Con el ánimo todavía frustrado, recobraré mis recuerdos de infancia acojonada. Tal vez cierta tarde, a la salida del colegio, en que mamá no vino a recogerme a la hora de costumbre y, como en casa no había dinero para pagar una acompañante, nos tocó esperar a mamá en el banco del vestíbulo, y hacía ya rato que habían salido los demás niños. El portero, nervioso, consultaba continuamente el reloj. Carlitus se había orinado y el portero tenía un mentón muy largo y puntiagudo, proyectado hacia arriba, y para intentar entretener a Carlitus dije que parecía el de Popeye. Pero Carlitus no se reía; estaba más bien tristón…

—Quiero un tebeo, Bruno.

—Sólo tengo El Guerrero del Antifaz.

—Ya lo he leído.

—No es verdad.

—Que sí.

—A ver: ¿de qué trata?

—Pues que a Fernando lo han cogido prisionero y lo van a torturar, y el Guerrero no se sabe si llegará a tiempo de salvarlo, porque la mora pérfida le ha puesto vereno en el vino. Y termina que el Guerrero dice: «¡Maldita perra sarracena! ¡Me has traicionado!»

—Sí, sí que lo has leído.

—Pues dame otro.

—No tengo más.

—Uno de Dumbo, que el de esta semana sí que no lo he leído.

—¡Que no tengo ninguno más, jolín!

—Pues ve a comprármelo.

—No quiero dejarte solo.

—Bueno, iré yo.

—No, que has de cruzar la Ronda y es peligroso.

—Pues yo me aburro.

… tan triste estaba, que ahora, al cabo de los años, Carlitus ya no es la imagen de aquel niño medio lisiado sino la del ataúd que se cerró sobre su cuerpo a principios de los años sesenta. Y en esta evocación mía hablo con un ataúd, y es a él a quien mando callar.

—¿Y hoy qué os han enseñado, Carlitus?

—El verbo ser. Y de deberes, repaso de la prueba de la multiplicación. ¿Y a ti?

—Nada de nada.

—Algo sí te habrán enseñado.

—¿Para qué quieres que te lo diga si no lo vas a entender?

—Sí que lo entenderé.

—¿Qué te apuestas a que no?

—Una pela a que sí.

—Pues nos han enseñado los polígonos, y, además, las capitales de Asia. Y ahora cállate que quiero leer.

Y al conseguir que no hablara volví a enfrascarme en las aventuras semanales de algún héroe de raza aria en perpetua lucha —una especie de santa cruzada— contra moros, infieles, negros, chinos, comunistas y otros animales considerados de rebaño peligrosísimo. El aburrimiento duró mucho rato; debíamos parecer dos figuritas desamparadas, estólidas, dibujadas contra una pared muy blanca, mirando embelesados la puerta que el portero tenía que ir cerrando, no sin enfurecerse, porque la abría continuamente aquel vientecillo típico de tantas salidas de colegio; viento que me restituye una fragancia de mil pequeñas cosas ahorradas desde entonces y sin que lo advirtiéramos, para que un día u otro —y ese día ha llegado— se convirtieran en poso activo del recuerdo, minicosas que se engloban, a la larga, en la totalidad de un instante que ya es memoria. Como el que mamá inmortalizaría al llegar al cabo de otro rato muy largo, bien provista de excusas y expresiones de qué lástima o cómo podía imaginar que fuera tan tarde, mientras libraba su encantadora batalla contra el viento, que le alborotaba la piel del cuello y los bordes del abrigo, en aquella su puñetera estratagema de contar con todos los elementos a su alcance para hacerse extremadamente atractiva. Pues despedía belleza mamá, aunque físicamente no fuera perfecta, con su boca demasiado grande, al estilo putero, de una desproporción que se hacía perdonar a fuerza de propinar fogonazos de hada maligna, flagelos que compensaban sobradamente cualquier calidad estética que desde un punto de vista ortodoxo pudiera faltarle. Gestos, miradas, e incluso silencios levantados sobre una base digamos inexistente —o tal vez no—, pero que de todos modos lograban crear una fascinación total a partir de la Nada: una desconocida habilidad por la cual yo la adoraba y que se nos manifestaba nuevamente, entonces, ahora, antes, siempre, de repente, en cuanto nos lanzó besos alados y obsequió con mucha amabilidad al portero (Popeye, sí, que tal vez la adoró un instante, ya que mamá tenía siempre la palabra justa y la sonrisa precisa para conquistar a cualquier persona). Y en seguida me riñó, aunque no muy fuerte (yo acariciaba su mano divina, con el primer anillo de brillantes que le había traído la posguerra), y era una reprimenda típica porque no había tenido en cuenta que Carlitus tenía que ir al váter cada diez minutos, que era poco más o menos cuando le entraban las ganas de orinar y el pobrecito nunca se daba cuenta, de manera que tenía que llevar un hule en los pantalones. Y, mientras, Popeye la contemplaba embobado, y yo aún temblaba más por este motivo que por los gritos de ella (¿por qué diantre tenía que mirar nadie a mi mamá?), y ella ayudaba a Carlitus a caminar, pues aún llevaba muletas y por eso me reía de él y, además de meón, le llamaba cojo y lisiado. Así era como llegábamos al invierno abierto de la Ronda (aceras recorridas muchas veces, vistas día tras día a lo largo de aquellos años que fueron nuestra infancia, nuestra primera adolescencia: ¿cómo podría volver a pasear por ellas sin ser el niño que jugaba con otros niños, chiquillería de los años cuarenta que se perseguían con una respiración desfallecida, haciendo mitad de moros y la otra mitad de cruzados, con la regla de dibujo a guisa de espada y la cartera presumiendo de escudo medieval?), y tomamos un taxi porque empezaba a llover, y a mamá no le gustaba sentir la llovizna (a mí sí, en cambio, y mucho, y tal vez por este gusto mío me diría años después Riteta Ràfols: «Parece que la lluvia te alimente. ¿Eres un chico o una planta?») y en seguida, desde detrás de los vidrios deformados por los goterones, podía ya entrever, como a través de una ola mágica, el mundo que desde mis primeros años torcía mi imaginación hacia la tristeza, en la dulce desproporción —que todavía crece en la memoria— de aquellas imágenes deformadas, como espirales de humo empapado, reflejos de una estación amada cambiando la apariencia de calles archisabidas, pero que de repente se tornaban nuevas; giro de una estación que utilizaba la lluvia o la nieve —gran sueño de infancia— para ir forjando, con la ayuda de la diversidad, fantasmas nunca tan insólitos, de colores alterables y muy adecuados a la melancolía (pregunté a mamá por qué tardó tanto en pasar a recogernos, y ella contestó que había salido a merendar con su nueva amiga Margarida Pedrerol i Rich, la de la obsesión loca por los chales de brocado más que por cualquier otra clase de atavío, y que después se habían metido a ver una película de estreno, me parece que en el Fantasio, del paseo de Gracia, y eso, huelga decirlo, era un lujo que en aquella época no se podía desaprovechar; y entre la película y la merienda en Rigat, que era un sitio de gente bien, se les había pasado la tarde sin lo que se dice darse cuenta), melancolía de la lluvia, tristeza alterada —pero, en el recuerdo, la alteración es igualmente melancólica— por la luminaria del ambiente, ya que las tiendas de la Ronda se disfrazaban de Navidad, se rellenaban de lucecitas multicolores, especialmente la fachada de unos almacenes que ya no existen, sobre la cual chispeaban millares de bombillas, y yo pensé, y lo dije en voz alta y el taxista se rio, que me parecía demasiada tontería desperdiciar tantas luces en una simple decoración para cuatro días, sobre todo si teníamos en cuenta que, pasadas las fiestas, tendríamos que volver a las restricciones, lo cual no debería extrañar a nadie porque nacimos después de 1942 y nuestra infancia fue la de la luz racionada y gente quemando velas y mujeres refunfuñando porque no podían escuchar la novela de la radio ni a la señora Fortuny, que tenía un consultorio sentimental y venían tres vecinas a escucharlo mientras ayudaban a mamá a coser. Pero no sólo el almacén se disfrazaba de rico, sino que toda la Ronda era un relampagueo ininterrumpido de tiendas y cafeterías muy adornadas, y hasta se veía más iluminado aquel cine viejecito, que cuando mamá era joven se llamaba Walkiria y ahora es teatro de lujo y cuando yo era pequeño se llamaba Rondas (tan voluble es el destino de los locales como el de las personas). Y los transeúntes cruzaban la calzada muy aprisa y corrían a protegerse bajo el toldo de algún bar, y los mejor vestidos —seguramente oficinistas bien situados— llevaban trincheras de detective americano y otros, igualmente privilegiados, paraguas, y mucha gente ni siquiera eso. En los charcos de las aceras se reflejaban todas las luces juntas, mientras yo, con la mejilla contra el cristal, me entregaba a la abstracción, ya que en mi modo de ser, tornadizo a cien por hora, triunfaba la estética del invierno, que me gustaba porque me entristecía: «Mañana el último día de colegio y pasado vacaciones y la feria de belenes en la catedral, e iremos a comprar musgo y la Anunciación, que no la tenemos, y después haremos el belén en casa de Jordi y el sábado vendrá él y haremos el mío, y por la tarde dice mamá que nos llevará a ver La Cenicienta, que es de dibujos, y pronto el día de Navidad y el día de San Esteban, y Jordi y sus padres vendrán a casa y también será así porque es invierno y el invierno es la cosa más bonita del mundo y no sé cómo puede haber gente que prefiere el verano, con el calor y cómo se te pega al cuerpo y los amigos que se van unos a un lado y los demás a otro y los mosquitos y el sol, y hasta la lluvia es más fea…»

Aquella noche aparté muchas veces la mirada de la novela de Walter Scott que me había regalado Jordi y contemplaba la figura de mamá, que se soltaba los cabellos delante del espejo de un aparador muy envejecido, agotado casi. Y mientras leía sin leer, tan lejos estaba mi excitación de las justas medievales, miraba a hurtadillas las maniobras de mamá y declaraba mi amor a una de las patas de la mesa. La sentía entre las piernas como un hierro candente, y a cada golpe se me agolpaba la saliva en la garganta, como cuando tenía anginas. Pero éste era otro tipo de dolor, y a fin de esconderlo a los demás —tan raro lo presentía ya, a pesar de mi inexperiencia— paseaba la mirada sobre los distintos, amados trastos de la cocina-comedor de la tienda de tía Matilda, en un intento casi desesperado de dominar aquel desasosiego que me asaltaba todas las noches, pero persistía siempre mucho rato, hasta que tenía a mamá rozando mi cuerpo, silenciosa, con la cabellera que se le deshojaba espalda abajo y la radio emitiendo cada dos minutos la propaganda del Congreso Eucarístico Internacional (todo aquel mes, en el colegio, nos hacían cantar de pie el De rodillas, Señor, ante el sagrario) y la tía lavando platos mientras papá contentaba a Carlitus dibujando un tren, con chimenea incluida, en un bloc de hojas muy arrugadas que conservaba restos de un plátano seco, reventado en mi cartera el día anterior al ir al colegio y jugar a las Cruzadas con los niños que venían de otras calles para ir a parar todos a la Ronda y correr por ella y despertar las iras de la tía, traducidas en gritos porque no podía seguir nuestro trote, y darnos cuenta de que los Encants de Sant Antoni, convertidos en paraíso de papel ilustrado las mañanas de todos los domingos, no eran sino un monstruo comercial en el que se vendía ropa barata, pescado y carne, los días laborables. Es decir, que teníamos que esperar hasta el domingo para encontrar allí nuestros tebeos, nuestros cromos, nuestros programas de cine, y mientras tanto, lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado, a consumirnos en una impaciencia que intentábamos aliviar corriendo Ronda arriba mientras el plátano se reventaba, hasta llegar a la escuela y entrar y pasar lista y tragarse la clase y, todas las mañanas del curso, una misa entera…

Por las noches, después de cenar, mamá abandonaba sus artificios de elegancia recién adquirida y se volvía holgazana: adoptaba una actitud de dejadez, una especie de lasitud putera, capaz de encender cuanto estuviese a su alrededor. Papá nos entretenía contándonos cosas de la crisis en nuestra ciudad y en el resto de España, y también en el mundo, porque había terminado una guerra muy grande en la que se implicaron todas las naciones de la Tierra y papá decía que gracias a nuestro Caudillo nos habíamos salvado de implicarnos nosotros. Y hablaba de los asquerosos de Madrid, que gastaban a manos llenas el dinero que ganábamos los catalanes; y mamá no le escuchaba, sólo atendía a su propia imagen mientras dejaba caer la cabellera por detrás de la silla, hasta casi tocarle las caderas. Mamá, en momentos como éste, tenía un tipo muy casto, o por lo menos así llegué a entenderlo siete años después, a partir de la tarde en que la Berenice del Barrio Chino me enseñó lo que es casto y lo que no lo es en absoluto, y saqué la conclusión de que la castidad es un azote muy difícil de encontrar en algunas mujeres que no han de ser necesariamente públicas por el mero hecho de dejar de disfrutar, en la selecta cotillería de la burguesía, de una fama de santas. Mamá se movía con mucha lentitud, con breves golpes de cadera, mientras elevaba un hombro a la altura del mentón (como Ann Sheridan en el anuncio de La sentencia), levantaba los brazos —entonces veías que tenía los sobacos empapados de sudor— o se mordía las mejillas por dentro y miraba fijamente a papá, con expresión que hoy puedo asociar con el deseo, murmurando que tenía mucho sueño, y se iba cepillando el pelo y escudriñaba a su alrededor con un aire extraño e inquieto, mientras acariciaba el respaldo de la silla y en seguida el borde de la mesa, la radio, el dintel de la puerta azulada y venga a mirar a papá con el mismo aire canalla y al mismo tiempo mimoso y repitiendo que tenía ganas de dormir, y al final acariciarme el pelo —¡mano que ardía!— y besuquearme con aquel inolvidable «Hasta mañana, angelito» de todas las noches. Y así, cada noche las mismas maniobras de mirar fijamente a papá y acariciar los muebles; pero aquella noche, además, con una mueca de estar muy preocupada por algo que yo no llegaba a entender, de manera que le pregunté qué tenía para estar tan triste, y acariciaba su pierna magnífica, que latía bajo la bata de franela. «No me pasa nada, angelito», dijo, y subió la escalera despacio (vivíamos muchas veces en la panadería de la tía, para no dejarla sola y al mismo tiempo ahorrar un poco de luz) y yo levanté la vista hasta que los pasos resonaban ya en la planta alta y papá miró también hacia el techo y se fue escaleras arriba. Pasos largos y ruidosos, arriba, yo hirviendo, estallándome el cerebro en una especie de consunción desconocida. Así empezaba mi tormento de todas las noches, con el presentimiento de que perdía a mamá en una especie de batalla en la que no me estaba permitido luchar; que la perdía en una retahíla no identificable de necesidades que me producían un malestar muy intenso. Después daba a la tía el beso ritual y subía los peldaños de tres en tres, y la barandilla hacía un ruido como de arpa pulsada al azar. Me encontraba entonces con el sueño feliz de mi hermano, porque Carlitus y yo ocupábamos la misma habitación tanto en el piso de los papás como en la tienda de la tía: encerrados en unos dibujos de colores muy chillones sacados de los cuentos que nos gustaban, y hasta un castillo encantado en el que, según Jordi, estuvo prisionera la mismísima Blancanieves. El mundo de nuestras noches felices estaba totalmente habitado por esos dibujos que nos hizo el tío Carles, y también unos cuadritos aprovechados de dos calendarios que nos habían mandado del pueblo de la tía y representaban al Sagrado Corazón guiando al niño que se perdió por caminos de nieve y a aquel Ángel de la Guarda que no permitió que los lobos se comieran a la niña cieguita. Debajo de los cuadros, las dos camas gemelas y, al otro lado, el mueblecito librería que mamá nos hizo con dos cajas vacías —ya he dicho que la época era mediocre—, mueble que usábamos para almacenar nuestro tesoro de papel ilustrado y parecía a punto de estallar si metías un par de tebeos más. En el rincón, los juguetes con los que Carlitus entretuvo su infancia, pero que yo no podía utilizar más de dos veces porque, según una opinión confirmada por todas las mujeres que he amado, siempre he tenido tendencia a la destrucción.

Recostaba la mejilla en la pared, casi siempre fría, y esperaba los gemidos que todas las noches llegaban de la habitación vecina. Peregrino a través de la oscuridad, mi cerebro se poblaba de visiones monstruosas acompasadas por el fragor de juegos desconocidos. Al presentimiento seguía el latido y el roce que adivinaba en los cuerpos del otro lado de la pared; así, poco a poco, la desazón, las vibraciones, la angustia súbita e inexplicable. Y, sobre todo, el amor. Porque nunca he tenido otro amor tan amalgamado de todas las propiedades y todos los odios posibles como aquella locura que me impulsaba a liberar a mamá de la oscuridad y estrangular al marido hasta que sus ojos escupieran sangre y las manos se convirtieran en garras peludas que lo hiciesen tan repulsivo como para inspirar un gran asco a la hembra, si ella tenía el último arrebato de arrojarse sobre su cadáver en un acto de amor que prolongara aquellas noches más allá de la tumba.

La misma impresión, dulce y aterradora, que alimentaría el cénit de mis futuros placeres; la sensación de otro deleite todavía más supremo, un placer recóndito, enorme, ineludible ya, que experimenté en el bosque una mañana de mayo, cuando al coger una seta muy viejecita me pinché con una zarza y el arroyuelo de sangre que se escurrió por mi piel (tenía las manos sucias de musgo y fango) me produjo una erección nueva y una tristeza distinta y aquel mismo temblor y el llanto y la pena…

Pasé a la cama de Carlitus, que dormía aquel sueño suyo predestinado a la muerte, un sueño tranquilo y que acaso yo envidiaba aunque entonces no lo supiera. En noches como ésta, mientras la cama de la habitación vecina crujía bajo los juegos de los adultos, yo necesitaba acariciar la pierna inválida de Carlitus: era cuando lo quería más. Muchas veces le decía «tengo ganas de llorar, Carlitus», pero él no me oía y tal vez era mejor así. Ahora, en un sueño definitivo, después de tantos sueños que tuvimos juntos, lo veo pálido como la cera, pobre Carlitus, y lo veo sin porvenir ni posibilidades: un espectro más en esta cabalgata de espectros que es mi tiempo recobrado. Pero entonces, cuando yo me sentía lleno de existencia y hambriento de felicidad, me parecía que debía despertarlo y hablar los dos un buen rato de nuestras pequeñas veleidades (siempre las relaciones entre los distintos personajes del reino de Walt Disney), y olvidar el misterio de la alcoba de al lado a fuerza de avivar nuestros sueños fantásticos.

Jugábamos con los cuerpos muy unidos, como pegados, en la misma camita color de chocolate, bajo mantas tibias y suaves, completamente escondidos, simulando que nos habíamos perdido en una nevera enorme o que éramos personajes de película de dibujos en busca del palacio del Príncipe Feliz. Pero con sólo aguzar un poco el oído (y nunca logré evitarlo completamente) podía oír la mezcla alucinante de gemidos, que ya no se contentaban con vencer la pared y su fuerza, sino que conseguían atravesar las sábanas, nuestra fantasía menuda, mi resistencia mezclada con una vergüenza muy extraña…

Todos los años me traían un invierno amado, y todos los inviernos y todos los años de los niños de mi ciudad tuvieron como pináculo las fiestas de Navidad, a menudo frías, que contenían mucha ilusión y mucha fantasía y, sobre todo, amor. El invierno reanudaba aquella posibilidad de nevada —apenas cumplida en mis primeros veinte años— y todas las fábulas surgían de una caja mágica para hacernos más maravilloso el mundo. Llegaba entonces la reunión de seres amados alrededor de la mesa, en una época de nuestra vida en que aún pensábamos que la familia era amor y no destrucción: cuando el amor todavía no había dejado de ser una palabra muy bella que deslumbraba nuestras vidas proyectándose desde la Custodia. Llegaba la oportunidad soñada de hacer el belén y la tarea previa, acaso más excitante, de comprar figuritas y ramas de árbol y la estrella de Oriente y contemplar todo el material en puestos que olían a un millón de infancias perdidas bajo la sombra gigantesca de la catedral. Aprovechábamos la mar de bien esas tardes de Santa Llúcia; íbamos a la feria, vagábamos entre los tenderetes durante dos horas, como bobos empujados por una obsesión un poco temerosa, todavía inexplicada. El padre de Jordi nos llevaba en coche —uno de los primeros haigas negros que se vieron en Barcelona; todo el mundo se detenía boquiabierto a contemplarlo, pero a mí me parecía una especie de ataúd— y, con la prosopopeya del nuevo rico, aparcaba ceremoniosamente en la plaza de la Catedral. Entonces aún no la habían limpiado: por todas partes había ruinas de la guerra, casas viejas, reventadas por bombas ya lejanas pero todavía omnipresentes: una plaza apolillada, tan distinta al estallido de luces y tonos verdes que ahora he vuelto a encontrar sin que me ayude a recobrar nada de entonces.

El señor Llovet era el primero en bajar del coche y ayudaba a mamá, no sé si por presumir de educación o para no perderse el espectáculo de aquellas piernas suntuosas que se encogían hacia dentro mientras el cuerpo se inclinaba hacia adelante, y en seguida con movimiento suave, resurgían de debajo del abrigo descaradas y sinvergonzonas encima de un tacón muy alto, siempre dispuesta a la exhibición pública y social, al lujo de precipitarme en el gran vértigo. El señor Llovet contemplaba a mamá con mucha admiración y no sé si con un poco de deseo, y ella siempre sabía encontrar la mejor sonrisa desdeñosa, la mejor sinvergonzonería recatada que le permitiera seguir siendo virgen y puta a un tiempo. Sabía bajar de un coche con el mismo barroquismo espectacular con que descendería la escalinata del Liceo cuando llegase la época de las vacas gordas, o se sentaría a una mesa del Rigat, considerado entonces chic, mientras se zampaba educadamente la merienda y emprendía selecto cotilleo con Gabriela Mir, Cuca Mateu o Teté de Fages i Gimsana. De hecho, mamá comenzaba a aprenderse de memoria todos los trucos de las grandes actrices embusteras. Era altiva y humilde, frívola y lujosa, amante y desdeñosa, chillona y dulce, serpiente y gata. Sé perfectamente que siempre creabas personajes nuevos, mamá, pero me gustaría saber cuál era tu personaje de verdad y a partir de qué momento lo interpretaste creyendo realmente que era éste el que mejor podía asesinar a la panaderita enamorada de antes de la guerra.

Santa Llúcia. Los estudiantes corrían detrás de las modistillas y las perseguían con picardía, cumpliendo así una costumbre que, según mamá, ya se iba perdiendo (era el año de la huelga de los tranvías, porque los habían subido de precio, y el año de Bambi); corría, además, una especie de frío que los años también se han llevado, porque ahora los inviernos de Barcelona son casi como la primavera y ya no cae aquella frialdad que nos llevaba a desear el rescoldo de una chimenea pueblerina (¿será que uno recuerda los inviernos de infancia como algo muy helado porque en todos los sueños de niño latía una obsesión de vivir en un pueblecito completamente nevado, como los de los belenes que imaginábamos?); corrían, sobre todo, nuestras miradas, y el mundo no quería estar quieto.

