—Buenos días. Me llamo Steven F. Lipscomb. Soy médico psiquiatra y me han designado para dirigir el equipo de tres psiquiatras que el Tribunal seleccionó para llevar a cabo este experimento.
El cuerpo ligeramente inclinado y los escasos cabellos grises hacían pensar que andaba por los sesenta años, aunque tal vez tuviera menos. Las arrugas que enmarcaban sus ojos, de expresión fatigada y paciente, la serenidad de sus modales, y su inteligencia, junto con una sinceridad totalmente desprovista de sentido del humor, confirmaban su puesto privilegiado en el seno de la profesión médica.
—Después de reunirme con mis colegas, los doctores Nathan Kaufman y Gregory Pérez, hemos decidido llevar a cabo el experimento aproximándonos al sujeto individualmente, en turnos sucesivos. El doctor Kaufman me reemplazará a mí y será, a su vez, sustituido por el doctor Pérez, si la prueba no tiene resultados después de un tiempo prudencial de espera que fijaremos oportunamente.
Estaba de pie en una sala tranquila, suavemente iluminada, sin ningún adorno ni mobiliario, a no ser un sofá de cuero y una silla. Las paredes desnudas contribuían a hacer más grande la estancia, relativamente pequeña.
—No ha habido ninguna razón especial para que sea yo quien comience la prueba. Se trata de una decisión arbitraria, que no implica de ninguna manera que yo esté mejor preparado o tenga más experiencia en técnicas hipnóticas que mis otros colegas.
Se puso de pie junto a la silla, en el centro de la sala —no había ninguna ventana— y dio la impresión de estar hablándole a su propia imagen, reflejada en un espejo rectangular que cubría una de las paredes. Sabía, sin embargo, que no estaba hablando para sí, sino a un compacto grupo de personas que se encontraban allí ejerciendo su derecho legal y obedeciendo la orden de mirarle y escucharle desde detrás del espejo.
—Todos ustedes han recibido un informe con los datos personales y profesionales del equipo médico y están familiarizados con nuestros antecedentes y con nuestras credenciales. Si necesitan información complementaria, tendremos mucho gusto en proporcionársela al final de la prueba.
Su voz llegaba a los asistentes a través de un micrófono y todos le escuchaban con absoluta concentración. Aquí no había nada de la impaciencia o de la indiferencia que solían acompañar sus conferencias en la Universidad, pero aunque hubiera habido movimientos, carrasperas y toses, él no las habría escuchado, puesto que así como el espejo sólo permitía ver desde un solo lado, tampoco se podían escuchar los ruidos del otro lado con el objeto de asegurar el mito de la intimidad.
—Antes de hacer entrar al sujeto del experimento me gustaría decir algunas palabras sobre lo que estamos tratando de hacer aquí esta mañana. La hipnosis no es algo misterioso ni desusado y su práctica está muy extendida como una terapia empleada por los psiquiatras para aliviar los síntomas de ciertos desórdenes mentales. Se denomina hipnosis a un estado de sugestión aguda, inducida por otra persona.
Era consciente de que su imagen, igual que su voz, estaba siendo transmitida a la sala de recreo del tercer piso mediante una pequeña e inofensiva cámara de televisión colocada en la parte superior del espejo. Había visitado previamente aquella sala y sabía que más de cien personas se encontraban allí, algunas llegadas de puntos muy lejanos del mundo, y no dudaba de que en ese momento estarían todas inclinadas sobre sus cuadernos escribiendo cada una de sus palabras.
—Antes de hacer entrar al sujeto, me gustaría agregar unas pocas palabras sobre la hipnosis regresiva y el nivel de trance que será necesario inducir para provocar recuerdos de una edad tan temprana.
Había diecinueve personas apiñadas en un espacio destinado a albergar diez. Al jurado se le habían dado los mejores asientos y estaban pegados contra el espejo. En medio de ellos se hallaba ceremoniosamente el juez Langley. El fiscal y el abogado defensor tenían el dudoso placer de compartir una mesa, a la izquierda, inmediatamente detrás del secretario del tribunal, cuya mesa y máquina estenográfica ocupaban el espacio de una persona. Hoover, vigilado por un guardia, estaba sentado frente a Bill, proximidad que le hacía sentirse más que desconcertado.
—Cuando el paciente se haya relajado lo suficiente, y esté convencido de que no le ocurrirá nada malo, emplearé…
Janice se había marginado voluntariamente del grupo de protagonistas y se encontraba en la sala de los periodistas.
Bill había pensado que la decisión de su mujer respondía al deseo de no encontrarse con él, y como cada vez que pensaba en ella, sintió que le envolvía una oleada de impotente dolor. Janice le había evitado desde que él había llegado al hospital esa mañana.
—… y una vez que haya determinado que el proceso de sugestión está dando resultado, haré una prueba para comprobar la profundidad de su trance. Una vez que éste haya sido establecido satisfactoriamente, comenzaré a provocar la regresión hacia el pasado.
Bill sabía que tendría que haber llegado al hospital más temprano, pero cuando Dominick le informó que la señora Templeton se había marchado llevándose una gran maleta, sólo pudo pensar en que necesitaba beber una copa. Y después de hacerlo había quedado lánguido y tembloroso, con un horrible dolor de cabeza que se resistía a abandonarle. Incluso ahora, sentía como si una sierra de acero hirviendo le recorriera la cabeza desde el oído izquierdo hasta el derecho.
—A menudo, la regresión produce un torrente de asociaciones libres que generalmente evocan recuerdos de acontecimientos emocionales de naturaleza traumática. El sujeto puede expresar sentimientos de dolor o de profunda melancolía, puede incluso llorar o exhibir extraños cambios en su personalidad. Procuraré evitar que la paciente caiga en esos estados, pero quiero que comprendan que se trata de algo natural y previsible en una regresión, y que no resultarán perjudiciales para la niña. También deseo hacer presente que puedo despertarla y hacerla salir del trance en el momento en que lo desee.
Bill pensó que debería haber llamado a Janice. Por muy borracho que estuviera, era lo mínimo que debía hacer para hacerle sentir que compartía sus preocupaciones. Lo había pensado, por supuesto, pero no fue capaz de acercarse al teléfono. Sabía lo que ella diría, y eso era más de lo que él podía soportar en ese momento.
