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Nueva York, miércoles, 29 de enero de 1975, a las 9,00 A. M.

JANICE TEMPLETON llamada como testigo por el abogado defensor, habiendo jurado decir la verdad, testimonia lo siguiente:

Interrogatorio

Por el señor Mack:

P: ¿Señora Templeton, afirmó usted en su declaración anterior que el nacimiento de su hija fue normal?

R: Sí.

P: ¿Y que la niña era normal y sana en todos los sentidos?

R: Sí. Era sana y hermosa.

P: De modo que cuando comenzaron las pesadillas dos años y medio más tarde, ¿no las atribuyó a algún mal funcionamiento originado en su nacimiento?

R: No, de ninguna manera.

P: Para curarla de las pesadillas, ¿recurrió a un especialista?

R: Sí.

P: ¿Cómo se llamaba?

R: Doctora Ellen Vassar.

P: ¿Observó la doctora Vassar a su hija durante sus pesadillas?

R: Sí, en diferentes oportunidades.

P: ¿Estuvo usted presente cada vez que la doctora Vassar observó a su hija mientras tenía pesadillas?

R: Sí.

P: Señora Templeton, ¿se encontraba usted presente en la sala cuando el doctor Pérez testificó y describió el informe sobre la naturaleza y contenido de las pesadillas redactado por la doctora Vassar?

R: Sí.

P: ¿Su testimonio, como testigo presencial de las pesadillas, difiere del de la doctora Vassar?

R: No.

P: ¿Con qué frecuencia tenían lugar las pesadillas?

R: Las primeras semanas cada tres noches, más o menos, pero su frecuencia aumentó a medida que pasaba el tiempo. Cuando consultamos a la doctora Vassar eran diarias.

P: ¿Variaban las pesadillas de naturaleza o contenido?

R: No, eran casi siempre iguales.

P: ¿De modo que cada vez que la niña tenía pesadillas corría por el dormitorio sollozando y balbuceando «quemaquemaquemaquema»?

R: Sí.

P: ¿Y en cada oportunidad intentaba tocar el cristal de la ventana y retiraba las manos como si le doliera algo?

R: Sí.

P: ¿Durante cuánto tiempo se prolongó esta primera serie de pesadillas?

R: Todo el invierno y la primavera de 1967. Se fueron haciendo cada vez menos frecuentes bajo la terapia de la doctora Vassar. Al llegar el verano habían desaparecido.

P: ¿Atribuyó en esa época la disminución de la frecuencia a la terapia de la doctora Vassar?

R: Sí, por supuesto.

P: ¿De modo que cuando concluyeron usted pensó que había sido así gracias a la intervención de la doctora Vassar?

R: Sí.

P: ¿Discutió con usted alguna vez la doctora su opinión sobre el mecanismo que provocaba las pesadillas?

R: Me dijo que Ivy expresaba de esa forma su temor a que la separaran de mí y que parecía haber dominado sus temores.

P: ¿De modo que nunca comentó con usted los pensamientos y sospechas que dejó registrados en su cuaderno?

R: No.

P: Dejemos la serie de pesadillas del año 1967 y examinemos la serie siguiente. Si no me equivoco, empezó el 22 de octubre de 1974, ¿no es así?

R: Así es.

P: Tenga la bondad de relatar lo que sucedió esa noche.

R: Bien. Enviamos a Ivy a pasar la noche a casa de unos vecinos. Esperábamos la visita del señor Hoover. Iba a visitarnos y pensamos que sería mejor que Ivy no estuviera cerca ya que… bueno… debido a las cosas que él decía y a su comportamiento.

P: ¿Le importaría aclarar qué quiere decir con eso de «las cosas que él decía y su comportamiento»?

R: Bueno, él decía que Ivy era la reencarnación de Audrey Rose, su hija. Y resultaba muy insistente en este aspecto, muy seguro de sí mismo. Por supuesto que pensamos que todo era absurdo y que se trataba de un enfermo mental. Por eso ni mi esposo ni yo queríamos que Ivy estuviera presente durante la visita del señor Hoover. No sabíamos lo que podía hacer o decir.

P: ¿Cuándo se enteró de que Ivy estaba sufriendo una pesadilla esa noche?

R: Alrededor de una hora después de la llegada del señor Hoover. Carole, la señora de Russ Federico, me telefoneó muy preocupada. Dijo que Ivy tenía un ataque y estaba dando vueltas por el dormitorio, gritando y hablando, y que no podía despertarla. Naturalmente, mi esposo y yo comprendimos lo que eso quería decir.

P: ¿Bajó usted al piso del señor Russ Federico?

R: Sí.

P: ¿Y qué vio?

R: A Ivy en medio de una de sus pesadillas. Habían vuelto.

P: ¿Y esta pesadilla era parecida en naturaleza y contenido a las anteriores, ocurridas siete años atrás?

R: Idéntica. Incluso su forma de hablar y sus movimientos correspondían a un niño más pequeño.

P: ¿De modo que durante la primera serie de pesadillas parecía estar afectando la manera de hablar y la coordinación muscular de un niño mayor, mientras que en esta ocasión parecía estar afectando la forma de hablar y la coordinación muscular de un niño más pequeño?

R: Sí, eso parecía.

P: ¿Qué sucedió a continuación?

R: Se repitieron las mismas circunstancias de la otra vez. Corría por la habitación, tropezaba con los muebles, sollozaba, rogaba y balbuceaba «quemaquemaquema», al tiempo que trataba de acercarse a la ventana, sin poder conseguirlo.

P: ¿Y, como la vez anterior, usted no pudo hacer nada para ayudarla?

R: Era igual que antes. Sólo podíamos estar cerca y mirar. Hasta…

P: ¿Sí?

R: Hasta que el señor Hoover entró.

P: ¿Qué sucedió entonces?

R: El señor Hoover dijo «Santo Dios». Parecía asombrado por lo que estaba viendo, y exclamó «Santo Dios» como si de pronto hubiera comprendido lo que estaba pasando.

P: ¿Y qué hizo entonces el señor Hoover?

R: Se acercó a Ivy, que estaba cerca de la ventana, sollozando y dando unos alaridos terribles, y la llamó…

P: ¿La llamó por el nombre?

R: Sí.

P: ¿Qué nombre?

R: Audrey Rose.

P: ¿Reaccionó la niña de alguna manera?

R: Al comienzo no. Tardó un tiempo. El señor Hoover continuó llamándola y tratando de interrumpir la pesadilla. Le decía: «Ven conmigo. Ven, Audrey Rose. Soy papá. Estoy aquí. Ven.»