Como en todos los trece de diciembre de mi prehistoria, la feria de Santa Llúcia comenzó siendo para nosotros una especie de colina repleta de maravillas que, si bien conocidas, fingíamos ignorar para irlas descubriendo poco a poco, saboreando el descubrimiento, prolongando aquel placer que sólo podía producirse una vez al año y, aunque entonces todavía no lo sabíamos, un máximo de doce o trece veces en la vida. Al pie de la escalinata que conduce a la explanada de la catedral, se distribuían como siempre (o siempre desde que yo podía recordar el mundo) los puestos de musgo y corcho y serrín y muérdago y ortiga (pero no de árboles de Navidad, que llegaron después procedentes del extranjero e impuestos por la moda, y representaron una especie de traición, un hundimiento de nuestro universo infantil), además de una gran diversidad de verde para adornar los belenes, todo amontonado, creando formas de cuento de hadas: piñas forradas de plata y ramitas que tenían ondulaciones de columnas salomónicas y montones de hierbas que despedían un perfume de montaña asesinada. Después venían las figuritas, que representaban para nosotros un hechizo permanente. Para empezar, vagábamos entre aquella imaginería tan bien dispuesta sin fijarnos en ningún elemento individual, captando solamente la sensación única —la impresión que no se parecía a ninguna otra— de algo que estaba mucho más allá de cualquier representación racional que el mundo de los mayores quería o pudiera ofrecernos. Después nos entregábamos al ensueño, recostando el mentón sobre los tenderetes, rodeados de otros niños, y poníamos los ojos al nivel de los pies de las figuritas (las figuritas estaban colocadas sobre un pequeño soporte de color terroso que después, una vez situadas en el belén, desaparecía bajo el musgo o la arena según se tratara del desierto o la montaña o la orilla de un río) y venía el mirarlas una a una y colocarlas imaginariamente en cualquier lugar preciso e inamovible del gran paisaje que crearíamos al llegar a casa. Y estallaba entonces la toponimia de un belén soñado y que nunca podríamos hacer: el gran belén con agua y luces de verdad y palacios inmensos y grandes espacios: montaña, río, desierto, Oriente, casa solariega, masía catalana, la cueva nevada, niños-jesús, camellos, pavos, casas, puentes, estrellas, María mirar a Jordi, Jordi mirarme, sonreír los dos, Reyes a pie, Reyes a caballo, Reyes adorando (poca gente tenía los Reyes adorando) y vacas suizas y el cura del paraguas y el hombre que caga y palmeras y la Anunciación y papel de plata que nos salía en el chocolate —con él haremos el río y el lago— y la cueva, que siempre se guarda de un año para otro y va cambiando de estilo con los años, y mirar a Jordi, y una nueva ojeada a las figuras y sentirlas, recordarlas, perderlas al querer recordar otras, mezclarlas todas…

Y aquel año, aquel año y aquel día, como un espectro que surgiera a traición entre la multitud, el hombre alto y de mejillas coloradas a quien Jordi reconoció porque lo había visto muchas veces en la editorial de su padre, el mismo hombre de otras veces, aquel moreno ya maduro, lleno de misterios, con hedor de lejanía, que siempre brotó como de la niebla y saludaba a mamá con mucha educación y palabras extrañas y una especie de distanciamiento que se notaba fingido. El hombre que escribía noveluchas de a duro para el pirata Llovet y llegó a ganar, años después, un premio literario de cierto peso. De repente, mientras preguntábamos el precio de un cielo sin estrellas pero con pirámides egipcias pintadas en la parte inferior, nos dimos cuenta de que habíamos perdido a mamá. Empezamos a buscarla, tres caras angustiadas que se mezclaban con el ir y venir de una multitud ensimismada. Levantamos la vista hacia el cielo y toda nuestra visión quedó ocupada por las torres de la catedral, que se elevaba aterradora por encima de la ciudad sin sol, hacia el crepúsculo frío y pegajoso, como si ella, monstruoso entrelazamiento de pináculos, espinas y cresterías, fuera un ogro gigantesco, un dragón de piel enfermiza al que todavía no podíamos amar (ni siquiera sabíamos que ella también era la ciudad, porque tampoco presentíamos todo lo que la ciudad significaría para nosotros en el futuro) y que sólo nos conducía hacia un terror incomprensible y sin culpa. Así deambulamos como sombras indefensas entre las sombras que nacían de la misma basílica, más allá de los últimos puestos que todavía lucían guirnaldas y estrellas plateadas, ristras de lucecitas de colores, pastorcillos, hilanderas y samaritanas variopintas. Sacudía el viento nuestras bufandas, echábamos humo por la boca —¡fenómeno prodigioso del frío!—, ardían sin embargo las mejillas, y tan excitados estábamos en la desconcertada búsqueda de mamá que no veíamos que Carlitus se quedaba rezagado por culpa de las muletas. Dimos la vuelta al gran ábside, en una época en que el laberinto de calles a sus alrededores estaba muy oscuro (sólo un par de faroles de gas) y los palacios de los condes barceloneses aún no tenían los focos que hoy pretenden resucitar la engañosa apariencia de la gloria medieval; las paredes góticas se empaparon de un aspecto de muerte segura: miedo y muerte, susto de algo desconocido, pero que existía desde mucho antes que nosotros, desde mucho antes que mamá, desde mucho antes, quién sabe cuándo, de los reyes y soldados que aparecían en los libros del colegio. Y al final nos detuvimos, presos de un sentimiento que tenía un trasfondo de terror, pero que era, de hecho, la gran fascinación del mundo. Permanecíamos quietos, ojos hinchados, brazos colgando a ambos lados del cuerpo, con lasitud; la mirada, sin embargo, más inquisidora que nunca.

La calle, en apariencia desierta, estaba bañada por sombras estáticas que excluían cualquier posibilidad de presente. En un rincón, juntándose con otra calle cuesta abajo, se destacaba el gran portal que conducía a un patio pedregoso, ignorábamos si medieval, renacentista o qué, pero rodeado por un juego de arcadas que formaban una galería de piedra a la cual se accedía por una escalera de peldaños raídos por el tiempo. El cielo gris que solía preludiar las Navidades de antes (porque parece que también las Navidades han cambiado, como si el mismo cielo de la Navidad actual no fuera tan color de leche, tan de nieve) hacía las veces de techo del gran patio que, acariciado como casualmente por los rayos de la luna, se impregnaba de un brillo triste y muy hermoso, igual que una fantasía de cuento de hadas hecha realidad que nos hacía llorar. Silenciosos, nos acercamos a un abismo que se adivinaba en el centro del patio. Carlitus, aferrado a mi mano, escondiendo en ella la cara, quería que nos marcháramos, pero Jordi acababa de acceder al borde del precipicio: contemplaba la profundidad y su mirada se perdía entre las sombras, hacia un jardincillo muy mal cuidado donde dormían, sucias y tranquilas, las ruinas de un templo antiguo.

Veíamos sus columnas. Tres brazos redondeados, casi lisos, que habrían soportado un frontón triangular bajo cuyo mecenazgo algún joven, muy antepasado nuestro, debió de soñar, con afán de pobre provinciano conquistado, las glorias y esplendores de la Roma capitolina, que para nosotros, muchos siglos después, quedaban reducidos a cornisas oxidadas, frisos caídos, desordenados todavía, acantos confundidos entre las hierbas que el tiempo permitió crecer alrededor y encima de ellos. Carlitus, casi arrastrándose, había logrado alcanzar la salida, y Jordi parecía perderse no sé exactamente hacia qué país o tiempo situado mucho más allá de las ruinas. Yo hubiera querido retenerlos a los dos. Pero Jordi ya no estaba allí, y fue como si no le hubiese tenido nunca. Se secaba unas lágrimas raudas, desordenadas.

Volvimos al gótico predominante y, al cruzarlo, encontramos de nuevo las luces de la feria. Chispeaba una especie de puntillado sobre un cristal que hubiese sido superpuesto a la acuarela amarillenta de las paredes antiguas. Caminábamos bajo las ventanas puntiagudas, entonces tan extrañas para nosotros, antojadiza deformación de lo que entendíamos por ventana normal; y aún seguíamos sin hablar. La sinfonía de los coches —los coches del otro lado de la plaza, en el espacio que quedaba vacío entre la catedral y las casas arrasadas por la guerra— se convertía en un adagio tartamudeante a cuyo ritmo valseaba nuestro espíritu. Un animal de piedra, muy feo, sobresalía de una pared y nos lanzaba miradas monstruosas. Señalé hacia un puente de ojos más bien ojivales para que Carlitus se callara. Él sollozaba y decía que mamá había muerto y que no volveríamos a verla nunca y nos veríamos obligados a pedir limosna. Jordi seguía en silencio. Contemplábamos las figuritas que, en sus minúsculas atribuciones, intentaban compendiar todos los atractivos del ancho mundo. Unas pirámides de cartón al lado de un minarete: aquello era Egipto. Y más allá, sobre serrín pegado a la madera base, tres columnas con frisos clásicos. «Son romanas», dijo Jordi. Y yo dije: «¿Cómo quieres que sean romanas? Son iguales que las que acabamos de ver». Y él: «Tienes razón. Y aquéllas tampoco podían ser romanas, porque la casa era más… no sé… como gótica».

—¿Pues qué eran? —preguntó Carlitus.

Contemplamos con mucha atención el juego de columnatas romanas mezcladas con el serrín del desierto y nos tocó convencernos de que, en cualquier caso, tenían un parentesco nada dudoso con las ruinas de la casa oscura de más allá de las luces y las figuritas, en la casa del Paradís, detrás de la catedral, donde Jordi tuvo su estudio años más tarde.

«Tienen que ser romanas —dijo Jordi—, son exactas a las de los templos romanos de la enciclopedia que daremos el año que viene. Un chico de Tercero C me la dejó ver el otro día, y los templos romanos que hay son así.» «¡Qué quieres! Estaban muy deshechas.» «Eran una birria», dijo Carlitus. «A lo mejor fueron nuevas. Pero me parece que han pasado por muchas cosas desde entonces.» «Olían a podrido», insistió Carlitus.

Seguíamos buscando a mamá, pero yo sabía que a Jordi ya sólo le interesaban las confusas columnas del patio oscuro. Entonces comencé a saber lo lejos que él podía estar de todos nosotros si se lo proponía. Bajamos los peldaños —cada peldaño era un puesto de figuritas, y en muchos puestos, olor a musgo— y Carlitus todavía sollozaba y apenas podía caminar. Jordi se detuvo un peldaño más arriba que yo. Me puso la mano sobre el hombro y tuve que volverme. Desde mi escalón parecía más alto y tenía todo el aspecto de uno de esos efebos esculpidos en los mármoles helénicos que, al correr el tiempo, iríamos encontrando en libros y museos. Detrás de él, la catedral se proyectaba como una aguja abracadabrante que a fuerza de buscar la noche llegaba a confundirse con ella. Jordi señaló aquella mezcla de piedra amarillenta y cielo lechoso, y me preguntó si yo creía que la catedral fue nueva alguna vez, y contesté que a la fuerza tenía que haberlo sido un día u otro, y Carlitus llamaba aún a mamá. Y dijo Jordi: «Es muy extraño. Esta parte de Barcelona se parece mucho a un belén. No sé si me entiendes… Como cuando mezclamos castillos moros con curas vestidos como los de ahora, y camellos que sólo pueden vivir en el desierto los ponemos al lado de montañas nevadas. ¿Te parece natural?». «¡Hombre! El belén es otra cosa…», dije.

Pero Jordi hizo un ademán muy amplio, como si quisiera abarcar toda la realidad que lo rodeaba: «Eso no es ningún belén y, fíjate, todo está mezclado. Tenemos columnas romanas dentro de casas que parecen de otro tiempo…, como las de los dibujos que salen en el libro de Quentin Durward, quiero decir…, y estas casas están en medio de otras que no son ni romanas ni medievales ni nada. ¿No lo encuentras estrambótico?». «No, no lo encuentro nada estrambótico, porque yo tampoco tengo los mismos años que la yaya ni la yaya los mismos que papá y, ya ves, vivimos todos mezclados. No sé, a mí me parece muy natural…»

(Tenderetes con figuritas azules y rosadas y palmeras verdes y estrellas de plata, material vigilado por hombres y mujeres con cara de sueño, tal vez desfallecidos, llegados de lejanas montañas para vender a nuestra ilusión el resultado de su trabajo anónimo, fruto de muchas horas suplementarias, en una necesidad de ganancia que convertía el frío y la vigilia en el azote menos insoportable de todos los de la posguerra. Pero yo sólo pensaba en las figuras y en el nuevo descubrimiento del palacio escondido: abstracción y amor al pasado en un tiempo demasiado feliz.)

Mamá. Allá al fondo, junto a la parada de muérdago y bolitas rojas. Mamá, que todavía hablaba con el hombre alto y moreno, amigo del padre de Jordi. Ella. Inconfundible entre todas las demás mujeres; recobrada, surgiendo de aquella especie de belén gigantesco en que se convertían, año tras año, los días de Navidad…

Cuando yo era niño, los inviernos de mi ciudad eran muy fríos, pero en mis primeros años nunca vi la nieve. El sol odiado del verano —el sol violento, feroz, de una maldad asesina— palidecía no bien el verde de los árboles se doraba, y cuando ya la Rambla estaba alfombrada de hojas que crujían bajo muchos zapatos, el sol tenía una última sonrisa resignada y comenzaba a medio morirse hasta la próxima primavera. Y esos inviernos dulzones rebosantes de momentos presabidos, en la amada rutina del curso escolar y las fiestas grandes y los amigos recobrados tras el éxodo veraniego, esos días de invierno eran toda mi vida.

Recuerdo las lluvias de mi infancia como entrevistas contra los cristales del despacho de Jordi. Las gotas agonizaban y se convertían en pequeños arroyuelos que, al coincidir, iban agrandando las imágenes contrahechas en que nuestra mirada, impresionada con el primer milagro de la improvisación, procuraba deshacerse, buscando las visiones mágicas que con ellas queríamos crear. Las lluvias de mi infancia son Barcelona, todas sus formas engendrando mundos insólitos en los cristales de la habitación de Jordi, cuyas formas se reproducían a su vez, ligeramente achatadas, en el espejo cóncavo que colgaba sobre el escritorio. Era una habitación siempre desordenada, de libros abiertos y desparramados por el suelo, rechazados o simplemente aplazados, en medio de un montón de tebeos, álbumes de cromos, revistas de cine y folletos de películas (los «programas» que nos daban en los cines de barrio como anuncio de las películas de «semana próxima» y que después archivábamos en cajas de cartón, siempre por orden de productoras, de manera que a la Warner le tocaba inevitablemente el último lugar). Quiero decir que el estudio de Jordi siempre era un enorme bazar de papelamen ilustrado, porque los Llovet ya tenían dinero a espuertas y Jordi podía comprar todos los tebeos, álbumes de cromos y revistas de cine que se le antojaban, y formaban una montaña, pues se mezclaban con la biblioteca de los libros llamados «buenos» como Julio Verne, D’Amicis y el padre Coloma de la biblioteca de niño mayor que le iba confeccionando su madre; además de las revistas y tebeos en lengua catalana que el señor Llovet había logrado salvar de la represión franquista: una colección que abarcaba muchas publicaciones de antes de la guerra que, paradójicamente, contenían el secreto de la personalidad futura de Jordi o, por lo menos, una parte muy importante; aquella melancolía que empezó, sin que nosotros lo advirtiéramos, mucho antes de que su hombría real o su encuentro con Benlloc y Andreu Perramí (le pregunté por qué se empeñaba en leer aquellos chistes tan antiguos que no podían ni compararse con los de nuestros semanarios en castellano, y que además de carecer de dinamismo y chispa eran tan difíciles de entender, y él me contestó que no buscaba reírse con ellos ni tampoco entender nada; y me parecía tan extraña su respuesta que le pregunté qué buscaba entonces en los tebeos de nuestros padres; y me contestó que le conmovían mucho y yo me burlé, y él se ofendió de tal manera que sólo al pedirle perdón por mi rudeza logré que me lo explicase mejor. Y dijo: «En los años que nos han precedido se esconde una especie de misterio. Y todas las cosas de esos años tienen, para mí, algo de ese misterio. Me produce incluso una angustia muy fuerte, como si yo hubiera vivido las cosas de aquel tiempo y ahora no pudiera prescindir de ellas. Me hace daño…, me entran ganas de llorar…, no sabría explicártelo»), Y sólo mucho tiempo después, un poco antes de estallar el escándalo y huir los dos a París, pude entender por qué, a través de todos sus años, Jordi había vivido en épocas que no le correspondían.

Pero todas las lluvias de mi infancia son también aquel hombre conocido de Jordi y que siempre surgía de algún recuerdo muy lejano y saludaba a mamá y le ofrecía el paraguas y hablaban un rato, los dos muy joviales, con una sonrisa que Jordi y yo percibíamos como algo que conllevaba una especie de gran prohibición. Aquella tarde lluviosa, aquella precisamente, no vi a Jordi; pero sí al hombre moreno, alto y delgado, sonriente y apuesto.

Habíamos estado en el Publi, cine inolvidable por su especialización en programas infantiles. Al principio teníamos que entrar con mamá, que la semana anterior nos había prometido llevarnos a ver películas de dibujos del Pato Donald y al final no tuvo más remedio que cumplir la promesa. Sin embargo, no podía evitar una mueca de fastidio, como si acabásemos de estropearle una tarde muy importante.

Compramos castañas (milagrosamente redondas, milagrosamente doradas) y mamá parecía más resignada a acompañarnos, cuando vimos que en el Salón Rosa estaba la Llovet con dos señoras más. Mamá dijo que entráramos a saludarlas un momento. Rosa Llovet y Leonor Bofill Santacabrida le presentaron a la otra, una de Madrid que a partir de entonces viviría en Barcelona, nuevo destino de su marido, que trabajaba en el Ministerio de no sé qué. Por lo visto, encontrar a las tres cotillas puso a mamá de buen humor; muy cariñosa, se apresuró a decirnos que nos sentáramos un momento porque antes de entrar en el cine quería charlar un rato. Así pues, las cuatro se lanzaron al comadreo. Tocaron muchos temas: los vestidos de la temporada, la última comedia de Isabel Garcés, lo difícil del trato con los maridos, una señora de la calle de Villarroel que no se hablaba con la cuñada y, claro cómo se está poniendo el servicio y qué quieres que te diga, Madrid es más capital que Barcelona. Y mucho, mucho rato así. El color plomizo sobre un paseo de Gracia de suelo azulado, empezó a derivar hacia un crepúsculo amenazador, color nieve grisácea, una nieve que en Barcelona casi no llega a realizarse nunca y aborta en la hibridez de nuestros inviernos, los cuales exigen que el color plomizo del cielo y el color azulado de las aceras y el poquitín de niebla que a veces cae, sólo sean un cambio de estación apenas sugerido, una prolongación y nada más de aquellos días otoñales que en mi ciudad se limitan a prolongar las benignas cenizas de un bochorno que no murió con el verano. Carlitus y yo leíamos el tebeo de Al Dany, héroe rubio y titánico que viajaba por planetas desconocidos, a través de un cielo de tinta china, manchado de puntitos blancos que nos sugerían el gran misterio de constelaciones que imaginábamos como el novamás de lo sagrado y lo infinito.

¡Qué aliviada estaba mamá! Tanto como asqueados Carlitus y yo. No se necesitaba ser excesivamente listo para comprender que el encuentro con las tres brujas constituía para ella una buena excusa para no entrar en el cine; es decir, para evadirse de la molestia de tener que acompañarnos. «Vosotros entráis, veis las películas dos veces y volvéis a salir, que mamá os esperará aquí, con estas señoras. Y, ahora, ¿qué dicen los niños bien educados cuando se despiden?» Y tenía tantas ganas de perder de oído las cortinitas, las criadas deshonestas, los sombreros y otras estupideces de barrio residencial, que acepté a regañadientes aun sabiendo que el cine no sería igual sin el calor del brazo de mamá rozando el mío. Entramos muy despacio, para que las muletas de Carlitus no resbalaran en el mosaico encerado de la galería publicitaria que unía el cine con el Salón Rosa. Vimos las películas. Una de ellas tenía dos personajes nuevos: un gato gris que recibía todas las bofetadas, y un ratoncito color chocolate aguado más travieso que un diablo. Después salió Mickey y su perrazo tontaina, y también Donald, pato inmortal en aquel Olimpo nuestro formado por un Júpiter con cara de Burt Lancaster y una Atenea que se llamaba, según el año y según el color de la aventura, Dorothy Lamour, María Montez o Terry Moore. Aquello nos pirraba de tal manera, a nosotros y a otros miles de corazones infantiles, que vimos dos veces el mismo programa —y toda mi generación ha visto dos veces cada programa de cine-ensueño de nuestra ciudad— e incluso nos tragamos los noticiarios No-Do e Imágenes, repletos de obispos, y ministros con condecoraciones y la guerra de Corea —que teníamos en cromos y por eso nos gustaba tanto verla en la pantalla, excitante como todas las aventuras de los grandes héroes americanos— y, además, inauguraciones de hospitales y pantanos y desfiles militares y el Generalísimo Franco como estrella principal. Y así mucho rato hasta que Carlitus se hartó y dijo que quería salir.

Te adoro, lluvia. Las líneas quebradizas que iban amontonando goterones en el suelo me daban una musiquilla insistente, y al otro lado del telón movedizo que formaba, más o menos parecido a una cortina de mimbre, se divisaban, contrahechas, las luces de las tiendas ya cerradas. Todas son grises, las tardes de mi ciudad de los años cuarenta y los dos primeros del cincuenta. Nunca me cansaré de repetirlo: todas son Barcelona. Y Barcelona soy yo.

Carlitus estaba entusiasmado contemplando unos pececitos que nadaban en un acuario (pero tal vez eran otras galerías, no sé si las Maldá o las Condal), y parecía que se hubiera olvidado de mamá y de todo cuanto nos rodeaba, luz, lluvia y oscuridad, al otro lado de la salida que daba a la plaza del Pi. Paradójicamente, el final de su mal humor hizo crecer el mío. Sentía, de repente, como si me levantara solo frente al mundo, abandonado de todos, azotado por la doble corriente de aire que nos llegaba de las cuatro salidas sin puertas de la galería. Yo. Repentinamente único, solitario, apretando la mano de mi hermanito con una fuerza que hasta entonces nunca empleé. Yo, perdido; sencillamente: sin nadie. Con una violencia nueva e incitante volví la cabeza y, en una sola mirada, abarqué tiendas de fuera, escaparates de dentro, anuncios de cine-ensueño y todo el gentío ajeno que se guarecía a nuestro alrededor, esperando a que acabara de llover. Con otra mirada, igualmente vertiginosa, recorrí una nueva hilera de impresiones (porque no podía denominar de otra manera a la cabalgata de sombras locas en que el mundo se había convertido) deteniéndola sólo en algún rostro de hada en el que, durante unos segundos de excitación, me pareció recordar los rasgos de mamá. Me mordía el labio y estrechaba con más fuerza la mano de Carlitus; tanto y tanto que él dejó de contemplar el acuario y me preguntó qué me ocurría y yo le dije que nada. Y él quería a mamá y yo le dije: «Como mamá no viene, regresaremos a casa los dos solos». Y fortalecía mi apretón y Carlitus empezó a llorar y su imagen me llenaba de piedad mezclada a una rara especie de simpatía que me hacía mucho daño.

Lo arrastraba hacia la salida de la galería y percibía ya el asfalto empapado del paseo de Gracia; entonces él afirmó las muletas en el suelo, tomó impulso con la pierna y la dobló de modo que yo no conseguía moverle. Se estaba orinando. Eso acabó de ponerme histérico: le di una bofetada y después otra y seis u ocho más, mientras le gritaba: «¡Lisiado, inútil, trasto!». Y pocas veces he sentido una alegría tan desaforada, un placer más salvaje y al mismo tiempo una desesperación tan firme como en aquellos instantes inolvidables que duró el castigo.

Carlitus se abandonó, cayeron las muletas y con una sola pierna tuvo que dar cuatro o cinco saltos y chillaba «¡Mamá, mamá!», y habíamos llegado delante de una vitrina que contenía propaganda turística de París y le aticé un puntapié a la pierna paralítica, de modo que él acabó por caer también al suelo y lloraba muy fuerte y permanecía tendido, aguantando nuevos golpes, mientras me miraba con los ojos muy abiertos, con una expresión que nada tenía que ver con el amor o el respeto. Pero era un fuego que me hería y me ha seguido hiriendo con los años cada vez que lo he recordado, como si el hecho de reconocer la imposibilidad de acercarme a Carlitus, de amarlo plenamente siguiendo acreditados vínculos de amor fraternal, fuera la primera ruptura de la cárcel feliz de mi infancia y de aquella perdida no-sabiduría del mundo.

Llegaba de muy lejos. La descubrí de repente, y era como el centro de las luces cegadoras de muchos escaparates que se multiplicaban sobre los cristales. Era ella. La sombra negra, deslumbradora, de mamá, especie de cuervo de mancebía. Sentirla a mi lado me llevaba a descubrir que mi capacidad de amor, toda la que en un futuro pudiera tener, la acapararían su abrigo de terciopelo, el broche de bisutería sobre el cuello de astracán, aquella imagen de roble inexpresivo, permanentemente vestida de negro. Hubiera querido decirle que la sentía más que nada de lo que me rodeaba o me rodease nunca; es decir, que con sólo sentirla dejaba de sentir las demás cosas. Pero en lugar de animarme a hablar, aquella sombra de puterío que danzaba en sus ojos me despertó un asco violento y no me atreví. Tal vez empecé a presentir que yo no era bueno. Entonces pensaba que lo que me reprimía era solamente su severidad a causa de mi comportamiento con Carlitus; después he llegado a comprender que la verdadera causa era la idea del hombre. Del suyo, cualquiera que fuera, pero de momento aquél, sin remedio, inexorablemente: esa tarde era aquél, como por la noche sería papá. Porque el hombre moreno y elegantísimo, macho y galán a la vez, estaba allí mismo, entre el gentío que se compadecía de Carlitus. Procuraba desaparecer para que yo no llegase a verlo, intentaba escabullirse bajo la lluvia, desvanecerse con movimientos rápidos, como los de una serpiente entrevista en cualquiera de mis sueños y que antes de ser aplastada por la luz del sol tiene tiempo de huir reptando, zigzagueando, hasta que se pierde por el yermo…

Siempre durante el invierno, detrás de las ventanas, no sé en qué prolongación de los párpados cerrados, soñábamos con la llegada de los Reyes Magos. Un año más amontonándose y los Tres de Oriente atravesándonos, rebasando la niebla de nuestros tiempos que avanzaban. En aquellos sueños había un perfume tibio, como de eucalipto, y el olor ingrato de las estufas de petróleo y un recuerdo de braseros bajo la mesa: todo ello tenía color de tiempo, y el tiempo éramos nosotros. Avanzábamos así, de un lugar hacia otros lugares de nuestras vidas, de un instante hacia otros instantes; caminábamos llenos de Reyes y de eucaliptos, llenos de amor por la noche que nos estaba prohibido vivir físicamente: noche fantasma en que era preciso dormir —los Reyes no dejaban regalos a los niños tozudos que se empeñaban en permanecer despiertos para espiarles—, pausa entre la tarde de la cabalgata y la mañana siguiente, mañanita de niños que saltan de la cama apresurados, descalzos, volando sobre baldosas heladas, el corazón traspasado por la saeta de la exultación, y se acercan al balcón y lo abren y se aferran a la baranda donde acaso los Reyes dejaron una huella de estrellas (y allí estaba, vacía ya, la botella de champaña que los padres dejaron llena anoche para que bebieran los pajes —un paje rubio, de mejillas sonrosadas; un paje moreno, de mirada oscura como la noche de Arabia; un paje negro, que tiene sonrisa amplia y blanca con barruntos de sabiduría— y también la paja, de un amarillo sucio, que los camellos debían comerse y han devorado…).