—Lo que vamos a intentar esta mañana no tiene precedentes en los anales de la psiquiatría. Provocar una regresión a la temprana infancia, e incluso antes de esa edad, a un período prenatal, es algo que aunque se haya conseguido en laboratorios experimentales no es común; sin embargo, intentar llevar a un paciente más allá de su existencia actual, hasta una vida anterior, es una cosa que, hasta donde yo sé, nunca ha sobrepasado las fronteras de la investigación teórica.
Janice y Bill habían hablado brevemente en la cafetería del hospital. El sitio estaba lleno de periodistas y reinaba una atmósfera como de carnaval. Él la vio sentada sola en una mesa bebiendo café. Cuando ella se dio cuenta de su presencia se levantó para marcharse. Bill la alcanzó en la puerta y le dije:
—Janice, ten confianza en mí porque sé lo que estoy haciendo.
Ella se veía cansada, maltratada con su rostro ajado e inexpresivo, cuando bajó los ojos y dijo:
—No, no lo sabes —y continuó con una voz totalmente desprovista de esperanza, sin acusarle—. Pero aunque lo supieras no tendría importancia. Realmente, no tendría importancia.
El médico seguía hablando:
—Al aceptar hacer este experimento lo hago sin creer ni tener fe en su éxito. Estoy aquí accediendo a una petición del tribunal para que desempeñe una función en la que estoy entrenado y para la que tengo licencia.
La ropa de Bill se adhería a su piel. La sala era como una olla a presión. ¿Por qué diablos el tipo ése seguía y seguía hablando? ¿Por qué no se callaba de una buena vez y empezaba para que pudieran acabar cuanto antes?
—Hace una hora me reuní con el acusado, el señor Hoover. Me ha comentado cinco hechos que tuvieron lugar en la vida de su hija. Se trata de sucesos de naturaleza privada, que impresionaron profundamente a su hija, y que sólo conocemos mis colegas y yo, además del señor Hoover, naturalmente. Si tenemos éxito en nuestra empresa, le pediré al sujeto que recuerde estos hechos. Su capacidad para hacerlo puede ser una prueba concluyente.
Pronto habría terminado todo. Pronto se solucionaría el conflicto de una vez y para siempre. Pronto los tres volverían a estar juntos. Y una vez que hubiera concluido todo y la pesadilla hubiera quedado atrás encontrarían el camino para aproximarse. Al comienzo habría una distancia entre ellos, sería difícil durante un tiempo, pero al final sabrían perdonarse mutuamente. Su amor y el de Ivy obligarían a Janice a perdonar, cuando fuera el momento.
—Y ahora haré entrar a la paciente.
Se produjo un impresionante silencio en la sala de recreo cuando más de cien ojos se clavaron en los tres aparatos de televisión estratégicamente distribuidos, cada uno reproduciendo el mismo ángulo del doctor Lipscomb cuando se dirigió a la sala de examen y la abrió para que entrara Ivy.
El contacto que se había producido entre ojos y pantallas era palpable, como una corriente eléctrica de alta tensión, pensó Janice mientras luchaba por concentrarse en los aspectos técnicos de la prueba. Había condicionado su aceptación mental a que se hiciera el experimento considerándolo como el próximo paso inevitable de una progresión que no podía detenerse. Se había ordenado a sí misma no llorar. Las lágrimas no servirían de nada, no la ayudarían a ella ni a Ivy. Era demasiado tarde para las lágrimas. Pero cuando en la pantalla vio entrar a Ivy, que se dirigía al sofá de la mano del médico, tan tímida, tan confiada, tan vulnerable, Janice se quedó sin aliento. Por un instante, temió que el pánico la dominara, y tuvo que luchar para sobreponerse.
Janice le había emparejado el cabello, ese hermoso pelo rubio, y la había peinado. En su cara aún había huellas del reciente accidente pero, sin embargo, incluso en la transmisión en blanco y negro, que lo reducía todo a indiscriminados matices del gris, su belleza permanecía inalterable.
Ivy se sentó en el sofá, subió una pierna y se recostó. No parecía nerviosa y daba la impresión de tener un completo dominio de la situación.
—Rebájate, Ivy —dijo el doctor Lipscomb en un tono monótono e insinuante—, relájate y deja que cada músculo de tu cuerpo quede flojo y suelto. Tal como conversamos el otro día, no va a pasarte nada, sólo vas a sentirte cansada, muy cansada, tan cansada que vas a querer dormir un rato. Nada malo va a pasarte. No te importará dormir un poco porque pronto vas a sentirte cansada, tan cansada que no te importará dormirte. ¿Te gustaría quedarte dormida, Ivy?
—Sí, me gustaría —contestó Ivy, completamente despierta.
Sí, pensó Janice, a Ivy le gustaría quedarse dormida. Aunque los psiquiatras en su sabiduría pensaban que era sólo una niña a la que se podía engañar fácilmente, Ivy había comprendido el propósito oculto del experimento y se lo había comentado a Janice con toda tranquilidad:
—Quieren hipnotizarme para averiguar si es Audrey Rose la que me hace todas esas cosas raras.
—No es obligatorio que lo hagas —le respondió Janice—, y no pueden hipnotizar a una persona contra su voluntad.
—Pero yo quiero que me hipnoticen —contestó con ojos serios y ansiosos—. Tengo que saber qué me pasa. No puedo seguir siendo como soy.
Resultaba sorprendente cómo Ivy estaba dispuesta a prestarse a colaborar en la conspiración de Audrey Rose. Primero Scott Velie, luego Bill, después Hoover, más tarde el juez Langley y ahora la misma víctima, todos se habían asociado en un propósito común obedeciendo a una fuerza que no alcanzaban a comprender. ¿Era posible que sólo ella supiera qué estaba pasando, que sólo ella, Janice, hubiera adivinado el significado de lo que intentaba Audrey Rose con esta última estratagema?
Así parecía. En cada etapa del camino Janice había tenido que soportar un rechazo.
