Cuando el juez volvió al estrado y declaró que se reiniciaba la sesión, la sala estaba llena en sus tres cuartas partes de espectadores ansiosos, que esperaban en una atmósfera cargada de tensión.
Janice no podía explicarse cómo había circulado con tal rapidez la noticia, y entre tantas personas, de que algo interesante iba a pasar en la sala siete. Incluso el sector destinado a la prensa estaba ocupado por un gran número de periodistas y gente de radio, que esperaban sonrientes en sus cómodos asientos a que se reanudara el juicio.
La defensa comenzó a hablar. Brice tenía una expresión de sorpresa cuando dijo:
—Bien, ¿dónde estábamos? —pregunta con la que dejó implícito el resto de la frase «antes de que nos interrumpieran en forma tan grosera».
La pregunta, y la forma de hacerla, hizo saber al jurado que sin ninguna duda él había ganado la discusión en privado, y que se le había autorizado a actuar a su manera.
Janice observó que varios de los miembros del jurado se sonreían, y que algunos miraban de reojo a Scott Velie, que estaba sentado inmóvil, de espaldas al abogado defensor. También se dio cuenta de que Bill se hundía más y más en su silla a medida que iba comprendiendo la magnitud de la derrota de Velie.
—Un momento, por favor —dijo Mack, y fingió buscar entre las telarañas de su cerebro la frase oportuna para empezar a hablar.
En verdad, no sólo sabía exactamente dónde había quedado, sino también el orden de cada frase y la entonación de cada palabra, escrita y vuelta a escribir, ensayada y pronunciada frente al espejo roto de su habitación llena de cucarachas de la calle Ciento Tres durante las interminables horas de la noche del mes pasado.
—Oh, sí, estaba diciendo que pretendo demostrar de la manera más clara y rotunda posible que, de hecho, existe el más estrecho parentesco entre Elliot Hoover, el acusado, y la niña conocida como Ivy Templeton. Un parentesco, damas y caballeros, que no está basado en leyes humanas, imperfectas y mutables, sino en las leyes perfectas e inmutables de un Dios y de una religión a la que actualmente se hallan adheridas más de mil millones de personas por todo el mundo. Leyes que obedecen, practican y utilizan en sus vidas cotidianas, con la misma convicción y fe con que nosotros, los presentes en esta sala, que ustedes, los que están sentados en la tribuna del jurado, vivimos nuestra propia religión.
Hubo un murmullo cuando Brice Mack hizo una pausa. Los miembros del jurado intercambiaron miradas. Los lápices de los periodistas permanecieron quietos sobre los cuadernos.
—En el transcurso de los interrogatorios tendrán la oportunidad de escuchar hablar de esta religión, fe y creencias, a hombres sabios que les introducirán en sus principios, en su belleza, en sus reglas y requisitos, y en sus recompensas —se volvió a Hoover y le señaló gentilmente con el dedo—. Escucharán a este hombre, que les contará una historia que les hará estremecer, que les sobrecogerá pero que, finalmente, terminará por fascinarles y servirles de inspiración. Sabrán que su hija, su única hija Audrey Rose, murió cuando sólo tenía cinco años junto con su madre en un trágico accidente automovilístico. Conocerán la intensidad de la pérdida, la desesperada soledad que invadió la vida de Elliot Hoover después de la tragedia. Se enterarán de cómo, en el momento de mayor oscuridad para él, le fueron concedidos un poder y una penetración que le permitieron aceptar un mensaje enviado del otro lado de la tumba, por decirlo así. Un mensaje que le fue transmitido por intermedio de uno de los representantes más conocidos y apreciados de los fenómenos parasicológicos, el difunto Erik Lloyd. Este mensaje hizo que este estadounidense honesto, trabajador y práctico, un hombre como yo o como usted —enfatizó la frase apuntando al señor Fitzgerald—, partiera de viaje a tierras lejanas y exóticas para comprobar su autenticidad, para superar todo escepticismo y toda duda antes de permitirse aceptar su contenido. Este viaje duró siete años. Y durante ese tiempo él no sólo abrazó una fe y una religión, que hasta entonces le eran totalmente desconocidas, sino que también adoptó a un pueblo, vivió como uno de ellos, compartió su existencia, sus alegrías, sus esperanzas, sus infortunios, y todo ello con el único propósito de descubrir la validez de ese extraño y misterioso mensaje que le había transmitido Erik Lloyd. Un mensaje que, si su contenido era veraz, podría perjudicar y causar un daño irreparable en la vida de tres personas inocentes. Un mensaje que, si era efectivo lo que afirmaba, bien podía ser la respuesta a uno de los misterios más antiguos e inexplicables, al mismo tiempo que iluminaría el sentido y naturaleza de la vida y de la muerte…
El silencio sepulcral que reinaba en la sala resultó perfecto para recalcar su próxima frase, que lanzó con la fuerza y la furia de un trueno:
—¡ELLA VIVE! —gritó, y giró de la tribuna del jurado en dirección al público con una mano dramáticamente levantada—. ¡SU HIJA VIVE! ¡AUDREY ROSE ESTA VIVA!
