilidad que sólo había sido otorgada a los grandes imperios: realizar materialmente un sueño espiritual que no tenía límites. Crear un mundo de cultura y civilización inimitables, hecho a imagen de la gran civilización helénica. Vosotros, eso no lo entenderéis nunca: los tiempos han cambiado, y ya ha habido quien se ha desgañitado para que escucharais un ideal completamente distinto. Y habéis llegado a creer que la lengua catalana, esa herencia que muchos de nosotros queríamos consagrar en el mundo, apenas si es un dialecto más o menos simpático, útil para hablar con la madre o con los amigos íntimos y basta. Y vosotros, criaturas, no sabéis nada, y mucho me temo que nunca lleguéis a saberlo. El olvido de los muertos es la última puñalada, la definitiva, que puede darse a las insignes mentes que crearon el Gran Sueño. Y el drama, para mí, no termina en ese crimen: el drama empieza en el hecho de que muchas de esas grandes mentes catalanas a las que adorábamos eran más fáciles de sobornar y sustituir de lo que yo creía. Y que esta sociedad nuestra no era una sociedad, que acaso no éramos siquiera un pueblo. Y en este caso, hijo, no hay que preocuparse demasiado; en este caso puedes mandarlo todo a la porra sin que nadie te lo pueda reprochar. Hemos olvidado el Gran Sueño, lo hemos abandonado sin luchar: tal vez sí que fue todo un espejismo…
»No soy un renegado, pero no quiero volver a oír hablar de todo eso. Que me dejen en paz, que me dejen escribir versos a la maniera modernista y que cada uno escoja el camino que más le convenga. Así pues, intento evadirme en el glorioso pasado de tantos paisajes y tantas costumbres a los que el presente no parece haber envenenado. Tahull, ya que quieres saberlo, es exactamente eso. Para mí, Tahull es la última esperanza de escapismo que me queda. ¿Era eso lo que querías saber? Pues ya lo sabes. Yo me evado allí: en el paisaje florido, en los bailes de antiguas comarcas, mientras calculo los habitantes que tendrían las aldeas de la sierra de Peranera en el siglo XIII, y me relamo con las buenas cocinas del Empordà. Como estaba harto de hacer de testimonio, como me han inutilizado para profeta, me he convertido en gourmet. Estos mostrencos de la nueva sociedad también lo prefieren, ya han tenido bastantes quebraderos de cabeza. Comer, dormir y follar; y si puede ser con mujer propia, mejor, que así no ofenderemos a ningún santo. Y hasta hacen bien, recoño; tal vez la mejor solución sea esta de ir tirando y ya nos encontraremos todos al final del camino. Dame Tahull o Casserres o, lo mismo da, cualquier iglesia de un pueblecito muy pequeño. Dame el románico, que es solución de viejos —aunque a ti, niño extravagante, te atraigan estas cosas— y quédate con los proyectos de engrandecer esta nuestra ciudad, cada día más fea y eixarnegada. Te la regalo, hijo, te la regalo. ¿No ves que este presente no puedo vivirlo? Ahora sólo haría lo que propuso la sabiduría del poeta Sagarra: pasar el resto de mi vida en una cala…, leer solamente un libro antiguo… Fuera de eso, todo lo demás es una mierda. Más no te puedo decir.
JOAQUIM BENLLOC
A pesar de sus intenciones de que continuara el negocio, papá no se opuso a que siguiera mis inclinaciones artísticas. Incluso diría que eso de tener un hijo que estudiaba dos cosas a la vez llegó a caerle muy bien, pues le permitía presumir delante de aquel montón de gente llamada «selecta» que él y mamá conocían por todas partes. Además, mamá había logrado convencerle de que el saber no ocupa lugar y que para un futuro señor burgués de una ciudad tan culta como la nuestra, no podían constituir estorbo algunos conocimientos de arte —quién había pintado la Sixtina, cuándo nació Murillo y de dónde era Toulouse-Lautrec—, y que si por casualidad salía buen pintor (cosa por otra parte peligrosísima, pues es bien sabido que los pintores pasan hambre y van mal vestidos), eso quedaría gracioso de cara a las amistades. Además, ella también era un poquitín artista, aunque a su manera. De hecho, debo a mamá los primeros recuerdos de estatuas clásicas, cuadros de calidad y aquella música llamada «buena» —paráfrasis para referirse a Mozart en oposición a Sinatra—, que constituyeron el alimento espiritual de mi infancia. Mamá nunca llegó a poseer un intelecto regularmente coherente, y ni siquiera cierta lucidez que le permitiera tener alguna opinión más o menos seria; pero tenía, cuando menos, una sensibilidad a flor de piel, quebradiza como una telaraña y que la llevaba a amar, si no lo que el arte pueda tener de auténticamente bello, sí todas las formas dulces y bonitas de cualquier universo creacional. Al escucharla, uno tenía la impresión de que no hacía falta saber nada más, que toda la finura, todo lo que pueda hacer dichosa una vida a través del arte, ella lo poseía con exceso. Y es que mamá había sabido recoger aquel caudal de conocimientos varios y dispersos —de todo un poco, lo llamaban—, la sabiduría barata y de circunstancias, que durante mucho tiempo ha sido la herencia cultural de muchas burguesitas del Ensanche.
Revivo el piso de los abuelos como el ejemplo más puro, extremadamente conmovedor y nada aislado, de este patrimonio que tenía como ideal de un non plus ultra cultural las veladas operísticas escuchadas en el tercer piso del Liceo, y que conservaba un almacén de cuadritos inútiles, partituras de piano casi desconocidas, muebles tapizados con un terciopelo medio apolillado (y sin embargo resplandeciente), estatuas de yeso pintado, macetas tricéfalas, caballetes con dibujos modernistas, pesadas cortinas, mesas de laca marca «ahora-ya-no-lo-hacen-tan-bueno», ropa que pasa de madres a hijas, tapetes a barullo, y, en fin, todo un caudal de fósiles amalgamados y que parecía hecho a medida para ofrecer una sensación de pequeño mundo que muere y del que no se podía excluir, a pesar de la caída inevitable o tal vez a causa de ella, un perfume privado, particular y seductor. Colocada desde niña en medio de este decorado, mundo ordenado y oscuro, de brillos que ya entonces debían de resultar desteñidos, mamá —no lo sé, pero lo imagino— crecería acostumbrándose a un amor hacia el arte claro e inefable, sin ningún tipo de esoterismo ni arcanos difíciles de percibir más allá de un primer contacto sentimental. Es lícito imaginar a mamá gozando del privilegio de ser la hija única de los señores Capell, bien considerados, respetados, pero, al fin y al cabo, una de tantos en ese rincón de una Barcelona burguesa que el tiempo se llevó definitivamente al producirse un éxodo nuevo más hacia el norte, dejando aquellos barrios decimonónicos convertidos en museo de arquitecturas prestigiosas pero rancias, de nostalgias adivinadas en los cristales de las pétreas tribunas; cristales biselados, con flores de colorines alegradas por el suave rumor de los tilos de calles muy dignas, de atiesada perfección estructural.
E imagino a mamá cual avecilla educada a la medida exacta de las viejas costumbres, predestinada a desarrollarse, años después, en un mundo que sólo buscaría la antítesis de aquellas ruinas Art-Nouveau empapadas de un romanticismo otoñal.
Ni siquiera para convertirse en «la de Llovet», cuando el bandolerismo autorizado colocó a mi padre en el mundo de los más importantes, abandonó mamá esa aureola de burguesita del Ensanche (hija de una rentita bastante exigua, un nombre familiar que tuvo cierto brillo durante la Renaixença y la poco remunerada colocación del abuelo en el Institut d’Estudis Catalans), aureola que sabía disfrazar bajo una máscara de elevada nobleza, aquella distinción discreta y seca que entiende de la elegancia como un saber detenerse a tiempo, y la vulgaridad como un llegar a rebasar el límite de la medida justa. Papá, por el contrario, siempre buscó en la ostentosidad y el gran aparato exhibicionista, una forma de esplendor que, acaso por sus orígenes campesinos, distaba mucho de haber olido siquiera. Y ella, la pequeña Capell, con su elegancia de gorrión de monasterio que sólo vuela lo justo para dejarse ver, tuvo que soportar todas las situaciones, todos los ridículos que papá no dudaba en ir afrontando para amasar una buena fortuna a la mayor velocidad.
Así fue como se introdujeron en el severo hogar del Ensanche la rapiña y la necesidad de fraude, la falta absoluta de escrúpulos y el reto a una sociedad que no había querido aceptar a mi padre porque antes de la guerra sólo era un payés chaparro y legañoso, sin más en el bolsillo que un puñado de ilusiones descabelladas.
