«A veces, aún te deseo. Quizá ahora mismo. Ahora, quizá te abrazaría. Pero siempre con miedo, siempre con miedo y un poco más de tedio. Siempre suficiente, suficiente y demasiado. Tal vez ahora iríamos a la cama a no ser por…» El regreso. A no ser por el regreso, Bruno haría el amor con ella. A no ser, también, por el miedo. Un poco de retorno y un poco más de miedo y un sabor de asco. Un poco mayor la desgana de sexo, incluso de amor. Y desplomarse como el día, el día que muere sobre el pueblo de sus veranos adolescentes. «Ay, demasiado tarde, el retorno, demasiado rezagado. Y todo tan lejos, todo tan perdido con los años cincuenta del cinemascope…» Porque ahora, antes de que el verano termine, Bruno Quadreny ha vuelto a Sitges. Un atardecer tibio aún, todavía bullanguero, que mezcla una canción universal con un millar de carcajadas ebrias; en este último momento del verano (el verano de las blancuras calcáreas y el fresco del paseo Marítimo, superado el mediodía), de este verano actual, años ochenta, más cerca del 2000, Bruno y Sitges han vuelto a coincidir. «Iríamos a la cama y todo sería lo mismo. Ni el tiempo volvería ni yo podría quererte más de lo que se puede querer, más de lo que nunca he podido.» El verano aún, que en las cenizas de su esplendor alienta un último vuelo de fénix joven. Ahora, desde el coche de la inglesa, las casitas se ven blancas como siempre lo fueron; siempre, desde antes de que él naciera; siempre, más tarde, durante cada año de sus veraneos, cuando los años cincuenta le trajeron las vacaciones y antes de que los sesenta las borrasen para siempre; las casitas siempre blancas bajo el rumor de las palmeras mecidas por una brisa otoñal, brisa que era el milagro renovado y sin embargo habitual de los calores del pueblo. Las callejas desembocan en un mar festoneado de paseo; la iglesia, color lluvia reciente, domina los tejados y la sombra íntima de las calles medievales, justo a espaldas del ábside. Todavía habla con franqueza este viento friolero; y desde la punta del Negret, Bruno Quadreny se siente venteado y contempla el crepúsculo y se embriaga en él y ama el reencuentro. «Todo parece como antes, pero es como si el mundo estuviera más loco.» Y también, en seguida, al deslizarse el coche entre los nuevos edificios (rascacielos que antes no estaban, construcción reciente, destructores del recuerdo: el de Bruno, el nuestro) y barrios lujosos que antes tampoco existieron: «Ya se acerca el gran choque. Será la inconsciencia, el sueño; imposible sentir nada más». Y ahora la visión se llena de cuerpos dorados, verano que muere, cáliz que clausura las orgías; son cuerpos de lengua múltiple, cuerpos-literatura destinados a convertirse, noche tras noche, en compañía mutua de placeres mortecinos. Esos cuerpos, a los que el invierno privará de su brillantez presente, vagan bajo las palmeras del paseo —el paseo al borde del mar y que por eso se llama Marítimo—, apuran las cenizas del verano. Cuerpos que nunca podrán ser los mismos de su infancia. De repente, el ovillo de callejas retorcidas. «Ah, bon: te recordaba exactamente así, así de blanco, pueblo, así de blanco y azul, bajo los restos del sol. Y también a vosotros, dondequiera que estéis, bajo cualquier nueva apariencia, os evocaba blanquecinos, gente mía, como aquellas fotos demasiado borrosas que Louise solía rechazar y a mí me gustaban más que las otras, las más acabadas… Vosotros, perfiles contrahechos, labios difuminados al ampliarse la trama, ¿acaso no formáis parte de aquellos paisajes perdidos, cuyas líneas no respetó el recuerdo? Vosotras, sombras mías, yo mismo, los compañeros de veranos adolescentes, la primera puta que me abrió los muslos con un golpe de sexo enteramente nuevo… Nos bebíamos el verano. La noche se extendía esperanzada, protectora, sobre todos los rincones de nuestra novedad. Y años más tarde, quiero decir ahora, para sustituirla, esta aurora de un tiempo que avanza, asesino que va progresando, con su hedor a realidad.» Y la inglesa dice: «A petty nice spot, isn’t it?». Y él dice: «Oh, sí muy petty nice, tan petty nice como quieras, mala bestia; tan simply georgeous como te parezca, you fucked bitch.» Ahora, por fin, el llanto. Demasiado lleno de todo aquel tiempo que tú no entenderías, que ni siquiera necesitas entender. Caminar, después, hacia el centro, en medio, por encima, bajo los cuerpos que cantan y bailan y hacen el amor acurrucados en el instante. Mesas de bares, cientos de bares que no existían, bares con una serie interminable de nombres exóticos o andaluces o de un tipismo a la moda, inspirado por el afán de ganar pasta. Paredes, sin embargo, blancas, recién encaladas, con claveles tópicos que asoman en alguna reja, en muchas rejas oxidadas de las callejas umbrías de la zona no céntrica; callejas mudas que van a dar a calles más animadas, más abigarradas y bulliciosas, y que, como el recuerdo, desembocan unas en otras, creando un laberinto carnívoro: callejas solitarias y calles locas que conducen todas ellas al sábado todavía más barroco (apuran el verano, pues termina) del Cap de la Vila, plaza ombligo donde burbujean todas las propuestas del color local: rojos que se multiplican, laten, gritan; azules ensordecedores que chocan con amarillos loro loco y algún verde profano; la mancha de tantas pieles ungidas de verano-bronceador-de-cuerpos-creados-para-la-cama; y aquí, en el centro del pueblo, gritos y carcajadas y las bocinas chillonas de los coches deportivos y canciones de un altavoz (o, mejor, de mil altavoces convertidos en uno solo) que ya no propaga «ya viene el negro zumbón, bailando alegre el baión» ni «a lo loco es una frase que está de moda»; altavoces que han olvidado tanta musiqueja alborotadora que fue la pequeña felicidad de los jóvenes años cincuenta; y detrás de todo, de los altavoces unificados y la nueva sofisticación de los seres nuevos, yace escondido, pálido, suave, prehistórico, un eco de habaneras de los pescadores que, hace ya muchos años, se hacían cada noche a la mar…

