Epílogo

No había ido al cementerio desde el funeral de su madre, hacía tres años. No sabía qué impulso le había hecho ir allí hoy. Lo que había comenzado como un viaje sin rumbo fijo, para aprovechar su nuevo Camaro en un domingo, terminó en Woodbridge, Nueva Jersey. Llegó casi sin darse cuenta; era el último sitio al que se le habría ocurrido ir en una mañana de mayo, soleada y pacífica.

Para Brice Mack, los cementerios no eran lugares pacíficos, sino al contrario. Le parecían llenos de corrientes subterráneas, de finales intempestivos y sueños por realizar, de huesos y espíritus unidos en un alarido común de furia contra un destino imprevisto, arbitrario y violento, que interrumpía siempre las acciones a mitad de camino, los pensamientos en proceso de formulación, las palabras antes de que se hubiera alcanzado a terminar la frase.

Condujo a través de las puertas centrales y subió la colina que dominaba el Beth Israel’s Cemetery. Se detuvo cuando vio que se extendía a sus pies un océano de lápidas prolongándose hasta donde alcanzaba la vista. En tres años la población había aumentado considerablemente. Por lo menos se había cuadruplicado. Dios mío, pensó, tantos en tan poco tiempo.

Permitió que el Camaro se deslizara hacia abajo por su propio impulso, y descendió la colina pasando por entre la inmensidad poblada de piedras. No se dirigió al sitio reservado a las tumbas familiares sino a la amplia sección destinada a las distintas comunidades. Cada una representaba una logia, una fraternidad, una sociedad, una fraternidad ciudadana o campesina, que permitía que las familias, los parientes y amigos pudieran seguir juntos, como lo habían estado en vida, hacinados en esos pequeños ghettos, unidos a la tierra ya para siempre.

El coche avanzaba lentamente por el estrecho camino. A ambos lados se veían mausoleos con elaboradas inscripciones señalando con orgullo los nombres de las ciudades de origen en el viejo país del que habían salido hacía tanto tiempo.

Fraternidad independiente de rawicz, hijos de CZERSK, LOGIA 121 DE PAUSZKOW, HIJOS DE KRAJENSKIE, eran algunos de los nombres que Brice recordó haber pasado en dos ocasiones anteriores. Le sorprendió darse cuenta de lo bien que conocía el camino que conducía al mausoleo SOCIEDAD INDEPENDIENTE DE SATANISLAWOWER, llamado así en recuerdo de la aldea polaca en la que habían nacido sus padres, donde habían crecido, contraído matrimonio y desde la cual habían emigrado.

En las puertas de mármol estaban escritos con grandes caracteres los nombres del primer presidente Jacob Gilbert, muerto hacía ya tanto tiempo; del vicepresidente, Oscar Goldfeder; del tesorero, Morris Pinkus; y del secretario, Max Ladner. Bajo sus nombres figuraban los de los socios, por orden de fallecimiento. El de Max Marmorstein precedía al de Sadie por diecisiete nombres. En tres años la lista había aumentado. Los fundadores parecían haber muerto todos al mismo tiempo, estableciendo los cimientos con sus tumbas.

No le costó mucho encontrar la de sus padres. Descuidada, se alzaba entre sus vecinas como un trozo de desierto en medio de un valle rico y fértil. Parecía abandonada, olvidada.

Mack se sintió avergonzado cuando se inclinó para sacar una maleza del terreno seco y polvoriento que rodeaba la tumba. Las raíces eran profundas y resistieron todos sus esfuerzos. Se alzó jadeando, resuelto a ordenar en la administración que alguien se encargara del mantenimiento de la tumba de sus padres. Era lo menos que podía hacer por ellos. Tenía que devolverles su dignidad, para que pudieran estar con la cabeza muy alta ante quienes compartían la tierra con ellos.

Le ardieron los ojos, y las lágrimas empezaron a borrar los nombres escritos en la piedra. Qué poco le habían pedido, y qué poco les había dado.

Pero hoy estarían orgullosos de él. Mamá especialmente. Su futuro estaba asegurado, y eso era lo que ella siempre había deseado para él: un futuro libre de las dudas e incertidumbres que habían plagado su propia vida.

Pues bien, Sadie estaría feliz si pudiera ver dónde había llegado, y lo brillante que parecía el futuro. Triunfador en el caso más importante de los últimos diez años. Socio de una firma con oficinas en la Quinta Avenida. Un dúplex en Greenwich Village. Ropa nueva. Coche nuevo. Y una seria relación con Cynthia Mawr, la hija del jefe. Era como el guión de una película, una fantasía deliciosa convertida en realidad.

