20

Brice estaba encorvado sobre el plato de costillas de cerdo, y mantenía un silencio malhumorado mientras sus dientes destrozaban la carne, extrayéndola del hueso en una serie de tirones rápidos y violentos. Sentía una necesidad imperiosa de destrozar algo, de rasgar, de mutilar y destruir. Fred Hudson era el único miembro de su equipo que había aparecido en Pinetta para acompañarle en esa hora amarga, pero al darse cuenta del estado de ánimo de su jefe, había preferido mantenerse a una respetuosa distancia.

Mack chupaba un hueso grasiento y miraba a Hudson por sobre las sillas vacías que les separaban, pero sus ojos no tenían expresión alguna. Sabía donde estaban los otros dos abogados, buscando y revolviendo el material de la biblioteca para encontrar algunos precedentes legales a los que poder asirse, aunque a estas alturas ya no servirían de nada. El profesor Ahmanson había ido a Washington para recoger a James Beardsley, su próximo testigo. Le reconfortó la idea de que había tomado la precaución de alquilar un coche para que el viejo llegara a tiempo a los Tribunales. Otro paso en falso, y Langley se enemistaría con él definitivamente. El juez no disimulaba su hostilidad.

Sólo de Brennigan no sabía nada. Su último contacto con el borrachín irlandés había tenido lugar el viernes, inmediatamente después del receso para almorzar, cuando había andado tras la pista de algo; «algo que va a arruinar la vida de Velie», había sido su misterioso comentario final.

Masticaba despacio y tragaba sin prisa la carne crujiente y picante del cerdo. Sus pensamientos estaban concentrados en James Beardsley Hancock, su última esperanza de luz en un horizonte oscuro y amenazante. Hoover se había negado a permitir que Marion Worthman declarara en su favor, y su negativa se había visto reforzada por el fracaso con Pradesh. Ahora sólo quedaba Hancock para apoyarle con su ciencia, y esta única oportunidad en vez de descorazonarle le provocaba un impulso de renovado optimismo.

Se había reunido con el viejo en seis ocasiones distintas y había llegado a conocerle bien. Estaba seguro de que James Beardsley Hancock produciría una gran impresión desde su asiento en el banquillo de los testigos. A veces parecía un dios del Olimpo, en otras oportunidades recordaba un tanto a Lincoln. Su cabeza habría sido un adorno grabada sobre una moneda romana o en un sello estadounidense. Sus modales inspiraban respeto; su rostro apergaminado y sus ojos brillantes hacían pensar que era un hombre honesto y sincero, de una profunda integridad moral. En la sala haría pensar que su lugar era el que ocupaba el juez.

Recordó su primera entrevista con él, en la soleada casa que tenía Hancock sobre el río Hudson, y experimentó una vez más el efecto tranquilizador que sentía cada vez que pensaba en ese primer encuentro.

La casa rebosaba antecedentes históricos; se decía que había sido el albergue de George Washington y de su personal durante la batalla de Harlem cada vez que su residencia de Jumel Mansion se veía asediada por el fuego de los ingleses.

Mack había llegado allí en actitud escéptica, dispuesto a comprobar el poder de persuasión del viejo sobre un jurado, y había terminado por descubrir sorprendido que, después de una hora de preguntas tontas y pacientes respuestas, le había fascinado completamente la sabiduría de Hancock. Hablaba con sencillez, no subestimaba ni sobrevaloraba a su huésped, pero siempre se las ingeniaba para mantener constante su interés. Mack no sólo quedó fascinado, sino que apenas podía creer que hacía ya rato que había terminado la mañana, y los dos se habían saltado el almuerzo sin darse cuenta.

Al reflexionar sobre esa primera entrevista, el abogado intentaba reconstruir los puntos de argumentación de Hancock que más le habían impresionado. En vez de hablar de la reencarnación con pedantería académica, el sabio anciano la había convertido en un juego, aceptando el escepticismo y las dudas de Mack. Y en varias ocasiones él mismo había fingido estar confundido, permitiendo que Mack le ayudara con las respuestas.

En un momento dado, Mack le había pedido pruebas de la reencarnación y si él podía citar ejemplos concretos para respaldar su teoría de que el alma vivía diversas existencias terrenas. El viejo estuvo pensando largo rato antes de hablar.

—Desgraciadamente nunca me ha ocurrido a mí, pero mucha gente me ha hablado de sus experiencias al recordar fragmentos de vidas anteriores, momentos en los que, de pronto, han reconocido personas o lugares que no conocían y que, sin embargo, les resultaban familiares.

Brice recordaba varias experiencias similares y le contó a Hancock una que había tenido cuando era niño. Le habían enviado a un campamento de verano en Adirondacks, y un día se perdió de su grupo durante una excursión por los bosques. Incapaz de encontrar el camino, tuvo que pasar la noche en un medio que le era absolutamente desconocido. Recordaba haber vagado llorando en la oscuridad hasta que el cansancio le hizo quedarse dormido, y cómo al amanecer despertó aterido, hambriento, pero sus temores se habían calmado, y su confianza había vuelto, a la vista de un riachuelo rocoso, apenas perceptible por entre los numerosos árboles, que le era tan familiar como un viejo amigo. Le había extrañado mucho que el paisaje le resultara tan conocido que podía describir cada peñasco, arroyo y rama. Sabía que había visto ese escenario antes, no en una foto ni en un cuadro sino personalmente, porque el olor a pino y rocío era algo que también recordaba con claridad.

El viejo se había reído encantado.