Sin embargo, hay un instante que al paso de los años me parece muy cómico y al mismo tiempo lleno de odio hacia la vida, un instante en que los Reyes se olvidaron para siempre de mi zapato. Aquella última noche de vida que le quedaba a mi fe, todavía temblé con un prurito de infancia que huía, mientras contemplaba boquiabierto la cabalgata que reptaba, sudorosa y rampante, a través del frío gris; y aún me zambullí en el ensueño al pasear entre los puestos de la feria de juguetes (tenderetes ya casi vacíos, casi todo vendido a pesar de la crisis, despojos de confetis y púrpuras que volaban a ras del suelo, un pobre elefantito de cartón que nadie había querido comprar porque tenía la trompa rota…).

Esta noche de mi año de La Cenicienta, el invierno antes de Marilyn y el primer verano suburense, lloré como aún no había llorado nunca y golpeé con todas mis fuerzas la cabecera de madera de las camitas gemelas, colocadas una al lado de la otra para que Carlitus y yo pudiéramos esperar juntos la llegada de los juguetes. Y nunca volví a oír las pisadas de los camellos sobre una imposible nevada barcelonesa.

Juli, el hijo del dependiente de la pastelería, vino a decirme que los Reyes no existían. No podía hacerlo más fácil, ni pudo tener más picardía su mirada a través de las gafas espesas, como de bizco:

—¿No sabes quiénes son los Reyes, Bruno?

Y yo contesté: «Claro. Son Melchor, Gaspar y Baltasar». Él se reía: «¡Que no, que no!». Y yo: «Sí, tonto, sí. El rubio, el blanco y el negro». Pero él venga a reírse y finalmente me preguntó si me rendía y yo dije que de acuerdo, y entonces él dijo: «Los Reyes son los padres, atontado». Y yo pregunté que qué padres. Y lo miraba burlón y con algo de pena (porque yo, a los Reyes, los había visto. Vi al Blanco, que recogía nuestras cartas en cualquier almacén; al Negro, sentado en la gran tribuna colocada en lo alto de la fachada de los grandes almacenes, enseñoreándose de la Rambla, de la ciudad y del mundo. Los vi; y todavía hoy nadie me quitará de la cabeza que existieron; y me había mezclado con los miles de niños que también creían en ellos, y estallé en un llanto vocinglero porque el Negro me daba miedo; y eran una parte tan grande de mi vida como papá y mamá y la tía Matilda, como Carlitus y sus enfermedades, como Jordi, como la calle, como el ir y venir por la Ronda. Y también eran, no sé cómo decirlo, Bambi y Falina, y un poco Hansel y Gretel y Doña Urraca del tebeo y Carpanta y Gordito Relleno y el miedo al infinito y aquel amor que sentía por todos antes de hartarme del mundo: eran, sobre todo, el gran dolor de dejar de ser niño a partir del momento en que dejé de creer en ellos…)

Así, al año siguiente, yo voy detrás de la cabalgata muy bien protegido tras mi primera mueca de escepticismo, y me burlo de Carlitus, que se entusiasma señalando al Rey Blanco y está convencido de que le traerá un camión de verdad (es, sin embargo, un Carlitus de aspecto sano, con deseos de vivir más allá de la fanfarria navideña y de correr muy aprisa y llegar a hombre y poseer un sombrero de burgués conquistador). Carlitus señalaba las carrozas, los pajes y los sacos repletos de juguetes, y aquella felicidad que yo no volvería a sentir me daba tanta envidia que mi alma se llenaba de rencor; y fue como si un llanto que después ha seguido siendo muy mío durante mucho tiempo, fuera desarrollándose sin tregua, llenándome y vaciándome de tal modo, que la única solución para que los demás no lo advirtieran consistiese en apretar con fuerza la mano de Carlitus y arrastrarlo lejos de la multitud que se amontonaba a ambos lados de la Gran Vía (enormes estrellas ribeteadas de bombillas, camiones recubiertos de castillo morisco, hongos gigantescos, cascadas de agua luminosa, camellos de piel lustrosa, plumeros de la policía) y echar los dos a correr, mezclados con otros niños que seguían la cabalgata, mientras la tía Matilda, como de costumbre, nos perseguía presurosa, tropezando y gritando que éramos muy malos y que se lo contaría todo a mamá. Pero yo no me detenía, ni siquiera miraba hacia atrás: contemplaba la ilusión en los ojos de Carlitus, que aún señalaba la estrella lejana; le hacía avanzar a tropezones, oía el tip-tap-top de las muletas y exclamaba: «Corre, bestia, corre; que veremos a los Reyes de cerca». Y llevé a Carlitus hasta la parte trasera de la Diputación, en pleno Barrio Gótico, y a través de un ventanuco enrejado le obligué a mirar un subterráneo donde sonaban voces de gente ordinaria, que pronunciaban muchas zetas, desfiguraban las palabras y hasta los había que ni siquiera hablaban catalán.

Intuí que era un calabozo. Lo fue, sin duda, en épocas pasadas, y ni siquiera pertenecía a la Diputación; más bien parecía ser parte de la Barcelona más antigua, la Barcelona medio romana medio árabe sobre la que se levantaron, tiempos atrás, los edificios renacentistas. ¡Dios! ¡Siguen los despropósitos de la memoria! Aquel calabozo, iluminado por una bombilla que el viento sacudía continuamente —porque, a pesar del frío, el ventanuco estaba abierto de par en par, y mucho calor tendrían los de dentro, pues sudaban—, no era parte de la ciudad romana subterránea, sino más bien una parte subterránea de la ciudad gótica.

Los tres Reyes y sus pajes entraron en el lóbrego y mugriento calabozo que servía de vestuario para los participantes en la cabalgata, y Carlitus los contemplaba con amor, porque para él todavía eran los Magos que nos traían juguetes: lo fueron durante dos minutos más, otro minuto y basta. Pues de repente se quitaron los mantos suntuosos, las casacas doradas, y aparecieron los andrajos verdaderos y reveladores: camiseta azul remendada y calzoncillos también azules, que era el color posguerra en la ropa interior de los proletarios. Entonces se pusieron unas camisas de cuello sucio y raído y puños añadidos y manchas de sudor en los sobacos. Uno de los pajes, rubio y que por lo tanto no necesitaría peluca, ayudaba al que había hecho de Baltasar a quitarse la pintura achocolatada y, ya desteñido, el ex Rey ofrecía una piel resquebrajada, bronceada por un sol mal tomado —quiero decir que no parecía el sol que nos tostaba elegantemente en la playa de Sitges— y tenía la barba cerrada y su rostro carecía de aquella áurea beatitud que le otorgaban las luces de la cabalgata. Y Melchor se quitó las botas de tacón alto y resultaba muy bajito y achaparrado, mientras que el rubio Gaspar, sin peluca ni manto de armiño, resultó un tipo de lo más vulgar. Y Carlitus empezó a preguntarme que qué significaba todo aquello.

De pronto me arrepentí. En mi súbito arranque, hubiera querido llevarme a Carlitus muy lejos del Barrio Gótico, hacia otra tierra donde los sueños todavía fueran posibles; dejar que la imagen de los Reyes fuese siempre para él la de la cabalgata y la recogida de cartas en los grandes almacenes de una ciudad que nos conservaría siempre inocentes. Pero ya era demasiado tarde, y aunque yo intentara despistarlo diciéndole que el calabozo tenía muchos siglos y era histórico, él sólo tenía ojos para aquellos obreros que ahora fumaban cigarrillos de papel amarillo, míticos Ideales de las clases bajas.

—¿Por qué hablan como xarnegos? —me preguntó Carlitus, aferrado a la reja del ventanuco. Entonces, los tres muchachos que habían sido pajes nos miraron sin entender lo que decíamos. Y yo quería llevarme a Carlitus y le decía: «Anda, vámonos, que la tía estará preocupada…»

—¿Por qué hablan como xarnegos? ¿No son de Oriente? ¡Dímelo! ¿Por qué hablan así?

Y entonces yo hubiera llorado muy fuerte, pero ya estaba la tía detrás de nosotros, refunfuñando sin que le hiciéramos caso. Y pensé: «Llora, Carlitus, llora por lo menos. No te quedes así…, no lo aceptes… Llora, llora muy fuerte; pega muchos puntapiés contra la pared y todo habrá pasado. Si lloras hoy, mañana ni te acordarás. Sólo el año próximo, al ver la cabalgata, volverás a estar muy triste y necesitarás explicar a todos tus amigos que los Reyes son los padres… Y necesitarás hacerlo y lo harás con mala uva, y llorarás como yo: el año que viene maldecirás el mundo. Pero tu año podrá ser tranquilo hasta entonces. Si ahora lloras muy fuerte, no volverás a pensar en ello…»

Carlitus no lloró. Una vez en casa, me pidió que le enseñara los juguetes que mamá había comprado y yo se los mostré y él los contempló con indiferencia, como si acabara de perder el futuro. A partir de aquella noche del cincuenta y dos, todos los años, día tras día, antes y después de la cabalgata o antes y después de la noche que ya no volvería a ser gozosa, nos acostumbramos a la idea de que aquellos juguetes eran una estupidez, algo que se agradecía, sí, pero que en el fondo carecía de sentido. Y cuando cumplí los doce años, mamá nos dio dinero para que nosotros mismos nos compráramos lo que más nos gustara (y la yaya-serpiente decía: «Ahora no los malgastéis») y a partir de entonces quedó como un gran vacío en nuestras vidas. Después hubo en Barcelona otras ilusiones, pero fueron ya en otras camas gemelas y en otros lugares: y fueron ilusiones y angustias que se marchitaron poco a poco como las de todos mis compañeros, que en algún terrible momento de su vida tuvieron que asomar la cabeza a un calabozo del Barrio Gótico y dejar que la infancia se escabullera, inalcanzable, para siempre.

Evoco el colegio, Jordi. Las ventanas se abrían sobre la Ronda, el patio era muy amplio y de color azulado, pero en invierno los pasillos que lo separaban de las aulas eran tristes y sombríos y despedían un olor estadizo. Qué enorme era aquella especie de colmena sacerdotal, con tantísimas celdas repartidas en pisos. Desde todas y cada una de las aulas por las que íbamos pasando de un año a otro, veíamos los árboles de la Ronda, sin hojas en otoño, guarnecidos de follaje al llegar la primavera. Cada vez que íbamos al váter, con permiso previo, que solía ser un gran privilegio o, aún más, una excusa liberadora para poder estar diez minutos fuera de clase, recorríamos aquellos pasillos inmensos y tristes, y el simple cambio se convertía en una especie de cosa maravillosa, como una exultante aventura cotidiana. Más allá de los grandes postigos, muchas veces cerrados para no deshacer la idea de gran cárcel, el patio se empapaba de una soledad punzante, ya bajo las lluvias de otoño, ya bajo el sol que anunciaba las vacaciones. Las paredes y el suelo parecían tener un color metálico, rodeado de casas viejas, con un decorado de ropa tendida, gallinas en las galerías y viejecitos que tomaban el sol. Y por encima de esas casas, en el cielo de los primeros años cincuenta, descubrimos el Zepelín.

Yo jugaba con Olivella, Perelló y otros compañeros en un rincón del patio, junto a la fuentecita que solíamos defender de los moros (solución viviente para episodios de nuestros tebeos, que se interrumpían todas las semanas en el momento culminante, dejándonos la imaginación encendida y dispuesta a toda clase de fantasías y pronósticos, de participación incluso física, en la gran ficción que constituía para nosotros una segunda vida).

La fuentecita era una parte muy pequeña del desierto infinito que representaba el patio, limitado a ambos lados por temibles reinos sarracenos —las escaleras que conducían a la enfermería— y por una ciudadela cristiana —las escaleras que llevaban al piso de los párvulos—. En esta topografía interpretábamos entonces a nuestros héroes preferidos (Roberto Alcázar, Pedrín, Cuto, Ivanhoe, Jack y Bill del FBI) y llegábamos al extremo de organizar una especie de lotería para adjudicarnos los personajes más solicitados sin posibilidad de reclamaciones. Pero a mí nadie se atrevió a discutirme el papel de Guerrero del Antifaz, tal vez porque los demás me admiraban y me reconocían de inmediato como el más fuerte, el más inteligente y valeroso: el único, en fin, capaz de llevar a buen puerto la tarea, tan difícil y comprometida, de salvar a la intrépida flor de la España imperial (nos explicaban que la grandeza de España en cuanto idea había consistido, desde un principio, en no aspirar a otra cosa que a la gran unidad evangelizadora de mundos ultramarinos) y rescatarla de las garras de la gentuza mora, tan bárbara, sucia y analfabeta, según aseguraba el hermano Vidal. Y un día que yo estaba a punto de ejecutar a un chaval de tercer curso (él era más fuerte que yo y de una clase más adelantada que la nuestra, pero eso, en nuestros juegos, no importaba nada: bastaba que fuera pagano y judío para ser condenado) y Olivella leía ya el Edicto (porque el de tercero hacía el papel de Ali Khan, el perverso enemigo que siempre escapaba y nosotros queríamos matarlo de verdad para ver si, haciendo esta especie de exorcismo, el Ali Khan del tebeo caía la semana siguiente bajo la espada del Guerrero) y Pérez, que era el verdugo, ya levantaba la cimitarra; este día, pues, llegaste sin aliento, corriendo desde tu refugio solitario, aquel rincón de la gran escalera oscura donde solías esconderte para leer y dibujar tranquilo durante el recreo (nunca te incorporabas a los juegos, tú); y en tu carrera señalabas al cielo y gritabas: «¡Mirad, mirad! ¡Que aún está aquí, que aún lo podéis ver!».

A partir del día en que nos contaste que Ricardo Corazón de León te hablaba en sueños, todos te teníamos por lunático y no creíamos nada de lo que decías. Pero esta vez era cierto que habías descubierto algo extraordinario (después te felicitamos), de modo que los demás niños se amontonaron a mi alrededor (tú pegabas unos chillidos muy agudos) y miramos más allá del sol que nos deslumbraba y Olivella exclamó boquiabierto «mi madre, es un zepelín de los de verdad»; y Pérez decía «no, que es un anuncio de algo», y yo los mandé a la porra —«burros, si fuese un anuncio no tendría volumen»— y Olivella, aunque sólo fuera por obedecer mi santa voluntad de héroe cruzado, dijo «pues sí que tienes razón, sí que tienes razón» y que, claro, «y tanto, es un zepelín de verdad».

Entonces, Jordi, no sé, me pareció que tú, apartado de los demás, sobresalías de una manera especial: como si fueras el único con quien yo podía saborear plenamente la sorpresa, la exultación, la urgencia de coger aquel zepelín y volar muy lejos de nuestra ciudad, que estaba ya a punto de prostituirse en primavera (quién sabe si habría pensado: «pero cuando llegue el invierno, volveremos los dos; todos los inviernos, volveremos a nuestra Barcelona…»)

—Me pienso que es el anuncio de un circo —dijo Mir, que era hijo de un estraperlista de tabaco—. ¿No veis que lo dice, que es de un circo?

Convinimos, pues, que era un circo; aun más: era un circo americano (¿de qué otro lugar sino de América podía proceder entonces toda la fantasía, todo el encanto del mundo?) En cuanto quedó bien decidida la identidad del objeto, alguien gritó «Valen, valen»; y me dio un golpe en la espalda queriendo decir que yo paraba y debería buscar a los que iban corriendo a esconderse. Pero no me moví, ni tú tampoco. Dije que no me apetecía jugar y me acerqué a ti, que seguías con la cabeza echada hacia atrás y te acariciabas la mejilla con la palma de la mano. Apoyándome en tu hombro, te pregunté si te gustaba el zepelín, y tú me dijiste que no, que era muy feo: «Pues, ¿por qué lo miras tanto, so marmoto?». Y dijiste: «No es eso. Mira: si cierras los ojos… así, ¿ves…?, pues te coge una especie de vértigo muy intenso y la cabeza te da vueltas y parece que te cayeras, ¿me entiendes? Y al final, desaparece todo lo que te rodea. Sólo oyes una especie de música muy extraña, como si estuvieras muerto y en el cielo. Hazlo, y ya verás».

Yo prorrumpí en una carcajada de las destinadas a ofenderte: «¡Qué tontería, Jordi! A veces, además de parecer una niñita, se diría que te falta un tornillo». Pero tú no te ofendiste. Al contrario: aún insistías más. Entonces, con la cabeza hacia atrás, cerré los ojos, empecé a dar vueltas, y sólo conseguí una especie de mareo que por poco me caigo de narices. Al espabilarme, te aticé dos bofetones.

—¡Perro sarnoso! ¿Ahora te da por burlarte de los amigos?

(Sin embargo, Bruno, yo no quería burlarme de ti. Aún hoy no llego a comprender por qué te enfadaste tanto. Encajabas puñetazos, interrupciones y hasta escupitajos de los demás compañeros, de quienes siempre decías que te eran indiferentes, y a mí, que afirmabas que era tu mejor amigo, no me pasabas una; más bien disfrutabas escarneciéndome todo lo que podías, ya cuando te gastaba una broma de lo más inocente, ya emperrándote en encontrar siempre el lado peor de mis actos. Nunca has llegado a entender, por ejemplo, que ya entonces —y siempre a partir de entonces— yo buscaba lo abstracto como una especie de refugio. Suerte tenías tú de no poderlo desear, pero a mi juicio, eras a la vez bastante desdichado por este mismo motivo. Ante todo, porque lo abstracto ofrecía una evasión segura y aprovechable de todas las vulgaridades que oscurecían aquel entorno nuestro. El zepelín, por ejemplo, era muy feo si se miraba desde nuestra perspectiva, y no hay duda de que seguía siéndolo desde cualquier perspectiva; pero si entornabas los ojos al sol, parpadeando apresuradamente, aquella superficie que tenía la grosera apariencia de una salchicha gigante se deshacía en líneas aisladas que, abriéndose y cerrándose continuamente, posibilitaban una recreación de todos los colores del espectro. Y al mismo tiempo, los sonidos del ambiente se amalgamaban en una percepción única: la más próxima a la eternidad que he conocido. Ya sé que para ti Dios no existe, y no voy a reanudar una discusión que no tiene salida posible, pero si algún día te decides a la experiencia de abstraer sonidos y de abstraer colores, percibirás como un temblor de Infinidad; a partir de las fuentes de las cosas encontrarás la existencia, y eso te capacitará para entender que la existencia no puede acabar nunca porque, más allá de todo materialismo, hay una negrura sin fin donde, a falta de sombras palpables, laten ondulaciones que permiten escabullirte de este mundo absurdo en busca de cuanto es ilimitado, de lo que es, sobre todo, un prodigioso estanque de verdadera paz. Esto debe de ser la eternidad y Dios empieza ahí. Y es vida, sin duda: la más consistente, la más segura de todas las vidas que pueden sernos ofrecidas…)

—No te enfades conmigo, Bruno.

—Es que, chico, a veces me pones tan nervioso que te estrangularía. Y es algo raro, ¿sabes? No lo puedo evitar ni a tiros.

—Yo quería decirte… que eres mi mejor amigo.

—¿De verdad?

—Sí.

—Pues tú no eres mi mejor amigo. Tú no me importas ni tanto así.

Desviaste la mirada hacia el primer piso: la galería de los párvulos, que habíamos dejado atrás; el despacho del rector, que solía venir a espiar cómo nos desnudábamos para la clase de gimnasia; la capilla donde nos obligaban a tragarnos, sin escapatoria posible, la misa cotidiana… Al otro lado del patio, allí donde ya no daba el sol, nuestros compañeros comenzaban a formar filas. Uno detrás de otro, como los soldados y los falangistas: las puntas de los dedos que toquen el hombro del compañero, mirada al frente, lista de nombres, presente, presente, servidor

—¿Me perdonas, Bruno?

Pero Jordi, ¡si yo aún te quería más cuando tenías aquel furor a flor de tu piel tan blanca, como de niña; cuando sollozabas como si empezaras a llorar! Era algo muy cálido y muy dulce abrazarte con pureza y tú, fingiéndote enfadado, luchando por rechazarme y yo, o bien los dos, tan incontaminados, tan felices…

—No seas tontaina —decía yo siempre—; ¿a que te lo has creído?

—Sí —sollozando aún—; sí me lo he creído, porque siempre me lo dices.

—Perdóname, ¿eh? Y mira: después, si quieres, iremos a ver el zepelín.

—¿Y tu hermano, qué?

—A mi hermano también nos lo llevaremos.

—No, sólo tú y yo y nadie más. Contigo no me da vergüenza hablar.

—Mira que eres raro. Vamos, no pongas esa cara. Dejaremos a Carlitus en la sala de espera, iremos a ver el circo y después volveremos a recogerlo. ¿Vale?

—Sí. ¿Están llamando a nuestra clase?

—Que se chinchen, los muy cabritos. De lo que tengo ganas es de charlar contigo.

—Tienes la lengua muy sucia, ¿sabes? ¿Qué diría tu mamá si te oyera?

Solté una carcajada.

—Mi madre las dice peores que un carretero. El otro día envió a papá a tomar por el saco. Lo hace muy a menudo.

—No me lo creo, porque se la ve muy señora y mamá y la abuela Cristeta dicen que va mucho a misa y hasta hace obras de caridad.

—¡Joder! ¿Qué idea tienes del mundo, so merluzo? Mamá, aunque sea tan fina cuando va a la ópera, y a pesar de que haga tantas novenas a santa Rita y a todas las vírgenes habidas y por haber, cuando se enfada es la mujer más ordinaria del mundo. Pero no se lo digas a nadie, ¿eh?

—¿Me has tomado por un chivato? —Y adoptaste un aire ofendido.

—A veces, sí. El otro día, sin ir más lejos, le chivaste al profe que Olivella se copiaba la Educación Política…

—Fue en defensa tuya. La copiaba de ti.

—A mí no me importaba que se la copiara. ¿No es amigo mío, Olivella?

—Sí. Pero yo no lo puedo tragar.

—¿Por qué no puedes tragar a ningún amigo mío?

—No sé…. Vamos a formar filas, que no tengo ganas de que me castiguen…

Otro día, Perelló llegó corriendo a la fuentecita con cromos nuevos de La Cenicienta. Aquel año eran la locura, como al siguiente lo sería Quo Vadis?, un estreno que todos deseábamos ver y que incluso nos hacía sufrir, pues aún ignorábamos si sería tolerada para menores. («Sí, porque dicen que está muy cortada.» «No, que a Ligia la atan a un toro y va toda desnuda.» «Que no, que esto es el libro; en la película la atan a un palo y lleva ropas transparentes, de esas romanas…») ¡Oh, Jordi! Aquel mundo inverosímil de Walt Disney es una de las cosas que más nos pertenecen a los dos. Fue el año 1952, el del invierno más bello que nunca habíamos tenido; un atardecer navideño, de sonrisa nevada. Era el cuarto día de vacaciones y lo habíamos pasado en tu despacho, haciendo el belén. A las cinco de la tarde vino a buscarnos mamá para llevarnos a ver la ciudad, toda engalanada porque se acercaba Navidad. Y era el primer año, después de tanto tiempo de restricciones, en que Barcelona refulgía con un estallido lujoso, como una gran promesa finalmente cumplida. Aquel cine de riguroso estreno era una retahíla de chispas multicolores. Las paredes del vestíbulo quedaban ocultas por cartones muy gordos, color azul cielo y estrellado, sobre el cual aparecían pintados todos los personajes de la fábula (en un rincón, los dos ratoncitos inmortales: Gus-Gus, que era rechoncho como el Gordito Relleno de los tebeos, y Jack, delgado y escuchimizado como un héroe de la picaresca; y el gato malévolo, Lucifer, pelo amoratado; y las hermanastras, feas y malas; y la marrana de la madrastra, que pretendía la ruina de la dulce Cenicienta; y el palacio real, silueta esbelta, prodigio de verticalidad lanzada hacia un cielo purísimo —el cielo que más adelante atravesaría Peter Pan para llegar hasta nosotros—; y estaba emplazado el palacio en la cima de una montaña también vertical que señoreaba sobre un pueblecito, acaso bávaro —casas diminutas, ventanas con enrejado curvo, tejados puntiagudos de color rojo—, por cuyas callejas corría, rauda y como empujada por hadas supersónicas, la calabaza de oro que se había convertido en carroza de Cenicienta y que era conducida por el perrito que se llamaba Bruno —¡como yo, feliz mortal!—, convertido a su vez en corcel de gallarda hechura gracias a las magias del hada madrina que solía cantar el salagadulachachicomula bidibidabidibú, de modo que todo ello era como un primer anuncio de aquella Carrose d’Or sustraída a Merimée, con la que, ya en nuestro exilio parisino, la cenicienta Magnani, conducida por la varita mágica del hechicero Renoir, nos catapultó hacia un mundo de belleza madura que acaso presentíamos ya, en su forma más ingenua, a partir de aquella infancia compuesta de Navidades y cuentos de cristal). Y las pinturas del vestíbulo culminaban con las siluetas increíblemente bellas de Cenicienta y su Príncipe Azul enlazados por la cintura, mecidos por el vals y la fantasía de un baile real que se desarrollaba, embuste dorado, entre surtidores diamantinos, chopos de polvo de estrella, escalinatas de mármol glauco, jarrones de porcelana dorada y un aire cargado de esmeraldas, rubíes y ágatas extravagantes. En medio del vestíbulo, dentro de una maceta forrada con papel de plata, crecía un árbol enorme que llegaba hasta el techo y que desparramaba guirnaldas y farolillos que llenaban todo el vestíbulo. También había paquetes muy grandes envueltos en papeles rojos y verdes, y que, según nos informó mamá, eran de los Reyes del extranjero. No sólo se trataba del primer árbol de Navidad que entraba en nuestra vida, sino, sobre todo, de la primera vez que podíamos ver uno de verdad, tenerlo a nuestro alcance, acariciarlo no sin temor. Era como si un pedazo de aquellas películas americanas que tanto nos gustaban hubiera adquirido nueva forma, como si la Navidad que disfrutaban los amigos del Pato Donald ya no fuera solamente privativa de la privilegiada clase de los personajes de ficción.

