14

—Señorita Hall, ¿siempre ha sido católica practicante?

—Voy a Misa todos los domingos —respondió la agraciada rubia.

—¿Cómo se llama la iglesia a la que asiste habitualmente?

La esbelta figura del joven abogado de la defensa se inclinó hasta formar un elegante ángulo con la de la mujer.

—San Timoteo, está en el Village —contestó.

La sonrisa ingenua e infantil de Brice Mark conservó el mismo aire de inocencia durante toda la cuidadosa selección e interrogatorio de los candidatos a formar parte del jurado. Tuvo siempre cuidado de no hacer un gesto o decir una palabra que pudiera resultarles ofensivo.

El proceso de selección llevó tres semanas. El abogado de la defensa y el que representaba al acusado buscaron cuidadosamente entre los candidatos al jurado a aquellos cuyos prejuicios pudieran beneficiar sus respectivas causas.

Para Bill fue un infierno.

Janice, en cambio, lo consideró como un episodio más dentro de la interminable pesadilla. Muy a menudo, al terminar el día, las preguntas y respuestas formuladas en voz baja iban perdiendo sentido y se convertían en un agradable zumbido que la apartaba de la realidad y la conducía por regiones de ensueño que la calmaban, y de las que no solía volver hasta que el golpe del martillo del juez indicaba que la sesión había concluido. Esperaba estas evasiones como una bendición. Le permitían escaparse de los pesados y agotadores trámites de la Sección Siete del Juzgado Criminal, ubicado en el centro de Manhattan.

Durante el juicio, unas cinco semanas según Scott Velie, el abogado a cargo del caso, la rutina de los Templeton permanecería invariable. Todos los días de la semana, a las nueve, Bill y Janice entraban del brazo en la sala, para darse ánimo y confianza, y se sentaban en la segunda fila de una habitación casi desierta a esperar que apareciera el juez Langley.

Se reservaba la primera fila para la prensa, de la que sólo había dos representantes en cada sesión; esta semana era un periodista de la United Press International, y una mujer de edad, del periódico de Long Island. En una oportunidad, la mujer se volvió en su silla y en un tono maternal y comprensivo les interrogó sobre el caso. Bill la ignoró, pero Janice no se sintió capaz de hacerlo y respondió en la forma en que se le había instruido que contestara a las preguntas de la prensa: «Se nos ha pedido que no discutamos el caso.»

Unos días más tarde la mujer le preguntó qué tal se desenvolvía Ivy en el colegio de Westport. Se sobresaltó porque habían mantenido la dirección de la niña en secreto, pero consiguió sonreír y responder que Ivy estaba contenta. Lo que era verdad.

Cambiarla al nuevo colegio había sido una buena idea. Janice pudo darse cuenta al ver el saludable rostro de su hija, en los ojos brillantes con que les recibía cuando ellos llegaban los sábados por la mañana. Y lo mejor de todo era que las pesadillas habían desaparecido.

Bill se había visto obligado a aceptar el cambio de colegio. El abogado había insistido en la necesidad de que ambos padres asistieran a todas las sesiones del juicio, por lo que no quedó otra opción. Pero Janice sabía que a Bill le hacía desdichado separarse de Ivy, aunque nunca hablaron sobre ello.

Desde la noche del secuestro sus relaciones podían definirse como tensas; siempre corteses y amables, parecían dos extraños en el interior de un avión, obligados a aceptar la compañía del otro. Sus conversaciones eran superficiales, sólo hablaban lo imprescindible para hacer una pregunta o para responderla.

El odio que Bill sentía por Hoover, y su deseo de verle castigado con el máximo rigor, aumentaba cada día. Cada vez que Janice se preguntaba por sus propios sentimientos respecto de Hoover, siempre se las arreglaba para no tener que responder, encauzando sus pensamientos en otra dirección.

Hacía ya varias semanas que a las nueve y cuatro minutos en punto los ojos de Janice se dirigían hacia la puerta lateral por la que introducían a los acusados, para mirar cómo un guarda uniformado conducía a Hoover a la sala. Siempre le sorprendía ver que le llevaba firmemente cogido del brazo.