—¡Sí, sí! Sin duda se hallaba usted ante un paisaje que hizo revivir recuerdos de un pasado perdido en las lejanas brumas de una vida anterior. Estoy seguro de que ese conocimiento anterior le sirvió para volver con sus compañeros.

—Ésa es la parte más extraña de todo —admitió Mack—. En aquel momento todo el paisaje me resultaba familiar y pude volver al campamento sin ninguna dificultad.

Después de unos segundos de reflexión, el anciano había preguntado:

—¿Tuvo usted una niñez feliz, Brice?

—Bueno… —hizo una mueca—, éramos muy pobres.

—¿Sus padres tenían algún don o talento especial?

Brice se encogió de hombros.

—Nada especial. No eran intelectuales, si es a eso a lo que se refiere. Descendían de muchas generaciones de campesinos, y eran gente honesta, muy trabajadora.

—La sal de la tierra —comentó Hancock con absoluta sinceridad—. ¿No le parece curioso que con tanta frecuencia los «niños prodigios», o los «genios», nazcan de ese tipo de padres? ¿Muchachos con un gusto, un talento, una predisposición y unas cualidades que hacen pensar que proceden de un medio mucho más rico que el que corresponde a su ambiente y herencia?

Brice se ruborizó y explicó:

—Bueno, yo no soy ningún genio.

—Pero con qué seguridad ha conseguido usted un progreso intelectual del que no puede responsabilizar ni a su herencia ni a su medio. Los reencarnacioncitas estarían de acuerdo en que sus logros actuales son el resultado de las exigencias mentales de una vida anterior.

En este punto de la conversación habían sido interrumpidos por el ama de llaves de Hancock, una enérgica anciana, que parecía tan vieja como su amo. Era la hora de tomar las píldoras. Las cuatro píldoras estaban colocadas sobre una servilleta de lino recién planchada, que cubría una bandeja en la que había una jarra de cristal con agua y un vaso. La mujer llenó de nuevo su taza de café y se marchó, y entonces Mack recordó otro caso que tal vez podría interesar a Hancock.

Se trataba de un niño de seis años, hijo de un amigo suyo al que conocía desde la infancia. Ni él ni su esposa poseían ningún talento o cualidades artísticas que les hiciera destacarse del resto de la gente; sin embargo, cuando el niño tenía cinco años se había sentado al piano un día y había empezado a tocar con una maestría sorprendente, dado que jamás había recibido lecciones de música.

—¡Y qué me dice de Pascal —había exclamado vibrante de gozo el anciano— que a los doce años dominaba gran parte de la geometría plana, sin que nadie se la hubiera enseñado, y era capaz de dibujar en el suelo de su habitación todas las figuras del libro primero de Euclides! ¡Y Mozart, ejecutando una sonata en el pianoforte a los cuatro años, y componiendo una ópera a los ocho! ¡Y Rembrandt, que dibujaba con perfección incluso antes de saber leer siquiera! ¿Puede dudar que esas «viejas almas» vinieron a la Tierra con notables poderes adquiridos en una existencia anterior?

No, se dijo Mack chupando la médula del hueso de una chuleta, no puedo dudarlo y tampoco lo dudará el jurado. El entusiasmo del viejo era contagioso. Sabía arreglárselas con las palabras y tenía una gran habilidad para hacer que lo más extraño resultara perfectamente razonable. El jurado le escucharía y creería sus afirmaciones.

Brice Mack miró su reloj. Las doce cuarenta y siete. En ese momento el coche que transportaba la sustancia de su argumentación estaría acelerando en el West Side Drive, hacia Foley Square. Mordisqueando la costilla, fría y grasienta, pensó que a esa hora tan temprana el tráfico no constituiría ningún problema, y que probablemente ya estarían llegando a su destino en ese mismo momento.

Si el joven y esperanzado abogado hubiera sabido que el coche, en ese mismo momento, en vez de dirigirse al Sur corría en dirección a la sala de urgencias del Roosevelt Hospital, con la ayuda de la sirena de la policía para abrirle paso, llevando en su interior la figura catatónica y moribunda de un anciano, se habría ahogado con el último mordisco; y el cerdo, cuyas costillas habían sido comidas con tanto entusiasmo, habría logrado su venganza póstuma.

Janice se enteró de las noticias a las tres y cuarto.

El teléfono sonaba cuando entraron en su suite del Candlemas. Había muchos mensajes en la centralita, todos de Bill. El último decía: «Llámame, 555-1461. ¡Urgente!» Habían ido a entregárselo, pero Bill consiguió ponerse en contacto con ella antes de que lo consiguieran.

—¿Dónde diablos has estado metida? —gritó con una furia que Janice atribuyó tanto al alcohol como a la ira.

—Fuera —respondió fingiendo calma para no inquietar a Ivy.

—¿Fuera? ¡Maldición, Janice, se te dijo que no te separaras del teléfono! —su voz explotó tan cerca del aparato que provocó estática.

Janice tuvo el impulso de colgar, pero se controló y, en cambio, preguntó:

—¿Qué sucede?

—¿Qué sucede? —la imitó—. ¿Dónde mierda has estado? ¡Lo han dicho por la radio y la televisión!

No hizo ninguna pregunta, para obligar a Bill a continuar.

—¡La defensa ha sido derrotada! —gritó delirante de júbilo y hostilidad.

