19

Tuvo la primera sospecha del desastre que le esperaba al llegar al edificio de los Tribunales a la mañana siguiente.

Era temprano y se podía tener una relajante y tranquilizadora visión de las calles fangosas y vacías mientras el taxi subía lentamente hacia Foley Square. Al llegar frente al edificio, cuatro autobuses estacionados allí, justo detrás de una camioneta de la televisión, le produjeron el primer estremecimiento de ansiedad. Pagó y subió deprisa las escaleras sobre las que acababan de poner arena.

Hasta en la bóveda cerrada del ascensor se podían escuchar los sonidos rítmicos, que aumentaban de volumen a medida que se iban acercando al séptimo piso, y que explotaron en el alegre canto ¡HARE KRISHNA! ¡HARE KRISHNA! ¡HARE KRISHNA! cuando se abrieron las puertas, dejándole en un pasillo atiborrado por la presencia de más de ciento cincuenta Hijos de Krishna, quienes, como se enteró más tarde, habían llegado allí desde su gurukula del Bronx muy temprano, con el objeto de rendir homenaje al venerable santo Gupta Pradesh, el primero de los testigos de Brice Mack.

El pasillo estaba lleno de muchachos y muchachas cuya edad oscilaba entre los trece y dieciocho años. Todos vestían túnicas color azafrán, las mujeres tenían la frente pintada con engrudo y los hombres llevaban los cráneos afeitados, con excepción de una pequeña parte, en la que se dejaban crecer el pelo para que Krishna pudiera cogerles de allí para hacerlos subir al cielo cuando llegara el momento oportuno. Ocupaban todo el corredor y saltaban, tocaban el tambor, agitaban campanillas y cantaban «¡Hare Krishna!» una y otra vez, transformando el ambiente inhóspito y aséptico en un alegre y colorido bazar. Un cordón de sorprendidos policías con cascos y escudos les vigilaban desde que fueran llamados para mantener el orden.

Brice se quedó perplejo ante el espectáculo y el ruido, y tuvo un momento de vacilación antes de sumergirse en la marea de cuerpos que despedían un intenso olor a perfumes exóticos.

Quería llegar hasta el teléfono en el otro extremo del corredor; era importante que se pusiera en contacto con Gupta Pradesh en el Waldorf y le advirtiera que no utilizara los ascensores principales y que entrara por la puerta de servicio.

Con ayuda de un policía, que parecía encantado de tener la oportunidad de abrirle paso a golpes por entre los grupos que bailaban y se balanceaban, Brice logró llegar finalmente al extremo del corredor donde se encontraban los teléfonos. Allí encontró al juez Langley —vestido impecablemente, con un clavel en el ojal, de pie en medio de una nube de focos, cámaras, y ansiosos periodistas— que intentaba contribuir un poco a mejorar su imagen pública y su reputación.

Los periodistas, sin embargo, estaban decididos a impedir que el juez lograra sus propósitos y en vez de hacer preguntas sobre la reencarnación, tema de actualidad en ese momento, le interrogaban respecto al caso O’Dwyer e insistían en saber cómo había logrado escapar indemne a los tentáculos de la investigación Kefauver, removiendo así los rincones más sombríos de un pasado que el juez hubiera deseado que no se mencionara y que se olvidara.

Del mismo modo que el clavel se marchitó bajo la luz demasiado potente de los reflectores, así también el juez fue perdiendo su buen humor bajo la artillería de preguntas comprometedoras y acabó respondiendo con monosílabos totalmente inadecuados al augusto recinto en el que se encontraba.

Finalmente, en un arrebato de mal genio, Langley se abrió paso por entre sus inquisidores y al grito de: «¡Fuera de mi camino, desgraciados!», llamó a la policía y ordenó que despejaran su camino hasta el despacho.

Una vez libre aquella zona, Brice llamó al Waldorf y se enteró de que el maharishi, acompañado de Fred Hudson, ya había salido del hotel. Abriéndose paso como pudo por entre los Hare Krishnas se dirigió a los ascensores para bajar a la entrada principal, donde intentaría interceptar allí a su testigo.

Alto, esbelto, ascético, vestido con una simple túnica naranja, el color del hábito de los que han renunciado a los placeres terrenos, el santo maharishi Gupta Pradesh permitió que Brice y Fred Hudson, su ayudante, le mostraran el camino que conducía a los ascensores en el oscuro y tenebroso sótano del edificio de los Tribunales. Al llegar los encontraron atestados de cubos de basura, y apenas si quedaba espacio para el ascensorista. Tuvieron que apretarse hasta formar un estrecho nudo, las caras contra la reja metálica de la puerta del ascensor, para poder subir lentamente hasta el séptimo piso.

Las cadencias rítmicas que podían escucharse en el interior de la sala les hicieron saber que los Hijos de Krishna estaban ya dentro, esperando la aparición de su maestro.