Si bien se mira, yo no soy quién para juzgar la carrera poco clara —o tal vez demasiado clara— del señor Llovet, sobre todo si tenemos en cuenta que, al fin y al cabo, fui quien más se benefició de sus canalladas; pero es que siempre, desde muy pequeño, me sentí más inclinado a comprender y asumir la resignación de mamá, obligada muchas veces a hacer unos papelitos que, yo lo presentía perfectamente, no le iban por mucho que papá se empeñara. Yo, huelga decirlo, era como mamá: elegante, fino, muy sentimental y lo bastante sensible para comprender las nimiedades que a ella tanto le entusiasmaban y que papá era incapaz de entender y por lo tanto de satisfacer. Acaso por esos detalles, ella, al encontrarse sola en un mundo inabordable, me crio procurando forjarme una personalidad que encajara con la suya, que constituyese su punto de apoyo ante la incomprensión de papá. Ella, como yo, sentía inclinación por un mundo hecho de cosas de antaño, detallitos que siempre hacen quedar bien, nimiedades románticas que no podían tener cabida en la lucha cotidiana de su marido. Y en esta lucha, que se prolongaba en un terreno mucho más amplio, hecho de amistades nuevas, salidas con estraperlistas ricos y fiestecitas donde se reunían los parvenus de las nuevas zonas residenciales, mamá se sentía tan incómoda como yo en los juegos violentos del patio del colegio. Así pues, crecí perfectamente predestinado a odiar los dos ambientes.
Claro que, gracias al mundo que papá había ido ganando, yo podía vivir mejor que todos mis compañeros de colegio y hasta mejor que tú, Bruno, sobre todo en aquella época en que tu padre aún no se había decidido a integrarse en el engranaje general. Y esta querella entre el mundo de mamá, hecho de resplandores que sólo se aguantaban a fuerza de recuerdos, y la pujanza de la forma nueva, que papá comenzaba a levantar a finales de los años cuarenta, esta querella viene a ser, con la fuerza titánica de las contradicciones sociales que nos señalan para siempre, el sello que marcó mi personalidad definitiva: que rechazó mis posibilidades de trascendencia hacia aquella actitud de rebeldía que tú, años después, cuando regresaste de aquel importante primer viaje a París, te exigías con todas tus fuerzas.
La Editorial Llovet fue subiendo fuerte y poderosa, siempre a partir de una demagogia que excluía la menor posibilidad de seriedad intelectual y se acogía a las ventajas que ofrecía el gusto de una sociedad tremendamente embrutecida. Los años iban pasando y, sin darse cuenta siquiera de mi desprecio por un negocio del que ni tan sólo me interesaban sus productos —tebeos de poca calidad, novelitas de cinco pesetas para criadas y amas de casa y, además, best-sellers americanos carentes de toda ambición literaria—, papá fue ampliando departamentos, lanzó nuevas colecciones tan nauseabundas como las anteriores, contrató a nuevos empleados —a los que todavía pagaba peor de lo ordenado por la ley— y en el año 56 empezaba a situar capital en Suiza y a dedicarse a otros asuntos igualmente importantes: Bolsa, construcción, almacenes y hasta financiación de cine folklórico. En conjunto, todo aquello me pareció siempre un peso demasiado agobiante y, desde luego, de muy escaso mérito. Yo, que apenas si llegaba a entender las cosas que me gustaban, aún podía resultar menos eficaz en una empresa cuya aureola y significado me dejaban completamente frío. Papá se había mitificado a sí mismo como el clásico ejemplo —incluso novelesco— del luchador que llega a la gran ciudad con una camisa y unas alpargatas por todo vestir y logra levantar una industria y una riqueza sobre las ruinas de la guerra y la miseria. Pero el resultado de su trabajo —por titánico que fuera— me resultaba tan ajeno como el resto de empresas que habían crecido después de la guerra, las que existían antes o las que pudieran venir después. Si he de ser sincero, tuve momentos de auténtico asco por aquel sistema organizado con la intención de lograr la destrucción de mi albedrío de criatura amante de la vida. La Editorial Llovet se convirtió en símbolo de una existencia malograda, de todos los ideales a que tuvo que renunciar papá en beneficio de sus prostituciones comerciales. De todos modos me corresponde asumir que mi vida habría sido muy distinta si no llego a nacer rodeado de dinero, acostumbrándome a él desde pequeño hasta el punto de que perdiera todo interés para mí…
Pero ¿cuál fue mi vida gracias a papá? ¿Qué era Jordi Llovet gracias al dinero?
En primer lugar, muy feliz. Mis desdichas existirían sin dinero, y además aumentadas por las privaciones que habría tenido que soportar. Basta con pasar lista a las cosas que no hubiera disfrutado de no tener un padre llamado Llovet. A la edad de doce y trece años, no habría conocido Francia, Inglaterra, Grecia e Italia; no estaría cultivado ni tendría los gustos selectos que tengo ahora, sino al contrario: sería un hortera, un pequeño oficinista en el mejor de los casos, que vestiría con pésimo gusto y saldría el domingo por la tarde porque no puede salir ningún otro día de la semana. Hablaría un catalán muy vulgar y no habría leído libros importantes, ni distinguiría una buena película de otra que no lo fuera. Huelga decir que mi educación sería también muy endeble; es más: ni siquiera la tendría, pues habría asistido a escuelas gratuitas, jugando en plena calle con niños vulgares y groseros, siempre sucios.
Tendré que llegar a la conclusión de que, sin el bandolerismo de papá, Jordi Llovet no existiría o bien existiría con otra personalidad social y humana, lo cual ¿no es a fin de cuentas una forma de no existir? Los que dicen que el dinero no hace la felicidad son unos tontos. Unos envidiosos, eso son. Lo que ocurre es que la felicidad no existe, ni con dinero ni sin él. Ahora bien, eso de saber que puedes tener todo cuanto se puede comprar, que nada te será negado, que sólo tienes que molestarte en pedírselo a papá…, celà, c’est quelque chose, mon choux!
Andreu siempre tuvo aquella mirada triste y melancólica de la gente que ha perdido, no sólo el mundo, sino también a sí misma. Hasta las sonrisas que recuerdo de él, como muecas de dentadura perlina tomadas de anuncios de revistas yanquis, no tienen la menor consistencia en el recuerdo: sólo se las puede apreciar a partir de la tristeza que parecían querer combatir. Sería demasiado bonito decir que era una víctima social o un mártir de un sexo tan maltratado como el nuestro, que no es masculino ni femenino, ni carne ni pescado. No, para su memoria no puede quedar ni siquiera este último recurso de trascendencia consoladora: él siempre tuvo esa mueca de tristeza —no negaré que algunas veces contrahecha por momentos de mucha felicidad—, como Arturu la tenía afeminada y Cristina siempre brillante, de optimismo socialista. Era una parte de sí mismo, siempre para y a través de él. A partir de este reconocimiento puedo ir sin escrúpulos hacia una desmitificación total.
