Agitada, llena de presentimientos pesimistas, Janice postergó su vuelta a la sala hasta el último minuto. Pasó largo rato en el lavabo de señoras empolvándose y restaurando su maquillaje hasta que temió que una ausencia tan prolongada podría despertar la curiosidad de Bill. Estaba segura de que si no volvía pronto mandarían a un policía femenino a buscarla.
Una hora y veinticinco minutos después de haber salido volvió a estar de pie ante las puertas dobles. Cogió el picaporte de cobre y la puerta se abrió silenciosamente y apareció el guarda. Le sonrió, hizo un gesto con la cabeza, y mantuvo gentilmente la puerta abierta para que ella pasara. Ella le dio las gracias al entrar y cruzó el umbral.
La escena con la que se encontró le impidió seguir avanzando. Afirmándose al picaporte de la puerta interior, incapaz de moverse, miró a Bill sentado en el banquillo de los testigos. Brice Mack le estaba bombardeando a preguntas.
No le sorprendía que le hubieran llamado a declarar, pero le impresionó mucho que le llamaran tan pronto. Estaba segura de que muchos otros testigos desfilarían antes que él por el banquillo, Russ, Harold Yates, por ejemplo. Sin embargo, por alguna razón, Scott Velie había adelantado su turno, lo que probablemente significaba que ella declararía a continuación. Tal vez hoy mismo, ya que todavía era temprano. Janice se aterró. No había pensado que tuviera que prestar declaración hoy. No estaba preparada ni se sentía con fuerzas para resistir una prueba tan penosa. Había contado con tener tiempo, por lo menos un fin de semana, para reflexionar, ordenar sus pensamientos, organizar sus ideas. No tenían derecho a arrojarla así sobre el banquillo.
La vuelta a su sitio no provocó ninguna reacción entre los espectadores. Todos estaban pendientes de lo que estaba ocurriendo en el banquillo.
Brice estaba de pie con los brazos cruzados sobre el pecho y le lanzaba una pregunta tras otra a Bill, sentado a escasos centímetros de él.
—Usted ha declarado bajo juramento que cuando le ordenó al señor Hoover que se marchara, éste le hizo saltar por sobre su cabeza. ¿Es así?
—Así es.
—Y que antes de este acto de hostilidad por parte del señor Hoover usted no había hecho nada, ni un movimiento, ni un gesto, ni un roce físico, que pudiera haber provocado esta reacción brusca y aparentemente arbitraria de parte del señor Hoover. ¿Es así?
—Así es. No llegué a ponerle una mano encima —respondió decidido, omitiendo decir, sin embargo, que no había tenido tiempo de hacerlo.
La defensa pareció que iba a seguir haciendo preguntas sobre este episodio, pero sin duda cambió de idea y preguntó:
—¿Podría decirnos exactamente qué pasó cuando el señor Hoover aflojó la presión de su carótida, presión que le había provocado a usted una parálisis, señor Templeton?
—Ya se lo he dicho, mi mujer se aproximó para ayudarme, y ése fue el momento que aprovechó para entrar al piso y cerrar la puerta.
—Sí, eso es lo que nos ha dicho, pero desearía que hiciera un esfuerzo por recordar. ¿No le pidieron que entrara al piso?
—¿Pedirle que entrara?
—Sí. Ivy se lo estaba pidiendo.
Bill titubeó, después dijo:
—No entiendo lo que quiere decir.
—Lo que quiero decir, señor Templeton, es que los patéticos gritos de Ivy, sus llamadas desgarradoras, se podían escuchar en todo el piso y el señor Hoover los consideró como una llamada para ir a socorrerla, porque tenía derecho a hacerlo. ¡Eso es lo que quiero decir!
—Yo no oí ni gritos ni ruegos —dijo Bill, y negó con la cabeza.
—¿Entonces no es cierto que Ivy, poco antes de la llegada del señor Hoover, tuvo una pesadilla, una de esas pesadillas de las que no se la puede despertar y que resulta tan peligrosa que les ha obligado a usted y a su esposa a atarla a su cama?
