Llegaron al hospital, en las afueras de Darien, en las horas grises del atardecer. Hacía mucho frío, y a los dos les pareció que iba a nevar, pero no hablaron de esta posibilidad.
Salieron a recibirlos al salón de Recepción, que quedaba inmediatamente detrás de las puertas centrales, y la madre Verónica Joseph empezó a hablar incluso antes de que Bill y Janice hubieran tenido tiempo de detenerse un segundo. Al mismo tiempo que la monja habló un médico de edad, el doctor Webster, y su voz serena y profesional tranquilizó a los pálidos y preocupados padres. Tanto la religiosa como el médico siguieron hablando animadamente; Bill y Janice intentaban seguir simultáneamente dos corrientes distintas de pensamiento mientras caminaban por un ancho corredor, en el que podía verse algunas enfermeras y a algunos grupos familiares reunidos detrás de puertas semicerradas. El torrente verbal de la monja se refería a los hechos. Y la voz baja e inquieta de la madre Verónica Joseph recreaba en detalle el accidente, del que había sido testigo presencial. Se había producido sin que nadie pensara que podía ocurrir y habría terminado en una verdadera tragedia de no haber mediado la rápida intervención del señor Calitri. El torrente verbal del médico era más complejo. Hablaba de la extensión y del diagnóstico de las quemaduras de Ivy. Sólo eran de primero o segundo grado, y habían producido un ligero shock nervioso, pero no existían indicios de que pudiera desarrollar una toxemia o una septicemia. Les daba ánimo:
—Afortunadamente llevaba mucha ropa encima, y estaba rodeada de nieve por todos lados. No ha sufrido daño alguno en el cuerpo y sólo tiene unas ligeras quemaduras en la cara. No hay señales de que el tracto respiratorio haya sufrido daños, y el vello de la nariz ni siquiera ha sido chamuscado. No tiene tos ni está ronca. No expectora sangre ni tampoco partículas de carbón, fenómenos habituales en este tipo de accidentes. Tiene unas hinchazones temporales en la cara, una irritación en la mejilla izquierda, las dos cejas chamuscadas y unas pequeñas costras —soltó una risita—. Nada que pueda echar a perder en forma permanente su belleza.
Janice, que caminaba bastante por delante del médico y de Bill, se esforzaba por escuchar su conversación, pero la distancia y el continuo parloteo de la madre Verónica Joseph lo hacía imposible.
—… y creo que debe saber, señora Templeton —murmuró la monja con un ligero matiz de complacencia—, que nada semejante había ocurrido nunca en Mount Carmel, y tampoco tendría que haber pasado nada esta vez. No fue un accidente. Su hija caminó primero, y se arrastró después, en dirección al fuego.
Janice se sobresaltó, pero negó con la cabeza y sin ninguna convicción replicó:
—Debe estar equivocada, madre. ¿Por qué iba a hacer Ivy una cosa así?
—Eso no lo sé, señora Templeton. Pero no puedo estar equivocada respecto de algo que yo misma vi. No le estoy diciendo que la niña sabía lo que estaba haciendo, sólo le digo que no fue un accidente.
Ivy estaba sentada en la cama y hojeaba sin entusiasmo una revista. Su cara brillante por efecto de la crema parecía ligeramente quemada. Su largo cabello estaba chamuscado y se lo habían cortado muy corto. Al ver a sus padres se puso a llorar y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Bill y Janice corrieron a su lado pero el doctor Webster les indicó que no debían abrazarla.
—Ya está bien, mi niña —la consoló Bill, de rodillas a su lado y acariciándole una mano.
Sentada sobre la cama, Janice tomó la otra mano. Durante un tiempo, Ivy no pudo hacer otra cosa que mirar a sus padres y sollozar desesperada. Finalmente, gritó muy angustiada:
—¿Qué me pasó? ¿Por qué lo hice?
—Fue un accidente, princesa —dijo Bill en voz baja, tranquilizadora.
—No, papá, lo hice a propósito. Dicen que yo caminé hasta meterme en el fuego, pero no recuerdo haberlo hecho.
La cara de Bill se puso tensa.
—¿Quién dice eso?
Los ojos de Ivy buscaron la majestuosa figura vestida de negro que estaba a los pies de la cama.
—La madre lo dice —respondió llorando.
Bill apartó con un dedo el cuello de su camisa de la piel como si se ahogara y dijo:
—La madre está equivocada —y se volvió hacia la monja con una expresión furibunda—. Además, ¿para qué diablos hacen fogatas? —dijo con voz ronca—. ¿Cómo se puede explicar una diversión de ese tipo en un convento? Les mandamos nuestras hijas para que tengan paz y las protejan ¡y ustedes se dedican a encender fogatas!
La madre Verónica Joseph no respondió a la furia de Bill, y hubo un silencio tenso hasta que la anciana religiosa, con los labios firmemente apretados, se obligó a sí misma a hablar.
—Les espero fuera —dijo con calma. Y aferrando el rosario se marchó de la habitación.
El doctor Webster tosió y en voz muy baja habló con la enfermera que estaba allí, atenta y servicial, pero tan discreta que Janice no había advertido su presencia.
—¿Qué me está pasando? —preguntaba Ivy, en un quejido que era como un lamento continuo—. ¿Qué me está pasando?