Al principio, me pareció que su biblioteca era el súmmum de la sabiduría, el lugar más adecuado para satisfacer mi deseo de lecturas y de cultura a mansalva. Fue un espejismo, claro, porque yo era todavía un chiquillo despistado y pensaba que Rebeca y las obras de Cronin, James Hilton y Vicki Baum —que entonces aparecían en una colección titulada Clásicos del Siglo XX— bastaban para poder sentar cátedra de literatura en cualquier universidad del mundo, incluso en la más famosa. Me faltaba conocer a Benlloc, que sería mi verdadero Pigmalión, aunque no el tuyo, Bruno, porque en seguida le viste la cola y comprendiste que si Andreu era la personificación del analfabetismo de cierta clase media, Benlloc representaba toda la estafa cultural de la burguesía. De todos modos, hasta que descubrimos estas verdades, el pisito de Andreu nos sirvió de mucho. Durante tres años aprendí a encontrar en él un buen refugio en el prójimo que hasta entonces había estado reducido a Bruno Quadreny: un prójimo cuyo conocimiento sentía ya que debía ampliar. Usando el cine como símbolo —eso a ti siempre te ha gustado mucho—, podría decir que la tarde de Quo Vadis? empezamos a sustituir nuestro mundo de fantasía irreal —Cenicienta, hadas, príncipes azules, figuritas de belén— por otro, fantástico también, pero más enraizado en un mundo que, paso a paso, nos revelaba la existencia de algo que se llamaba Historia: un mundo de grandes gestas históricas (tú) o de pequeños sueños románticos (yo). La biblioteca y la compañía, tan constante, de Andreu contribuyeron en gran medida a la consagración de ese universo mío totalmente nuevo. En primer lugar —y nada más lógico—, leyendo las novelitas de Louise May Alcott o la condesa de Segur descubrí la ineludible melancolía de ir creciendo y, al mismo tiempo, una rara inclinación hacia los pequeños mundos femeninos, la vida en colectividad de las Mujercitas, sus plácidas costumbres, sus conversaciones, mucho más entrañables que las de los machos. Del mismo modo que siempre he adorado el invierno lluvioso, así aprendí a querer a aquellas damiselas que iban siempre juntas, en comunidad exquisita, alimentándose con las inquietudes de mil acontecimientos cotidianos de tipo menor, dejando de ser niñas y llorando por no poder serlo nunca más. (El invierno, Jordi, era para los dos un sueño casi imposible: era un pueblecito de casitas con tejado puntiagudo, necesariamente nevado; en la calle, la nieve tal vez cubría las puertecillas de las casas; y las puertas, como también las ventanillas, tenían forma de corazón; por la nieve se deslizaban trineos tirados por ciervos de cornamenta dorada, crecían helechos y abetos gigantes, corrían ardillas con voz humana y en el lago, completamente helado, patinaban osos a los acordes de un vals vienés; dentro de las casas había muebles del siglo pasado, todo un mobiliario pequeño y rústico como ideado para enanos; la familia, en este hogar de tonos rojizos, se tocaba con capuchas y se ponía mantos de colores para ir a Misa del Gallo, en trineos, bajo un cielo alfombrado de estrellas doradas: un millar de campanas formaba una melodía encantadora… ¿Por qué no nevaba nunca en Barcelona?) Damiselas rosadas, vestidas con miriñaque de organdí azul, pamelas transparentes que el viento acariciaba; damiselas que vivían aventuras íntimas y acaso insignificantes, quisicosas que dejaban en mi alma un murmullo de paz muy dulce, un aroma como de colonia de mamá, de intimidad familiar convertida en realidad física, sueño de una cuadrilla de hermanas muy confidentes y que yo, hijo único, no pude tener. Después, a partir de las epopeyas de papel que tanto nos fascinaban —casi siempre eran tebeos: te doy la razón cuando dices, muchas veces, que los tebeos fueron la filosofía de toda una generación—, epopeyas de luchas polvorientas en el desierto, con su gente tan vieja, tal vez más viejos aún que el mundo, idea de personas que habían existido mucho antes que nosotros, que habían vivido, amado, luchado mucho antes que nosotros, realizando hechos violentos y brillantes, sobreviviendo incluso a su propio destino; a partir de todo eso, pues, aprendí a descubrir el conglomerado hechicero que la vejez vertiginosa de Madre Historia fue dejando día tras día alrededor del pobre títere humano. Es decir: fue tiempo de siembra, este de mis primeros descubrimientos en el mundo de la cultura y, dentro de mi mundo, Andreu se hizo querer y respetar mucho más que cualquier maestro de los que, en la escuela, nos acribillaban con largas y complicadas leccioncitas. Porque Andreu sabía perfectamente cómo entrar dentro de mí, no directamente y con alud de explicaciones, sino dando mil rodeos deliciosos de manera entretenida, logrando ilustrarme, sin necesidad de dar la lata, sobre los puntos que yo no entendía y que entonces eran muchos y muy variados. De eso me di cuenta aquella tarde de Quo vadis?, cuando confesé cosas de la película que yo no había entendido —Arturu y tú escuchabais boleros de Ana María González, entonces de moda: están clavadas dos cruces en el monte del Olvido—, y Andreu me explicó la civilización romana —que por lo visto no era tan ignorante como nos decían los curas y los tebeos— y el porqué del estado en que se encontraba al regresar Robert Taylor a la metrópoli. Al mismo tiempo, y no sin una chispita de vanidad culterana, le hice saber que yo ya conocía la novela, y él se rio y me aclaró que la edición que yo había leído estaba muy cortada porque se trataba de una versión para niños, y yo dije, no sin orgullo, que me la había regalado el editor, que es muy amigo de papá; porque, ¿sabes?, papá es editor. Y él me escuchaba con mucha atención y me miraba directamente a los ojos y yo me sonrojé sin saber la razón.
«¿Y qué quieres ser cuando seas mayor?» Contesté que pintor y a él debió de hacerle mucha gracia, pues me pidió que fuera a enseñarle mis dibujos cualquier tarde. Volví, como tú sabes, y después de ver los dibujos y una acuarela que representaba un paisaje de Delfos, él me animó a seguir pintando y cuando cumplí catorce años me aconsejó que ingresara en la Escuela de Bellas Artes. Dijo que me recomendaría a un maestro, muy amigo suyo, y que la Escuela me gustaría mucho porque estaba situada en un edificio gótico. Y eso me dejó un poco perplejo y, lo recuerdo muy bien, le pregunté: «¿Gótico de verdad?». «Sí.» «¿Del viejo, lo que se dice del viejo?» «¡Claro! Más viejo imposible, puesto que es gótico.» Fue un momento completamente excitante: la primera mirada hacia el futuro, el primer descubrimiento de lo enorme que era y el sinfín de posibilidades que podía incluir. Después, al intimar con Benlloc, no hice otra cosa que preparar para la madurez una semilla que Andreu había regado cuidadosamente a lo largo de aquellos años, arriesgando interés y amor, pero, sobre todo, una fe ciega, ilimitada, en lo que yo podía ser o hacer el día de mañana.
Andreu. Sus gestos, sus miradas, se dirigían siempre hacia el exhibicionismo; se lanzaban, además, con una seguridad y un dominio de la propia presencia que yo sólo había visto en algunos artistas de cine —y Andreu imitaba a muchos y muchas—, en los modelos de los anuncios americanos y, naturalmente, en Amèlia Quadreny, tu señora madre. Ella y Andreu —y un poquitín la pizpireta June Allyson— eran entonces mis monstruos sagrados. Así pues, y mientras seguía un proceso de imitación al que estaba predestinado desde niño, la obsesión de parecerme a los tres se convirtió en mi más directo objetivo: el primero de todos. De June Allyson, pecosa como yo, pero no tan rubia, imitaba aquel su aire deportivo, moderno, dinámico sin caer en la ordinariez. De Amèlia Quadreny ambicionaba aquella imperiosidad de cada gesto, aquel ritmo grandioso, frívolo y sereno a la vez, que la hacía triunfar sobre cualquier circunstancia: que la divinizaba. De Andreu aspiraba a captar aquella elegancia imposible de ser descrita, propia de los seres que se han autosublimado dejando atrás la vulgaridad en que quería encerrarlos su circunstancia, por demás mediocre.
Andreu solía contarme las cosas con tanta amenidad, con tanta dulzura, identificándose con ellas y haciéndome identificar de tal modo, que las dimensiones al uso dejaban de existir y sólo percibía el universo contenido en la narración y, paralelamente, lo que yo creaba partiendo de él. Solía suceder en tardes desapacibles, muy tópicas, de aguacero o caída de hojas (¡Querido Jordi, querido! ¡El encanto indiscutible de los tópicos!), con aquella capa de humedad sedosa chocando contra los cristales resbaladizos, sobre las aceras o entre el verdor del Turó Park, que temblaba con raras cualidades de pintura expresionista: siempre, naturalmente, en aquella hora mágica en que la tarde se convierte en crepúsculo exhausto. Después me daba de merendar y me acompañaba a casa. Conducía en silencio, como si hubiera agotado su capacidad narrativa.
Pero una tarde invernal, lluviosa, fugaz tarde de instantes cansinos, Andreu tuvo una tristeza más repentina, pero que, por contraste, habría ido amontonando desde tiempo atrás: que debía de tener bien asumida. El paseo de Gracia nos recibió con el asfalto empapado y aquella elegía de paraguas que tanto nos gustaba contemplar. Salíamos del Kursaal, ese cine hoy derribado donde toda nuestra generación descubrió la sorpresa impagable de lo insospechado, la grandeza del cinemascope. Sólo un descastado podría no acordarse de él con agradecimiento. El mundo de la aventura, la fascinación de las formas antiguas se ensanchó de lado a lado para darnos la impresión de titanismo que el espectro de la Historia quiere y exige. A las matinales del domingo solíamos ir tú, Carlitus y yo, acompañados por la criada, que nunca acabó de entender por qué saltábamos de la butaca cuando Robert Wagner ganó a los vikingos malos y pudo besar, ¡gracias a Dios!, a la princesa Janet Leigh. Realmente, aquella vez Andreu se había anticipado a mis deseos, y aprovechando mi primer traje de «persona mayor» (los pantalones largos y la camisa de cuello duro y la chaqueta corta, con un corte al lado, y la aguja para la corbata y los gemelos, de oro, regalo de Andreu) me vendió a la alegría absoluta, desbordante, incomparable de Sinuhé con gran reparto de all stars y la maravilla del sonido estereofónico magnético, con fechorías eróticas suavizadas por la censura, y misterio histórico y todo cuanto podía uno ambicionar en una película, en sesión de tarde, numerada, para burguesía rica y con mucho lucimiento en la platea (¡qué gusto daban esos privilegios de poder ir al cine una tarde de día laborable! ¡Cómo comprendía a aquel público, yo, gran burgués en potencia para el porvenir del imperio barcelonés!)