P: ¿Fue finalmente la niña a su encuentro?

R: Sí. Fue algo increíble. De pronto, pareció haber salido de la pesadilla, y acudió a su encuentro.

P: ¿Cómo se dirigió hacia él?

R: Corriendo. Y le abrazó.

P: ¿Qué sucedió entonces?

R: Él la abrazó y la consoló. A continuación Ivy se quedó dormida. Tranquila.

P: ¿Cómo reaccionaron ante lo que habían visto?

R: Yo no sabía qué pensar. Estaba asombrada.

P: ¿Conversó de esto con su esposo?

R: Sí. Más tarde.

P: ¿Qué opinaba él?

R: Bill creía que se trataba de un fenómeno hipnótico. Parecía convencido de que la había hipnotizado para que actuara como lo hizo.

P: ¿Usted estuvo de acuerdo con él?

R: Sí.

P: Pasemos a la noche siguiente, señora Templeton, la noche del veintitrés. ¿Tuvo Ivy pesadillas esa noche?

R: Sí.

P: Tenga la bondad de describirnos hasta donde recuerde, lo que sucedió esa noche.

R: Lo mismo. Los gritos, las carreras en círculo, los balbuceos. Era una repetición exacta de la noche anterior, sólo que el señor Hoover no estaba presente para ponerle fin. La pesadilla siguió durante horas, hasta que llegó el médico y le dio un calmante.

P: El médico ¿era el doctor Kaplan?

R: Sí. Es su pediatra. Ivy ha estado a su cargo desde que nació.

P: Pasemos a la noche del veinticuatro. Su esposo no estaba en la ciudad, y si no me equivoco, usted estaba sola con Ivy, ¿verdad?

R: Así es.

P: Dígale al jurado lo que pasó esa noche.

R: La pesadilla comenzó alrededor de las diez, y fue la más aterradora de todas. Cuando fui a telefonear al doctor Kaplan dejé la puerta abierta sin darme cuenta, y ella se escapó. Se cayó por la escalera y se hirió. Estaba sangrando, y no había nada que yo pudiera hacer para auxiliarla. Huía de mí cada vez que me aproximaba a ella. Nunca antes la había visto tan desesperada y tan histérica. Corría por el living de una a otra ventana, tratando de acercarse a ellas y retrocediendo luego, como si quisiera escapar. Me aterraba la idea de que pudiera caer accidentalmente por una de ellas.

P: ¿Recibió una visita esa noche?

R: Sí, del señor Hoover. Vino alrededor de las once.

P: ¿Usted le pidió que subiera?

R: Sí.

P: ¿Por qué le pidió que subiera?

R: Porque necesitaba ayuda.

P: ¿No había llamado usted al médico?

R: Sí, pero necesitaba ayuda enseguida.

P: ¿Por qué no llamó a la policía o a uno de los empleados del edificio?

R: Porque necesitaba la ayuda del señor Hoover.

El señor Velie: Su Señoría, si me permite, quisiera informar al tribunal que la señora Templeton sufrió ayer una fuerte conmoción emocional debido a que Ivy resultó ligeramente herida en un accidente. La señora Templeton se encuentra muy agitada y bajo la influencia de un shock emocional, y creo que sería oportuno que se pospusiera el interrogatorio.

El señor Mack: Su Señoría, me parece que eso no es más que un ardid del fiscal para impedir la declaración de la testigo, porque con su declaración quedará destruida la acusación.

El señor Velie: Estoy seguro de que a la defensa le interesa tanto como a nosotros averiguar la verdad, por consiguiente es muy importante que la declaración de la señora Templeton tenga lugar cuando no estén actuando influencias emocionales perturbadoras. Me parece que la suspensión del juicio hasta mañana le daría a la testigo la oportunidad de calmarse, de manera que pueda responder a las preguntas con responsabilidad. Creo que no sólo sería un gesto humanitario, sino también útil a la causa de la Justicia.

El señor Mack: Es precisamente porque la defensa busca la verdad por lo que insiste en que debe permitirse que la testigo declare aquí y ahora. Objeto las consideraciones del señor fiscal sobre las condiciones y estado mental de la señora Templeton, puesto que implícitamente afirma que ella no es capaz de declarar honestamente la verdad en este momento, y solicito que dichas consideraciones sean borradas del acta y que se instruya al jurado para que no las tome en cuenta.

El Juez: No haré que borren esas palabras del acta, pero sí instruiré al jurado para que no tome en cuenta los argumentos esgrimidos por ambas partes, y no los considere como pruebas. Señora Templeton, ¿puede usted seguir prestando declaración?

Señora Templeton: Sí. Estoy perfectamente. Deseo continuar.

El Juez: Puede proseguir, señor Mack.

P: Por el señor Mack: Decía usted, señora Templeton, que necesitaba la ayuda del señor Hoover. ¿Qué clase de ayuda necesitaba del señor Hoover?

R: Necesitaba que pusiera término a la pesadilla de mi hija, que la hiciera terminar, como la vez anterior.

P: ¿Pidió ayuda al señor Hoover?

R: No tuve que hacerlo. Entró en la casa e inmediatamente empezó a hablarle.

P: ¿Qué le decía?

R: Bueno, la llamaba, le decía que él se encontraba ahí ahora, y que todo estaba bien. Le decía: «Audrey Rose, soy papá. Estoy aquí. Aquí.»

P: ¿Eso le sirvió de algo a su hija?

R: Sí, y casi de forma instantánea. Ella pareció reconocerle, igual que la noche anterior, y se arrojó en sus brazos. Y entonces, cuando él estaba consolándola se quedó dormida. Tranquilamente.

P: ¿Qué pasó después de que hubo calmado a su hija?

R: La llevó arriba, le lavó y curó las heridas, y la metió en la cama.

P: ¿Hizo todo eso con su consentimiento, señora Templeton?

R: Sí.

P: ¿Conversó con el señor Hoover en esa oportunidad?

R: Sí.

P: ¿Qué le dijo el señor Hoover?

R: Me dijo que Ivy estaba en peligro. Que el alma de su hija, es decir, de Audrey Rose, estaba desesperada por él y le pedía ayuda a través de las pesadillas de Ivy. Que Audrey Rose era muy desdichada y estaba tratando de escapar de la vida terrena, y que por ello arrastraría a Ivy al peligro.

P: ¿Dijo algo más?