Janice meditó la pregunta. La respuesta sólo la conocía ella, y otra persona. No tenía ninguna duda respecto a quién había estado detrás del accidente, como tampoco la tenía sobre cuáles eran las intenciones últimas de Audrey Rose. Elliot Hoover se lo había advertido: «Seguirá empujando a Ivy hacia el origen de su problema, intentará volver a ese momento, y someterá a Ivy a peligros tan dolorosos y destructivos como el fuego que le quitó la vida a Audrey.» Sí, a Audrey Rose no le importaba hacerse presente y seguiría actuando. Al pensar cuan fácilmente podrían perder a Ivy se estremeció. «… Audrey continuará martirizando el cuerpo de Ivy hasta que su alma pueda liberarse.». No había nada que pudiera detenerla, nada que pudiera hacerla vacilar en sus propósitos. Aunque, tal vez…
Su propio pensamiento la asustó. Sentada muy derecha, casi petrificada, escuchaba la voz cariñosa de Bill que lentamente iba devolviendo la calma a la aterrada niña. Titubeó antes de proseguir el hilo de sus pensamientos. Estaba segura de que una acción tan sólo podía producir un resultado. ¿Había encontrado la solución demasiado de prisa? Era una solución extraña y curiosa y, sin embargo, abría posibilidades insospechadas, porque era la única respuesta posible. Anda con cuidado, previno una voz interior. Analiza la situación con mayor profundidad. Los pasos siguientes son muy peligrosos. Las decisiones que tomes en las próximas doce horas pueden hacer estallar el mundo que conoces.
No salieron del hospital hasta las nueve y cuarto. A ninguno de los dos le sorprendió comprobar que la madre Verónica Joseph no había esperado. Encontraron al doctor Webster en el salón de Recepción, enfrascado en una animada conversación con un paciente que ocupaba una silla de ruedas.
Cuando los vio venir, se disculpó con el anciano y se reunió con ellos en la puerta. Les reiteró su confianza de que Ivy se recuperaría por completo, y les aseguró que probablemente podría abandonar el hospital en el fin de semana. Janice preguntó si se le podría pedir a la enfermera Baylor que acompañara a Ivy durante la noche.
—Termina su turno a las doce —dijo el doctor.
—¿Y no hay nadie que la reemplace? —preguntó Janice.
—Sólo la enfermera encargada del piso, pero no hay ninguna razón para que se preocupe, controla todas las habitaciones desde el monitor de televisión.
Janice frunció el ceño.
—¿Puede conseguir a alguien que se quede con ella?
Bill le dio una rápida mirada, y se dirigió al médico.
—Sí, queremos una enfermera particular.
El doctor Webster pensó un momento. La petición encerraba una urgencia que no podía ignorar.
—Veré lo que puedo hacer —respondió finalmente.
Había cesado de nevar y caía una suave llovizna. Bill condujo por la Boston Post Road en búsqueda de un restaurante que no estuviera lleno. Al sur de Stamford encontró uno con sólo unos pocos coches estacionados fuera.
El comedor estaba casi vacío. Un camarero les condujo a una mesa pegada a la pared, lejos de las otras que estaban ocupadas. Después les trajo las bebidas y ordenaron una cantidad desacostumbrada de comida.
No hablaron hasta que se llevaron los platos donde habían comido la carne y les volvieron a llenar las copas. Fue Bill quien habló, no Janice. Decía tonterías sin importancia, cosas agradables que no exigían esfuerzo mental ni emocional. Janice estaba sumergida profundamente en su propio torbellino interior, y agradecía a Bill que no deseara conversar del único tema que obsesionaba a los dos. Su reacción ante las palabras de la madre Verónica Joseph había sido completamente explícita respecto a sus sentimientos, y había tenido la clara intención de servir a Janice de advertencia.
Para Bill se trataba de un accidente. Nada más. Sugerir otra cosa no conseguiría más que reavivar su furia, y desencadenar todo el torrente de su burla y sarcasmo. No tenía objeto que confiara sus pensamientos a Bill. Ni ahora ni nunca. Sus temores por la seguridad de Ivy, por su vida, serían una preocupación absolutamente secreta.
Apartó a Bill de sus pensamientos, y con las inocuas divagaciones de su marido como música de fondo se dedicó a analizar las consecuencias de una decisión que debía tomar antes de la mañana.
Bill se dio cuenta de que estaba distraída y dijo malhumorado:
—¿En qué mierda estás pensando?
—¿Qué? —preguntó sobresaltada.
—Revoloteando por el espacio con los espectros y los duendes, ¿eh?
En su cara se dibujó una desagradable mueca burlona, terminó de beber su copa y pidió otra. El silencio de Janice le intrigaba.
—Supongo que estarás de acuerdo con la Reverenda madre —dijo, y sin esperar un comentario prosiguió—: Pero no importa nada con quién estés de acuerdo o lo que pienses. Hoover está derrotado. La exhibición de ayer tarde en los Tribunales fue su última salva, y no significó nada. Velie dice que ya no tienen forma de seguir con el circo, no tienen a nadie más a quien recurrir fuera de nosotros —se rió satisfecho—. Nadie más, fuera de nosotros. A no ser que decidan interrogar a Hoover o traer a algún otro pájaro raro de Tumbuctú —esta idea le pareció muy cómica y se rió—. Gunga Din —dijo, redondeando su pensamiento.
Le trajeron su copa. La bebió y pagó.
No volvieron a hablar mientras recorrían la Merritt Parkway. Hacía frío en el interior del coche porque se había estropeado la calefacción, un hecho que contribuyó decididamente a que Bill volviera a estar sobrio. Cuando estaban aproximándose a la Henry Hudson Parkway, Bill dijo tranquilo:
—Deberíamos hacer algo por el señor Calitri para demostrarle nuestra gratitud, mandarle un buen regalo o un cheque.
Janice estuvo de acuerdo.
Más tarde, cuando caminaban a casa desde el garaje, inclinados por el viento helado de enero que les agobiaba con su fuerza, él gritó:
—Le preguntaré a Harold Yates si podemos poner una demanda por incompetencia o negligencia, pero ¿cómo mierda se le demanda a la Iglesia católica?
Era cerca de medianoche cuando entraron en el piso.