Salimos de la película rebosando felicidad y un amor sin medida. Durante cuatro meses sólo existió el reino de tejados rojos, sobre el cual llegó a reinar Cenicienta gracias al único triunfo de su bondad: el reino donde los humanos tenían voces melosas —todavía no sabíamos que eran películas dobladas en Sudamérica— y los animalitos cosían, hablaban y vestían como personas de verdad. De hecho, fue una de las últimas concesiones a la fantasía que pudimos permitirnos, fugitivos del mundo que quería aprisionarnos en las redes aceptadas por todos, necesarias acaso para el desbarajuste que llamaban «empezar a hacerse mayor». Pero ¿qué nos importaba a nosotros aquella verdad nueva? Ni la de nuestros padres, ni la de nuestros maestros, ni siquiera la de la jorobadita, de rostro helado envuelto por un pañolón negro, que nos vendía castañas doradas a la salida del colegio. Los sufrimientos quedaban excluidos de aquel libro forrado de oro que abría la fantasía azulada de la película y nos conducía, aguijoneando una ilusión sublime, hacia otro universo más vasto, de cuentos rusos, chinos, alemanes e ingleses que fueron, con los tebeos y el cine americano, el alimento espiritual de nuestra infancia, cuando nos desinteresábamos de las enseñanzas escolásticas y sólo queríamos cobijarnos bajo algún techo donde el entusiasmo fuera aún un estímulo. Total: así éramos nosotros aquel año que pasó, raudo y decisivo, entre la colección de cromos de La Cenicienta y la obsesión de saber si podríamos ver, por lo menos, un pedacito de pantorrilla a la Ligia de Quo Vadis?

Y el día que mi primo Arturu nos llevó a los dos al Windsor (decían las gentes que era un cine principesco, con las paredes y el suelo hechos con un cristal importado expresamente de Murano), momentos antes del gran choque que significó para nosotros el mundo romano agitándose sobre la primera pantalla panorámica de nuestra vida; aquel día del año anterior al del cinemascope fue, pues, decisivo para el destino de ambos. Quiero decir que fue el momento en que nuestras inadaptaciones se separaron definitivamente, y, cada una por su lado, siguieron siendo rebeldes al orden natural de la nueva sociedad pero manando, ya plenamente conscientes, de manantiales muy diversos. Porque después de ver la película —¡cómo nos impresionó el incendio de Roma!—, Arturu nos llevó a casa de su amigo, el modista, no sin antes repetir con insistencia que el encuentro tenía que ser un secreto entre los cuatro. Y este amigo, que veinte años después moriría de cáncer, nos dio pasteles, nos prestó un puñado de revistas de cine y entró definitivamente en tu vida para empujar vuestra diversidad —aquel extraño amor que nació allí mismo— hacia cimas tan bellas y hediondas que acabaron por conmover nuestro mundo..

¿Te acuerdas, Jordi, de las pláticas religiosas del padre Cuevas? Se le veía muy inquieto, casi frenético, mientras nos acogotaba con severos didactismos sobre el pecado y Dios y el diablo, y lo pintaba todo de forma muy amenazadora: tantísimo, que Perelló, Olivella, tú y yo nos miramos despavoridos y pasamos el resto del curso contándonos sueños poblados por sombras monstruosas que se nos querían tragar vivos sólo por haber dicho alguna mentira o habernos olvidado de rezar alguna noche: sombras de pecado presentido que después nos acompañaron —por lo menos a mí— por siempre y a todas partes. Así pues, el demonio empezó siendo para nosotros una especie de prolongación de otros monstruos que habíamos entrevisto (pues, miedosos, nos tapábamos un ojo con los dedos mientras abríamos poco a poco el otro) en las películas o en los cuentos de miedo: el diablo tenía que ser como un Drácula pintado de rojo que nos chupara una gotita de sangre cada semana que dejáramos de comulgar, o tal vez un Hombre Lobo presto a devorar a cuantos niños cayeran víctimas de lo que el confesor llamaba «el vicio solitario» (y para ti, Jordi, cuyos sueños me confesaste poblados por una imaginería egipcia y atlante, el demonio estaría personificado por una momia de vendas amarillentas, tal vez uno de aquellos hombres a quienes la malévola Antinea —inolvidable María Montez, suntuosamente vestida de lamé plateado— convirtió en piedra, en el reino pétreo de la Atlántida de los años cuarenta). El demonio tenía para cada uno de nosotros una maldad bien definida y diversa; y así era nuestro miedo. El padre Cuevas debió de confiar en que todos nos formaríamos del demonio una imagen de maldad y peligro (del mismo modo que Dios significaba bondad y justicia), y empezaríamos a sentirlo con el mismo desprecio que él, y escribiríamos su nombre con minúscula —incluso el pronombre—, así como para el otro, el Todopoderoso, utilizaríamos una mayúscula llena de amor y respeto, tanto en el nombre como en el pronombre, y en persona tripartita. Era, pues, una regla básica de adoración por el Uno y de desprecio por el otro, que ni años ni circunstancias lograrían cambiar. Y no los entendía. Como tampoco pude entender que vosotros sintierais al Todopoderoso y yo no, a pesar de que siempre sentí, con una fuerza muy arraigada dentro de mí, al de las minúsculas con olor de azufre. Pero mira: alguna razón habrá para que yo no pudiera sentir a Dios. De aquí venían todos los castigos, los pescozones de los maestros y los curas, la fama de indisciplinado que me adjudicaron entre todos. Yo siempre me conduje a mí mismo por los caminos que me salían de las narices, y al declararlo ahora no pretendo vanagloriarme de más inteligente o valeroso que los demás. Es más sencillo: tal vez yo era más egoísta. Años después, ya mayor, no he tenido ningún miedo a seguir siéndolo y menos aún ningún remordimiento. Ante todo, porque empezaba a encontrarme muy bien acompañado de mi egoísmo: el mundo no era, ni en el más loco de los sueños, aquel monasterio de hermandad que el padre Cuevas nos había pregonado año tras año. El himno de los hombres que van a trabajar por un jornal de risa o pasan la noche del sábado sobre una puta alquilada, tampoco tenía nada que ver con aquello tan precioso de juventudes católicas de España, ideal del ibérico solar, ni con aquella otra cancioncilla tan saludable que decía, más o menos, Cristo en todas las almas y en el mundo la paaazzz y que solíamos cantar en el colegio mientras la santísima villa de Barcelona celebraba el Congreso Eucarístico de la Gran Cruz levantada en lo alto de la Diagonal, cerca de las barracas de aquella época. Sí, los cánticos iluminados en el frenesí de la mística de Dios y la comunión de los santos fueron un himno maravilloso para nuestra infancia; pero, dime: ¿qué se hizo de tan hermosos sueños a lo largo de nuestro paso por la vida? Convéncete de una vez, Jordi: el amor no es más que un embuste inventado por el hombre. El mundo no responde con amor a ninguna de tus solicitudes: a lo máximo, accede a coquetear contigo. Todo eso lo he aprendido muy bien; he ido cuestionando muy dentro de mi corazón lo que el mundo entiende sinceramente por «amor al prójimo». ¡Pura retórica! No valen apostolicismos ni glorias pobladas de angelitos; no valen promesas de amor a largo plazo ni tampoco el gran truco de aferrarse al sentimiento sólo porque la soledad te dice que lo necesitas. Es un error definitivo creer que el hombre ha nacido para vivir en compañía y amarse los unos a los otros y hacer latir todos los corazones al unísono. El hombre es en soledad, el hombre tiene esquirlas de soledad clavadas hasta lo más profundo de su piel, y nada se las puede arrancar. Son un brazo del hombre, querido; son un pie, un ojo de hombre, estas soledades sin remedio posible. Puedes irlas aliviando, claro; pones paños calientes sobre la carne y tal vez la consuelas; pero esta carne pesada y triste, ¿qué diantre podrá transmitir a los paños que la ayudan? ¡Amor de carne! ¡Callad, bobos de tantos siglos amatorios, callad de una vez! Al fin y al cabo, amor es poco más que una ley reguladora del universo y, por postizas, todas las leyes reguladoras tienen una falsedad que imposibilita su duración. El amor no cambia nada. El amor sólo ordena, pone las cosas en su lugar por un breve tiempo, un instante que puede durar años, pero no demasiados. Y llega un momento en que el feroz universo triunfa sobre las leyes, se impone a ellas: las barreras crujen, la selva se apodera de la pradera como antes de que el hombre cortara sus árboles gigantescos; los diques aúllan su derrota y estallan bajo la marea que el orden consiguió contener durante siglos, días o siquiera segundos. El desorden triunfa sobre el orden, entendedlo de una puñetera vez; y el desorden prevalece. Ésta es la única verdad; no sólo del universo ni del Dios que adoráis, sino la gran verdad, acaso intangible, que está más allá de las cosas y les da una apariencia engañosa, la cual las hace ser sombras estáticas de este gran desorden que tanto nos asusta, que es nuestro estado natural, que somos nosotros a fin de cuentas.

Nuestro himno de cruzados de Cristo o legionarios o centuriones o yo qué sé, siempre logró unirnos un poquitín más, hermanarnos lentamente. Pero esta unión empezó no tanto con el amor a Dios como en una prolongación del espíritu de compadreo y el afán de aventuras que animaban nuestros juegos en el patio del colegio. Oh, Jordi: bien sabes que nunca fui de los más aplicados en las clases del Catecismo o de Historia Sagrada, ni tampoco puede decirse que en cuanto a las buenas acciones o a observar una conducta adecuada a la disciplina, fuera, ni de lejos, lo que cabía esperar de un cruzado bendecido y que, además, era el caudillo de todo aquel ejército. Sin embargo, a pesar de mi poca inclinación hacia el misticismo que los curas pretendían inyectarnos a fuerza de una agotadora insistencia, hubo un instante de aquel año en que yo me sentí tan bueno, tan hambriento de pureza y martirio, que busqué la santidad. Pero ¿podría creer que aquella obsesión de martirio a ultranza y mi eccema de exultación religiosa correspondían a una actitud lo bastante coherente y sólida como para salir disparado hacia un porvenir de grandes gestas cristianas, tan abnegadas como para hacerme renunciar al mundo, a la familia y al cine de los jueves, sólo para seguir la voluntad divina? Sospecho que más bien fueron influencias ajenas a mi espíritu natural, tal vez nacidas de los tostones de aquel buen padre Rivas que quería que todo el mundo aspirase al sacerdocio; o bien el resultado de muchas dudas —dentro y fuera de mí— acerca de lo que me tocaría ser el día de mañana. Se me metió en la cabeza ser mártir porque, si bien se mira, siempre resultó más glorioso que ser arquitecto o chupatintas. Sólo que un chupatintas tiene muchas más oportunidades de ganarse los garbanzos en una civilización donde más falta hace una mano que sepa escribir a máquina que un brazo dispuesto a dejarse crucificar en aras de un ideal exultador. Una civilización en la que todo el mundo iba a lo suyo y donde servir para algo significaba acostarse todas las noches sufriendo por si uno no oía el despertador, y oírlo al día siguiente y levantarse y desayunar y subir al tranvía y trabajar y volver a subir al tranvía y comer sopa de gallina concentrada en una pastilla o en un sobre y subir al tranvía nuevamente y trabajar por la tarde y regresar a pie a casa hablando de fútbol con los compañeros y llegar a casa y escuchar la radio e ir una vez a la semana al cine y cobrar una vez al mes y tener hijos que salgan idénticos al padre y se preparen para dar continuidad a su cotidiana odisea de apatía. Y aunque la mía fuese relativamente distinta a causa de la diferencia de edad (oír el despertador y echar hacia la Ronda y entrar en clase y salir al recreo y quedarse a las permanencias para hacer los deberes y rehacer la Ronda y terminar los deberes del colegio y leer un poco y meterse en cama), tampoco era un tipo de vida cuya prolongación se presentase demasiado cautivadora. Descubrir, pues, que el destino de mis tardes y mis mañanas futuras no era sino sustituir las idas y venidas por la Ronda por idas y venidas en tranvía, yendo y viniendo del banco, la oficina o el taller de mecánica, tuvo una importancia decisiva en el súbito cambio que sufrieron mis reinos infantiles de orugas parlanchinas o, más adelante, de luchas walterscottianas en tierras moras. Es decir, mis sueños de niño se metamorfosearon en delirios propios de un martirologio alimentado por la misa cotidiana y aquellos libritos (Fabiola, Los últimos días de Pompeya, y varios florilegios de martirios aplicados a santitos jóvenes) que nos abrían los ojos a una emoción completamente nueva: la presencia de cuerpos asaeteados, vírgenes desnudas envueltas por el fuego de su tormento, doncellas crucificadas con la desnudez rodeada de amapolas, incluso efebos que, con las manos atadas, eran sumergidos en un pozo de fuego, una caldera de aceite hirviente o un abismo lleno de serpientes (tormentos que, por otro lado, podíamos encontrar cada semana en algunos tebeos). Este descubrimiento determinó una nueva serie de juegos a los que sólo podíamos dedicarnos cuando, llegado el verano, teníamos la posibilidad de un gran jardín, la desnudez de los cuerpos y la proximidad del cielo mediterráneo —elemento indispensable de paganismo— sobre nuestras cabezas recalentadas por el sol. Tú, yo, Celso y Concep Llofriu llegamos a cometer todos los disparates imaginables. Perdidos entre los árboles de tu jardín, en el chalet de Sitges, nos dejábamos atar a cualquier árbol que pudiera recordarnos las ilustraciones del martirio de Sebastián, en Fabiola. La Concep hacía el papel de Lucía, y una tarde poco faltó para que la dejáramos tuerta. A mí, asaeteándome con flechas de ventosa, me hicisteis un cardenal que tardó mucho tiempo en borrarse. De Celso no hace falta hablar: como era tan fuerte, creía que podría resistir cualquier prueba. Lo atamos de pies y manos y, con ayuda de una cuerda de vuestro jardinero, lo colgamos del trampolín, cabeza abajo, y así íbamos zambulléndolo en la piscina, que hacía las veces de caldera de aceite hirviendo. Lástima que la cuerda se rompió, Celso se cayó al agua, y tan bien atado estaba que no pudo nadar. Yo me arrojé al agua para salvarlo, pero como también pesaba mucho nos hundimos los dos, y suerte tuvimos del jardinero que nos arrojó una soga más fuerte; de lo contrario, hoy estaríamos bien podriditos en el fondo de tu piscina. Al fin y al cabo, quien salió ganando fuiste tú, porque después de aquel suceso ya no nos atrevíamos a jugar a martirios «difíciles». Te atamos de brazos y piernas y te dejamos en el suelo, allí donde el sol había calentado con más fuerza las baldosas, y nos empeñamos en creer que eras Lorenzo sobre las parrillas. Tú no parabas de quejarte porque eras un blandengue, pero reconocerás que fuiste el que, pasándolo más en grande, salió mejor librado.

Durante aquel curso de mi misticismo, los recreos se convirtieron en una especie de concilio de niños píos agrupados a mi alrededor, mientras yo blandía el pendón, con una gran cruz que tú dibujaste con tinta china, y pregonaba que era necesario organizar una cruzada y ofrecernos al Padre Santo para que nos dejara ir a Corea, a ayudar a los soldados americanos —todo el mundo sabía que eran arcángeles disfrazados—, y de paso aprovecharíamos para convertir a los chinitos. Todo eso nos llenaba de un fervor inverosímil, tibio y agresivo a la vez, y supongo que el padre Rivas estaría bastante orgulloso de que sus sermones sobre la necesidad de evangelizar a los pueblos paganos —el padre Rivas decía que Inglaterra y Rusia también eran paganas— hubiesen sido tan bien asumidos; incluso nos prometió un puñado de bendiciones papales para los pobrecitos ignorantes que no querían dejarse evangelizar por los arcángeles yanquis. Huelga decir que, a pesar de nuestra obsesión evangelizadora, a todos nos producía una especie de tristeza pensar que nuestro destino tal vez fuera no volver a nuestra ciudad, morir clavados en una cruz de bambú o que nos perforaran a bayonetazos (preguntaba el bobo de Fede: «¿Y no llegará Errol Flynn a salvarnos a tiempo?»; y el padre Rivas, lógicamente, le tiraba de la oreja y decía aquello de «si uno espera liberación del martirio, éste pierde intención y, por ende, eficacia», y que las cosas, o se hacían bien hechas, o era preferible no hacerlas). Así pues, no las hicimos. Y no fue por falta de vocación, sino porque la vocación desapareció de repente. Bastó con ver que el diablo se nos había adelantado enviando a dos de sus servidoras. Lo supimos hojeando revistas de cine en casa de Andreu; una de ellas hablaba de Corea y de las artistas que habían ido a entretener a los soldados americanos. Desanimados y heridos a un tiempo, comprobamos que la vulgarota de Jane Russell y una rubia muy basta, una tal Marilyn, de quien nuestras madres decían que era coja porque movía el trasero de determinada manera (todavía no sabíamos cuánto llegaría a significar esta rubia para nosotros a partir de Niágara), cantaban himnos profanos y realizaban toda clase de obscenidades gestuales sobre un escenario levantado en un gran campamento yanqui. Me quedé de piedra; deseé echar a correr y no detenerme nunca (me refiero a ese arrebato que me acomete cuando percibo el gran absurdo el mundo). De hecho, me parecía clarísimo que Dios acababa de rechazar nuestra ofrenda de cultivar ideas de pureza por campos paganos, allí donde la mies es tanta y los operarios tan pocos; y, al mismo tiempo, me parecía que Dios me rechazaba a mí para siempre. A partir de aquella tarde quedé aislado de un misticismo que ya no contenía la indiferencia religiosa anterior a la manía de la cruzada, ni tampoco la fe enloquecida de aquellos días, sino un miedo y unas dudas que me acometían alternativamente, que luchaban por asegurarse un lugar en lo más profundo de mi espíritu, el cual, totalmente desconcertado, empezaba a estar harto de tantos embustes…

Era la última Pascua que el padrino me compraba la «mona», porque yo empezaba a ser mayor y está mandado que el regalo de este pastel típico de las fiestas catalanas sólo se haga mientras uno es pequeño. Toda la familia se había sentado a la mesa para celebrar la inauguración del piso nuevo, decorado por mamá con la ayuda del nuevo amante de Arturu. Ahora bien, mientras comíamos aquella última huella de mi infancia, de la mona perdida en el tiempo, mamá parecía triste y preocupada. La preocupación la hacía aún más deslumbrante, más única a mis ojos. Se diría que no podía esperar a quedarse sola y tuviera necesidad de que los demás supieran de su melancolía, del mismo modo que ya se habían enterado de su elegancia, recién aprendida como quien dice, y de su superioridad sobre el resto de la familia. Aquel día estábamos todos: los Quadreny, tribu caníbal, embuste destructor, nido de víboras que simulan amarse, que fingen necesitarse mutuamente; y además, como invitados, los Llovet: Jordi y sus padres. Todos en un pleno habitual que ya no tenía remedio, condenados a la obligación de querernos; mezclados, amalgamados alrededor de las ruinas de la comilona, las botellas medio vacías y el encendido de los primeros cigarros habanos, cuando los maridos van a charlar aparte, en pequeños círculos privados, y las mujeres siguen haciendo el papel de actrices hipócritas en una lucha feroz por conseguir la supremacía —el galardón a la más ahorradora, la más virtuosa, la mejor cocinera, la que mejor sabe educar a los hijos (la más en todo)— delante de la yaya Quadreny, tal vez excelsa y regia pero, al fin y al cabo, más serpiente que todas las demás juntas. Todos atiborrando un espacio recorrido por miradas sin punto fijo, determinado, necesario: miradas perdidas, incluso huérfanas, detrás de las cuales cada uno interpretaba su papel con aquella maña que nos era propia, con la habilidad que nos procuraban muchos ensayos de largo tiempo para tantas comidas de Pascua en tantos hogares layetanos; todos dispuestos al despellejamiento mutuo, a la crítica disfrazada de halago (era irse dando jabón unos a otros, y me consta que con odio) y el veneno colmando todas las miradas mientras se esboza una sonrisa insípida, mientras se hacen gestos archisabidos, carcajadas que estallan en el instante preciso, con los perfectos modales de una misa de doce prolongada todos los domingos del año; y nuestro Estado Mayor formado por la yaya, las cuñadas y los tíos, tendiendo sobre nosotros —cachorros sin culpa— sus tentáculos omnipotentes, sombras amenazadoras que se retuercen sobre la víctima sin tregua ni piedad.

Encima de la mesa llena de ahora cadáveres pero antes manjares, no sólo espléndidos sino incluso apetecibles, contralucían los destellos de la galería mediante un juego casual de espejos y cristalería que proyectaban el reflejo de las ventanas hacia las botellas y de ahí hacia las lágrimas romboides de los candelabros nuevos (los candelabros de pies dorados y cristal muy suave, a propósito de los cuales dije: «¡Qué bonitos son, mamá!»; y Jordi exclamó: «¡Son de lo más bonito que he visto en mi vida, señora Quadreny!»; los candelabros que mamá tuvo que buscar y rebuscar por todos los anticuarios del Barrio Gótico, empeñada en encontrarlos a toda costa; es decir, encontrar unos que le gustaran de verdad, ya que desde que teníamos dinero se había vuelto muy exigente y siempre quería lo que se le antojaba, pues ahora que lo podíamos pagar no teníamos que quedarnos con nada que no fuera lo mejor, y por eso rebuscaría lo necesario hasta encontrar unos que se parecieran a los que quería comprar: esos, pues) y partiendo de los candelabros la luz iba a reflejarse en los globos de la lámpara (la lámpara florida, lágrimas de cristal tallado, bombillas barrigudas que, impensadamente, se sofisticaban para terminar en puntitas muy afiladas). El reflejo que siempre empezaba en la luz de la galería o incluso desde el otro lado de los cristales, en el exterior (las luces de la parte más alta de Balmes, calle nueva y lujosa), terminaba así en la lámpara, pero aquí rezumaba un nuevo reflejo múltiple que alcanzaba a los rincones más sombríos del gran comedor, iluminado ya porque empezaba a caer la tarde y en cuya penumbra sobresalía la arramerada égida de la yaya (tía Matilda, alma bendita, entretenía a la Gran Serpiente contándole la historia del ciego de la esquina de la calle de Laforja, que no podía comer, y lo felices que éramos nosotros por no ser ciegos y poder comer); la yaya, que sin duda pensaba en lo que costaría el comedor, las lámparas, la cristalería, la alfombra —decían que era persa—, las cortinas de terciopelo verde, los almohadones de damasco del cuarto de estar, los cuadros, «Marina de Calella», «Escena andaluza», «Bodegón de caza», muy lujosos, muy del tipo óleo de precio, mientras contemplaba a papá con mueca severa, un poco hocicuda, lo cual le ocurría siempre que veía demasiados gastos aunque hubiera mucho dinero para gastar (un día, mamá, serpiente rebelada, no pudo contenerse más y le espetó: «Usted, con tanto dinero, acabará apolillándose sin haber disfrutado ni de cinco céntimos. Por lo que a mí respecta, el dinero es para gastarlo, no para enterrarse en vida»). Pero papá no hacía caso de la vieja, y chupaba nerviosamente el cigarro de los días de fiesta; había ganado más barriga y sólo parecía interesarse por el mítico Kubala de nuestro fútbol de adolescentes y que si César era ya demasiado viejo para seguir jugando y a ver cuándo terminarían el nuevo campo del Barcelona, que el otro de las Corts se había quedado pequeño. Y otra vez el purazo, el estómago a rebosar y la eterna conversación de fútbol con los tíos (y siempre de fútbol o de negocios), mientras mamá repartía la mona que Arturu regalaba a Carlitus, porque Arturu había sido designado padrino suyo, aunque años más tarde oí decir a la tía Matilda que si ella llega a presentir que Arturu saldría como había salido, se hubiera opuesto con todas sus fuerzas a que lo hicieran padrino de Carlitus; y entonces me sentí lleno de curiosidad y pregunté a mamá qué era Arturu que fuese tan malo y mamá se peleó con la tía y le dijo que era una cotilla y una largona y que sólo a una viejecita tan estrecha de mollera como ella se le podía ocurrir hablar de esas cosas delante de los niños, y la tía se puso a llorar de mala manera, como siempre ha hecho cuando mamá la riñe.