Paseábamos bajo la lluvia hablando de la película. De repente, y de agradecido que me sentía, le dije a Andreu que lo quería mucho y él musitó unas palabras ininteligibles y se puso a llorar. De hecho nunca he llegado a saber si eran lágrimas o gotas de lluvia o qué, pero las muecas eran innegablemente lloronas. Paré un taxi (también era el primero que paraba por mi cuenta), pues me parecía que a Andreu iba a darle algo en medio de la calle. Mi corazón latía muy aprisa, de pena por el pobre chico, y en aquel momento se me reafirmaba la sensación de que él era, para mí, algo tan importante como papá y los abuelos o, para expresarlo mejor, como mamá. Se lo dije, procurando ser cariñoso, y Andreu, en lugar de alegrarse, me miró irritado mientras me insultaba con palabras de una grosería inverosímil. Yo, asustado como no puedes imaginar, seguía aguantando la puerta del taxi.
—Soy como una segunda madre, ¿verdad? ¡Pues anda, rico, ve a que te entretenga la primera! ¡Si eso es todo lo que puedes ofrecer a la gente, ya puedes ir a tomar viento!
Lo veía alejarse bajo la lluvia, bajo el follaje que era ya medio alfombra. Iba encorvado, casi jiboso. El taxista dijo que ya tenía la mosca detrás de la oreja de tanto esperar y que a ver si nos decidíamos. Como un autómata, sin voluntad, le dije que me llevara a la Diagonal. Había ya doblado por la calle Aragón y estaba a la altura del Savoy, cuando le dije que volviera a bajar por el paseo de Gracia y el coche bajó por el centro y yo, al ver a Andreu que iba hacia arriba, dije al taxista que parara. Cuando el taxista me dio la vuelta (el dinero que Andreu me había dado bruscamente, antes de marcharse), mi amigo estaba a punto de desaparecer entre la natural muchedumbre de un atardecer en pleno paseo de Gracia. El taxista, sucio y legañoso, me miraba con aquel aire de mofa y desprecio que adoptaban los chicos del colegio cuando tú no estabas a mi lado para defenderme. A fin de cuentas, ¿qué me importaba la opinión de aquel hombre? Ni siquiera era asunto suyo. Ni siquiera era elegante. Eché a correr, detrás de Andreu. La lluvia, cada vez más fuerte, me entraba en los ojos. Alcancé a Andreu. Le puse una mano en el brazo y él se volvió. Estaba empapado, con las manos en los bolsillos y yo, con el agua resbalándome por la frente, había empezado a llorar. Nos miramos. Debió de ser una escena muy pintoresca, llena de incógnitas para tantos babiecas que nos miraban de reojo al pasar. Tendí la mano…
—Es la vuelta. Te la dejabas…
—Bueno. Ahora vete.
Quería preguntar, pero en el fondo de mis preguntas sólo había una voz que me daba miedo escuchar y que, a pesar de todo, era dulce, llena de instantes que contenían las lágrimas de los dos. Él se encogió de hombros y reanudó su camino. Yo me quedé plantado, bebiendo la lluvia y la noche que empezaba a caer y hasta el follaje marchito. Andreu, de repente, corrió hasta donde estaba yo, y cogiéndome de un tirón, me arrastró bajo un balconcito de una casa de esas modernistas que había en el paseo de Gracia, me cogió la cabeza entre sus manos de gigante, y parecía que quisiera aplastarme el cerebro.
—No puede ser —tartamudeaba—. ¿No ves que no puede ser? ¡Yo soy bueno, Jordi…, lo soy!
Y decía que no quería hacerme daño; que yo, por lo menos, tenía que salvarme. Yo, haciendo todavía pucheros, lo miraba sin quererle entender, quería guardarlo muy adentro de mis lágrimas, retenerlo allí para siempre. En esas lágrimas se reflejaba algo que no podía dejar atrás por muy adelante que yo pudiera avanzar: algo que estaba dentro de mí, de todas mis horas felices, de antes o después de conocer a Andreu. Algo que era una prolongación tuya, Bruno, de lo que tú pudiste ser en mi vida si la naturaleza no hubiera sido tan cruelmente burlona creándome como una mezcla que hubiera querido para ti.
Antes de morir, hace ya no sé cuánto tiempo, Andreu todavía me mandó a París una carta muy cansada, pero que me hizo sonreír continuamente por la abundancia de catalanismos menestrales:
Estimat nen (yo siempre te llamaré así), ¿qué es de tu vida, ahora que te has librado de la familia, de mí mismo y de esta ciudad maldita? Es probable que no vuelva a verte nunca más, y esto me llena de tristeza, me pone desesperado porque, como tú dijiste alguna vez, algo en ti es obra mía. ¿No te acuerdas de nuestras tardes de lluvia cuando tú todavía eras un niño y yo te explicaba cosas y me escuchabas ensimismado haciéndome tantas y tantas preguntas que, al correr del tiempo, yo ya no podía contestar? Ahora, mirando para atrás, te evoco con mucha nostalgia, como en aquella tarde en que tú comprendiste de golpe lo que eras, lo que significabas para mí y no quisiste retroceder a pesar de adivinar el infierno en que yo me había hundido. Evocar tu entrega, la donación de tu pureza, tu deseo de cultura, el afán de tus preguntas o tu satisfacción ante mis respuestas; todo junto, quiero decir, la imagen que es de tu desarrollo a mi lado, me llena de orgullo que nunca había sentido, que ya no me queda la ocasión de volver a sentir. Eres mi creación, la que me redime de los abismos a que te arrastré, la que me eleva por encima de tantas depravaciones pese a que, desde que te fuiste, no hay ninguna depravación a la que no haya sucumbido; esta justificación, en fin, que consiste en el hecho de haberme transmitido a ti por entero, de haber vivido a través tuyo una segunda existencia, más pura y mejor; no sólo a través de ti, sino por ti, especialmente. Y ya no se trata de una solución más o menos existencialista, de las que pregona el sabihondo del Bruno (aquello de que tú eres de esta manera porque yo te veo así, yo existo porque soy tu reflejo, etc…), sino que es la grandeza de mi anulación en favor de tu propio engrandecimiento (me reprochabas, a veces, que siendo yo tan capaz de creación no crease nada: era que te estaba creando a ti); un acto, quiero decir, que demuestra mi gran filantropía. Perdido o no, doquiera que estés, eres la única cosa importante que he dejado tras de mí. Y me consuela saber que en estos momentos estarás clavado en algún teatro, cine o exposición… Sé que Bruno es un buen guía para tales cosas. Espero que él no deje que París te destruya como Barcelona me ha destruido a mí. Por cierto que en este país las cosas están cambiando y quien lo sabe asegura que muy pronto habrá una gran apertura de la censura. De momento, y aunque no lo creáis, han dejado publicar Rojo y Negro y El Decamerón, y han pasado una película muy verde, llamada La gata negra, que salen prostitutas y Barbara Stanwyck hace de tortillera. Cuéntame si has podido ver la función de la Callas y cómo estuvo de desplantes y si es verdad que ha perdido la voz. Aquí, en el Liceo, todo imposible: cualquier ganapán ya se atreve a ir a la platea y las entradas de palco son un escándalo, con todas las mariquitas buscándose y haciendo plan. ¿Podrías; de pasada, ir un día al Faubourg Saint Honoré número 5 y pedir por un moirée que tengo encargado desde hace tres meses y que aún no me ha llegado? Ah, sobre ese vizconde, este vizconde que dices que has conocido. Debe de ser un fraude, esto del título. De vizcondes que financien una exposición a un jovencito desconocido, ya no quedan. Todo esto se acabó con la Cléo de Merode, la Otero y, tirando lejos, la Zsa Zsa Gabor (¿has leído el libro de Elsa Maxwell?). Dime: ¿comes bien? ¿No pasáis hambre? ¿Cómo vistes? Esto sobre todo, no lo descuides. Ya sé que Bruno es muy existencialista en esto de la ropa, pero tú no te fíes mucho, porque los existencialistas al principio hacen mucha gracia, pero después resulta que ninguna persona de calidad les abre las puertas de sus salones. Me siento responsable. Y, créeme, es como si estuviese muerto. Pero por ti, a través de ti, hay veces que me parece vivir una nueva existencia. ¡Tanto como soñaba, en los años cuarenta, irme a vivir a París! Recuerdos de parte de Arturu, la «Suzie Wong» y la «Lili Barcelona». Escríbeme, escríbeme, escríbeme…
Andrés
Cuando Benlloc me dijo que lo de que yo andaba por mal camino lo sabía desde hacía tiempo, me quedé de piedra. Era el año antes de la Gran Nevada, el año antes de que decidiéramos huir a París. Me sentía muy obligado hacia Benlloc, y después de conducir con mucha indecisión por los alrededores de Pedralbes, después de dar muchas y muchas vueltas, comprendí que tenía que prescindir de la vergüenza y entrar de una vez en su casa y contárselo todo. Pero ni siquiera se alteró. Yo esperaba que se escandalizara, que me echara a la calle como un trasto, una pobre Cabiria barcelonesa. Nada. Lo único que hizo fue adoptar una actitud paternal, que acaso por parecerle poco conveniente se apresuró a cambiar en diálogo entre compañeros. Yo no me atrevía a mirarle a la cara sin sonrojarme. Interesado como estaba por Jordi Llovet artista, no podría dejar de estarlo por Jordi Llovet persona; y si al principio me colocó a la altura que me correspondía por mis años, yo no tenía por qué ofenderme, sino más bien agradecerle su ayuda, huraña, pero producto del cariño; la mano que me tendía para ayudarme a salir de lo que yo consideraba mis tinieblas.