—Un momento —interrumpió Velie—. Objeto la forma en que se ha hecho la pregunta. La respuesta puede prestarse a ambigüedad y lo que es más grave, excede los límites de la observación directa.
—Se acepta la objeción —declaró el juez.
Brice se encogió de hombros y volvió a dirigirse a Bill.
—El testigo puede retirarse, pero ruego a Su Señoría que le pida que esté disponible para que la defensa pueda llamarlo como testigo cuando lo estime conveniente.
—El testigo queda informado de lo que ha dicho la defensa —el juez miró a Scott Velie y preguntó—: ¿Quién es su próximo testigo?
Janice cerró los ojos y tensó los músculos de su cuerpo para recibir el golpe, pero éste no se materializó. Hubo una demora porque Scott estaba aprovechando el momento para presentar el certificado de nacimiento de Ivy. Bill se abrió paso por el pasillo y volvió a su asiento mientras se exhibía el certificado de nacimiento de Ivy, catalogado como Prueba Número Uno del Pueblo, y quedaba inscrito en las actas con ceremoniosa formalidad.
Janice se inclinó hacia Bill, triste y preocupada y le dijo en un susurro agudo:
—No estoy preparada para declarar.
—Todo saldrá bien —respondió Bill, poniendo una mano sobre la rodilla temblorosa de su mujer.
—¿Qué pasó con Russ y Harold Yates? ¿Por qué no los ha llamado?
—Los ha reservado como testigos para después que la defensa haya presentado su caso.
—No estoy preparada para declarar —repitió Janice, el rostro rojizo, afiebrado.
—Llame a su próximo testigo —ordenó el juez.
—Mi próximo testigo —anunció Velie— es la señora Templeton.
Janice se puso de pie y casi de inmediato comenzó a sentirse peor. Su cara, roja y afiebrada hasta entonces, empalideció. Estaba segura de que se desmayaría antes de llegar al banquillo de los testigos.
Un desusado silencio presidió el torpe avance de Janice por el pasillo. La sangre parecía hervirle y azotar su cabeza. Mecánicamente caminó hasta la puerta que se abría en la barandilla, cada uno de sus pasos vacilantes, parecía el resultado de una fuerza interior que escapaba a su control y comprensión. Pensó que seguramente había sido bajo esta disociación irresistible que la nobleza francesa había subido las escaleras del patíbulo para tener su téte-a-téte con Madame La Guillotine.
En el banquillo de los testigos levantó su mano derecha, juró decir la verdad y se sentó, acatando las instrucciones del alguacil.
Scott Velie se acercó con un semblante amable y compasivo.
—¿Nombre completo, por favor?
—Janice Gilbert de Templeton.
—¿Es usted la esposa de William Templeton?
—Sí.
—¿Y la madre de Ivy Templeton?
—Sí.
—¿La niña nació de usted?
—Sí.
—Señora Templeton, tenga la bondad de describir los sucesos acontecidos entre la fecha en la que vio al acusado por primera vez y el día en que él se llevó a Ivy a su casa.
Janice tragó saliva, se aclaró la garganta y luchó por recuperar la voz. El que lo consiguiera y sonara fuerte y autoritaria fue otro de los enigmas en una tarde llena de enigmas. El sonido de su voz le devolvió la confianza, y pronto se escuchó hablar, cada vez más deprisa.
Scott Velie preparó con la confianza y la seguridad de una mano maestra la historia que él quería que el jurado escuchara de labios de Janice. En ningún momento le permitió que perdiera consistencia, que la embelleciera, que desarrollara ciertos puntos o se aproximara a zonas que pudieran servir a la defensa para su interrogatorio, y que pudieran resultar perjudiciales para su causa. Incluso Brice Mack tuvo que reconocer que llevó a cabo una asombrosa proeza de malabarismo legal.
Finalmente, Velie se volvió hacia el abogado defensor y dijo:
—Puede interrogar a la testigo.