Al cortar y repartir la mona, mamá triunfaba sobre la mona misma, como había triunfado sobre los demás elementos de la denominada comida familiar: triunfaba a base de convertirse, ella y su obra —el comedor lujoso—, en catalizadores de la atención de todos y también en provocación de futuros ataques contra sus dudosas virtudes de ama de casa. Porque se vio bien claro que cuando tía Verònica dijo con una especie de retintín: «En este comedor os habréis gastado mucho dinero, ¿verdad?», y tía Marta dejó de roer la mona para decir: «Si puedo ser franca, me parece demasiado regio para una familia de la clase media», significó que comenzaba la batalla contra mamá y que a partir de aquel momento los comensales teníamos que comprometernos en bandos opuestos, dividirnos en ofensivas, contraofensivas, escaramuzas veladas o ataques abiertos; prepararnos para un combate sangriento en cuyo curso serían dilucidadas cuestiones esenciales de índole moral y económica, conceptos estos que, en el seno de nuestras familias enriquecidas y en aquella Barcelona completamente nueva, venían a significar lo mismo…

Pero yo sólo la veía a ella.

Porque cualquier cosa que mamá hiciese, una sonrisa, un temblor de los labios, un movimiento de hombros, un pecho latiéndole por demasiado oprimido, seguía elevándola como única triunfadora sobre las demás personas del mundo. Ante ella, todo se hacía pequeño y mezquino, se convertía en vulgar y gris. Era la creadora voluntaria de un universo falsamente brillante que, después lo entendí, no representaba sino la explicación y al mismo tiempo el supremo engaño de nuestra clase. El triunfo de la lujosa lámpara de muchas bombillas no sólo era un accidente de prosperidad económica, sino muy especialmente el símbolo de toda una familia hoy lujosa o con pretensiones de lujo pero que hasta muy reciente tenía que hacer un sinfín de ahorros para alcanzar a fin de mes; familia de cristal quebradizo en la que una mujer nacida para ser resplandeciente —y nada la detuvo hasta que consiguió serlo— había tenido que perder muchas noches bordando pañuelos o cosiendo fajas para Andreu Perramí, que las pagaba a seis pesetas la hora; mujer hoy reconocida como medio dama —o, por lo menos, pesetera fina—, pero que dos años atrás todavía alternaba las idas al Liceo —y ella se hacía los vestidos para poder presumir de señorona— con el trabajo de las fajas, que la ocupaba hasta muy entrada la madrugada.

Al triunfo de mamá sobre las dos monas —la del tío Carles para mí y la de Arturu para Carlitus— siguió su rotunda victoria sobre la vulgaridad de sus atacantes, heraldos bienaventurados de uno de los presupuestos básicos de nuestra clase, según el cual todo individuo es triunfador cuando acepta ser de ella en todo momento y no la abandona más que acompañado de otros rebeldes sólo aparentes, pues, creyendo innovar, se limitarán todo lo más a ampliar el credo que nos mantiene en pie: ganancia, respeto y misa de doce todos los domingos del año. El triunfo de mamá consistía, además de en cuatro o cinco cosas más (como por ejemplo mirar con mucha simpatía al vicioso de Arturu y hacer toda clase de desprecios a la prima Teresa, que quería meterse a monja), consistía, digo, en eso de repartir las dos monas entre los invitados sin guardar ni un pedazo para el día siguiente, que también era fiesta (mandar a hacer puñetas el precepto barcelonés de comprar para dos días y guardar el cocido del primero para el segundo y, de este modo, ahorrar un poco), y cuando la mona del segundo turno estaba ya repartida y las lucecitas aumentaban porque ya era muy tarde y Arturu decía que corría el peligro de ver empezada la nueva película de Lana Turner (habían estrenado cosas muy buenas el día anterior, Sábado de Gloria, pues era costumbre, también perdida hoy, guardar las mejores películas del año para cerrar la pausa de la Semana Santa, y a Arturu le gustaba mucho Lana Turner porque siempre salía con vestidos muy lujosos y con joyas de Jean Louis y nunca se despeinaba y tenía el cabello de color champaña y por eso, ahora, él quería ir a verla en La viuda alegre) y la criada de los Llovet refunfuñaba con la nuestra que el novio no la esperaría tanto rato (porque era muy tarde) y cuando mamá, finalmente, se sentó otra vez al lado de Rosa Llovet, la yaya abrió su cabezota de cobra y preguntó a mamá si no guardaba mona para el día siguiente, y mamá contestó que no y la yaya dijo que ella, en su lugar, no la malgastaría comiéndola toda hoy sino que guardaría un poco y así mañana no habría que comprar, y tía Augusta hizo de eco de la yaya y entonces, sin dejar de sonreír, mamá dijo que mañana sería otro día y la yaya le recordó que hay que tener previsión y sentido del ahorro porque el mañana nadie lo ha visto, y refunfuñaba mientras iba tragando y se ponía muy colorada de tanta rabia. Y entonces mamá le dijo:

—Coma tranquila, mujer, que al fin y al cabo no lo paga usted.

Y la yaya bramó que así no se podía levantar un hogar y que los ricos tenían dinero porque sabían ahorrarlo y diez céntimos y diez céntimos hacen veinte, y así, poco a poco, se llega a la peseta; pero terminó zampándose todo el cabello de ángel que le habían puesto y se lamió los morros como hacían las vacas en los tebeos.

Se formaron dos grupos: el de las cuñadas, que avivaban el fuego a base de dar jabón a la yaya, y el de los adoradores de mamá, que eran Arturu y Rosa Llovet. Jordi y yo los contemplábamos a los tres con una dosis muy fuerte de admiración mimética. Sobre todo a Arturu, que entonces se cotizaba mucho. Hablaba sin parar del marido número no-sé-cuántos de la Rita y del peinado que llevaba la Rita cuando fue presentada al Agha Khan y que si Gene Tierney lucía lamés Dior en En la Costa Azul, y mamá le decía que la Gene, todavía, pero que la que no le gustaba nada era Linda Darnell, que tan guapaza como quisiéramos —eso mamá no lo negó nunca—, pero de «una guapería sosa»; y la Llovet le dio la razón. La conversación de Arturu dejaba boquiabierto a Jordi Llovet, quien solía contemplarle como si envidiara sus alardes «culturales». Por cierto que la fama de gran señor elegante y culto de que disfrutó durante muchos años Arturu, le viene de esas conversaciones de sobremesa, tan convencidas estaban nuestras madres de que por el hecho de estar al día de las novedades Dior y Balenciaga o de los escándalos de las artistas del teatro revisteril en el Paralelo de los primeros años cincuenta (Antonio Amaya, la Tony, los Vieneses y Carmen de Lirio, vestales que intentaban mantener más o menos encendido el fuego de un templo agonizante), y por conocer marcas de perfumes parisinos o leer todas las semanas las críticas cinematográficas de Destino, Arturu era ya una especie de árbitro ultrarrefinado, digno de los más grandes honores en una de aquellas cortes inútiles que continuaban subsistiendo por el mundo. De hecho, y a pesar de que lo criticasen tanto, la vergüenza de la familia, Arturu, no era sino una mancha que intentábamos sublimar entre todos. De manera que mamá y la Llovet se fiaban mucho de sus consejos sobre vestidos, joyas, flirteos de los personajes de moda («¿Has oído decir por casualidad si la esmeralda que llevaba la Tebaldi era verdadera?») y otras naderías que hacían soñar a mareas de ineptos.

La prima Teresa, Remei Fortuny —una amiguita suya, del Centro Catequístico— y la primita Neus, se ruborizaban con sólo oír hablar de divorcios y flirteos. Mamá, se veía claramente, despreciaba a esas pazguatas. Mamá, por otro lado, parecía estar tremendamente enamorada de sí misma; tanto como, hasta cierto punto, lo estaba de sí misma la Llovet. Ambas travestís de Narciso se mostraban amistosamente beligerantes y hacían frente común contra la vulgaridad doméstica de las cuñadas. Ellas eran tan divinas que podían permitirse el lujo de tolerar que sus divinidades estuvieran a un mismo nivel, sin que ninguna de las dos llegara a dañar la parte contraria. El encanto de mamá procedía de una personalidad de gran cortesana babilónica pasada por una escuela de elegancia y un suministro de cultura en escuela nocturna para brillar en sociedad; la Llovet, por el contrario, empezaba a divinizarse partiendo de su rechazo de la parte ruin que adornaba a mamá. Eran dos extremos completamente opuestos del tipo de gran mujer, de la hembra de belleza imperial, potencia física que los galos denominan charme cachée; ardiente una, glacial la otra, serpientes ambas como convenía a su condición social, sabrían ser, sin embargo, cobra real o anaconda de delicados dibujos, suntuosas superaciones de aquellas vulgares víboras de los Pirineos que eran el resto de nuestras mujeres. No eran viscosas, sucias y negruzcas como ellas, sino danzarinas, perturbadoras, envenenadoras a todo lujo como aquellos ejemplares de selecta raza faraónica. La belleza morena de mamá evocaba perfectamente la dureza de la gran matrona romana en el momento culminante de su hegemonía; sus ojazos negros, de furcia corrida, miraban de través, intensamente, bajo cejas espesas, muy dibujadas, que iban a esconderse en línea recta bajo el mechón azabache que le escindía la frente en dos. La áurea nobleza de los cabellos de la Llovet resucitaba en cambio el recuerdo de una virgen báquica de cuerpo violado por lanzas de impúdica arrogancia; en las profundidades de su mirada, hondamente azul, se adivinaban recovecos que nunca saldrían a la luz del día —miedosa, la Llovet—, pero que revelaban muy poca satisfacción por un destino no elegido y sin embargo asumido. Tal vez por eso, detrás de mis círculos de mirada negra hubo siempre la insatisfacción y la anarquía producidas por la pasión ancestral de mamá hundida bajo el universo de las comidas mensuales con una familia a la que no acababa de resignarse, mientras que la mirada verde de Jordi fue siempre la secreta y feliz realización de aquellos recovecos de su madre. Y tal vez mi cabello siempre ha sido tan negro porque mamá logró equilibrar su amor de juventud y los nuevos harenes del adulterio; y a saber si el de Jordi era rubio, hilos de oro, porque la hija del Ensanche, aplastada por una realidad que se llamaba Llovet, nunca reveló sus frustraciones básicas y se dedicó a alimentar, muy dispuesta, una notable inclinación al tormento espiritual.

Unos días antes, cuando nos reunimos sólo los parientes más cercanos para celebrar el estreno del nuevo piso, yo había enseñado mi habitación a Arturu y a las dos primas. Mientras ellas curioseaban los tebeos y los libros de estudio —colocados ahora en una biblioteca de verdad, con canterano y todo—, Arturu examinó los muebles y dictaminó que eran de los buenos y, de pronto, se quedó un rato examinando un retrato que yo tenía sobre la mesilla de noche, en medio de las camitas gemelas. Con un interés que, tal vez sin ser voluntario, era evidente, Arturu me preguntó quién era aquel chiquillo tan rubio.

Todavía conservo la foto en la tercera hoja de un álbum que acabé de llenar hace ya muchos años. Hay en ella dos chicos montados en sendos ponis muy peludos, bajo las palmeras del parque de la Ciudadela, contra un cielo gris estriado en nubes rectilíneas. Detrás de nosotros se esboza el abrigo de mamá (sus abrigos siempre negros), está Carlitus, que todavía llevaba pantalón corto. Hay, además, una sonrisa mía que siempre he arrastrado: sonrisa nunca realizada, tan distinta de las sonrisas amplias y brillantes de mamá. Y, gemela de mi mueca-sonrisa-de-media-luna, la mueca pseudofeliz de Jordi, jinete de otro poni: de Jordi con sus primeros pantalones golf, estrenados dos semanas después de los míos (así pues, era obligado hacernos una foto de ya-no-tan-chiquillos). Y dije a Arturu que éramos mamá, Carlitus y yo, y él prorrumpió en una gran carcajada de gran cocotte advenediza en Ascot, y exclamó:

—Eso ya lo sé, tontaina. Pero dime: ¿quién es este chiquillo?

Y yo le dije que era mi amigo Jordi, a quien tanto quería, y él me preguntó cuándo pensaba presentárselo y yo contesté que el domingo de Pascua, porque comería en casa con sus papas.

—¡Ya caigo! —dijo Arturu—. Es el hijo del editor Llovet, el amigo de tu padre.

Yo le dije que sí. Entonces metió baza mi prima Neus:

—Este Jordi es un antipático. ¡Más cargado de pretensiones!

—No —dije—, lo que pasa es que es muy tímido.

Y Arturu cogió el cuadrito y lo contempló desde más cerca y sonreía y me dijo: «Parece un adolescente de película, este Jordi. Elegante como Freddie Bartholomew»; y en seguida dejó el retrato encima de la mesilla de noche y, con pasos de hada primorosa, fue a telefonear a su amigo Andreu Perramí, que tendría veintisiete años aquella primavera en que Arturu contaba veinticuatro y ni Jordi ni yo volveríamos a tener once. Porque cuando acaricié la foto otra vez habían pasado tres años, y ya no éramos niños.

Pero entonces todavía no podía comprender por qué me hacían llorar las noches de mis padres, siempre presentes, no dejadas atrás con el cambio de piso ni la nueva distribución de los dormitorios que comportaba. Sólo había logrado descubrir que eran la única razón posible de mis angustias de cada noche nueva, cuando me despertaba tumbado boca abajo y me parecía que todas las cosas del mundo hervían en una enorme lucha común. También diré que, a pesar del incremento de la angustia y de una gran cantidad de miedo y de vergüenza que procedían de ella, el conjunto no carecía de cierta dulzura. Así pues, en lugar de ahuyentar la obsesión permití que se prolongara en el tiempo y que una alegría completamente original, todavía sin nombre, llegara a brotar del odio que la idea de los dos cuerpos unidos me produjera hasta entonces. Pero era menester extrovertida, y al confesarme con el padre Vidal sólo encontré una mirada completamente extrañada, mezcla del aburrimiento y la indiferencia con que nuestros directores espirituales solían recibir las confidencias de todo el colegio.

Hice la primera comunión arrastrando aquel pecado cotidiano que me resultaba imposible explicar al confesor, puesto que me faltaban las palabras convenientes, aquellas que no me habían enseñado y que sustituía por otras groseras, aprendidas al azar en las conversaciones, nada finas, de los chicos mayores. La fiebre que se apoderaba de mí por las noches tendría, sin duda, un nombre; sería signada con vocablos que no hirieran la sensibilidad de los adultos; pero todo eso estaba muy lejos de las ambigüedades que los curas me habían enseñado respecto a mi cuerpo y a la manera de denominar ciertas partes prohibidas. Era imposible, naturalmente, que a través de la definición de «gimnasia violenta» que yo otorgaba a mis expansiones colocado boca abajo, el padre Vidal pudiera llegar no solamente a absolverme del pecado, sino incluso a entenderlo. Y falto de una explicación gramatical de las partes escondidas de mi cuerpo, yo no me sentía con ánimos para arriesgarme a un cachete, en medio del confesionario, por pronunciar las metáforas con las que me había acostumbrado a definirme a mí mismo como el más ordinario de los hombres o, como solía decir la gente de orden, con lenguaje de carretero. Por otra parte, el pequeño diccionario azul que los alumnos nos pasábamos a escondidas, no daba todavía para tanto. Habíamos encontrado en él la definición de mujer pública y de hombre afeminado, pero los vulgarismos con que aprendimos a definir las partes ocultas de nuestro cuerpo no figuraban. Así pues, imposibilitado para explicar al padre Vidal mi vergüenza de cada noche, e imposibilitado él para perdonármela, fui a la Eucaristía con la conciencia de que a partir de entonces todo me sería permitido. Pues aunque nadie me había explicado nada —o tal vez a causa de ello—, yo sabía que era un pecador y que mi inmunidad total ante el Sagrario también me inmunizaba, a partir de aquel momento, para cualquier crimen, para cualquier hipocresía.

Incluso a Jordi me costó explicárselo con claridad, aun queriéndole tanto. Estábamos en el cine del colegio, separados del resto de los compañeros, como era nuestra costumbre y lo seguiría siendo cuando ya vivíamos en París. En la pantalla, donde los curas solían proyectar películas que ya eran antiguas en los demás cines de la ciudad, se desarrollaba un edén muy sugestivo, de colorines y melodías pseudoorientales, arabescos abigarrados y capiteles de oro falso, almohadones de sedas brillantes, saris de lo más exótico, turbantes, abanicos de plumas verduzcas, rojas y moradas; un amarillo difuso en el fondo, a guisa de desierto que se insinuaba entre la tela violácea de la tienda real; María Montez, apoyada en un codo sobre divanes de terciopelo, con la frente erguida bajo un turbante que ostentaba una esmeralda en el centro, y turbante y esmeralda sostenían una pluma de plata; María, sí, alternaba su rostro de mármol con la faz morena de John Hall, pelo muy alborotado, piel con el color preciso de la aventura y la propia imagen de la acción, la nariz acaso demasiado brillante por obra de un maquillaje excesivo. Cuando hablaba ella, su rostro aparecía enorme, pero de repente era sustituido por el de Hall-Haroum, que volvía a desaparecer para ceder paso al rostro de ella, y así sucesivamente, durante mucho rato de intercambios, alfabeto de una nueva gramática hecha de imágenes que sería, para siempre, el código cifrado de mi generación: la única gramática que llegamos a mamar realmente. Luego, sin que nadie lo esperara, salían los dos de medio cuerpo para arriba y él cogía a la princesa de un tirón y se abrazaban y las cabezas volvían a hacerse muy grandes; pero ahora, María dejaba caer la cabellera hacia atrás y el perfil de John se inclinaba hacia el de ella y ambos perfiles se fueron acercando mucho y los labios empezaban a entreabrirse hasta que vino un cambio increíblemente rápido y la escena desapareció y aparecieron, como por magia, Sabú y Turhan Bey luchando en la escalinata del gran palacio contra los esbirros de un visir con muy mala uva, el cual no quería que el pueblo supiera que John Hall era el rey auténtico, según sabíamos quienes al principio de la película tuvimos la astucia de fijarnos en la marca misteriosa que tenía en el hombro izquierdo. Pero el brusco cambio de plano era una trampa y Olivella, que había visto la película en el Excelsior, hizo correr la voz de que los curas habían cortado lo mejor de la película justo en el momento en que los labios de John se disponían a rozar los de María, y por eso todos los niños se pusieron a gritar a la vez «¡Corte! ¡Corte!», y los mayores golpeaban las sillas y los curas tuvieron que encender la luz y empezaron a largar cachetes y aquellos famosos tirones de oreja, algo así como una especialidad de la casa, y mientras iban tirando de ellas algunos curas además las retorcían y, encima, preguntaban: «Te gusta, ¿verdad?»; y como la escena pasional estaba vilmente cortada y las de acción me las sabía de memoria, me acerqué a Jordi y, al oído, le conté lo de mis angustias, y Jordi se quedó muy parado, porque él también sufría de accesos parecidos pero incluso de día, cuando al ver a algún compañero más fuerte que él le acometía un sentimiento de envidia muy intenso y sentía ganas de llorar. Le acaricié y él aceptaba mis caricias con una sonrisa mansa, sin la menor reserva. Entonces le confesé que yo no tenía esas envidias tan extrañas, pero que me sentía muy inquieto cada vez que la mora Zoraida se insinuaba al Guerrero o cuando la criada de los Llovet nos llevaba de paseo y al pasar por el Fémina nos embobábamos ante las fotografías de Niágara, con aquella Marilyn Monroe tan rubia, de vestido rojo tan ceñido. Jordi me miró un poco perplejo porque había decidido que Marilyn era demasiado ordinaria, dando así la razón a su madre y no empezando él a imitar sus posturas y aquella forma de sonreír desengañada y mórbida a la vez hasta que Marilyn decidió ser fina y casó con Arthur Miller, intelectual serio y digno de crédito para las damas de Barcelona.

Más adelante, cada película con cierto aire pecaminoso sería la confirmación exacta de mi inquietud. Bajo la mirada inquisidora de los curas, siempre mudos respecto a todo lo que fuera pecado indigno de mención, incubaría con mis amigos de cada nuevo curso, de cada paso que daba en la vida, el deseo de encontrar nuevamente, en las imágenes que el cine de los sábados nos proponía, la angustia que tiempo atrás había traspasado la pared de mi habitación de las camitas color de chocolate. Todos los cines y todos los libros que pudieran aportar luces a la gruta de dudas, vergüenza y miedo en que las explicaciones de los curas habían convertido mi juego cotidiano, quedaban prohibidos, pero afortunadamente la gran moral de Barcelona siempre tenía un eslabón perdido que los más pequeños supimos aprovechar para irnos adentrando, más y más, en aquella gruta no explicada. Así, si bien es cierto que en los cines de estreno no nos permitían la entrada cuando no era apto para menores de 18 años, no lo es menos que había muchos locales de reestreno donde podíamos ver cualquier tipo de películas, ya que sus propietarios se saltaban a la torera las leyes gubernativas. Y tres meses después de que Marilyn me sonriera inmóvil desde la vitrina del salón de estreno, pude descubrirla intensamente en la realidad abierta de una pantalla de barrio. Después, en Sitges, cada verano, la sonrisa de Marilyn o las piernas bailarinas de Cyd Charisse se ofrecieron generosamente a mi urgencia de sistematizar a lo vivo mi balance cotidiano de pajas. Ninguno de los cines al aire libre que hacían su agosto con la llegada de los veraneantes, podía arriesgarse, a pesar de las prohibiciones, a perder el importantísimo mercado de la colonia infantil. Y fue gracias a unos intereses económicos, entonces incomprensibles, que aquel cortejo de espectros deliciosos iría sistematizando mi angustia de siempre y, cada vez más, un miedo incontrolable hacia la fuerza monstruosa que quería estallar de una vez, que me urgía a buscar, en el jadeo y el chorro, una primera realización del nuevo Bruno. Y era en el estallido irrefrenable de aquella Marilyn, siempre igual a sí misma, pero siempre diferente, donde Bruno se realizaba en la búsqueda de tantos mitos que ya no tenían cabida en la inmaculada Barcelona de unos años cincuenta perdidos para siempre…

Un día de excursión con el colegio equivalía a escapar del mundo rutinario, huir a lomos de un verdor insólito y aprender entre los árboles una nueva forma de placer, dejar que el cuerpo desfalleciera alegremente persiguiendo a los compañeros por navas verdes y suaves, con escarceos recién aprendidos, los brazos fingiendo ser molinos con una algazara que no tenía, que no podía tener el mismo tono, la misma significación que cuando nos perseguíamos Ronda arriba o cuando jugábamos en el patio, porque ahora era como descubrir, no sin sorpresa, una variante de aquella naturaleza que, más aparatosa y salvaje, nos cautivaba en las películas de la selva, en los libros y tebeos de Tarzán o en las páginas ilustradas de la Geografía. Equivalía, pues, a soñar que éramos un poco Robinsón Crusoe, algo más los jóvenes exploradores Jorge y Fernando o, de un modo más peligroso, el cazador Alian Quatermain. Era latido del corazón, exultación, transustanciación en el descubrimiento de un paisaje que nunca hubiéramos sospechado que pudiera existir tan cerca de nuestra casa: comprender, en fin, que no todo terminaba en las casas altas de la Barcelona nueva, en la Rambla de gentío o manadas, en los cines abarrotados de todas las matinales de domingo; acercarse, ya con la primera noción de descubrimiento, a una cierta imagen de lo insólito que yo sólo había entrevisto en cien fantasías de evasión: recobrar en vivo el anhelo que solía apoderarse de mí leyendo novelas o viendo películas, siempre en lugares cerrados, anhelo que hasta entonces sólo había satisfecho a medias y que carecía, como requisito esencial, de un espacio diverso, nada familiar, alguna región ignorada donde la emoción pudiera encontrar una correspondencia absoluta; es decir: el espacio concreto de aquella excursión, el bosque perfumado, el cielo de colores nunca tan puros, sin manchas de mugre ciudadana, la sorpresa de los recodos y vertientes que ponían verdor en el suelo cuando yo, en los suelos, sólo había visto asfalto. Todo ello devolviéndome el origen de mis aromas más amados, tal vez el de la cabalgata de los Reyes, tal vez el oropel del Circo Americano, aquel otro misterio de la lejanía, de la gente del camino, los pierrots y las serpientes danzarinas, los trapecistas, los elefantes y las écuyères vestidas de seda, con barras y estrellas azules, y los poseurs, cuerpo desnudo teñido de oro que componían grupos escultóricos clásicos: la emoción de aquella tarde en que Jordi y yo dejamos a Carlitus en la sala de espera de Can Culapi y corrimos ilusionados hacia el solar donde montaban la enorme carpa. (Y todavía estaba rodeado de ruinas aquel solar, y yo no sabía que eran de aquella guerra.)