R: Dijo que puesto que el alma de Audrey Rose estaba pidiendo ayuda él debía participar activamente para proporcionarla, que teníamos que unirnos, unirnos estrechamente de modo que todo el amor que yo era capaz de dar y todo el amor que él era capaz de dar se unieran para calmar el alma de Audrey Rose y conseguir así que pudiera descansar.

P: ¿Creyó usted lo que él decía?

R: No. No podía comprender esa forma de pensar. Era totalmente ajena a mi educación y a los conceptos religiosos que se me habían inculcado. No podía creerlo.

P: Señora Templeton, ¿su actitud respecto a lo que él le dijo esa noche sigue siendo la misma ahora?

R: No.

P: Díganos, ¿por qué ha cambiado?

R: (Ininteligible.)

El Juez: ¿Tendría la bondad la testigo de hablar más fuerte?

R: Dije que ahora creo en el señor Hoover y en la verdad de lo que afirma.

El señor Velie: Objeción, Su Señoría.

El Juez: ¿Cuál es su objeción, señor Velie?

El señor Velie: He cambiado de opinión. No haré ninguna objeción.

El Juez: Puede continuar.

P: Por el señor Mack: ¿Hay alguna razón, señora Templeton, que pueda explicarnos y que haya motivado su cambio respecto al señor Hoover?

R: Sí, varias cosas que han sucedido últimamente me han convencido de que los temores del señor Hoover estaban justificados.

P: ¿Qué cosas concretamente?

R: Verá, mi esposo y yo decidimos enviar a Ivy a un internado fuera de la ciudad, al menos mientras durara el juicio. Yo pensaba que allí estaría más segura, lejos de la influencia del señor Hoover. Creía que Audrey Rose, si es que era ella la que provocaba las pesadillas, permanecería tranquila al estar alejada del señor Hoover. Ciertamente, las pesadillas desaparecieron, pero empezaron a pasar otras cosas. Cosas muy sutiles.

P: ¿Por ejemplo?

R: Cogió un catarro. La mayoría de las chicas del colegio estaban resfriadas pero en el caso de Ivy se convirtió en una infección bronquial aguda. Estuvo levantada la mitad de la noche, el sábado pasado, con unos terribles ataques de tos. Y tenía fiebre. No tenía un termómetro a mano, pero pude darme cuenta de que su temperatura era superior a lo normal. No sé cómo pudimos pasar esa noche, fue muy terrible. A la mañana siguiente, Bill sugirió que la trajéramos de vuelta para que el doctor Kaplan pudiera examinarla. Pero yo tenía miedo de traerla aquí, donde estaba el señor Hoover, así que la llevamos al United Hospital, en Port Chester. Era domingo y los médicos de Westport a los que llamamos no podían visitarla. Bien, cuando llegamos al hospital había desaparecido la fiebre y la afección bronquial. No tenía tos, y el doctor que la examinó la encontró completamente sana, salvo una ligera irritación de garganta.

P: ¿Qué significado atribuyó usted a esto, al margen de que su hija había tenido un pequeño catarro?

R: Pensé que todo era un truco para que Ivy volviera aquí. Los ataques de tos y la temperatura pretendían asustarnos para que trajéramos a Ivy a ver al doctor Kaplan. Casi da resultado.

P: Usted acaba de decir «que todo era un truco para que Ivy volviera aquí». ¿Un truco de quién?

R: De Audrey Rose, por supuesto.

El señor Velie: Objeción. La respuesta de la testigo es increíble. Su referencia a la mítica Audrey Rose es prueba suficiente de que se halla sometida a tan fuerte presión emocional que es incapaz de dar un testimonio competente.

El Juez: Se acepta la objeción.

P: Por el señor Mack: ¿Qué más pasó esa noche?

R: Esa noche, la noche del domingo, me quedé en Westport y Bill volvió a la ciudad. Pues bien, yo dormía cuando me despertaron unos ruidos en el dormitorio de Ivy. Cuando fui a investigar qué ocurría encontré a Ivy desnuda en el baño. Estaba de pie frente al espejo, se reía y murmuraba «Audrey Rose», como si la estuviera llamando, como si Audrey Rose estuviera oculta dentro de su cuerpo e Ivy estuviera tratando de ponerse en contacto con ella.

P: ¿Su hija conocía la existencia de Audrey Rose?

R: Sí. Se lo habíamos contado todo la noche anterior. Algunas de las chicas del colegio se habían enterado de lo que estaba pasando aquí y rápidamente hicieron circular la noticia, de modo que pensamos que era mejor que Ivy lo supiera todo.

P: ¿Cómo reaccionó su hija?

R: Sorpresa. Incredulidad. Pero en general lo tomó bastante bien. De hecho, mientras más pensaba en eso más romántico y atractivo le parecía. Le encantaba especialmente la idea de vivir para siempre, sin morir nunca.

P: ¿Qué importancia le atribuyó usted a su actitud frente al espejo?

R: Al principio pensé que sólo se trataba de curiosidad infantil, pero el que estuviera desnuda sugería algo más.

P: ¿El qué?

R: Era como si estuviera exhibiendo, mostrando su cuerpo, obedeciendo las instrucciones de otra persona.

P: ¿Qué persona?

R: Audrey Rose.

El señor Velie: Objeción, Su Señoría. La defensa se las ingenió para que la testigo hiciera referencia a una persona mítica. No hay ninguna evidencia de que esa persona exista.

El Juez: Se acepta la objeción.

P: Por el señor Mack: ¿Pasó algo más esa noche?

R: Sí. Ivy hizo su maleta esa noche y a la mañana siguiente no recordaba haberla hecho. En algún momento, mientras dormía, se levantó de la cama y guardó todas sus cosas en la maleta. Para mí fue un signo muy claro de la necesidad desesperada que tenía Audrey Rose de volver a la ciudad. De todos modos, no sé cómo pensaba hacerlo, Ivy no tenía dinero y nunca había viajado sola en tren. Sin embargo, más tarde, encontré un horario de trenes y un billete de diez dólares en el monedero de Ivy. Había tomado las dos cosas de mi bolso.

P: ¿Ivy las había sacado?

R: Por supuesto que no. Había sido Audrey Rose.

El señor Velie: Objeción, que se basa en la falta de pruebas de que Audrey Rose sea un ser vivo.

El Juez: Aceptada.

P: Por el señor Mack: ¿Sabe usted por qué Audrey Rose estaba tan desesperada por volver a la ciudad?

El señor Velie: Objeción. Su señoría, la pregunta presupone un hecho que no ha sido demostrado, es decir, que existe una persona llamada Audrey Rose.

El Juez: Se acepta la objeción.