Y nada me pertenece; de esta locura, nada me pertenece, siquiera un poco. Me pedirás cama y la tendremos; estaremos abrazados llenos de asco, en este mismo pueblo donde empecé a crecer; estaremos empapados en sudor, esta noche, piel contra piel, y nada será lo mismo; nada será igual, de la misma manera que nada lo es en Sitges a pesar de que Sitges sólo ha envejecido un poco más; de la misma manera que han pasado Jordi y mamá y la tieta Matilda y Arturu y la Gene, sombras de un tiempo más claro, más lleno de alguna probable luz; que han pasado, como la apariencia de aquel pueblecito sereno, convertido en capital del placer, de las casitas de los pescadores transfiguradas hoy en hoteles de cristal, de las casonas del antiguo señorío burgués convertidas en residencias para extranjeros, de las mercerías populares trastocadas en boutiques de lujo o tablaos flamencos y night clubs para striptisistas de tres chavos… Nada de eso me pertenece, de la misma manera que ya no me perteneces tú, mujer —suponiendo que me hayas pertenecido algún instante de esta semana—, que no me pertenece nadie, porque estoy, finalmente, solo. Ya basta: apenas este vacío de dejar que todo discurra sin que al final quede nada, como la década de los cincuenta, yo mismo, tantas otras cosas, tantos zepelines que vimos una tarde desde el patio de la escuela; tantas películas de la Metro, tantos tebeos, tantos amados personajes de tebeo, tanta y tanta memoria… Y aquella vez de Jordi, a quien una sola palabra valió por todo un futuro: «Tahull en Lérida»… Tahull in Lérida, my sweetie, but you wouldn’t know a fucked dime about it, tu n’as rien vu à Tahull, ton nom n’est pas Tahull, ni siquiera es Sitges; apenas si recuerdo tu nombre; cuando estoy trompa nunca me acuerdo de los nombres… ¡eh, tú, Fanny Hill, Becky Sharp, Moll Flanders o puñetero sea tu puerco nombre!