Y procedió a informarla de los increíbles acontecimientos de la mañana. Su voz se hizo más estridente cuando le comunicó una noticia que era una verdadera bomba: el testigo clave de la defensa había desaparecido de escena y tal vez para siempre. James Beardsley había sufrido un inesperado ataque al corazón…

—¡Un ataque al corazón! —reveló Bill—. Y el último parte del hospital dice que está en coma y su estado es crítico. Brice Mack pidió un receso hasta mañana para reorganizar su defensa y, maldito sea, Velie tuvo que aceptar su petición porque no estabas allí, y tuvo miedo de que Mack quisiera que fueras su próximo testigo.

—Oh… —exclamó Janice.

—Velie está furioso, y yo también lo estoy. Les hicimos perder el equilibrio y toda esta estupidez podría haber concluido esta misma mañana. En cambio, ahora los desgraciados tienen tiempo para reorganizar su estrategia.

—Lo siento —susurró Janice.

—Mierda —su voz perdió el tono estridente—. No puedes hacer todo lo que se te ocurra, Janice, maldita sea. No estamos viviendo normalmente. Esto es una guerra.

—Ya lo sé.

Su respuesta era lo bastante ambigua como para que él tuviera que sopesar lo que había querido decirle. Cuando volvió a hablar estaba mucho más sereno.

—¿Cómo está Ivy?

—Está aquí. ¿Quieres hablar con ella?

—¿Cómo está? —insistió.

—Bien… supongo.

—¿Supones? ¿Qué significa eso? ¿Está o no enferma?

—Está mejor de la garganta, y la fiebre ha desaparecido.

—¡Entonces tráela a la ciudad contigo!

La proposición cogió a Janice por sorpresa.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo. En el próximo tren. No puedes tardar mucho en pagar la cuenta del hotel.

Janice titubeó.

—Ivy quiere quedarse en el colegio.

—Pero yo quiero tenerla en casa, donde podamos cuidarla.

—¡Estaremos todo el día en el Tribunal! —protestó Janice.

—De todas maneras estará más cerca de nosotros aquí que allá. Contrataré a alguien para que la cuide, una enfermera si quieres, pero tráela contigo. ¿De acuerdo?

Las sienes le latían, Ivy no debía volver a la ciudad. Y ése era un punto en el cual no debía ceder. Sin embargo, si intentaba explicarle sus razones no haría más que provocarle otro ataque de furia, y tendría que soportar una nueva oleada de burla y desprecio por lo que él consideraba no sólo una actitud idiota, sino también traidora de su parte.

—¿Janice? —dijo Bill cuando el silencio se prolongó demasiado tiempo—. Os espero a las dos esta noche. ¿De acuerdo?

Janice retrocedió unos pasos con el teléfono en la mano. No sabía cómo responderle. Entonces, en un gesto que le sorprendió incluso a ella misma, pasó el aparato a Ivy y le dijo:

—Papá está al teléfono y quiere hablar contigo.

La sonrisa feliz y confiada de su hija le produjo un sentimiento de culpa; era difícil quedarse sonriendo a su lado mientras Ivy hablaba, totalmente ignorante de que se había servido de ella para salvar una situación insostenible.

—… pero no puedo marcharme ahora —explicaba Ivy—. Mañana es la coronación y no puedo faltar. Hemos trabajado tanto en Silvestre. Por favor, papá, ¡déjame quedarme!

Su patético ruego para que la dejaran quedarse encontró, finalmente un oído comprensivo, y Janice vio que se disipaba la tristeza del rostro de su hija, y que volvía a iluminarlo la alegría.

—¡Gracias, papá! —gritó—. ¡Y no te preocupes, por favor! Me siento mucho mejor; no he tosido ni una sola vez desde que entramos aquí —sus ojos buscaron a su madre—. Sí, está aquí. Le pasaré el teléfono. Papá… te quiero mucho…

La mano de Janice aferró el aparato, y al sentir en su oído la respiración de Bill tosió ligeramente.

—Gracias —dijo secamente—. Muchísimas gracias —su comentario no necesitaba respuesta, y ella permaneció en silencio—. ¿Qué es esa tontería de la coronación?

—Es una tradición anual del colegio. Coronan al monigote de nieve.

Hubo una breve pausa.

—¿Crees que es mejor que se quede allí?

—Sí —respondió con firmeza.

—De acuerdo —su voz sonaba triste—. Ven tan pronto como te sea posible. Te guardaré la cena.

—Gracias.

Colgó y se volvió hacia Ivy.

—Tenemos que hacer las maletas en seguida si queremos que estés en el colegio a tiempo para comer.

—Yo ya tengo mi maleta lista —dijo Ivy nerviosa—. ¿No te acuerdas?

Sí, se acordaba. Pero hacerlo era un esfuerzo penoso, porque con el recuerdo reaparecía la angustia, la sensación de miedo que la atormentaba desde que Bill se había marchado. Qué de cosas habían ocurrido en ¿cuánto tiempo? ¡Menos de veinticuatro horas! Cosas que Bill, sin duda, habría considerado triviales e inofensivas, pero que poco a poco la habían hundido en el pánico y la desesperación.

Todo había comenzado el sábado por la noche, varias horas después de que ella e Ivy se habían acostado, Janice en su dormitorio y la niña en la habitación del lado. Por un momento, Janice tuvo la idea de invitar a Ivy para que compartieran la cama, y lo habría hecho con gusto si su hija lo hubiera deseado, pero como no había dicho nada, Janice desechó la posibilidad.

Acababan de despedirse en la oscuridad cuando Ivy preguntó:

—¿Cómo se llama?

La pregunta turbó a Janice, que sabía perfectamente a lo que se refería. No obstante, preguntó:

—¿Quién?

—La hijita del señor Hoover.

