La aparición del hombre esbelto y moreno, vestido con un sobrio traje oscuro, y una delgada cartera en la mano, le produjo a Bill la impresión de déjà vu cuando le vio entrar en la sala a las ocho cincuenta y cinco del martes. Había visto a ese hombre en alguna parte, no hacía mucho tiempo, y había estado cerca de él durante un breve encuentro. No recordaba dónde, sólo que la cara le resultaba familiar. Tuvo una instintiva reacción de pánico.
Los ojos de Bill siguieron a la figura masculina mientras cruzaba la barandilla y se sentaba en uno de los extremos de la fila. Y fue entonces cuando recordó repentinamente la identidad del hombre. Se habían conocido en la Clínica psiquiátrica de Park East y estuvieron a punto de chocar en el pasillo la mañana que estuvo allí para examinar los apuntes de la doctora Vassar.
Bill sentía un sudor helado cuando el juez Langley, aburrido y cansado, entró en la sala y dio por inaugurada la sesión. Pronto recordó el nombre del desconocido al escuchar a Brice Mack que, de pie y con voz alegre y ansiosa, decía:
—Mi próximo testigo será el doctor Gregory Alonzo Federico Pérez.
Incluso antes de que Pérez se pusiera de pie, Janice vio la expresión de sorpresa que tenían los ojos de Velie cuando se volvió hacia la sala para estudiar al testigo antes de dirigir a Bill una mirada interrogante. Bill respondió su pregunta silenciosa con un profundo suspiro y un movimiento de negación con la cabeza.
Los periodistas, ávidos de novedades, se inclinaron hacia adelante en sus asientos mientras el testigo juraba ante el alguacil. Hubo una cortés pausa para darle tiempo a que se acomodara en la silla.
Brice Mack preguntó en voz baja y amistosa:
—¿Cuál es su nombre completo, por favor?
—Gregory Alonzo Federico Pérez.
—¿Cuál es su profesión?
—Soy médico psiquiatra.
Bill recordó la voz, con un leve acento hispano, que había hablado por teléfono con él hacía menos de dos meses.
—¿Tiene licencia para ejercer su profesión en esta ciudad?
—Sí.
—¿Dónde trabaja?
—En la Clínica psiquiátrica de Park East, en el número 1010 de la Quinta Avenida.
Al oír mencionar la clínica Janice sintió miedo.
—¿Podría decirle al jurado cuándo comenzó a trabajar en la Clínica psiquiátrica de Park East?
—Inmediatamente después de completar mi período de prácticas en el hospital Sheppeard and Enoch, en Towson, Maryland. Hice mi internado en Park East en el año 1966.
—¿Tuvo contacto en esa época con la doctora Ellen Vassar?
Scott abrió la boca como si fuera a hablar pero se contuvo.
—Sí, mantuve un estrecho contacto con la doctora Vassar durante seis años. Fui su ayudante hasta que murió en 1972.
—¿Sería correcto afirmar que tuvo usted conocimiento de la mayoría de los casos que trató la doctora Vassar en esa época?
—Sí. Conocía todos los casos.
—¿Tenía usted conocimiento del caso de la paciente llamada Ivy Templeton, que recibió tratamiento de la doctora Vassar durante el lapso comprendido entre el 12 de diciembre de 1966 y el 23 de septiembre de 1967?
Scott se puso en pie lentamente. Tenía el ceño fruncido cuando con voz plana y sin ningún dramatismo dijo:
—Ésa es información reservada, Su Señoría. La defensa está haciendo una pregunta que afecta a la relación médico-paciente, y la objetamos por tratarse de información reservada.
Mack miraba al jurado cuando se interrumpió para decir:
—No hay ninguna duda de que existe el privilegio de considerar determinadas materias como reservadas, Su Señoría. Pero en este caso los padres de la niña han renunciado a ese privilegio.
—Nunca lo han hecho —replicó Scott violento—. Jamás han renunciado a ese privilegio los padres de Ivy Templeton, Su Señoría, y yo insisto en que esa pregunta viola el privilegio que confiere la categoría de materia reservada a ese tipo de asuntos. Yo…
El juez Langley golpeó con el martillo e interrumpió.
—Un momento —y se dirigió a Brice Mack con expresión de duda—. ¿Tiene usted alguna prueba que respalde su afirmación?
Mack saboreó intensamente el momento antes de decir:
—Puedo presentar tres documentos como prueba de que los padres de Ivy Templeton han renunciado expresamente al privilegio que concede a las relaciones médico-paciente el carácter de materia reservada. Uno de ellos es un formulario que llenaron los señores Templeton para la Mutual Insurance Company de Manhattan; dos, el formulario de Mutual Insurance Company que fue completado por la doctora Vassar y devuelto a dicha compañía de Seguros; y tres, el informe complementario sobre las perturbaciones mentales de Ivy Templeton que preparó la doctora Vassar para la Mutual Insurance Company de Manhattan a petición, y con la autorización de los señores Templeton.
Velie gritó:
—¡Pero eso no supone la renuncia al privilegio de información reservada! Se hizo con el único objeto de poder cobrar el dinero del seguro y no para revelar la naturaleza de la enfermedad de la niña…
El juez dio un martillazo.
—No se puede tener todo en esta vida —dijo al fiscal—. Querían que se les reembolsara el dinero del seguro y no tuvieron ninguna objeción en proporcionar información sobre la naturaleza de la enfermedad de la niña a terceras partes, es decir, a los empleados del archivo, mecanógrafos y contables de la compañía de Seguros. No puede reclamar ahora el privilegio de información reservada, señor Velie. Yo considero que renunciaron al privilegio y, por consiguiente, rechazo su objeción.