Las terrazas de los bares, veteranos ya (aunque nuevos para Bruno), esparcen por la acera mesas exultantes de color, miradas que buscan otras miradas; los escaparates de las boutiques colaboran al vértigo general con el aparato de objetos disfrazados de sarao populista: muñequitas regionales (rojo, negro, amarillo), toros de terciopelo (negro manchado de escarlata), panderetas (nervio como descolorido) y banderillas adornadas con cintas multicolores, y postales y castañuelas y un relicario como el del cuplé. Caminar, pues, zambullirse en la marea de cuerpos ardientes que asoma, forcejea, se hunde, y resurge al cabo con un gluglú incesante. En medio y a través de los ojos superpintados, de las carcajadas, del remolino de manos que se elevan hacia una última noche de verano, Bruno Quadreny se deja arrastrar. «Volví. Escribiré que volví y que al regresar todo parecía estar como antes, pero que nada podía ser lo mismo.»

Anduve como un autómata entre aquellos seres nuevos a los que no conocía pero que podía sustituir en la memoria por la fauna de antaño, cierta clase media de la posguerra, convertida en burguesía de los años cincuenta y arrojada a este paraíso que ellos mismos crearon, a partir del desarrollo económico, a imagen y semejanza de tantas necesidades de olvido. Diré: contemplaba, como reencuentro, el escaparate de la pastelería (el mismo donde anunciaban Sinuhé el Egipcio, el mayor cinemascope de aquel año cincuenta y cinco) y al darme cuenta de que el cristal reflejaba, invertido, un mundo que había sido mío, convertido hoy en pastiche de colores y voces que ya no reconocía, me fui volviendo hacia el resto de la plaza mientras recordaba que no era así (hablo de un entonces muy mío), y aún me empeñaba en recordar cómo era, qué color tenía cuando la dejé. Y del jolgorio presente resurgía la gran hecatombe de la memoria, la llaga incurable de tantos años transcurridos. De repente brotaban las voces que había oído en aquel lugar, los rostros que había contemplado, los cuerpos que solía desear en la incierta, tortuosa calentura de la adolescencia. Qué triste acercarse a todos ellos, ahora, y exclamar: «Os amo, os amo. Existid otra vez, tenedme, sed…» Pero nada conseguía vencer a este enemigo mortal que es el tiempo.

Las callejas blancas de nuestros veranos infantiles, aquí, con tantas cosas para ir descubriendo a partir de una dulce ignorancia del mundo. El ciclo de las cosas, el ciclo estival hecho de rutina aunque siempre nuevo y tan esperado a lo largo de años diferentes, pero que nos parecían muy iguales; los juegos libres, tostados por el sol, que añoraríamos meses después, en el crepúsculo de los infiernos barceloneses; la playa dorada, a ras de la lengua espumosa que endurecía la arena, que recortaba aquella arena en la que tanto nos gustaba hundir los pies; la playa, siempre: momentos antes de que las criadas nos llamasen para ir a comer; el reposo de aquellos últimos minutos, el mentón apoyado en las manos cruzadas, los pulmones jadeando por la zambullida reciente, los cuerpos tendidos sobre las toallas, mientras mirábamos las mansiones decimonónicas de la Ribera, que se entreveían más allá de las famosas palmeras y del toldo conmovido por la brisa: casas de señor, no casitas blancas, de ventanuco sencillo, como las de los habitantes del pueblo, ni chalets deslumbradores de los nuevos ricos —es decir, nosotros—, sino casonas de vetusta pátina amarillenta, molduras de un arcaísmo consagrado, enormes ventanales abiertos que permitían ver comedores de caoba pulida, lámparas de cristal tallado y paredes repletas de cuadros enormes, última herencia comercializada de los mitos románticos, retratos de antepasados ilustres que debieron de mandar soberbias fragatas, restos de una Cataluña tan bravía que el Mediterráneo pudo haber sido suyo…

