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De acuerdo a las predicciones, y tal como se temía, el corredor que conducía a la sala del tribunal era un verdadero laberinto de alambres, cables y personas. Los reflectores estaban instalados sobre soportes en lugares que no molestaban el paso de la gente, en rincones y cornisas, y su potente luz bañaba la figura sonriente de Brice Mack, rodeado de una multitud de periodistas.

Bill y Janice salieron del ascensor y se deslizaron subrepticiamente entre las cámaras de la televisión hasta que, finalmente, lograron llegar a la sala sin ser reconocidos.

A diferencia de otras mañanas, esta vez la sala estaba llena de curiosos y excitados espectadores; muchos de ellos iban vestidos con turbantes y exhibían sonrisas luminosas en sus rostros morenos. Multitud de periodistas, incluso enviados desde otras ciudades, ocupaban completamente el sector destinado a la prensa, detrás de la barandilla.

Mientras avanzaban en dirección a sus asientos, Bill y Janice pudieron oír cómo se extendía por la sala el murmullo de la gente que los reconocía. Incluso los periodistas sentados frente a ellos interrumpieron lo que estaban haciendo y se volvieron para mirarlos cuando se sentaban. El hombre inmediatamente en frente de Janice se volvió y le sonrió, dándose por enterado de su llegada. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no se trataba de un periodista corriente, sino de un artista al que se le había encargado que dibujara algunos bocetos de lo que ocurría durante el juicio. Había dibujado a Elliot Hoover sentado a la mesa de la defensa, concentrado en el dibujo de sus círculos. El parecido era notable, y había captado perfectamente la expresión de santa resignación que reflejaban sus ojos.

Janice recorrió con la mirada la fila de cabezas hasta llegar al lugar donde Hoover estaba sentado; de inmediato lamentó haberlo hecho porque sus ojos se encontraron. Y, lo que era peor, ella no pudo apartar su mirada. Había algo en esos ojos que se lo impedía con la intensidad de una orden, obligándola a obedecer, a tomar nota, a escuchar. Al ver que ella no se resistía, los ojos de Hoover fueron suavizando su expresión, como si quisiera pedirle perdón y comprensión por la tristeza que iba a provocarle lo que estaba a punto de suceder.

La llegada del juez Langley la liberó de los ojos de Hoover. Se puso en pie, sintiéndose ligeramente mareada. Volvió a sentarse, obedeciendo las instrucciones del alguacil. El corazón le latía, prisionero de una emoción que no podía definir.

El proceso contra Elliot Hoover se puso en marcha con el desfile de testigos presentados por el fiscal. Cada uno de ellos respondió a la invitación del alguacil de «decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad» y cada uno de ellos aportó una prueba aislada dentro del complejo marco de la argumentación de Scott Velie.

En el curso de los cuatro días siguientes, doce personas, algunas de ellas completamente desconocidas para Bill y Janice, ocuparon el banquillo de los testigos para relatar escenas que habían presenciado personalmente cerca de la Ethical Culture School o del edificio conocido como Des Artistes.

Tres mujeres, una de ellas con todo el aire de ser abuela, y a la que Janice recordó vagamente como parte del grupo que diariamente esperaba la salida de los niños frente al colegio, se sucedieron en el banquillo. Cada una contó aproximadamente la misma historia. Habían visto a un hombre con bigote negro y patillas rondando la puerta del colegio por la mañana a la hora de entrada a clases y por la tarde a la hora de la salida. Ninguna, sin embargo, podía reconocer a ese hombre como el acusado.

Tampoco Ernesto Pucci y Dominick D’Alessandro pudieron establecer esa conexión. Los dos se sentían incómodos sin su uniforme color cereza cuando subieron al banquillo para declarar que Elliot Hoover había entrado en el vestíbulo del edificio donde vivía el demandante por lo menos en cuatro oportunidades distintas con el expreso deseo de «visitar a los Templeton».

—¿Podría describirnos el comportamiento del acusado en esas ocasiones? —preguntó Velie a Dominick.

—¿Comportamiento?

—¿Cómo actuaba? ¿Parecía nervioso, preocupado?

—Oh, sí, especialmente cuando no le dejaban subir.

—Bien, señor D’Alessandro —continuó Velie—, hablemos de la primera vez que usted vio al acusado. Describa lo que pasó.

—La primera vez que fue a Des Artistes no pasó nada. No hubo problemas, porque le dejaron subir.

—¿Y las otras veces?

—Si quiere saber mi opinión puedo decirle que parecía sentirse muy desdichado cuando no le permitían subir.

—¿Vio al acusado en la mañana del 12 de noviembre?

—Sí.

—¿Qué impresión le produjo?