P: Por el señor Mack: ¿Sabe usted por qué su hija estaba tan desesperada por volver a la ciudad?

R: Quería estar cerca de su padre.

P: ¿Y quién era su padre?

R: El señor Hoover.

P: Quiere decir, el señor Templeton, ¿no es así?

R: No. Lo que quiero decir es que Ivy estaba siendo impulsada a buscar al señor Hoover.

P: ¿Pasó algo más?

R: Sí. Trató de matar a Ivy.

P: ¿Quién trató de matarla?

R: Audrey Rose.

El señor Velie: Objeción, basada en el mismo hecho que las anteriores. Su Señoría, no hay pruebas de que esa persona exista.

El juez: Se acepta la objeción.

P: Por el señor Mack: ¿Cuándo se produjo ese intento de asesinar a Ivy?

R: Ayer por la tarde. Todas las alumnas del colegio habían colaborado en la construcción de un inmenso monigote de nieve y estaban celebrando una fiesta en la que lo coronan y lo derriten luego. Habían encendido una fogata a su alrededor y lo estaban destruyendo y derritiendo. Es una ceremonia que celebran todos los años. Ivy comenzó a caminar hacia el fuego. No fue un accidente. Lo hizo a propósito. Así me lo aseguró la madre superiora. Me dijo que Ivy había caminado primero hacia el fuego y que después se había arrastrado hasta las llamas. Si no hubiera sido por el guardián, el señor Calitri, que corrió para apartarla de las llamas, Ivy hubiera muerto quemada.

P: ¿Está tratando de decirnos que su hija intentó suicidarse?

R: ¡Oh, no! No era Ivy. Fue Audrey Rose quien trató de matarla. ¿Comprende usted? Audrey Rose estaba atrapada: como no podía volver a la ciudad, intentaba escapar de su vida terrena obligando a Ivy a meterse en el fuego. (La testigo llora y no puede seguir hablando.)

El señor Velie: Su Señoría, me he abstenido de objetar las dos últimas respuestas de la señora Templeton, aunque me parece que habría base más que suficiente en ellas para que fueran eliminadas del acta, ya que sólo pueden considerarse como interpretaciones. Creo que no es necesario más para que el tribunal comprenda que la señora Templeton está tan perturbada por el accidente que casi costó la vida de su hija ayer que simplemente no es responsable de las respuestas que ha dado. Una vez más debo insistir en que sería recomendable declarar el tribunal en receso hasta que la testigo haya tenido tiempo de calmarse y volver a la normalidad.

El Juez: ¿Puede continuar prestando declaración, señora Templeton?

Señora Templeton: Sí, sí. Quiero seguir. Quiero decirlo todo.

P: Por el señor Mack: Señora Templeton, ¿cree usted en la reencarnación?

R: Sí. Creo en ella.

P: Señora Templeton, ¿cree usted que su hija Ivy es la reencarnación de Audrey Rose, la hija del señor Hoover?

R: Sí, lo creo.

P: Señora Templeton, ¿cree usted que el señor Hoover secuestró a su hija?

R: No. Creo que estaba haciendo un acto de caridad y que tenía todo el derecho a entrar en su dormitorio esa noche para ayudarla, para verla, para cuidar de ella, porque creo que lo que él dice es verdad. Creo que la única ayuda que mi hija puede recibir en esta Tierra sólo puede proporcionársela el señor Hoover. Su única posibilidad de vivir es que el señor Hoover quede en libertad. (La testigo llora y no puede seguir hablando.)

El señor Velie: Objeto la pregunta, Su Señoría, porque pretende influir en el veredicto de la Justicia. Y pido que se suprima del acta toda la respuesta de la testigo. El veredicto corresponde darlo al jurado, no a la testigo.

El Juez: Se acepta la objeción. Suprima toda la respuesta del acta. El jurado no debe tomar en cuenta la respuesta de la testigo. Puede seguir, señor Mack.

El señor Mack: No tengo nada más que preguntar, Su Señoría.

El Juez: Señor Velie, puede interrogar a la testigo.

El señor Velie: Su Señoría, en mi opinión esta mujer se encuentra bajo tal tensión emocional que no creo que ninguna de sus respuestas a las preguntas de la defensa guarden ninguna relación con lo que estamos investigando. Por consiguiente, me parece que cualquier interrogatorio por mi parte no haría más que provocar respuestas influidas por su actual estado emocional. Por lo tanto, no haré preguntas.

El señor Mack: Su Señoría, propongo que todo este comentario del señor Velie no figure en el acta y que el jurado no lo tome en consideración.

El Juez: Se acepta la moción. Se suprimirá del acta todo este último comentario del señor Velie, y el jurado no lo tomará en cuenta. Puede llamar a su próximo testigo, señor Mack.

El señor Mack: No tengo más testigos, Su Señoría.

El Juez: ¿Está preparado para la refutación, señor Velie?

El señor Velie: Su Señoría, en vista de la declaración de la señora Templeton, y dado que he decidido no interrogar a la testigo, debido a su estado emocional, solicito un plazo extra para preparar mi refutación, y pido que el tribunal quede en receso hasta mañana por la mañana.

El Juez: Muy bien. El tribunal se reunirá de nuevo mañana, a las nueve de la mañana.

(Con lo que se dio por concluida la sesión.)

El martillo del juez Langley puso punto final a la escena. En ese momento cumbre el público permanecía en un silencio sepulcral, interrumpido periódicamente por los sollozos de la testigo. Un segundo más tarde, se produjo un ruido similar al de un trueno, dramática mezcla de explosiones de sorpresa, felicidad y alegría, provocada por los espectadores al ponerse de pie y por los periodistas al precipitarse hacia las puertas de salida.

Durante todo este pandemónium, Janice Templeton permaneció sentada en la silla reservada a los testigos. Se cubría el rostro con las manos, ocultando así la escena a sus ojos, respirando profundamente para controlar sus lágrimas y el frío que sentía en sus huesos. Sin embargo, podía sentir el relampagueo de mil ojos clavados en ella, incluyendo los de Bill —cuánto odio debía haber en ellos— y, a pesar de todo, se sentía purificada, aliviada de la ansiedad que había estado devorándola durante los últimos meses y que, de pronto, había desaparecido.

Advirtió que el ruido había disminuido en la sala. ¿Estaban todos contemplándola en silencio? Y abrió los ojos. Lo primero que vio fue la borrosa imagen de Elliot Hoover, rodeado de sonrisas y curiosos por todos lados. Con un guardia a cada lado, se había rezagado a propósito, esperando que Janice levantara la mirada, insistiendo en su derecho a agradecerle, a expresarle su gratitud por todo lo que había dicho, por el riesgo que había tomado al asumir su defensa.