A medida que descendía por la calle Parellada me arrastró el turbio remolino del sábado suburense, al tiempo que excluía, de la locura única, la menor posibilidad de piedad. La proporción tampoco era la misma; al antagonismo (típico de los años cincuenta) entre el antiguo señorío del lugar, la gente del pueblo y los nuevos ricos de la posguerra, se oponía ahora el roce de cien razas, cien lenguas, mil formas de desear condensadas en un mismo orinal turístico: la aburrida, imposible coctelera del placer que se pretende colectivo. Las voces me aferraban, me envolvían, me hundieron; y al dejar Parellada, antes de que la calle caiga en la penumbra de la plazuela de los tilos y la fuente, me sentí torturado por un nuevo latigazo de luz: boutiques y bares y snacks y restaurantes y grills y rubios y morenas y desnudos y medio vestidos y discos chillones y macarras y afiliados a la cofradía de Sodoma y dandys y bohemios y chinos y sombreros de paja y pendientes op y pantorrillas y estómagos y lamés y joyas: en esto se había convertido aquella calle Dos de Mayo, donde la Juliana iba a comprar el pan. Pero hablo de los años cincuenta, y la calle estaba desierta y sólo había dos tiendas pequeñas, y el sol quemaba tanto que cuando bajábamos a la playa solíamos evitar esa calle y tomábamos otro camino.

Después, cuando los seres de todos mis meses en todos los lugares del mundo donde he vivido se amalgamaron con los seres de mi infancia en Sitges y Barcelona, sentí un choque muy fuerte, una angustia gozosa, una ráfaga de espanto y felicidad, flagelo y bálsamo a la vez, sensación de cuyos abismos no cabía extraer siquiera una leve chispa de futuro…

Es como un soplo glacial, el que se lleva los recuerdos; pero es un huracán feroz, el que los devuelve de repente; las lágrimas se amontonan sin querer estallar, y esta especie de abstracción que es un nuevo paso hacia la Nada se convierte en la única salida, la Gran Solución. O bien echar a correr. ¿Pero sabéis que he corrido mucho? Es una obsesión rauda y hermética, nacida y destrozada dentro de sí misma. Las catedrales inalcanzables de las ciudades góticas y los ochocientos pisos de las grandes metrópolis que no dejan ver el cielo; los puentes de hierro que rompen desde arriba los grandes ríos enfurecidos; los gigantescos depósitos de mil fábricas contemporáneas; los templos enjeroglificados que se estremecen en el desierto secular; las montañas de altura divina, coronadas por templos polvorientos donde danzan las serpientes cobra mientras los yoguis sueñan en un Dios diverso; la zaza espumeante de la Gran Catarata, la ciudad de costillaje envejecido que agoniza enferma de tiempo cerca de la Gran Muralla, la desvencijada piedra roja del Imperio desconocido; todo, en fin, se convierte en un decorado único por el cual paseas, con ritmo vertiginoso, este desasosiego sin misterio. Correr, así, atravesando cosas sin percatarse de ellas, creyendo que el consuelo se encuentra en el arte mientras una sonrisita coñona, que tú intentas silenciar, te reafirma en el convencimiento de que el arte sólo es una búsqueda del recuerdo, y el recuerdo la confirmación del inútil absurdo de existir.

La locura de colores y el rumor antaño menestral son lo primero que siempre he recordado de mi calle y lo primero que quería reencontrar de Barcelona después de tantos años de nostalgia. Corrí entre las mismas tiendas, al lado de otros jóvenes y otros niños, y me hundía en todas las formas que pudiesen devolverme el instante perdido; pero las formas se habían disfrazado con un significado distinto, el chorro de la fuente sin estilo —y sin embargo ochocentista— se convirtió en dedo de hielo a causa de tantos inviernos transcurridos. La señora Paueta estaba muerta, y en la escalera donde cobijaba su tenderete de cromos y tebeos, cada mañana del año, hay ahora un limpiabotas con cara de turco. La pastelería, reunión de faunas africanas reproducidas en paredes laminadas de oro y maderamen modernista, todavía rezuma el perfume de antigualla que tanto nos impresionaba cuando niños; sobre la hornacina de angelitos negros, sigue el balcón de la señora Cecilia (el balcón enmohecido desde el que veíamos el desfile de los Tres Tombs una mañana de todos los eneros) y puedo asegurar que todavía conserva aquella seriedad de monja arrepentida. Y más allá, a la izquierda, al alcance de mi melancolía con sólo mirarla de paso, la tienda de la tía Matilda: el Forn de l’Empordà (recuerdo de todos vosotros, cabalgata de espectros perdidos, cotilleando, comprando, riendo o sin ganas de reír; todos, ¡diablos!, todos a mi alcance con sólo volver los ojos…)