Brice Mack volvió al testigo con la sonrisa de un guerrero victorioso.
—Permítame repetir la pregunta, doctor Pérez. ¿Tenía usted conocimiento del caso de la paciente Ivy Templeton, que recibió tratamiento de la doctora Vassar durante el lapso de tiempo comprendido entre el 12 de diciembre de 1966 y el 23 de septiembre de 1967?
—Sí.
Brice se dirigió al juez.
—Su Señoría, en vista de la respuesta del doctor Pérez le ruego que le permita retirarse del banquillo. Deseo llamar a otro testigo, saltándome el orden, con el objeto de sustanciar las pruebas que figuran en los tres documentos que ya he mencionado.
—Proceda —concedió el juez.
Tallman, encargado de los archivos de Mutual Insurance Company of Manhattan fue llamado a declarar después que se le hizo prestar juramento.
Durante el tiempo que transcurrió en el cambio de testigo, Brice dirigió una rápida mirada al matrimonio Templeton. No le extrañó que estuvieran profundamente hundidos en sus asientos ni que sus rostros reflejaran sorpresa, miedo y sentimiento de culpabilidad por lo que estaba pasando.
Con un total dominio de la situación, y disfrutando cada momento, el abogado defensor preguntó el nombre, función, naturaleza y contenido del archivo a cuyo cargo estaba. Después le pidió que identificara los documentos que acababa de presentar ante el juez. Tallman sacó una carpeta de su portadocumentos y explicó que se trataba de una solicitud presentada por los señores Templeton para que se reembolsaran los gastos ocasionados por el tratamiento médico a que había estado sometida su hija entre el 12 de diciembre de 1966 y el 23 de septiembre de 1967.
Brice sacó los tres documentos que había mencionado anteriormente y los presentó como pruebas uno, dos y tres de la defensa bajo el rótulo «Templeton», identificadas como verdaderas por el testigo.
Scott Velie se puso en pie y, decidido a ponerle al mal tiempo buena cara, no sólo las aceptó sino que dijo:
—Su Señoría, creo que toda la carpeta debe figurar como prueba.
Y para demostrar su absoluta falta de inquietud por el material presentado declinó su derecho a examinarlo.
Todo concluyó en menos de cinco minutos y Tallman fue reemplazado en el banquillo de los testigos por el doctor Pérez. La sonrisa con que le recibió Brice Mack era cálida como un abrazo.
—Doctor Pérez, ¿nos podría decir algo sobre la reputación de la doctora Vassar como psiquiatra?
—Por supuesto. Era una reconocida experta en su especialidad como psiquiatra infantil. Muy a menudo se le pedía que dictara conferencias y publicaba numerosos artículos. La mayoría de los psiquiatras consideran sus planteamientos como definitivos. Era una mujer brillante.
—Gracias. ¿Dijo usted que trabajó en estrecho contacto con ella hasta la fecha de su muerte?
—Sí.
—¿Y que usted tenía acceso a todos sus casos?
—Sí.
—Doctor Pérez, cuando se le citó para que compareciera ante este tribunal se le pidió que trajera el archivo de la doctora Vassar sobre su paciente Ivy Templeton. ¿Ha traído usted ese material?
—Sí.
—¿Lo tiene aquí con usted?
—Sí.
—¿Puedo verlo?
El testigo hizo un gesto afirmativo con la cabeza, abrió su portadocumentos y sacó una carpeta que Bill y Janice reconocieron de inmediato.
Brice recibió la carpeta y la levantó para que el testigo pudiera verla.
—Ésta es una carpeta fechada 12 de diciembre de 1966 - 23 de septiembre de 1967, y lleva una etiqueta que dice Templeton. ¿Puede identificarla?
—Sí. Es la carpeta que contiene las notas tomadas por la doctora Vassar de los exámenes, entrevistas y conclusiones sobre una paciente llamada Ivy Templeton, que tenía dos años y medio de edad cuando estuvo bajo tratamiento psiquiátrico con la doctora durante el tiempo transcurrido entre ambas fechas.
Volviéndose hacia el juez, Mack dijo:
—Su Señoría, presento la totalidad del material contenido en esta carpeta como prueba número cuatro de la defensa, y pido que todo su material sea copiado en el acta.
Velie se puso en pie.
—Su Señoría, la defensa no ha tenido siquiera la cortesía elemental de permitirme examinar esa carpeta antes de enseñársela al testigo, por lo que solicito que se me permita examinarla antes de que sea aceptada como prueba.
—Concedido —el juez se levantó de su asiento—. El tribunal estará en receso durante treinta minutos.
—¿Qué piensas?
Velie levantó la mano para impedir que le distrajeran mientras hojeaba las páginas, deteniéndose más tiempo en las anotaciones finales, que sé referían a los arquetipos de Jung como una posible explicación para las pesadillas de Ivy.
—Bueno, no he encontrado nada que se pueda excluir por no tratarse de una experiencia directa —miró a Bill con severidad—. Ciertamente, esto les abre una puerta.
—Ayer no tenían esa carpeta —dijo Bill furioso.
Al ver los hombros caídos y la expresión de perro apaleado de Bill, el fiscal sonrió y dijo con tranquilidad:
—La defensa ha abierto una puerta, Bill, pero no nos suicidemos antes de averiguar qué es lo que espera encontrar al otro lado.
Cuando la sesión se reanudó a las diez cuarenta, Brice volvió a presentar su moción para que se aceptara la carpeta como prueba. No hubo objeciones de parte del fiscal, y el juez ordenó que se la clasificara como prueba número cuatro de la defensa. Una vez cumplido este trámite, Brice Mack solicitó permiso al juez para leer todo el material, con el objeto de que quedara en acta.