La visión de Janice se aclaró y pudo ver lágrimas en los ojos del señor Hoover. Le estaba mirando y afirmaba con la cabeza, como si con ese gesto quisiera decirle: «Comprendo, comprendo.»

Janice quería mirar hacia otro lado, pero no se atrevía a hacerlo hacia donde Bill estaba sentado. Era demasiado pronto para enfrentarlo, se sentía demasiado débil para todos los problemas que aparecerían en ese sector de su vida.

Lo que finalmente la hizo mirar hacia otro lado fue la voz de Scott Velie. Le habló en voz baja, con una nota de urgencia en su voz para decirle:

—Señora Templeton, vamos a tener una reunión en mi oficina después del almuerzo. ¿Puede usted asistir? —preguntó, sin ningún entusiasmo. Parecía tan carente de vitalidad como sus propias palabras. Repitió—: ¿Puede asistir?

Casi sin darse cuenta asintió con la cabeza, y lo vio darse vuelta y marcharse rápidamente por la puerta.

Reunió todo su valor para enfrentar a Bill, pero cuando le buscó con la mirada descubrió que su silla estaba vacía.

Scott Velie estaba sentado solo en su despacho. Sus ojos recorrían los estantes, llenos de sombríos volúmenes legales hasta el techo. Le parecía que esa atmósfera oscura y cetrina, y lo que representaba, le ayudaba a pensar, hacía descansar su espíritu. Ese era su depósito de ideas, su archivo de información, su cabina telefónica, todo concentrado en un solo lugar. Encajaba con sus estados de ánimo y con su temperamento como un viejo guante, y le calmaba cuando tenía problemas, le aportaba nueva energía en los momentos en que el cansancio parecía obnubilar su cerebro, y le levantaba el ánimo cuando se sentía deprimido.

¿Por qué le había fallado su instinto esta vez?

En circunstancias normales se habría dado cuenta de que la señora Templeton estaba al borde de un colapso. Habría captado los signos en sus miradas rápidas, en sus numerosas sonrisas, en esos cientos de pequeños gestos a los que recurría para disimular sus miedos y culpas. Todas las señales habían sido desplegadas, sólo le había faltado gritar para hacerle saber que estaba a punto de derrumbarse. ¿Por qué no se había dado cuenta?

Velie era consciente de que su instinto, ese raro y frágil mecanismo, no funcionaba bien. A los sesenta y tres años, después de prestarle servicios durante tantos años, le había fallado.

En los treinta y dos años de desempeño de su profesión, había visto desfilar ante él todas las miserias humanas, gente de todas las edades, sexos, colores, formas y tamaños. Todos los vicios habían pasado por su puerta: drogadictos, vendedores de narcóticos, prostitutas, alcahuetes, ladrones, asesinos. Había sentido compasión por muchos de ellos, especialmente por aquellos a quienes la miseria había condenado desde su nacimiento, los perdedores de siempre, que, ni siquiera en este gran país con tantas oportunidades habían podido encontrar nunca su camino. Los conocía bien. Eran el telón de fondo de su juventud y todavía acechaban en algún rincón de su memoria. A veces, podía reconocer su propio rostro en el del hombre que estaba en pie al otro lado del escritorio; en esa desesperanza, en ese miedo constante de esos jóvenes, había algo que le era familiar, y se preguntaba cómo se las había ingeniado él para escapar de un destino parecido. En algunas oportunidades se reconocía en el otro con tanta claridad, que permitía que le derrotara algún abogadillo imberbe, sin sentir por eso que estaba traicionando a la Justicia.

Y también estaban los de la clase de Hoover. Los marfileños Hoovers de este mundo, beneficiados por todos los privilegios de una sociedad condescendiente, gente inteligente y con medios que caminaba por la vida recogiendo las oportunidades que iban cayendo sobre sus rodillas, gente que no tenía nada mejor que hacer que entretenerse con fantasías y juegos frívolos, con locuras, convencidos de que tenían derecho a hacer víctimas de su imaginación a personas decentes, respetuosas de la Ley.

La declaración de Janice Templeton era buena prueba de la contaminación que este tipo de influencias ejercía en personas indefensas y buenas. Ella deseaba con tanta intensidad que su hija se viera libre del dolor y el sufrimiento de la locura, que estaba dispuesta a aceptar cualquier teoría, por desquiciada que fuera. Había aceptado las afirmaciones de Hoover sobre la reencarnación como un paciente desahuciado acepta una mentira que afirma curar el cáncer: por desesperación. Hoover no sólo la había engañado, sino que había destruido un matrimonio feliz.

Velie se había dado cuenta de que todo había terminado entre los Templeton por la manera cómo se sentaban y evitaban mirarse durante las sesiones. Eran dos extraños. Peor aún, eran enemigos. Ella no podía enfrentarlo, y él no soportaba mirarla. Janice solía tener una expresión suave, fría y lejana, y parecía situarse en su propio plano astral.

La única vez que la vio reaccionar fue cuando Velie hizo su sugerencia. Su cara empalideció completamente, pero Bill, en cambio, dio la impresión de aumentar de estatura, y de estar encantado con la posibilidad. Especialmente cuando vio la reacción de su mujer, su palidez y una transformación de su expresión que la hizo parecer lunática. Fue precisamente esta manera de reaccionar lo que hizo que Bill mordiera el anzuelo; en realidad apenas consideró la proposición, pero la aceptó para mortificar a su esposa. Sí, Hoover había hecho un espléndido trabajo con esos dos haciendo que aflorara en ellos lo peor de cada uno.

Cuando Velie les propuso lo que pensaba nunca esperó que ninguno de ellos aceptaría. Ni siquiera él mismo estaba muy convencido de que su idea sirviera para nada. Se trataba de algo completamente ajeno a su manera de ser, de una estupidez, de ese tipo de imbecilidades que encantaban a Mack, pero como ése era el terreno en el que tenía que luchar y eso era a lo que estaban jugando no tenía más remedio que devolver la pelota con el mismo estilo con que se le habían arrojado a la cara. Tal vez fuera la única manera de tratar con Brice Mack y con los de su especie. Conocía ese tipo de batallas, y sabía perfectamente cómo había que actuar en medio de toda esa mierda en la que se había visto envuelto.