—Por otra parte —rezongó, mordiendo la pipa—, tú no piensas cambiar, ¿verdad?
—Si cambio perderé a Andreu. Y no quiero perderlo. Pero esté seguro de que no me hundiré. A través del amor he de sublimar eso que la sociedad denomina vicio. Sé perfectamente que lo puedo lograr. Y Dios me comprenderá.
Se rio estrepitosamente.
—¡Estás hablando con un ateo, jovencito! Y ahora, dime: ¿por qué quieres engañarte a ti mismo?
—No me engaño —dije—. La pureza es posible. Lo es hasta para los que estamos hundidos en el vicio. Usted debiera saberlo.
—No, no es posible, porque la pureza es una gilipollez. La pureza es, como mucho, un estado de ánimo. Si procuras ser puro estando consciente de que te encuentras metido en el lodo hasta el cuello, seguro que eso de la pureza no llegarás a creértelo del todo. Si estás sucio, es porque lo crees; y si eres puro, ídem de ídem. Pero tú te estás acusando de perversidad y por tanto nunca llegarás a ser puro.
Cambié de disco. Benlloc ya me dejaba meter las manos («las patas», decía él) en su tesoro de discos antiguos. Pilar Alonso nos endilgó una canción de Arletty, último espejismo de un París popular y sentido.
—No soy yo quien se cree vicioso. Son los demás quienes pretenden que lo crea. Los demás piensan que, cuando se es como yo, sólo es posible la porquería.
—A los demás, querido, mándalos a la mierda. Si tú, liado con este sarasa (y perdona, que no es ningún insulto personal), si tú te encuentras bien, adelante, pues querrá decir que ése es tu estado natural. Tú ve a lo tuyo y no hagas caso a los demás, que ellos también llevan su vida y no están para historias. Ahora bien, desde el momento en que te avergüenzas de algo y no puedes mirarme a la cara cuando me oyes decir sarasa, eso quiere decir, por mucho que lo niegues, que sabes que éste no es tu estado natural, que estás fuera de la naturaleza…
—Sí lo es, créame. Y si siento vergüenza no es a causa de mí mismo, sino por lo que dicen los demás: la sociedad puede hacer que me sienta culpable, pero yo sé que soy inocente…
Mientras me contemplaba parecía distanciarse progresivamente, como si le impulsase una extraña forma de piedad cristiana que ponía una densa barrera entre los dos. Él era el normal y yo, quieras que no, un ser amorfo, tal vez ni siquiera digno de ser tomado en serio. Entonces adoptó un aire medio burlón, bastante agresivo.
—Mira: si quieres te llevo a un bar de putas y te presento a una cachonda que sepa trabajarte bien, que de éstas aún quedan. Yo, si te he de ser sincero, ya no estoy para guerras de este tipo, pero te aseguro que son boccato di cardinale. ¡Si es más viejo que el mundo, hombre: un vaso de vino, buena comida y una chavala que te la levante con gracia! No compliques más la vida; ponte donde manda la naturaleza (que es más sabia que nosotros) y se te irán todas esas preocupaciones…
Yo lo contemplé sin saber qué pensar, como si fuera un ídolo que caía de repente. Y dije, como si no hablara con nadie:
—No. Las mujeres no me atraen. Toda la vida he sido así; a estas alturas me parecería absurdo buscar excusas extrañas. Además, no veo por qué he de hacer lo que no me gusta.
Entonces Benlloc me dio unos golpecitos en la espalda.
—Pues déjalo correr. Tu orden es el caos. Ve hacia tu orden y, por lo menos, procura dignificarlo.
Volvió a golpearme la espalda, medio enfadado, medio satisfecho (en casos así quería decir que me fuera, que le entraban ganas de escribir). Ahora comprendo que estaba muy triste, pero que, a pesar de todo, no me despreciaba ni podía hacerlo.
—Procura no decepcionarme —dijo—. Hace tres años que te estoy vigilando, que te cuido como si fueras un hijo tonto. Ahora, Jordi, procura no hacer tonterías: no me hagas quedar mal. Pinta, pinta mucho. Píntalo todo. Lo demás… mira… no sé… haz lo que te dé la gana, porque también lo harías a pesar de mis consejos.
(Adiós, Benlloc, adiós en la gran cabalgata de sombras perdidas más allá del tiempo. Adiós tus frustraciones, el agravio de hombre acabado, de libertades jamás reconquistadas. Adiós, chalet de Sarrià, recibidor-comedor-estudio abarrotado de Raqueles, Bertinis, Tórtolas Valencias, cuadros surrealistas de pintores anónimos que acaso fueron, en un tiempo pasado, esperanza de toda una generación malograda. Adiós, adolescencia mía: aquí, Jordi Llovet nace a la gran corrupción del mundo…)
Y tú, Bruno, cuando te lo confesé, cuando con voz que no se atrevía siquiera a elevarse a un tono normal te conté por qué había fracasado con la furcia que me habías recomendado, tú, Bruno, me abrazaste muy fuerte y casi llorabas…
—Lo siento muchísimo, Jordi…, no puedes imaginar cuánto lo siento. Pero te quiero más que a nadie y, ahora mismo, daría la vida por poder ser como tú. Así podría ofrecerte todo el amor que te faltará siempre, así no estarías solo… y, después, que el mundo nos castigara a los dos. Pero ya ves: lo único que puedo hacer por ti es decírtelo…
Y una tarde que ya era de los años sesenta, Andreu y yo nos tendimos en un promontorio de la playa sucia, cerca del Somorrostro, bajo el cielo impenetrable de mi ciudad invernal. Las olas estaban muy inquietas, pero su rumor, más que tumultuoso, tenía un ritmo uniforme que contenía la paz. Si volvíamos la cabeza abarcábamos los techos de paja de las barracas retorcidas y desvencijadas, que dejaban escapar una humareda muy espesa; y el humo iba a mezclarse con la niebla industrial de la ciudad, a lo lejos. Los rayos postreros de un sol muy débil empapaban las paredes de las barracas con tonalidades oscuras; daban, además, alguna pincelada, pálida, directa, sobre unas dunas de la playa, cerca de la enorme cloaca que llevaba al mar las miserias de Barcelona; en las dunas bailaban gitanillos medio desnudos: cuerpos ennegrecidos, costras de mocos y durezas, pies descalzos con otra costra de fango y suciedad. Y yo contemplaba mi jersey de moda, muy grueso, con soberbios rombos blancos sobre un fondo de lana verde, y sentía un orgullo que poco a poco me hacía considerarme superior al resto del mundo.
Paseamos por las callejas que se formaron entre las barracas. Había llovido y el suelo estaba aún enfangado; tanto, que hasta daba asco pisarlo. La lluvia había inundado algunas barracas y a las puertas se amontonaban un sinfín de trastos: cacerolas oxidadas, muebles apolillados, somieres de muelles reventados mil veces pero que se intentaban mantener atados con pedacitos de cuerda; colchones manchados, almohadones muy sucios, tal vez pertenecientes a los que dormían en el suelo… Y era triste, de repente: era todo muy triste; ni siquiera melancólico, de una melancolía dulce: triste a secas. Los rostros, pedigüeños y contrahechos, tenían expresión de alejamiento, como si fueran ajenos no solamente a nosotros, que los mirábamos con la curiosidad que despierta una realidad exótica, sino hasta al cielo que los cobijaba con una falta absoluta de piedad y porvenir. Y los niños jugaban predestinados, sabedores de un futuro demasiado cierto en el que era preferible no pensar. Y todo olía mal, los alrededores despedían un hedor fuerte, repulsivo.