—Su Señoría —empezó a decir Brice y luego hizo una pausa, gozando con sádico placer en atormentar a la asustada mujer que se sentaba en el banquillo—, me temo que mientras no se pueda interrogar a la señora Templeton sino sobre los sucesos de los que ha sido testigo presencial, no tiene objeto que le haga preguntas. Sin embargo, hay muchas cosas interesantes que la testigo podría decirnos, y lo mismo afirmo del testigo que la precedió en el banquillo, hay muchas verdades que han sido suprimidas por el hábil interrogatorio de mi distinguido colega —sus ojos se clavaron fríos y amenazantes en los de Janice cuando advirtió—: Verdades que yo pretendo que salgan a la luz. Por el momento no le haré preguntas, pero deseo que vuelva a comparecer como testigo de la defensa cuando yo lo crea conveniente.
—Muy bien —dijo el juez mientras Brice volvía a la mesa de la defensa—. La testigo puede retirarse, pero debe quedar disponible para comparecer como testigo de la defensa.
Langley se volvió en dirección a Velie, que estaba enfrascado en una conferencia estratégica con su socio, y en tono cortante manifestó su desagrado.
—Señor Velie, si me permite que le interrumpa me gustaría decirle que el tribunal está esperando que llame usted a su próximo testigo.
—Disculpe, por favor —y se puso de pie con una sonrisa—, pero he terminado. No voy a presentar más pruebas por el momento.
—En ese caso —dijo el juez y dio un golpe de martillo sobre la mesa— reanudaremos la sesión el próximo lunes a las nueve de la mañana. El acusado continúa bajo custodia.
Janice se puso en pie, y caminó insegura y con torpeza en dirección a Bill. Sentía una sensación de júbilo, la deliciosa inercia de una persona que se encuentra mareada, pero que ha sobrevivido a un accidente de aviación.
El momento adecuado para decir a Ivy la verdad se produjo la tarde siguiente, cuando acababan de dejar a Mina de vuelta en el colegio y estaban instalados en su suite del Candlemas Inn.
Bill y Janice habían llegado temprano, inmediatamente después del almuerzo, y tuvieron tiempo para asistir junto con otros padres a un ensayo del coro. La belleza rubia de Ivy se destacaba nítida en el grupo de contraltos.
Mientras cantaban el Kyrie Eleison de Handel, Janice se dio cuenta del interés y curiosidad que habían despertado con su presencia, de las miradas de complicidad, de los murmullos que flotaban a su alrededor como briznas de paja en un temporal.
Más perturbadoras aún eran las miradas de las chicas cuando pasaron por entre ellas para salir de la capilla al patio cubierto de nieve. En el centro había un monigote de nieve sin cabeza.
Ivy y Mina fueron las últimas en salir. Iban cogidas de la mano y caminaron lenta y displicentemente hasta ellos. Las dos tenían una valiente sonrisa ante la tragedia.
—Hola papá, hola mamá —dijo Ivy sin ningún entusiasmo—. ¿Recordáis a Mina?
—Por supuesto, princesa —respondió Bill con una sonrisa—. ¡Hola, Mina!
—Hola, señor Templeton. Hola, señora Templeton —saludó Mina.
—Hola, Mina —respondió Janice, completando el círculo de saludos.
Bill se inclinó para besar a Ivy, que retrocedió casi imperceptiblemente. Janice se dio cuenta y dijo:
—¿Vais a trabajar en el monigote de nieve?
—No, hoy no. No tenemos ganas.
—No —repitió Mina con desagrado—, hoy no tenemos ganas.
—Bien —propuso Janice en un arrebato de entusiasmo—, entonces ¿por qué no os preparáis para nuestra pequeña fiesta de esta noche?
La perspectiva de ir a comer fuera logró finalmente que Mina saliera de la oscuridad que parecía envolverla. Después de ducharse y vestirse con los vestidos más bonitos, que sólo podían usar los fines de semana o para salir con la familia, Bill y Janice cruzaron el patio frente al hombre de nieve todavía en construcción y entraron al sector del colegio destinado a la administración.
—Una de nuestras alumnas entró algunos periódicos de contrabando. Creemos que se trata de Jill O’Connor, pero no estamos seguras.
Varios ejemplares del Guardian, de Westport, estaban desparramados sobre el escritorio de la madre superiora. Sus titulares decían: «Jurados escuchan grabación en el caso del secuestro.»