Scott Velie se puso en pie de un salto y dijo con cara de desagrado:
—Su Señoría, es una carpeta muy voluminosa. El jurado tendrá oportunidad de llevarla a la sala del jurado, donde se le proporcionará asesoría técnica, si lo estima conveniente. Me parece que sería abusar demasiado del tiempo de los asistentes si se permite que se lea todo el contenido de la carpeta.
—Su Señoría —dijo Mack con un exasperante suspiro—, solicito la benevolencia de Vuestra Señoría para leer en voz alta la totalidad del material contenido en la carpeta, porque me parece que el jurado se hallará en mejores condiciones para analizar las declaraciones de nuestro próximo testigo, si se ha enterado antes de su contenido.
El juez parecía muy interesado en escuchar la lectura de la totalidad del material contenido en la carpeta, y rápidamente aceptó la propuesta de la defensa.
El resto de la mañana transcurrió en la lectura y transcripción en el acta de las anotaciones de la doctora Vassar. Brice Mack identificaba cada página por su número y lentamente leía lo que estaba escrito, luchando con la pronunciación de los términos psiquiátricos más complejos. Se vio obligado a deletrear más de una palabra para que el secretario pudiera registrarla en el acta.
Una silenciosa expectación se había apoderado de la concurrencia cuando terminó la lectura. El juez consideró su próximo paso y, aunque sólo faltaban veinte minutos para las doce, procedió a decretar un receso para almorzar.
Janice no fue a almorzar a Pinetta pretextando que tenía que hacer unas compras. No había habido nada de ambiguo en las miradas que le había dirigido Bill durante la sesión matutina, y su sentido innato del peligro le había advertido que debía evitar a cualquier precio la compañía de su esposo. Con un par de martinis en su cuerpo el cortocircuito que estaba a punto de producirse produciría sin lugar a dudas una explosión, especialmente si ella estaba cerca para provocarla.
Su deseo de llamar a Ivy a Mount Carmel era también una de las razones para saltarse el almuerzo. Había tenido la intención de telefonear por la mañana, pero Bill la había hecho salir muy temprano de casa, y las presiones posteriores en los Tribunales se lo habían impedido.
Después de perder tres monedas, Janice recorrió varias calles, gélidas bajo el cortante viento, buscando una cabina telefónica que funcionara bien. Finalmente encontró una en el cálido y aromático recinto de la tabacalera Óptimo.
La mujer que contestó la llamada era una profesora llamada señorita Halderman, o Alderman, una profesora de Arte que estaba a cargo de los cursos inferiores. Su enérgica voz le informó que las chicas acababan de almorzar, y estaban muy contentas dedicadas a preparar a Silvestre para la coronación, y la fogata con que lo derretirían, ceremonia que tendría lugar a las cuatro y cuarto en punto. Ivy estaba bien y la señorita Alderman podía divisarla desde las ventanas de su despacho; por lo menos, el hermoso pelo rubio que alcanzaba a ver parecía ser el de Ivy, en medio de las niñas que ayudaban al señor Calitri, el guardián del colegio, a apilar las cajas.
—¿Desea que vaya a buscarla?
—No, gracias. No es necesario —respondió sintiendo un inexplicable escalofrío dentro de la asfixiante atmósfera de la cabina—. No quiero molestarla. Sólo llamaba para saber cómo estaba.
En el camino de vuelta a los Tribunales, Janice entró en una farmacia para comprar aspirinas. Su cabeza parecía flotar y continuaba sintiendo frío.
En el vestíbulo, se detuvo junto a una fuente y tomó tres aspirinas. Al levantar la cabeza del surtidor se sintió tan mareada que tuvo que aferrarse a la base de loza para no caer al suelo. Temblaba incontrolablemente. Santo Dios, ¿qué le pasaba? El malestar había comenzado después de la llamada por teléfono. En realidad, había empezado mientras hablaba. Algo en el diálogo lo había provocado. Algo que había dicho la señorita Alderman le había provocado un malestar repentino. Pero ¿qué?
—Dígame, doctor Pérez…
Janice escuchaba la voz de Mack como si hablara desde un filtro. Los temblores habían desaparecido, pero los escalofríos continuaban y junto con ellos el oscuro presentimiento de que un desastre inminente se les venía encima, con velocidad progresivamente mayor.
La tos seca de Bill le obligó a abrir los ojos y a darle una mirada. Parecía muy ajeno a cuanto ocurría con sus ojos cerrados, desplomado sobre la silla, completamente relajado por una profunda euforia alcohólica. Ella estaba sola. Esta certeza la golpeó dolorosamente. Estaba sola. El hecho de que Bill se escudara con la amargura y se encerrara cada vez más dentro de sí, había hecho imposible toda comunicación entre ellos. Él se había mostrado incapaz no sólo de entenderla a ella, sino también de comprender lo que realmente estaba pasando. Sí, estaba sola.
—… ¿Y usted afirma que la doctora Vassar discutía con usted todos sus casos, incluido el que ahora nos ocupa?
—Trabajábamos en estrecha colaboración en todos los casos. Y muy especialmente en éste.
—¿Por qué muy especialmente en éste?
—Porque era algo poco usual, único. No era posible clasificarlo. La doctora Vassar nunca había tenido otro caso semejante.
—¿Usted y ella discutieron el caso en detalle?
—Largamente y en detalle.
Brice Mack buscó una página en el cuaderno.