Apenas divisaron a Gupta Pradesh se produjo un silencio reverente, y todos los ojos se esforzaron por absorber la forma y la sustancia del santo hombre. La pureza e intensidad de la conciencia que todos tenían de la presencia de Pradesh invadió la sala con tal fuerza que hasta Brice pudo percibir el alto nivel de concentración que irradiaban los Hijos de Krishna.

Con una sonrisa serena y amable, Pradesh alzó su mano para saludar a los Hijos del Señor Krishna y después se dirigió a la mesa de la defensa, donde saludó a Elliot Hoover, que se había puesto en pie para recibirle y lo esperaba emocionado con la mano extendida.

El juez Langley estaba mudo de asombro y su rostro se había contraído en una mueca de sorpresa al ver los amables y gentiles saludos que intercambiaban el testigo, el acusado y el público. Después de dar un martillazo, se dirigió al abogado defensor en una voz furibunda.

—¡Señor Mack, hace cinco minutos que estamos esperando y me gustaría que comprendiera que se me está acabando la paciencia! Cuando cito el tribunal para una hora determinada deseo que la sesión comience a esa hora exacta y no a otra. Yo mismo estoy siempre presente en la sala a la hora en que he citado a los demás.

—Le ruego disculpe nuestra demora, Su Señoría —se disculpó Mack con una leve inclinación de cabeza—. En cuanto usted lo autorice llamaré a mi primer testigo.

—Puede comenzar.

Brice se volvió y examinó el público presente. Durante unos segundos su mirada se posó en el rostro de Scott Velie, que exhibía un aire de seguridad e indiferencia. Se dio cuenta de que la tribuna de prensa, inmediatamente detrás de la barandilla, estaba llena de rostros familiares y desconocidos, entre los que se incluían el de un sacerdote católico y varios hombres muy morenos, con turbantes, que probablemente representaban a periódicos extranjeros. Le sorprendió comprobar que Janice Templeton no estaba en la sala; su esposo era el único ocupante de la fila destinada a los testigos.

Se aclaró la garganta, y en voz clara y cargada de deferencia hacia su testigo dijo:

—Tengo el honor de llamar a declarar a Su Santidad Gupta Pradesh.

El silencio se hizo aún más profundo cuando el maharishi, que todavía estaba junto a Hoover y el guarda, inclinó la cabeza y caminó lentamente hacia donde estaba Brice Mack.

El alguacil se puso de pie a su lado y con la Biblia en la mano se preparó para tomarle el juramento acostumbrado. Cuando el hindú vio el libro que contiene la verdad revelada de la religión cristiana, hizo un movimiento y empezó a murmurar junto a Brice.

Al cabo de unos segundos, el juez se inclinó hacia adelante y, muy molesto, preguntó:

—¿Qué pasa ahora?

—Se trata de la Biblia, Su Señoría —explicó el abogado—. El maharishi me informa de que no puede jurar sobre un libro religioso cristiano.

—Que jure sobre su propio libro religioso, entonces.

—No es posible, Su Señoría. La fe hindú no reconoce ni fundador ni libros sagrados.

El juez Langley se dirigió al alguacil.

—Hágale jurar con el formulario laico.

Mientras el alguacil buscaba entre las páginas de la Biblia para encontrar la fórmula adecuada, Gupta Pradesh subió ceremoniosamente al banquillo y se volvió para mirar al público. Su cabello largo y rizado enmarcaba un rostro de una suprema serenidad. Sus ojos, que parecían estar contemplando la eternidad, rebosaban calor y compasión hacia todo lo que miraban.

Finalmente, el alguacil encontró la fórmula del juramento.

—¿Jura solemnemente que la declaración que prestará en este caso y ante este tribunal será la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad, y que si así no fuera podrá ser acusado de perjurio?

—Hasta donde me sea concedido el poder y la habilidad para hacerlo, sí, juro —dijo el maharishi.

Habló en voz alta por primera vez; el acento británico llegó a las alturas y profundidad de la sala con tanta intensidad que produjo un eco de su voz profunda cuando terminó de pronunciar sus palabras.

Era una voz fascinante, que incluso a Bill le produjo escalofríos, y que provocó una reacción inmediata en los Hijos del Señor Krishna. Se pusieron todos en pie y al unísono comenzaron a cantar, a tararear, y a oscilar en su exceso de alegría.

—¡Orden, orden! —gritó el juez, pero su voz era un susurro en medio de una tempestad—. ¡Quiero orden en esta sala!

Brice se aproximó a la barandilla y agitó los brazos en un desesperado intento de imponer silencio. Su rostro estaba molesto y humillado, el de Scott Velie aparecía entretenido y divertido.

—¡Hare Krishna! ¡HARE KRISHNA!

La confusión total de voces creció y se organizó con tal fuerza que los vasos de agua vibraban sobre las bandejas.

Parecía que la única manera de controlar la situación era llamar a la policía. Langley se disponía a hacerlo cuando en respuesta a un gesto del venerable hindú, un simple alzar de sus manos, los Hijos de Krishna cesaron inmediatamente de cantar.