Todos los presentes se sobresaltaron cuando estas palabras resonaron en el aire. Hasta el juez Langley retrocedió en su asiento. Sólo Bill, sepultado en su silla, el mentón hundido en el cuello de su camisa, borracho de licor y desesperación, parecía ausente a lo que estaba ocurriendo en la sala.
—¡Vive! —Mack repitió con voz emocionada y reverente—. ¡Audrey Rose ha vuelto! Su alma ha cruzado el valle de las sombras para volver a vivir aquí, en la Tierra, donde ahora reside dentro del cuerpo de una niña cuyo domicilio está aquí, en Nueva York, y a la que llaman Ivy.
La tensión se alivió un tanto y se escucharon algunas risas aisladas. Los rostros de los miembros del jurado parecían rígidos y poco naturales en su esfuerzo por no perder la compostura y conservar cierta dignidad. El señor Potash, el jurado número cuatro, había perdido la batalla y era incapaz de disimular una descarada sonrisa.
El juez golpeó con el martillo sobre la mesa para restaurar el orden, pero no dijo nada.
Brice prosiguió, esta vez en una forma menos dramática.
—Sí, amigos, éste es el mensaje que Elliot Hoover escuchó de labios de Erik Lloyd. Se le decía que su hija estaba viva, que Audrey Rose se había reencarnado. En las investigaciones que posteriormente llevó a cabo el señor Hoover descubrió que el 4 de agosto de 1964, a las ocho y veintisiete minutos de la mañana, unos pocos minutos después del accidente que costó la vida a su hija, ella volvía a nacer en el New York Hospital, y sería conocida durante su vida terrena como Ivy Templeton.
Janice escuchó que la periodista sentada enfrente se reía y comentaba: «Qué tontería.»
Bill, hundido completamente en su silla, no hizo ni un ruido ni un comentario, parecía haberse quedado dormido o, Janice no excluía la posibilidad, estaba sumido en un sopor producido por el exceso de alcohol.
Brice Mack retrocedió unos pasos y con la mano extendida, que parecía querer incluirlos a todos, dijo:
—Señoras y señores, por favor, tengan la bondad de analizar sus sentimientos respecto a lo que acabo de decirles. Palabras tales como «increíble» o «imposible» tienen un lugar y cumplen una finalidad en los asuntos terrenos materiales pero, y estoy seguro de que estarán de acuerdo conmigo, no significan nada para Dios. Para El todas las cosas son posibles. ¡Y es precisamente en el sublime plan divino donde hay que buscar el fondo de este caso! Estamos frente a la fe de un hombre, frente a su creencia, y frente a su profundo compromiso religioso. Un compromiso con una visión religiosa del mundo que sólo aceptó después de un largo y penoso período de prueba, y de años de viajes y estudios, antes de que la semilla de la certeza, y con ella una fe absoluta, pudiera echar raíces y florecer en su corazón y en su mente.
Brice se había ido separando lentamente de la tribuna del jurado y había caminado hasta quedar paralelo a Elliot Hoover, que estaba sentado muy tieso, garabateando muy concentrado en su cuaderno.
Scott Velie se volvió en su silla y observó a su adversario con el mismo interés y concentración que pondría un científico en el estudio de un microbio sobre la cabeza de un alfiler.