Llevaba a Jordi cogido de la mano y parecía que sólo yo corriera. Él arrastraba los pies, se dejaba llevar riendo con dulce coquetería. Las tristes fachadas de la Ronda no dejaban ver bien el zepelín, pero nosotros sabíamos perfectamente dónde estaba. El conocimiento de aquellas fachadas cuyo envés veíamos desde el patio del colegio, la intuición de otras que iban sucediéndose, nos guiaba a través de apariencias pétreas, arquitecturas notablemente degradadas, hasta llegar al solar de los desperdicios, delante mismo del circo Olimpia, mezcla de muchas fantasías maravillosas de las que aún solían hablar nuestros padres no sin nostalgia, ya que dentro de aquel circo estable, a punto de ser derribado, ellos habían alimentado sus fantasías de también-niños. Pero ¡qué distinto el espectáculo que ahora nos llegaba! Nunca habíamos visto un circo americano. La carpa, tan gigantesca, era blanca y azul como la bandera de aquel emporio de prodigios; traían payasos alborotadores, lanzados a un frenético pasacalles junto a lindas jovencitas rubias ataviadas con falda muy corta, muy plisada, sombreros de copa y bastones que lanzaban al aire para cogerlos al caer con ritmo singular. Fragor de manos que trabajan a toda prisa. Trabajadores atléticos tensaban los gruesos cables que aguantarían la lona soñada, mientras un ejército de vecinas y mujeres que volvían del mercado y hombres con cartera bajo el brazo y chiquillería que pedía chiclé a los empleados del circo, como si fueran los soldados que nos trajo, tiempo antes, la Santa Flota USA, y gitanillos y hasta niños de casa bien y otras especies de humanidad diversa, contemplaban atónitos la grandeza del poderío yanqui. Volaban, a puñados, aleluyas de vivos colores, gran dispendio publicitario en una época en que, a causa de la crisis, los anunciantes hacían una propaganda más bien escasa y eran muy avaros en el momento de repartirla, a no ser en la Feria de Muestras del mes de junio, donde la daban de todas clases (hasta gorros de papel y vasos de plástico, cuando el plástico era un lujo), y nosotros las coleccionábamos, igual que los programas de cine, y por eso nos gustaba tanto que el señor Llovet nos llevara a la Feria todos los meses de junio. Lo mismo pasaba con el Circo Americano del gran zepelín. Entonces, América era el país soñado por todos, un Eldorado de seres supremos, magníficos, últimos titanes capaces de ir a luchar por la libertad en conflictos bélicos que, por otra parte, no les concernían en absoluto. La última tierra del mundo que aún podía estar habitada por dioses antiguos: en la cual todavía eran posibles los milagros más impensados. Aquel circo: oropel y banderitas, trepidantes cabalgatas del West, caballitos enanos, cowboys, indios, malabaristas, osos del Polo, focas relucientes, elefantes desbordando simpatía, leones de crin larguísima, caballistas vestidos de blanco que disparaban al aire y armaban algazara, chorus-girls que nos parecían vírgenes de una arena para uso exclusivo de los grandes mártires… y nuestros compañeros gritaban al unísono: «Mi padre me llevará. Pero el mío antes que el tuyo. ¡A que no! Yo vendré el sábado…»; y todos la misma conversación, la mirada hacia lo alto, siguiendo las maniobras de los armadores, los mazazos hundiendo las estacas que sostendrían la tienda… y aquel hombre de camiseta tan exótica, cerrada hasta el cuello, a guisa de jersey, el hombre que iba de un lado a otro mientras gritaba en el primer idioma extraño que podíamos oír: «Keep away, you better leave place, you fuck off, you rotten spanish pigs…»; y lo contemplábamos boquiabiertos todos nosotros, tú, Jordi, los niños de otros colegios, los gitanillos de mocos colgando, las mujeres que regresaban del mercado, los aprendices de burócrata…

Así pues, desde aquella mañana del circo la semilla de lo insólito, que estaba ya dentro de mí, ansiosa de brotar, sentir el sol y desarrollarse, no encontró mejor abono que aquel verde abigarrado de la excursión a Las Planas, con los merenderos abiertos y la comida en las fiambreras sobre mesas muy largas, y los curas repentinamente desmitificados al acceder a arbitrar un partido de fútbol y hasta a correr y a chutar con nosotros. Las Planas, anuncio de una naturaleza creada para el consumo de la pobre gente dominguera; encuentro para nosotros con una vida hecha de sol y hierba y agua liberada, vida que tal vez conseguiste intuir más adelante, Jordi querido, en las piedras afiladas de tu Tahull. Las Planas, impulsos de infancia que estaba ya a punto de perderse. Jugábamos entre la arboleda, nos perseguíamos divididos en grupos diversos por cerros donde crecían amapolas y mirto y pinos pequeños que intentábamos escalar. Las Planas, donde cada uno podía descubrir que los demás, esos compañeros de todo un año, de varios años tal vez, existían en otra dimensión mucho más profunda que la mera apariencia, a menudo distanciadora, que nos daba el colegio, las filas que formar con toda disciplina y la misa cotidiana en la pequeña capilla; los demás, no bajo el aspecto de una obligación de soportarse mutuamente en cautiverio, sino bajo el albedrío de poder elegirnos en libertad y estudiarnos para compartir sin presiones ajenas la alegría tan reciente de la vida nueva. De repente, querido Jordi, aquello se convertía en el gran espejismo de poderos amar a todos, donde quiera que estéis ahora, al cabo de los años, sin importarme en absoluto lo que podríais llegar a ser, vosotros, sí, a quienes perdí como si nunca os hubiera tenido. En Las Planas os sentí tan dentro de mí que cuando busco las raíces de mi afán de unidad y compañerismo, os recuerdo y os sitúo como mi gran principio. Y a partir de Las Planas, y sobre todo allí, sobre aquellos cerros, me sentí una especie de cabecilla, condottiero responsable de vuestros destinos, los cuales suponía que debería llevar para siempre sobre mis hombros, que comenzaba a presentir más fuertes que los de los demás. Y era así como quería vuestros destinos: disponiendo yo de ellos, amo y señor, regidor total, aunque más adelante tenía que aprender hasta qué punto eso era un equivalente al afán de poder que yo despreciaba en los componentes de mi clase social y que, al fin y al cabo, era el punto donde yo empezaba como hombre futuro a pesar de que me empeñara en ignorarlo… en vano. Mi frustración de siempre y, al mismo tiempo, mi manera de engrandecerme. O, en otras palabras: contradicciones que nacían con toda la fuerza que todavía las convierte en losa que me aplasta

Jordi, siempre el mismo, se había separado de los demás compañeros y, mientras yo jugaba al fútbol, le veía allá arriba, sentado bajo unos árboles, leyendo, escribiendo o dibujando o haciendo no sabía exactamente qué tontería; pero dejé de verlo un momento porque tuve que concentrarme para marcar un gol a Olivella, que como portero era bastante bueno. Cuando hube marcado el gol volví a mirar al cerro de antes y Jordi ya no estaba. Sin saber exactamente por qué, sentía que lo necesitaba siempre junto a mí; así pues, lo busqué por otro lado. Había pasado a otro cerro desde cuya cima se podían ver los merenderos, el campo de fútbol que habíamos acotado con cuatro piedras, la vía del tren y algo más de paisaje: el principio de la arboleda. Él dibujaba y de lejos parecía una figurita muy débil, empapado de toda la palidez vergonzosa del sol del crepúsculo. Me hizo una seña. Dije a los compañeros que me esperaran y corrí hacia el cerro donde él estaba antes: desde allí todo se veía aún más verde; imposible que en el mundo existiera algo más salvaje e intrincado. Yo lo contemplaba con orgullo, convencido de que yo era el gran superhéroe, titán exhausto a causa de tantos esfuerzos realizados en la ascensión, con la camisa que se me pegaba al cuerpo y los cabellos cayéndome sobre la cara y una costra que se cuarteaba en los labios. Y Jordi me llamaba y yo le contesté gritando y él volvió a llamarme, de modo que eché a correr hasta él y me dejé caer a su lado, jadeando y riendo, muy, muy sudoroso.

—No te canses —dijo.

—¿Sólo querías eso?

—Sí.

—¿Y a ti qué te importa si me canso o no?

—Antes de salir de Barcelona, tu mamá me ha dicho: «Si Bruno hace alguna locura, tú me la cuentas».

—Y si se lo cuentas, te doy una hostia.

—No seas tan mal hablado.

—Vete a tomar…

No acabé de decirlo. Mi atención quedó acaparada por el dibujo que estabas terminando, formas onduladas que latían inquietas, que parecían querer saltar del papel; las rectas perfectamente trazadas, aunque lo estaban sin regla: un dibujo que era la revelación de un universo donde luchaban la anarquía y la voluntad de orden; una pequeña obra cuya grandeza residía no tanto en la victoria de uno de los enemigos como en la imperiosidad de una eterna tensión de los dos. (Y todavía hoy, cuando contemplo este dibujo primerizo y lo comparo con tu obra posterior, pienso que tú ya estabas allí completamente, Jordi, como más adelante estarías en el desnudo de Michel. Y por eso, aquel dibujito hecho en una hoja de la libreta de aritmética, papel que siempre he conservado, se ha convertido con el paso del tiempo en un documento muy valioso para mi nostalgia incurable.)

—¿Sabes que dibujas muy bien? —dije.

—Claro que lo sé.

—¿Ah, sí? ¿Y quién te lo ha dicho?

—Tú.

—¿Y yo no puedo equivocarme? Al fin y al cabo, no entiendo mucho.

—Pero yo sí. Y sé que está bien.

—¿Me lo das?

—Si quieres…

—Claro que quiero. Anda, dedícamelo. ¿Qué pones? A mi mejor amigo. Dime: ¿es verdad?

—Sí.

—Entonces, yo también tengo que darte algo. ¿Qué quieres que te dé?

—Nada.

—Hombre, algo te he de regalar…

—De acuerdo. Déjame que te dé una bofetada cada vez que te oiga decir una palabrota.

—¡Y un huevo!

¡Ah, qué fuerte sentí la bofetada! Y para ser la primera que daba en su vida, y acaso la última, no estaba nada mal. Se me subió la sangre a la cabeza y quería arrearle un puñetazo; pero en lugar de encontrarme con su miedo de siempre, topé con una sonrisa de aspecto agresivo. Bajé el puño mientras prorrumpía en una carcajada fortísima, le restregué el cabello y caímos aferrados el uno al otro, rodando por la hierba, como si nos peleáramos de verdad. Permanecimos así un buen rato, pegándonos en broma y haciéndonos cosquillas. Era como si todavía estuviéramos en casa, dos años atrás. Como si yo no hubiera descubierto a Marilyn. De regreso al autocar, enseñé al padre Santiago y a los demás hermanos el dibujo de Jordi y todos hicieron tantos elogios que yo me sentía orgulloso de ser su amigo, el mejor: me sentía lleno de su amistad, de su amor.

Pero el sol empezó a huir y las hierbas se oscurecieron hasta un punto en que dejaron de ser verdes, los autocares se estaban ya llenando, los compañeros se peleaban en el interior, las luces del merendero se encendían y los curas hacían sonar los pitos de la severidad y gritaban: «Formen filas». De repente, Jordi echó a correr cerro abajo. Y gritaba que no quería volver a Barcelona y corría a todo correr hasta que tropezó y fue a parar contra un árbol. Después recostó la cabeza contra un tronco joven. Aún lloraba, sin ninguna vergüenza —a mí me habría dado mucha—, y sus gemidos, sus lágrimas, eran como las bisagras de un armario que se resiste a vivir olvidado en el desván…

Yo también eché a correr, en busca de Jordi, y los curas detrás de mí, con las sotanas levantadas por el viento, y al llegar al lado de mi amigo me arrodillé y contemplé aquellos ojos llorosos, y él aún chillaba que lo dejáramos en paz, y yo le preguntaba qué le pasaba y él sólo lloraba…

Había logrado que los curas nos dejaran solos. Él finalmente levantó la cabeza, con todo el peso del cuerpo sobre las palmas de las manos. Tenía los labios llenos de broza. Se los limpié.

—Quiero… quedarme aquí, Bruno.

—No. No puedes quedarte.

—Quiero vivir siempre aquí, con los árboles. Y basta de colegio, y del ascensor de casa, y del humo de la calle Aragón.

—Vamos, vamos…, dime qué te pasa…

Dijiste que no con una sacudida arisca. Tartamudeabas.

—¿Ya no eres mi amigo, Jordi?

—Claro… que lo soy…

—Pues cuéntame lo que te pasa.

—¿Sabes? Yo sólo te quiero a ti.

—¿Y a tus padres no?

—A ellos también. Pero sólo a ti.

—Vamos, vamos. Mira: el autocar sólo nos espera a nosotros.

Te levantaste. Te apoyaste en mi hombro porque te habías cortado la pierna con una rama. Y me apretaste el brazo. Pero sin ninguna fuerza. Y yo nunca había visto un rostro tan dolorido como el tuyo.

Y dijiste:

—Me gustaría ser pintor. Quiero decir de los que hacen cuadros…, pinturas buenas…, me entiendes, ¿verdad?

—Pues ya lo sabes: estudia mucho.

—Pero también quisiera quedarme aquí para siempre.

—No puedes. Anda, vamos, que pesas mucho.

—Podríamos pasar el día jugando. Aquí, los dos solos. Y en el mundo no habría nada más que nosotros… Y mira: los árboles, el torrente, el cielo…, todo sería nuestro y de nadie más…

Sonreí. Una mirada tuya, un temblor de tu voz, acaso eran las únicas cosas que aún me daban lástima.

—¿Todavía eres amigo mío? ¿Lo eres, a pesar de todo?

—Claro que sí, tonto. ¿Por qué no habría de serlo?

Y me dijiste al oído:

—Tengo ganas de que nieve. Tengo ganas de que llegue Navidad…

Pero estábamos en mayo. Y el verano cayó sobre nosotros como una maldición.

Gente mía: Regreso a Sitges todos los domingos de este otoño y me siento en la terraza del bar Gustavo, vacía ahora de turistas y veraneantes, y al contemplar la iglesia cercana, color de trigo y color canela, veo regresar aquel verano. Al igual que ayer en Barcelona, ha sido como si todo un universo, ahora gris, reencontrara repentinamente el colorido que había perdido. (La Ronda, camino de la escuela, una mañana de final de curso, un día doliente, de manzanas maduras demasiado aprisa. Jordi y yo, melancólicos a causa del curso que moría. Y yo digo: «¿Qué haréis en verano?». Y él: «Iremos a Begues, como siempre». «Pues nosotros este año vamos a Sitges.» Y él: «¿A qué viene este cambio?». «No sé, pero parece ser que todas las amigas de mamá van a Sitges, y como este año los negocios han ido bien… Y, mira, dicen que Sitges también es bonito.» Y Jordi, con una especie de tristeza: «Sí, eso dicen…»)

El verano se me presentó hirviente de ilusiones, turbulento de tanta experiencia prometida; el verano, aquel verano, tuvo su inicio y después su plenitud como una especie de evolución espiritual más que un mero cambio de estación. Una tarde, caliente ya del todo, todavía con sabor a exámenes y fiesta de fin de curso, descubrí que el cielo desfilaba en dirección contraria a la marcha del tren, y que el paisaje se iluminaba diversamente a la habitual sucesión de huertas, montañas y pinares entrevistos otros años desde la ventanilla del autocar de línea que nos llevaba desde la plaza de España hacia el verde frescor de Begues. Pero en esta tarde de un verano tan marcadamente distinto, el tren se deslizaba por las costas de Garraf, nombre que entonces contenía muchos arcanos de magia tenebrosa, y al otro lado de la vía aparecía de repente el mar, un abismo amenazador y demasiado azul que iba prometiéndose y realizándose a la vez, y las dos cosas de forma absoluta, mientras me preparaba para el gran cambio. «Si me preguntaras cómo y en qué cambié aquel año —escribiría a Jordi mucho más adelante—, no sabría exponerte sino un puñado de sensaciones sin nombre, unos cuantos recuerdos que nada te dirán, que tampoco me dicen demasiado a mí pero en los que se encuentran, sin duda, las raíces de mi primera metamorfosis importante. Francamente, no sé qué me pasó. Y estoy seguro de que tú tampoco podrías señalar con certeza el verdadero espíritu de las cosas que en el otoño que siguió a aquel verano, te hicieron volver a mi vida cotidiana siendo tan diferente. Sin embargo, si alguna vez me he parado a pensar que mi evolución, y tal vez la tuya, fue especialmente, o sólo, el resultado de un cambio natural, no puedo sino sorprenderme al verificar lo poco que, aún hoy, conozco de mí mismo. Y si procuro encontrar sus causas en la presencia turbadora de la puerca de la Juliana (ya te conté lo que aquella criada me enseñó, a qué cosas me indujo) o en mi azoramiento, y a un tiempo alegría, ante la crisis sentimental de mis padres, o bien en los alocados ejemplos de Arturu y su corte sodomita, con estupor no encuentro en todo ello más que razones ligeras y menores, que hubieran podido determinar el cambio en algunas facetas aisladas, pero no el de todas, como por otra parte sucedió. Y es en este punto, querido Jordi, donde he de dejar sin respuesta, pues nunca la he sabido, la pregunta de por qué cambiamos tantas veces antes de morir.»

Ah, sí: justo ayer, mientras contemplaba el mar verdoso, teñido por una brizna de invierno, estallando belicosamente contra estas rocas donde siglos soñadores levantaron el barrio renacentista, al darme cuenta de que estaba reencontrando el color que Sitges dio a mi limitadísima cosmovisión de entonces, casi veinte años atrás, aún ayer sentía odio hacia los años; porque mi visión del mundo había empezado a realizarse en Sitges y ahora, al regresar a Sitges, mi visión del mundo alcanzaba un extraño autorreconocimiento y al mismo tiempo el agotamiento total. Volví a la perspectiva incompleta que solía apoderarse de mis visiones de niño: ésta de ahora será la que, definitivamente, guiará mi existencia futura: una existencia basada en la seguridad de que el gris es el color predominante y la Nada es el gran y único recipiente capaz de contener nuestra magna caída. Mi cosmovisión de antes de Sitges es, pues, mi visión de ahora, veinte años después de Sitges. Y aquélla carecía (yo era un niño demasiado centrado en mí mismo) de los toques definitivos e imprescindibles para la captación total de la realidad del mundo, de la cual había adquirido hasta entonces una perspectiva descolorida (la perspectiva del mundo la descubrí a los nueve años) delimitada solamente por unas líneas de color gris y ensordecida por una sonoridad (los sonidos descubiertos mucho antes que la perspectiva) carente de relieves, sin matices, reducida a una clasificación aburridamente concreta de los elementos subjetivos que la formaban. El choque con la sinfonía suburense significó, pues, mi primera noción responsable y seria de un universo abstracto, que era preciso investigar y transformar en términos de razonamiento; explicarme, según estos términos, un mundo que existía más allá de mi universo subjetivo y que era el formidable cuadro impresionista que en la primera mitad de los años cincuenta empezaba a edificar el gran complejo turístico que años más tarde convertiría Sitges en un desenfreno informe…

Intuyendo acaso que cuanto ocurría a mi alrededor tenía más importancia que todas mis preocupaciones personales, empecé a seguir, en cierto modo, esta evolución de la villa. Eran necesarias muchas cosas para abarcarla y asimilarla plenamente, pero la primera de todas —y me parece que aquí empieza la verdadera trascendencia de mi cambio— tenía que ser una especie de colocación histórica de los elementos que hasta entonces habían formado mi vida y que, al llegar a Sitges se manifestaban en un sinfín de nuevos significados, ninguno de los cuales hubiera sabido sospechar siquiera un par de años antes. Era especialmente necesario situar aquellos elementos en el nuevo espacio y aprender a encontrar correspondencias, también nuevas, entre su repentino comportamiento y la realidad de la villa.

Este cambio mío, tal vez sin que entonces lo supiera, era ya plenamente histórico. La sorpresa que me producía el mundo nuevo de Sitges, abigarrado y no carente de ciertos intentos de sofisticación a ultranza, cedería el paso a una necesidad de preguntas cuya única respuesta era la nueva conducta de los seres que hasta entonces había conocido como títeres que giraban alrededor de un único punto importante: yo, Bruno Quadreny. Pero en Sitges había muchas cosas además de Bruno Quadreny, y la realidad de mis personas —mamá, papá, tía Verònica, Arturu— empezaba a corresponder con la de la villa como totalidad.

Siento tener que ser tan teórico. La memoria me empuja hacia el lirismo, pero el lirismo de poco me sirve si, como pretendo, debo averiguar un cambio y una asimilación. El recuerdo de horas felices, de días deslumbradores en juego y luz solar, escapa hacia una dimensión hecha, a la fuerza, de estadísticas. La única verdad es ésta: Sitges me obligó a ver que todos nosotros habíamos sufrido un cambio al que no era en absoluto ajeno el piso nuevo de la parte alta de la Diagonal o el abono de mis padres en el Liceo y a la tribuna del campo del Barça. Que el cambio se debía al dinero y que a partir de entonces —a partir de aquel verano en Sitges— ya no podríamos volver a ser los mismos.

Aquel año 1953, Sitges se erigió como el primer gran peldaño que mi familia había elegido para ascender, con más seguridad, al rellano de algunos oropeles burgueses. Toda una clase nueva, que no quería retroceder, retomaba con furia de advenedizo la melancolía de las formas de una burguesía catalana antaño resplandeciente. Y la lucha clandestina que, en el futuro, daría el tono a la confusa sociedad nativa, estalló en aquel paraíso que nuestros padres habían creado, tal vez recordando que en los años treinta, en su calle de tenderos, habían oído decir que Sitges era un sitio para gente fina, para una especie de aristocracia que los años cincuenta veían morir poco a poco.

Al principio comenzamos a presumir de dinero. Sitges tenía unos veraneantes —los llamaban «señores de toda la vida»— a quienes era necesario convencer de nuestra categoría. Si ellos tenían mansiones en la Ribera, cerca de la iglesia, rozando las palmeras, las olas del mar y la estatua del Greco, nosotros tendríamos la parte alta del paseo, los hotelitos que había que construir de una manera «moderna» —en el sentido más menestral de la palabra—, en un amontonamiento que no dejaría ninguna duda respecto al feudo que se intentaba edificar. Aquella parte alta del paseo sería absolutamente nuestra, del mismo modo que el barrio de Sant Sebastià, detrás de la iglesia, y algunas casas del interior del pueblo, pertenecerían a una clase media menos afortunada, que aún no había alcanzado un estadio de riqueza suficiente. Ésta fue, de todos modos, la dimensión social que los Quadreny eligieron aquel primer año en que las vacas, aunque gordas, todavía no estaban a punto para ser ordeñadas. A medio camino entre los más ricos y los nada pobres, mi familia se instaló en un chaletito del paseo del Vinyet, que era una urbanización a medio edificar y de la que Arturu diría: «Quedaos allí, tieta Mèlia, porque dentro de cuatro días será la zona más señora de todo el pueblo». Y mamá, naturalmente, hizo caso al Petronio de la familia.

Por lo que respecta a la colonia de veraneantes, los elementos clasistas quedaron perfectamente delimitados desde un principio. Sin embargo, faltaba todavía una escisión tan necesaria como fundamental: el apartheid entre los veraneantes y la gente del pueblo, los suburenses propiamente dichos. Era una diferenciación que había que establecer desde antes de instalarnos, y en eso los tres grupos de la colonia formaron un frente común; olvidaron las diferencias que los separaban —o, por lo menos, se limitaron a seguirlas de una manera formal— y se decidieron a presentar una batalla abierta a los nativos. Esta batalla no carecía, naturalmente, de cierta delicadeza, y el gueto en que Sitges se convirtió a partir de entonces tuvo el aspecto limpio y poco sospechoso de una blanquísima clínica suiza en la que los enfermos más modestos ocupaban la parte que tenía la peor vista y los más ricos tenían las habitaciones —o los pabellones— que daban a la superficie, poco sospechosa también, de uno de tantos lagos y una sola Jungfrau.

Los del pueblo, conscientes de esta separación, se limitaron a convertirse en servidores de las necesidades de los veraneantes. ¿Acaso no les solucionábamos la aridez del invierno próximo mediante nuestros gastos, más abundantes cada año, durante el verano? Se trataba de un alquiler colectivo que pagábamos al pueblo en pleno, en un contrato que incluía hasta sus derechos de nativos.