—Hijos míos —dijo el maharishi con su voz melodiosa y autoritaria—, no es necesario que rindan homenaje a mi ser físico cuando para encontrarme no tienen más que mirar dentro de ustedes mismos con una visión espiritual.

La frase estaba destinada a calmarlos, pero no sirvió sino para renovar su fervor y produjo una nueva oleada de cánticos, diferentes en sonido y forma al anterior. Esta vez se trataba de un murmullo sin palabras de una intensidad tal que parecía capaz de destrozar los tímpanos de todos los presentes.

¡OM! ¡OM! ¡OM! ¡OM!

—¡Orden! —gritó el juez—. ¡O haré que desalojen la sala!

—¡Hijos míos! —exhortaba el maharishi sin obtener ningún resultado.

Y entonces, como si obedecieran a una señal interior, a una inspiración muda, muchos de los Hijos de Krishna sacaron potes de incienso de entre los pliegues de sus túnicas y los encendieron.

El juez se puso de pie, y entre furioso y confundido, lanzó su última advertencia.

—¡No permitiré que llenen de humo esta sala! —y volviéndose al alguacil ordenó—: ¡Despeje la sala! Llame a la policía y expulse a esa gente del edificio —y con un último golpe de martillo anunció—: El tribunal permanecerá en receso hasta que se haya restaurado el orden.

Bill se abrió paso por entre las hileras de muchachos que cantaban, se reían, se mecían acompasadamente, tocaban tambores y salmodiaban trozos del Bhagavad Gita, y corrió hacia la puerta principal para salir antes de que llegara la policía y quedara cerrada la ruta de escape. Su único propósito era telefonear a Janice, que se había quedado en Candlemas Inn para cuidar a Ivy, y contarle el desastre.

El teléfono de su habitación en el hotel sonó doce veces antes de que la operadora le informara que no contestaba nadie y se ofreciera para tomar un mensaje. Bill pidió entonces que la buscaran por el hotel, porque todavía era temprano y podían estar tomando el desayuno, pero no tuvo éxito.

Colgó y volvió a la sala. Se sentía sorprendido y nervioso. Era muy extraño que Janice no estuviera en el hotel, no sólo por la enfermedad de Ivy, que su mujer tendía a exagerar, sino también porque ella sabía cuan importante era que estuviera cerca de un teléfono. La decisión de que Janice se quedara en Westport había sido tomada con el conocimiento y aprobación de Scott Velie. Su única advertencia había sido que estuviera disponible, ya que si no comparecía cuando la defensa la citara, su ausencia se consideraría como un desacato a la autoridad judicial. ¿Por qué Janice había desobedecido la recomendación de Scott?

Tal vez, pensó inquieto, Ivy ha empeorado.

Pasaron veinte minutos antes de que se restableciera la paz y se pudiera reanudar en orden la sesión.

Los asientos que habían dejado desocupados los Hijos de Krishna, devueltos entre protestas en cuatro autobuses hasta su gurukula del Bronx, sólo estaban parcialmente llenos cuando Brice comenzó a interrogar al confundido sabio hindú. Sus primeras preguntas se refirieron a sus antecedentes personales, nombre, lugar de nacimiento, educación, domicilio habitual, características de su vocación y del credo religioso al que había dedicado la totalidad de su existencia durante setenta y dos años.

Ayudado por las amables preguntas de Mack, el maharishi logró abrirse camino por entre las sutilezas y complejidades de la fe hindú, y explicó el origen mismo de la palabra «hindú» en el siglo VI antes de Cristo, cuando los invasores persas llamaron así al pueblo sánscrito que vivía a orillas del río Indo.

Con voz cantarina, recitó las escrituras sagradas o Vedas, compuestas bastante antes del primer milenio antes de Cristo, describió el catálogo de yajnas mágicos, las fórmulas para los sacrificios, los mantras y rituales de la religión védica, explicó las escuelas, sectas, y religiones que se habían ido desarrollando a través de los siglos: Sankhya, Yoga, Vedanta, Vaishnavas, Shaivas, Shaktas. Todas las cuales se predicaban y practicaban bajo el alero del budismo, jainismo y sikhismo que, a su vez, se nutrían del Veda original, modificando y refinando los preceptos básicos hasta convertirlos en una gran variedad de doctrinas: Karma, avatar, samsara, dharma, trimurti, bbakti y maya.

Durante más de una hora, los asistentes escucharon hechizados esa voz melodiosa que explicaba con palabras de extraños sonidos los distintos grados de creencias, poniendo énfasis en la naturaleza ecléctica de su fe, que no suscribía ningún credo en particular, ni reconocía un profeta especial, ni adoraba a un Dios determinado, como el Jesús de los cristianos o el Mahoma de los musulmanes, sino que se expresaba en el culto a los animales, los antepasados, los espíritus, los sabios, y la naturaleza toda. Una religión tan variable como la gente que la practicaba pero que, sin embargo, mantenía ciertas constantes: la creencia en los peregrinajes sagrados, los baños en los ríos sagrados, la veneración de los sabios y gurúes y, por sobre todo, la creencia en la doctrina de la reencarnación.