—Sólo entonces, damas y caballeros, después de pasar casi diez años en el extranjero, se permitió volver a su país para hacer caer el telón en el último acto del drama de su búsqueda. Sólo entonces, tras haber comprobado la veracidad de la afirmación del mensaje de Erik Lloyd, se atrevió a aproximarse a los demandantes para que lo conocieran. ¿Y cómo se presentó? ¿Como un mendigo? No. ¿Como un ladrón que intenta llevarse lo que no le pertenece legalmente? ¡No! Se presentó simplemente como un hombre decente que pide comprensión, indulgencia y, tal vez, una migaja de bondad.
»Él mismo me lo ha dicho, no quería nada más que lo que ellos estuvieran dispuestos a dar. Esperaba que se burlaran, y se burlaron. Esperaba su rechazo, y lo rechazaron. Esperaba que le negaran el derecho de poder visitar y reunirse con Ivy —forma corporal que alberga el alma de Audrey Rose, su hija— y aceptó con magnanimidad el latigazo de la negativa. Estaba dispuesto a alejarse, a salir de sus vidas para no volver a aparecer nunca más. Pero entonces sucedió algo, señoras y señores, algo tan extraordinario que obligó a Elliot Hoover a reconsiderar su resolución de escapar de una situación intolerable, algo que dio valor y sentido a todos esos años de estudio y penurias, pasados en su incansable búsqueda de la verdad.
Brice escogió precisamente ese momento para aliviar su reseca garganta y, deliberadamente, tardó bastante en llenar el vaso de agua y en bebería.
—Y ese algo, damas y caballeros, ocurrió la primera noche que Elliot Hoover visitó a la familia Templeton, invitado por ellos mismos, que quede esto bien en claro, y ese algo fue como si Dios hubiera escuchado su ruego y se hubiera producido un milagro. Sí, un milagro. Porque esa noche, por primera vez en diez años, Elliot Hoover escuchó la voz de su hija Audrey Rose que le llamaba desesperada: ¡Papá, papá, ayúdame, ayúdame!
»Y permítaseme aclarar que no se trataba de una voz procedente de su propia angustia, una voz que sólo existía en su imaginación. No. ¡Oh, no! Era una voz que todos los presentes pudieron escuchar, una voz real, la voz de la única persona que tenía el derecho de transmitir la petición de ayuda de Audrey Rose a su padre. Me refiero, naturalmente, a Ivy, la hija de los señores Templeton.
Se produjo una considerable agitación en la sala, hubo carraspeos e intercambios de miradas. Periodistas, jurados y espectadores reflejaban en sus rostros el mismo aire de sorpresa, y todos parecían buscar en el rostro del vecino la corroboración de que habían escuchado correctamente.
Janice vio a Scott moverse inquieto y pensó que se estaba preparando para objetar, pero la incredulidad del jurado parecía haberle hecho desistir. Una sonrisa satisfecha iluminó su cara, y a Janice le pareció que quería decirle: «¡Dejémosle seguir! Nos está haciendo un gran servicio.»
Mack continuó tenazmente.
—Así es, señoras y señores, Ivy Templeton que, prisionera de una terrible pesadilla, pedía auxilio a Elliot Hoover, en presencia de cuatro testigos. Su grito fue el aullido de un alma atormentada, el alma de Audrey Rose, que abrasada por las llamas del fuego que la consumió no lograba tener paz ni era capaz de descansar del horroroso martirio hasta… hasta que ese hombre, damas y caballeros, Elliot Hoover, su padre, se acercó a ella y con su presencia y amor paterno pudo, finalmente, tranquilizar el espíritu inquieto de su hija y aquietar sus terrores.
El abogado defensor se volvió hacia el jurado y negó con la cabeza.