Se puso en pie y se dirigió a la ventana. Para variar, el cielo del atardecer era muy azul. Tal vez el tiempo fuera bueno durante el fin de semana. Le había prometido a Ted y a Virginia que lo pasaría con ellos en Pennsylvania y esperaba con ansiedad ese momento. Iba a ser bueno pasar unos días juntos como viejos amigos. Desde la muerte de Harriet eso era todo lo que le quedaba, lo único con lo que podía contar: el afecto de un par de viejos amigos.

Supo por qué se había acercado a la ventana cuando vio que la esbelta figura de Janice Templeton descendía las escaleras de los Tribunales, seis pisos más abajo. Sentía curiosidad por saber si ella y su marido saldrían juntos del edificio. Al verla bajar sola y dirigirse a la parada de taxis, se preguntó si no tendría él tanta parte de culpa como Hoover en la ruptura del matrimonio.

¿Qué le había dicho Janice a su marido, con ese aire ausente, de obsesa? Ah, sí. «¿Serías capaz de someter a tu propia hija a una cosa tan monstruosa como ésa?» ¿Y qué había respondido burlón Bill? «No más monstruosa que lo que tú estás dispuesta a hacer.»

Scott Velie vio cómo se alejaba el taxi que llevaba a Janice. Unos segundos más tarde bajó Bill que caminó en dirección a Pinetta.

Suspiró. Esa noche habría un lecho solitario y frío en casa de los Templeton.

Velie sabía lo que significaba un lecho solitario y frío. Los últimos cinco años hacían de él un experto en la materia.

El juez Langley entró en la sala con decisión, lo que constituía una novedad, caminando con determinación y provocando un revolotear de su toga. Se instaló en su estrado y contempló al público. Le agradó ver que una vez más la sala estaba abarrotada. Otra jornada en la que la Sala Siete cumpliría con su sagrado deber de impartir justicia con equidad, imparcialmente, ante los ojos de un público que tenía el derecho de saber, el inalienable derecho de perder allí su tiempo, de reírse con disimulo, de murmurar y de lanzar alaridos de sorpresa ante el drama que se desarrollaba ante sus ojos. ¡Porque de un drama se trataba! Todo un espectáculo. Una función con más suspense, más vuelcos y sorpresas que un circo de tres pistas.

Sus pensamientos estaban mezclados con una ligera preocupación. Un caso así tenía lugar una sola vez, si es que se tenía esa suerte, en la vida de un jurista. Había llegado tarde la suya, pero finalmente había llegado y se proponía sacarle el máximo provecho. Le fotografiaban constantemente, la prensa consultaba su experta opinión y, apenas ayer por la tarde, una de las agencias más exclusivas de conferencistas le había ofrecido un suculento contrato. El juez Harmon T. Langley tenía la reconfortante sensación de haber alcanzado finalmente el éxito.

El repentino y expectante silencio en la sala interrumpió sus elucubraciones sobre el feliz futuro que le esperaba, y le obligó a concentrarse de inmediato.

—Si está dispuesto a comenzar su refutación, puede hacerlo, señor Velie —dijo, mirando a los dos abogados oponentes.

Y en su interior agregó una plegaria silenciosa: «Haz, Señor, que tengan la sabiduría de seguir echando buen material al caldero, para que yo alcance el éxito.»

Velie se puso de pie y sonrió desganado.

—Muchas gracias, Su Señoría. Llamo como testigo al doctor Gregory Pérez.

En la mesa de la defensa Brice Mack se sentía cómodo y relajado. Su sonrisa indicaba la absoluta despreocupación que sentía por la presencia del testigo convocado por el fiscal. No pasaría mucho tiempo, sin embargo, antes de que se le congelara la sonrisa ante el tipo de preguntas que estaba haciendo Velie.

—Doctor Pérez —dijo Velie, aproximándose con manifiesta cortesía hacia el testigo—, si no me equivoco, usted declaró antes que la hipnosis es una herramienta terapéutica que la mayoría de los psiquiatras utiliza, incluido usted. ¿Es así?

—Así es. Muchos psiquiatras emplean técnicas de hipnosis en sus terapias.

—Una de esas técnicas se conoce con el nombre de hipnosis regresiva, ¿verdad?

El doctor Pérez le miró impertérrito y respondió:

—Sí.

—¿Qué se entiende exactamente por hipnosis regresiva?

—Es el proceso mediante el cual un sujeto retrocede bajo hipnosis a un período anterior de su vida, y puede volver a experimentar las emociones, los recuerdos, pensamientos y actitudes propias de esa edad. Una persona que haya experimentado una regresión en su edad por efecto de la hipnosis se comportará exactamente como si volviera a tener esa edad.

Mientras el médico respondía a la pregunta, el fiscal había comenzado a volverse en dirección al jurado. Los estaba mirando a ellos cuando formuló su próxima pregunta:

—¿Cuántos años puede retroceder una persona hipnotizada?

—En teoría no hay límites, pero no se hace retroceder a una persona más allá de la edad en la que aprendió a hablar —su voz seguía al fiscal, que lentamente se iba aproximando al jurado—. Teóricamente se puede provocar una regresión a la temprana infancia, pero puesto que a esa edad no se sabe hablar es imposible que informe sobre sus experiencias. De modo que, generalmente, cuando provocamos una regresión de la edad hacemos que el paciente llegue a su niñez, y nuestro objetivo es recuperar los recuerdos de acontecimientos que tuvieron lugar en esa época, y que el paciente haya podido reprimir y que estén afectando su conducta y sus sentimientos como adulto. Para eliminar esos factores responsables de una conducta neurótica tratamos mediante la hipnosis regresiva de revivir esos recuerdos «ocultos».

Velie se detuvo ante la barandilla del jurado. Preguntó:

—¿Pero es posible hacer volver a una persona a su infancia?

—Sí.

—¿Es posible provocar una regresión que haga retroceder al sujeto a una época anterior a su infancia? Digamos, ¿al estado fetal, en el vientre de su madre?

Pérez titubeó.

—Es teóricamente posible, siempre que el sujeto tenga conciencia de lo que le está ocurriendo. Pero no nos enteraríamos de nada, puesto que un feto no puede relatar sus experiencias, ni hablar de sus pensamientos y emociones.

Velie aferró la barandilla, inclinó dramáticamente su cuerpo hacia adelante, y preguntó enunciando con claridad cada palabra:

—Doctor Pérez, ¿mediante la regresión hipnótica es posible hacer retroceder a una persona más allá del estado fetal, más allá de su existencia presente, hasta hacerle llegar a una existencia previa?

La pregunta provocó un acceso de risa nerviosa en el médico.