Durante todo ese largo fin de semana había intentado comunicarse con alguien, había llamado innumerables veces a casa con la esperanza de que Bill se hubiera decidido finalmente a volver, pero ninguna de las veces le encontró. Scott Velie había desaparecido. Incluso intentó convencer a la telefonista para que le diera el número de teléfono del domicilio privado del juez Langley —insistiendo que se trataba de un asunto de vida o muerte, lo que era cierto— pero toda su apasionada argumentación había chocado contra amables rechazos, primero de parte de la telefonista y más tarde de la jefa del servicio.
Cuando finalmente consiguió hablar con él esa mañana, después de esperarlo durante dos horas en el gélido estacionamiento del hospital, continuamente barrido por el viento, y pudo manifestarle sus objeciones en forma respetuosa pero decidida y enérgica, la única respuesta que obtuvo mientras caminaban por el suelo resbaladizo del estacionamiento, tenía toda la espontaneidad y sinceridad de un discurso aprendido de memoria.
—Señora, comprendo sus objeciones y simpatizo con usted. Está en su derecho al manifestar su opinión y, en circunstancias normales, habría atendido a su solicitud. Pero tanto su esposo como la defensa tienen también derecho a aceptar que el experimento se lleve a cabo y ambas partes están de acuerdo. Por otra parte, el doctor Lipscomb me ha informado de que su hija no sólo ha consentido, sino que está ansiosa porque se haga la prueba. Lo que vamos a hacer es algo totalmente desusado, qué duda cabe, pero también lo es el caso. La acusación es muy grave, y si se encuentra culpable al acusado su pena será muy severa. Considerando todos estos aspectos y en interés de la Justicia, me veo obligado a denegar su petición. Pero quédese tranquila, hemos tomado todas las precauciones necesarias para garantizar la seguridad de su hija. Hemos llamado a los mejores psiquiatras, y la prueba se realizará como si se tratara de un examen privado en la sala de un hospital.
Langley fue su última esperanza racional.
Su única opción había quedado en manos de lo irracional.
La prueba estaba programada para las diez. A las nueve y cinco, buscó al doctor Webster. Le encontró en el vestíbulo conversando con los periodistas. Bata nueva recién almidonada, el estetoscopio reluciente, preparado para la ocasión. Janice le hizo un gesto con los ojos y se reunió con ella en el vestíbulo, que estaba frío y desierto.
—¿Ivy se podría marchar a casa? —preguntó Janice como si la cosa no tuviera importancia.
—Por supuesto. Tan pronto como haya terminado el experimento.
Su próximo paso había sido la habitación de Ivy.
La encontró sentada en la cama conversando amistosamente con los tres psiquiatras. Sin duda, se trataba de un ejercicio destinado a calmar los nervios de la niña, a relajar al paciente antes del experimento. Apenas notaron la presencia de Janice, que esperó pacientemente que se marcharan. Como después de dos o tres minutos aún seguían ahí, les interrumpió para preguntarles, ligeramente histérica, si podía estar a solas con su hija. La miraron con interés profesional y salieron de la habitación.
—Busca tu abrigo —ordenó Janice—. Nos vamos de aquí.
—¿Qué dices? —preguntó Ivy horrorizada.
—¡No permitiré que te sometan a ese experimento!
—¡Mamá! —la palabra explotó junto con el llanto—. ¡Tengo que hacerlo! ¡Tengo que hacerlo! ¿No lo comprendes? ¡Tengo que hacerlo! ¡Por favor! ¡Por favor, por favor! —su voz se disolvió en sollozos.
Janice, asustada, se aproximó a ella.
—Cálmate, cálmate —y trató de cogerla de la mano, pero Ivy la rechazó y se aferró a la cama.
—¡No permitiré que me saques de aquí! ¡No lo permitiré! —gritó, su rostro enrojecido lleno de angustia—. ¡No lo permitiré! ¡No lo permitiré! ¡No lo permitiré!
Se abrió la puerta y entró la enfermera Baylor.
—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó.
Janice permaneció junto al lecho, contemplando el rostro distorsionado y lleno de lágrimas, paralizada por el esfuerzo que costaba a su mente aceptar el hecho de que no había ayuda posible para Ivy, que no había mortal que pudiera hacer algo por ella, que nada ni nadie conseguiría detener a Audrey Rose y que su voluntad prevalecería.
—Quiero que te relajes —prosiguió el doctor Lipscomb en el mismo tono tranquilizador—. Quiero que te relajes. Relájate completamente y ponte cómoda.
El ruido de los lápices sobre el papel, del carbón sobre los cuadernos de dibujo, formaban un contrapunto a la voz del médico. El doctor Lipscomb sacó un lápiz que tenía una linterna en uno de sus extremos y gradualmente hizo subir la luz con su mano derecha.
—Mira la luz, Ivy. Mira hacia arriba y no dejes de mirar la luz. Sigue mirando la luz. Sigue mirándola. Mientras la estás mirando vas a sentir que tus párpados se ponen pesados. Tus párpados se están poniendo pesados, cada vez más pesados, y cada vez te cuesta más, más, y más, mantener los ojos abiertos. Cada vez te es más difícil seguir mirando la luz, cada vez más… y tus párpados están tan pesados que quieren cerrarse… quieren cerrarse. Y lentamente tus párpados se van cerrando… se van cerrando… están tan pesados que se cierran… se cierran…
La posición de la luz, muy por encima de su radio de visión, tenía por objeto hacer que los párpados se sintieran cada vez más cansados por el esfuerzo de tener que mirar hacia arriba, y la voz repetitiva, metro nómica, produjo su sugestión en Ivy.
—Tus párpados están pesados, tan pesados… cada vez más pesados… cada vez más pesados… que no puedes mantener los ojos abiertos… y tus ojos empiezan a cerrarse… empiezan a cerrarse… aunque tú no quieras, empiezan a cerrarse… tan pesados que debes cerrar los ojos, cerrar los ojos… tienes que cerrarlos… tienes que cerrarlos… cerrarlos… cerrarlos…
Janice sintió que los latidos de su propio corazón se sumaban a los demás sonidos mientras veía cómo su hija entregaba su voluntad a un desconocido para que la sumergiera en una noche interminable.