—Deseo llamar su atención sobre ciertas expresiones de la doctora Vassar que aparecen en sus cuadernos, doctor Pérez, y que necesitan una interpretación.
Se volvió ligeramente hacia el jurado y leyó con voz clara:
—En la anotación fechada el 18 de enero de 1967 dice que la niña «trata de trepar al respaldo de una silla, ¡y lo consigue! Bien coordinada, coordinación muscular y habilidades propias de un niño de más edad. Comprobar si es capaz de trepar a una silla fuera del estado de sonambulismo» —buscando en una sección que había sido separada de las demás páginas con un clip continuó—: Y en la anotación correspondiente al 20 de febrero de 1967 escribe: «Los resultados fueron negativos: en estado normal la niña es incapaz de trepar a una silla sin caerse. Durante el sonambulismo puede hacerlo y demuestra una mayor habilidad muscular y una mejor coordinación de la que cabría esperar en un niño de dos años y medio…» —Mack miró a su testigo y preguntó—: ¿Cómo interpreta usted esta observación de que la niña parecía «mayor» durante su estado de sonambulismo?
—A ninguno de los dos nos parecía explicable, porque es posible que en estado de sonambulismo una persona reproduzca un suceso vivido anteriormente, pero en ese caso parece más joven. Y, sin embargo, la niña revivía una experiencia pasada y daba la impresión de ser mayor.
—¿Y a qué conclusiones llegaron en sus conversaciones con la doctora Vassar respecto a esta extraña conducta?
—A ninguna. Era algo absolutamente inexplicable.
—Doctor Pérez, ¿qué quiere decir con «inexplicable»?
—Quiero decir que no se podía dar ninguna explicación para la conducta de la niña dentro de los límites de la certeza médica.
El abogado titubeó, sopesando si sería oportuno introducir los arquetipos de Jung en ese momento. Aunque la doctora Vassar lo había sugerido como una posible explicación en su anotación final, decidió renunciar a mencionarlo. Tal vez la doctora era más partidaria de Jung que el doctor Pérez. Y, además, la primera regla que hay que tener en cuenta cuando se interroga a un testigo es no hacer nunca una pregunta si no se está seguro de la respuesta. Pasó a otra anotación.
—El 21 de abril hay una anotación que dice: «La ventana parece ser su objetivo principal… el cristal es como una barrera caliente… ¿el fuego del infierno…? intenta acercarse sin éxito al cristal, porque el calor es excesivo… retrocede tambaleándose… se cae… llora…» ¿Conversó usted con la doctora Vassar respecto de lo que acabo de leer?
—Sí, lo hicimos muchas veces.
—¿Intercambiaron ideas alguna vez sobre el significado de la conducta de la niña?
—Sí.
—¿Llegaron a alguna conclusión?
—Los dos pensábamos que se trataba del recuerdo de un accidente en el que la niña había quedado atrapada en algún espacio cerrado; y que intentó escapar, pero no pudo conseguirlo, porque el camino por donde podría haber huido era doloroso. Así se explicaba el movimiento contradictorio que la hacía sentirse atraída y repelida varias veces por una misma cosa.
—¿Se interrogó a los padres para averiguar si en el pasado de la niña existió algún tipo de incidente que explicara un recuerdo tan persistente?
—Según consta en el archivo, se discutió el problema con los padres y con el obstetra que asistió al nacimiento de Ivy, pero ninguno sabía de ningún acontecimiento en el pasado de la niña que pudiera explicar la escena que ella recordaba.
Adoptando un aire de profunda concentración, Brice Mack prosiguió en una voz cuidadosamente controlada.
—Doctor Pérez, si suponemos que una niña quedó atrapada dentro de un coche que se estaba incendiando, que tenía las ventanillas cerradas, y a la que el fuego impedía usar esas vías de escape, ¿cree usted que reaccionaría en forma parecida a la que se pudo observar en el caso de Ivy Templeton?
—Sí, es posible que un accidente de tal naturaleza pudiera explicar ese tipo de conducta.
—De acuerdo con los antecedentes que tiene usted del caso, ¿estuvo Ivy Templeton atrapada alguna vez dentro de un automóvil ardiendo?
—No, que yo sepa.
Brice Mack miró al fiscal.
—Puede interrogar al testigo.
Scott Velie se puso de pie con una exagerada lentitud. Su voz sonaba cansada y sus ademanes eran soñolientos. Dijo:
—¿Si no me equivoco, se incorporó usted al personal de la Clínica Psiquiátrica de Park East en 1966, verdad?
—Sí.
—El mismo año que los padres de Ivy Templeton recurrieron a la clínica para que su hija se sometiera a tratamiento, ¿no es así?
—Así es, en 1966.
—¿En qué mes empezó usted a trabajar en la clínica?
—En noviembre.
—¿A comienzos de noviembre o a finales de noviembre?
—Después del Día de Acción de Gracias.
—Ya veo —Velie estudió la respuesta un momento antes de continuar—. De modo que, de hecho, ¿usted empezó su internado tan sólo unas pocas semanas antes de que Ivy Templeton se convirtiera en paciente de la doctora Vassar?
—Sí.
—¿Ya pesar de ser recién llegado pudo gozar de una confianza tan completa de parte de la doctora Vassar que, según la propia declaración de usted, doctor, se le proporcionó toda la información disponible sobre un caso que era tan «poco usual» y «único» que «no era posible clasificarlo»?
El doctor Pérez se humedeció los labios.
—Así es.
—¿Es costumbre dentro de la psiquiatría que los médicos consulten con los internos casos tan complejos que, y cito sus propias palabras, doctor, resultan «inexplicables dentro de los límites de la certeza médica»?