—No, no daré detalles en esta oportunidad. Hay muchas cosas que es preciso que conozcan, y antes de que este juicio haya terminado todas esas cosas habrán llegado a su conocimiento, lo prometo —sus ojos se dirigieron hacia Scott Velie—. El fiscal ha sugerido a prima facie que se trataría de un caso de secuestro en primer grado. Antes de que concluya el juicio habremos presentado las pruebas necesarias para refutar absolutamente esta acusación. Demostraremos que Elliot Hoover, lejos de inmiscuirse en las vidas de los Templeton como un intruso y un villano, con maldad y sucias artimañas, fue más bien su benefactor, un hombre lleno de compasión y preocupado por aliviar los devastadores tormentos de Ivy, cosa que sólo él podía conseguir y, a través de Ivy, de aliviar los devastadores tormentos del alma de Audrey Rose, su hija. Demostraremos sin lugar a duda que Elliot Hoover no fue a visitar a los Templeton esa fatídica noche con el propósito de hacer daño a la niña, sino con el único objetivo de ofrecer su colaboración, con la esperanza de aliviar así el tormento de una niña inocente.
Con un movimiento brusco enfrentó a Janice con ojos duros y acusadores.
—Sabremos que cuando el señor Hoover entró en el dormitorio del apartamento de los Templeton encontró a la niña toda magullada, cubierta de sangre y atada, sí, eso he dicho, ATADA a la cama como un animal. Comprenderán, y se convencerán, de que era necesario sacar a Ivy de aquella casa, no para secuestrarla, ni porque tuviera motivos ilegales o ilícitos para hacerlo, sino para ayudarla, para salvarla, para calmarla, lavar sus heridas, cuidar su cuerpo y pacificar su inquieta y atormentada alma. El alma de Audrey Rose.
Tranquilo, seguro de sí mismo, se volvió hacia el jurado.
Todos le escuchaban, pendientes de cada una de sus palabras, esperando ansiosamente lo que diría a continuación. Había dudas, incredulidad, en las caras de los jurados número tres y diez, y el número cuatro, Potash, hacía muecas, pero la señora Carbone estaba seria, igual que Harrison y Fitzgerald y Hall. Escuchaban todos, porque todos habían sido atrapados. Un buen resultado para sólo diez minutos de trabajo.
—Tengo la certeza de que sabrán mantener una actitud abierta ante las declaraciones de los testigos que haré comparecer para dejar bien sentado que Elliot Hoover tenía perfecto derecho —el derecho de un custodio— a sacar a la niña de la atmósfera cargada de violencia y llena de peligros, para llevarla a un sitio pacífico y tranquilo. También estoy seguro de que cuando hayan concluido las declaraciones ustedes darán un veredicto justo y honesto que dejará libre de culpa a Elliot Hoover y le declarará inocente de los cargos que se le imputan.
Miró al juez, esbozó una reverencia y al inclinarse dijo:
—Muchas gracias, Su Señoría.
El juez Langley golpeó con su martillo.
—Este tribunal suspende la sesión hasta mañana a las nueve de la mañana.
Después de la salida del juez todos permanecieron silenciosos; el tiempo parecía suspendido sobre sus cabezas hasta que la realidad se impuso, transformando el silencio en una catarata de ruidos, que recorrió la sala como una inmensa, informe onda sonora.
Al salir, Janice notó las sonrisas en los rostros de los jurados cuando salían de su palco y eran conducidos de vuelta a la sala que les estaba reservada. No se veía por ninguna parte al juez, pero Scott Velie se había quedado rezagado y conversaba riéndose con un periodista. Al divisarla, le guiñó un ojo, y le sonrió dándole ánimo.
Elliot Hoover y Brice Mack estaban de pie, se estrechaban las manos y sonreían amistosos mientras el guarda que tenía que llevarse al acusado daba muestras de impaciencia. Parecía predominar un clima de risas y sonrisas, y Janice se vio envuelta en una onda de alegría.
El caso de El Pueblo contra Elliot Hoover había tenido un comienzo alegre y dichoso.
Bill tenía una larga lista de mensajes en la centralita. Había dos de su secretaria, cuatro de Don Goetz, uno del señor Simmons y dos de un periodista de la AP llamado Hazard. También había un mensaje para Janice de parte de Carole: «¿Queréis comer con nosotros esta noche? Ternera y fettucini casa linga. ¡POR FAVOR, ACEPTAD!» A Janice no le habría importado ir, pero sabía que Bill preferiría quedarse en casa. Llamaría a Carole más tarde para disculparse.