Los dejábamos atrás mientras nos acercábamos a las sombras inciertas del guirigay de la ciudad. Antes de perderlos de vista para siempre, me volví, acaso con un último esfuerzo para retener su imagen. Nuestros padres solían aconsejarnos que fuéramos a ver la miseria ajena, porque de ella podíamos sacar más de una lección provechosa, «id a las barracas, ved cómo sufre aquella pobre gente, y así aprenderéis a ahorrar para la vejez.» Claro, ¿quién no pensaría en el ahorro después de contemplar aquella estampa? Era aterrador pensar que algún día podíamos encontrarnos así. Después, siempre que he intentado evocar a aquella gente, nunca lo he logrado del todo. Sus miradas pertenecían a una especie de raza irreal que estaba muy lejos de la nuestra; sus hechos diferenciales estaban más allá de cualquier posibilidad de aproximación que pudiéramos realizar nosotros: nunca existieron o tal vez no los vi. Esta sensación se la comuniqué a Andreu, pero sólo obtuve una sonrisa que no comprendía. De hecho, ni siquiera ahora, al cabo de tantos años, he conseguido saber qué pensaba de la miseria ajena. Tampoco creo que le robase el sueño. Sé que durante la guerra lo pasó muy mal, pero era un estado social que ya había superado a fuerza de deslomarse trabajando y que, por tanto, prefería olvidar. Huelga decir que le interesaba más el maquillaje que llevaba Myrna Loy en Vinieron las lluvias o si Celia Gámez estaba bien conservada cuando vino a Barcelona a cantar Soy el águila de fuego, yo soy la misma de ayer. No es que se lo reproche, no. El subdesarrollo de las clases bajas —las cuales, todo hay que decirlo, no suelen ser catalanas— es lo más gris del mundo. Si bien se mira, las clases trabajadoras sólo pueden interesar a un espíritu selecto en ciertas novelas de Zola o en el teatro de Sean O’Casey. Ahora bien, si en las obras citadas, y tal vez en alguna película neorrealista, cuando sale la Magnani con sus desplantes, podemos llegar a sentirnos atraídos por personajes del tres al cuarto, sólo se debe al hecho de que los ha sabido sublimar la sensibilidad de un artista. Pero en conjunto, como clase social o como individuos, no aportan lo que se dice ni así de comunicación estética. Y es bien sabido que todo lo que no sea estética no es nada.
Andreu condujo por la avenida Icària (casitas húmedas, llenas de mugre y de la humareda que surgía de la estación de enfrente), dejó atrás la Barceloneta (¡qué deprimente es este barrio portuario!) y aparcó el coche en la plaza Palacio, junto a los edificios neoclásicos.
Paseamos, zigzagueando, por el barrio de Santa María del Mar, y Andreu me hizo fotos en medio de aquellas callejas sombrías, remembranza medieval de mi ciudad de antes de que llegara el momento de derribar las murallas y construir nuestro Ensanche. El laberinto de Santa María del Mar era, a principios de los años sesenta, un almacén de basuras, ratas, orines y olores de mala cocina casera. Recorrimos las calles de más allá, siglos atrás señoriales y hoy miserables, y Andreu hizo una declaración de amor hacia aquel lugar, que yo más bien conocía por lo que me habían contado los abuelos y por las descripciones de alguna novela. Se lo dije así a Andreu, y él soltó una carcajada que me molestó un poco y exclamé:
—¡El que hace lo que puede no está obligado a más, guapo!
—Excusas de mal pagador —dijo—. ¡Pero bueno! ¿Qué es eso de conocer tu ciudad a través de dos o tres libros y cuatro cuentos de viejas? La tienes a tu alcance, está aquí sólo para que la vivas a cada segundo… ¿Qué esperas? Mírala y ámala, porque es tuya.
Entonces, con una mirada, no negaré que aburrida, abarqué las ruinas de polvo, las paredes quebradas, el espectro de un oropel irrecuperable. Me encogí de hombros.
—No, ésta no fue mi época. Ni siquiera pertenece a mi barrio, a mi educación…
—¡Crío insulso de Diagonal! ¿Qué puedes esperar de aquella Barcelona fría, de nuevos ricos, sin ninguna tradición a cuestas? Mira bien todos esos andrajos de los balcones, aquel escudo condal lleno de musgo, la fuente que no mana…
—Sólo veo ropa tendida —dije—. Parece una película italiana…
—¡Anda, anda! ¿Y tú te dices barcelonés? Vuelve a mirarlo: sosteniendo la ropa, ¿no ves la sombra del pasado? Todas estas hornacinas vacías, las campanas de Santa María con esos nombres que les dio el pueblo, la Bacallanera y esa Tomassa…, ¿es posible que no te digan nada? Tu pasado está aquí, niño mío, y a partir de él tú existes. Quiero que sepas lo que es tu ciudad y que un día llegues a amarla no sólo por uno de sus distritos (por elegante que sea), no por uno de sus hombres, no a través de las cosas que se han escrito sobre ella, sino por todo lo que ha sido y será en tu vida y en tu amor. Porque, fíjate: al amarla, no amas solamente una piedra o un conjunto de casas, sino que nos amas a todos…, amando a tu ciudad, amas a la humanidad entera. Y no te armes un lío, ahora, con el concepto de patria que os enseñan en el colegio, que es totalmente distinto. No me refiero a amores de guerra novelesca, de defender el país hasta la muerte y dejarte matar y todo eso… No, no te pido que seas un héroe. Sólo me refiero a tus raíces. Que sepas que cuando vuelvas a tu ciudad, cuando hayan pasado los años y llegues por el muelle y bajes de un barco enorme y la Rambla vuelva a abrirse ante ti, entonces sentirás…, no sé cómo decírtelo…, no un sentimiento de héroe, nada de patria que te llama, no, eso no…, nos sentirás a nosotros, a todos, latiendo en el fondo de cada recuerdo tuyo; y también nuestros rinconcitos, nuestras casas ya envejecidas, donde un día fuiste feliz; me sentirás a mí, recordarás estas palabras, aquel arco roto; recordarás a tu madre, de joven, en su piso del Ensanche; a Bruno y la calle donde nació…, abrirás la mirada sobre mil cosas que creías no haber advertido antes y descubrirás que las tienes muy arraigadas, más de lo que nunca has tenido ningún amor, ningún miedo…, como nosotros mismos, ¿sabes?, hechos a la misma imagen…
Caminábamos ya por otras calles que formaban laberinto alrededor de la Vía Layetana y después, al atravesar otros grupos de fachadas —mezcla de nuevo y de viejo—, sentimos el choque del Barrio Gótico.
Y pregunté:
—¿De verdad amas tanto Barcelona?
(Como tú, Bruno, así de gemelo este espejismo de amor ciudadano: enloquecido, también tú, por el espectro de tu ciudad, llevándola en cada gota de tu sangre.)
—La siento —dijo Andreu—. Es mía. Contiene todas mis horas, todas mis frustraciones. La amo y la maldigo. En ella crezco, aprendo a sufrir y empiezo a ganar dinero. Ella es los años que pasan sin dejar nada… excepto tú, que también pasarás. Y después, cuando todo haya pasado, sólo estará ella, mi ciudad: socarrona, cruel y amorosa. ¿Por qué me has hecho esta pregunta tan tonta?
—No sé. Me parece que ahora, de repente, estás más triste. A veces, Andreu, te pones muy triste…
—Muchísimo. Mira: no me cuesta nada sentir que he perdido el tiempo. Tú dices que me llega de repente, pero es una sensación meditada, de tedio que se va acumulando. Viéndote crecer, viendo cómo hacías el bachillerato, cómo lo terminabas (hay que decir que a duras penas, ¿verdad, niño mío?) y entrabas en la universidad y pintabas…, al pensar en lo que serás, en lo que puedes llegar a ser…, todo eso me llena de una especie…, no sé si me entenderás…, de una especie de rencor sin fin. Lo tengo aquí dentro, este rencor. Por todo. Y es muy malo sentirse así.
Yo le cogí la mano. Y ahora, en el recuerdo, me parece que sonreíamos.
—Parece que la vida no es nada fácil, ¿verdad?
—Nada en absoluto. Cuando miro a los jóvenes, pienso que yo nunca podré recuperar mi juventud. Ya lo ves: cuando se tienen «más de treinta años», hasta lo de no poder casarte empieza a preocupar un poco. —Rio, se encogió de hombros y me soltó la mano—. Y la ciudad es, desde siempre, el testimonio más odioso de mis frustraciones. Si hubiera podido estudiar, tal vez… ¡ah, pero sí que estábamos para estudios, recién terminada la guerra! Ahora lo tenéis mejor. Os quejáis, pero todo es más fácil. Podéis tener discos, libros, hacer viajecitos a París…, ¡así se puede tener cultura! Nosotros (quiero decir Arturu, Lluís, yo) bastante hacíamos con ganarnos los garbanzos. A los doce años, sin poder hacer el bachillerato, yo ya estaba empleado en casa de un sastre para hacer recados.
—Eso ya lo sé. No lo dudo. No os echo nada en cara.
Y él abría los brazos en medio de la calle estrecha, repleta de sombras condales, y parecía que fuese a abarcar las paredes, arrancarles todo su tiempo convertido en moho. Y fuimos a parar a la plaza del Rey, donde aún se levantaba la columna romana rodeada por una planta trepadora, único resto al aire libre de aquel templo mágico que descubrimos, hacía ya mucho tiempo, un atardecer de Santa Llúcia. Cuando pensábamos que el mundo era un belén con agua de verdad.
—¡Cuántas veces he venido aquí! —murmuré.