Bill sacó una cerveza del refrigerador y se sirvió un whisky doble. Parecía distante y estaba de nuevo de mal humor. Llevó las bebidas con pasos inseguros hasta la escalera, y se detuvo. Tuvo algunos problemas de equilibrio con la bandeja, pero logró encender la luz con el codo, iluminando así el pasillo del segundo piso. Dejó que Janice subiera primero, y se apartó hacia un lado para permitirle pasar.
—¿Te acostarás pronto?
—Dentro de un rato —respondió prudente Janice.
Él movió la cabeza, como si en su infinita sabiduría conociera de antemano la respuesta, y dijo:
—Buenas noches —y levantó su vaso para brindar—, y muy felices sueños.
Se burlaba de sus temores, que había adivinado fácilmente, y se divertía porque ella no tenía el valor de expresarlos en alta voz.
Lo observó subir la escalera, no porque él la hubiera ridiculizado, sino por la barrera que él había construido y que ahora les separaba irrevocablemente.
A la una y cuarenta y cinco el piso estaba silencioso.
Janice tenía una expresión serena, salvo dos arrugas en las comisuras de los labios, mientras estaba sentada en la mecedora. Recorrió con los ojos el living, el único mundo real que conocía y al que amaba. Miró las paredes blancas que lo enmarcaban, el parquet oscuro sobre el que se sustentaba, el magnífico techo que lo coronaba. Contempló cada trozo, cada cojín y cada mueble, los cuadros y la lámpara, la mezcolanza de estilos en la que cada objeto estaba impregnado de la dulzura de un bello momento compartido.
Un terror repentino se apoderó de ella cuando comprendió todo lo que arriesgaba. Lo perdería todo. El amor de su marido. Su matrimonio. Su existencia perfecta en un piso perfecto. Se sintió desfallecer, y trató de imaginar cómo sería la vida sin Bill, ella sola, una más entre las miles de personas a las que nadie ama, a las que nadie quiere, rozando la periferia de las existencias de otra gente, mirando sus vidas desde afuera.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Las enjugó con la mano y fijó la mirada empañada en la ajada y gastada cubierta de cuero del diario que descansaba sobre sus rodillas.
El diario de Hoover.
Lo había sacado del armario por un motivo que entonces parecía tan urgente y que ahora se había convertido en algo vago e incomprensible.
¿Por qué lo había bajado? ¿Se trataba tan sólo de una forma de pasar las horas de insomnio que tenía por delante? ¿Había sido una manera de buscar compañía, una mano que estrechara la de ella en la oscuridad de esa noche de vigilia?
¿O —su cara se puso rígida— todavía tenía que conocer mejor a aquel hombre antes de dar ese paso aterrador? Debía recoger las migajas y trozos del pasado de Hoover, sus pensamientos y sentimientos, sus sueños y esperanzas; tenía que sumergirse en lo más profundo de sus confidencias, ésas que los amantes se cuentan mientras se hacen el amor.
Sí. Eso era. El haber ido a buscar el diario era una etapa más del proceso, una profundización en el conocimiento del hombre al que ella iba a entregar el futuro de la familia.
Con dedos temblorosos abrió el diario en la mitad. Encontró una sección llena de una escritura que recordaba a los jeroglíficos, una diminuta escritura a lápiz en un idioma que era probablemente hindú o sánscrito. Página tras página estaba llena de esa escritura extraña con la que se formaban palabras que, aunque incomprensibles, expresaban una honda pasión con sus rasgos y diseño. Gran número de ellas estaban escritas así, hasta el punto de que Janice se preguntó si la tragedia de Prana, y la crisis de fe que experimentó Hoover como consecuencia de la muerte de la niña, no le había hecho prescindir del inglés por completo. Al dar vuelta a una página le sorprendió encontrarse con un párrafo escrito en ese estilo coloquial e informativo que recordaba haber leído en la primera parte del diario.
Estoy en Mysore. Quiero estar aquí porque éste es el lugar que ha estado habitado desde más antiguo en el mundo. Tiene el tamaño de Nueva Inglaterra, un lugar que ahora me parece inexistente. ¿De verdad estamos todos bajo un mismo cielo?
Hay buenos caminos y hoteles con jardines y fuentes. Al otro lado del río hay algunos palacios. Busco animales y árboles, no templos. Deseo comprobar si hay alguna grandeza dentro de mí.
Las dos páginas siguientes estaban escritas en sánscrito, y a continuación había una hoja en inglés.
Vida en la aldea. Quiero huir de aquí. Veo al mismo dulce tipo de mujer llenando de agua su cántaro en la fuente central, y al mismo tipo de hombre, impregnado de esa simple dignidad, que camina con el búfalo o con el arado. Como hace miles de años. Las chozas son más imperfectas de lo que estoy acostumbrado, y todas las camas están en el exterior. Yo no solía mirar algo y ver una catástrofe al mismo tiempo. Pero aquí, lo único que hago es pensar en el monzón. Maldito sea. En Benarés yo creía estar probando a la India. Se abrió el cielo y cambió el juego. La India me probó a mí.
Después de algunas páginas en sánscrito encontró:
Camino de prisa pero sigo escuchando los gritos de ¡Khedda! ¡Khedda! y sigo el tropel —en la India no hay más que tropeles— con la esperanza de que me lleven lejos de las partes más civilizadas de Mysore.
Ahora empiezo a entender lo que quería decir Sesh cuando me explicó que los monjes se las arreglan solos. Los comparó con un artista durante un acto de creación. Detenerla vida para producir vida. El artista renunciará a todo cuando esté sumido en un proceso creador. Y yo he visto a hombres que renunciaban a los alimentos, al sexo, al dinero, nada más que porque tenían que pintar un cuadro. Se alimentaban del amor que sentían por su obra y de su deseo de verla nacer. Detener la vida para producir vida. Y en el centro, el plan que conduce hacia la perfección. El trabajo.
Los dedos de Janice recorrieron semanas y meses, plegarias, comentarios y observaciones, deteniéndose de vez en cuando para leer alguna observación que llamaba su atención.