—Audrey Rose.

Janice sintió que Ivy analizaba el nombre.

—Es muy bonito.

Después de otro momento de silencio, Ivy preguntó lo que realmente le interesaba:

—¿Tú crees que se parecía a mí?

—¡No! —respondió Janice con brusquedad.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque el señor Hoover nos enseñó una foto de ella. Tenía el pelo negro y los ojos oscuros. Su cara no se parecía en nada a la tuya —y para terminar la conversación propuso—: ¿Qué te parece si nos dormimos ahora?

—Bueno. Hasta mañana.

—Buenas noches.

Un ligero ruido la despertó más tarde. Una puerta crujía y se podía ver un rayo de luz en el suelo.

Inquieta por la posibilidad de que Ivy se sintiera mal, Janice se levantó rápidamente de la cama y sin encender la luz se aproximó a la puerta que comunicaba las dos habitaciones. La entreabrió y vio que la luz provenía del cuarto de baño, situado al final de la estancia. En circunstancias normales habría llamado a Ivy para preguntar si le pasaba algo, pero una sensación interior, difícil de concretar, le impidió hacerlo. Y en lugar de hablar, cruzó en silencio la habitación en penumbra y se detuvo cerca del cuarto de baño, desde donde podía ver lo que estaba ocurriendo en su interior. Se quedó paralizada.

Ivy estaba desnuda ante el gran espejo y miraba como en trance su propia imagen. Sus nacientes pechos estaban cerca del espejo, y en sus ojos había una expresión extraña, un resplandor enloquecido, mientras miraban el reflejo de sus propios ojos. Parecían estar buscando un camino en los pálidos y relucientes cristales, una ruta hacia la lejanía, hacia la profunda e impenetrable oscuridad del otro lado.

Janice pensó que era el preludio de una de sus pesadillas —la proximidad del espejo, la expresión vacía, remota, su inmovilidad, todo parecía apuntar en esa dirección— y estaba a punto de entrar cuando, de pronto, Ivy empezó a reírse. Era una risa cantarina, aguda, infantil, que estaba dirigida a la imagen reflejada en el espejo, a esos ojos que devolvían la mirada opaca e inexpresiva. Las rodillas de Janice empezaron a temblar. La visión de la desnudez de su hija, su extraña risa que parecía tan inocente y, al mismo tiempo, tan odiosamente siniestra, eran algo aterrador. Las carcajadas cesaron en forma tan brusca como habían comenzado y entonces, en voz baja y burlona, Ivy empezó a canturrear el nombre.

—¿Audrey Rose? ¿Audrey Rose?

Janice tuvo que afirmarse en la cómoda para mantener el equilibrio. Se volvió y caminó hasta su dormitorio. Cerró la puerta, encendió la luz de la mesita de noche, y miró la hora. Las doce y cuarto. La luz y los ruidos que había hecho a propósito alertaron a Ivy y muy pronto escuchó el ruido del water y unos pasos ligeros sobre el suelo en dirección a la cama. Esperó un minuto antes de abrir la puerta y mirar a su hija. Estaba acostada cara a la pared, la manta bien sujeta con la barbilla. El pijama se encontraba en el suelo, al lado de la cama.

—¿Te sientes bien? —preguntó Janice.

Ivy se volvió hacia su madre con cara soñolienta y con toda la inocencia y dulzura de la infancia.

—Sí —sonrió—. He ido al baño.

Durante varias horas Janice no pudo conciliar el sueño. El miedo, los terrores, las complejidades, la maraña, los momentos desgraciados, el ritmo febril de los últimos meses la persiguieron hasta la madrugada con la constancia de una arpía.

Un rayo de sol, cálido y brillante, la despertó cuando iluminó sus ojos. Durante la fracción de un segundo no supo dónde estaba, sólo tenía conciencia de un resplandor que le quemaba los ojos y de una voz que gritaba:

—Mamá. ¡Mamá!

Se sentó en la cama.

—¿Qué pasa?

Se dejó caer del lecho, corrió a la puerta y la abrió.

Ivy, con el pijama puesto, estaba de pie en el centro de la habitación. Su cara tenía una expresión de sorpresa y angustia, su pelo rubio en desorden.

—¡Mamá, todas mis cosas han desaparecido! Mi ropa, los vestidos, los pantalones, ¡todo!

Janice caminó en forma automática hacia el armario.

—¿Desaparecido? ¿Cómo pueden haber desaparecido?

—¡Me las han robado! —insistió Ivy—. ¡Alguien tiene que haberlas robado! Se llevaron todo, el cepillo para el pelo, el dentífrico, el champú, ¡todo! ¡Hasta mi medicina! —y tosió dramáticamente.

—Eso es imposible.

—¡Ven a ver! —refunfuñó, y señaló una silla llena de ropa—. Lo único que no ha desaparecido es la ropa que me puse ayer. Y mi abrigo y el sombrero.

Janice abrió la puerta del armario y vio una hilera de colgadores vacíos. Sus ojos buscaron en el suelo. También habían desaparecido los zapatos y las botas. Su frente se cubrió con un sudor frío y tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener la calma y no inquietar aún más a Ivy. Fue a la cómoda y abrió cada uno de los cajones para asegurarse de que estaban vacíos.

Los labios de Ivy se transformaron en una delgada línea.

—Deben haber entrado ladrones mientras dormíamos, mamá.

Janice se obligó a sonreír.

—¿Y para qué iban a querer tu ropa los ladrones?

No había terminado de hablar cuando vio la maleta bajo la cama plegable.