Ésta era la palabra clave que Brice había estado esperando desde que la impaciencia de Scott Velie le había hecho sospechar que su oponente estaba a punto de hacer una objeción, basándose en una serie de razones válidas.

—A propósito de la reencarnación —interrumpió el joven abogado, guiando al maharishi hacia el tema básico del juicio—, usted habla de ella como si fuera una realidad, una doctrina operante, admitida por millones de sus compatriotas. ¿Podría explicar al jurado en qué consiste exactamente la reencarnación?

La impudicia de la pregunta hizo sonreír al anciano. Por el tono despreocupado del joven, podría tratarse de una información sobre una máquina cosechadora, en vez de un misterio eterno, revelado sólo a un puñado de hombres santos. Pero, reflexionó Pradesh, estaba en los Estados Unidos, donde las maquinarias lo gobernaban todo, donde las maravillas de las ciencias eran más reverenciadas que la fe, y donde sólo lo verificable escapaba a las suspicacias y era aceptado como real.

Explicar a un profano la morada del alma entre sus reencarnaciones, y los desarrollos interiores del cosmos astral a un público no iniciado, era algo parecido a tener que introducir a un salvaje en los principios de la energía atómica.

Volviéndose hacia los doce rostros de los hombres y mujeres sentados en el palco del jurado, que le observaban con distintos grados de duda y escepticismo, el anciano comenzó a hablar sobre el mundo entre y más allá de las reencarnaciones. Lo hacía de una manera tan infantil que era difícil que hasta el más obtuso no lograra comprenderlo.

—El mundo astral contiene muchos planos, muchos niveles, muchas esferas que reciben a las almas que abandonan los cuerpos al morir. Hay muchos planos astrales que están llenos de seres astrales que han ido a morar allí de acuerdo con los requisitos estipulados en su Karma. Eso significa que el alma de una persona basta, cuyos antecedentes son de un orden inferior, mora en un plano inferior al que ocupan las almas que poseen una sustancia más rica. Una persona poco refinada espiritualmente, cuya vida terrena haya estado dedicada a satisfacer sus tendencias carnales y materiales, se reencarnará muy poco tiempo después de su muerte, ya que es muy poco sobre lo que podría meditar en el más allá, puesto que sus necesidades y atracciones se orientan hacia lo material. Estas almas encuentran muy pronto la forma de volver al mundo, porque siempre hay cuerpos nuevos, producidos por padres de naturaleza similar, que ofrecen la oportunidad de reencarnarse.

Mientras Gupta Pradesh llevaba a cabo su descripción de las reglas y condiciones que regían la «vida» en el mundo astral, Brice miró al jurado para analizar sus reacciones. Le satisfizo comprobar que la mitad de ellos escuchaban absortos y con el máximo interés.

La voz del maharishi era sonora como una campana al explicar jubiloso que las almas que ocupaban un plano superior podían mirar hacia abajo a las de los planos inferiores, que también podían visitar a sus amigos y parientes de los planos inferiores, pero que los moradores de esos planos no podían devolver las visitas, puesto que no podían ni ver ni oír a los de los planos superiores.

—En la medida en que disminuyen las necesidades materiales se van prolongando los períodos de vida puramente espiritual entre las reencarnaciones. Algunas almas, que han alcanzado una gran evolución espiritual, permanecen en este estado de calma durante veinte mil años o más y sólo vuelven a la Tierra cuando se necesitan sus servicios especializados para enriquecer y mejorar el mundo. Éstos son los líderes, los grandes filósofos, los grandes maestros, los grandes estadistas, hombres como Abraham Lincoln, Luther Burbank, Albert Einstein, Mahatma Gandhi, individuos cuya capacidad les ha hecho aproximarse al pináculo de la perfección, y cuyo desarrollo espiritual les ha conducido hasta el umbral de este estado beatífico en la presencia del Divino, que es el Nirvana, el lugar del descanso final en la más encumbrada de las esferas.

Los ojos de Brice sorprendieron a Graser, el jurado número siete, en pleno bostezo, y a Potash haciendo muecas burlonas como un bobo. Tuvo la impresión de que Potash le crearía problemas y lamentó no haberle rechazado como jurado cuando tuvo la oportunidad de hacerlo.

—Pero estas almas perfectas son muy pocas. La mayoría ocupa diversos grados inferiores en el mundo astral; allí aguardan y trabajan y, mediante la meditación, buscan revestirse de un ropaje espiritual más elevado que les permita subir a un plano más alto. Cuando un alma desea volver a la vida terrena se la autoriza a buscar su nacimiento y puede escoger los padres y las circunstancias en las que desea nacer. Muy a menudo; el alma que vuelve puede hacerlo acompañada por otra, el alma de un ser amado, por ejemplo, de modo que al encarnarse al mismo tiempo puedan disfrutar de su relación en la Tierra. Sin embargo, no se recuerda nada del pasado, y la nueva existencia terrena plantea sus propias exigencias y condiciones, envolviendo al recién nacido en el torbellino de su propio ritmo.