—No sé si será costumbre, pero es lo que hizo la doctora Vassar —respondió Pérez sin inmutarse—. Era una mujer extraordinaria.
—¿En qué medida colaboró usted con ella en este caso?
—Ya lo he dicho antes, trabajamos en estrecha colaboración.
—¿Cómo?
—Después de cada sesión analizábamos lo sustancial de lo que había pasado y lo que se había dicho o conversado.
—¿Y las conclusiones las sacaban conjuntamente?
—Algunas veces, cuando era posible hacerlo así.
—¿Estaba usted presente durante las entrevistas de la doctora Vassar con la paciente?
—No.
—¿Acompañaba a la doctora Vassar cuando visitaba a la paciente en casa?
—No.
—¿Observó alguna vez a la niña durante una de sus pesadillas?
—No.
—Por consiguiente, para formarse un juicio ¿dependía usted de lo que ella le contaba?
—Sí.
—De modo que cuando usted dice haber llegado a las mismas conclusiones que la doctora ¿debía basar las suyas en lo que la doctora Vassar le dijo haber visto u oído?
—Sí.
El fiscal estudió algunas notas y, después que el jurado había recibido el impacto de la declaración del testigo, reanudó su interrogatorio.
—Dígame, doctor, eso de que la niña pareciera mayor durante sus ataques, y que demostrara una mayor habilidad muscular y una mejor coordinación que las que tendría normalmente una niña de su edad, ¿no podría haber ocurrido en una circunstancia que a usted, como psiquiatra, tendría que resultarle familiar?
Al ver la expresión de perplejidad que se dibujaba en el rostro del testigo, Velie explicó:
—¿No es acaso la hipnosis una herramienta psiquiátrica usada muy a menudo por la gente de su profesión?
—Bueno, sí…
—¿Y no es acaso cierto que bajo el efecto de la hipnosis se puede inducir a un sujeto para que realice acciones físicas que excederían sus capacidades normales en estado normal?
—Sí, pero…
—Gracias —interrumpió Velie—. Ha contestado usted mi pregunta.
Brice Mack acechaba al fiscal como un halcón, listo para atacar, listo para pedir al juez Langley que ordenara al señor Velie que permitiera al testigo pensar cuidadosamente sus respuestas, como tenía derecho el jurado a esperar de un experto, pero se contuvo y permitió que el fiscal arrancara respuestas incompletas del testigo. Esperaba su hora para profundizar en lo que había sido sugerido.
Velie había cogido el cuaderno de la doctora Vassar y estaba hojeando sus páginas.
—Volviendo a lo de los movimientos de la niña hacia la ventana —encontró lo que buscaba—. «La ventana parece ser su objetivo principal… el cristal es como una barrera caliente… retrocede tambaleándose, se cae, llora…» Me gustaría preguntarle, doctor, si no resultaría lógico que una persona atrapada en un edificio durante una tormenta, y que intentara escapar por la ventana, pero sin poder tocarla porque estaba tan fría que le hacía daño en la mano, tuviera la misma conducta descrita por la doctora Vassar.
—Bueno, mire usted…
—Sólo quiero un sí o un no. Lo que he planteado, ¿es posible o no?
—Bien, es posible…
—Gracias —Velie buscó las páginas finales del cuaderno—. Esta anotación final de la doctora Vassar que, a propósito —su voz se hizo mordaz—, la defensa parece dispuesta a ignorar, habla de los arquetipos de Jung como una posible explicación para la conducta de la niña. ¿Qué importancia tiene su referencia a los arquetipos de Jung, doctor Pérez?
El doctor Pérez estuvo pensando largo rato antes de responder.
—Me sería difícil precisar la importancia de la referencia. Yo personalmente no estoy de acuerdo con esa teoría.
—¿Y en qué consiste la teoría?
—La teoría mencionada por la doctora Vassar postula la existencia en la mente humana de la capacidad de recordar sucesos que no se han vivido personalmente. Se tratarían de experiencias de la raza humana, no de experiencias del individuo. Tal vez porque la doctora Vassar estudió en Burghólzli estaba influida por la teoría de Jung y pudo llegar a esa conclusión. La doctora Vassar no era, de hecho, jungiana, pero puede que no encontrara otra explicación para una conducta en la que se reviven acontecimientos del pasado que no han tenido lugar, a no ser, por supuesto, que se admita la reencarnación.
Ya está, pensó Janice, la palabra ha sido pronunciada. Por primera vez ese día se había mencionado la palabra, y no dejaba de ser extraño que el primero en utilizarla hubiera sido, precisamente, un científico.
—A su juicio, ¿la teoría de Jung presupone la reencarnación?
—No, no lo creo. Me parece que Jung creía que la experiencia de los individuos que nos precedieron creaba una especie de recuerdos heredados. Y así como las experiencias primitivas han dejado una huella genética en el físico, así también, creía él, dejaban una huella genética en la memoria. Pero no creo que pensara que los individuos tenían, en realidad, existencias anteriores.
—¿En qué cree usted, doctor Pérez?
—¿Cómo dice?
—¿Cree usted en la reencarnación?
El testigo rió sorprendido.
—No —respondió—. No creo en la reencarnación.
La confiada sonrisa de Brice Mack ocultaba perfectamente la inquietud que se había apoderado de él al escuchar la respuesta de Pérez, y al observar las sonrisas del jurado. De todos modos, pronto se sucederían momentos cargados de dramatismo y estaba seguro de que volvería a atraer la atención del jurado.
Velie continuó:
—Doctor Pérez, ¿hay mucha gente en el mundo actual que, hasta donde usted pueda saberlo, creen en lo sobrenatural?