Los ojos de la madre Verónica Joseph conservaban su mirada tierna y compasiva, pero algo en su cara había cambiado y a Bill le pareció que se había endurecido, que era más severa, adusta incluso.
—Hablaré con los padres hoy, antes de que se marchen, y les pediré que colaboren con nosotras. También he pedido al padre Paul que hable con las niñas durante la misa de la mañana.
Bill se inclinó hacia adelante en la silla.
—Le agradezco mucho todo lo que ha hecho, madre, para que nuestra hija no se enterara de nada. Ivy nos habló de la prohibición de leer periódicos y escuchar la radio.
La cara de la monja pareció suavizarse levemente.
—Mi corazón y mi simpatía están con Ivy, y con ustedes —dijo en un murmullo que era más apropiado para el confesonario que para una oficina—; por eso les ruego que traten de comprender lo que voy a decirles. Las órdenes que di y las medidas que hice tomar para impedir que la historia del secuestro entrara a Mount Carmel, no tuvieron como único objetivo beneficiarles a ustedes. Lo hice por todas las niñas, y por el colegio. No hay duda alguna de que Ivy ha sido la víctima inocente del extravío de un pobre hombre y merecía toda nuestra protección. Pero un riesgo similar, si no mayor, era que el colegio se convirtiera en víctima inocente de la fama de una de sus alumnas. Eso ya ha ocurrido y, como ustedes saben, es algo que muy pocas instituciones de este tipo pueden resistir durante mucho tiempo.
—Lo que significa —dijo Bill mientras caminaba con Janice para ir a buscar a Ivy y a su amiga— que debemos empezar a buscar otro colegio.
—De ningún modo ha dicho eso.
—Puede que no, pero es lo que quería decir.
Sí, pensó Janice, es cierto. Algo en su voz decía que si el problema no se resolvía pronto ella se vería obligada a tomar medidas.
La comida con las chicas resultó tranquila, comieron mucho y hablaron poco. Ivy parecía concentrada en sí misma y remota, pero se comió sus chuletas con patatas fritas e incluso ayudó a Mina a tomar un segundo postre. Bill sorprendió varias veces a su hija mirándole perpleja, como si quisiera decirle: «¿Qué significa todo esto? ¿Qué pasa?»
Fue Bill quien se hizo cargo de la responsabilidad de ponerle al corriente. Janice estuvo presente en el pequeño saloncito, que por la noche se convertía en el dormitorio de Ivy, cuando apoyada en unos cojines y bien abrigada se enteró de lo que estaba pasando. Bill le contó todo con delicadeza, comprensión y absoluta franqueza. Omitió una sola cosa: las pesadillas.
—Pero, ¿es posible? —preguntó Ivy en un tono que conjugaba la más completa incredulidad con un matiz de excitación.
—No, princesa —respondió Bill—. Pero el señor Hoover cree que es posible. Trata de entender, Ivy —prosiguió más suavemente— que cuando un padre pierde a una persona a la que ama muy profundamente, y en su caso fueron la esposa y la hija, su dolor y su herida pueden ser tan grandes que le lleven a rechazar mentalmente lo que ha pasado. Y cuando se halla en tal situación, una persona está dispuesta a creer cualquier cosa para seguir viviendo. Ese es el caso del señor Hoover. Cuando perdió sus seres amados no pudo aceptarlo y se dedicó a buscar todo tipo de explicaciones para lo que le había ocurrido. Lo más triste de todo es que hubo personas, gente perversa, que se mostraron dispuestas a decirle precisamente lo que él quería oír. Así fue como llegó a creer que su hija muerta había vuelto a nacer en tu cuerpo. Como ves, princesa, no fue culpa suya. Sólo ha sido víctima de su propio dolor.
Hubo un largo silencio. Ivy lanzó un largo y desolado suspiro y dijo:
—¡Qué cosa más triste! Recuerdo cuando esperaba en la puerta del colegio, y cuando me acompañó a casa. Parecía tan simpático.
—Tal vez sea simpático, princesa, y le hayan engañado. Vamos a creer que de eso se trata, ¿qué te parece?