Todas las veces, Janice miraba hacia otra parte cuando conducían a Hoover a su asiento. Una vez, al comienzo del juicio, él sorprendió su mirada y la correspondió con una sonrisa y una inclinación. Bill, que estaba sentado al lado de ella, se dio cuenta, y Janice pudo sentir la tensión del brazo de su marido y percibió la vertiginosa aceleración de su respiración.

A Janice le habría gustado saber qué pensaba Hoover durante las interminables sesiones y durante las no menos interminables noches que pasaba solo en su celda. No había intentado comunicarse con ella desde el momento de su detención. Se había imaginado que procuraría hacerlo y estaba decidida a rechazar cualquier aproximación en este sentido, pero se sentía aliviada de que no lo hubiera hecho. Al recordar aquella noche, y esa extraña mezcla de terror e intimidad que habían compartido, se preguntaba si Hoover no la consideraría una traidora.

Como todas las mañanas, Brice Mark se levantó para recibir a Hoover. Sonrió y le estrechó la mano en un manifiesto despliegue de simpatía y confianza. Después se sentaron y conferenciaron brevemente. Brice Mack hablaba mientras Hoover, impertérrito, permanecía sentado, rebosante de una extraordinaria serenidad interior. Como siempre, tenía un lápiz con el que hacía anotaciones mientras su abogado monologaba a su lado.

Durante dos semanas Janice había observado fascinada cómo Hoover llenaba páginas y más páginas de anotaciones durante el proceso de selección de jurados. No había podido menos que pensar en el diario, preguntándose qué pensamientos y emociones estaría registrando en esas páginas amarillas. Una tarde, después que se había levantado la sesión, y Hoover ya no se encontraba en la sala, se decidió a pasar a propósito cerca de la mesa de la defensa para mirar las páginas escritas. Estaban llenas de filas de círculos, casi perfectamente simétricos.

—¿Cree usted en la resurrección de Cristo? —preguntó Brice a la bella rubia que estaba sentada en la tribuna del jurado.

—Bueno, creía en ella cuando era pequeña —respondió con una sonrisa vaga.

No pudo decidir inmediatamente si debía aceptar esa respuesta como satisfactoria, y pidió unos minutos para consultar con su cliente. Como la parte que representaba a Bill no se opuso, el juez Langley golpeó sobre la mesa con el martillo y ordenó un receso de cinco minutos.

Brice Mack se aproximó a Hoover, puso su brazo sobre los hombros y habló en voz baja:

—Todavía podemos rechazar a un jurado más, puedo examinar a otro candidato si lo desea, pero creo que ésta puede servirnos. ¿Qué le parece?

—Acéptela —contestó Hoover—, tengo confianza en todos los que usted selecciona.

Así había sido desde que se conocieron. El día más feliz de su vida, pensaba Brice.

Se hallaba sentado en la sala del juez Ira Parnell cuando vio a un acusado entre dos guardas, de pie, al final de la habitación. Miraba hacia la barandilla detrás de la cual él y varios otros abogados estaban sentados. El hombre parecía estar analizándolos. Ningún otro abogado había advertido su presencia. Sus ojos se encontraron, y el acusado avanzó acompañado por los guardas, se detuvo frente a Mack y dijo: «Me llamo Elliot Hoover. ¿Quiere ser mi abogado defensor? Puedo pagarle.» Aunque no era muy satisfactorio el hecho de ser escogido al azar, Mack aceptó entusiasmado. Para variar, tenía un cliente que sí podía pagarle, y sin vacilar aceptó hacerse cargo del caso.

La primera conversación con su cliente, sin embargo, le produjo escalofríos. Era todo un caso. Había una infinidad de ángulos para enfocarlo: oblicuos, obtusos, extraños. El tipo de material que galvaniza a los Tribunales, magnetiza a la prensa, y queda sonando en los ojos y oídos del mundo.

¿Reencarnación? ¡Un asunto espinoso! Si el tipo no estaba loco y el Tribunal aceptaba la evidencia como material para la defensa era imposible saber hasta dónde se podría llegar ni cómo terminaría todo.

Durante su primera entrevista Mack ofreció la posibilidad de basar su defensa alegando «locura temporal». Pensaba que su deber como abogado era hacer tal proposición, pero Hoover, afortunadamente, la rechazó.

En las reuniones siguientes, Brice Mack se fue enterando de todo lo que había sucedido antes, durante y después del secuestro. Cada nueva revelación resultaba más interesante que la anterior. A Mack le encantó encontrar un cliente tan cooperador, que insistía en que sólo intentaba ayudar a Ivy Templeton, y por su intermedio a Audrey Rose, su hija muerta. Establecía conexiones entre diversas escenas, presenciadas por testigos que podían aportar declaraciones sustanciales, y el hecho de que el alma de su hija estaba utilizando el cuerpo de Ivy como vehículo para pedirle ayuda. Afirmaba que al secuestrar a Ivy no había actuado sino como lo haría cualquier padre que tuviera los medios necesarios para ayudar a un hijo. En este punto, Hoover dejó perfectamente en claro su posición: dadas las circunstancias, él tenía todo el derecho a llevársela.

Habría que formular la defensa de modo que tanto el juez como el jurado creyeran no sólo en la sinceridad de Hoover, sino también en la realidad de la reencarnación.

La sorpresa siguiente la recibió cuando Hoover se negó a aceptar la libertad bajo fianza, asegurando que encontraba suficientes para sus necesidades las comodidades que ofrecía el pabellón de celdas para detenidos. Cuando Brice Mack le presionó para que aceptara, Hoover se resistió con firmeza, alegando que sus principios religiosos declaraban que todo sufrimiento era natural y necesario para la purificación del alma en su peregrinar cíclico por la Tierra. Mack aceptó con escepticismo esta argumentación e informó a su cliente que tenía los medios para conseguir el dinero. Hoover se mostró auténticamente ofendido por la sugerencia.

—No necesito ayuda de ese tipo. Tengo bastante dinero. Un escalofrío eléctrico sacudió la espalda de Brice Mack mientras preguntaba fingiendo desinterés:

—¿Qué considera usted bastante dinero?

—Debo tener un cuarto de millón, por lo menos.

A Mack se le secó la garganta.

—¿Dónde lo tiene?

—En un Banco de Pittsburgh. En bonos de First Fidelity.

Mack se las arregló para tragar y preguntó:

—¿Estaría dispuesto a gastar parte de ese dinero en su defensa?

—Estoy dispuesto a gastarlo todo, si es necesario.

Eso decidió el procedimiento que emplearía. Por un milagro de suerte, y la gracia especial de Buda, el caso más interesante de la década había ido a parar a las manos jóvenes e inexpertas de Brice Mack. Durante un segundo tuvo miedo de no poder llevar el caso con la suficiente habilidad, pero desechó rápidamente sus temores. Con suficiente dinero para reunir pruebas, conseguir información, llamar a testigos especializados de todas partes del mundo, la sala de audiencias se convertiría en el aula para un seminario de estudio. Éste era un caso que sentaría jurisprudencia, algo que sólo sucedía una vez en la vida, un desafío a la imaginación más desbocada, una posibilidad de explorar terrenos legales vírgenes hasta el momento. Un caso que Darrow habría aceptado encantado, que habría hecho que Nizer y F. Lee Bailey dejaran todo por conseguirlo. Y era todo suyo, de un abogado recién salido de la Facultad de Derecho.

Era como para quedarse perplejo. A sus treinta y dos años, sin un centavo, soltero, luchando por sobrevivir en una profesión cruel e inmisericorde, con sólo dos trajes y un par de zapatos, Brice se encontraba de pronto en el centro del círculo de los vencedores. Lo había conseguido.

De todos modos, su radar para distinguir el peligro, activado por la proximidad de la fama, le hizo controlar su entusiasmo, y le advirtió que debía proceder despacio y con cautela. Había obstáculos en el camino, peligrosas arenas movedizas, y caminos ciegos que no estaban señalizados. Tres de los obstáculos eran ya perfectamente identificables. El primero, y el menos importante para los planes de Brice a largo plazo, era el jurado. Mediante un cuidadoso proceso de selección tendría que lograr reunir un grupo dotado de la compasión y sensibilidad necesarias para aceptar nuevos conceptos, con suficiente imaginación como para sumergirse en las penumbras de lo oculto, y con antecedentes religiosos que les permitiera aceptar lo sobrenatural, sin rechazarlo como algo inimaginable. Era consciente de que tendría que ser muy prudente en sus interrogatorios, puesto que su adversario, Scott Velie, no era ningún tonto y constituía el obstáculo más peligroso que debía vencer.

Scott Velie llevaba varios años en la profesión. Hombre de modales amables y cara soñolienta, podía resultar verdaderamente mortal. Brice había estudiado la técnica de su contrincante en la Facultad de Derecho. Su modo letal de ir engarzando argumentos era uno de los ejercicios que se analizaban en clase.

Mucho antes de que se reuniera el Tribunal, Velie debía conocer por los Templeton las creencias religiosas de Hoover, y estaría preparado para contrarrestar la estrategia de la defensa, esperando entre bastidores para saltar a escena apenas se mencionara el asunto de la reencarnación.

Y la reencarnación era el tercer obstáculo, y el más difícil de sortear. Iba a ser toda una empresa conseguir que el juez aceptara la doctrina de la reencarnación como sustentación de todos los argumentos de la defensa. Se podía esperar que Velie recurriría a todos los medios posibles para desacreditar esta línea de defensa, y los dados estaban cargados a su favor, si Brice no tenía la suerte de encontrar un juez comprensivo, o no era bastante hábil para convencer a un juez reticente, y no conseguía hacerle aceptar la base de su defensa.

La designación del juez Harmon T. Langley constituyó un golpe de suerte de proporciones colosales.

El Honorable juez Langley era uno de los que habían sido designados para el cargo por razones políticas en la época de Carmine De Sapio, y del caso O’Dwyer de deslizamiento de tierras. Al final de una larga y muy poco espectacular carrera, al borde de una jubilación que terminaría por hundirle en el olvido, era improbable que se resistiera a la fama que el caso podía proporcionarle.

En menos de un día se rechazó a un grupo de candidatos a jurados, y el empleado de la sala tuvo que revolver una gran cantidad de tarjetas con nuevos nombres para que el proceso de selección pudiera continuar.

Durante las tres semanas que se tardó en escoger a los once miembros del jurado, Mack se dio cuenta de un hecho desconcertante: Scott Velie le estaba permitiendo que fuera él quien seleccionara a los jurados.

En ningún momento el fiscal objetó ninguna de las preguntas de Mack, y a menudo aceptó a un candidato al que la defensa consideraba válido, con el mínimo de información posible. Esa aparente seguridad en sí mismo ponía a Brice Mack nervioso, pero más incómoda aún era la sonrisa desvaída y divertida que Velie exhibía sentado en su sitio, escuchando relajado el exhaustivo interrogatorio de Mack acerca de las convicciones religiosas de los candidatos. O Scott Velie no atribuía ninguna importancia a la habilidad de la defensa para basar el caso en la reencarnación, y le daba plena libertad al respecto, o estaba esperando el momento oportuno para hacerlo papilla.

Brice Mack se levantó de la mesa de la defensa y enfrentó al juez.

—Su Señoría, la defensa no encuentra ninguna razón para rechazar a la señorita como jurado —sonrió alegremente a la señorita Hall, y agregó—: En realidad nos sentimos encantados al contar con su presencia.

El juez Langley se dirigió a Scott Velie.

—¿Algo que objetar, señor Velie?

Velie no se molestó en ponerse de pie o hacer un gesto, simplemente dejó de mirar a los jurados seleccionados para clavar los ojos en la última candidata. Poco después preguntó:

—Señorita Hall, ¿cree usted que los criminales deben ser tratados con indulgencia?

—No, señor.

—¿La ha detenido la policía alguna vez?

—No, señor.

—¿Tiene contactos con personas que hayan infringido la Ley, parientes o amigos?

—No, señor.

Éstas eran siempre las primeras preguntas de Scott Velie a todos los candidatos. El fiscal no podía permitirse el lujo de aceptar como jurado a una persona que en algún momento de su vida hubiera considerado a la Justicia como su enemiga.

—Dígame, señorita Hall, si alguien se lleva a un niño que no es suyo y lo saca de su hogar legítimo para llevarle a otra casa sin el consentimiento de sus padres; más aún, a pesar de la violenta oposición de los padres, y dicha persona creyera que no estaba cometiendo un acto delictivo, pero la Ley pudiera probar que se trataba de un delito y que debía ser castigado por esta acción, ¿tendría usted dificultades para reconocer su culpabilidad?

A la señorita Hall le pareció prudente tomarse largo tiempo para reflexionar antes de responder:

—No, señor.

Los ojos de Bill recorrieron la hilera de cabezas hasta llegar al lugar donde Hoover estaba sentado. Se le veía tranquilo y sereno. Su odiado rostro parecía de alabastro, y su ecuanimidad resultaba insoportable. Con un levísimo movimiento, Bill dirigió entonces sus ojos hacia el rostro amado de Janice, sentada a su lado. El exquisito y perfecto perfil permanecía inmóvil, y parecía tener la atención concentrada en un punto del tiempo y del espacio ajeno al presente. Le habría gustado conocer el curso de los pensamientos que discurrían detrás de los ojos vidriosos e inexpresivos de su esposa. Recordó la expresión de esos ojos en otra oportunidad, cuando reflejaron sorpresa, asco, dolor de sentirse traicionada, en una breve fracción de tiempo y que, sin embargo, no había sido capaz de olvidar. Se había merecido esa mirada. Dios era testigo de que se la había merecido cuando había querido ignorar los hechos y la había hecho víctima de su propia furia, acusándola a ella, tratándola como si fuera una traidora. Sí, pensó con amargura, en ese momento había perdido su posesión más preciosa, más valiosa aún que el amor, la confianza de la única persona en el mundo que le importaba verdaderamente. Comían, conversaban, hacían el amor rutinariamente y por necesidad. Sonreían mutuamente. Bill ensayaba y censuraba en su interior cada palabra antes de pronunciarla en voz alta. Cuando ya no podía resistir más tiempo, y reunía el valor suficiente para acercarse a ella, nunca dejaba de percibir la ligera tensión en el cuerpo de su mujer, el suspiro de resignación, la aceptación por sentido del deber. Y esta experiencia le hacía comprender la dimensión exacta de lo que había perdido.

Tanto sus días como sus noches estaban cronometrados. Iban a la sala de audiencia de nueve a cuatro; luego, entre las cinco y las nueve bebían unas copas y cenaban, generalmente fuera de casa, daban un paseo y se acostaban a las diez. Pasaban los fines de semana con Ivy en Westport. Alquilaban un coche para hacer el viaje y los tres se hospedaban en Candlemas Inn.

Bill había aceptado que Ivy fuera a un internado, pero la idea no le gustaba. Odiaba ver a su hija de uniforme, su belleza camuflada, despersonalizada. A Ivy parecía gustarle, sin embargo. Las demás chicas la habían aceptado sin problemas, y en tres semanas ya se había hecho de dos «mejores amigas».

Hasta la fecha, los periódicos no habían hablado gran cosa del caso. Después de la detención de Hoover, que motivó un breve artículo en la segunda página del Times de Nueva York, se había dedicado poquísima atención a la constitución del Tribunal. La información sobre la selección del jurado aparecía generalmente en la última página del News y del Post. El Times publicaba de vez en cuando alguna noticia y la prensa de Connecticut ignoraba por completo el asunto.

Bill sabía que llegaría un momento en que el caso acapararía los titulares de todos los periódicos del país. Velie no dudaba de que la defensa tenía la intención de plantear el problema de la reencarnación, y él pensaba tratar de convencer al juez para que no la aceptara como base de la defensa. Pero, para entonces el daño ya estaría hecho, y toda la prensa se les lanzaría encima.

Consciente de lo que les esperaba, Bill había sido franco con la madre Verónica Joseph, superiora del colegio parroquial de Mount Carmel, el día que admitieron a Ivy, preparándola así para el torrente de publicidad que habría de caerle encima. A pesar de que las suaves líneas de su rostro experimentaron una ligera contracción de ansiedad, rápidamente encontró en su fe la fuerza necesaria para descartar su malestar y moderar su recelo mediante un acto de caridad. Bill vio cómo llevaba instintivamente la mano al crucifijo de plata que colgaba del rosario, sujeto a su cintura.

—¡Pobre niña! Haremos todo lo posible para protegerla de las calumnias del mundo.

Bill pensó que aunque era una manera bien extraña de definir la situación ése era ciertamente el problema que los tres tenían que enfrentar.

Empezó a pensar qué calumnias podrían hacer circular sus compañeros de trabajo cuando la bomba hubiera estallado. Pel Simmons se había mostrado sinceramente preocupado y más que justo al concederle permiso mientras durara el juicio, sin interrumpir la cancelación de su sueldo quincenal. Era un claro indicio de que tenía fe y confianza en Bill y una simpática manera de decirle: «Me gustas y quiero conservarte en la empresa.» Naturalmente, Pel no sabía nada más que lo que había leído en la prensa y lo que Bill había querido decirle, que era bien poco.

Muy pronto, pensó Bill deprimido, Pel se va a llevar la sorpresa del siglo. En último término podría costarle el puesto. No ocurriría demasiado pronto, pasaría un año aproximadamente antes de que lo despidieran. Don Goetz ocuparía su lugar; de mala gana, por supuesto, protestando por tener que ocupar el lugar de su maestro, enrojecido y furioso por la injusticia, pero sintiendo al mismo tiempo un suave cosquilleo de satisfacción cuando sus ojos bucearan en los relajantes misterios del Motherwell.

Y eso sería todo. ¡Le despedirían! Recorrería las calles tratando de no pisar las suciedades de los perros. Pum, pum, pum. Su corazón parecía golpear contra el pecho. Gotas de sudor cubrieron su frente. ¿Iba a sufrir un infarto? Eso sería el colmo. Caer muerto aquí, frente al jurado. Pero no le importaría. Le ayudaría a Velie. Provocaría la compasión. Aseguraría un veredicto favorable. Enviaría al cerdo de Hoover a la cárcel.

Bill estudió a Hoover por entre las pestañas cubiertas de sudor, mirándole con una visión confusa, distorsionada, cargada de malos deseos. Como un animal salvaje, el muy desgraciado, se había introducido en su hogar para devorar todo lo que poseía y amaba: su familia, su carrera, el amor y el respeto de su esposa, todo lo que importaba realmente.

Sintió que se estiraban las comisuras de sus labios y se dio cuenta de que estaba sonriendo. Siempre le sucedía cuando tocaba fondo, cuando su depresión y desaliento se hacían intolerables. Entonces, algún mecanismo interior de supervivencia se ponía en marcha y una sonrisa venía a rescatarlo. Y con la sonrisa pensó: «Si me destruyes, también tú te destruirás ¡bastardo!»

Scott Velie se dirigió al juez:

—El fiscal considera aceptable a la señorita Hall como jurado, Su Señoría.

—Muy bien —dijo el juez Langley, tratando de que las cosas avanzaran—, el alguacil le tomará el juramento.

Janice vio a Hoover levantar la vista de sus apuntes y mirar a los doce hombres y mujeres que se pusieron de pie para mirar al alguacil.

El hombre uniformado leyó en una hoja de papel en tono bajo y grave:

—«¿Juran solemnemente que tratarán, en la medida de sus fuerzas y con honestidad, de llegar a un veredicto en este caso entre el pueblo del Estado de Nueva York, y el acusado, aquí presente ante este tribunal, de acuerdo a las pruebas que se presenten y a las leyes de este Estado…?»

El rostro de Hoover irradiaba pureza e inocencia mientras los doce jurados, cuyo deber y responsabilidad era decidir si Elliot Hoover Suggins era culpable o inocente «más allá de toda duda posible» de la acusación de haber secuestrado a Ivy Templeton con «felonía, propósito y premeditación», prestaban juramento.

Al observar cómo Hoover miraba al jurado, el suave exterior cargado de una voluntad de acero en la búsqueda de su propio y desinteresado fin, sin conciencia alguna de maldad o malicia en sus actos, y sin preocuparse en absoluto por el daño irreparable que les estaba infligiendo, Janice supo que a pesar de la confianza de Velie y de la seguridad de Bill, sería la obstinación de Hoover la que prevalecería al final.

En ese momento de agonía, Janice supo que perderían el caso.