—Sí, hay mucha.
—Desde el punto de vista de un psiquiatra, ¿cuál sería la explicación para esta creencia en lo sobrenatural?
—Bien —respondió Pérez con sencillez—, la mayoría de nosotros se aterra ante la idea de la muerte, y lo que representa como punto final de todo. Si se tienen convicciones religiosas se evita el tener que aceptar la muerte como el final, ya que se cree en una vida en el más allá. El temor a la muerte, y el miedo a dejar de existir, hace que mucha gente trate de encontrar algo que le proporcione un sentimiento de continuidad. Ése es un aspecto; el otro aspecto es que hay mucho de misterioso e inexplicable en la conducta humana y que aunque haya una explicación racional para lo que no entendemos, en este momento no la conocemos. Los seres humanos, por la naturaleza misma de su curiosidad, tienden a encontrar explicaciones para lo que les parece misterioso o sobrenatural. Yo, como científico, no creo que exista eso que llaman sobrenatural, y pienso que se trata de fenómenos naturales para los cuales todavía no tenemos una explicación.
—¿Pero no incluye la reencarnación dentro de esa categoría?
—No, porque no creo en la reencarnación.
—Muchas gracias. No haré más preguntas.
Brice se puso en pie, hizo una ligera inclinación de cabeza a Scott Velie y se aproximó al testigo.
—Tengo algunas preguntas que me gustaría que respondiera, doctor Pérez, si no tiene inconveniente. Creo que la forma en que le interrogó el fiscal le impidió desarrollar con más detalles varias de sus preguntas. Especialmente aquélla sobre la hipnosis como medio para inducir a un sujeto a realizar acciones que exceden su capacidad normal. En su opinión, ¿podría ser ésta la explicación de la conducta de Ivy Templeton, tal como aparece descrita el 18 de enero y el 20 de febrero de 1967?
—No, por supuesto que no. Cuando el fiscal me interrumpió yo iba a decir que la naturaleza y las condiciones de un trance hipnótico y una forma sonámbula de histeria son dos cosas absolutamente distintas. En el estado hipnótico, el sujeto está bajo el control de la persona que dirige el experimento, a la que obedece. En un trance hipnótico el sujeto hará un esfuerzo sobrehumano por obedecer todas las órdenes del director del experimento, incluso hasta el extremo de desarrollar habilidades físicas que exceden las capacidades del sujeto en estado normal. En un estado de sonambulismo, en cambio, el sujeto no está bajo ninguna influencia y recuerda o expresa esquemas de comportamiento de alguna experiencia traumática anterior que ha sido reprimida. En ambos casos las condiciones son completamente diferentes.
Brice aceptó la explicación y después condujo al testigo hacia el tema de la reencarnación.
—Aunque usted personalmente manifestó no creer en la reencarnación, doctor Pérez, ¿sabe usted si hay científicos que creen en ella?
—Supongo que los habrá.
—¿Cree usted que hay médicos y psiquiatras que creen en la reencarnación?
—Sí, es probable que haya algunos.
—¿Y es posible, a pesar de su opinión, que ellos estén en lo cierto y usted esté equivocado?
El doctor Pérez se encogió de hombros.
—Siempre existe esa posibilidad.
Brice miró al jurado antes de volver a hojear el cuaderno.
—Oh, sí… Doctor Pérez, usted declaró que era posible que el frío de una ventana durante una tormenta fuera suficiente como para provocar dolor en la mano que la tocara, y que eso podría servir de explicación para la conducta descrita por la doctora Vassar. Vuelvo a preguntarle, ¿es probable una cosa así?
—No. La reacción de la niña, la rapidez con que retiraba la mano del cristal, indicaba que la experiencia dolorosa era muy superior a la que puede producir el contacto con el hielo. Esto, y su constante balbuceo «quemaquemaquemaquema», no me dejan la menor duda de que se trataba de una situación en la que estaba presente el fuego.
—Gracias, doctor Pérez. No tengo más preguntas.
El testigo empezó a ponerse en pie, pero Velie giró en su silla y movió la cabeza.
—Un momento, doctor Pérez, no ha concluido todavía.
Pérez miró con resignación a Velie mientras volvía a sentarse.
—¿La doctora Vassar era hipnotista? —preguntó desde su asiento en voz muy alta.
La falta de cortesía con que se le hacía la pregunta desconcertó momentáneamente al testigo. Una sonrisa burlona y divertida se formó en sus labios.
—La doctora Vassar era psiquiatra y podía utilizar la hipnosis como método terapéutico. Ese es el caso con la mayoría de los psiquiatras, incluyéndome a mí.
—Comprendo —dijo Velie—. Entonces era capaz de hipnotizar. Gracias.
La objeción de Brice Mack fue presentada con rapidez y sobriedad.
—Propongo que el comentario del señor Velie: «Entonces era capaz de hipnotizar», sea borrado del acta, Su Señoría, ya que adscribe intencionalidad a la respuesta del testigo. El que una persona sea capaz de hipnotizar no quiere decir, necesariamente, que lo haga, así como un hombre que tiene un martillo en la mano no tiene por qué descargar un golpe.
—Se acepta la objeción.
Hubo una pausa provocada por el doctor Pérez, que no sabía si debía permanecer sentado o podía abandonar ya el banquillo de los testigos.
Con expresión de supremo aburrimiento, el juez Langley preguntó a los dos abogados si habían terminado de interrogar al testigo.
Velie respondió:
—Por el momento sí, Su Señoría. Pero es probable que más tarde quiera hacerle algunas preguntas.