—Y cuántas vendrás. Pues ¿qué te creías? Todo es lo mismo, cariño: es ir a parar a la plaza del Rey con el amante de turno y dejar que pasen los días y volver una madrugada, trompa y lloroso, nuevamente solo, porque él te ha abandonado y no queda nadie más. Te das cuenta de que todo escapa. ¿Qué habías pensado de tu Barcelona? Es ir de frustración en frustración hacia un final que está ya escrito en estas paredes. Míralas bien; parece que te digan: «Volverás, Andreu, volverás más solo que nunca». Y al principio no lo crees. Piensas: «¡De qué! Yo conseguiré huir». Pero ¿crees tú que huyes? ¡Qué va! Aquí te quedas. Quisieras irte al extranjero, viajar mucho, convertirte en personaje de novela… pero aquí te quedas, diez, doce, veinte años…, ¡y cómo pasan! Y tú también. Y al cabo, miras lo que ganas: un taller de confección que te da bastante dinero, y el cochecito que te lleva a casa. Y la ciudad que se ríe de ti, y tú que la amas mucho, con un amor rabioso, sin poderlo remediar, porque a fin de cuentas ella te ha visto desde siempre, te ha conocido demasiado pronto y no quiere que te des el bote comme ci, comme ça.
Andreu. ¡Qué lejos, más allá de mi futuro, tu frustración de hombre! Todo demasiado lejos para que aún pudiera entristecerme. Te veo, querido muerto, aprisionado en una marchita imposibilidad de ser o de realizarte: te veo inútil y mediocre, víctima de ti mismo y de tu ciudad. Y pienso: ¿es preciso irse de Barcelona para llegar a ser auténticamente grande? ¿Hay que dejar atrás esta ciudad gótica, rechazar sus embustes disfrazados de gran civismo, para llegar a ser, de una vez y necesariamente, un hombre como es debido?
Pero en tu caso, querido muerto, tal vez no era solamente Barcelona la culpable. Ya lo decía Bruno: no eras sino el resultado de una clase que, al lograr un pequeño estatus de bienestar, se contentó con las migajas que los demás habían dejado y ya no necesitó nada más para justificarse. Y yo, que siempre he sido un poco como tú, empiezo a darme cuenta de eso ahora. Éramos antihistóricos. Andreu: lo éramos nosotros y también la ciudad, desde muchos años antes y después de nosotros. Hubiéramos querido detener la Historia, pero la Historia —y Bruno lo sabía perfectamente— avanzará aunque tengamos que morir todos. Y vendrá, no lo dudes, un mundo nuevo en el que aquella Barcelona ya no tendrá cabida.
Pero ahora quiero echarte en cara tu mediocridad sentimental. Eso sí que no tenía remedio; al menos con respecto al amor que yo quería, a la relación que yo esperaba: dos seres que prolongasen la suerte envidiable de tantos amantes platónicos. Y pienso que, aunque no te hubieras encerrado en aquella ciudad inmóvil, lo mismo hubieras sido este fracaso, esta mezcla de inquietudes mal encarriladas, esta frivolidad que demostrabas inevitablemente como portavoz de tu mediocridad, porque la mediocridad es una condición innata y tú no eras más que eso. Recuerdo cómo te irritabas siempre que te enseñaba un dibujo mío: «Yo también soy artista —solías decir—. Yo también soy capaz de crear. ¿No es creación hacer un vestido? ¿No es un arte tanto o más difícil que eso de ensuciar papel con cuatro colores?». Y al principio te creía. A mis ojos adolescentes eras un dios que nadie ni nada podría derribar. Y ya lo ves: el tiempo fue pasando y tú te hacías viejo y yo me elevaba y era muy nuevo. Soy incapaz de explicarlo, soy incapaz de decirte por qué, pero el sabio omnipotente se me fue revelando como un simple menestral que había hecho dinero demasiado aprisa. Eras como el resto de aquella sociedad de advenedizos que me querían devorar. Y tú seguías creyendo que yo te admiraba, y te maquillabas para estar más guapo y me decías: «¿Lo ves? Al llegar a una cierta edad se puede ser más atractivo que un adolescente. Ya me dirás quién luce mejor, si tú con tu juventud o yo, que ya he pasado de los treinta. Salgamos a la calle y a ver quién liga más. Anda, hagamos la prueba, bonito…» Y eso no era nada digno de un dios, ni siquiera del hombre más o menos superior que yo había idealizado. ¿Qué creías, pequeño ridículo, que toda mi vida estaría tan ciego? Todo eso de llevarme a jugar a la canasta con lesbianas demimondaines, de presumir de nuestro asunto en los estrenos de las folklóricas que os gustaban, de exhibirme como un triunfo ante tus amigos ajados, de caras mugrientas bajo el cosmético; todo eso, ¿crees que tenía algo que ver con mi idea helénica de lo que tenía que ser una relación como la nuestra? Vosotros, comunidad de gatas vocingleras, tan bien educados, tan bien vestidos, con tanta soberbia sólo por haber estado quince días en Roma o en Ámsterdam, a la búsqueda única de cuerpos jóvenes que quisieran hundirse en vuestro mundo de oropel ajado; ah, locas de playa, presumidos pájaros de paso que no pasabais de Oscar Wilde —y decíais Uaild, para que se viera que ibais a la Berlitz— o de las novelas y las obras de teatro que dedicasen un poco de atención a vuestro problema sexual; vosotros, que sólo pensabais en el placer y el lucimiento de vuestros cuerpos esperpénticos, que todavía os considerabais los más selectos del mundo porque teníais la piel bronceada por el sol de Sitges o Lloret y cuatro camisas de lujo, compradas en las tiendas de moda; y tú, Andreu, tú igual que ellos: locas de libros carísimos que nunca abríais, de discos de Bach y Haydn que nunca podíais escuchar porque Sara Montiel ocupaba todo vuestro tiempo y el que os quedaba lo dedicabais a Luis Mariano… Y yo, Andreu, yo que soñaba con el infierno de Rimbaud y Verlaine como realización de un sentimiento edificado sobre el afán creador de almas verdaderamente selectas, de un amor que pudiera ir más allá de aquel gueto con pretensiones de selectividad que entre todos habíais construido… ¡Dios caído! Abajo, Andreu; abajo, tú y los tuyos.
Y sin embargo, ¡cuánta vida mía que sólo lleva tu nombre!, cuántas horas inolvidables, cuánto deseo de llegar a ser como tú, como Arturu o la Lili Barcelona, como vuestro grupo del entonces centro del mundo para mi mente aún no formada.
Evoco nuestro primer paseo por el hormiguero del Barrio Chino. Una actividad de noche de sábado hacía el tráfico imposible; a través de una humareda muy espesa, arrojaban luces coloreadas todos los bares de esquina. Cayó sobre nosotros una masa humana que era mezcla de placer y de tedio; desesperanza y miedo; hambre y dinero grasiento; sudor y espanto: una masa que intentaba clavar su cuchillo envenenado de vida en nuestras carnes demasiado vírgenes. Las furcias gordas y de piel rojiza, vestidas de espantapájaros, los marinos americanos y los niños andrajosos que corrían detrás de ellos, los ciegos que vendían lotería, los xarneguets en mangas de camisa, formaban una humanidad dispuesta a conquistarnos mientras nosotros, con la mirada perdida hacia un punto inalcanzable, éramos una especie de milagro muy bien vestido. Se multiplicaban los bares; también los aullidos. Mujerzuelas arrugadas se ofrecían, no al mejor parroquiano, sino a cualquiera, con cierta delicuescencia que era como una muerte prematura y cotidiana; tipos de mirada saltona y rostros vulgares iban en busca del mercado de la carne que, en su conformismo incluso trágico, se convertía en otra abstracción.
En la calle Còdols, uno de los afluentes que van a parar a la marea enloquecida de Escudellers, Andreu me enseñó la ristra de bares homosexuales colocados en cadena, como una selva de miradas que se buscan, de desesperaciones que se necesitan mutuamente para poder sobrevivir entre tantos infiernos individuales. Y yo lo contemplaba todo, fascinado y azorado a la vez, deseando solamente el rescoldo de un mundo de infancia perdida.
Y entonces se abrió la puerta de uno de los bares y vi su interior, lleno de hombres teñidos por una luz roja, entre paredes adornadas con redes de pescadores y áncoras y unos remos y conchas y mejillones gigantescos. Salió de allí Arturu, con otras tres ninfas, y me abrazó preguntándome si hacía mucho tiempo que no había visto a su primo Bruno y, ¡Señor!, cambiaba todos los pronombres y ponía sufijos femeninos a los adjetivos y era como si, para él, que siempre me había tratado con mucho respeto, yo me hubiera convertido en una putita. Y mientras felicitaba a Andreu porque yo estaba «tan mona» y otro contaba que hacía poco había estado en Cannes donde vio dos bares, La Jungle y Le Trois Cloches, que eran «el no va más» de la permisividad, mientras el propio Andreu parecía cambiar radicalmente la personalidad para devolver el femenino a aquellas mariposas, yo empezaba a comprender que aquello, sólo aquello, era la respuesta, tan cínica como aterradora, a las comunidades femeninas de los libros de Louise May Alcott que tanto me encantaban de niño. Y después, Rambla arriba, me dijo Andreu:
—Nunca vengas por esos bares.