—Estaba feliz porque había sub-alquilado un apartamento en el edificio, y podía subir a ver a los señores Templeton cada vez que quisiera. No se le podía impedir que usara el ascensor, ¿verdad?

Hubo una explosión de carcajadas y de martillazos sobre la mesa del juez, pausa que aprovechó Scott Velie para ir hasta su mesa y consultar algunos apuntes.

—Bien, señor D’Alessandro —el tono de Velie pareció indicar que se estaban aproximando al punto crucial—, ¿podría relatar al jurado lo que pasó la noche del 13 de noviembre, fecha del supuesto secuestro?

Dominick asintió y se lanzó en una descripción detallada, que había preparado cuidadosamente, de sus acciones y pensamientos. Era un relato preciso de los sucesos de esa noche, y lo narraba con un dramatismo y fervor que hicieron que Janice se sintiera orgullosa de Dominick.

—Piense, señor D’Alessandro, puede tomarse todo el tiempo que necesite, y díganos ¿no hubo otra ocasión, entre la primera y la última, en la que el señor Hoover se mostró contento, o por lo menos no se manifestó desdichado?

Dominick meditó la pregunta largo tiempo antes de responder:

—Sí. Hubo otra vez, entre la primera y la última, en la que el señor Hoover pudo subir. El señor Templeton estaba fuera de la ciudad en un viaje de negocios y la señora Templeton le permitió subir a verla.

—Así es efectivamente. ¿Estaba contento entonces el señor Hoover?

—No sabría decirlo.

Hubo risas sofocadas en la sala, rápidamente silenciadas por el martillo del juez.

—Usted ha dicho que al señor Hoover le hacía sentirse muy desdichado el que no se le permitiera subir al apartamento de los Templeton, ¿no es así?

—Sí, señor, así es.

—Cuando la señora Templeton le invitó a subir, ¿el acusado se mostró contento?

—Sí, supongo que sí.

—Eso es todo.

Bill vio cómo Janice se sobresaltaba cuando la llamaron a declarar, y agradeció el guiño de ánimo de Scott Velie antes de despedir al testigo. Sabían que la defensa pensaba utilizar como baza importante la declaración de Janice sobre la noche que invitó a Hoover al piso, y estaban preparados para «manejar» la situación. Sin embargo, a pesar de todas las seguridades que le había dado Scott, y de su despliegue de confianza en que controlarían perfectamente todo, Janice temía el momento en que debería ponerse de pie y caminar hasta el banquillo de los testigos para responder preguntas respecto a aquella noche.

El procedimiento legal progresaba con lentitud, pero sin detenerse. Día tras día se reunían nuevos fragmentos de información, que aportaban los testigos, y se presentaban al jurado para ayudarles a dar un veredicto que fuera justo, «más allá de la sombra de una duda».

Trabajando sin descanso, el ágil y decidido fiscal llamó a Carole Federico al banquillo para que contara las dos perturbadoras llamadas telefónicas que había recibido de Hoover durante la ausencia de Janice. Su narración de los sabrosos comentarios con que le había reprochado su conducta arrancaron carcajadas de todos los presentes, incluido el juez.

Los testigos siguientes fueron los dos policías que habían arrestado a Hoover. A continuación desfilaron los vecinos de los Templeton que habían presenciado el modo en que Hoover había golpeado a Bill esa noche, hacía dos meses. Todos, «con la ayuda de Dios», relataron su versión de los acontecimientos, que fue registrada y guardada en los archivos de la sala, así como en la memoria de los jurados, junto con los demás hechos referentes al caso.

Brice Mack tuvo pocas objeciones que formular y aún menos preguntas que hacer a estos testigos, permitiendo que se marcharan sin interrogarles a todos menos a uno. Deseaba que el policía Noonan confirmara que Hoover había abierto la puerta finalmente, a pesar de su reticencia inicial, respondiendo a la petición de los agentes.

—No fue una petición, señor —respondió Noonan tenso—, sino una orden. Y sólo lo hizo cuando le amenazamos con llamar a una patrulla.

—Pero abrió la puerta voluntariamente, ¿no es así?

—Sí, señor —dijo el policía irónico—, le persuadimos para que lo hiciera.

Pálida y con ojos asustados, Janice se incorporó al ir y venir del tribunal como si ella fuera un muñeco manejado con hilos invisibles.

El viernes, antes de la suspensión de la sesión durante el fin de semana, ocurrió algo que la hizo salir de su estado de indiferencia voluntaria.