Ivy asintió, miró a Janice y comentó:
—¿No te parece extraño que no me acuerde de nada, ni que me sacara de la cama, ni de que me llevara a su casa?
—Estabas dormida —respondió Janice.
Ivy movió la cabeza y alzó las cejas en una expresión de asombro.
—Con razón todas me miraban de esa forma extraña. Soy un verdadero monstruo.
—No eres un monstruo —explicó Bill—. Ya te lo he dicho antes. Tú no eres más que la víctima de las alucinaciones de un hombre, de un hombre que va a estar en la cárcel durante mucho tiempo para pagar por lo que ha hecho. Cuando te miren en forma extraña, te digan algo, o murmuren a tus espaldas, recuerda lo que acabo de decirte, ¿lo prometes? No tienes nada que temer y absolutamente nada de qué avergonzarte. Y si aquí se ponen las cosas desagradables me lo dices y vendré a buscarte para llevarte de vuelta a casa.
Ivy se entristeció.
—Ojalá no tenga que marcharme. Me gusta mucho estar aquí.
A las tres de la madrugada unos ruidos procedentes del dormitorio de Ivy despertaron a Janice. Estaba tosiendo. Los espasmos eran agudos, doloridos.
Rápidamente se dirigió a la salita y cerró la puerta apenas entró para que Bill no despertara. Encendió la luz y con profunda sorpresa descubrió a su hija sentada en la cama, la cabeza hundida entre las rodillas. Tosía y respiraba con dificultad. Janice se aproximó a ella, la abrazó y empezó a darle golpecitos en la espalda para intentar que cesaran los violentos espasmos.
—La medicina está en mi bolsa —consiguió decir Ivy entre estertores.
El frasco tenía una etiqueta que decía: «Bébase sólo cuando sea necesario.»
Ivy bebió directamente de la botella porque no había ninguna cuchara a mano. Cualquiera que fuera el contenido su efecto fue casi instantáneo y muy pronto la tos desapareció, dejándola exhausta y temblorosa.
—¡Vaya tos! —comentó Ivy, el rostro rojo, los ojos llorosos.
Janice estaba alarmada por la fuerza e intensidad del ataque.
—¿Te ocurre lo mismo todas las noches?
—Sí. Casi todas las noches de la semana tuve tos, pero nunca tan fuerte como ahora.
—Mañana te llevaré al médico.
—Bueno —tragó saliva y dijo—: ¿Mamá?
—¿Sí? —le palpó la frente. Estaba fresca.
—Sería fantástico, ¿verdad?
—¿El qué?
—Que fuera cierto lo que cree el señor Hoover. Que todos vivimos y vivimos y vivimos para siempre y nunca, nunca, nunca morimos.
La frase tenía algo onírico que sumió a Janice en un estado especial, y pensó en el rostro de Elliot Hoover: amable, dolorido, inquieto. Estrechó a Ivy contra su pecho, y hundió su cara en el cabello rubio de su hija antes de murmurar:
—Sí, sería fantástico. Realmente maravilloso.
Los dos hombres se enfrentaban por sobre la mesa metálica que estaba en el centro de la pequeña habitación, desnuda de adornos y sin ventanas. Los tubos fluorescentes proyectaban sus sombras sobre los papeles y carpetas que había entre ambos, y daban a sus rostros una severidad e inmovilidad de máscaras fúnebres. Salvo el zumbido del aire acondicionado y el sonido de sus voces, la sala estaba tan silenciosa como una bóveda.
Elliot Hoover había pedido que se celebrara esta reunión y la había dirigido durante toda la última hora. La estrategia de la defensa había sufrido una serie de transformaciones. A última hora se le ocurría rechazar testigos, sugerir cambios y solicitar nuevas pruebas y declaraciones.
Brice Mack, sentado bajo la luz, secaba su cara con un pañuelo que a esas alturas estaba convertido en una pelota húmeda, y miraba sorprendido a un cliente imperturbable que daba instrucciones que se transformaban en órdenes si se las discutía u objetaba.