Gupta Pradesh se calló y pareció perderse en el sopor de la contemplación. Sus ojos vidriosos reflejaban el vacío de un hombre que ha perdido temporalmente su camino. La inquietud se apoderó de los presentes en la sala. Había pasado un minuto completo y él aún no había reanudado su discurso. Brice Mack preguntó:

—¿Hay algo más que desearía agregar, señor?

La pregunta se abrió paso hasta el vacío mental del anciano y le hizo volver a tomar conciencia de la realidad.

—Nada más que esto —prosiguió sin respirar, en un tono muy bajo, con un rostro que, de pronto, había vuelto a adquirir vida—, y es un mensaje del más allá. El viaje es largo. El progreso es eterno. La meta es positiva. No hay nada que temer. El poder que gobierna la Tierra reina en el cosmos astral. ¡Todo obedece a leyes establecidas! Todos están benditos y hay alguien que cuida y protege todo, hasta el último átomo en la escala del ser.

Un halo interior provocado por la fe pareció irradiar de los ojos del maharishi y llegó hasta Elliot Hoover, que le escuchaba extasiado, con una sonrisa de felicidad en el rostro, lleno de comprensión, aceptación y gratitud eterna. La comunicación entre los dos hombres, ni tácita ni secreta, sino expresada abiertamente, no pasó desapercibida en la sala. Brice pudo darse cuenta de que los ojos del jurado iban del banquillo de los testigos a la mesa de la defensa, como si estuvieran siguiendo el desarrollo de un partido de tenis.

La malhumorada cara del juez Langley tenía una expresión de perpleja irritación cuando el silencio que siguió a las palabras del hindú se prolongó demasiado. Finalmente, su desagrado le llevó a preguntar en forma cáustica al abogado defensor:

—¿Desea preguntar algo más, señor Mack?

Había muchas cosas que deseaba desesperadamente poder preguntar, cosas básicas, concretas, que obligarían al maharishi a abandonar su elevado plano astral para descender a la Tierra, pero las estrictas instrucciones de Hoover se lo impedían. Con un ligero suspiro de impotencia, y un gesto de la cabeza, se dirigió al juez.

—No, Su Señoría, no haré más preguntas:

El juez miró al fiscal, que ya se había puesto en pie.

—¿Quiere interrogar al testigo, señor Velie?

—Sí, Su Señoría. Hay varias preguntas que me gustaría hacerle a nuestro docto testigo.

El maharishi, acostumbrado a la veneración que le dispensaban sus seguidores, conservó el semblante tranquilo, a pesar de que la cara del hombre vulgar y ordinario que se aproximaba a él, con una sonrisa retorcida en los labios, indicaba que poseía un corazón de piedra y una mente llena de perversas intenciones.

—¿Este mundo astral, o cósmico, del que usted habla, es un símbolo metafísico como el cielo y el infierno o es un lugar real?

—Existe y es real —contestó el maharishi con una voz amable y controlada.

—¿Ha estado usted allí? ¿Lo ha visto?

—Muchas veces en el transcurso de la eternidad —sonrió—. Y usted también ha estado allí.

—Bien, pero como se me han olvidado algunos detalles físicos del lugar, tal vez usted podría refrescar un poco mi memoria.

Los ojos pálidos y límpidos del sabio se transformaron en granito mientras Scott Velie continuaba.

—Por ejemplo, ¿podría describir al jurado cómo es este cosmos astral repleto de seres astrales?

—¿Cómo es?

—Sí. ¿Es como un parque inmenso, lleno de árboles, arbustos y rocas, o es un desierto, una tierra desolada y estéril, sin ninguna vegetación?

Gupta Pradesh se humedeció los labios con la lengua.

—El universo astral no puede ser descrito acudiendo a la comparación con el mundo material. El universo astral consiste en sutiles matices de luz y color e infinitas vibraciones. En el mundo astral todo es belleza, pureza y perfección.

—¡Vaya, vaya! —tardó unos cuantos segundos en considerar las palabras del maharishi antes de decir—: No debe ser un lugar muy cómodo para sentarse a esperar, ¿verdad?

La broma provocó la risa del jurado y de los periodistas e hizo sonreír al juez Langley. Bill vio que Brice se levantaba para objetar, pero que Hoover se lo impedía con una mano.

El hindú parecía impermeable al cinismo del fiscal y calmadamente contestó:

—No es ciertamente un lugar de espera como los que conocemos en la Tierra, pero para los seres que moran en los diversos niveles del universo astral es un lugar de espera lleno de una belleza infinita y resplandeciente.