Era el terror de sentirme demasiado viejo o demasiado joven. En cualquier lugar de París, al lado de Jordi, lo había sentido. Nos acordábamos demasiado a menudo de nuestros tebeos, de nuestras artistas preferidas, del día en que vimos el primer cinemascope. Si vivir entonces con él —¡querido, inolvidable Jordi!— y evocar constantemente nuestras afinidades fue como revivir nuestra historia de hermandad, el volver ahora con la mente abarrotada de recuerdos nuevos y vuelta a vaciar para recoger los viejos, el saber que me encontraba en el gran escenario de mi infancia, suponía una voluntad de volver a empezar, una amargura a la que era necesario entregarse, aun aceptando desde el principio la inutilidad de la entrega.

No me formulé preguntas con respecto al tiempo, pero sería falso decir que había logrado detenerlo. Ahora más que nunca, el tiempo me marcaba. E incluso el mundo que giraba a mi alrededor se volvía esclavo, como yo y todos nosotros, de uno de los antojos básicos del tiempo: hacernos creer que en cada espiral que gira está el nacimiento de mil mundos nuevos, cuando lo cierto es que todo se reduce a un mismo, infinito vínculo con un lugar y un hecho primeros. Pero entonces me parecía que aquella calle reencontrada, aquel mundo privado de mi infancia, navegaba unido al tiempo con una furia incluso más rauda que aquella sobre la que me parecía viajar. Al entrar en la panadería pedí un llonguet de los de desayunar en el colegio, pero este tipo de panecillo ya había pasado a la historia. La clientela, siempre mujeres de «despatxi’m que tinc l’olla al foc», murmuraba un popurrí de temas de antaño, con la adición de comentarios sobre el programa televisivo de anoche, y pedían las mismas cosas con palabras semejantes, es decir: «Que m’ha guardat el pa, reina?» o «Apa, maca, espavili’s, que jo fa més estona que m’espero!». Y ahora viene el llanto, la queja acojonada de maldecir tantas cosas que no tienen regreso. La dueña era todavía la señora Victoria, que compró la tienda a la tía Matilda cuando ya teníamos fortuna y era obligado vivir, como los ricos, cerca de la Diagonal; es decir, aquella primavera (aquella, precisamente) en que yo leía Ivanhoe y Jordi procuraba extraer lecciones de Aquellas mujercitas. Pero la dueña no me reconoció, y esta inmunidad al pasado me otorgaba una amarga seguridad en mí mismo. Entonces contemplé nuevamente la tienda, después de tantos años: el rincón donde solíamos montar el belén, el ventanuco siempre abierto, que daba a la cocina-comedor y por el cual se escapaba la gata las noches que seguían a la Navidad; los balconcitos de la planta alta, los ventiladores del techo, las espuertas de pan… Este decorado real, excitante, de baldosas todavía relucientes, como cuando mamá las fregaba (había incluso un martillazo que papá dio al saber que el primo Arturu era de la acera de enfrente), me parecía decepcionante comparado con la imagen atormentada que mi recuerdo se había creado.

Me uní apresuradamente al gentío que llenaba la calle, que iba a sus quehaceres con una prisa todavía más triste. Los coches se aglomeraban, ejecutando el concierto de bocinas y motores que de pequeño solía asustarme y ahora me causaba un gran placer. Las mujeres regresaban del mercado, y la fila del maestro Camps, la de los niños sucios, cachorros de proletariado, cruzaba la policromía del decorado como una gran línea blanca con sublíneas azuladas (Cristina había dicho: «No hay niño español y de posguerra que no haya sido alienado bajo esta bata de colegial»; y Narcís Llaudó, el macarra de Lavinia O’Shea en Londres, confirmó lo obsesivo de aquel uniforme generacional). También evoqué a Manolitu, el amigo de Narcís en King’s Road, que había formado en esta fila del buen Camps, como por otra parte papá y los tíos en sus épocas respectivas y diferenciadas: incluso yo había estado a punto de entrar en ella, pero al fin triunfó en mamá la necesidad social de llevarme a los curas de los medio ricos. Sin embargo, no resultaba fácil rechazar la idea de que si yo hubiera sido discípulo de la Antigua Academia Privada Camps, ahora podría encontrar un instante muy conmovedor de mi infancia desaparecida.