—Ahora tus párpados están tan pesados, tan pesados, que tienen que cerrarse y deben permanecer cerrados, cerrados… Ya están cerrados… tan cerrados que no puedes abrirlos. No puedes abrirlos. Aunque quieras no puedes abrirlos. Aunque lo intentes, no puedes abrirlos. ¡Inténtalo! ¡Trata de abrir los ojos! ¡Inténtalo, Ivy!
La cámara de televisión enfocó la cara de Ivy tratando de abrir los ojos, esforzándose por lograrlo, pero incapaz de conseguirlo.
La vista desde la sala de observación no era tan buena. El cristal era un inconveniente y, además, el doctor Lipscomb había puesto su silla en un ángulo tal que su cuerpo bloqueaba más de la mitad del cuerpo del paciente. Las personas que estaban al mismo lado de Bill en la sala sólo tenían una visión parcial de Ivy, y los demás no veían absolutamente nada. El juez solicitó que alguien le pidiera al doctor que variara la posición de su silla, pero Scott Velie le aconsejó que tuviera paciencia hasta que la niña estuviera completamente hipnotizada.
—Así, no puedes abrir los ojos, están tan cansados, tan cansados, que deben quedarse cerrados. Relájate, Ivy, relájate. Nada malo va a pasarte. Estás bien, cómodamente acostada, y completamente dormida. Completamente dormida. Y ahora tu brazo derecho está empezando a ser liviano… liviano… liviano. Tan liviano que quiere levantarse del sofá. Tan liviano que quiere flotar en el aire.
Flotó.
—Y ahora tu brazo se empieza a sentir pesado de nuevo, tan pesado que quiere caer sobre el sofá, caer sobre el sofá y descansar.
Obedeció.
—Estás completamente dormida. Completamente dormida. Si quiero despertarte contaré hasta cinco. Cuando llegue al cinco diré: despierta, Ivy, y tú despertarás de inmediato. ¿Has comprendido?
—Sí —su voz era incolora, débil.
—Cuando te lo ordene despertarás, y te sentirás descansada y bien, como si hubieras dormido una siesta. ¿Has comprendido?
—Sí.
Se oyó el ruido de una silla y de unos pasos y la figura de Scott Velie se dibujó contra la ventana. Golpeó ligeramente sobre el cristal y llamó la atención del médico, quien, volviéndose nervioso, entendió rápidamente de lo que se trataba y se trasladó con su silla hacia un lado, permitiendo así que el tribunal tuviera una completa visión del paciente. Esta ligera interrupción pareció no afectar a la niña dormida, y no provocó ninguna reacción en ella.
El médico continuó su hipnosis.
—Ahora que tienes los ojos cerrados y estás profundamente dormida, y completamente relajada, vas a retroceder en el tiempo, lentamente, hacia atrás, hacia atrás, Ivy, hacia atrás en el tiempo. Vas a volver al día que cumpliste ocho años. Bien, Ivy, contaré hasta tres y estarás en el día que cumpliste ocho años. Recordarás todos los detalles de tu fiesta de cumpleaños. Uno, dos, tres…
Inmediatamente se reflejó una expresión de felicidad en la cara de Ivy. Una dicha interior, contenida, que parecía pura, natural y auténtica.
—Estás en la fiesta, con tus amigos. ¿Puedes ver a tus amigos, Ivy?
Asintió, todavía sonriendo.
—Dime, Ivy, ¿quiénes están en tu fiesta?
—Bettina, Carrie, Mary Ellen. Los mellizos. Peter.
—Háblame de tus regalos. ¿Te gustan?
—Oh, sí. Me encanta mi muñeca con su guardarropa de viaje. Y el juego que me trajo Bettina, y los patines…
Janice hizo una mueca de dolor cuando escuchó mencionar los patines. Recordó el ruido atronador que producía Ivy cuando patinaba por el interior del piso, llorando porque se caía a cada momento, y la decisión que había tomado de esconderlos, y de decirle que se habían perdido o se los habían robado. Ahora sentía oleadas de culpabilidad y tristeza, porque estaba segura de que los patines, todavía ocultos en el armario, se quedarían ahí para siempre sin que nadie los usara.
—Ahora vamos a olvidarnos de este cumpleaños y vamos a retroceder más aún en el tiempo. Relájate y retrocede hasta el día en que cumpliste cuatro años. Contaré hasta tres, y estarás en tu fiesta de cumpleaños el día en que cumpliste cuatro años. Empiezo. Uno… dos… tres…
Su expresión se hizo seria, como la de un chico mucho más pequeño que acaba de sufrir una humillante decepción.
—Estás en tu fiesta de cumpleaños el día que cumpliste cuatro años. Ivy, ¿puedes ver tus regalos?
Sus mejillas enrojecieron de pena y rabia. Evadió la pregunta. Le temblaba el mentón.
Al darse cuenta de su reacción, el médico la ayudó a pensar en otra cosa.
—¡Qué magnífica tarta compraron tus padres! Tienes cuatro velitas para que las apagues y pidas que se cumpla uno de tus deseos.
—No cuatro, cinco velitas —corrigió malhumorada—. No compraron tarta. Muy cara. Mamá la hizo. Sacó la receta de una revista ¡y yo le ayudé!
Los ojos de Janice se llenaron de lágrimas al escuchar esa voz, la dulce, y tierna voz de su hija de cuatro años, que todavía hablaba en frases cortas, saltándose los verbos, pronunciando mal algunas palabras. Y recordó las veces que había vacilado antes de decidirse a corregirla, luchando contra los años para preservar su ingenuidad, reticente a dejar que la niña creciera.
Sus recuerdos se vieron repentinamente interrumpidos por el ruido de los sollozos de Ivy. Se había acurrucado en el sofá, la cara tapada con las manos, y se sacudía en una sucesión ininterrumpida de sollozos tan intensos que todo su cuerpo se estremecía. ¿Por qué lloraba? Janice hurgó en su memoria, buscando algún hecho que explicara la desesperación de su hija. Había sido una fiesta muy alegre. Pero de pronto, Janice recordó. Había habido un momento, un momento terrible cuando ese chico… ¿cómo se llamaba?