La discusión había comenzado al analizar la intervención de Grupta Pradesh, el célebre maharishi de Ghurni que estaba alojado en el Waldorf y que sería el primer testigo. Elliot Hoover no conocía a Pradesh personalmente, pero estaba familiarizado con sus antecedentes y trabajos y lo consideraba la persona indicada para informar al jurado sobre algunos de los aspectos más complejos de la religión hindú. Sin embargo, debido a la indiscutible santidad del mahanshi, y a la reverencia con que le trataban todos sus seguidores, pidió a Brice que se abstuviera de hacer preguntas vulgares y se ciñera sólo a los temas más elevados, eliminando todo lo que pudiera parecer habladurías y trivialidades profanas al tratar el tema de la reencarnación. Era un golpe para la línea de defensa preparada por Mack, que protestó:
—¡Pero tiene que saber de casos concretos de reencarnación! La presentación de ejemplos tangibles nos ayudaría mucho a reforzar nuestra posición.
—No hay duda de que puede citar muchos casos —replicó Hoover suavemente—, pero atentaría contra su dignidad discutir ese tipo de cosas en público. Trate de entender, por favor, que el mahanshi es un individuo sujeto al mismo tipo de secreto que el que obliga a un sacerdote católico en la confesión, y que usted debe tratarle con todo el respeto que merece un hombre de su posición.
Brice hurgó en su cartera para buscar un Kleenex, pero no encontró ninguno.
Estaban de acuerdo en la forma de tratar al segundo testigo que, igual que Grupta Pradesh, era un experto en religiones orientales pero que, a diferencia del maharishi, era un sabio estadounidense, profesor emérito de Estados Religiosos en una de las más importantes universidades del país. Se trataba de alguien cuyo solo nombre conjuraba todo el folklore nacional, desde la batalla de Lexington hasta las cumbres envueltas en su sudario de niebla de las Montañas Rocosas.
La declaración de James Beardsley Hancock respecto de las leyes específicas del Karma pesaría mucho en el jurado, pensaban Mack y sus colaboradores, no sólo porque la haría un hombre blanco, de origen estadounidense, sino porque ésa era la fe que él mismo profesaba. Tal como había dicho Hoover: «Estaba dentro de la cosa, y eso le convertía en el hombre indicado.»
Hubo una gran discusión respecto a la inclusión del tercer testigo, la «experta» Marion Worthman, que afirmaba poseer dotes ultra sensoriales, se autodenominaba bruja, vidente y devota propagandista y exégeta de la Biblia, una mujer que podía sintonizar telepáticamente con la mente y el cuerpo de una persona y proporcionar información sobre las vidas presentes y pasadas de dicha persona.
Aunque sus simpatizantes podían contarse por decenas de miles y sus libros encabezaban las listas de los libros más leídos, Elliot Hoover se opuso a que se la citara a prestar declaración, porque temía que su aparición se convirtiera en un espectáculo, que era precisamente lo que la defensa esperaba que ocurriera y la razón por la que había decidido que compareciese.
Hoover se mostró escéptico. Pensaba que su mayor ayuda se la proporcionarían los Templeton y Carole Federico el día que fueran llamados a declarar.
—Ellos estaban presentes —insistía—. Ellos estaban presentes y vieron a la niña durante su pesadilla y cómo me respondía cuando la llamaba Audrey Rose. Saben cuál es la verdad y hay que obligarles a que la digan.
—¿La verdad? —dijo Brice, repentinamente agotado—. ¿De qué verdad me habla? ¿La suya? ¿La de ellos?
—Las dos no son más que una sola verdad.
Brice suspiró exhausto y dijo:
—¿Nunca le han contado esa historia de los tres ciegos a los que se les pide que describan a un elefante? Cada uno de ellos describió lo que palpó con sus manos, y cada descripción era distinta de las otras dos. Sin embargo, los tres estaban diciendo la verdad.
Hoover le miró perplejo.
—Lo que estoy tratando de explicarle es que aunque cuatro personas hayan sido testigos de un mismo suceso, en este caso la pesadilla de la niña, eso no quiere decir que todos hayan tenido que ver necesariamente la misma cosa. Más aún, estoy dispuesto a apostar que tendremos cuatro interpretaciones diferentes de lo que pasó allí esa noche.