El estrépito de nuestras bocinas no se parecía a ninguno del mundo: no había ninguna especie de ensayo o atavismo que determinara —como ocurre en los países civilizados— una armonía de los sonidos. Y el amor. Nada manifiesto, pero amor en todo. Amor en las mujeres de la calle, viejas y jóvenes, gordas y flacas, jibosas o ciegas, deslumbrantes o anodinas, que charlaban en la acera cual barreras puestas al paso de peatones apresurados. Amor en el taller del carpintero, donde aún debe de vivir Ramón, que fue compañero mío, y también su padre, que fue amigo de papá: el taller donde murió el abuelo de Ramón, que tomaba el carajillo con mi abuelo antes de morirse los dos. Amor en los callejones próximos y desvencijados (todos con nombre de animal), pequeños riachuelos que vierten en la Ronda aquel caudal humano que llena diariamente mi calle. Amor en los cuadros de este cine, típico de barrio, que han querido engalanar y convertir en reestreno preferente, sin que a pesar de todo lograsen que dejara de ser mío, entera, absolutamente. ¡Caudal de la memoria! El bar de los espejos modernistas, la droguería, el escaparate de la bordadora coja, la charcutería —que en los últimos años cincuenta representó una enorme novedad, pues parecía un pedazo de la Diagonal trasladado a comienzos del Distrito Quinto—, y el restaurante y la lechería y la casa de las alpargatas, y remembranzas de un San Pedro y dos comuniones y también la boda del dueño de la charcutería en que la novia agarró una castaña de miedo y cantaba «monísima, monísima, monísima, me dicen todos al pasar, ole que sí…» ¡Memoria, memoria mía…! «Venid a postres el día de San José…» «El tío nos dará un duro si le llevamos una felicitación de Navidad…» «¿Ya te sabes el verso, Jordi…?» «¡Oh Jordi, Jordi…! Tahull en Lérida, eso es…»; y mamá que dice: «El jornal sólo me alcanza hasta el miércoles, ¿qué coño vamos a comer?»; y los curas que pregonan: «Porque Dios hizo el mundo de la nada, niños, y hacer de la nada es crear…»

Al desorden se añade el recuerdo.

Volví a encontrarles, reunidos todos, mis amigos de tiempo después, de preuniversitario, de otra calle más rica, de una adolescencia macilenta. Reunidos, como si todavía viviésemos una de aquellas tardes de domingo, inviernos de fiesta particular llamada guateque, cuando íbamos a bailar a casa de Cinteta Font, Lidia Balcells o Alfonsu Bru, durante aquellos años cincuenta tan irremediable y dolorosamente nuestros, cuando nos descubríamos y temblábamos ante los primeros juegos del mundo y del amor. La fórmula casi no había cambiado, a pesar de que ellos (todos y todas) me parecieran tan desconocidos. Pero nadie podía robarme la ilusión de creer que éramos locos de dieciocho años apasionados por el rock-and-roll y enamorados de Marilyn; o las chicas, y desde luego Jordi, de Tab Hunter y Rock Hudson. Lo mismo, sí: aún podía ser una tarde de entonces, de todos los domingos, y la chica más fea se quedará sin que nadie le pida un solo baile y se ofrecerá para ir poniendo discos; y yo besaré a Silvia en aquel rincón, y nos enamoraremos y seremos muy tiernos, estaremos muy llenos de fe y de alegría. Y sin embargo, no. El tiempo había pasado. Yo también había pasado. También ellos habían pasado, aunque no se diesen cuenta. Y yo regresaba: «He realizado el salto más prodigioso porque ha sido por encima de los años. Estoy aquí. Me tenéis otra vez, si es que algún día me tuvisteis de veras. Estoy aquí para amaros de nuevo, si es que os he amado de verdad, si alguna vez hemos conseguido amarnos». ¡Qué poca piedad! Para este reencuentro definitivo habían escogido la casa de Nuria Casulleras, en la que todo permanece inalterado: las mismas copias de unas bailarinas de Degas, los mismos libros de Vicki Baum, Somerset Maugham y el Gironella del padre, las cortinas de terciopelo del pasillo, coloreadas por un poco más de polvo rancio…