—¡Él lo rompió! —dijo sollozando—. ¡Stuart rompió mi mono!
Sí, Stuart, ése era su nombre. Era un juguete de cuerda, un mono montado en un triciclo. Stuart Cowan, un niño del jardín de infancia al que asistía Ivy, le había dado tanta cuerda que el resorte se había roto.
—¡Chico tonto y feo! —exclamó Ivy.
Bill tuvo que tragar saliva cuando revivió la escena. Se había producido una confusión tremenda. Ivy lloraba, Stuart se reía. Bill trató de aplacar a su hija diciéndole que Stuart era un chico tonto y feo.
—¡Chico tonto y feo! —repitió Ivy.
—Ya está bien, Ivy, ya está bien —la calmó el doctor Lipscomb—. Vamos a olvidarnos de ese mal momento. Y vamos a retroceder un poco más en el tiempo. Vamos a ir a la época cuando tenías tres años. Un… dos… tres… Estamos en la fiesta de tu tercer cumpleaños.
Las lágrimas se interrumpieron. La expresión se hizo distante, y después se suavizó. Una sonrisa apareció en sus labios, seguida de un campanilleo de risas infantiles.
—¡Yo gano! ¡Yo gano! ¡Yo gano! —gritó con la histeria de un niño de tres años—. ¡Yo gano! Yo gano y todos pierden menos mí.
—Muy bien, Ivy —alabó el doctor—, muy bien. Ahora retrocedamos un poco más. Tienes dos años y medio, y tienes problemas cuando duermes. Volvamos a la noche que empezaron esos malos sueños. Vas a soñar lo mismo que esa noche…
La expresión de Ivy se puso tensa y comenzó a inquietarse y a temblar. Respiraba en explosiones rápidas, casi sin tomar aire. El alarido no se hizo esperar.
—Mamápapámamápapáquemaquemaquema…
Y fue aumentando de intensidad.
Bill escuchó que se aceleraba la respiración de los asistentes y sintió la sacudida nerviosa que recorrió la sala.
Janice se dio cuenta de que se había hecho silencio a su alrededor, cuando la atención de todos se centró en las pantallas.
—PapápapápapáquemaquemaQUEMAQUEMA…
—¡Ivy, deja de soñar! ¡Deja ese mal sueño! —ordenó el doctor Lipscomb—. ¡Deja ese mal sueño! Es la mañana, ya pasó el sueño.
Cesaron los gritos. Las facciones de la niña perdieron su tensión y comenzaron a relajarse.
—Bien, Ivy, bien… Ahora relájate, relájate, cálmate. Quiero que retrocedas más y más en el tiempo, Retrocede, Ivy, retrocede. Retrocede a esa época en la que podías oír y sentir y pensar, pero no podías hablar. Eres una niña pequeña en los brazos de mamá… Mamá te va a acostar en tu cochecito…
Una vez más los ojos de Janice se llenaron de lágrimas al ver que Ivy expresaba con risas y sonrisas los pequeños placeres y molestias de esa época. La dulzura de sus recuerdos la envolvió por completo, el tacto y el olor de ese pequeño cuerpecito entre sus brazos, y sintió una sacudida de dolor en su corazón por todos esos momentos amados, por esos momentos preciosos desaparecidos para siempre, perdidos definitivamente, algunos de los cuales ya ni siquiera podía recordar.
—Muy bien, Ivy —dijo el doctor Lipscomb en voz muy suave, casi una caricia en su suavidad—, y ahora vamos a retroceder un poco más en el tiempo… un poco más… más atrás en el tiempo… antes de que tú nacieras… antes de que tú nacieras… antes de que tú nacieras.
La repetición, la insinuante cadencia, la nota firme y decidida de la orden produjeron su efecto, e Ivy fue sumergiéndose lentamente en una sobrecogedora quietud. Los ojos muy cerrados, la cabeza recostada sobre un hombro, las manos juntas como si rezara, y las piernas pegadas al pecho en una asombrosa imitación del estado fetal, permanecía inmóvil, sin hacer el más mínimo movimiento, ni siquiera para respirar. En verdad, parecía reproducir perfectamente la actitud de un feto que flota en los líquidos del vientre materno.
El momento era electrizante.
Janice escuchó que alguien detrás de ella murmuraba:
—Santo cielo, ahora está en el vientre de su madre.
En la sala de observación ni el más leve murmullo rompía la agobiadora y asfixiante quietud de diecinueve personas, todas concentradas en la increíble escena que estaban presenciando.
Bill, con el rostro cubierto de sudor, y la visión borrosa por la falta de ventilación y el esfuerzo al que estaba sometiendo a sus ojos, no podía hacer otra cosa que mirar junto con el resto de los asistentes sintiendo que la incredulidad se transformaba en incertidumbre al ver la extraña conducta que su hija, su princesita, estaba adoptando ante sus asombrados ojos.
Era imposible, pensó. Ivy estaba actuando. Tenía que estar actuando. No estaba dormida. Sólo le estaba tomando el pelo al viejo. Tenía buena memoria y podía recordar sus fiestas de cumpleaños, eso era todo. Pero… ¿cómo sabía la posición que adopta el feto? ¿O cómo se comportaba? ¿Lo había visto en algún libro? Probablemente se lo había dicho Betuna que era mucho más precoz. Y, sin embargo, había algo… extraño… en su manera de permanecer absolutamente inmóvil, como uno de esos fetos que a veces pueden verse dentro de frascos en los despachos de los médicos. Extraño.
Sus dudas y conflictos aparecían reflejados en su cara. Igual que su miedo. Si esto iba en serio, entonces había algo que estaba mal, algo que estaba muy mal.
—Retrocede en el tiempo, más, más, más —el metrónomo verbal continuaba, urgiendo, rogando, empujándola—. Retrocede más y más, hasta la época en la que no existías como tú. Retrocede hasta cuando tú no eras Ivy, no eras Ivy, no eras Ivy, sino otra persona, otra persona… no Ivy, sino otra persona.