El juez dijo al doctor Pérez que debía estar a disposición del tribunal, y le autorizó a marcharse. El psiquiatra escapaba de prisa de la sala cuando Langley se volvió a Brice Mack para ordenarle que llamara a su próximo testigo.
Todos los ojos se dirigieron expectantes hacia la puerta. Pero Mary Lou Sides no apareció por la puerta sino que se levantó de su asiento en el medio de la sala, y caminó por el pasillo en dirección al banquillo entre las risas nerviosas de algunos de los asistentes a los que la escena había tomado por sorpresa.
Janice miró a la muchacha, alta, robusta. No podía tener más de veinticinco años, y su aire era tímido cuando alzó la mano derecha para jurar ante el alguacil. El cabello liso de color maíz y la cara limpia de maquillaje, resplandeciente de salud, hicieron que Janice recordara a la doncella suiza que aparecía en la tapa de las cajas de chocolate Baker. Miró a Hoover y le vio sonreír a Mary Lou Sides, y como la muchacha devolvió la sonrisa supuso que probablemente se conocían.
El jurado, los periodistas, espectadores y miembros del Tribunal no tuvieron que esperar mucho tiempo para conocer la razón de la presencia de Mary Lou Sides en el banquillo, porque Brice Mack, después de preguntarle el nombre, edad (tenía treinta y uno) y dirección (vivía en los suburbios de Pittsburgh), comenzó inmediatamente su interrogatorio.
—¿Estuvo usted, señorita Sides, implicada en un accidente automovilístico en la carretera Turnpike, de Pennsylvania, la mañana del 4 de agosto de 1964?
—Sí.
—¿Es cierto que el coche que usted conducía chocó con el que conducía la señora Sylvia Flora Hoover?
—Sí.
—¿Iba usted sola en el coche?
—No. Iba con una amiga.
—¿La señora Hoover viajaba sola?
—No —la voz se quebró ligeramente y sus ojos parecieron nublarse—. La hija de la señora Hoover también iba en el coche.
—¿Cómo se llamaba la hija de la señora Hoover?
—Audrey Rose.
—¿Podría decir al jurado, hasta donde pueda recordar, señorita Sides, lo que pasó la mañana del 4 de agosto de 1964, alrededor de las ocho y media?
—Sí.
Hizo una pausa para ordenar sus pensamientos y para concentrarse totalmente en los acontecimientos ocurridos hacía diez años.
—Yo iba conduciendo por la Turnpike rumbo al Este. Me dirigía a mi trabajo. Iba con una amiga. Las dos trabajábamos para la Forsythe Insurance Company, cuyos edificios principales estaban a unos treinta kilómetros de Pittsburgh, y nuestra hora de entrada era a las nueve —se detuvo un segundo—. Hacía calor y el cielo estaba oscuro. Parecía que se iba a desatar una tormenta, y yo esperaba estar ya en el trabajo cuando comenzara a llover. Siempre he odiado conducir con lluvia.
Todos se pusieron tensos cuando su voz, serena e inexpresiva hasta entonces, comenzó a hacerse más aguda cuando comenzó a narrar los episodios siguientes de esta mañana.
—Cuando quedaban ocho kilómetros para llegar a las oficinas comenzó la tormenta. Fue horrible. Los granizos parecían huevos y temí que me rompieran el parabrisas. Apenas podía ver y estaba pensando salirme de la carretera para detenerme a un costado cuando el otro coche… el otro coche… —se quebró su voz. Prensa y jurado se inclinaron hacia adelante, anticipándose a los hechos—. El otro coche había patinado y venía por mi izquierda… era un sedán grande… y patinaba y giraba locamente en la carretera… yo traté de detenerme, pero no pude y… comencé a patinar con mi coche también… y podía ver que íbamos a chocar —la voz volvió a quebrarse—. Traté de controlar mi coche, pero no pude, y el volante giraba en mis manos… y entonces nos golpeamos primero y después chocamos… —un sollozo se escapó de su garganta—… y chocamos… —ahogada por las lágrimas se calló.
—¿Puede usted seguir, señorita Sides?
—Sí.
El resto lo relató de prisa, puntuado de vez en cuando por sollozos angustiados y lágrimas.
—Chocamos y salimos disparados hacia las barreras protectoras. En ese momento no supe contra qué había chocado que había impedido que mi coche se despeñara, pero eran las barreras protectoras. Desgraciadamente no pudieron detener al otro coche, que cayó por el barranco —se calló durante un segundo para recuperar el control—. No sé cuánto tiempo estuve en el interior del coche. Mi amiga estaba inconsciente y yo tenía la cara cubierta de sangre, porque me había roto la cabeza contra el parabrisas. No tenía puesto el cinturón de seguridad, y mi amiga tampoco —hizo una pausa y sus ojos se agrandaron—. Y entonces, de pronto, la tormenta se disipó y salió un sol muy brillante. Recuerdo que me bajé del coche y que vi muchos automóviles detenidos, y gente de pie al borde de la carretera, todos mirando al otro coche que estaba volcado en el fondo del barranco. Salía humo. Una de las ruedas traseras todavía giraba y entonces vi la cara de la niña… la niñita… que miraba por la ventana desde el interior del coche… y… gritaba,…
Perdió el control y no pudo evitar sollozar mientras hacía esfuerzos por seguir hablando.