Y Nuria, casada con un abogado de barrio residencial, ya no vive aquí. Pero tenía que ser esta casa del Ensanche. El piso de siempre, ¿sabéis?, donde nos besamos por primera vez Silvia y yo (¿qué se habrá hecho de mi Silvia? ¿Cuántos cerditos habrá parido?)

—¡Cómo has cambiado! ¿Verdad, mamá, que ha cambiado la mar?

Sí, señora Casulleras, sé perfectamente que he cambiado. Pero usted no lo sabe, ninguno de vosotros lo sabe. ¿Os puedo querer? ¿Hay otra razón, aparte del recuerdo, que me empuje a quereros? Éste es mi cambio. El de verdad. Aprendedme de una puñetera vez. Sabedme.

Y todos resucitaban entre las cancioncillas pop de nuestros años cincuenta; todos, como si los chicos tuvieran aún aquella sonrisa de novatos asustados y las chicas el orgullo cursilón de saberse mujercitas, conscientes de ser deseadas por primera vez, procurando todos ser muy responsables con aquella adolescencia recién estrenada (¡oh, era una virginidad dolorida e imposible!) Me pregunté, como si se lo preguntara en voz alta: ¿Qué hacemos ahora? ¿Por qué he venido? Más me valiera quedarme en mi primer barrio, en la calle de mis juegos de niño amante de fábulas, en lugar de correr en persecución de mi adolescencia de amapola marchita, de venir a reanudar esta herida incurable…

—¡Ni una postal, mamá! En doce años no ha tenido el detalle de mandarnos una postalita —y me estrechaba la mano y todos me abrazaban, y era como antes, cuando yo llegaba con los discos buenos (los de importación: Elvis, Bill Haley, Sinatra) y todos me esperaban para empezar la fiesta—. ¡Pues te castigaremos! ¿Verdad, chicas, que hemos de castigarlo?

Todas casadas. Todas madres. Todas perdidas.

—¡Cualquiera diría que los sellos son tan caros! ¡Ni una postal!

Así empecé a reencontrar aquella lengua nuestra, que no sé si es catalán castellanizado o castellano catalanizado o simple barcelonés sin un mal gramático que lo ampare; algarabía de mi ciudad traidora, acento risible que durante los años cincuenta habíamos querido cambiar por un casteiano que se pretendía más fino. Y sentí, de forma definitiva, que los años no habían corrido: que más bien habían volado; que los años estaban al final de un sendero muy oscuro, sobre cuyos márgenes un sinfín de árboles conocidos y amados entrelazaban desordenadamente las ramas y se retorcían como serpientes salvajes: su espesura era aquella selva por la que se perdió el poeta; su inferno, la mezcla de caras y muecas que, al chocar conmigo, habían quedado fijas, inmóviles, como las sonrisas grotescas de aquellos títeres de rostro enharinado, enclaustrados en un museo de figurillas del Paralelo, al lado de la Casa de la Risa…

¡Ciudad, ciudad! Y la gritaba, mordía en sus entrañas y en las mías y luchaba contra los dos. Porque a medida que la noche fluía ebria sobre mi cabeza, la ciudad se me apareció tal como había sido, no antes ni ahora, sino como yo la había creado muy adentro de mi odio y mi amor hacia ella: de lo mucho que la odiaba y la adoraba y la soñaba. Y comprendí que ella existía y hubiera querido romperme los ojos contra el suelo y nutrirme de los árboles de sus calles e impregnarme de todos sus colores, de las luces danzarinas que colgaban de las fachadas. (Las luces. Cada año, terminado el verano, regresábamos en tren y tía Matilda señalaba aquel vientre profundo y chisporroteante y nos decía: «Mirad, niños: las lucecitas de Barcelona». Y esta imagen, otoñal ya, bastaba para que pasásemos todo el invierno soñando el regreso.) Naciente, moribunda, desapareciendo en cada ciclo histórico y volviendo a nacer de sí misma: ¿era, pues, posible que todavía estuviera allí la ciudad? Todavía este color de escama de pez en las aceras húmedas, todavía los triángulos verdes en los árboles de las calles más cuidadas, mientras esperaban el otoño asesino…