Esto no está bien. Está mal. Ahí, quieta, sin moverse, casi sin respirar, suspendida en el espacio, flotando. ¿Qué le estaba haciendo a su hija? ¿A dónde quería llevarla? ¿Era posible que la hiciera retroceder hasta otra vida? De locos. Imposible. Y, sin embargo…
—… no Ivy, sino otra persona… otra persona… hace tiempo… años atrás, años atrás, retrocede hasta donde puedas recordar… hasta donde puedas recordar… recordar… recordar… y recuerda, recuerda… que tú no eres Ivy sino otra persona, otra persona… no Ivy… sino… otra persona… ¿Quién eres tú?… ¿Quién eres tú? ¿QUIÉN ERES TÚ?
Tenía que detenerle. Maldición. Tenía que detenerle. No estaba bien esto. Estaba mal. Tenía que detenerle ahora mismo.
—¿QUIÉN ERES TÚ?
—¡Señor Velie, quiero que se ponga fin a este experimento! —dijo Bill, y se puso de pie, sintiendo que su cabeza estaba a punto de explotar.
—¿QUIÉN ERES TÚ?
—¡Quiero que se ponga fin a esto! —exigió con voz temblorosa, aferrándose a la silla para no caerse—. ¡Maldición! ¿Es que no me oyen?
—¿QUIÉN ERES TÚ?
—¡Interrumpan el experimento! —gritó—. ¡Señor Velie, juez Langley! ¿Es que no me oyen?
Aunque hubieran podido oírle, lo que era dudoso, no habrían podido reaccionar. Todos estaban absortos y sobrecogidos ante lo que, lentamente, se estaba materializando al otro lado del espejo. La niña estaba sentada muy tiesa en el sofá, tenía los ojos abiertos, el cuerpo rígido y una expresión de sorpresa que era una mezcla de miedo y alegría. Parecía buscar a una persona que estuviera lejos, y se movía tanteando el terreno, con cautela, hacia el borde de un descubrimiento sorprendente.
—¿QUIÉN ERES TÚ? —proseguía diciendo la voz, incansable, empujándola, introduciéndola, proyectándola hacia atrás en su viaje.
Bill temblaba y trató de controlarse, pero no lo consiguió y se desplomó sobre la silla, incapaz de hablar, respirando apenas. Trató de cerrar los ojos para no ver la escena, pero no pudo.
Tendría que mirar. Esta era su obra. Su maldita obra. Y ahora tendría que mirar… y verlo… todo… ¡todo!
—¿QUIÉN ERES TÚ?
De pronto, el rostro de Ivy se inmovilizó. Sus ojos, brillantes, expectantes, se agrandaron y parecieron buscar un recuerdo cercano, al alcance de su mano. Su respiración se aceleró. La tensión de su boca se relajó hasta transformarse en una sonrisa que lentamente fue iluminando su cara con una expresión de una alegría tan intensa, de una ternura tan cálida, de una gratitud tan inmensa, que resultaba imposible no darse cuenta que se trataba de un retorno al hogar.
—¿Mamá? —la voz de la niña resonó clara y aguda—. ¿Mamá? —y rió en una sucesión de carcajadas de gozo y alegría—. ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!
Fue en este momento de su llegada a casa, de risas y encuentro, cuando Janice Templeton cerró los ojos y comenzó a recitar en voz baja las plegarias por los agonizantes.
Dios, cuyas cualidades son tener siempre misericordia y perdonar, humildemente te pedimos por el alma de tu sierva Ivy Templeton, a la que has ordenado abandonar hoy este mundo…
—¡Mamá, mamá, mamá! —repetía la voz gozosa de la niña en una interminable letanía.
Lentamente, sin embargo, el tono fue cambiando sutilmente y lo que había sido alegre, gozoso, lleno de júbilo y satisfacción, adquirió un matiz de ansiedad e histeria.
—¡Mamá, mamá, mamá! —empezó a gritar. La voz aumentó de volumen en un crescendo que transformó el miedo en terror.
… no la entregues en manos del enemigo, no la abandones a un triste final, y ordena a tus ángeles que salgan a recibirla…
—¡Mamaaaaá!
En la sala de observación reinaba un silencio sobrecogedor. Nadie se movía.
Bill miraba febril el turbio espejo, los ojos clavados en esa cara lejana, que apenas podía enfocar.
¿Qué mierda le está pasando? Se ríe y al minuto siguiente… Había habido un cambio. La voz… la cara… eran distintas… Se estaban fragmentando en trozos asustados… terror… un miedo que quitaba la respiración… como el que sienten los niños cuando descienden en la montaña rusa. Eso era, se estaba moviendo hacia atrás y hacia adelante… no, no era ella la que se movía, sino lo que le rodeaba… como si el sofá se estuviera desplazando hacia algún sitio… y ella pudiera ver pasar velozmente las cosas a su lado…
—¡Mamaaaaaaaá!
La palabra concluyó en un grito tan agudo e intenso que el micrófono crujió y pareció reventar.
—¡Santo Dios!
Se escuchó murmurar a alguien en la sala cuando los gritos aumentaron de intensidad, junto con el balanceo de la niña, cada vez más pronunciado, hacia atrás y hacia adelante. Sus manos se aferraban a los bordes del sofá y su cuerpo luchaba por mantener el equilibrio. Luchaba contra un poder que parecía decidido a hacerla salir disparada por el aire…
—¡Ya está bien, Ivy! —exclamó nervioso el doctor Lipscomb.
—¡Eeeeeeeeee!
—¡Calma, Ivy! —repitió, alzando la voz, dando a sus palabras un tono severo—. Olvidarás ese recuerdo inmediatamente. Retrocederás en el tiempo hasta alejarte de ese recuerdo. ¡Retrocede en el tiempo, Ivy!
—¡Mamaaaaaaaá! —gritó la voz, y su cuerpo se movió y balanceó hacia atrás y hacia adelante.
Los músculos de su cara estaban tan tensos que parecían formar nudos. Agitaba la cabeza de uno a otro lado, clavaba los dedos en el tapiz del sofá para no salir disparada hacia el espacio.
—¡Olvidarás este recuerdo, Ivy! Cuando cuente hasta tres tú retrocederás en el tiempo. Uno… dos… ¡tres!
—¡Mamaaaaaá! ¡Crash-crash-cras-crask!