—¿Puede decirnos algo de esos seres que moran allí? ¿Mantienen su forma humana o sólo son… humo y manchas?

—Los seres astrales pueden manifestarse en la forma que desean, seres humanos, animales, incluso flores. No hay restricciones ni limitaciones.

Una mueca perversa apareció en la cara de Velie.

—¿No me diga? —luchaba por controlar la risa—. ¿Quiere decir que yo podría transformarme en una rosa o en una margarita si lo deseara?

—Sería más fácil que usted se transformara en un cerdo.

La serenidad del maharishi era total. Potash reía a carcajadas, igual que Carbone y Fitzgerald. El juez, todo sonrisas, golpeaba desganado con el martillo.

Velie, ostentosamente disgustado, tardó bastante en caminar hasta su mesa para consultar sus apuntes. Después preguntó, como si el asunto no le interesara:

—A propósito, ¿está usted enterado de que el acusado cree que la víctima, Ivy Templeton, es la reencarnación de Audrey Rose, su hija?

—Sí, así me han informado.

—¿Y usted comparte esta creencia?

—Sí, creo en la reencarnación.

Brice hubiera querido objetar, y tenía algunos argumentos válidos para hacerlo, la pregunta partía de una premisa aún no demostrada y excedía los límites de la observación directa, pero se contuvo. Esperaba que Velie llevara al testigo a los terrenos en los que Hoover le había prohibido a él penetrar.

—¿Podría explicar al jurado en qué basa su creencia? —preguntó el fiscal.

—No es un fenómeno desusado en mi país —contestó el maharishi—. En estos momentos está trabajando en mi ashram un joven estudiante que es la reencarnación de un discípulo mío que murió en la epidemia de cólera de 1936.

La frase produjo un efecto mágico en el jurado, y Brice pudo ver cómo todos se inclinaban hacia adelante, fascinados.

El fiscal también captó ese repentino interés del jurado y se apresuró a decir:

—Presento una moción para que se considere que su respuesta no corresponde a mi pregunta.

—Se acepta la moción —dijo el juez Langley—, y, por consiguiente, la respuesta debe suprimirse del acta, y el jurado no debe tomarla en cuenta.

Scott Velie prosiguió:

—Repetiré mi pregunta. ¿Puede explicar al jurado en qué basa su creencia? Es decir, ¿por qué cree usted que el acusado está en lo cierto cuando afirma que la víctima es la reencarnación de su hija?

El maharishi recorrió la sala con sus ojos y los fijó en Elliot Hoover con una mirada llena de fe y confianza.

—Lo creo —respondió con sencillez— porque un hombre que dice la verdad así me lo ha asegurado.

—Ya veo —comentó Velie con una sonrisa—. ¿Y usted creería cualquier cosa que le afirmara este hombre que dice la verdad?

El maharishi devolvió la sonrisa al fiscal y respondió:

—Creería cualquier cosa verdadera que me dijera.

El juez miró a Brice:

—¿La defensa tiene alguna objeción?

—No, Su Señoría. La defensa considera que el fiscal está en su derecho a seguir discutiendo el tema de la reencarnación.

—Muy bien. Prosiga —ordenó Langley a Scott Velie.

—Gracias, Su Señoría —dijo Velie, y buscó entre sus apuntes hasta que encontró lo que buscaba—. Oh, sí, permítame hacerle una pregunta, señor Pradesh. ¿Cómo se realizan esos viajes de los seres astrales de un plano superior a un plano inferior?

La pregunta no provocó ninguna reacción en el maharishi.

—¿Vuelan? —presionó Velie—. ¿Tienen alas?

—No. No se parecen a los ángeles de la capilla Sixtina —contestó el maharishi muy serio—. La comunicación y los viajes de un plano astral a otro se realizan a través de la telepatía, y es un proceso más rápido que la luz.

—¿No me diga? Y ya que hablamos de viajes, ¿puedo preguntarle cómo llegó usted aquí?

—¿Cómo llegué yo aquí?

—Sí, usted. ¿Cómo vino a los Estados Unidos?

—No comprendo qué…

—Es una pregunta muy simple. Ciertamente no llegó aquí por telepatía, ¿no?

—No. Vine en avión.

—Así es —Scott hojeó varias de las páginas con sus notas—. Y para ser precisos diremos que voló usted en Air India. Vuelo 17, que salió de Calcuta la tarde del 23 de diciembre y llegó al aeropuerto Kennedy a las tres treinta y cinco de la tarde siguiente, vísperas de Navidad. Viaje de ida y vuelta, cuyo precio es de 1.728 dólares, pagado con dinero de una cuenta especial que posee el acusado en el Chase Manhattan Bank; así como también ha sido él quien ha pagado todos sus gastos personales durante el mes pasado y que, hasta la fecha, ascienden a la suma de 6.350 dólares, incluyendo los 120 dólares que cuesta su suite en el hotel Waldorf-Astoria —Velie levantó los ojos de sus apuntes y miró al testigo con una sonrisa cínica en los labios—. ¿No le parece que es una suma algo exagerada para un hombre que ha renunciado a la carne y al materialismo del mundo?