Camino todos los días. Para poder ver cómo se expresa la vida. Lo que deseo ver es el proceso, en vez del cambio, una vez que ya ha tenido lugar.
No busco creencias, ni religión ni inspiraciones divinas aquí. Busco la cualidad del silencio. Tengo que escuchar esa parte de mí mismo que es la más serena. Es el puente entre mi pasado, mi presente y mi futuro. Y me ofrece la posibilidad de hacer del pasado, el presente y el futuro una sola cosa.
Más adelante leyó:
Ha nacido un elefante salvaje. Los demás miembros de la manada forman un círculo en torno a la madre, todos miran hacia afuera para descubrir si hay peligro. Y hay uno, el que dirige, que recorre el círculo, inspecciona, cuida de todos los demás.
Círculos. Círculos rituales. Ciclos. La libertad de observar cómo son el día y la noche. Verme a mí mismo. Los ciclos que yo soy. Miro mi interior y no puedo descubrir dónde comienzo o dónde termino, porque todo es movimiento. Creo que es bueno. Y sin comienzo ni final, no obstante, hay un centro en mí. ¡Yo, yo, yo, yo! Estoy conectando ese extraño centro en mi interior con todo lo que percibo fuera de MI. EL INFINITO, LA INDIA, DENTRO. Y todas estas palabras expresan una sola. ENCARNACIÓN.
La caligrafía apenas legible danzaba ante los ojos de Janice, y los cerró durante un momento para que descansaran del esfuerzo. En el silencio de la casa podía escuchar el ruido del refrigerador. Sentía una gran desesperación cuanto más pensaba en el día que se aproximaba. Durante mucho tiempo permaneció inmóvil, tratando de escuchar algún sonido indicativo de la presencia de Bill allá arriba, pero no pudo oír ninguno. Miró el diario y, deliberadamente, pero sin entusiasmo, recorrió las páginas restantes. Quedaba mucho por leer, tantas palabras, tantos años de peregrinaje, tantas ideas. Se detuvo en una de las páginas finales, y leyó:
Mi piel oscura vuelve a ser blanca. El agua se congela en la punta de mi nariz, respiro aire cálido y el hielo al derretirse me hace cosquillas en la nariz. Algo cambia. Algo permanece. Me río y en ese sonido está incluido también el rugido. ¿Parezco engreído? Ese es el problema cuando se tiene conciencia de las cosas. La conciencia produce una mayor conciencia. La verdad edifica la verdad.
Tabe Asi, Himalayas. La primera vez que lo escuché me quedé muy confuso. En bengalí quiere decir «adiós», pero literalmente significa «y entonces volveré». Nada concluye nunca. Todo evoluciona.
India, amiga mía, amante mía, guía mía, te dejo. Y, sin embargo, estaré para siempre tomado de tu mano. Prana, «soplo de vida», como te llamaron, sigues cantando en mis sienes la melodía que cantaste la primera vez que te vi. Puedo abrir los ojos o cerrarlos. Es lo mismo. El sentido de lo que soy, de todo lo que he aprendido, esa energía que todos compartimos, es algo que ahora puedo abrazar y poner en acción para algo digno.
Pronto el medio físico será muy distinto. Pero todavía tendré que luchar por alcanzar el sol. Es necesario relacionar todas las actividades cotidianas con mi propósito último.
Conocer, amar, actuar.
Ese es el gran regalo de la vida.
Y la última anotación, escrita a lápiz con trazos más decididos:
Hoy estoy en Dharmsala. Dentro de una semana estaré en Nueva York. Cambiaré mi kata por un traje formal, me pondré zapatos de cuero y caminaré entre coches y metros. Desayunaré jamón con huevos en vez del moo-moo, al que me he acostumbrado. Después de haber pasado siete años aquí es una perspectiva aterradora. Y, sin embargo, me marcho con la mente llena de esperanza y el corazón animoso, porque pronto tendré el privilegio de dar el último paso en mi búsqueda de la verdad, un paso tan divino que sólo se concede a santos y deidades. Con el conocimiento, la fe y las creencias que ahora poseo, tengo que organizar mi vida de tal modo que me sea posible interceptar el avance del alma de mi hija. Debo descubrir su morada actual y dedicarme a su servicio con oraciones y buenas obras para reparar los fallos y errores del pasado.
Janice cerró el diario.
Fuera, el viento de enero soplaba estridente y se colaba por todas las rendijas, helando la habitación y haciéndola tiritar.
Palabras, las palabras de Hoover, giraban en su cabeza y se hacían presentes desde rincones lejanos y próximos de su memoria… conocer… amar, actuar… interceptar… el alma de mi hija…
Se había acercado a ellos para ofrecerse al servicio del alma de su hija, para orar y hacer buenas obras, y ellos le habían arrojado a la cárcel.
«La salud de su hija no es más que una ilusión. Mientras su cuerpo albergue a un alma que no esté preparada para aceptar sus responsabilidades terrenas no puede haber salud ni para el cuerpo, ni para el alma de Audrey Rose. ¡Las dos están en peligro!»
Lo había advertido clara y acertadamente, y ellos le habían hecho encerrar en una celda.
«Debemos unimos estrechamente, aportando todo el amor del que usted sea capaz y todo el amor del que yo sea capaz para curarla, para hacer desaparecer sus cicatrices, de manera que el alma de Audrey Rose pueda descansar…»
Les había ofrecido la única solución posible, y ellos no sólo la habían rechazado, metiéndole tras las rejas, sino que estaban luchando para que el castigo fuera permanente.
«Todos somos parte de esa niña, señora Templeton. Todos intervinimos en su creación y sólo nosotros podemos ayudarla…»
Tenía razón. Todos eran parte de ella. Todos habían intervenido de alguna manera en su creación y ahora sólo ellos, juntos, podían ayudarla.
Era el único camino.
Si querían que Ivy viviera.