Paseé por la calle Paradís, detrás del ábside de la catedral, intentando reconocer la escalera donde Jordi tuvo su estudio, donde pintó el desnudo de Michel, hermoso luchador de la Martinica. Llegó un momento —tal vez un instante de mis lágrimas no estalladas, de mi fracaso retenido— en que tuve que reírme de todo, incluso de mí mismo. Siguiendo aquellas calles excesivamente góticas fui a parar al barucho donde solía putear la Berenice. Pregunté: «¿Qué se ha hecho de la Berenice? Aquella que decía ser de Esmirna, no sé si me explico…» Y el camarero, rostro adolescente, moreno y picante, producto inconfundible de un sur trasladado a la metrópoli, se encogió de hombros y me dijo que no conocía a ninguna Berenice y si Esmirna caía cerca de Cartagena. El bar había sufrido muchas reformas y no era ni sombra de aquel antro de mala muerte donde nos graduamos en sexo Nacho Boronat, los gemelos Carreño y yo. Ahora, la clientela era de la clase selecta: señoras que saldrían todas las tardes a ver escaparates y después a merendar, dispuestas al cotilleo, a la maledicencia elegante, estúpidas Bovary sin un genio literario que las redimiera de su mediocridad.

«Habéis hecho muchos cambios», dije. Y el camarerito: «No lo sé, yo soy nuevo. ¿Qué le pongo?». Y yo: «Scotch». Y él: «Ezzz… ¿qué?». «Uisqui», dije. Al poco nos reíamos a dúo, porque el mejunje era de Tarragona y sabía a mermelada de roble. Hablamos un rato y yo pensaba que Jordi se hubiera encaprichado con él, porque era un zagal muy primitivo y conservaba las mejillas encendidas, de campo recién abandonado, y en sus gestos había cierta mezcla entre tendencias de matón y coquetería de niña consentida. «Pues sí. Habéis hecho muchos cambios. Esto, antes, no era precisamente un sitio fino. ¡Ni muchísimo menos! Era, para que me entiendas, un bar de putas.»

De pronto, la visión tan esperada de la Berenice y sus tetas estriadas fue sustituida por una imagen de Ella, de mamá, que surgía entre las mesas con su sonrisa descastada y señorial, acercándose al mostrador de estilo aranés y procurando ser muy rítmica al andar, siéndolo, de hecho, hasta extremos excelsos. Y caminaba con pasos más finos que los de la Berenice, aunque dejándome en los labios un idéntico sabor a pecado después de haber sido tan puerca como la otra, si bien bajo un placer más elegante, propio de pseudodama de una Barcelona con los valores alterados. Imagino a mamá arrastrando un poco su abrigo de pieles, con una indiferencia de revista de modas comprada en el quiosco de la Diagonal (a la Berenice, en cambio, la veo con un vestido hortera, despechugado incluso en invierno) y detrás de mamá, como una cabalgata de figurillas distinguidas sacadas de un bazar desvencijado, se acercan Gabriela Mir, Rosa Llovet, Cuca Antúnez y otras hembras bien nacidas que siempre llevaban sombrero y se peleaban por el privilegio de pagar la merienda (o el té) de cada tarde.

La imagen de mamá, surgiendo del sucio coño de la Berenice, mamá con todo su brillo de posguerra favorecedora, la imagen de cómo había sido cuando joven, de cómo sería ahora y siempre, me hizo sentir un cosquilleo muy penetrante y la náusea de comprender y tener que aceptar cómo uno puede cambiar sin que las cosas varíen, y de qué diabólica manera estamos tan incurablemente solos en nuestros regresos como en nuestras huidas…