—¡Uno… dos… tres! ¿Has comprendido, Ivy?
—¡No la llame Ivy! —exclamó con voz ronca una voz en la sala de observación. Era la de Elliot Hoover—. ¡No es Ivy!
—¡Mamaaaaá! ¡Crash-crash-cras-crash!
Su voz había adquirido tal grado de estridencia que sacudía los micrófonos y los tímpanos, rasgando el aire en una sola nota sostenida. Su cuerpo, incapaz de luchar contra sus propias oscilaciones, saltó como empujado por una fuerza irresistible, y se puso en pie tambaleante, suspendida un momento en el espacio, con los brazos extendidos, los ojos desorbitados, ahogando un grito, para caer luego al suelo con una violencia que registraron todos los micrófonos. Se golpeó la cabeza y el cuerpo saltó hacia atrás, dando una voltereta. Luego quedó hecha un ovillo, retorciéndose y temblando. Parecía semiinconsciente. Tenía los ojos cerrados, un hilo de sangre manaba de su boca, y gemía, como si estuviera malherida, en una sucesión de sonidos que hacían subir y bajar a su garganta.
El efecto sobre los presentes fue totalmente unánime: todos parecían asombrados.
«… salía humo, y una de las ruedas traseras todavía giraba…»
Las sillas rodaron alrededor de Janice. Todo el mundo se puso de pie. Se produjo un silencio de muerte mientras esperaban el terrible desenlace.
Señor, no la juzgues con el rigor de tu justicia, Señor, líbrala del castigo eterno…
El doctor Lipscomb, asombrado e incapaz de hablar, lo mismo que los demás, recuperó su sentido del deber y se arrodilló para tomarle el pulso con dedos temblorosos. Su rostro reflejó su preocupación, y su voz ratificó su inquietud.
—¡Ahora te despertarás, Ivy! —ordenó con una ligera incertidumbre en el tono—. Cuando cuente cinco despertarás y te sentirás descansada y bien. Uno… dos… tres… cuatro… cinco. ¡Despierta, Ivy!
La niña permaneció de espaldas, con los ojos cerrados, jadeando, retorciéndose, quejándose.
—¡Obedéceme, Ivy! Cuando cuente cinco despertarás…
—¡No la llame Ivy! —exclamó Hoover ansioso.
—Uno… dos… tres… cuatro…
Señor, líbrala de las crueles llamas…
—… ¡cinco!
Abrió los ojos. Se enderezó. Agotada. Exhausta. Jadeante. Alerta. Tensos los sentidos. Los ojos alarmados. La nariz temblorosa. Olía. Movía la cabeza hacia uno y otro lado como un pájaro asustado, tratando de ubicar el peligro inminente. Una sucesión de expresiones diversas desfiló por su cara: miedo, angustia, pánico, horror.
… y entonces… hubo una explosión… no muy fuerte… y el coche se incendió…
El grito resonó como un balazo, subió de intensidad y se mantuvo.
Detrás del espejo, los cuerpos retrocedieron y las respiraciones parecieron querer relajar la tensión interior de todos los presentes.
Bill se puso en pie sin darse cuenta de lo que hacía. Trataba de asimilar el sorprendente espectáculo y sentía una opresión en el pecho.
—Uno… dos… tres… cuatro… ¡cinco! ¡Despierta, Ivy!
—¡No la llame, Ivy, maldito! —gritó Hoover, poniéndose en pie junto con el guarda.
—Uno… dos… tres…
El grito mantenía su tono agudo a pesar de las palabras del médico. Su cuerpo rechazaba las manos extendidas del doctor, deslizándose, rodando lejos del alcance de los dedos crispados.
—… cuatro… ¡cinco! ¡Despierta, Ivy!
De pie, balanceándose, buscaba desesperada con los ojos un lugar por donde escapar. Al ver el espejo se lanzó contra la imagen de su propia cara, el grito cesó y se transformó en una serie de jadeos entrecortados. Después comenzó a sollozar y a gemir.
—¡Mamápapámamápapáquemaquemaquema!
Señor, líbrala del llanto y de la angustia, te lo pedimos por tu admirable Concepción…
Voces y pasos obligaron a Janice a abrir los ojos. Todos estaban de pie, mirando las pantallas, presionando para acercarse y tener una mejor visión de una superficie de la que habían desaparecido las imágenes de Ivy y del doctor Lipscomb, aunque aún podían oírse perfectamente sus voces.
—¡Mamápapámamápapápapápapáquemaquemaquema!
—Uno… dos… tres…
Janice respiró hondo. Seguramente ahora estaban junto a la ventana, lejos del alcance de las cámaras.
El grito que se escuchó por los altavoces, mezcla de horror y de dolor, hizo que comenzara el éxodo de la sala de recreo. Los periodistas habían renunciado a seguir mirando las pantallas de televisión y estaban corriendo en dirección a la escalera.
Janice se puso de pie. Era hora de que ella también se marchara. Bajaría sin prisa, pero sin perder tiempo, los tres pisos. Tardaría un par de minutos en llegar, lo había calculado antes. Y para entonces todo habría concluido.
Los ojos de los presentes en la sala de observación estaban clavados en una escena que no llegaban a captar los lentes de las cámaras.
La borrosa figura de la niña, etérea, aproximándose y alejándose de la lente de la cámara.
Sus manos acercándose, retirándose. Su llanto. «Quemaquemaquemaquema.»
El doctor: «… cuatro… cinco… ¡Despierta, Ivy!». Trataba de alcanzarla.
La niña gritando, luchaba furiosa, violenta, y se escapaba.
La cara enloquecida, la respiración entrecortada, los ojos brillantes llameando de pánico, los sentidos aguzados por el peligro.
Las manos empuñadas con la energía de la desesperación.
Fue verdaderamente horrible. Todavía puedo ver a la pequeña gritando y golpeando las manos contra la ventana…
Golpeaba el cristal y sollozaba: «¡Quemaquemaquemaquema!»
«Podía verla en medio de las llamas mientras el coche ardía alrededor de la ventana…»
Un chillido agudo salió de pronto de su garganta. Los miembros del jurado retrocedieron en sus sillas.
—¡Obedéceme, Ivy!