—Janice Templeton conoce la verdad —dijo Hoover en voz baja—. Ella me llamó porque sabía que yo era la única persona que podía hacer algo por su hija.
—Bien —accedió Brice—, y cuando esté sentada en el banquillo la haré hablar de eso, pero no cuente demasiado con lo que ella recuerde o esté dispuesta a admitir que sucedió esa noche.
Hubo unos momentos de silencio durante los cuales Elliot Hoover examinó atentamente a Brice Mack.
—Creo que usted no tiene mucha confianza en que este caso tenga un buen final.
—Dígalo de otra manera y será más exacto. En lo que no tengo mucha confianza es en que los Templeton vayan a rescatarle. Yo me he pasado ocho semanas, y he gastado buena parte de su dinero, preparando un caso que depende en buena medida de las declaraciones de cuatro expertos testigos. Si me permite manejarlos tal y como lo tengo planeado, creo que tenemos muchas posibilidades de convencer, hasta al más escéptico de los jurados de que la reencarnación es una realidad.
—¿En caso contrario?
Brice decidió arriesgarse.
—En caso contrario no creo que usted tenga muchas posibilidades de quedar absuelto.
Hoover estudió detenidamente la cara de su abogado. Después dijo en un tono ligeramente burlón:
—Aprecio su franqueza, señor Mack y permítame a mi vez ser franco con usted. Insisto, y no me importa cuál pueda ser su opinión respecto al desenlace del juicio, en que debe proceder con el mejor gusto y decoro posible. Me doy cuenta de que su ambición personal le impulsa a alcanzar el éxito. Sin embargo, la decisión sobre mi culpa o inocencia ante un tribunal humano no debe servir de plataforma para su egoísmo, ni permitiré que la utilice como base para su autopropaganda. Es mi libertad lo que está en juego, señor Mack, no su reputación. De modo que seré yo quien decida en última instancia todos los pasos que demos en el transcurso del juicio. Si no logra comprenderme, o siente que no puede obedecer mis instrucciones al pie de la letra, le ruego que me lo diga ahora y buscaré a alguien que le sustituya.
—Aceptaré todo lo que usted diga.
Brice aceptó tan pronto, y sin oponer más resistencia a las palabras de Hoover, para conseguir ocultar su profunda sorpresa e impresión. La precisión con que Hoover había atacado sus puntos vulnerables resultaba aterradora. Y se preguntaba: ¿Siempre se verá con tanta claridad lo que pienso y deseo?
Al abandonar los sofocantes alrededores del edificio de los Tribunales, y al salir a las calles heladas y desiertas esa tarde de domingo, Brice Mack comprendió cuan irónico resultaba que estuviera cargando con una cartera llena de papeles que representaban sus esperanzas, ambiciones, y ocho semanas de trabajo, justo ahora, cuando acababa de verse privado de su capacidad de maniobra, y la cartera ya no servía para nada.
La tentación de arrojarla en un cesto para la basura mientras buscaba en vano un taxi en la esquina de Foley Square, desapareció cuando escuchó una serie de ruidos confusos bajo sus pies al aproximarse al quiosco del metro.
Viajó hasta su casa en un vagón casi vacío, acompañado tan sólo por dos mujeres aterradas y un negro que vomitaba, un cuadro perfecto para acabar un día tan deprimente.
Apretado contra un extremo de su asiento que traqueteaba, rodeado del ruido de las ruedas y gemidos, envuelto en la anonadante fetidez, el joven abogado miró cómo la manecilla de su reloj caminaba inexorable hacia el mañana, y eso le produjo la desagradable sensación de que un destino inexorable se precipitaba como un rayo en su dirección. Fue en ese momento cuando recordó a su madre la noche que entraba al quirófano con menos de un diez por ciento de posibilidades de salir de allí con vida. Sonrió al pensar en la valiente sonrisa que tenía el rostro de su madre cuando le guiñó un ojo para darle ánimos; los dos sabían que ése sería el último gesto físico que compartirían en la Tierra.