Estaba casi amaneciendo cuando llegó a Foley Square. Había pedido al taxista que le dejara en la calle Catorce y había estado caminando durante una hora y media. Sólo una vez se detuvo brevemente en uno de esos bares pequeños y malolientes que funcionan toda la noche para beber una taza de café sin azúcar ni crema. Nunca lo bebía así, pero le pareció un acto de mortificación necesario en ésta su hora de angustia.
Mientras bebía el amargo líquido hirviendo, Brice Mack recordó cómo celebró su madre el shivah después de la muerte de su marido. Una vecina le había llevado un cajón de embalaje de color naranja, viejo y astillado, sobre el que se sentó durante siete días y siete noches, la cara sin lavar, el pelo sin peinar, la ropa sin planchar, bebiendo té amargo, meciéndose hacia atrás y hacia adelante, gimiendo en voz baja una queja que salía de lo más profundo de su alma, exhibiendo su dolor en público en memoria del marido que había perdido, del hombre al que había amado y que le había dado un hijo, expiando todo lo que no había dicho, todo lo que no había hecho, errores y omisiones en sus deberes conyugales que ya no podría corregir, pues la muerte había hecho que se esfumara toda posibilidad de hacerlo.
El aire de la mañana era frío y húmedo. Nubes de vapor surgían de las tapas de las cloacas que había en las desiertas calles que rodeaban Foley Square.
Sí, pensó Brice Mack pasando la lengua sobre sus dientes para limpiarlos del sabor áspero del café, así cumplió mamá la shivah por papá, y así cumplí yo la shivah por ella. Pero, ¿quién celebraría la shivah por James Beardsley Hancock? ¿Quién plañiría y se mecería de un lado para otro durante siete días, expresando desde un cajón la lacerante angustia de haberle perdido?
Se publicaría un anuncio en el Times, largo y detallado, sin duda, pero en el que no habría nada de la pasión ni del desgarrador tormento de una shivah al anunciar que había abandonado este mundo. Habría un servicio fúnebre, simple, breve, descolorido, un acto goyish carente de fuerza y significado. Y se trataba de la vida de un hombre cuya existencia había sido tan espléndida, tan ejemplar y bella, que requería —no, ¡exigía!— todo el despliegue del dolor humano, la protesta y el sufrimiento porque la hubiera perdido. Era injusto. Si hubiera nacido judío habría recibido el homenaje del ceremonial completo. En cambio ahora, desgraciadamente, no había nadie más que Brice Mack, un miserable e indigno sustituto, dispuesto a llorar por él.
Estuvo con James Beardsley Hancock cuando le llegó el fin. Sentado al lado de la cama. A la una y diez nada hacía pensar que al cabo de un minuto habría terminado todo. Conversaban, es decir, Hancock hablaba despacio y en forma elocuente sobre la muerte, cuando el tema mismo de la charla entró de puntillas en la habitación y le arrebató.
Mack había pasado casi toda la tarde en el hospital, no sólo porque quería visitar al enfermo, sino para preguntar a los médicos si el estado físico de Hancock le permitiría hacer una declaración o, si en caso de que Mack lograra convencer al Tribunal para que viniera con el jurado al hospital, resistiría el esfuerzo de los fatigosos interrogatorios.
A pesar de su éxito con el testigo, de cuya declaración se desprendía la existencia de un vínculo entre la horripilante muerte de Audrey Rose y el tema de las pesadillas de Ivy Templeton, Brice sabía que a no ser que lograra presentar pruebas contundentes y convincentes sobre la reencarnación, tenía aún un largo camino que recorrer antes de poder cantar victoria. Con el desastre de Pradesh, el ataque al corazón de Hancock, y la negativa de Hoover a que se citara a Marion Worthman como testigo, no tenía material suficiente para convencer a nadie de nada. Era imprescindible que una persona de gran habilidad, de probada capacidad científica, hiciera una exposición detallada del tema ante el jurado. En caso contrario, no tenía objeto hacer comparecer a Hoover ni al matrimonio Templeton, ya que sus declaraciones serían escuchadas sin tener una clara comprensión sobre lo que constituía el punto medular del pleito. Era vital que su próximo testigo fuera un experto de la categoría de Hancock.
A las ocho y veinte de esa misma tarde, los médicos estaban optimistas y, dado que Hancock había mejorado, tenían la esperanza de que el paciente pudiera prestar declaración intramuros al día siguiente. La perspectiva era tan encorazonadora que Brice abandonó el hospital para ir a una cita que tenía para cenar a las nueve con el profesor Ahmanson y un individuo llamado Roben Vanable, un posible substituto de Hancock, al que Ahmanson había conocido en el salón de reuniones de una asociación Cientista.
Robert Vanable, un «transparente» según el término con que se señalaba a los que habían alcanzado la cúspide de la perfección cientista, y estaban viviendo en los niveles OT en los que adquirían facultades divinas, se dedicó a instruir a Mack durante los postres sobre la verdadera naturaleza de la vida después de la muerte, tal y como había sido revelado a L. R. H., iniciales de L. Ron Hubbard, fundador de la Iglesia del Cientismo, y tal y como él mismo lo había manifestado en su célebre conferencia para el Eighteenth American Advanced Clinical Course, allá por los años 1957.
—L. R. H. fue el primero que descubrió qué pasa realmente cuando un espíritu se tiene que largar de aquí —explicó extasiado Vanable mientras bebía su café irlandés—. Ese espíritu thetan como lo llamamos, se manifiesta muy pronto después de que el cuerpo ha estirado la pata. Se produce una gran confusión, por supuesto, y lo pasa muy mal hasta que consigue localizar otro cuerpo para seguir adelante. Entretanto está absolutamente consciente. Sabe quién fue y quiénes eran sus amigos. Lo único que le ha pasado es que ha perdido la masa, pero su substancia espiritual permanece intacta. Los disparates cristianos sobre el cielo, el infierno y el purgatorio son un puro cuento. El thetan que busca un cuerpo no sale de esta Tierra. Y el olvido no comienza hasta que no lo ha encontrado. En ese instante la válvula de la memoria se cierra, pero no antes de que se hayan pronunciado algunas oraciones e imprecaciones para asegurar un dichoso ser-en-sí en la próxima vida…
Y así siguió durante horas.