Hoover gritó estremecido:
—¡Es AUDREY ROSE!
Velie explicó:
—No pueden oírle desde aquí, la sala es a prueba de ruidos… Langley observaba con la boca abierta. Su mente se resistía a comprender lo que estaba ocurriendo.
—… cinco. ¡Despierta, Ivy!
—¡LLÁMELA AUDREY ROSE!
Jadea, lucha para poder respirar, no puede controlar el torbellino de sus emociones, sus dedos transformados en garras que golpean contra el cristal. Grita: ¡Papápapápapáquemaquemaquema!
Hoover dice:
—¡Estoy aquí!
Y pasa por sobre sillas y cuerpos, tambaleándose hacia la ventana.
El guarda saca el revólver. Vacila. Velie grita. Resuelto:
—¡Guarde eso, Tim!
—¡Papápapápapá!
El cuerpo de Hoover se recorta contra el cristal, las manos extendidas.
—¡Quemaquemaquemaquema!
«… gritó y gritó mientras trataba de salir del coche…»
Bill, paralizado, mudo, mira con ojos culpables.
«… y golpeaba las manos contra la ventana…»
—¡QUEMAQUEMAQUEMA!
El doctor Lipscomb, derrotado, habla al espejo:
—Tendré que darle un calmante, Su Señoría.
Corre con una inútil frustración hacia su botiquín.
—¡Quemaquemaquema… Papá… quema… quema…!
Su voz enloquecida, cada vez más débil, la palidez de su cara se transforma en un rojo encendido y adquiere un matiz horripilante.
—¡Quema… quema… quema…!
Tose, se ahoga, las palabras mueren en su garganta.
—… quema.
Sube las manos a la garganta, cae de rodillas, pone los ojos en blanco.
La señora Carbone grita y extiende las manos hacia la niña que lucha por sobrevivir al otro lado del cristal.
—¡Dios mío! ¡Se está muriendo! ¡Se va a ahogar! ¡Hagan algo! ¡SE ESTA MURIENDO!
—¡PAPAAAAAA…!
Su agonía hace explosión en un largo grito final de angustia.
La señora Carbone grita, dando puñetazos en el brazo de Hoover.
—¡Usted es su padre! ¡Ayúdela! ¡AYÚDELA!
Hoover se vuelve hacia su asaltante. Sus ojos se agrandan, su cuerpo se tensa, mide sus movimientos. Coge la silla de la señora Carbone y la lanza en un arco poderoso contra el cristal, que se rompe en una granizada de relucientes astillas. Da un grito seco:
—¡AUDREY ROSE!
El corredor que conducía a la sala de observación estaba atestado de periodistas. Dos patrulleros de Connecticut, con los labios apretados, hacían guardia fuera de la puerta cerrada, indiferentes a las letanías de preguntas que les hacían de todas partes.
—Por favor, déjeme pasar —dijo Janice a los asistentes que estaban más lejos de la puerta.
Hubo un murmullo que circuló como una ola entre los presentes cuando la reconocieron, y le abrieron paso.
—Es la madre de la niña —informó alguien a los patrulleros, quienes abrieron inmediatamente la puerta, sólo lo necesario para permitir el paso a su delgado cuerpo.
La habitación en penumbra la envolvió con su falta de ventilación, con los murmullos, y una atmósfera de tragedia profunda e irreparable.
El suelo estaba arenoso, cubierto por cristales molidos. El ruido anunció su presencia cuando caminó lentamente en dirección a los hombres y mujeres reunidos en un semicírculo, impidiendo con sus cuerpos la visión del objeto de su atención. Entre ellos había rostros que había llegado a conocer bien: Scott Velie, Brice Mack, el juez Langley, el empleado de la sala (nunca supo cómo se llamaba), el guardián de Hoover (Finchley o Findley, había leído alguna vez), los doce miembros del jurado, cada uno expresando una mezcla de tristeza, miedo e incredulidad.
La señora Carbone lloraba, la cara tapada por un pañuelo. Y había gente de los tribunales y del hospital. Los tres psiquiatras estaban muy juntos, tocándose por los hombros. Qué ridículo, pensó Janice, parecen no ver el mal, no oír el mal, no hablar del mal.
Y ahí estaba Bill. Finalmente había llegado a Bill. Solo, sentado en la sala de observación, la espalda apoyada contra la pared, dramáticamente enmarcada por astillas de distintos tamaños, miraba sin ver, y de vez en cuando, movía la cabeza, como lo hace quien se encuentra saturado por el peso de una carga superior a la que puede resistir.
—Señor Templeton…
La mano gentil y la bondadosa voz eran las del doctor Webster. Su expresión era una combinación de desilusión y tristeza. Aún conservaba el estetoscopio, reluciente como una joya, alrededor del cuello.
—Sucedió tan… tan rápido… que tratamos… no puedo decirle cómo me… —se calló, porque las palabras eran demasiado dolorosas.
Las cabezas se volvieron. Los cuerpos se separaron. Janice pasó entre ellos y tuvo un momento de pánico, sintió que no podía respirar, que se le oscurecía la visión.
Una mano la sujetó, la hizo recuperar el equilibrio, la obligó a no perder la conciencia, la forzó a mirar hacia abajo, hacia el suelo donde estaba su hija, su querida Ivy, inmóvil en los brazos de Elliot Hoover. La niña tenía los ojos abiertos, que brillaban como si estuvieran llenos de vida. Los labios entreabiertos parecían a punto de hablar.
Pero fue Hoover quien habló.
—Está bien —dijo meciendo dulcemente el cuerpo entre sus brazos—. Está en paz ahora.
Su voz era apenas un susurro, pero sonaba serena, curiosamente tranquilizadora. Levantó la cara para mirar a Janice. En la penumbra, se veía agotado, marcado por las huellas de una batalla larga y cruel, pero llena de paz.
—Está bien ahora —repitió.
Le estaba ofreciendo la fuerza y el consuelo de sus creencias como un legado de Dios para sus atormentados hijos. Y dio a sus palabras el énfasis y la seguridad de una convicción indiscutible, mientras aún estrechaba el cuerpo sin vida de esa hija
de los tres.