—Bueno, hay algunos médicos que afirman no sólo ser capaces de provocar una regresión hasta antes del nacimiento, sino que también pueden provocar una regresión de varias personalidades diferentes en un mismo sujeto —sus palabras fueron adquiriendo un ritmo de staccato—. Aseguran haber tenido pacientes que bajo hipnosis demostraron haber vivido una existencia anterior, en otra época, y con otra identidad, y que hablaban en idiomas que desconocían en su estado normal. Para responder a su pregunta puedo decirle que en teoría se podría hacer. Es un tema muy controvertido, algunos lo creen posible y otros no, pero hay médicos que afirman haber provocado una regresión del paciente hasta llegar a otras existencias.

Los ojos de Velie recorrieron el campo de batalla, analizando disimuladamente las reacciones de los periodistas, espectadores y, muy especialmente, del acusado y de su abogado defensor. El señor Hoover y su abogado parecían enfrascados en una discusión en voz baja, pero bastante violenta. Velie tuvo la impresión de que el señor Hoover estaba tratando de impedir que Mack objetara el procedimiento, y se sintió encantado al comprobar el efecto devastador que sus preguntas habían conseguido. Su joven contrincante se había mostrado lleno de satisfacción, hasta el momento en que se encontró revolcado en su propia mierda.

—Doctor Pérez —dijo Velie, dirigiéndose a él— si este tribunal se lo pidiera, ¿podría intentar usted provocar una regresión que llevara al sujeto más allá de las fronteras de su vida presente, hasta una existencia anterior, si es que una cosa así existe?

El doctor Pérez se encogió nerviosamente de hombros.

—Nunca he intentado nada semejante.

—¿Estaría dispuesto a intentarlo?

Pérez se agitó incómodo en su silla.

—Estaría dispuesto si el Tribunal desea que lo intente.

Brice Mack, incapaz de seguir conteniéndose, explotó:

—Objeción —gritó—. Su Señoría, todo esto no es más que una especulación. Me parece obvio hasta dónde pretende llegar el fiscal y me opongo terminantemente a ello. No sólo es algo muy irregular, sino que se trata de un intento vulgar y vergonzoso del fiscal para influir en el jurado.

Un murmullo de excitación recorrió la sala. Un golpe de martillo restauró la calma, y el juez Langley se dirigió al abogado defensor.

—Tal vez tenga usted razón, señor Mack —dijo amablemente—, y la pregunta puede prestarse a especulaciones, pero como el testigo es un experto permitiré que el fiscal prosiga hasta que yo pueda ver adonde quiere llegar con sus preguntas.

Velie aprovechó de inmediato la autorización del juez para proseguir.

—Su Señoría, tengo que hacerle al tribunal una petición que quizá pueda parecer extraña —dijo muy serio—, pero creo que éste es un caso extraño también. Es un caso que ha llamado la atención de todo el país, e incluso del mundo entero, y considero que en nuestro interés porque se haga justicia debemos hacer uso de todos los medios que puedan hacernos llegar a esa verdad, y que Vuestra Señoría debería autorizar un experimento mediante el cual el doctor Pérez someta a Ivy Templeton a una hipnosis regresiva con el objeto de probar de hecho si vivió o no una existencia anterior, y si dicha existencia anterior corresponde a los términos planteados por la defensa. Recomiendo que el experimento se realice en el hospital de Darien, Connecticut, donde Ivy Templeton se encuentra internada recuperándose de las quemaduras que sufrió hace unos días. Me he tomado la libertad de visitar dicho hospital para comprobar personalmente el tipo de comodidades que ofrece. En el pabellón psiquiátrico el Tribunal podría disponer de la sala donde médicos y alumnos estudian los casos sin ser vistos por el paciente. Dicha sala tiene un espacio amplio, detrás de un cristal que impide que el paciente pueda ver lo que hay al otro lado, y en el que fácilmente cabría el jurado, la defensa, los abogados y periodistas, y Vuestra Señoría. Los médicos que cuidan de Ivy Templeton me han asegurado que la niña está en condiciones físicas de resistir el esfuerzo de una sesión de hipnosis y que no ven inconveniente en que se lleve a cabo. En el entendido de que Su Señoría velará para que se tomen todas las medidas necesarias para que este experimento sea llevado a cabo con la máxima justicia para ambas partes —sonrió sin ninguna naturalidad—, creo que la defensa no podrá menos que estar de acuerdo con que se lleve a cabo, si, como dice, cree verdaderamente en la reencarnación.

Mack había permanecido de pie durante toda la perorata de Velie. Tenía en el rostro una expresión de sorpresa e incredulidad. Su voz, una vez que la hubo recuperado, era apenas un susurro cuando dijo:

—Su Señoría, esto me parece increíble.

—¿La defensa tiene alguna objeción? —preguntó el juez Langley.

—Sí. La defensa objeta enérgicamente el experimento, basándose en que dicha prueba no puede considerarse concluyente. Es imposible llevar a cabo dicho experimento con una garantía absoluta de exactitud —empleó un poco convincente tono burlón para agregar—: Y si el hipnotizador no es capaz de hacer que Ivy retroceda en el tiempo más allá de su nacimiento, eso no probará que la reencarnación no exista, sino que el doctor Pérez no es muy bueno como hipnotizador.

Velie sonrió irónico y dijo:

—No fue el fiscal quien presentó al doctor Pérez como un calificado profesional, digno de toda confianza, sino la defensa. Y ahora, esa misma defensa está tratando de negar la competencia profesional de su propio testigo.

El juez Langley giró en su silla para considerar la situación, pero de hecho ya había decidido en el momento mismo en el que Scott Velie había presentado su moción. Trasladar a todo el tribunal a un hospital, con todo el dramatismo que eso significaba, con el cristal que sólo permitía ver desde un solo lado, hipnotizar a una niña, la búsqueda de una existencia anterior llevada a cabo por la ciencia y la Ley, eran todos ellos elementos que proporcionarían un jugoso interés a su gira de conferencias. Por supuesto, era consciente de que la defensa tenía razón al alegar que el experimento no podía considerarse como una prueba concluyente, de naturaleza sustantiva.

La suavidad casi sensual en los ojos del juez y la expresión ausente de su rostro, eran indicios de algo que los dos abogados habían llegado a conocer muy bien. La reacción de ambos fue simultánea, y provocó una estruendosa intervención de Brice Mack.