Aquello me ofendía.
—¿Y qué quieres que vaya a hacer? Es una suposición perfectamente absurda.
—El placer hay que buscarlo en cualquier parte, y a nosotros nos ha tocado buscarlo en la basura. Es triste, pero hemos nacido para eso.
—Yo no —dije mirando al suelo—. Yo soy diferente.
—¡Diferente! ¡Que te crees tú eso, majo! Es la mejor excusa que tendrás para luchar contra la vergüenza: procurar convencerte a ti mismo de que, en el fondo, eres diferente de estas mariconas que vienen a hacer el poseur dos o tres veces por semana, saliendo de la oficina. Por lo visto, en eso como en todo, hay clases: también existe una aristocracia en nuestra sociedad: maricas más elegantes, más cultas, más serias que las demás. Pero hay un momento en que todas somos iguales, aunque te duela: la misma ralea, la misma necesidad de placer cueste lo que cueste. Todas como perras solitarias que se buscan por los bares oscuros o por los cines de barrio. Los hay que intentan sublimarlo, pero, a fin de cuentas, la esencia es la misma…
—Eso no me preocupa —dije—. Tengo la conciencia muy tranquila. Si estoy contigo, Andreu, sé que venzo la corrupción…
—Yo también lo sé. Te estoy estudiando, niño mío. Eres un demonio que quiere ser mejor que los demás, pero eso no impedirá que seas uno de tantos ángeles caídos. Cuando yo no sea ya tu elemento sublimador, cuando el demonio pueda más que Dios, tendrás que venir a parar a madrigueras de este tipo…, tendrás que venir porque, a pesar de todas las sublimaciones, siempre hay un instante en que estamos solos…, porque nuestra vida, Jordi, entérate bien, es soledad…, soledad sin remedio, créeme…
Le cogí del brazo con una fuerza que ahora ya no tengo, y le dije:
—Acepto mi corrupción, la asumo de veras, pero sólo mientras pueda encauzarla por el buen camino, a partir de mi voluntad de pureza. La acepto como una prueba muy dura que Dios me ha impuesto, pero nunca como una imperiosidad de placer. Si dentro de la corrupción es posible el orden, yo no dejaré que el desorden me destruya del todo. Quiero que lo sepas de una vez, Andreu: yo nunca seré como los demás.
Nos miramos. Sus ojos tenían una cortinilla de mucho miedo. La Rambla era ya completamente otoñal, con olor delicioso a hojarasca y a húmedo. Pero yo todavía sentía a Andreu y él me sentía a mí y era como si a partir de nuestra necesidad, de aquel reflujo mágico que contenía el bien y el mal, el vicio y la virtud, se hiciera más sencillo, aunque no menos doloroso, alcanzar el pináculo de nuestra realización como amigos, como hombres y como fuegos que conllevan la promesa de una próxima extinción…
He vuelto a leer tu carta de entonces, Jordi, aquella declaración de amargura que vino a sustituir la felicidad rota por primera vez. Se hubiera dicho que un nuevo Apocalipsis, que sólo nos pertenecía a ti y a mí, viniese a hundir un universo en el que todo lo que fuera edificándose tenía que ser muy distinto, diferente para siempre, con cicatrices y llagas que hubiera sido inútil intentar curar: como una mancha de tinta en nuestro cuaderno de aritmética, una mancha que aunque uno quiera borrarla no se borra, y que de tanto intentarlo acaba uno rompiendo el papel…
Bruno, Bruno: ya todo está muerto. La realidad ha triunfado sobre nuestras idealizaciones. El mundo me ha golpeado, ya no sé en qué creer… ¡Bruno, Bruno! Si todavía estuviéramos en aquel sitio del zepelín, tal vez podrías ayudarme. Pero han pasado muchos años y ahora sólo me queda esperar tu desprecio…
Hoy lo he sentido. Fuerte, feroz, inevitable: era un deseo tan arraigado que ni siquiera quería arrancármelo. ¡Dios mío! Ahora estoy definitivamente perdido, he descendido hasta el último punto de la depravación. Ya no valen sublimaciones.
Mientras existía la sublimación, yo fui puro. Andreu y yo éramos más que espíritu. Un solo espíritu, siempre. La carne no era nada: nosotros la elevábamos. Y hoy, esta noche, la carne lo ha sido todo: era la única fuerza que impedía mi caída. Y es una caída enorme, asquerosa, maloliente. Hoy es el fin. Hoy, esta noche, he sentido dentro de mí a otro Jordi, salvaje y sucio, tal como ahora sé que puede llegar a ser. ¿Acaso es éste el verdadero Jordi, el que nadie conoce? Esta noche, mientras estudiaba, me sentía continuamente asaltado por un recuerdo: aquellos bares del Barrio Chino trasladados a las palestras de Olimpia, con los altos taburetes ocupados por atletas descomunales. He sentido que el sexo latía con una fuerza desconocida que me empujaba hacia un mundo lleno de misterios. Sólo me importaba la furia de las fieras, el Juego que se escondía, poderoso e irremediable, detrás de mi pobre pureza. ¡Qué mezquina es, pues, la famosa pureza! He ido al bar de los maricas, me he sentado, he tomado la bebida de moda, he mirado a todo el mundo y he comprendido que todos me deseaban, porque soy nuevo, porque soy bello. He salido con alguien —ni del nombre me acuerdo, sólo del fuego de su cuerpo—; alguien a quien no volveré a ver, aunque seguiré pensando en él, aunque se convertirá en mi obsesión porque su fuerza, su atroz vulgaridad, me han convertido por unas horas en el animal más feliz del mundo. ¡Qué dolor en el corazón al comprender que un día u otro he de volver a ese bar! Te escribo al despuntar el día, como en el más convencional de los melodramas. No puedo dormir. Al regresar a mi habitación la he encontrado distinta. El espejo me refleja desnudo, y se empeña en decirme que todo sigue igual que ayer. Pero los libros que dejé hace pocas horas han envejecido de repente. Al desnudarme, ahora para mi soledad, he recordado el ataque del macho, los actos repugnantes que me ha obligado a realizar, esclavo yo de su placer. ¡Recordarlo otra vez! Mil veces, sí. Y ese cuerpo mío, que despertó la bestialidad del experto, se excita por haberlo conseguido. ¡Qué lejos, qué inconsistente la suave ternura de Andreu! Mi deseo es tan nuevo como mi cuerpo. Insisto, insisto, insisto: soy nuevo aunque el espejo siga engañando a mi desnudez con falsas imágenes de ayer. El vicio ha triunfado una vez más.
Ya soy como los otros. Me detesto a mí mismo. Me doy asco, pero el fuego no se ha apagado: necesito sentirlo de nuevo. Y no quiero engañarme: sé que contaré mentiras a Andreu y volveré a otros bares y, después, a otras habitaciones oscuras sin que él lo sepa. A los veinte años ya no cabe pensar en sublimar el futuro. Nunca como en esta noche de placer he necesitado tanto a Dios: le había pedido que no me lo dejara hacer y, sin embargo, he caído. Y ahora pido a Dios que me perdone. Y pienso en ti, Bruno, pues eres el único ser que puede sustituir a Dios. Mañana, cuando Andreu venga a buscarme a Bellas Artes; pasado mañana, cuando me encuentre contigo para estudiar griego, no podré ocultar mi vergüenza. Y, sin embargo, éste es el camino que he escogido y tengo la impresión de que, a fin de cuentas, no deja de ser natural. Si en el mundo de los amores normales existe el adulterio, ¿por qué no ha de existir en el mío? Así empiezo a creer que no soy yo el corrompido, que la corrupción no está sólo dentro de mí, sino en el desorden que se ha apoderado de todos nosotros. Sí, querido, era cierto lo que decías el año pasado: el desorden triunfa siempre sobre el orden que la sociedad quiere imponernos. Entonces, tal vez sea la sociedad la que no está bien de la cabeza: no nosotros. Porque, al fin y al cabo, no he hecho otra cosa que cometer el pecado del sexo, al que papá, sus amigos y la dignificada Amèlia Quadreny ya están tan acostumbrados. Y eso tiene que significar algo: tal vez que el pecado es necesario, tal vez que el orden está equivocado. Se diría que no es la corrupción del amor, sino el propio amor lo que nos empuja al crimen: que el amor exige la corrupción como el envés engañoso de su juego. Y veo, pues, que no tenemos salida, que no la hay. Tal vez los que vengan después de nosotros la descubrirán. Tal vez sí. Pero ahora, Bruno, aunque me siento avergonzado y miserable, no puedo arrepentirme de nada. Te juro que lo he intentado. Créeme. Que Dios me perdone, si acaso. Pero no puedo arrepentirme, y tal vez ni siquiera lo deseo.
Seguramente soy un maricón que está contento de serlo.
Jordi