—Parece que no se sintieron atraídos por tu maleta —comentó y se inclinó para tomarla. Pesaba bastante.

Al abrir los cerrojos la tapa prácticamente saltó por la presión de la ropa, frascos, cepillos, zapatos, todo dispuesto con orden y método.

Se volvió a Ivy para interrogarla, pero no dijo nada al ver la expresión de profunda sorpresa reflejada en el rostro de su hija, una expresión que era absolutamente sincera y espontánea, una expresión que ningún actor podría haber fingido.

—¿Quién lo hizo? —preguntó Ivy con una vocecita asustada.

—Una de nosotras dos tiene que haberlo hecho —contestó Janice, quitándole importancia al asunto.

—¡Yo no he sido! —exclamó Ivy, con toda la intensidad de que era capaz.

Janice no tenía la menor duda de que Ivy había hecho la maleta durante la noche, y estaba segura también de que la niña no sabía que la había hecho.

Más tarde, mientras desayunaban, Ivy insinuó que tal vez Bill había hecho la maleta antes de marcharse a la ciudad.

—Tú sabes que él quería que yo volviera a casa. No le gusta que esté aquí. A lo mejor ésa es su manera de decirlo.

—¿Como una pista?

—Puede ser, ¿no?

—Es posible.

Y puso la taza sobre la mesa para que sus manos temblorosas no siguieran derramando el café.

Aún no eran las siete, y estaban solas en el comedor. Afuera, había una de esas raras mañanas de invierno en las que el sol parece iluminar cálida y bondadosamente a todo el mundo.

Ivy decidió que sería divertido hacer un picnic en la playa y, aunque eso significaba alejarse del teléfono, Janice aceptó de inmediato con la esperanza de que el contacto con el aire salino y las arenas inundadas de sol le ayudarían a calmar la tormenta de su carne y de su espíritu. Su mente era una tempestad de ideas y conjeturas, un confuso torbellino de miedos que se centraban en el hecho de que Ivy había hecho su maleta sin saberlo. ¿Por qué? ¿Qué significaba? Si ese acto había sido realizado sin el control de Ivy, sin duda Audrey Rose era la fuerza motriz. Si así era, ¿se trataba de un gesto simbólico o de algo práctico? Una maleta no podía significar más que una sola cosa: un viaje. ¿Estaba Audrey Rose empujando a Ivy para que volviera a la ciudad? ¿Quería regresar a casa… y a Hoover? ¿Era eso? ¿Y cómo había pensado llegar hasta allá? ¿Una niña de diez años, sola, sin dinero, y sin tener idea de lo que hay que hacer cuando se viaja? Todo ese torrente de preguntas le producían vértigo, y sonreía confusa, con una expresión de profundo asombro en la mirada. Si Bill llegara a saber lo que ella pensaba la haría encerrar en un manicomio.

Sus temores se vieron confirmados más tarde, esa misma mañana.

Había nubes oscuras y ráfagas de viento en la playa. Janice estaba sentada sobre la manta y miraba cómo Ivy arrojaba Conchitas a la revuelta superficie del mar, cuando una violenta ráfaga de viento introdujo arena en sus ojos, que empezaron a lagrimear. Metió la mano en el bolso de playa para buscar un kleenex; después de hurgar por todos lados no encontró ninguno y miró para ver qué pasaba. Descubrió entonces que por error había metido la mano en el bolso de playa de Ivy.

Descubrió casi inmediatamente el horario de trenes. Era una hoja informativa que indicaba las salidas y llegadas entre Nueva York y Westport. Olvidó el dolor de sus ojos y revisó de prisa el contenido del bolso, mientras de vez en cuando levantaba la vista para comprobar que Ivy estaba todavía de espaldas, mirando el mar. Sacó el pequeño bolso de satén azul pintado a mano y encontró un billete de diez dólares metido dentro de un forro de plástico, hábilmente escondido entre dos fotografías, una de Janice y otra de Bill.

Las sombras de la fatalidad la envolvieron cuando guardó el horario de los trenes y el dinero en su propio bolso, cubriendo con un halo fúnebre el brillante resplandor amarillo del día.

Janice sabía que su hija había sacado las dos cosas de su bolso, ya fuera con plena conciencia o actuando como involuntario instrumento de la desesperada necesidad de Audrey Rose de volver a la ciudad.

Había una manera de averiguarlo. Cuando Ivy regresó a su lado, su cara extraordinariamente pálida y los ojos bajos, perdida en alguna reflexión desconocida, le preguntó:

—¿Quieres que volvamos a casa?

—¿Al hotel?

—No, a la ciudad, a reunimos con tu padre.

—¿Tengo que ir?

—¿No te gustaría?

—¡No, no, por favor! —protestó con una pasión que, sin duda, era sincera—. Tengo que volver al colegio. Están pasando allá tantas cosas entretenidas que no quiero perderme ninguna. Mañana es la coronación, y después tendremos una fiesta en la sala de recreo. ¡No hemos hablado de otra cosa desde hace semanas! ¡Por favor, mamá, no me lleves a casa!

Se había ido arrodillando lentamente y su cara llorosa e implorante estaba muy próxima a la de Janice.

—Está bien, está bien —la tranquilizó Janice, secando una lágrima del rostro pálido y preocupado—. Por supuesto que puedes quedarte si quieres.

Miró los ojos azules que la observaban con tanta inocencia, la boca seria y tierna, y no tuvo ninguna duda sobre quién había sido el ladrón, ni por qué lo había hecho.