—¡Reitero mi objeción, Su Señoría! Este experimento no sólo es algo completamente irregular sino que…

—Yo no lo objeto, Señoría —gritó Hoover, cubriendo con su voz la de su abogado, y poniéndose en pie, lo que obligó a sus guardias a hacer lo mismo—. Quiero que se haga el experimento y lo autorizo.

La imprevista intervención de Hoover puso en movimiento a varios periodistas e hizo aumentar la tensión en la sala.

Brice Mack miró ceñudo a su cliente, y dijo en tono frío y desafiante:

—Yo mantengo mi objeción, Señoría.

—Y yo insisto en que se haga el experimento —afirmó Hoover decidido.

Se oyó el ruido de las sillas que crujían cuando los espectadores de la última fila se pusieron en pie para tener una mejor visión de lo que estaba ocurriendo.

—Siéntese, señor Hoover —ordenó el juez—. Tiene un abogado para que le represente, y usted no está autorizado para hablar.

Las delgadas mejillas de Hoover se encendieron de ira.

—En ese caso, prescindo de mi abogado, Señoría.

Brice Mack empalideció y dijo:

—¿Me concede unos minutos, Vuestra Señoría?

—Concedido.

Anonadado, se acercó a su cliente y empezaron a hablar en voz baja junto a la mesa de la defensa. El juez esperó pacientemente a que terminaran los movimientos de las manos y las negativas con la cabeza que puntualizaban la discusión. Finalmente, Brice Mack se puso de pie y enfrentó al tribunal, luchando por dar la impresión de que controlaba una situación desastrosa. Con voz firme dijo:

—Retiro mi objeción, Su Señoría. Mi cliente está ansioso por que se lleve a cabo el experimento, ya que está seguro que así se manifestará la justicia de su causa.

Hundido en su silla, Bill Templeton contemplaba gozoso la humillación e ignominia de Brice Mack. El desgraciado había pagado un alto precio y ello era evidente.

El juez habló con gentileza desacostumbrada.

—No veo ninguna razón por la cual este tribunal no deba autorizar el experimento. Después de todo, se trata de un caso de dimensiones muy curiosas y, como muy bien señaló el señor Velie, de importancia mundial. Y puesto que he permitido márgenes muy amplios para la defensa, no me parece que pueda aplicar restricciones arbitrarias al fiscal en su búsqueda de un camino propio para llegar a la verdad. Sin embargo, exijo que haya algunas normas respecto de la forma en que se hará el experimento y a la certeza de que se está llevando a cabo correctamente, que con toda honestidad se está buscando un resultado verdadero, y que la persona, o las personas, que lo dirijan reúnen todos los requisitos para ese tipo de trabajo —se dirigió al fiscal y continuó—: En vista de la objeción de la defensa, señor Velie, he decidido que además del doctor Pérez estén presentes otros dos psiquiatras que hayan practicado la hipnosis en el tratamiento de sus pacientes. Este tribunal designará a los dos expertos y procurará conseguir a las personas más calificadas que le sea posible conseguir.

La sala permaneció en un silencio expectante mientras el juez hacía anotaciones en un papel y miraba sin ninguna expresión a aquella masa de rostros ansiosos, para proseguir después:

—Si no hay más preguntas, permaneceremos en receso hasta el próximo lunes, lo que dará tiempo suficiente para que el Tribunal consiga a los dos psiquiatras adicionales, y todo cuanto sea necesario para llevar a cabo el experimento. El acusado continuará bajo custodia.

Janice se enteró por la radio.

Los periódicos confirmaron la noticia de su derrota.

El tribunal no sólo estaba dispuesto a aceptar semejante barbaridad, sino que Elliot Hoover lo había aprobado sin restricciones.

Janice se quedó de pie en medio del dormitorio, perpleja, escuchando la voz aguda del locutor que leía los horripilantes detalles del caso.

El experimento tendría lugar el lunes por la mañana. En el hospital de Darien. Todo el tribunal se trasladaría hasta allí. Jurado, juez, abogados y acusado observarían la escena, ocultos detrás de un cristal. Tres psiquiatras serían los encargados del experimento. No se admitiría público. Se prepararía una sala de televisión con circuito cerrado para la prensa.

Apagó la radio, corrió al teléfono y llamó a Informaciones. Tal vez Bill todavía estuviera en el edificio de los Tribunales. Y si no estaba él hablaría con Scott Velie o el juez Langley. No daría su consentimiento. Después de todo, ella era la madre de Ivy y tenía algunos derechos también.

No encontraron a Bill en los Tribunales, Scott Velie acababa de marcharse y estaría fuera de la ciudad durante el fin de semana, el juez Langley tal vez se encontraba aún en su despacho. Tuvo que esperar.

Una voz masculina y envejecida respondió. No era la del juez Langley.

—¿Quién le llama?

—Janice Templeton.

—Habla usted con John Cartright, señora Templeton, el alguacil de la sala.

—Necesito hablar con el juez Langley. Es muy urgente.

—El juez no está aquí ahora, señora Templeton. ¿Puedo ayudarla en algo?

—Se trata de mi hija. Y del experimento. No quiero que lo hagan. Me niego a dar mi autorización.

—Trataré de hacerle llegar su mensaje al juez.

Los dedos del pánico parecían recorrerle el cuerpo mientras se duchaba y ponía en una maleta ropa suficiente como para una larga estancia fuera. Sus manos se movían mecánicamente, apenas sí tenía conciencia de lo que estaba haciendo, y su mente funcionaba a toda velocidad. Debía llegar hasta donde estaba Ivy. Tenía que quedarse con ella. Era preciso impedir el experimento de alguna manera.

La cabeza le dio vueltas cuando levantó la pesada maleta y la arrastró por el pasillo hasta el living.

Salió al pasadizo exterior y llamó el ascensor. Mientras Ernie iba a buscar la maleta, Janice se quedó de pie frente a la puerta. Miraba nostálgica hacia el living. Le dio una larga, dolorida y lúcida ojeada, pensando en todo lo que dejaba atrás, preguntándose si alguna vez volvería a ser la misma de antes, si ella, Bill e Ivy podrían volver a compartir la hermosa existencia que habían creado para ellos tres.

«Dios mío, no permitas que esto sea el final», imploró con los ojos llenos de lágrimas ante el pensamiento de cuanto podía perder. «No permitas que esto sea el final», pedía, pero en lo más profundo de su corazón sabía, como lo había sabido siempre desde ese primer día en el colegio en que había visto al hombre con las patillas y el bigote, que un día tendría que actuar en el último acto, y que todo se desarrollaría de acuerdo a unos términos y de una manera que el propio final señalaría.