Brice Mack se puso en pie de un salto, horrorizado al descubrir que la cuenta bancaria de Hoover había sido investigada por la oficina del fiscal, y protestó:

—Su Señoría, objeto este tipo vulgar de argumentación, destinada a perjudicar la rectitud moral del testigo. Nunca fue un secreto que la defensa pagó el viaje del reverendo Pradesh a los Estados Unidos, así como todos sus gastos mientras esperaba con infinita paciencia que se le citara a prestar declaración ante este tribunal. Las comodidades que hemos proporcionado a Su Santidad nunca nos fueron solicitadas por el maharishi, sino que constituyen un generoso regalo del acusado, y así consideradas son perfectamente legítimas, como muy bien sabe el fiscal.

Antes de que el juez tuviera tiempo de pronunciarse sobre la objeción de la defensa, Scott afirmó:

—Su Señoría, admito que los gastos provocados por el señor Pradesh, aunque me parecen excesivos, pueden considerarse legítimos. Pero como la defensa me interrumpió antes de que completara mi pregunta, desearía que se me permitiera continuar, para que pueda ser incluida en el acta.

—Muy bien, continúe —concedió el juez.

—A lo que quería hacer referencia era al cheque girado de la cuenta de Elliot Hoover por 25.000 dólares, pagadero a nombre del señor Gupta Pradesh.

Bill pudo ver la sorpresa que se reflejaba en el rostro de Brice, que se volvió rápidamente para conferenciar con su cliente.

El lápiz del dibujante trabajaba veloz para alcanzar a captar en el papel las diversas reacciones de los presentes: Hoover y su abogado, las cabezas muy juntas, en pleno coloquio; el juez Langley con los ojos muy abiertos por la impresión; Scott Velie, gozando de su triunfo sobre el maharishi, cuyos ojos miraban malévolos al fiscal.

Velie prosiguió:

—Quiero hacerle una pregunta, señor Pradesh. ¿Recibió usted ese cheque?

—Sí, lo recibí.

—¿Le dieron el cheque como retribución por su declaración?

—Objeto ese tipo de preguntas —gritó Brice, poniéndose de pie y mirando al juez con aire de inocencia—. Yo no tenía ni la más remota idea de que hubiera habido una donación de dinero de parte del acusado al testigo, Su Señoría. Sin embargo, mi cliente me ha dicho que, si bien es verdad que el cheque fue librado a nombre de Su Santidad, su única finalidad es la filantropía más desinteresada, y jamás se pensó destinar ese dinero para fines personales.

—Su Señoría —interrumpió Velie—, el señor Mack no es un testigo ni habla bajo juramento, y yo he hecho la pregunta al señor Pradesh, no a la defensa. Por lo tanto, propongo que la explicación del abogado defensor sea suprimida del acta. De hecho, no tiene ninguna importancia el uso al que pueda destinarse ese dinero. Lo que sí tiene importancia es que un testigo de la defensa haya recibido un pago del acusado. Afirmo que 25.000 dólares pueden lograr la cooperación de cualquiera, y que la declaración del testigo ha sido comprada.

—¡Señoría! —gritó Brice Mack, pero fue silenciado por el golpe seco del martillo del juez.

—Un momento —dijo Langley—. No aceptaré la moción del señor Velie para que se suprima del acta la explicación de la defensa, pero haciendo uso de mi autoridad suprimiré del acta tanto los comentarios de la defensa como los del fiscal, e instruiré al jurado para que no tome en cuenta los argumentos de los dos abogados respecto a las razones por las que se dio al testigo un cheque por 25.000 dólares —se volvió a Velie y dijo—: Si tiene más preguntas que hacer al testigo, puede continuar.

—Todavía estoy esperando una respuesta a mi última pregunta, Su Señoría.

Con el objeto de ahorrar tiempo y ser preciso, el juez pidió al secretario del tribunal que leyera la última pregunta del fiscal.

—«¿Le dieron el cheque como retribución por su declaración?»

Durante toda la escena entre los abogados y el juez, el maharishi había mantenido la apariencia serena e imperturbable de un hombre que se ha ausentado mentalmente de un mundo al que considera mezquino y vulgar. A Bill le dio la impresión de que se encontraba en trance o, más bien, en un plano diferente al de los demás, y no podía oír o había decidido ignorar la pregunta del secretario.

—El testigo tiene la obligación de responder a la pregunta —ordenó el juez.

El velo de suprema indiferencia se mantuvo sobre los ojos del maharishi. Con un violento golpe del martillo, el juez se inclinó hacia el testigo y chilló:

—¿Puede oírme?

Lo repentino del golpe hizo saltar al maharishi, y la conciencia volvió a aparecer en la expresión de sus ojos. Miró desorientado al juez, como si acabara de despertar de un profundo sueño.