Janice llegó a la Grand Central Station en el tren de las siete y cinco, y rápidamente tomó un taxi en el estacionamiento de la avenida Vanderbilt.

Había comprado el último número del Post en la estación y examinó los titulares aprovechando la luz de los faroles y la de los escaparates, pero no encontró nada de interés en la primera página.

La historia aparecía en la página tres, continuaba en las treinta y siete y treinta y ocho, y estaba ilustrada profusamente con dibujos que correspondían a los momentos más destacados del desastre matutino.

Un recuadro pequeño en el centro de la página daba la noticia del ataque al corazón que había sufrido James Beardsley, e incluía un comentario del doctor John Whiting, un cardiólogo de la unidad de cuidados intensivos del Roosevelt Hospital. Decía: «Su estado es crítico, pero se mantiene estacionario. Las próximas doce horas serán decisivas.»

Al entrar al vestíbulo de Des Artistes, Janice tuvo la sensación de que había estado ausente durante varios meses. El recibimiento de Mario fue muy afectuoso, lo mismo que el de Dominick cuando subían en el ascensor.

Reinaba un aire de victoria, la alegría delirante que sigue al término de una guerra.

Incluso Bill resplandecía, excitado por el éxito del día y deseoso de celebrarlo, lo que resultaba totalmente inesperado. Ella se había preparado para una tarde triste y conflictiva y, en cambio, fue recibida con una alegría festiva y besos cariñosos. Después de todo lo que había vivido en las últimas veinticuatro horas, eso era precisamente lo que necesitaba.

La mesa para jugar al bridge había sido colocada junto a la chimenea, y estaba exquisitamente decorada. El fuego chisporroteaba, despidiendo un alegre calor con olor a pino. Una botella de Taittinger estaba enfriándose en un balde con hielo. Manzanas rojas inmensas, una rodaja de Brie y un crujiente pato frío sobre una bandeja adornada con verdura cubierta de salsa de menta, esperaban satisfacer el apetito de los esposos. Janice se sintió impresionada.

—¡Qué bello! —comentó.

Bill hizo un gesto amistoso e hizo girar la botella en el balde. Parecía estar sobrio, lo que quería decir que había dormido desde la última vez que habían estado juntos. Llevaba un pijama y la bata de levantarse y la miraba anhelante.

—No tardes mucho —dijo, y la intención de sus palabras no dejaba lugar a dudas.

Bill se las arregló para que el corcho saltara en el momento preciso en que Janice, fresca, perfumada y vestida con un peinador transparente que ondulaba a su paso, bajaba las escaleras.

Su primer brindis fue para celebrar el éxito.

—Me llamó Pel Simmons —le contó riéndose— y me dijo que los sucesos del día le habían hecho polvo, no podía dejar de reírse, y me felicitaba una y otra vez, como si yo hubiera tenido algo que ver con aquel éxito. Es un buen hombre, sin duda —bebió lo que quedaba en su copa—, y eso me devuelve la fe en la humanidad.

Volvió a llenar las copas. El segundo brindis fue para que ellos e Ivy gozaran siempre de buena salud.

—Hemos sufrido mucho —dijo, y su expresión se endureció—, demasiado. Pero pronto terminará todo. El noticiario de las siete decía que no hay muchas esperanzas de que Hancock se salve, pobre viejo —su expresión triste fue desmentida por el tono exultante de su voz—. La defensa lucha desesperada. Velie me contó que dos abogados pasaron la tarde en el hospital tratando de convencer a los médicos para que le permitan hacer una declaración, pero el viejo está en coma y no la conseguirán nunca —Bill hizo una mueca—. Es la hora de la angustia para ellos —volvió a llenar su propia copa—. Terminará pronto todo esto, ya verás —aseguró—. Todo lo que tenemos que hacer ahora es sentarnos a esperar y conservar la calma. Mack ya no tiene ni tiempo ni testigos. Velie dice que rechazó al último experto, esa mujer, ya sabes a cuál me refiero, ésa del programa aquél, la bruja —se rió—. Y no puedo decir que no le encuentro razón al pobre chiflado. Es tal vez la mejor decisión que ha tomado en su vida. Con la suerte que tienen lo más probable es que le hubieran seguido juicio a ella, es capaz de haber convertido a Langley en un murciélago, y para hacerlo no habría necesitado esforzarse mucho.

Janice mantuvo una sonrisa con la que esperaba poder ocultar la sorpresa que le producía la crueldad de las palabras de su marido.

—Mañana a estas horas ya habrá terminado todo, menos los gritos —prosiguió con voz pastosa, dejando la copa sobre la mesa para aproximarse a ella—. Y cuando todo haya concluido finalmente tendré que hacer muchas cosas para resarcirte. Sé lo que esto ha significado para ti. Y sé cómo me he portado contigo.

Janice se sintió tensa en sus brazos cuando la besó. Trató de relajarse, pero no pudo conseguirlo a pesar de su esfuerzo. A Bill, sin embargo, pareció no importarle, o no lo advirtió.

Hicieron el amor sobre la alfombra y no fue una experiencia satisfactoria para ninguno de los dos. Después comieron en silencio y se acostaron.

Bill se durmió mucho antes que Janice.