Fuimos piadosos, a pesar de todo. En el cine —el Retiro, el Bonaire, el Prado: todos al aire libre— permitimos que ocuparan las filas traseras, y nunca nos metimos con este derecho que ellos no solamente aceptaron, sino que habían escogido. Los más ricos solían sentarse en las mesas del bar, detrás de todo, y la clase veraneante que no pasaba de «primer estadio» se sentaba en las filas de en medio. Las cinco primeras estaban reservadas para nosotros, los cachorros de Barcelona (niños y adolescentes), que las llenábamos en partes iguales del clasismo, sin tolerar la intromisión de la chavalería del pueblo. Y no hablemos de los bares, las salas de baile y la playa. Todo eso era feudo nuestro: burguesía antigua y clase media reciente, con un lugar casi sin importancia para una especie de menestralía que —no se podía olvidar— pronto estaría a nuestra altura económica. Por eso, tal vez, merecía la pena tratarlos un poco.

Los del pueblo llevaban una vida que no pertenecía a nadie. Bajaban a la playa un par de veces por semana y en seguida se notaba que no eran veraneantes porque no tenían toldo, ni bajaban con sombrillas. También se podía saber por un hecho moral, a mi parecer más decisivo: bajaban a la playa vestidos, mientras que nosotros nos reservábamos el derecho, escandaloso incluso, de pasear por el pueblo en bañador y una simple camisa encima.

Los días laborables, Sitges era un matriarcado. Naturalmente había muchos niños, pero el mundo era de las madres. Matronas repletas de un orgullo recién adquirido, nuestras madres formaban grupitos debajo de los toldos y criticaban, hacían ganchillo o leían revistas de cine con una exclusivización difícil de entender. Teníamos prohibido jugar con los hijos de la señora Portús porque la señora Montillo había dicho que, en Madrid, la señora Portús frecuentaba una peluquería de chachas. O no se nos consentía hablar en catalán porque si nos oía la señora Miralles podría decir a Lucita Bermejo de Pla que éramos poco finos. Y para serlo, las madres nos obligaban a usar el castellano en nuestras relaciones sociales, lo cual funcionaba entre los nuevos ricos, pero fracasaba con la burguesía «de solera»; así, estábamos obligados a decir «Buenos días tenga usted» a la señora Fornviralta, que veraneaba en Sitges «desde toda la vida», y nos encontrábamos con que aquella noble dama, que casi no se trataba con nadie y todas las parvenues ricas se disputaban su amistad, sólo se dignaba contestar: «Passi-ho bé, nen.»

Los padres, que trabajaban toda la semana en Barcelona, subían el sábado por la tarde en un tren al que llamaban con toda propiedad el de los maridos. Entonces, las señoras que hubiesen intimado durante las largas horas bajo los toldos de la playa quedaban para salir el sábado por la noche, y todo era «Karina, te presento a Juan» o bien «Mira, Enrique, ésta es la señora Lluch, que su hijo es de la tuna y todo». Y mandaban a los niños al cine, acompañados por las criadas, y las calles se llenaban de matrimonios amigos que se detenían a saludarse y fingían asombro por descubrir que tenían tantos conocidos comunes, y acababan todos en el bar Oliva, un jardín de mucho renombre donde los mayores bailaban con finura matrimonial y que para nosotros, los más pequeños, significaba una especie de castillo maravilloso pero inaccesible. Aunque al crecer descubrimos que aquella fortaleza soñada no era sino el gran cementerio de elefantes donde una sociedad envejecida intentaba resistir los embates del turismo, una fuerza que acabaría arrojándolos a todos fuera del paraíso que crearon después de la posguerra, fiándolo todo en una riqueza que, a fin de cuentas, no era sino un espejismo. Otro más, quiero decir.

Las noches suburenses eran de una negrura muy espesa, horadada a veces por puntitos brillantes que relucían unas horas allá arriba para morir y no reaparecer nunca más, ni siquiera con la nueva alfombra de terciopelo estrellado que ahogaría al día siguiente. Vistas desde el espigón de la iglesia, con el cinturón curvado de casitas amarillas y blancas perdiéndose más allá de las palmeras, aquellas estrellas fugaces no producían la desazón del infinito, sino la angustia de lo limitado. También permitían una abstracción que sólo tenía semejanza con el delirio de las calles céntricas, pero que era completamente diversa de éste. Pasear por el torbellino de coches, gritos y carcajadas del Cap de la Vila, daba al cuerpo un deseo loco de echar a correr para no detenerse jamás. Los rostros, con un movimiento perpetuo, se convertían en líneas que rodaban continuamente, en una rotación alucinante lanzada a la búsqueda de un último encuentro con su génesis. Era como la locura del carrusel que da miles de vueltas sin permitir otro tipo de huida que la angustia, el aullido, la carcajada que acaba con un cosquilleo que uno no sabe exactamente de dónde viene, que solamente la mirada ajena obligaba a reprimir. Pero en las estrellas que agonizaban más allá, sobre mi mirada de ya-no-tan-niño, la angustia era la propia del inmovilismo: las estrellas no permitían la locura de colores encerrados en su círculo vicioso (giran, giran hasta volverse blancos) ni el frenesí de la huida a través de rostros que nada saben de ti, a los que no importas absolutamente nada. Las estrellas exigían, principalmente, que nuestros aullidos no se les acercasen. Nuestro agravio hubiera sido un estorbo para ellas. Por otra parte, las líneas de las estrellas nacían de ellas mismas, pero nunca terminaban allí. La punta de una estrella se deshace como el hierro en la forja, pero sus lágrimas de plata no llegan a la Tierra; el mar se apodera de su reflejo, pero no consigue poseer ninguna de sus líneas (aprendí que el mar quería para sí aquellas líneas; mar negro como la noche, y al mismo tiempo envidioso de ella; muy perverso el mar, como los espejos rotos). Y el cielo, dicen que no tiene fin.

Durante estas noches del primer verano, que eran de soledad irremediable, me apoyaba en la baranda maciza de la iglesia y evocaba a Jordi y me preguntaba qué estaría haciendo en Begues en aquel preciso instante. En nuestra pequeña mitología privada, Jordi y yo éramos Cástor y Pólux de un mundo ajeno a los designios de los demás; un mundo en el que podíamos querernos sin que ello significase ser maricón como Arturu, e incluso necesitarnos el uno al otro sin que por ello se nos ocurriese la menor aberración. Sentarnos juntos y mantener una conversación presuntamente seria sobre los misterios que la vida nos iba planteando a cada nuevo paso, o sentarnos y permanecer en silencio, o sólo el pensar el uno en el otro cuando estábamos alejados, era como una línea divisoria de nuestro mundo egocéntrico que encontraba en uno reflejos del otro. Contemplando las estrellas o sintiendo el pánico que inspiraba a cualquier adolescente el sensacionalismo armado en torno al Fin del Mundo o al llamado secreto de Fátima, una parte de nuestro egocentrismo se empapaba de misterio: y eso era una forma de soledad más fuerte aún que la soledad física. Al encontrarme solo en Sitges, incapaz de encajar en absoluto con los que me rodeaban, las estrellas pasaron a convertirse en una proyección en pequeño de mi querido Jordi y, como él, en un reflejo de mí mismo; pero también en la angustia que implicaba eso de sentirme entre muchos mundos a los que no podía pertenecer, porque las estrellas agonizaban allá arriba y Jordi estaba muy lejos, entre unas montañas llenas de bosques, y yo empezaba a darme cuenta de que el mundo estaba loco.

La locura del mundo acabó de confirmármela el recuerdo de mamá, un mediodía enrojecido, con olor a barro, en que las calles se incendiaron más que nunca y el cielo parecía caérsenos encima. Las casas a medio hacer, las aceras a medio empedrar del paseo que lleva a la ermita del Vinyet, los árboles recién plantados, el suelo soportando con pena el peso del bochorno, la lluvia inesperada, todo, pues, podía verse desde la ventana de mi habitación, abierta de par en par; todo sufría la asfixia del mediodía, una hora que en Sitges era tal vez la más horrorosa de la jornada. Tumbado en mi cama de barrotes dorados, espantando las moscas que se paseaban por mi cuerpo desnudo, procuraba estudiar un poco la asignatura que me había quedado colgada del curso pasado. El verano me aburría: ni siquiera lograba sentirme nutrido por la lluvia, lo cual en el empedrado luciente de mi ciudad invernal fue siempre la vitamina que mejor sentaba a mi ánimo. En aquellos mediodías veraniegos cerraba continuamente los ojos y se me presentaban imágenes torturadas y torturadoras que se rechazaban mutuamente para acabar apoderándose de mi tedio. Desde el principio tuvieron una componente caótica, sin significados precisos para la mente, y me sorprendía ir descubriendo cómo aquel pastel de sombras ondulantes iba unido a un sonido que no me resultaba nada difícil de reconocer, de asociar con la angustia que me asaltaba desde niño: aquella angustia que aceleraba el ritmo de mi pulso, que me cortaba la respiración y me mordía el sexo, a pesar de que yo no sabía aún qué era el sexo. El agua había caído partida en dos chorros, tal vez en cuatro; el agua, las carcajadas bajo el agua, los gemidos, el gemido, una angustia deliciosa que convertía al sexo en una fuente extravagante; el gemido, las palabras de los dos, las palabras prolongándose noche tras noche…, siempre eso, desde que recordaba el mundo; siempre esta imagen. Pero imagen no vista; o acaso sí llegué a verla; tal vez la tenía delante y no la recuerdo y sólo capto de ella la sacudida definitiva que me dejó. Yo era demasiado pequeño cuando la imagen. Y siempre que intentaba ir más allá de las palabras y del agua, adivinar la razón, la verdad física de todo aquello, se interponían las palabras entre el mundo y mi visión del mundo; siempre me conducía hacia una selva de simbolismos, metáforas e imágenes menores que me aturdían, que no parecían tener una finalidad lógica…

Ignoro en qué punto de mi excitación veraniega llegué a descubrir que el agua, las carcajadas y el gemido correspondían a una ducha bajo la que mis padres hicieron el amor. En los momentos de soledad llegaban hasta mí estos sonidos mediante los cuales, a pesar de todo, no conseguía recobrar la imagen total de la escena que me carcomía por dentro. A no ser, tal vez, un día muy lejano de mi infancia, en un tiempo en que yo todavía era virgen de todo recuerdo, y mamá me llevó a un pueblecito de montaña donde la esperaba papá, que estaba trabajando en unas obras públicas. Allí, en una época en que yo todavía no hablaba, tal vez vi algo. Sin embargo, cuando me sacude este recuerdo, sólo consigo trazar clara y definitivamente la imagen de un elefantito de cartón que papá me había comprado, y también una ventana abierta sobre un valle muy verde, rodeado de montañas que tenían nieve en los picos; pero es lo único que consigo situar en una perspectiva espacial más o menos dilucidadora y coherente. Después, como en aquellas otras noches de la mejilla recostada en la pared y la sorpresa y el susto de los primeros placeres, todo se convierte en una caída vertiginosa, una congoja que me limitaba y a partir de la cual, eso sí lo sé, comencé a odiar a papá. O por lo menos ésta es la única explicación plausible de mi odio.

Porque odiaba a papá como a Ella la adoraba desde siempre. Tiene que haber dentro de mí un sinfín de tendencias aterradoras, cuyo solo reconocimiento me llenaría de vergüenza y que, sin embargo, me han ido determinando durante todos esos años, desde la ducha de mis padres. Si el mundo que tenía a mi alrededor se hubiese enterado de mi monstruosidad, no hay duda de que me hubiera despreciado sin la menor lástima. Todo ese universo humano, quiero decir, que me quería y respetaba y al que yo me esforzaba por unirme. Deseaba demasiado a la gente, aunque disfrazase mi deseo bajo un toque de indiferencia, y por eso los sentía demasiado superiores, bien físicamente —a pesar de que yo, según decían, era un guapo chicarrón—, bien moralmente —a pesar de que la moral me importaba poco—. Con todo, si despreciase al mundo como yo creía, no hubiese tardado tanto tiempo en comprender que mi monstruosidad básica era la monstruosidad de todos; que sólo una cadena de hechos que se habían producido a través de los siglos que nos precedieron nos impedía manifestarnos plenamente, con autenticidad, en todo lo que teníamos, ellos y yo, de criaturas irremediablemente condenadas a la corrupción. Pero todos íbamos representando nuestro papel y escondíamos el rostro bajo máscaras muy bien confeccionadas; y por eso ellos me respetaban y por eso yo los temía.

Los mediodías de Sitges tenían una duración aplastante, el sol se incrustaba en la piel, que no tardaría mucho en ponerse brillante, y todo era demasiado pegajoso y demoledor. El sol acababa hundiéndonos. La hora de la siesta era la más blanca del pueblo: las calles quedaban desiertas, incandescentes en su abandono, las casitas parecían huesos roídos que estuvieran calcinándose en la arena de una nueva Mesopotamia en ruinas. Las persianas, esqueletos verdes que tintineaban en las ventanas abiertas de par en par —«¡No corre una brizna de aire!»—, teñían los dormitorios con una neblina inacabada, descosida a veces por un sesgo de sol indiscreto; y a través de esta penumbra, entre paredes estrechas y techo aún más bajo, no era difícil adivinar la soledad y el silencio totales: una hora que parecía eterna, con el rumor de las olas como único, incombatible señor del pueblo. Entonces, dormir la siesta era una obligación establecida que me irritaba muchísimo (las madres nos obligaban a hacerlo como si la siesta fuera una de tantas cláusulas importantes en el nuevo código de valores dictado por la respetabilidad social). Muchas tardes solía escaparme por la ventana y echaba a correr hacia el pueblo sin volver la cabeza, como se huye del león en plena selva. Jadeando, alcanzaba la plaza de los tilos y la fuente, y me sentía completamente liberado: ya no había peligro de que la criada me atrapase. En traje de baño, paseaba lentamente por las calles solitarias que, bajo el fuego que caía del cielo, parecían cementerios iluminados. Y me iba perdiendo hacia el barrio de Sant Sebastià, detrás de la iglesia: hacia el gueto de los veraneantes menos ricos.

Dos años más tarde, cuando los Llovet se instalaron en la Torre Azul, en pleno paseo Marítimo, los mediodías de Sitges ya no fueron tan aburridos, porque Jordi y yo, ya más hombres y con muchas más preocupaciones, cogíamos las bicicletas —todos los chicos y chicas teníamos bicicleta con un cestito delante— y nos íbamos a la glorieta de las flores lechosas, en el parque abandonado de Terramar, lejos del pueblo. Allí, mientras Sitges dormía y el sol azotaba las calles, nosotros leíamos obras prohibidas (en aquella selva derribada por la guerra, convertida ahora en hotel, descubrimos a Camus y a Stendhal). Y aquella vez que tuve el lío con Günnel me la llevé al parque, porque nunca iba allí nadie, consagrándolo mediante esta muestra de confianza como santuario de mi amistad con Jordi (él se enfadó mucho, porque la sueca, que era un poco rara, quería obligarlo a que participase como tercero en el festín). Pero todo eso ocurrió en mi sexto verano y cuarto de Jordi, quien amó a Sitges en seguida y se hartó con mayor rapidez. El asunto de la sueca y todo lo demás pertenece, pues, a otra historia.

El primer verano corresponde, sin discusión, a Gene y Arturu. Fue un verano nuestro, tardes nuestras, sudores, baños, paseos de los tres. Les quería. Ellos, los dos, significaron la revelación de la belleza perfecta, la incomunicabilidad absoluta de los dioses y las diosas. Me producían una sensación que hubiera podido contener deseo pero que era, de hecho, mi primera consagración a una especie de tendencia hacia el paganismo: mi gran descubrimiento de belleza condenada a existir y consumirse sólo a partir dé sí misma. Ellos, llenos de mar o bien borrachos de arena; él y ella, Tarzán y Jane, tendidos a orillas de un estanque de la selva; él y ella, bailando sofisticadamente en la pista luminosa de algún club de moda: Sitges, yo, un extraño manantial ardiente…, ¿qué diablos pasaba?

Arturu era muy alto y esbelto, permanente, moreno de solárium, forjado en la natación intensiva, con los ojos más azules que nunca había visto. Cuando se ponía uno de aquellos bikinis tan diminutos y ceñidos, con dibujo que imitaba la piel de un leopardo, conseguía rehacer la imagen perfecta y mitificada del cuerpo atlético: una especie de retorno rousseauniano a la naturaleza, como si en lugar de ser una vulgar maricona pequeñoburguesa se hubiera criado en la selva y pasado la vida saltando con una liana de árbol en árbol, sobre cascadas espumeantes, arroyos salvajes, lagos de fango donde se bañan los hipopótamos mientras los flamencos hacen el amor. Gene, que se llamaba Montserrat pero se había rebautizado así porque era exacta a Gene Tierney (y sólo por eso —«Es muy exótica y de lo más moderna, la Montserrat de los Llofriu»— Arturu salía con ella), Gene, digo, tenía un aullido vital que surgía de sus ojos sin obstáculos que lo detuvieran: era toda ella una consagración de la vida, y con sólo mirarla uno se daba cuenta de que estaba dispuesta a beberse de un trago las cien mil copas del placer.

Maravillosa imagen de un amor físico que se repetía mutuamente, correspondencia absoluta en este sentido, igualdad de un instante de placer que era solamente estético. Dos cuerpos nacidos para ser uno Narciso del otro: belleza.

Su imposibilidad de correspondencia sexual debía de pasmar a más de uno, tan evidente era; a mí, en cambio, me fascinaba como la consoladora válvula de escape de tanta comunicación absurda entre cuerpos mediocres. ¡Dios, qué parodia! A pesar de saber que estaban llenos de vida, perfectamente identificados dentro de su propia belleza, nunca pude advertir que se sintieran de verdad. Eran dos estatuas que necesitaban de pigmaliones capaces de inspirar en sus pechos una ráfaga de deseo. Constituían dos maravillas solitarias, dos fascinaciones destinadas al aislamiento: a través de ellos, aprendí que la verdadera belleza rechaza cualquier tipo de contacto con otras formas de belleza.

Ellos no se complementaban, pero yo sí con la idea de los dos unidos; y eso fortalecía de tal modo mi mito que todavía hoy, en los tediosos contactos de una noche o un millar de noches con estos cuerpos agotados que sólo ofrecen una desesperada necesidad de amor, intento recrear la imagen de aquella incomunicación sublime. Porque contemplar los dos cuerpos tendidos, las piernas abiertas al sol (Gene fue la primera chica indígena que se atrevió a bañarse en bikini, cuando el bikini todavía no se había afirmado como gran revolución de las costumbres y alguna turista extranjera fue a parar a la comisaría sólo por usarlo); las pieles deslumbradoramente oscuras, empapadas de aceite de importación; el pecho de él retando la potencia del sol con la propia, engañosa potencia; tumbados los dos en la playa abandonada (palos, escombros, piedras, basura) donde ciertas noches se celebraban las bacanales que todo el mundo conocía de oídas (cuya existencia ninguna persona de orden —y en Sitges todo el mundo lo era— quería admitir como cierta), alejados del ruido del pueblo, prisioneros de un silencio que ya resultaba muy caro conseguir en la nueva Subur; contemplar, pues, aquellos sexos suntuosos y separados, sin ninguna mirada de deseo que estropeara su divinidad, sin ninguna sombra de amor que los hiciera ser ni remotamente domésticos, equivalía a aprender que la belleza no es también soledad, sino que lo es exclusivamente. No sin intentos de vencerla, sin embargo (en este caso por lo menos), ya que un día sus manos se buscaron y hasta llegaron a encontrarse, aunque se separaron muy rápidamente sin que nadie supiera por qué. Pero sin duda percibieron este momento, igual que lo percibía yo en aquel aire cargado, lleno repentinamente de una angustia reprimida, de sonrisas iniciadas y abandonadas a medio formar, de gestos sin continuidad: el aire impregnado con los primeros vapores de un deseo frustrado que ardía en una hoguera que contenía muchas otras cosas —cosas suyas, de los dos, mías, de Jordi— además del beso que no se dieron, mi imperiosidad de llorar y la obsesión que me empujaba a apretar el vientre con todas mis fuerzas contra la arena ardiente, dando salvaje rienda al placer.

Todas las tardes, al despertar el pueblo, iniciábamos un paseo hacia el parque abandonado, aquella caterva de matojos revueltos que, más adelante, sería el refugio preferido de Jordi. Gene y Arturu siempre charlaban la mar de animados, y se cogían de la mano para dar la sensación de que se querían mucho. Recurso que, naturalmente, no engañó a nadie, porque como el propio Arturu contó a Jordi cuatro años después cuando quería ligar con él, sólo iba con Gene para despistar a la gente, que empezaba a murmurar demasiado acerca de determinados hechos suyos, de Andreu Perramí y de otros amigos que subían todos los sábados a Sitges a pendonear. Gene, que era muy larga, utilizaba a su vez a Arturu como trampolín hacia un mundo fabuloso que todo el mundo entreveía tras las petulancias de aquel muñeco. Y es que Arturu había logrado trabar muy buenas amistades dentro de un milieu que no me atrevería a clasificar de recomendable, pero que entonces contaba mucho en Barcelona: un milieu de jóvenes pequeñoburgueses o burócratas acomodados, e incluso de chupatintas con pretensiones, que habían ganado unas pesetas y hecho su poquito de cultura mundana y eran todos solteros, como estaba mandado, se reunían en el Rigat o bien en el Navarra, y organizaban fiestecitas en lugares forzosamente apartados porque, según Jordi, «eran parties de las que era preferible no saber nada, porque si hubiera sido chica habría salido preñado de ellas» (él, también como estaba mandado, asistió a un par). Dadas las explicaciones de Jordi, comprendí que debía de haber en estas fiestas muy pocas chicas con riesgo de preñez, por cuanto las selectas aficionadas del citado milieu hacía mucho tiempo que depositaron sus posibilidades de dependencia del varón sobre el altar de Safo, a guisa de sacrificio, mientras ayudaban a cultivar, mutatis mutandis, la nada ambigua ambigüedad de una cuadrilla socialmente trepadora.

Y Arturu debía de caer de maravilla en esta pequeña sociedad de estrenistas, liceístas «de alterne», viajeros de un viaje anual a Italia o París (entonces todavía no se iba mucho más lejos) y cochecito de dos parejas homogéneas para ir a Perpiñán a comprar perfume francés y ver películas prohibidas. Arturu, pequeño pseudodandy de salón de la Diagonal, con sabiduría menos que superficial de todas las cosas à la page, podría practicar muy a gusto su frivolidad de vestal cursi. Poseía, claro está, aquel don tan estimable para hacerse una reputación en el seno de esta Sodoma sainetesca; sabía encontrar siempre el instante más adecuado para citar un modelito de Balenciaga, una estatua de Michelangelo, una obra de Jacinto Benavente, o bien reconocer, con los ojos cerrados como quien dice, una postal de la Côte d’Azur. Sin duda fue este oropel, que tanto le sirvió para lograr un puesto notable en aquella mezquina sociedad, lo que deslumbró a Gene, nada tonta pero sí muy ignorante, producto de un pueblecito de pescadores catapultado de repente a la impensada venta para ganancia de divisas y beneplácitos foráneos. Y aquel oropel era lo que, sin duda, ella esperaba sacar de Arturu: es decir, quería sorberle el savoir faire como una esponja muy hábil creada no por él ni a partir de él: el mito de Pandora a la inversa y provisto de un envés lo bastante adecuado para una sociedad en la que, si una mujer era lista, antes de entrar en la caja ya había sabido aspirar la sabiduría de Prometeo sin que el titán tuviera la menor intervención en aquella hermosa monstruosidad recién creada. Y la historia tenía raíces lejanas.

Porque todo el mundo sabía que Arturu ni siquiera había hecho el bachillerato y que no sabría leer ni escribir, como quien dice, si no llega a encontrar a Andreu Perramí, el modista, quien le aconsejó que estudiara un poco y leyese algún libro de cuando en cuando para «crearse una personalidad», sin olvidar que también debía aprender o tener gusto en el vestir, combinar colores, saber escoger las corbatas y hasta un poco de maquillaje, con cuyas maniobras incluso podría conseguir un «estilo». A partir del impulso del otro, Arturu comenzó a leer a Somerset Maugham, Vicki Baum, Pierre Benoit y, como gran adelanto, Charlotte Brontë; además se compró numerosas enciclopedias de las tituladas Hombres Ilustres de Todos los Países y El Saber Universal en cinco tomos: y así fue adquiriendo aquel brillo tan suyo, más vacío aún que su mollera, más interesado que su carrera de aduanas. Y Andreu solía contar lo vulgar que había sido él mismo hasta que conoció a Marc No-Sé-Qué, de los ilustres No-Sé-Qué de Sabadell, y extrajo de él la sabiduría y una influencia decisivas para el desarrollo de su propia personalidad. O, como dijo un día a Jordi: «La brillantez del hombre se transmite de personalidad a personalidad; es una tarea de creación de veras apasionante. Un hombre crea a otro viviendo a través de él, depositando en él todo el caudal de frustraciones y de éxitos que ha ido amontonando a lo largo de su vida… Un hombre puede no ser un artista, pero siempre tendrá posibilidad de ser un creador; y la creación de seres humanos es, entre todas, la que menos sobrevive, pero también la que más satisface. Es algo más importante que el amor. Es, sobre todo, una posibilidad de sublimación».