—Tiene que responder a la pregunta.

—¿Qué pregunta? —dijo sorprendido el maharishi.

El juez se dirigió impaciente al secretario.

—¡Vuelva a leer la pregunta!

«¿Le dieron el cheque en retribución por su declaración?»

Cuando el sentido de la pregunta, y el insulto y la malévola insinuación que implicaba, se hizo claro para el maharishi, sus ojos se mostraron profundamente ofendidos, y su cara se puso tensa, reflejando rencor, dolor y hostilidad. Con un solo movimiento, se puso de pie y abandonó el banquillo de los testigos, en dirección a la puerta de la sala.

El estupor fue general entre los asistentes. Langley tuvo dificultades para recuperar la voz, y levantándose de su asiento logró gritar al testigo que se alejaba:

—¡Deténgase! ¡Nadie le ha dado autorización para marcharse! ¡Guardias! ¡Detengan a ese hombre! ¡Agárrenlo y tráiganle de vuelta al banquillo de los testigos!

El maharishi cruzaba en ese momento la barandilla y comenzaba a caminar por el pasillo hacia la puerta de la sala cuando los guardias corrieron y asieron su cuerpo, liviano como una pluma. (Más tarde, le dirían a un periodista que habían tenido la sensación de estar tomando un saco lleno de huesos sueltos.)

A la primera señal de dolor en el rostro del maharishi, Elliot Hoover saltó de su asiento y se lanzó a rescatar al anciano hindú. En un ágil movimiento pasó por encima de la barandilla, y apretó la carótida de uno de los guardias, separando a los dos hombres.

Bill, que contemplaba en pie el espectáculo, sintió compasión por el guardia, que inmediatamente cayó al suelo sin sentido.

El juez golpeaba furioso con el martillo y daba gritos.

—¡Orden! ¡Éste es un Tribunal de Justicia! ¡Guardias, sujeten al acusado!

Los dos fornidos guardias no necesitaban recibir instrucciones del juez, y ya habían salido desde direcciones opuestas para incorporarse a la lucha con sus pistolas desenfundadas.

Los periodistas y los jurados estaban de pie. El señor Fitzgerald movía incrédulo la cabeza; la señora Carbone se había cubierto la boca con una mano y sollozaba angustiada: «¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios mío!» El señor Potash se reía con unas carcajadas metálicas que podían escucharse por sobre el estruendo general. Indudablemente se estaba divirtiendo.

En medio del terrible desorden, Brice Mack, sentado a la mesa de la defensa, hundió la cabeza entre las manos en un esfuerzo por hacer desaparecer el espectáculo de su ignominiosa derrota. Lo que había planeado como un interrogatorio de exquisito gusto sobre la estética y religión de un pueblo lejano se había convertido, en cambio, en una riña callejera. Cómo conseguir que un jurado volviera a tomarlo en serio después de un desastre semejante era un misterio tan impenetrable que ni siquiera se atrevía a reflexionar sobre ello.

—¡Esposen al acusado! —gritó el juez, y su voz se abrió paso por entre la negra desesperación de Brice—. ¡Traigan al testigo al banquillo y no le permitan marcharse hasta que se le ordene!

El sonido del metal de las esposas se sumó a la conmoción general.

—¡Orden! —la voz del juez sonaba histérica—. ¡Si no se restaura el orden haré que despejen la sala! ¡Los asistentes deben permanecer en silencio!

Cuando Mack apartó lentamente las manos de su cara lo primero que vio fue a su cliente, sentado a su lado con un aire de resignación estoica. Su brazo izquierdo estaba esposado a la silla, y un despeinado guardia le vigilaba atentamente. Al mirar al maharishi, Brice vio la delgada e imponente figura del hombre santo encorvada en la silla destinada a los testigos. Miraba triste hacia el vacío desde el desorden de su túnica de color azafrán.

—Señor Mack —gruñó el juez Langley jadeando como si hubiera acabado de correr una carrera—, le haré responsable de la conducta de su testigo y de su cliente. Si usted no puede controlarlos, no sólo haré que les aten a sus sillas sino que le haré a usted responsable de desacato al tribunal. ¿Está claro?

El artista reprodujo entre sus bocetos la cara de perro apaleado del joven abogado cuando respondió humildemente:

—Sí, Su Señoría.

El juez Langley prosiguió en un tono estridente, que no dejaba lugar a dudas de que no aceptaría más tonterías en la sala.

—Señor Velie. ¿Quiere hacerle de una buena vez su pregunta al testigo?

Scott, que había permanecido sentado durante la mayor parte del tumulto, disfrutando cada minuto, se demoró en ponerse de pie, esperó que el silencio fuera absoluto y con gran calma se dirigió al juez.

—Su Señoría —dijo—, retiro la pregunta —y mirando al testigo con supremo desprecio, agregó—: No tengo más preguntas que hacer al reverendo Pradesh…

Los asistentes suspiraron, y se dispusieron a ir a almorzar.