Bill descartó los mensajes y llamó a Mount Carmel.
Janice colgó los abrigos y subió. Llegó justo a tiempo para escuchar:
—Y por favor no se preocupe, señor Templeton, todas las hermanas y las profesoras han recibido instrucciones para asegurar la tranquilidad e intimidad de su hija. Puede contar con nosotras.
—Gracias, madre Verónica —respondió Bill con voz ronca y comenzó inmediatamente una serie de preguntas sobre la conducta de Ivy en el colegio y su estado de salud.
—Es encantadora —dijo la monja extasiada—, y muy buena alumna, atenta, brillante. Todas las demás chicas la quieren.
Ahora está comiendo. ¿Quiere que le diga que le llame después de las oraciones de la noche?
—Se lo agradecería mucho, madre.
La omelette a fines herbes sec que batió junto con perejil seco y albahaca fue un verdadero desastre, porque no había ni mantequilla ni aceite en casa. El resultado final flotaba en agua y era transparente, harinoso e incomible.
Antes de que Ivy llamara, a las siete y cuarto, habían recibido dos llamadas para Bill. La primera era de Don Goetz, y tuvo lugar unos pocos minutos después que habían renunciado a comerse la tortilla.
—Vaya, hombre, eres famoso —dijo Don riéndose alegre. Un matiz de sorpresa y una indudable hilaridad estaban presentes en su voz—. Figuras en la página 6 del Post.
—Sí, ya lo sé —respondió Bill, riendo con la misma alegría—. Es de locos, ¿no te parece?
—¿Es verdad?
—¿El qué?
—Lo que dice el periódico: ES MI HIJA REENCARNADA, AFIRMA EL SECUESTRADOR.
Bill sintió un nudo en el estómago cuando Don le fue leyendo las partes más importantes del artículo.
—«… un célebre psíquico le informó de las andanzas de la hija reencarnada de Hoover… el acusado escuchó el grito del alma de su hija a través de la boca de la niña secuestrada… la defensa promete testigos expertos y asegura que comprobará sus argumentos…» ¡santo cielo, hombre! —exclamó Don en una voz aguda y estridente—. Ese hombre está loco como una cabra.
No había el menor signo de humor en la voz de Pel Simmons cuando llamó unos minutos más tarde. En realidad, hubo algo fúnebre en la calidad del tono con el que Bill informó a Pel de los aspectos esenciales del caso y Pel, sin duda confuso, expresó su simpatía y apoyo hacia Bill y su familia.
—No te preocupes por nada —concluyó Pel—. Don se encargará de todos tus clientes.
Bill sintió la primera campanada, lejana y vaga, que doblaba a muerto por su trabajo cuando escuchó esta última frase.
La llamada de Ivy llegó mientras Bill meditaba su conversación con Pel. Janice la contestó y escuchaba muda y preocupada cuando Bill se aproximó al teléfono.
—¿Qué pasa? —preguntó Bill, temiendo lo peor.
—Está tosiendo —respondió cubriendo el aparato con su mano—. Creo que se ha resfriado.
—Oh —dijo Bill con un suspiro de alivio.
—Aquí está papá y quiere hablar contigo.
Janice le pasó el teléfono.
—¡Hola, princesa! ¿Estás resfriada?
—No es nada, papá —respondió entre toses—. Todas las chicas tenemos la gripe.
—Abrígate bien cuando salgas, y si empeoras que te vea la enfermera.
—Ya me ha visto —dijo Ivy de buen humor—. La hermana me dio un remedio contra la tos. Tenía buen sabor, a cerezas —y cambiando de tema—. Papá, ¿tú y mamá vendréis este fin de semana, no es cierto?
—Trata de impedírnoslo —respondió Bill con una mueca.
—¿Conoces a Mina Dawson?
—Sí. Esa bella amiguita tuya.
—Esa misma. Es muy buena y su mamá no vendrá este fin de semana —bajó la voz hasta convertirla en un susurro—, porque se va a marchar a Florida a pedir el divorcio —alzó la voz— y sé que Mina se sentirá muy sola. Y yo quería preguntarte, papá, si podría invitarla a que viniera con nosotros a comer al Clam Box el sábado por la noche.