Después de salir del restaurante, Brice Mack volvió al Roosevelt Hospital para ver cómo seguía Hancock.
Eran las doce y veintisiete cuando entró en la antesala de la unidad de cuidados intensivos. Una enfermera le informó que el doctor Pignatelli, médico de cabecera de Hancock, estaba con el paciente en esos momentos. A las doce cuarenta salió el doctor Pignatelli, sonrió, habló brevemente con la enfermera y se dirigió al abogado. El diagnóstico era positivo, los signos vitales del enfermo habían mejorado y, siempre que no se produjera un retroceso, la mejoría era notable. Era todavía demasiado pronto para decir cuándo se podría autorizar el fatigoso programa de actividades que Brice había bosquejado, ya que Hancock todavía constaba en la lista de enfermos graves.
Brice Mack se sintió desalentado. Lo que estaba diciendo Pignatelli era que Hancock no se encontraría en situación de prestar declaración por la mañana. Y eso le creaba el difícil problema de tener que ganar tiempo hasta que el anciano estuviera en condiciones de hacerlo. Debía presentar otro testigo, pero ¿quién? No llamaría a Hoover, todavía no. No lo llamaría nunca, si podía prescindir de él. Tampoco podía llamar al matrimonio Templeton. Tal vez el doctor Kaplan y Carole Federico. Quizá podría alargar los interrogatorios durante uno o dos días…
—¿Desea verle? —la voz del doctor Pignatelli interrumpió sus sombríos pensamientos.
—¿Está permitido?
Pignatelli rió y dijo:
—Le hará bien. Acaba de despertar de un largo sueño, se aburre y necesita distracción.
No fue difícil descubrir a James Beardsley Hancock en la amplia, aséptica y brillantemente iluminada habitación. Los otros pacientes estaban encerrados detrás de la inviolable intimidad que les proporcionaban biombos y cortinas, pero James Beardsley Hancock estaba al descubierto, sentado muy tieso, con el colchón levantado en un ángulo muy agudo. Parecía un rey en su trono, observando sus dominios con sus ojos de águila.
El viejo miró fijamente al abogado y una ancha sonrisa iluminó su cara, una sonrisa de auténtica felicidad, segura y confiada, que decía «¡Mira! Todavía estoy aquí. No he abandonado la vida terrena. Aún no.»
Rodeado de botellas y monitores de televisión que controlaban todos los aspectos de su enfermedad, e impedido como estaba por tubos y alambres que parecían salir de cada orificio de su cuerpo, con un termómetro en la boca, Hancock no pudo decir ni una sola palabra, ni darle la mano, ni hacer un gesto para invitarle a sentarse. No podía expresar la alegría que le producía el hecho de verle sino mediante el resplandor de sus ojos y algunos gestos con la cabeza.
—¡Vaya, vaya, señor! Esto sí que es un placer —dijo Brice y situó una silla blanca de metal junto a la cama y se sentó—. No creí que me permitirían entrar a verlo.
Una enfermera se acercó y sacó el termómetro de la boca de Hancock, hizo una anotación en un cuadro que colgaba de la cabecera de la cama, y antes de marcharse revisó cuidadosamente los tubos, alambres y monitores de televisión.
Hancock suspiró y dijo:
—Ahora estoy mejor.
Su voz era fuerte, resonante y Brice experimentó el mismo placer que sentía cada vez que la escuchaba. Durante largo tiempo estuvieron sentados en silencio, sonriendo. Después el abogado vio que la expresión se nublaba en el rostro huesudo y los ojos del anciano se humedecieron.
—Debo pedirle disculpas a usted y al señor Hoover por mi travesura fuera de programa —volvió a sonreír.
El abogado hizo una mueca que ratificó con un gesto de desolación expresado con la mano.
—Dígame —preguntó Hancock—, ¿cómo se presenta la situación para él?
—No demasiado mal —se encogió de hombros—. Saldrá todo bien —se rió nervioso—, y una vez que podamos contar con usted habremos vencido.
Hancock asintió y alargó la mano para tomar un libro muy delgado que se encontraba a escasos centímetros de su mano derecha.
—Me muero de ganas de hacer mi parte —sonrió y recorrió las páginas con los dedos—. Louis Fiquier. Un filósofo francés. Hace una buena defensa de la reencarnación. Sirve para nuestro caso —su sonrisa se hizo más amplia—. Convencerá a los escépticos —abrió el libro en una página que estaba indicada con un pequeño doblez en una punta—. Lea aquí, Brice —y le pasó el libro abierto.
Mack se levantó para tomarlo y al estirar la mano rozó la de Hancock, que aferró la suya con fuerza. Sorprendido, miró al anciano. En sus ojos había un resplandor burlón.
—Tal vez pueda convencer al mayor de los escépticos —dijo con intención.
Brice devolvió la sonrisa y retiró suavemente su mano de la de Hancock. Volvió a sentarse, y abrió el libro titulado The Tomorrow of Death en la página indicada, y empezó a leer. Después de un momento en silencio, la voz profunda del viejo ordenó:
—Lea en voz alta, por favor.