—Algunos hombres estaban tratando de bajar para rescatarla, pero era difícil por lo empinado del terraplén. Otros, habían partido en coche a buscar un lugar más fácil. A unos quinientos metros de allí el terraplén no era demasiado empinado, y yo podía verlos a lo lejos. Pero no alcanzaron a llegar… porque se produjo una explosión… nada fuerte… casi como un suspiro… y el coche quedó envuelto en llamas. Era horrible. Todavía podía ver a la niñita gritando, gritando y golpeando las manos contra los cristales de las ventanas… Podía verla en medio de las llamas mientras el coche se iba derritiendo alrededor de la ventana… y la pintura chorreaba sobre la ventana…
El corazón de Janice daba saltos y su cuerpo temblaba.
—… gritaba… gritaba y trataba de salir del coche y seguía…
La pintura se derretía y chorreaba…
—… golpeando la ventana con las manos…
¡Derretirse! ¡Derretirse! La coronación y la ceremonia en la que derretían al monigote de nieve, había dicho la mujer…
—… que se iba cubriendo lentamente con la pintura derretida…
¡Santo Dios!
Los ojos de Janice buscaron el reloj en la pared. Las cuatro y veinte. ¡Ya había empezado! ¡Estaba ocurriendo! ¡Ahora mismo! Su mirada se dirigió hacia donde se encontraba Hoover.
Estaba de pie.
Los dos guardianes estaban nerviosos, de pie detrás de él.
La cara de Hoover estaba húmeda, rojiza.
Sus ojos ardían y parecían hurgar en la distancia, más allá de los sollozos de la muchacha sentada en el banquillo, más allá del lejano horror que se acababa de recrear, buscaban un tiempo y un lugar donde sonidos futuros luchaban por que se les escuchara, donde soplaba el viento y había niñas que reían mientras la nieve se derretía, blanco sobre negro, al calor del fuego…
Miraba por la ventana y sentía el ácido sabor del miedo que le subía por la garganta. Todos los años era lo mismo para la madre Verónica Joseph.
Es una fiesta pagana, anticristiana, pensó inquieta al mirar las caras fascinadas y concentradas de las ciento veintisiete vírgenes vestales que observaban cómo la efigie —el trabajo de varias semanas— sucumbía ante las llamas devoradoras. Homenaje a Moloch, dios pagano del fuego. Símbolos paganos en un suelo consagrado. ¿Por qué lo permitía? Todos los años se proponía eliminarlo del programa, y al final nunca se decidía a hacerlo. ¿Por qué?
Las llamas aumentaban de volumen. Lamían siseando las extremidades inferiores del monigote, y erosionaban su fortaleza, destruían su orgullo, devoraban la gloria de su corona. Creación. Adulación. Destrucción. Un rito primitivo. Inaceptable.
Sin embargo, en algún momento en el pasado cristiano de Mount Carmel, el extraño rito había comenzado. Con los hermanos franciscanos, le había dicho Calitri, el anciano portero del colegio, en la época en que Mount Carmel era un colegio para chicos. Antes de su conversión. En la época en la que su nombre no era Verónica Joseph sino Adele Fiore. Sí, había empezado con los hermanos. Habían prendido fuego a la primera efigie de una larga serie que se convertiría en una de las tradiciones anuales de Mount Carmel, tan importante para cada curso que había llegado a convertirse en algo inmutable como el propio edificio del colegio, con sus viejos muros cubiertos de hiedra…
¿Era ésa la hija de los Templeton? ¿Estaba demasiado cerca del fuego…?
Sí, los hermanos. Hombres respetables y honorables que ignoraban, sin duda, lo que habían comenzado y que eran los responsables de este sacrilegio que repugnaba tanto a sus ojos como a sus sentidos.
Al observar la rapidez con que las llamas devoraban al gigantesco monigote de nieve, la madre Verónica Joseph tuvo el consuelo de pensar que muy pronto habría acabado todo, que dentro de unos segundos la efigie se desplomaría humeando, una verdadera montaña silbante de nieve ennegrecida, y una vez más se habría cumplido con la tradición.
Este será el último año, se prometió la madre Verónica Joseph. Los gastos de acarreo y limpieza constituían por sí solos una buena razón para poner fin a esta tradición.
Los ojos de la monja se centraron en una figura.
¿Qué estaba haciendo esa niña? ¿Caminaba lentamente hacia el fuego? Y las demás, ¿estaban tan fascinadas con las llamas que no se daban cuenta?
Sí, el fuego fascina, pero hasta ese momento no había comprendido su poder. ¡Él fuego! El más antiguo enemigo del hombre. La almohada de Satán. Las llamas, como ojos satánicos, lamen, atraen, seducen…
Pero, ¿qué hace esa niña, avanzando a cuatro patas? ¿No hay nadie que la vea?
—¡Detente! —gritó la monja.
El corazón parecía querer dejar de latir en su pecho. Sabía que nadie escucharía su grito, que quedaría absorbido por los inmensos muros antiguos de la construcción. Golpeó los cristales con los puños. Trató de abrir las viejas ventanas, pero las bisagras enmohecidas resistieron.
Santo Dios, santa María, ¡la niña estaba ya casi al borde de las llamas, y todavía nadie se daba cuenta! ¿En qué estaban pensando? ¿Habían sido embrujados por las juguetonas llamas? ¿Seducidos por las cálidas e invitantes lenguas que abrazan con la fiereza de Satán?
—¡Detente! ¡Deténganla! —gritó.
Y con un cáliz destrozó los cristales de la ventana en forma de diamante. Ráfagas de aire helado le golpearon el rostro y arremolinaron el velo a su espalda.
¡Santa María, madre de Dios… ha desaparecido en las llamas!
—¡LA NIÑA! —gritó la monja en medio del viento— ¡LA NIÑA! ¡DETÉNGANLA! ¡DETÉNGANLA!
Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte…