—¿…con la ayuda de Dios?
El coro de «sí, juramos», resonó como el estallido de un órgano por la sala semivacía.
—Pueden sentarse —ordenó el juez Langley a los miembros del jurado, y volviéndose en dirección a las mesas de los abogados preguntó—: ¿Están preparados para comenzar?
Velie y Mack contestaron afirmativamente. El juez miró al reloj y dijo en un tono que dejaba bien a las claras el deseo de que se aceptara su insinuación:
—Son las once y diez, señor Velie, y si desea un receso hasta después del almuerzo antes de comenzar su alegato…
—Gracias, Su Señoría, pero estoy seguro de concluir lo que deseo decir al jurado antes del receso para almorzar.
—Muy bien —dijo el juez algo molesto—. Proceda.
Scott Velie se sentó y comenzó su discurso. Esperaba el momento de ponerse de pie con una frase que había preparado para la mitad de su breve exposición. Hizo girar su silla para situarse ante el jurado, y enfrentó a sus doce conciudadanos con un aire de absoluta confianza. Hablaba sin alzar la voz, en forma coloquial, como si quisiera relajar cualquier tensión que pudieran sentir los miembros del jurado y su deseo fuera que se sintieran absolutamente cómodos.
—Como saben, amigos —empezó—, hoy en día se cometen muy pocos delitos sin motivo. Hay veces que alguien delinque y no sabe por qué cometió un acto contra la Ley o es incapaz de distinguir el bien del mal. En muchos de esos casos la ley considera que esas personas padecen de una enfermedad mental y se les considera insanos. Pero en la inmensa mayoría de los casos la gente delinque por un motivo. Y estos motivos pueden ser muy variados: odio, miedo, celos, el deseo de apropiarse de algo que no les pertenece. En fin, cualquier cosa. Los archivos de los Tribunales están llenos de motivos que explican por qué la gente delinque.
Se inclinó hacia adelante con las manos juntas y los codos apoyados sobre las rodillas, y prosiguió en tono confidencial.
—Sin embargo, deben saber que hay razones detrás de los motivos que impulsan a alguien a delinquir. Consideremos el odio, por ejemplo, y veremos que hay muchas razones que hacen que una persona odie a otra, y algunas de ellas son lo suficientemente poderosas como para impulsar a un hombre a robar, mutilar, golpear, herir e incluso asesinar. Algunas veces estas razones detrás de los motivos son la única esperanza de no ir a la cárcel para un hombre que ha cometido un delito… Sus abogados basarán su defensa en esta razón, oculta detrás del motivo aparente, y la llamarán circunstancia atenuante. Y a ese punto quiero llegar, por lo que les ruego que me escuchen con atención. En todo delito, especialmente si es un delito grave, no se debería aceptar la razón oculta detrás del motivo aparente como circunstancia atenuante para absolver a un individuo de la responsabilidad total de su delito, no se debería reducir su responsabilidad, no se le debería condonar, perdonar, olvidar y absolver del castigo prescrito por la Ley para el delito cometido. No se debería hacerlo en nombre de la misericordia, de su madre, ¡ni siquiera en nombre del Dios del cielo!
Con esta dramática frase Velie se puso de pie tan repentinamente, y en forma tan inesperada, que varios de los jurados que estaban sentados en la primera fila retrocedieron. Señalándoles con el dedo gritó:
—¡Eso no debería ocurrir en un Tribunal de Justicia! Y es en un Tribunal donde ustedes están ahora. ¡En un Tribunal de Justicia! Y no en un templo destinado a dispensar la misericordia divina. ¡Éste es un Tribunal constituido para dispensar la justicia humana!
Los ojos de Scott Velie recorrieron lentamente los rostros de los presentes hasta llegar al de Elliot Hoover, que estaba sentado inmóvil junto a su abogado.
—Hoy, en esta sala —continuó el fiscal—, hay un hombre acusado de un delito tan atroz y ofensivo contra la sociedad que está catalogado, junto con el asesinato cometido con premeditación y alevosía, como un crimen capital. Porque no puede haber un delito más vil, aparte de quitar la vida a un ser humano, que el de arrebatar a un ser humano su hijo…
Hubo varios momentos durante el atronador discurso de Velie en que Brice Mack podría haber objetado pero se abstuvo de hacerlo. Se había dado cuenta de que Graser, el jurado número siete, no sólo no estaba impresionado por el sermón de Velie, sino que se había mostrado hostil durante las alusiones del fiscal a que la misericordia divina había que buscarla en la iglesia y no en los Tribunales. El jurado número tres, el carpintero y devoto católico señor Fitzgerald, tampoco estaba muy convencido.
Velie prosiguió, insistiendo en su idea de la misericordia divina como algo ajeno a los Tribunales y preparando así el terreno, comprendió Mack, para cuando se produjera la confrontación respecto a la reencarnación, punto capital de la defensa.
—Y probaremos que se trató de un acto cuidadosamente planeado y puesto en práctica con toda premeditación. Mediante las declaraciones de testigos presenciales, demostraremos el cuidado con que se planeó y ejecutó este despiadado y depravado delito. A través del testimonio de testigos presenciales dejaremos bien en claro las innumerables ocasiones en las que Elliot Hoover estuvo al acecho, disfrazado, ante las puertas del colegio de Ivy para seguir los pasos de su víctima. Conoceremos el número de veces que visitó Des Artistes, donde vivía la niña, con el objeto de estudiar el terreno y cómo, finalmente, se trasladó a vivir al mismo edificio para tener mayores posibilidades de secuestrarla. Veremos cómo, con maldad, premeditación y alevosía, provocó un incidente que sirviera a sus fines y atacó brutalmente al padre de la pequeña, lo que le permitió entrar en casa de los Templeton y llevarse a la niña, cómo se deslizó por la puerta trasera y ocultó a Ivy en su escondrijo…
Brice Mack miró el reloj que estaba en la pared. Las once y veinticinco. Estaba seguro de que Velie continuaría con su perorata hasta casi las doce; en ese momento, haría culminar su argumentación denunciando el acto de su cliente como algo execrable y depravado, y solicitaría para él la sanción máxima que la Ley estipulaba. Al cabo de un par de horas, después del receso para almorzar, llegaría el turno de la defensa. Dos meses de una actividad loca durante las veinticuatro horas del día se iban a arriesgar a una sola jugada a los dados: probar la existencia de la reencarnación.
—… y por el daño que ha hecho a los padres con su injustificada acción, que culminó con —en vez de execrable y depravado, como esperaba, Velie usó degenerado y perverso crimen del secuestro—, que puede haberle ocasionado un daño irreparable a la niña, solicito que Elliot Hoover sea declarado culpable de secuestro en primer grado, y que el Tribunal lo castigue con la máxima pena estipulada por la Ley para estos casos.
La sala suspiró aliviada cuando Scott Velie se inclinó ante el juez para hacerle saber que había terminado su argumentación.
Eran las once y cincuenta y siete minutos. El juez Langley se puso de pie.
—Haremos un receso para almorzar. El Tribunal volverá a reunirse a la una y media.
Un murmullo acompañó la salida del jurado y de los curiosos hasta sus respectivas puertas.
Janice esperó que Bill y Scott Velie concluyeran de intercambiar sonrisas amistosas, reforzadas por guiños animosos, con los que expresaban su confianza de que había llegado para ellos el momento de la verdad. Vio a Brice Mack hablando animadamente con Elliot Hoover mientras acompañados por el guarda se dirigían hacia la puerta reservada para los acusados. Van a almorzar ahora, pensó, y compartirán los alimentos con el objeto de renovar sus energías para la batalla que les esperaba. El acusado comería de buen grado. Y todos harían lo mismo.
Janice calculó que Bill se bebería unos cuatro martinis con el almuerzo, ya que acababa de tomarse el segundo y aún no habían encargado la comida. Por su parte, ella tampoco tenía prisa por comer e iba en su segundo J.&B. con agua.
Pinetta era un restaurante situado en un callejón al este de Foley Square y quedaba a corta distancia a pie del edificio de los Tribunales. Tenía una fachada estilo Tudor y una marquesina rayada al estilo del sur de Francia. Era una afortunada combinación de dos ambientes, unidos mediante galerías superiores, lo que contribuía a darle un aire dickensiano. Una serie de pequeños compartimentos, amueblados y decorados en la auténtica tradición del Cheshire Cheese, ofrecía la posibilidad de contar con un comedor prácticamente privado en cada uno de los tres niveles del restaurante. Había escaleras en los sitios más insospechados. Su descubrimiento había constituido un golpe de fortuna totalmente imprevisible en esa descolorida y monótona parte de la ciudad.
La mayoría de los clientes eran empleados de los Tribunales, y se podía reservar una mesa durante el tiempo que durara el proceso en curso. La de Janice y Bill estaba situada en el segundo piso, donde no había mucho ruido, y el servicio era bueno. Pero tenía un grave inconveniente: debajo de ellos, visible desde todos los ángulos de su mesa, se encontraba la de Brice Mack. El y su equipo se reunían allí todos los días. Cinco hombres, a veces seis, de distintas edades y medios sociales se reunían para comer, beber, fumar y entregar atropelladamente sus informes al «jefe», Brice Mack, que se sentaba a la cabecera de la gran mesa.
En dos oportunidades Bill trató de conseguir que les cambiaran de mesa, pero las dos veces le respondieron lo mismo: «Pronto habrá muchas mesas, señor. El caso de la Sala Cuatro pasará al jurado en cualquier momento.» Ese «cualquier momento» no llegó en el plazo de tres semanas.
Hacía una semana —era lunes y Janice no había almorzado para hacer algunas compras— Bill había invitado a Scott Velie. Con las jarras de cerveza al frente y chuletas con salsa de rábano en los platos, se fue enterando por boca de Velie de los nombres y antecedentes de las personas que acompañaban a Mack.
—Los dos jóvenes son abogados. Se dedican a hacer investigaciones y trabajo de oficina en los Tribunales. Ese viejo idiota con aire tan digno que lleva espejuelos sin marco y la barba de chivo es Willard Ahmanson, profesor de Estudios Religiosos en la Universidad de Nueva York. El jovenzuelo lleno de granos es Fred Hudson, trabaja como consejero legal, y antes era un oficinista de los Tribunales. El viejo ese con tanta mala facha que ahora está bebiendo whisky es un ex policía llamado Brennigan —sonrió e hizo un guiño—, y constituye «el ojo privado» de la defensa —puso un trozo de carne en la boca y bebió un trago de cerveza antes de agregar—: Todos están en mala situación económica y viven de anticipos. No sé de dónde sacan dinero ahora.
—Hoover tiene bastante.
—¡No me digas! Bueno, esto no es todo lo que está financiando, también tienen a un viejo maharishi hindú en el Waldorf. Un tipo llamado Gupta Pradesh, y que el parecer es uno de los yogis más famosos de la India. Vino directamente desde Calcuta.
Cuando tragó un trozo de la condimentada comida, Bill sintió una ligera náusea al sentirse golpeado por la amplitud de medios de la defensa desplegados ante sus ojos. No había nada, ningún extremo al que el maldito hijo de puta no estuviera dispuesto a llegar para probar su teoría.
—¿Para qué paga a un detective?
—Para obtener información sobre las pesadillas de tu hija. Brennigan ha estado rondando por la oficina del doctor Kaplan, pero hasta ahora no ha tenido suerte, lo cual me alegra.
Bill sintió una ardiente gratitud por el doctor Kaplan, y por todos los médicos en general. Eran como los sacerdotes, tenían los labios sellados, y cumplían el juramento de Hipócrates de no traicionar la confianza de los pacientes.
—¿Puede Mack hacerle prestar declaración?
—Por supuesto, pero eso no significa que pueda conseguir una respuesta a todas sus preguntas.
—¿Qué quieres decir?
—Toda información que un paciente proporcione a su médico es materia reservada en el estado de Nueva York, y no puede comunicarse sino bajo ciertas condiciones. Por ejemplo, si el paciente da su consentimiento para que el médico declare. Y eso, ciertamente, es algo que no va a ocurrir.
Hoover y su abogado estaban sentados en la mesa destinada a la defensa cuando Janice y Bill entraron en la sala a la una y veintiséis minutos. Como era habitual, Brice Mack mantenía un animado monólogo con su cliente, que se dedicaba a escribir en un cuaderno y no daba la menor señal de estar interesado, ni de haber escuchado siquiera, lo que su abogado le estaba diciendo.
La sección destinada a los espectadores sólo estaba llena en menos de una cuarta parte, y un único periodista, la mujer, ocupaba la larga fila destinada a los miembros de la prensa. El hombre de la UP no se había molestado en volver. A juzgar por lo que se había escuchado hasta el momento, y por la poca importancia que le había concedido la prensa, el juicio parecía poco prometedor, predecible, y daba la impresión de ser uno de esos que se abren y cierran sin sorpresas. Hasta ahora, nada auguraba el drama que tendría lugar y, por consiguiente, el interés era mínimo.
Unos segundos antes de la una y media, Scott Velie y dos ayudantes se dirigieron lentamente hacía la mesa del fiscal, y se quedaron allí de pie, conversando en voz baja. Un poco más tarde, la poca gente que había en la sala se puso de pie cuando el juez Harmon T. Langley agitó a su paso la bandera del estado de Nueva York y acomodó su cuerpo cubierto con la negra toga detrás del altar de la Justicia. Su acólito, con un brazalete brillante y una insignia, le acompañó con la misma seriedad de un guarda suizo en una ceremonia vaticana.
Durante todo el tiempo que el juez tardó en instalarse, ordenar sus pensamientos, abrir la sesión y hacer a la defensa la pregunta crucial, Brice Mack tuvo serias dudas respecto a cómo debía contestarla. Sólo había dos posibilidades. Una era: Sí, Su Señoría, la defensa está preparada para hacer su alegato inicial; la otra: No, Su Señoría, la defensa desea postergar el alegato inicial hasta que haya comenzado la presentación de su caso.
La primera respuesta tenía la ventaja de provocar un debate inmediato sobre el tema de la reencarnación, con lo que se llegaría a una situación sin salida. Pero el jurado habría sido puesto en antecedentes de los argumentos de la defensa enfocándolos bajo esa perspectiva. Era una consideración importante, que había que tener en cuenta, puesto que suavizaría la actitud de la defensa a los ojos del jurado.
La única ventaja que presentaba la segunda respuesta era que permitía ganar tiempo. Suponía posponer el tema de la reencarnación durante una semana, por lo menos, ya que el número de testigos del fiscal era bastante numeroso —doce, de acuerdo a la información proporcionada por la oficina de Velie—, y eso le permitiría proseguir sus investigaciones sobre las pesadillas de Ivy Templeton. Hasta el momento, Brennigan había tenido muy poca suerte en su búsqueda de información. El doctor Kaplan, que sabía muy bien de qué se trataba, no había abierto la boca. Los amigos de los Templeton, el matrimonio Federico, resultaban absolutamente intratables. Sin embargo, las pesadillas eran un hecho. Existían. Habían aparecido dos veces como una plaga en la vida de la niña. Las dos veces que Hoover estuvo en la ciudad. Según Hoover, su presencia provocaba estas experiencias perturbadoras, que nunca variaban ni en su contenido ni en su intensidad.
De acuerdo con la descripción de Hoover, y siempre que se pudiera confiar en su versión, las pesadillas eran el único vínculo directo entre Ivy, la hija de los Templeton, y Audrey Rose, la hija de Hoover. O, al menos, el alma de la hija de Hoover.
La cara de Brice Mack se cubrió con una ligera película de sudor. Siempre le ocurría lo mismo en los momentos en que se concentraba en el aspecto más importante de su defensa y se encontraba a sí mismo pensando con naturalidad en cosas tales como la reencarnación. De hecho, había empleado detectives para que hallaran semejanzas entre una niña viva y el alma de una que estaba muerta. Y cada vez que pensaba en esto se le enfriaba y humedecía la cara y le parecía que el suelo desaparecía bajo sus pies. En estos momentos de debilidad, cuando la pasmosa enormidad de su defensa, y la afrenta que significaba, le golpeaba como un látigo, el semblante plácido, sincero y confiado de Elliot Hoover venía en su ayuda. Después de todo, decía a su tembloroso corazón, el deber de un abogado no consiste precisamente en poner en duda la validez de las creencias de su cliente, ni en dar un juicio respecto a las razones que pueda tener el cliente para sustentarlas. El único deber de un abogado es representar los intereses legales de su defendido, y asegurarse de que se le haga un juicio justo y de acuerdo a las prescripciones legales. Pero su agitado corazón parecía no estar muy de acuerdo.
Nacido y educado en el principio de que sólo lo que es real existe, afirmación comprobada por todas sus experiencias en el duro ghetto del Bronx, educado gracias al sudor y sacrificios de su madre, graduado gracias a que se sometió a la indignidad de cambiarse de nombre (había escuchado que la Universidad había aumentado su cuota para la admisión de judíos en un cero coma cinco por ciento durante los últimos cinco años), Brice Mack, cuyo nombre auténtico era Bruce Marmorstein, sabía muy bien cuál es la diferencia entre lo que es y lo que no es. O, para decirlo con las palabras más elegantes de Walt Whitman: «Podía resistir la tentación de ver lo que una cosa debía ser en vez de lo que era.»
Y también conocía a un meshuganeh cuando lo veía.
Brice Mack se puso de pie y se dirigió al juez.
—Sí, Su Señoría, la defensa está preparada para hacer el alegato inicial.
Janice sintió que Bill se ponía tenso, que procuraba apoyarse en su fuerza interior para resistir el golpe que estaba a punto de caerle encima.
Brice Mack caminó lentamente hacia la tribuna del jurado, y sonreía cuando hizo un gesto confiado con la mano.
—Señoras y señores del jurado —comenzó, empleando un tono formal y artificial—, lo que voy a decirles me tomará algo de tiempo y necesito que me escuchen con absoluta atención, porque lo que van a oír constituye una verdadera novedad en los anales de la jurisprudencia anglosajona. Cuando este juicio haya concluido y el Tribunal haya cesado en sus funciones, cuando las últimas palabras del fiscal y de la defensa hayan sido pronunciadas y registradas en los archivos, cuando ustedes hayan vuelto a sus asientos en la tribuna del jurado con un veredicto que no dudo será justo, honesto y bien meditado, para entonces, señoras y señores del jurado, ustedes y este tribunal, y el mundo entero también, sabrá que lo que ha ocurrido en esta sala, la número siete de los Tribunales de Justicia, figurará en los libros de historia y en todos los documentos donde se registran los pasos más importantes de la Humanidad hacia el progreso —se detuvo e hizo una dramática pausa antes de proseguir—: Lo que van a escuchar puede sorprenderles, puede incluso provocar una primera reacción de incredulidad, puede que hasta les haga sonreír en son de burla. Pero yo les prometo, señoras y señores del jurado, que antes de que este juicio haya terminado, la sorpresa se habrá transformado en comprensión, la incredulidad en aceptación y las sonrisas burlonas en sonrisas de gozo y esperanza, porque no sólo las numerosas pruebas y testimonios que hemos reunido les convencerán de la necesidad de dejar en libertad a un ser humano, impidiendo así que sufra el terrible castigo de la cárcel, sino que esas mismas pruebas y testimonios servirán para que cada uno de ustedes, que están ahora sentados aquí, frente a mí, sea liberado del más temible y aterrador de los castigos que el hombre conoce, ese legado que todos heredamos al nacer y que flota sobre nosotros como un sudario cada uno de los días y de las noches de nuestra vida: la certeza de nuestra propia finitud y de que seremos olvidados —hizo una nueva pausa para permitir que su mensaje penetrara en las mentes de quienes le escuchaban, y siguió—: Antes de continuar desearía que me permitieran una pequeña digresión para aclararles algo que el señor Velie omitió durante su alegato, y es qué entiende la Ley de este estado como secuestro en primer grado…
Scott Velie se puso de pie antes de que Brice terminara su frase, y esperaba un momento oportuno para interrumpir.
—¡Objeción, Su Señoría! La defensa sabe perfectamente que sólo el juez tiene autoridad para instruir al jurado sobre la Ley, y que es improcedente que cualquiera de los abogados asuma ese derecho. Por otra parte, no es un argumento apropiado para un alegato inicial…
—Su Señoría —replicó Mack con igual intensidad—, la defensa afirma que la acusación de secuestro en primer grado no corresponde, es inoportuna e impropia, en el caso del acusado. Si hay alguna acusación, y la defensa confía en su habilidad para demostrar que no, la que correspondería es la de interferencia en segundo grado de la custodia…
Había comenzado el drama. Janice buscó la mano de Bill, y la encontró húmeda y fría. La periodista pareció revivir y centró su atención en la pugna de los dos abogados. Incluso el juez Langley se inclinó hacia delante, adoptando una actitud de profundo interés.
—Señor Mack —dijo el juez—, la interferencia en la custodia, como estoy seguro de que usted sabe, implica la existencia de un parentesco sanguíneo directo entre los litigantes. ¿Puede probar que dicho parentesco existe?
—Sí, Su Señoría. Mediante las declaraciones, basadas en el conocimiento y experiencia de doctos testigos, la defensa probará que en verdad existe el parentesco más estrecho entre el acusado Elliot Hoover, y la niña conocida con el nombre de Yvy Templeton…
—¡Objeción, Su Señoría! —interrumpió Velie—. Este proceder es absolutamente impropio de un alegato inicial. Una vez más la defensa intenta arrogarse la interpretación de la Ley. Si pensaba que los cargos eran inadecuados podía haber presentado las mociones correspondientes para que dichos cargos fueran rechazados antes de comenzar el juicio. Más aún, el fiscal puede presentar sólidas pruebas para refutar cualquier reclamación de parentesco entre la víctima y su secuestrador.
—Vaya —dijo el juez cortante—, parece que ustedes dos saben mucho más de este caso que yo mismo.
—¡Su Señoría! —exclamaron los dos abogados al mismo tiempo, pero la voz tronante de Velie sobresalió por sobre la de su oponente.
—Señoría, antes de que nos veamos contaminados por aseveraciones totalmente descabelladas e infundadas, ¿puedo rogarle que se nos permita celebrar una reunión donde no puedan oírnos los miembros del jurado?
La curiosidad del juez le impulsó a acceder.
—Muy bien. Habrá un receso y el jurado volverá a la sala de jurados y esperará allí hasta que se le vuelva a convocar.
Janice oyó cómo Bill silbaba al expulsar el aire acumulado durante los momentos de tensión reprimida por los que acababa de pasar. Se volvió a Janice y sonrió nervioso.
—Yo diría que este envite lo ha ganado Velie.
Janice sonrió. La mano de su marido apretó la de ella, como lo haría un niño que está a punto de entrar en una casa hechizada.
—¿Y por qué no fui informado antes? —preguntó el juez malhumorado—. No se dijo una sola palabra sobre la reencarnación en la reunión con las partes antes de comenzar el juicio. ¿Por qué no se me previno entonces?
—Lo único que importa en este caso, Su Señoría, es lo tangible, lo que sucede en la Tierra —dijo Velie en tono de desagrado y molestia—. Nada importa que Hoover crea en la reencarnación o que la luna esté hecha con queso verde. Lo que cuenta es que ha cometido un delito al llevarse a la hija legítima de otra persona, sacándola de su casa, escondiéndola e interfiriendo luego con la labor de la policía. No importa cuáles hayan sido sus razones para hacerlo, debe responder de sus actos ante la Ley.
El juez Langley fijó sus ojos en Brice Mack y mirándole con frialdad dijo:
—Muy bien, señor Mack, explíquemelo todo.
—Es muy simple, Su Señoría —respondió, manteniendo la voz en un tono discreto y reverente—. Creemos que el problema de la reencarnación es pertinente y esencial para este caso.
—¿Y en qué se basa para afirmarlo?
—Me baso en el hecho de que proporciona al acusado una defensa perfectamente válida.
La voz de Langley resonó como un martillazo.
—¿Y sólo porque su cliente cree en esas tonterías usted está dispuesto a convertir la sala de audiencia en un circo de tres pistas?
—Su Señoría —interrumpió Brice Mack—, puedo asegurarle que nuestra intención no es en modo alguno poner en peligro la dignidad del Tribunal que usted preside. Sin embargo, mi cliente ha sido acusado de uno de los delitos más graves, y estoy seguro de que Vuestra Señoría reconocerá que está en su derecho constitucional al tratar de defenderse de esa acusación.
—Su cliente tiene derecho a una defensa adecuada y razonable, señor Mack. Nada más y nada menos. ¿Está claro?
—Sí, señor, perfectamente claro. Pero nosotros creemos que una defensa basada en la realidad de la reencarnación resulta adecuada y absolutamente razonable, dadas las circunstancias.
—¿Ha hecho alguna investigación al respecto? —refunfuñó Langley—. ¿Puede citar fuentes, presentar precedentes legales para este tipo de defensa?
—No, Su Señoría —respondió Mack, usando su tono infantil más convincente—, no hemos encontrado precedentes legales para este tipo de defensa.
El juez se mostró muy sorprendido.
—¿Y espera que yo le diga al jurado que si consideran que su cliente se llevó a la niña convencido de que era la reencarnación de su hija, su veredicto debe declararle inocente?
Miró a Velie, esbozó una sonrisa y movió la cabeza. Velie, hundido en su silla, devolvió el gesto. Brice esperó a que terminaran estas manifestaciones antes de continuar.
—No es la creencia de mi cliente en la reencarnación lo que importa, Su Señoría. Lo realmente trascendental es saber si es una realidad o no. Creo que sólo se puede declarar culpable a mi cliente si el jurado ha llegado a la convicción de que la reencarnación no existe y que es imposible que Ivy Templeton sea la hija de Elliot Hoover. Tenemos expertos que declararán lo contrario e, independientemente de la predilección o predisposición de Vuestra Señoría para creer o no en ello, nos parece que la defensa debe tener la oportunidad de presentar esta prueba. Consideramos que es fundamental, relevante y adecuada; consideramos, además, que se nos debería autorizar para que convenciéramos al jurado ya que, si somos capaces de conseguirlo, la acusación de secuestro dejará de tener fundamento.
Durante todo el discurso que pronunció en voz suave y con una dicción clara, el juez Langley fue sintiendo una opresión cada vez mayor en el pecho, lo que le obligó a buscar refugio en el cuero bruñido de su silla antigua. Al despertar esa mañana había tenido el presentimiento, luego de una serie de noches agitadas e insomnes, que aquél iba a ser un día fatal. Al mirar la cara ávida, brillante y tersa, del joven abogado, el juez Langley se sintió muy viejo.
Scott Velie percibió el desinterés del juez, la disminución de la intensidad de su mirada, y comprendió que era el momento de intervenir. Sacó un documento del bolsillo interior de su chaqueta y se lo pasó al juez por encima del escritorio.
—Su Señoría, ésta es una fotocopia del certificado de nacimiento de Ivy Templeton. Constituye una prueba irrefutable de que sus padres fueron William y Janice Templeton, y que es fruto del vientre de la señora Templeton. De modo que, a menos que el señor Hoover engendrara a la niña en el curso de un contacto sexual con la señora Templeton, cosa que él no afirma haber tenido, no logro comprender cómo podría probar que la niña le pertenece. Aun si —y este «si» debe considerarse como extraordinariamente condicional— se pudiera probar que la reencarnación es una teoría válida, lo único que demostraría es que la niña puede haber sido antes la hija de Hoover, pero ahora no lo es. Este documento es el único certificado legal válido para demostrar el parentesco de la niña. Y nada de lo que Elliot Hoover reclame o crea puede variar este hecho.
El juez recuperó parte de su fuerza mientras examinaba con atención el certificado de nacimiento. Eso era algo que podía asir con sus manos, algo tangible, con validez legal.
Lo blandió como una porra ante Brice Mack y preguntó:
—¿Qué me dice de esto? ¿Puede la defensa presentar un documento igual a éste para probar que al acusado le asiste un derecho legal para afirmar que la niña es su hija?
Brice bajó los ojos, y una sonrisa tolerante se dibujó en sus labios.
El juez no soportaba esas sonrisas, llenas de arrogancia, de ingenio, de prepotencia judía, nacidas de la suficiencia, de la certeza de saber cómo hacer las cosas, de la necesidad de tener éxito.
—Su Señoría —habló el joven abogado—, no hay la menor duda, y el acusado no afirma lo contrario, de que la niña nació en la época y lugar y de las personas que aparecen nombradas en el certificado, pero el mero hecho físico de que un niño salga de un vientre no determina, ipso facto, que ese niño pertenezca necesariamente a esa persona.
El juez abrió la boca para contestar, pero Brice Mack se puso de pie y arrojó una moneda de cincuenta centavos que cayó con gran ruido sobre el escritorio.
—Si se tragara mi moneda, Señoría, y tras recorrer su organismo fuera finalmente defecada por Su Señoría, ¿diría usted que la moneda es de su propiedad?
El juez volvió a abrir la boca para hablar y Mack le interrumpió una vez más.
—Yo digo que el cuerpo de Janice Templeton puede que no haya sido más que un conducto para que la hija de Elliot Hoover se trasladara de una vida pasada a una vida presente.
Tanto Velie como el juez esperaron que siguiera hablando, como parecía ser su intención ya que permanecía de pie, pero poco a poco se fueron convenciendo de que había concluido y esperaba la respuesta del juez.
Langley dijo con voz glacial:
—Siéntese, señor Mack. No tengo costumbre de mirar a la gente hacia arriba en mi propio despacho.
La sonrisa no desapareció ni un momento del rostro de Brice mientras se sentaba y miraba inclinado hacia adelante en una actitud de reverente atención. El juez siguió hablando:
—Para empezar, joven, le diré que si me acuesto sobre un billete y es mi esfuerzo lo que lo convierte en una moneda de cincuenta centavos bien podría decir que me pertenece, ¿no cree?
Brice Mack se unió a Scott Velie en una discreta risa, homenaje al ingenioso sentido del humor del juez.
—Por otra parte —continuó el anciano—, el tipo de defensa que usted propone, establecer que la reencarnación es una realidad, como una manera de probar la inocencia de su cliente, aunque tuviera éxito no serviría para sacar a su cliente del aprieto, ya que usted también tendría que probar que la chica secuestrada es, de hecho, la hija reencarnada de su cliente. Sus testigos, ahora lo comprendo, no tienen ninguna relación con el acusado ni con el delito del que se le acusa y van a aparecer ante el tribunal con el solo propósito de discutir y explicar conceptos de carácter filosófico y religioso. Argumentos que, si me permite, me parecen más apropiados para un seminario que para un Tribunal de Justicia. En resumen, señor Mack, usted propone un tipo de defensa que es muy extraño, poco ortodoxo, y que a mí me produce un considerable recelo.
La cálida sonrisa de suficiencia se hizo presente de nuevo.
—Precisamente, señor, usted no hace más que cumplir con su deber, ya que la naturaleza del caso es muy extraña y poco ortodoxa. Tal como expliqué al jurado éste es un caso único en los anales de la jurisprudencia anglosajona, un caso que será estudiado, sobre el que se escribirá mucho, y que figurará para siempre en los archivos y libros de historia que narren el progreso de la humanidad.
Trataba de estimular su vanidad.
El juez Langley sabía que el muy infeliz trataba de hinchar su vanidad, agitando la zanahoria ante su nariz, apelando a sus instintos más bajos para persuadirlo hábilmente a que aceptara. No hay nada que detenga a este tipo de personas cuando se proponen conseguir algo, pensó con amargura.
Pero no podía negar que su argumentación era sólida, de eso no cabía duda. La prensa se interesaría. Para variar, la sala siete estaría llena de actividad, refulgente bajo el resplandor de las luces y focos, habría cámaras de televisión, teleobjetivos, conferencias de prensa en los pasillos, todo lo que acompaña al éxito. El nunca había estado al frente de un caso importante. Fuller, Kararian, Pletchkow, Tanner, se los llevaban todos y a él le dejaban lo peor. Las disputas familiares, los desperdicios, la mierda. Bien, tal vez había llegado el momento de salir de la cloaca a la que le tenían condenado, y ya era hora de emerger a la luz del día. Implicaría bajar la guardia, quedar al descubierto para ser criticado y ridiculizado. Pero qué importaba. ¡Total! ¿Cuánto le quedaba de vida? No mucho, con ese corazón redoblando dentro de su pecho como un viejo barco a motor. Sería bueno verse asediado para variar. Que le hicieran preguntas. Ser un éxito. Sí, señor, sería muy grato.
—… y me atrevería a decir, Su Señoría, que negar a la defensa el derecho de explicar qué es la reencarnación, una creencia compartida por millones y millones de personas en el mundo, sería tanto como negar al acusado su derecho constitucional a presentar su caso y defenderse de la única manera posible. Más aún, la defensa tiene pruebas de que la niña es la reencarnación de la hija del señor Hoover.
Velie se dio cuenta de que había algo extraño en la mirada del juez, una ligera relajación de la piel alrededor de su boca, un cierto aire de lejanía en los ojos, todo lo cual contribuyó a que las sirenas de alarma ulularan en el interior de su cabeza. Langley iba a caer en la trampa. Estaba dispuesto a aceptar. ¡Maldición!
—Su Señoría —interrumpió Velie, pero incluso antes de empezar a hablar ya había comprendido que era demasiado tarde—. Su Señoría, esto me parece increíble. Una defensa basada en esa argumentación es algo completamente desconocido en los Tribunales occidentales. Es verdad que hay partes del mundo en las que se cree en la reencarnación, pero ése no es nuestro mundo. ¿Va a imponer a nuestra propia cultura una creencia que nos es ajena? No puede hacerlo porque con ello desafiaría las leyes que nuestros parlamentos han aprobado para el beneficio de nuestra sociedad.
El juez Langley se humedeció cuidadosamente los labios con la lengua antes de responder.
—Puede que tenga razón, señor Velie, y no voy a decirle que se equivoca. Sin embargo, no puedo dejar de reconocer que hay algo de verdad en la apreciación que hace el señor Mack de la realidad. Puesto que el secuestro es un delito muy grave, no puedo considerarme con derecho de privar al acusado de utilizar cualquier tipo de argumentación que pueda serle de alguna utilidad.
Brice Mack se quedó inmóvil, apenas respiraba, cuando Scott Velie se puso en pie de un salto y rojo de furia se dirigió al viejo juez para decirle:
—Juez Langley —pronunció su nombre como si fuera una maldición—, le ruego que reconsidere la aceptación de un procedimiento para el cual no existe ningún precedente legal —sutilmente transformó el tono de su voz hasta hacerlo amenazante—. Puede que con su gesto abra usted una caja de Pandora que luego sea imposible de cerrar.
—Su preocupación será tenida en cuenta —respondió el juez en tono seco— pero, hasta que usted pueda citar a una autoridad que sustente que la reencarnación es imposible, no estoy dispuesto a cerrar ninguna posibilidad de defensa para el acusado. De manera que permitiré que el señor Mack siga con su alegato inicial, con la única condición de que sus referencias estén relacionadas con el caso que estamos discutiendo.
Y así fue.
Brice Mack había ganado.