Brice carraspeó y en voz baja, para no molestar a los pacientes de los alrededores, pero con el suficiente volumen para que pudiera ser escuchado por sobre los ruidos de las máquinas para el corazón y de los marcapasos, empezó a leer:
—«Algunos están dotados de todos los beneficios de la mente; otros, en cambio, carecen de inteligencia, profundidad y memoria. Tropiezan a cada paso en su caminar por la dura senda de la vida. No tienen éxito en ninguna de sus empresas, y el Destino parece haberles escogido como objetos constantes sobre los que descargar sus golpes más mortíferos. ¿Por qué están aquí, en la Tierra? Dios sería muy injusto y perverso si impusiera una existencia tan miserable a seres que no habían hecho nada para merecerla de esa suerte, y que tampoco habían pedido que se la otorgaran. Pero Dios no es injusto ni perverso, al contrario, son las cualidades opuestas las que corresponden a Su esencia perfecta. Por consiguiente, la desigual repartición de males en nuestro globo terráqueo no tiene explicación posible, a no ser que admitamos la pluralidad de existencias y la reencarnación; es decir, que una misma alma pasa por diversos cuerpos, en cuyo caso todo llega a ser maravillosamente claro. Poseemos un alma que debemos purificar, mejorar y ennoblecer durante nuestra estancia en la Tierra. Habiendo llevado una vida imperfecta o malvada, estamos obligados a recomenzar una nueva, y de este modo nos esforzaremos por alcanzar el nivel de aquellos que se encuentran en un plano superior…»
Cuando apartó los ojos del libro para mirar a Hancock pensó que éste se había quedado dormido. Tenía los ojos cerrados y una serena y pacífica quietud en la cara. Se iba a levantar para marcharse cuando la voz de Hancock le detuvo.
—Como puede ver, Brice —dijo con la pronunciación cuidadosa de una persona que está a punto de quedarse dormida—, sin la doctrina de la reencarnación es imposible justificar las acciones de Dios.
Su voz se esfumó y pareció volver a dormirse. Mack permaneció sentado, esperando hasta estar seguro de que el viejo se había quedado dormido. Miró el reloj en su muñeca. La una y diez minutos.
Su gesto pareció alertar a Hancock que abrió los ojos y se quedó mirando al intruso que había perturbado su sueño. Hubo unos segundos en los que el anciano volvió a establecer contacto con sus sentidos y una vez determinados hora, lugar y espacio, volvió a relajarse con la seguridad de este conocimiento.
—Está bien —murmuró con una voz apenas audible—. Todos morimos de una u otra forma en nuestra vida diaria… Estamos tan acostumbrados a que la vida y la muerte sean dos cosas que se oponen… que no nos permitimos pensar de otra manera…
Hablaba en voz tan queda que Brice Mack apenas podía entender lo que decía.
—Y dormir, esa hora del crepúsculo, es un nivel de conciencia que se parece mucho… una parte de la muerte… se parece…
Abrió los ojos y al comienzo pareció estar mirando a Mack, después dio la impresión de atravesarlo e ir más lejos, más allá de las paredes de la habitación; de estar contemplando una infinitud etérea que estuviera fuera de los confines del mundo conocido, y en la que se le hubiera revelado una visión que dio luminosidad a su cara; que puso un aire de sorpresa primero y de maravillada y nostálgica alegría después, para terminar con una expresión de felicidad tan intensa y absorbente que todo su cuerpo se estremeció al contacto de la divina totalidad. Con el último aliento abrió la boca y murmuró:
—Vaya, vaya…
Brice Mack apenas si se dio cuenta de cuanto ocurrió en los diez minutos siguientes: la reacción de médicos y enfermeras, entrando en la habitación como langostas sobre un trozo de pan, al escuchar la estridente alarma del instrumental; sus movimientos sincronizados para devolver la vida a Hancock, los rápidos gestos con las jeringas, el oxígeno y, finalmente, con los puños con que golpeaban el pecho, como quien llama a una puerta con la esperanza de despertar al dormido.
Mack miraba el rostro de Hancock, y observaba esos ojos cerrados, la sonrisa en sus labios, la dilatación de las fosas nasales, la sensación de paz, de felicidad, que irradiaba aquel noble rostro.
—Está muerto —murmuró alguien.
Y el grupo se fue disolviendo lentamente; primero los médicos, después las enfermeras, salvo una que se quedó para desconectar los tubos y los alambres, volver a colocar el colchón en posición horizontal, y cubrir con la sábana el rostro enérgico y decidido del anciano.
Durante mucho tiempo Brice permaneció clavado allí, mirando sobrecogido el bulto sobre la cama. De pronto se dio cuenta de que las lágrimas rodaban por sus mejillas y su humedad le devolvió la conciencia de las batallas que aún tenía que librar, y le hizo salir tambaleándose y mareado de la habitación.
La enfermera de la antesala dijo algo que no consiguió entender, pero que parecían palabras de condolencia. Abrió las puertas dobles, y salió al corredor que conducía a la salida.
Era poco más de las dos cuando abandonó el hospital y caminó por la calle Cincuenta y siete hasta recorrer todo el ancho del refugio y llegar al East River. La noche era oscura y hacía mucho frío. El viento que soplaba a sus espaldas le empujaba hacia adelante en un paseo sin rumbo.
En Sutton Terrace se inclinó sobre la barandilla y miró las aguas revueltas. El tráfico veloz en ambas direcciones en la East Side Drive provocaba un ligero temblor del pavimento bajo sus pies.
Por unos segundos, su mente fue incapaz de pensar, presa de los ruidos y vibraciones nocturnos. Pero llegó un momento en que hasta los sonidos se hicieron difusos y al distorsionarse parecían repetir los sonidos de una frase: Vaya, vaya…, las palabras finales de Hancock. «Vaya, vaya», y en medio de las oscuras y arremolinadas aguas sus ojos encontraban fragmentos de la imagen del rostro del muerto, reflejados en mil luces parpadeantes.
Tenía los ojos llenos de lágrimas y la garganta apretada. Luchaba por dominar los sollozos de angustia.
Pero, «¿qué haces? ¡Lloras por un muerto al que apenas conocías!», se regañaba. «No tiene sentido. Especialmente considerando que eso era lo que quería… lo que estuvo esperando toda su vida.»