Sucedió poco después de que regresaran de almorzar y se estaba preparando todo para que comenzara la sesión. Bill estaba conversando con Scott Velie junto a la barandilla. El testigo que había prestado declaración por la mañana había sido el doctor Kaplan, y se había producido una discusión sobre la pertinencia de algunas de las preguntas de Brice Mack. Su interrogatorio seguiría por la tarde. La defensa deseaba saber la razón por la que los Templeton habían llamado al doctor Kaplan esa noche, y cuál era la naturaleza de la enfermedad de Ivy. Velie había objetado, afirmando que la pregunta no era procedente porque excedía los límites de la observación directa y violaba el secreto médico. «El doctor Kaplan no puede prestar declaración sobre el tratamiento que prescribió a la niña ni sobre las razones que impulsaron a sus padres a llamarle.»

El juez Langley aceptó la objeción de Velie, pero Brice pidió permiso para llamar al doctor Kaplan como testigo de la defensa, y solicitó autorización del juez para hacer preguntas que excedieran el límite de la observación directa, ya que resultaban necesarias para la argumentación de la defensa. Después de considerarlo un momento, y no sin titubear, el juez Langley informó a Kaplan que debía estar disponible, pero no concedió la petición de Brice porque quería pensarlo durante el almuerzo.

Ahora, habían vuelto a la sala, y Bill y Scott planeaban la estrategia que seguirían para oponerse a los intentos de la defensa de obtener información sobre la naturaleza de las pesadillas de Ivy, en caso de que el juez aceptara la propuesta de Brice Mack.

Momentos después de que Janice se hubiera sentado y cuando miraba distraída cómo el artista daba los toques finales a un boceto de Scott poniéndose de pie para objetar una pregunta, un periodista se acercó muy despacio desde la tribuna de prensa, y ocultando con su cuerpo su gesto para que Bill no le viera, le puso en la mano un pedazo de papel. Antes de que pudiera reaccionar, el hombre se había alejado y caminaba de prisa en dirección a su sitio, en el centro de la tribuna de prensa, detrás de la mesa de la defensa.

Janice tardó varios minutos en reunir el valor necesario para examinar el trozo de papel. Cuando lo hizo, procuró que no la viera nadie. Era un papel amarillo y estaba doblado. Pensó que se trataba de un mensaje de Hoover, y no se equivocaba. Sin embargo, al abrirlo le sorprendió no encontrar su escritura minúscula sino dos líneas escritas con letras de imprenta de gran tamaño y llenas de signos de exclamación, que subrayaban la urgencia de su mensaje.

¡¡TEMO POR LA NIÑA!! ¿¿ESTA BIEN??

¡¡¡POR FAVOR, POR FAVOR, HÁGAMELO SABER!!!

E. H.

Conciso, directo, aterrador como un telegrama portador de malas noticias, hizo que Janice se estremeciera y, temblando, hiciera una pelota con el papel y lo dejara caer al suelo.

Furtiva, subrepticiamente, con el corazón dando saltos en su pecho, Janice se atrevió a mirar a Hoover. Vio que sus ojos buscaban los suyos y una vez que se encontraron le clavó la vista, haciéndole sentir toda la fuerza, la súplica, la angustiada intensidad de su petición de una respuesta para aquella pregunta.

En ese momento, el juez Langley hizo su entrada en la sala, obligando a todo el mundo a ponerse de pie. Sus ojos siguieron mirándose durante toda la letanía del alguacil. Temerosa ante la vuelta inminente de Bill a su asiento, Janice permitió que las líneas de su rostro se suavizaran hasta formar algo parecido a una sonrisa y con un gesto apenas perceptible de la cabeza le hizo saber que Ivy se encontraba perfectamente. Hoover suspiró e inmediatamente se relajó. El miedo y la preocupación desaparecieron de su rostro que se llenó con una mirada de gratitud y una sonrisa tan llena de ternura que Janice tuvo que obligarse a mirar hacia otro lado para no traicionarse dejando ver una emoción que posiblemente lamentaría más tarde.

La monótona voz del juez que hablaba sobre la proposición de Brice Mack, servía de música de fondo a los pensamientos de Janice, todavía preocupada por el contenido del mensaje de Elliot Hoover. Alguna premonición tenía que haberle provocado esa preocupación repentina. Demasiadas cosas habían sucedido en sus vidas como para que pudiera dudar de él ahora. Si había tenido alguna intuición sobre la seguridad de Ivy, ella estaba obligada moralmente a actuar en consecuencia. Su primer pensamiento fue que las pesadillas habían vuelto, que Audrey Rose había logrado introducirse con éxito en el subconsciente de Ivy y que estaba llamando a su padre, sentado en una celda a setenta y cinco kilómetros de distancia, y que el señor Hoover había recibido el mensaje. Pero si fuera así, con toda seguridad desde el colegio habrían intentado ponerse en contacto con ellos. En todo caso, tenía que llamar a Mount Carmel y hablar con Ivy. ¡Inmediatamente!