Si se lo había merecido o no era otra historia. Aunque el caso no había sido ganado exclusivamente por sus méritos, no había duda de que él había representado al vencedor, y era el legítimo beneficiario de buena parte de la gloria. El juez Langley estaba cosechando grandes éxitos en su recorrido por el país jactándose, haciendo uso de toda su retórica para dejar caer nombres famosos, jugando a ser jurista y monje budista al mismo tiempo. Incluso Scott Velie, el perdedor, había aparecido en un importante programa de televisión llamado Johnny Carson Show.

Y, sin embargo, cuando las peculiaridades del caso volvían a desfilar por su mente durante la quietud de alguna noche de insomnio y contradecían y distorsionaban sus racionalizaciones diurnas, entonces no tenía más remedio que reconocer que en realidad no sabía qué es lo que había pasado ni en qué consistió todo. Fue una locura, desde su comienzo hasta el mortal desenlace.

Un golpe de aire recorrió el cementerio, arrastrando hojas e inclinando ramas. En el rostro de Brice Mack se reflejaban emociones complejas. Siempre sucedía así cuando pensaba en esa niñita detrás del espejo y en su sofocación, en su lucha para respirar, en su muerte, igual a la de la otra niña fallecida en ese accidente. Había comprendido, incluso antes de la intervención de Hoover, que no había ninguna posibilidad de salvarla. Seguramente los presentes habían comprendido también que todos los médicos, y que todos los tubos y agujas que pudieran introducirle en la garganta no iban a cambiar su destino, que su muerte estaba dispuesta así desde el comienzo, desde el momento mismo del despertar de su conciencia. El recuerdo de esa niña, flotando en el vientre materno, era una imagen que se hacía presente en los momentos más inesperados y desafiaba su escepticismo, erosionaba su seguridad, y estaba seguro de que seguiría haciéndolo mientras viviera.

Suspiró y movió la cabeza. ¿Quién podía saber? ¿Quién sabía nada? Reencarnación. Volver a nacer. Otra vida. Mil vidas. Una eternidad de vidas. Hacia adelante y hacia atrás. Aquí y allá. ¿Era cierto? ¿Podía serlo? ¿Estaban Max y Sadie mirándole desde algún plano astral, asintiendo con la cabeza y sonriendo para darle ánimo? ¿O habían vuelto a nacer y estaban pateando en un par de cochecillos para niños en Long Island? ¿Quién lo sabía? ¿Quién sabía qué era la verdad? Lo que sí era verdadero estaba ante él ahora: un domingo del mes de mayo, una brisa cálida, un presente real y un futuro pujante, sano e intacto.

—Por favor…

El hombre se había aproximado por detrás, de modo que no le vio hasta que sintió el leve roce de su mano y la amable voz.

—¿Desea que recite un Yiskor por Max y Sadie?

Era uno de esos individuos que pasaban sus días en los cementerios, recitando oraciones junto a las tumbas por lo que quisiera dárseles. Estaba vestido de manera impropia para la estación. Llevaba sombrero y un traje de lana. Sus ojos muy claros brillaban en un rostro puro, sin arrugas, rematado por una pequeña barba plateada.

—¿Quiere que la recite?

—Sí, hágalo —tartamudeó y sacó su billetera.

El hombre le pasó un sombrero ritual para que cubriera su cabeza. Brice sacó un billete de diez dólares. Lo pensó mejor y agregó otros diez, luego escribió tres nombres en una tarjeta y se los entregó.

—Incluya estos nombres también —dijo.

El hombre los estuvo mirando largo tiempo. Sorprendido, los repitió para sí mismo varias veces. Después preguntó:

—¿Son judíos?

—No. ¿Tiene eso alguna importancia?

El hombre lo pensó un momento, se encogió de hombros, sonrió y dijo:

—No creo que les haga daño.

Bajó la cabeza y empezó a leer en una hoja de papel el Kaddish, la oración judía por los muertos.

Yiskor elohim nishmos ovi ve’imi, skeynay, Max, u’skeynosay, Sadie, es nishmas, James Beardsley Hancock, Ivy Templeton, Audrey Rose Hoover, baavur sbeanee nodeir zdokoh baadom, bischar zeh tihyeno nafshosom zruros bizror bachayim im nishmos Avrohom, Yizchok ve’Yaakov, Soroh, Rivkoh, Rocbeil ve’Leyo, v’im sh’or zadikim vezidkonios sheb’gan Edne, venomar omain.