«Mierda», escupió la palabra al viento que azotaba al río. «¡Mierda!», repitió, y el sonido de la palabra pareció consolarle. «Lo que ha muerto está muerto», se dijo furioso. «Cuando las luces se apagan no vuelven a encenderse, y quienes creen otra cosa están todos locos, incluyendo a Hancock, Hoover y a todos esos patéticos infelices que no se atreven a enfrentar eso que había dicho el psiquiatra, ¿cómo era?, ah, sí: “El temor a aceptar la muerte como el final.” Y Pérez tenía razón. Tenemos tanto miedo de la muerte que estamos dispuestos a aceptar cualquier teoría, por absurda que sea. Y, sin embargo…»
Sin embargo, una voz interior le recomendaba cautela. ¿Cómo explicar ese aire, esa expresión extática en la cara de Hancock? Éxtasis era la palabra. Él viejo parecía estar viendo y sintiendo algo. ¿Remolinos de luces? ¿Manos invitantes? ¿Cantos de sirena? ¿La riquísima, invitante vulva del vientre astral? ¿O era simplemente que el cuerpo experimentaba un orgasmo al morir, como le había dicho Mel Stern, su médico? Sí, eso explicaría el rostro de felicidad. Después de todo, tenía ochenta y cuatro años.
¿Quién sabía? ¿Quién podía saberlo? Lo único de lo que estaba seguro era de que Hancock estaba muerto, se había ido, marchado, y ya no le servía ni a él ni a nadie. Nunca más volvería a servir a nadie para nada. Y fuera de esas lágrimas que se estaban empezando a congelar sobre sus mejillas, habría muy pocos —si es que los había— que lloraran y se dolieran como correspondía de la partida del viejo.
Le sorprendió darse cuenta de que estaba de pie en la esquina de la calle Cincuenta y nueve y la Segunda Avenida. No recordaba haberse apartado de la barandilla sobre el East River ni haber caminado desde allá. Se dio cuenta de dónde estaba cuando vio un taxi solitario que avanzaba por la amplia avenida que, sin ningún tráfico a esas horas, se veía elegante y espaciosa. Llamó al taxi con gestos frenéticos.
Al entrar, el contraste entre el frío del exterior y el calor del interior del coche le pareció opresivo y pesado. El violento cambio de temperatura hizo que su piel se cubriera de sudor, que no se detuvo ni siquiera cuando se quitó la chaqueta y se aflojó la corbata.
En la calle Catorce pagó y caminó lo que faltaba para llegar a Foley Square. Marchaba con la soledad de sus pensamientos y con la compañía del semblante de Hancock, impresa en su recuerdo tal y como la había visto en ese segundo final de su vida: alerta, vital, cada centímetro expresión del hombre que era y, en ese primer instante de su muerte, sorprendido, confuso, maravillado, con todas las facultades en tensión, para terminar diciendo «Vaya, vaya», y nada más.
La primera persona a quien Brice vio cuando entró agotado en la sala de audiencia a las ocho cuarenta fue a Elliot Hoover, que ya estaba sentado ante la mesa de la defensa. Su cara tenía una expresión ajada, estaba ojeroso y los ojos enrojecidos miraban a la distancia, claros indicios de una noche de insomnio y ansiedad. ¿Se habría enterado de la muerte de Hancock? En caso contrario tendría que informarle de inmediato, y aprovechar para que impresionado ante la debilidad de su posición actual accediera a la comparecencia de Marion Worthman, a la que habría que tener hablando hasta que Ahmanson encontrara a alguien para reemplazarla. Este no era el momento para complicarse la vida con el buen gusto, el decoro y otras lindezas por el estilo. No había lugar para ellas en un Tribunal, y mucho menos cuando la acusación era secuestro en primer grado. Tenía que hacerle comprender que navegaban en aguas infestadas de tiburones no sólo peligrosos, sino también asesinos.
La sección destinada a los espectadores estaba llena y los periodistas habían comenzado a entrar cuando Brice, con su cara más seria y preocupada, caminó hacia Elliot Hoover.
Estaba a punto de empezar a hablarle de un tema que terminaría por ser un monólogo, probablemente inútil, cuando le llamó la atención la calma y el silencio que reinaban en la sala, habitualmente tan ruidosa. Había un murmullo eléctrico de excitación. Levantó los ojos para mirar el pasillo central y vio a Janice Templeton. Su rostro aparecía pálido, tenso y, sin embargo, parecía iluminado por una intensidad especial. Caminaba hacia la fila de los testigos con determinación, muy por delante de su esposo, que parecía bajo los efectos de una de sus habituales borracheras. Un gesto decidido, agresivo, resuelto en Janice Templeton le llamó la atención y despenó su curiosidad. Aparentemente, lo mismo les sucedía a los espectadores y periodistas, porque la sala era un hervidero de murmullos y miradas disimuladas.
Janice Templeton parecía otra mujer esa mañana.
Algo había sucedido.
Como tenía los ojos clavados en ella, Brice no se dio cuenta de que Hoover se había puesto en pie y miraba hacia la fila de los testigos y, muy especialmente, a Janice. Y no volvió a mirar a Elliot Hoover sino cuando vio que la señora Templeton avanzaba unos pasos.
Hubo un momento de abierta y franca comunicación silenciosa y profunda entre la demandante y el acusado, un sutil intercambio de miradas con las que aceptaban su confianza mutua allí, ante todos los presentes, incluido Bill, cuya expresión de total confusión quedó fija en su rostro. Y las miradas que se intercambiaban en la mesa del fiscal terminaron de convencer a Brice que lo que le había ocurrido a Janice Templeton iba a ser bueno para ellos.
Debido a alguna gracia especial la máquina seguía funcionando suavemente y, una vez más, había proporcionado un nuevo testigo.