Ponerse de pie y abandonar la sala en medio del solemne discurso del juez centraría la atención en ella, y podía incluso desagradar a Langley, pero no había otra solución. Debía buscar un teléfono. Se volvió hacia Bill para susurrarle que no se sentía bien, y se abrió paso hasta el pasillo lateral.

La voz del juez se interrumpió en mitad de una frase cuando escuchó el zumbido, como el de una nube de langostas, que acompañó a Janice hasta la salida. Con un ligero golpe de martillo llamó la atención de todo el mundo por tan inoportuna interrupción.

Janice encontró un teléfono en un hueco entre los lavabos para hombres y los de mujeres, al final de un larguísimo corredor. Estaba contenta de haberse aprendido de memoria el número del colegio, y de tener el bolso lleno de monedas por si se presentaba alguna eventualidad como ésta. Pasaron cinco minutos antes de que pudiera escuchar la voz de Ivy al otro lado del teléfono.

—¡Mamá, qué bien que hayas llamado! ¿Pasa algo? —la voz era alegre, exuberante, saludable, ¡gracias a Dios!

—No pasa nada, sólo que me sentía un poco sola —respondió aliviada—. ¿Y cómo están las cosas por allá?

—¡Fantástico!

—¿Duermes bien?

—Sí, aunque poco. Aquí nos despiertan a las seis para las oraciones de la mañana. ¿Sabes qué estaba haciendo cuando llamaste?

—No, ¿qué? —preguntó, tratando de que su voz sonara normal.

—Estaba en clase de Álgebra —dijo Ivy con disgusto—. La hermana Margaret Mary estaba a punto de llamarme para preguntarme. Lo sé por la forma en que me miraba…

Mientras Ivy hablaba, Janice la escuchaba con esa concentración risueña que tienen las madres cuando comparten un momento de alegre intimidad con su hijo, pero apenas prestaba atención a sus palabras. Su mente estaba saturada de otro tipo de preocupaciones. Las noticias sobre el juicio aparecían en todos los periódicos y en la televisión, ¿era posible que Ivy todavía no supiera nada? Ciertamente, las monjas habían prometido hacer lo posible para defender a Ivy de su impacto, pero Mount Carmel distaba mucho de ser una orden de clausura en la que hubiera que guardar un silencio estricto. Había televisión, y muchas de las chicas tenían radio. Cuánto tiempo sería posible mantener a Ivy ignorante de lo que estaba pasando era un misterio para Janice.

—… y el monigote de nieve, se llama Silvestre, mide más de cinco metros, no le llegamos ni a los hombros.

Ivy hablaba entusiasmada, y Janice volvió a prestarle atención.

—Mina dice que va a medir siete metros cuando lo hayamos terminado, que vamos a batir el récord del colegio.

Silvestre era un monigote de nieve que formaba parte de la tradición anual de Mount Carmel, un proyecto en el que trabajaban en equipo todas las alumnas.

—Me alegra saber que ya no tienes tos —logró decir Janice.

—Todavía toso un poco por las noches y la enfermera dice que aún tengo secreciones nasales, pero que no es nada grave —bajó el volumen de la voz hasta convertirla en un murmullo—. Jill O’Connor ha tenido la regla. Por lo menos eso es lo que le ha dicho a Mina. Y sólo tiene nueve años. Mamá, ¿tú le crees?

—No, no lo creo —dijo Janice riendo—. Me parece que esa Jill O’Connor es una embustera.

—Es una mentirosa —afirmó Ivy con repentina vehemencia—. Ha estado diciendo las cosas más increíbles sobre mí en el colegio.

—¿Qué cosas? —preguntó Janice preocupada.

—Dice que yo soy dos personas, que soy una especie de monstruo, y que mi nombre sale en todos los periódicos y en la tele.

Janice vaciló antes de afirmar:

—Eso es una tontería.

—Ya lo sé —dijo Ivy con tono alegre—. Además, ahora no nos permiten tener radios ni ver la televisión. La madre Verónica Joseph lo ordenó así la semana pasada. Las hermanas lo inspeccionaron todo y se las llevaron.

Janice tuvo otro momento de vacilación antes de decir:

—Papá y yo tenemos muchas ganas de verte mañana —se esforzó en poner una nota alegre en su voz.

—Nosotras también. Mina ha decidido pedir chuletas de cerdo y patatas fritas para comer. Aquí casi nunca nos dan carne.

Era imposible ocultar a Ivy la verdad. Tarde o temprano habría que decírsela, y Janice pensaba que cuanto antes mejor.

Cuanto antes.

Este fin de semana.