A las tres de la tarde de ese mismo día, Brice Mack, cargado con un sombrero, el abrigo, y una enorme cartera, salía de la sala de reuniones y empezaba a recorrer el largo y desnudo corredor que llevaba hasta los ascensores. Sus movimientos eran lentos, le dolía la cabeza, y los fluorescentes que irradiaban calor y reflejaban la luz sobre las paredes hacían que también le dolieran los ojos. Su ropa interior estaba húmeda y se adhería a su piel. Tenía el rostro sudoroso y afiebrado. Estaba sufriendo todos los síntomas habituales de claustrofobia que experimentaba en sus entrevistas con Hoover, sólo que esta vez no parecía que fueran a desaparecer; por el contrario, tendían a persistir y aumentar en intensidad. Sonrió desganado y se preguntó cuál sería su tensión arterial en ese momento, pero llegó a la conclusión de que el saberlo no le interesaba en lo más mínimo.

La entrevista había sido normal, todo había transcurrido de acuerdo a lo predecible y había sido, por supuesto, muy extraña. Sabía de antemano que no iba a haber forma de conseguir que su cliente entendiera la calamitosa situación en la que se encontraban, sin recursos y a punto de perder el caso si no actuaban con astucia y audacia.

—Usted parece no darse cuenta —insistió Mack con ansiedad— de que no nos queda nadie. Cuando el profesor Ahmanson encuentre alguien que pueda substituir a Hancock, ya será demasiado tarde. Y por eso tenemos que hacer comparecer a la señora Marion Worthman para poder cubrir el hueco mientras tanto. Puedo hacer que hable durante días y días.

Los ojos de Hoover se convirtieron en dos ranuras horizontales mientras estudiaba detenidamente al sudoroso abogado.

—No se preocupe tanto —dijo decidido, y luego agregó misteriosamente—: Este juicio no se ganará por la presencia de la señora Worthman, ni se perderá por su ausencia. Puede que usted no lo crea, pero el veredicto ya está decidido. Fue decidido mucho antes de que usted se hiciera cargo de mi defensa.

Esta observación había dejado estupefacto a Brice. Por un momento creyó que iba a sufrir un ataque de risa. No se podía decir que su relación con Hoover hasta el momento hubiera sido lógica o cuerda, pero en esta ocasión se trataba de una conversación de locos.

—Yo no estaría tan seguro —replicó Mack—. Yo no planeo mi estrategia sobre una bola de cristal. Tengo que utilizar métodos comunes, ordinarios, corrientes, los mismos que recomienda Sir William Blackstone.

A Hoover no le impresionó ni le ofendió el comentario. Simplemente lo desechó, se inclinó sobre la mesa, sonrió y dijo en tono confidencial:

—Un gran hombre dijo una vez: «Si se busca el origen de una coincidencia, se llegará a lo inevitable.» Lo que ha sucedido hoy aquí, por ejemplo; la burda y vergonzosa degradación de un santo, la repentina enfermedad de un testigo clave, no son sucesos arbitrarios sino las etapas de una larga y compleja cadena de sucesos que nos llevarán inevitablemente a una conclusión ya determinada, cuya naturaleza nos será revelada sólo en el momento oportuno. No hay nada que usted o yo podamos hacer para alterar su curso. Para mí resulta muy claro ahora que la defensa que usted planeó y construyó con tanto cuidado estaba destinada a fracasar. En otras palabras, usted ha intentado controlar lo incontrolable. Aguijoneado por su ambición personal, ha jugado con una fuerza muy superior a su ciencia, y se ha visto derrotado. Ya no es necesario que piense, planee o se esfuerce por defenderme. Las cosas seguirán su propio curso, de modo que siéntese y relájese. La máquina funciona bien de acuerdo a su propia estructura. Incluso ahora, mientras estamos sentados aquí conversando, las fuerzas se están alineando para hacer su aparición en el momento oportuno, y traerán con ellas sucesos y personas que darán testimonio de mi inocencia y harán que se haga justicia.

Una filosofía absurda, pero muy consoladora, se dijo Mack mientras esperaba la llegada del ascensor. Sí, muy consoladora hasta que uno se preguntaba de dónde iban a salir «esas personas» de las que hablaba Hoover. Por supuesto que no se podía contar con los Templeton, a pesar de la fe de boy scout que tenía Hoover en la honestidad e integridad de Janice. Tampoco era probable que su salvación le cayera en forma de un relámpago desde un benéfico cielo, pensó Mack divertido. ¡Confiar en un milagro! Si realmente existieran, ¿quién necesitaría abogados? Siéntate y relájate. Por supuesto, en el asilo, porque todos quedarían sin trabajo.

Aunque estos pensamientos no eran más que una manera de descargar su frustración, habrían de permanecer en su recuerdo durante toda su vida, porque junto con su ascensor subió el otro, y apareció Reggie Brennigan.

Más tarde Mack reflexionaría mucho sobre la coincidencia de que los dos ascensores hubieran subido al mismo tiempo, y que mientras él entraba en uno Brennigan saliera del otro, sin que ninguno de los dos se diera cuenta hasta el momento en que Mack se volvió y alcanzó a divisar una camisa deshilachada, un sombrero viejo y sucio, y un cuello rojizo, antes de que se cerrara la puerta por completo. Mucho tiempo después, seguiría pensando en ese impulso repentino que le hizo poner el brazo para impedir que la puerta se cerrara.

—Ah, aquí estabas, hijo mío —dijo el ex policía, lanzando al rostro de Mack su aliento rancio y alcohólico.

—¿Dónde diablos te habías metido? —preguntó el abogado, retrocediendo disgustado y asqueado.

—En varios sitios —respondió Brennigan jadeando e hizo un gesto malicioso al tiempo que golpeaba el bolsillo de su chaqueta. Después señaló el lavabo al final del corredor y dijo—: ¿Qué te parece si vamos a la suite presidencial? —trató de hacer un guiño con sus claros ojos acuosos, pero no lo consiguió.