El día que quisimos ver el cine en relieve y no nos dejaron entrar en el local de estreno porque Los crímenes del Museo de Cera no era tolerada para menores de dieciséis años (el diario decía: «Es ahora cuando el real, el verdadero milagro de la Tercera Dimensión llega a usted con esta película maravillosa»); aquella mañana otoñal en que fuimos a los Encants, como por otra parte todos los domingos del curso, y Jordi empezó a coleccionar recortes de películas (fotogramas de verdad) que vendían en cajas muy pequeñas (Mujercitas, Escuela de sirenas, Cómo le conocí) y había que mirarlos a través de un visor especial que valía dos pesetas; la tarde en que Germán, el niño de orejas enormes, casi un monstruo —por eso le llamábamos orejudo—, se cayó por la escalera del colegio y cuando llegó al patio ya estaba muerto; un día de mayo en que el señor Llovet nos llevó a ver los barcos de la flota americana —los marineros iban vestidos de blanco y la gente decía que regalaban muchas cosas— y Jordi y yo decidimos meternos como polizones en un barco muy grande, como el del señor de Ballantree; la mañana de la primera comunión, que después de tanto jaleo como habían armado los curas resultaba que no había para tanto; las idas al Parque, el Tibidabo o a Montjuïc al estallar la primavera; el anuncio de la sensación cinematográfica del año: Marilyn Monroe y «Niágara» presente en todos los diarios, en la fachada del Fémina y en las conversaciones de la gente; el primer contacto con Shakespeare a través de una edición de Araluce, especialmente abreviada para niños; las anginas que, invierno tras invierno, significaban la posibilidad de quedarse toda una semana en cama y no ir al colegio y ahorrarse los deberes y poder leer muchos tebeos, y las cataplasmas, las inyecciones, el estuche de lápices de colores, que me trajeron los Reyes de la yaya, el compás y la caja de tinta china cuando fuera mayor, el juego de parchís…

Gente mía. Algo que me pertenecía, que era tan mío como los suntuosos héroes de los tebeos y la pantalla; algo impalpable, pero que existía dentro de mí con mucha fuerza, que tal vez me guiaba. Y el desorden. La parte esencial de nuestro mecanismo maldito. No sólo el desorden moral de vivir únicamente para nosotros mismos (el desorden, parte vital, totalmente básica, de la que nunca más podríamos liberarnos), sino el desorden físico de la casa nunca arreglada, de papá cenando más tarde que nosotros y mamá doblando papel o cosiendo fajas hasta que amanecía, y al día siguiente olvidándose cosas en cualquier puesto del mercado, estudiando sus libros de bachillerato sin advertir que se quemaba la comida, descuidando la economía doméstica sin preocuparse de los hijos, dejando que nuestro hogar derivara hacia la anarquía de las almas que caminan a tientas, cada uno por su lado, desorientados y vacíos cuando entonces más que nunca necesitábamos la unión y la comprensión y el respeto mutuo que hubieran permitido a nuestras almas encontrar una razón de ser. Y, ya más adelante, cuando la oportunidad de encontrarla estaba totalmente perdida, el derivar absoluto, insoslayable, de nuestras vidas a medio hacer…

Siempre nos peleábamos por cualquier tontería, papá con mamá o ella conmigo, o yo con Carlitus. Era algo extraño que llevábamos dentro, como una frustración a priori que se enraizaba en nosotros con mucha fuerza y cuyas consecuencias eran la desilusión progresiva en mis padres y mi propia apatía. Una apatía ilógica, sin explicación. Existía y basta. Apatía de desear las cosas (porque las teníamos antes de desearlas), de programar un futuro, de plantar cara a los hechos reales. Mirar a mi alrededor equivalía a descubrir a dos personas que antes se habían amado con locura y que ahora casi ni se toleraban mutuamente. Nada de lo que hacían parecía destinado a un fin lógico y preconcebido, y si alguna vez esta finalidad existía, todo se frustraba antes de conseguirla. El hecho de que tía Matilda fuera el polo contrario de este desorden, servía solamente para acentuarlo más. Ella, tan amorosa con todo el mundo, que sacrificó su vida sin querer a nadie en concreto; la tieta, doncella aún, virgen de setenta años, dedicada a la tiendecita y a los placeres, más bien mezquinos, de cotillear con las vecinas o ver dos películas en un cine de barrio (y no le gustaban si no eran de amor): ella era el orden que ni siquiera necesitábamos ya, que ni siquiera echábamos de menos porque lo habíamos olvidado hacía mucho tiempo, descartándolo de nuestros proyectos. Llevábamos tan arraigado el desorden que llegó un momento en que ya no había remedio. Sólo nos quedaba la solución de ir derivando, náufragos de nosotros mismos, de una inadaptación a otra, mientras disfrazábamos de anticonformismo nuestra incapacidad para seguir el ritmo, considerado normal, del resto de la gente…

Veces. Instantes para crear nuevas palabras. Momentos. Muecas de rostros que se convertirán en veces. ¡Qué sé yo cuántas ni cuáles! Veces. Convertidas en mezcla, superpuestas en una pantalla de cinemascope inventada para niños como yo. Tal vez cuando, con Jordi, nos cortamos en el brazo y mezclamos la sangre como habíamos visto hacer en una película de la Universal de la serie María Montez (turbante, plumeros, suntuosos harenes en oasis verdeados por un tecnicolor estándar); o los días de exámenes en que el sol se hacía fuerte y empezábamos a pensar en Sitges, o acaso una fiesta de fin de curso, cuando cantamos las glorias de san José de Calasanz e hinchamos globos en el patio del colegio; o cuando mi par de primas se peleaban para leer primero el diario y saber antes que la otra qué star se había divorciado últimamente o qué princesa real corría por el mundo pendoneando; tal vez aquella frase de Feliz no-cumpleaños y el tren y la vía y la montaña y el mar… Y la cabellera excitante de Gene y el día que acusó a Arturu de afeminado —él no quería besarla— y Arturu la despreció con un gesto de gran reina y le dijo que, al fin y al cabo, sólo era hija de unos pescadores, ergo muy ordinaria; también la noche en que fueron a un lugar muy oscuro sólo para hacerse muy sospechosos y de esta manera dar celos a sus respectivos amantes; o las noches de Fiesta Mayor, con toda la iglesia encendida y los fuegos artificiales sobre un cielo completamente negro y una muchedumbre familiar que llenaba el paseo de bote en bote, los veraneantes sentados en los bares de la Ribera y la gente del pueblo en las rocas del espigón, con el pañuelo como asiento para no ensuciarse el vestido de las fiestas. Veces, pues. Veces, veces. Un silencio. Un silencio estremecedor en la memoria. Mamá. Jordi. El queso. Las ratitas avispadas, la pequeña vendedora de cerillas que moría bajo la nevada. Hansel y Gretel y la casita de caramelo —el libro de cuentos se abría por la mitad y había un diorama que era la casita de caramelo— y dentro de la casita mágica está Berenice, los muslos de la Berenice, el sabroso pecho izquierdo de la Berenice; y Cenicienta, la bruja mala, las manos recogidas y una oración y la gran pregunta de mis labios que no saben leer y sólo esperan la llegada de la Berenice. Berenice, y en seguida la universidad y París y Bombay y Louise y el laboratorio. J’ai du travail à faire, Bruno, tres cuerpos que se doblan, Louis, Pierrot, yo, nos acostumbramos mutuamente, Blancanieves, la feria de Santa Lucía, ingreso de bachillerato, ¡oh, Berenice, ven de una vez!, condéname, Berenice, que quiero ser maldito…

Veces. Es como un lamento. Un té frío sin limón. Es una tristeza que no tiene presente. Veces. Es el ritmo de los años. Las cosas que surgen, existen, pasan…

Como aquella vez, aquella y no otra, en que jugábamos en la terraza de unos grandes almacenes y teníamos Barcelona a nuestros pies y la niña se llamó Silvia.

En la terraza de los grandes almacenes había un estanque. Jordi daba de comer a los cisnes y me llamó a su lado, siempre con dulzura, y nuestra vista, a tanta altura, dominaba no solamente la jaula de los cisnes, siempre limpios, sino también muchas cúpulas de la ciudad y las torres de la catedral y acaso el mundo. Y Jordi me dijo:

—¿Verdad que es bonito?

Y le repetí que sí y él volvió a decir que era muy bonito y yo repetí que sí y entonces señalé el columpio donde jugaba Silvia. (Es decir: entonces sólo era «la niña», sólo una niña desconocida a la que hubiéramos podido atribuir un sinfín de nombres si hubiésemos sabido más de diez. Porque si bien veíamos que para las mujeres había muchos y diversos nombres —Amèlia, Rosa, Matilda, Verònica, señora Leonor, señora Herminia—, para las niñas sólo había dos: Neus y Teresa, como mis primas. Y el hecho de que la única prima de Jordi también se llamaba Neus confirmaba de manera rotunda nuestra teoría.) Ahora bien, la niña del columpio azul era sublime, era algo entre criatura y mujer, una especie de cosa que generalizaba y a la vez rechazaba cualquiera de los dos nombres que pudiéramos aplicarle. Parecía un sacrilegio referirse a ella como Neus o Teresa, porque eso sólo la hubiera vulgarizado. Por eso tal vez era la sublimación absoluta del antiguo concepto «niña». Y como la grandeza probable de su nombre misterioso podría contribuir a ampliar mi conocimiento del otro sexo, dije a Jordi:

—¿Quién será esta niña?

Él se encogió de hombros y en sus mejillas asomó un rubor muy encendido y ridículo.

—Una niña. Las niñas son antipáticas y vanidosas. Siempre quieren jugar solas. Vamos a dar de comer a los cisnes.

La niña se reía de mí. Me caía simpática porque se reía. Me acerqué a ella, no sin vergüenza.

—¿De qué te ríes?

—De que pareces tonto.

Si eso me lo hubiesen dicho en el patio del colegio, me hubiera puesto a repartir palos. Dicho por la niña, me hizo gracia.

—¿Cuántos años tienes?

—Doce.

—Pues yo once —dije.

—Eres un crío.

—Tú también eres una cría.

—No, porque una niña a los trece años ya es mayor.

—Antes me has dicho que tenías doce. Seguro que eres muy embustera.

—¡Bah! —dijo muy digna—. ¡Eres un crío y basta!

—Yo diría que sólo tienes diez…

—¡Psé! Para lo que te importa…

Y se picó.

Después se volvió hacia un grupito de niñas vestidas como ella: de blanco, con capas grises y sombreros muy anchos. Y Silvia dijo:

—Vete, que te puede ver la hermana y se enfadaría…

—¿Qué hermana?

—La monja.

—Pero ¿qué monja?

—Qué tonto eres. La monja de mi colegio. Sor Lucía.

Era muy burlona. Me sacó la lengua y de repente se echó a reír y yo, sin saber aún que su risa era musical, la encontré encantadora. Llevaba bucles en los que el sol dejaba un reflejo ígneo, un poco demodée, al estilo de las pequeñas herederas de muchos reinos balcánicos radicados en el gran continente de la leyenda. Empujé el columpio y la figura de la niña sobresalía maravillosamente, graciosa, verdadero deleite de movimientos que iban hacia el cielo, se detenían a mitad de camino y volvían a bajar a mi lado, sin que ella se dignara mirarme. Sonreía con altivez y en mi interior comenzaba a cosquillearme un despecho enteramente nuevo, un deseo de lucha, batalla encarnizada para lograr ser dueño de otro ser humano. Todo eso nada tenía que ver con el afán de venganza que se apoderaba de mí al recordar las noches de mis padres. Por el contrario, era como liberarme de algo: tal vez la culminación de un prurito por alcanzar toda una forma de belleza en una sensación que ya me había dominado cuando hablaba con Jordi y me daba cuenta de que era más débil que yo y que debía protegerlo. Pero la certeza de ser su amo absoluto se había convertido en una evidencia que empezaba a aburrirme.

Él estaba a mi lado, contemplando a la niña con una mirada muy dura, directa e insistente, mientras la comida de los cisnes se le caía de las manos.

—¿Apuestas algo, Jordi, a que sólo tiene diez años?

Jordi murmuraba que a él no le importaba nada, y yo me burlaba y seguía contemplando a la niña como si fuera el más ameno de los espectáculos. Y entonces él cogió las cuerdas del columpio y las retorció con toda su fuerza, y el asiento se levantó más de un lado que del otro y la niña cayó al suelo. Estalló en un llanto vocinglero, con chillidos, como si fuera a ahogarse. Al cabo de un instante volvía a llorar con más ímpetu que antes. Pronto nos encontramos rodeados de curiosos y la niña señalaba a Jordi, y él, en medio del círculo de reproches y acusaciones, soportaba todas las miradas, se enfrentaba a todos nosotros como si fuera el gran triunfador de no sabíamos exactamente qué guerra: como si su acto le engrandeciera en una medida que yo, algún día, sabría entender y agradecer. Pero entonces le odié con una ira nueva, increíble, incluso dolorosa. Él estaba solo, indefenso, en medio del desprecio ajeno y ante mi muda acusación. Llegaron las monjas y las amigas de la niña y ella nos señalaba como culpables; entonces agarré a Jordi por el cuello, le di un empujón y en seguida le arreé dos puñetazos. Empezaba a salirle sangre de la nariz. Las monjas refunfuñaban y regañaban a la niña diciéndole que lo tenía merecido por atreverse a hablar con chicos. Llegó Justina, la criada que los Llovet tenían entonces y que los dejó el primer año de ir a Sitges porque su novio no quería que se acostumbrara a los sitios de los ricos. Al ver que Jordi sangraba, Justina me endilgó dos bofetadas. Tras el llanto de Silvia apareció entonces una sonrisa muy extraña que fue derivando hacia una carcajada nerviosa. Y era la primera vez que ella, la amada Silvia, se me quedó mirando fijamente, sin ninguna clase de sorpresa…

Veces que han pasado. Veces que volverán a pasar sin que me quede otra cosa que el silencio. Pero entre todas, aquella vez de octubre en los Encants, cuando Jordi y yo nos zambullimos en un mar de libros viejos, cromos, revistas, sellos, monedas, programas de cine, tebeos leídos por mil desconocidos antes que por nosotros, vendidos, vueltos a comprar y a vender nuevamente; tebeos que poseíamos, almacenábamos, atesorábamos y dejábamos como testamento de una muerte probable: aquel mundo nuestro que el tiempo nunca logró destruir completamente, acaso porque nunca estuvo demasiado cerca de la realidad (surgía de ella, sí, pero en seguida la desfiguraba para, después, abandonarla). La vez de aquella mañana de domingo en Sant Antoni. Los Encants a los que ya habían ido papá y el padre de Jordi cuando eran pequeños y coleccionaban los cromos del chocolate y allí cambiaban los repetidos; los Encants, por los que también paseaba el niño Andreu Perramí mucho antes de que Jordi naciera; los Encants que, después, en mañanas muy parecidas, recorríamos nosotros sólo para ceder el paso a estos niños que ahora crecen con mirada asesina, que quieren conquistar nuestros dominios de antaño fiándolo todo en una complacencia que sólo puedo calificar de sádica. Esa vez única de los Encants de 1953, con el sol barcelonés dulcificando la mañana y mamá toda vestida de negro, aunque no con abrigo, sino con traje sastre, una gran flor roja en la solapa y los guantes, también rojos, colgándole de la mano. Mamá, tan parecida a lo que quería representar que incluso asustaba mirarla; ella, exactamente, deteniéndose en los puestos donde vendían Elles y Vogues atrasados e interesándose por la edición argentina de algún libro de moda que estuviera prohibido, precisamente en una época en que los libros prohibidos, mientras no fueran serios, empezaban a ingresar en el código de obligaciones dictado por la moda de la Diagonal. Muy inquieta mamá, como siempre que aparecía aquel hombre alto y moreno y se saludaban y se hablaban al oído y hacían mucha comedia para disimular Dios sabe qué (porque a pesar de ser una actriz tan extraordinaria como para lograr parecer una gran dama, mamá nunca supo disimular ciertas cosas), y después el hombre daba recuerdos para papá y se decían adiós. Sí, sí: aquella mañana de octubre en que él, convencido acaso de que nadie lo veía, dio un papelito a mamá y ella, rápida como una víbora de veloz discurrir, lo escondió dentro de un guante, y cuando el hombre ya se había despedido empezó a decir que ya era tarde, que había que volver a casa —nos obligaba a dejar los programas, y había uno de Dorothy Lamour y otro de Greer Garson— y aducía que papá quería comer temprano porque por la tarde había un partido de vital importancia entre el Barcelona y el Español. Y yo pregunté a Jordi: «¿Quién crees que ganará?», y él me contestó que el fútbol le daba asco, mejor dicho, que sólo con oír hablar de fútbol le entraba un coraje y unas ganas de llorar. Y fuimos a casa y comimos pollo y bebimos champaña y papá se fue al fútbol con el señor Llovet, y Jordi y yo nos pusimos a pegar los cromos que habíamos comprado y mamá fue a visitar a una amiga a la que telefoneé después para que se pusiera mamá, pues quería darle un recado de la Llovet (la señora Rosa había llamado a mamá por si quería que fueran a cenar los cuatro y la «ministeriala» y su marido. «Mamá no está», le dije. Y ella: «Pues dile que me llame antes de las ocho») y resultaba que mamá no había ido a casa de aquella señora, y después, al llegar a casa, dijo a papá: «Adelaida Puigderajols me ha contado que si eso y que si aquello»; y yo sabía que no había ido, que aquel hombre alto y fuerte le había dado un papelito, que no fue a casa de la señora de Puigderajols, y a pesar de eso contaba a papá que la señora Puigderajols le había dicho muchas cosas mientras tomaban el té…

Veces, pues. Y muy especialmente, ya definitiva, aquella tarde del año siguiente en que papá discutió con el señor Fajardo por cosas de la guerra y yo los contemplaba fascinado, porque aquella conversación equivalía al descubrimiento de todo un pasado que algún día me ayudaría a explicarme a mí mismo en cuanto ser en el mundo, sin la menor concesión a la abstracción. Y papá había engordado mucho y ya tenía una sonrisa de idiota, e igual le daba que las demás naciones aceptaran el régimen español o que lo rechazasen, y se limitaba a encogerse de hombros y a decir: «Al fin y al cabo, nunca habíamos estado mejor que ahora…»

Nos encontrábamos en el Centro Carlista y el señor Fajardo, blandiendo un diario madrileño a guisa de estandarte, se levantó de la butaca, se acercó a nosotros, mordió el purazo que fumaba y se puso a gritar «¡Hablar de la guerra y ser catalán no pega! ¡Rojos, coño! ¡La guerra la hicimos nosotros! ¡Castilla la hizo santa, lógica…, la convirtió en Cruzada!», mientras Jordi y yo bebíamos menta y la discusión de los mayores iba haciéndose cada vez más complicada y ya estábamos temblando porque el señor Serrat, que estaba en otra butaca del bar del Centro, se levantó indignado y dijo «Vatua Déu! Com si no hi haguessin hagut rojos, a Madrid!», y el señor Fajardo volvía a gritar: «Ustedes, ¡mierda! ¿Qué hicieron, vamos a ver? ¡Ah, sí! Quemar iglesias y asesinar religiosos y no pensar en otra cosa que en autonomías y libertad de dialecto y luego…, ¡hala…!, a vivir del perdón…»; y papá, en el fondo, debía de reírse de todo aquello, porque él había hecho la guerra bien enchufado y no tuvo que pegar ni un solo tiro.

¡Qué descubrimiento para un chico que se creía sin historia! Resulta que fue real, que todo aquello sucedió de verdad. ¡Cuán pintoresco resultaba el solo hecho de pensarlo! Quería decir que toda aquella humareda con rumor de cantar de gesta, todos aquellos muertos, mártires y asesinos, formaban parte de una historia completamente cierta. Pero ahora os pido que me digáis a partir de qué momento empezó a ser parte nuestra, de esta generación mía, esa guerra que tanto había dado que hablar, que continuaba inspirando discusiones y peleas incluso quince años después de la Victoria. Igual que una imagen creada en un tiempo tan distanciado de nosotros como el tiempo más lejano entre los que evocaban los libros, la guerra empezó siendo una leyenda y, poco a poco, se convirtió en nuestra propia historia (lejana, inaccesible, difícil de descifrar como el reinado de cualquier soberano visigodo), pero no llegamos a sentirla como algo que nos perteneciera totalmente, como algo que los demás, los mayores, pudieran explicarnos sin obstáculos. ¿Estaba realmente tan próxima a nuestra infancia, o no era sino un espejismo que nos ponían delante para asustarnos? La guerra, ese espectro de saga nórdica, no era nada divertida; habíamos oído hablar de ella como una marca aterradora, totalmente necesaria, que destruyó un mundo antaño demasiado alborotado y que a partir del arrasamiento había logrado edificar un orden nuevo. Porque si bien en nuestra infancia la guerra fue siempre una especie de cuento de brujas que nos contaban para que fuéramos buenos, al pasar los años la experiencia intelectual dio nuevas perspectivas a nuestro conocimiento —fuerza es decir que nos lo hicimos nosotros mismos, pues nadie quería aclararnos nada—, y en razón de nuestro propio crecimiento, la guerra dejó de significar el derrumbe de un mundo y pasó a definir la construcción de otro: aquel en que vivíamos. A pesar de todo, se trataba de un mundo en cuya construcción no habíamos tenido nada que ver, que ni siquiera pudimos desear: nos lo hicieron así, y así lo encontramos hecho; era una realidad ajena a cualquier impulso nuestro. Total: el desorden de antaño no era sino un símbolo imposible de comprender pero fácil de captar: estaba presente en la idiosincrasia de todos y todos se alimentaban de él aún, sin quererlo digerir; y el orden que iba levantándose a nuestro alrededor era una empresa en la que tampoco teníamos voz ni voto.

Pero después, Jordi y yo hacíamos muchas preguntas a papá. Y he aquí lo que él nos metió en la cabeza: «No os compliquéis la vida porque aquello ya pasó y no hay que pensar más en ello. Lo que debemos procurar es que no vuelva a ocurrir, y por eso nada mejor que olvidarlo y dejar que los bocazas como Fajardo digan todas las tonterías que se les ocurran. Porque éste es de los que van a lo suyo y nunca están contentos, manden unos o manden los otros…»

Y Jordi preguntó si era verdad lo que decía su padre de que antes de la guerra dejaban publicar toda clase de libros y ahora los prohibían casi todos y lo mismo ocurría con las películas…

(Aquella tarde en que Gabriela Lluch, Montsina Miró y la señora Llovet hablaban de que ellas ya habían pronosticado que la moda H no duraría nada, y mamá decía que La Estirpe del Dragón era una novela muy fuerte y la Lluch contestó que sí, pero que por otra parte era preciosa, y la Llovet daba la razón a mamá y decía que era un libro de lo más crudo y realista y que tuvo que dejarlo de asco que le daba, y entonces la criada avisó a mamá de que la llamaban por teléfono y ella fue y por lo visto no sabía que Jordi y yo estábamos haciendo el belén, en la galería, detrás mismo del teléfono; y si imagino que ignoraba nuestra presencia es porque dijo en voz demasiado alta aquello de «te necesito, Antoni, no me basta con verte tan pocas veces, tenemos que…»)

Papá restregó el cabello de Jordi y dijo:

—Tu padre debería vigilar lo que dice cuando habla delante de ti. En primer lugar, porque tú todavía no tienes edad para meterte en eso de los libros que permiten publicar y los que prohíben; después, porque eso de las prohibiciones no tiene ninguna importancia comparado con las ventajas que hemos ido obteniendo durante esta posguerra. Lo que sí vale la pena es poder vivir tranquilos y felices, y cerrar los ojos a todo lo demás. Mira: tanto los de un bando como los del otro estaban llenos de ideales, pero los ideales son una cosa y la realidad del mundo se ríe de los ideales. Aquella guerra fue algo muy gordo, creedme, y con tal de evitar que se repitiese, yo ya no volvería a protestar por muy descontento que estuviera; porque me parece que lo que hay que hacer es limitarse a las realidades del momento, a las únicas que necesitamos, es decir: comer (porque si no te mueres de hambre) y ganar dinero (porque si no lo tienes nadie te dice «ahí te pudras»). Y sobre todo no meterse en política, porque la política sólo trae líos y la gente del pueblo siempre sale perdiendo y, a fin de cuentas, nunca habíamos vivido mejor que ahora.

Y yo a bocajarro le pregunté:

—Esto que nos explicas, ¿es política?

—No —dijo papá—; eso es vida.

—¡Ahhh! —exclamó Jordi, admirado.

… y cuando mamá colgó el teléfono, después de repetir «te amo, Antoni, te amo», eché a correr hacia el despacho y me agarré a las piernas de papá y él sonreía feliz, un poco arrugado ya, marchitándose, con mucha barriga, preguntándome qué me pasaba, mientras yo lo miraba con miedo y con amor y lástima, intuyendo su irremediable inutilidad, y también la mía para ayudarle. Y él sonreía, no dejaba de sonreír.

Se perdió muy lejos, como si fuera la última canción de mi infancia, el amado himno de Peter Pan:

Si acaso quieres volar,

piensa en algo encantador,

como aquella Navidad

que encontraste al despertar

juguetes de cristal…