Una inmensa sonrisa de felicidad se extendió por la cara de Bill cuando respondió:
—Estaremos encantados de invitarla, princesa. Dile a Mina que cuente con nosotros.
Hablaron un rato, después Bill le pasó el aparato a Janice para que se despidiera y volvió a coger el teléfono.
—Y si alguna compañera te dice algo extraño o cómico, princesa, cualquier cosa que suene extraña o divertida, prométeme que no le prestarás atención y que les dirás que no te molesten, ¿de acuerdo?
—¿Cosas extrañas y divertidas como qué?
—Oh… —Bill aventuró—, como que tu padre tiene dos cabezas y una cola peluda, tonterías, cosas como ésas. Ivy se rió.
—La única capaz de decir algo así aquí es Jill O’Connor, pero es porque es un monstruo —bajó la voz— y su pecho izquierdo es el doble de grande que el derecho.
Después de colgar Bill llamó a la centralita para averiguar si había más mensajes telefónicos. Tenía tres llamadas, dos del periodista llamado Hazard y una de una muchacha del departamento informativo de la WNBC local. Bill le dijo a Ernie que no se molestara en pasárselos.
Más tarde, después de un largo baño, Bill se vistió con la bata y se reunió con Janice en el living.
Le extrañó ver que ponía la televisión. Hasta ahora siempre había evitado escuchar las noticias de las seis y media. La información del juicio la dieron después de las noticias importantes y de seis anuncios de propaganda. Al final del noticiario, las arrugas tensas de la cara del comentarista se suavizaron y los ojos preocupados se iluminaron con una desusada chispa humorística cuando empezó a hablar de los sucesos menos trágicos del día.
—Sombras de El Exorcista en los Tribunales —anunció, forzando una sonrisa—. La sala del juez Harmon T. Langley fue el escenario de una extraña y fantástica jornada hoy, cuando una voz de ultratumba fue lo único que ofreció el abogado Brice Mack en su alegato inicial como causa atenuante en el caso de Elliot Hoover, a quien se acusa de haber secuestrado a Ivy Templeton, de diez años de edad. Parece, eso es al menos lo que dice mi libreto, que la niña secuestrada no era una desconocida para el señor Hoover, ya que ella habría sido, en otro tiempo, su hija Audrey Rose, muerta desde hace diez años. El abogado defensor ha afirmado que ofrecerá más detalles espectaculares en los días y semanas por venir. Podemos estar seguros de que el caldero del juez Langley hervirá lleno de burbujas con todos los productos mágicos que le arrojará el señor Mack para impedir que su cliente vaya a la cárcel.
En ese momento el comentarista descubrió cuan demencial resultaba lo que acababa de leer y no consiguió evitar un ataque de risa. Todos sus esfuerzos por controlarse fracasaron y, finalmente, tuvieron que recurrir a un spot publicitario para salvar la situación.
Janice empezó a reírse también, y pronto la siguió Bill. Se reían cada vez más, y a cada nuevo esfuerzo del comentarista por dominarse, aumentaban sus carcajadas, que continuaron incluso después de que la imagen del hombre hubo desaparecido de la pantalla, y que no terminaron hasta que quedaron roncos y con los ojos llenos de lágrimas.
Débiles y agotados, se dejaron caer en el sofá. Se abrazaron y la risa fue disminuyendo mientras secaban sus ojos. Los dos eran conscientes de que éste era el primer contacto auténtico entre ellos desde hacía mucho tiempo, y tenían miedo de estropearlo.
—Oh, Bill —dijo Janice y se acurrucó a su lado.
La boca de su marido olía a menta, su piel a jabón, afrodisíacos para Janice. Desató la bata de Bill y con su mano comenzó a explorar y acariciar ese cuerpo amado. Con un suspiro, Bill se reclinó sobre los almohadones y aceptó las caricias de las manos primero y de los labios después, que con su mágico contacto restauraban su lacerado y triste espíritu.
Levantó la cabeza de su mujer de su regazo y le dijo:
—Hagámoslo juntos.
—Más tarde —contestó Janice.
Y volvió a inclinarse para concluir su ritual de homenaje y purificación.