Unos minutos más tarde, Mack estaba en el interior de uno de los compartimientos del lavabo. La puerta estaba cerrada con pestillo y, a instancias de Brennigan, se había bajado los pantalones y estaba sentado sobre la tapa del water, porque «había que guardar las apariencias», según decía el detective. Él estaba en el compartimiento contiguo, e igualmente se encontraba sentado. Sólo después de tomar infinitas precauciones para comprobar que nadie podía oírles ni verles, se decidió a entregar su hallazgo a Mack; aprovechando una ranura que quedaba en la parte inferior de la división que separaba a los compartimientos deslizó varias docenas de fotocopias de tan mala calidad que el abogado apenas pudo descifrarlas en la penumbra del lugar.

Eran fotocopias de documentos que estaban escritos con una caligrafía rápida y sucinta que hacía que incluso en otras circunstancias hubieran resultado difíciles de leer. Mack se detuvo en una de ellas y su corazón dio un salto. Era la fotocopia de una carpeta que decía «Templeton» en la etiqueta.

Durante los cinco minutos siguientes el abogado forzó su visión hasta más allá de sus límites y pudo leer lo suficiente como para convencerse de que tenía en sus manos la médula de su defensa, el elemento que necesitaba y que hasta ahora no había podido encontrar.

Tenía la cara acalorada y sudorosa y la voz le temblaba cuando preguntó:

—¿Es auténtico?

El detective se rió satisfecho al otro lado de la división de separación.

—¿Te parece un trabajo sucio, eh?

—Santo Dios, ¿dónde la encontraste?

—En el lugar en el que ha estado durante los últimos siete años, en el archivo de la Clínica psiquiátrica de Park East, en la calle Ciento seis y la Quinta Avenida.

—¡Santo cielo! —Brice no podía controlar la excitación de su voz— ¿Cómo lo conseguiste? Es decir, ¿cómo conseguiste las fotocopias?

—¿De verdad quieres saberlo?

—No —respondió rápido. Escuchó la carcajada del detective y el ruido que hacía al tragar algo de una botella—. ¿Has hablado con Vassar?

—Está muerta, pero hablé con un médico llamado Pérez, un puertorriqueño muy conversador, que era su ayudante. Lo sabe todo.

—¡Dios mío! —fue todo lo que Mack pudo decir.

En ese momento, alguien entró en el lavabo y ocupó uno de los compartimientos que quedaba a un extremo. Durante los cinco minutos en los que se vieron obligados a guardar silencio, las emociones de Mack fueron desde un entusiasta delirio hasta un total abatimiento. Después que el intruso tiró la cadena, se lavó, se peinó, silbó unos compases de You’ll Never Walk Alone, y se marchó, sólo entonces pudo el abogado desahogar su desesperación hablando con el viejo policía.

—No podremos presentar esto como prueba. Es material reservado.

Una alegre carcajada, en tono tan bajo que al comienzo Brice pensó que se trataba de un pedo, precedió la aparición en la ranura de otra serie de documentos. Eran fotocopias del formulario 1040, fechado en 1967, y con las firmas de William P. Templeton y Janice Templeton.

La sorpresa de Mack fue enorme.

—¡No me digas que has asaltado el Departamento del Tesoro!

—Un día te lo contaré todo —dijo el detective riéndose—. Da vuelta a la hoja que está sujeta con un clip.

Los dedos de Mack encontraron el clip y dieron vuelta a la página. Era una larga lista de deducciones médicas, una exhaustiva descripción que sólo iba revelando gradualmente su secreto. Y ahí estaba, en dos líneas separadas, lo más importante de todo: los Templeton cedían el material a Park East Psychiatric Clinic, lo cual suponía renunciar a su derecho de que se considerara como material reservado.

Era demasiado para que la magullada y aporreada mente de Brice pudiera digerirlo todo de una sola vez. Era demasiado para pensarlo sentado en la tapa de un water, con los pantalones en el suelo, en pleno corazón de la ciudadela de la justicia.

Brice sacudió su dolorida cabeza con cansancio pero feliz, y trató de recostarse contra la pared. Se lo impidió una complicada instalación de cañerías y grifos que se hundieron en su espalda y le hicieron reír. Sus carcajadas fueron acompañadas muy pronto por las del viejo y querido cara de remolacha sentado en el compartimiento vecino. Mack podía imaginarse los moribundos ojos saltones mirándolo todo desde la cara embrutecida por el alcohol, y lo patético de esta imagen le oprimió el corazón, haciendo desaparecer la risa y activando el recuerdo de lo que su padre le había dicho una vez, hacía mucho tiempo, cuando un vagabundo había llamado a la puerta de su casa para pedir limosna y tuvieron amablemente que negársela. «Es una lástima que no haya podido ayudarle. Es un hombre, una criatura hecha a imagen y semejanza de Dios, con una mente y un espíritu que podrían haber sido la salvación del mundo. Es una lástima que no haya podido ayudarle», repetía Max en yiddish mientras lloraba.

Una sonrisa humilde se formó en los labios de Brice cuando pensó en todas las posibilidades que Reggie Brennigan, esa criatura hecha a imagen y semejanza de Dios, había abierto para él. Y entonces recordó las palabras de Elliot Hoover, y su sonrisa quedó fija como una mueca en su rostro. La máquina funciona bien de acuerdo a su propia estructura, alineando las fuerzas, produciendo los acontecimientos, presentando nueva gente.

¿Podía ser?

¿Era realmente posible?