Los chalets de Sound-Side Cottages no estaban diseñados para ser habitados en invierno, después de todo. Situados en un montículo que enfrentaba el tormentoso Sur, inevitablemente, sus delgadas paredes crujían y se quejaban bajo los golpes de la tormenta invernal. Como carecían de cualquier tipo de protección los muros dejaban pasar las frías corrientes de aire y la humedad.
Durante el día, Janice e Ivy se sentaban ante la chimenea envueltas en las mantas eléctricas y leían mientras iban alimentando el fuego con troncos de árboles. Los primeros indicios de la tormenta habían hecho su aparición junto con ellas, hacía una semana. Al comienzo se trató de una suave lluvia que lentamente se fue convirtiendo en un temporal de nieve y viento.
Se habrían marchado a una pensión el segundo día si la señora Stuart no hubiera insistido astutamente en que le pagaran dos semanas por adelantado.
Janice había ido a Westport a pensar, a ordenar sus miedos y confusiones, y a intentar clarificar su mente. Pero ahora, una semana más tarde, estaba tan confusa como en el momento de su partida de Nueva York. El diario de Hoover, esa crónica tan simple y tan auténtica, llena de reflexiones y desesperación, no había servido sino para hacer más patente su sinceridad y la validez de sus oscuras predicciones, «… el alma de Audrey Rose seguirá empujando a Ivy hacia el origen de su problema, intentará volver a ese momento, y someterá a Ivy a peligros tan dolorosos y destructivos como el fuego que le quitó la vida a Audrey…» Sus palabras, lanzadas con el aire de un presagio funesto, danzaban como amuletos ante sus ojos.
La temperatura de Ivy volvió a ser normal apenas llegaron y sus manos, que Janice curaba y vendaba cuidadosamente cada mañana y cada tarde, estaban empezando a sanar. Hasta ese momento no había vuelto a tener pesadillas. Una bendición que incluía también su parte negativa, ya que no hacía más que confirmar la teoría de Elliot Hoover respecto a su causa.
Tal vez lo más impresionante había sido la reacción de Bill cuando le llamó por teléfono la mañana que llegaron. Había aceptado serena y tranquilamente cada una de sus explicaciones, pero insistió en conocer cada detalle de lo ocurrido esa noche con Elliot Hoover: qué había hecho al entrar, cuánto había tardado en tranquilizar a Ivy, qué le había dicho a Ivy después, cuánto tiempo se había quedado y qué había dicho al marcharse. Le pareció bien su marcha a Westport, y pensaba que era mejor que no hubieran ido a Hawai porque el clima era muy caluroso, húmedo y pesado. Le pidió que se quedara hasta que él se reuniera con ellas, lo que probablemente sería después del fin de semana, ya que pensaba acortar su viaje a Seattle, y que Pel se fuera al diablo.
El lunes anterior a la llegada de Bill la tormenta se adentró hacia el mar y, como si se hubiera corrido la cortina que ocultaba un dibujo infantil, apareció un sol inmenso, amarillo e increíble, en un cielo de un azul intenso.
La mañana parecía ser un regalo especial para Ivy.
Mientras caminaban a la orilla del mar, evitando prudentemente las rompientes más grandes, Janice se alegró al ver reaparecer un leve tono rosa sobre las pálidas mejillas de Ivy, y confió en que su apetito también volvería. Caminaron varios kilómetros descalzas a lo largo de la playa, buscando los tesoros marinos que la tormenta había dejado sobre la arena. El botín formaba una línea continua al borde del agua, y era como encontrar un inmenso mostrador lleno de diversos artículos a un precio ínfimo. Había conchas, crustáceos, rocas, guijarros, plantas marinas, trozos de madera, ramas de árboles en forma de cruz, aglomeraciones de cosas, metros de burbujeantes algas. También había una inmensa variedad de artefactos: tablas desgastadas por el mar, ladrillos, diversos tipos de botellas y de latas mohosas, con sus mensajes y etiquetas oscurecidos por las mareas y el tiempo.
—¡Mira, mamá! —gritó Ivy—. ¡Está muerto!
Janice, que se había quedado retrasada a cierta distancia, se aproximó. Su hija estaba acuclillada sobre un gran pez muerto. La carne estaba mordida hasta que sólo se le veía el esqueleto. Una conchita había hecho su hogar en la cuenca de uno de sus ojos.
—Ven, vamos —ordenó Janice, y tomando a Ivy de la mano la alejó del mutilado esqueleto.
—Se veía tan… muerto —dijo Ivy, como si no pudiera creerlo.
—Así se ven los muertos —respondió, quitándole importancia.
—¿Así también se ven las personas cuando están muertas?
—Las personas muertas parecen seres humanos, no pescados.
—No, lo que quiero decirte es si se ven tan tiesas y… destrozadas.
—A veces. Si la muerte ha sido violenta.
—¿Como en un accidente de coche?
El corazón de Janice dio un salto.
—Sí —contestó con la voz ligeramente alterada.
—Es horrible morir así.
Janice no dijo nada.
—A veces sueño con eso.
Janice se mordió el labio. Después preguntó:
—¿Con qué sueñas?
—Con muertos.
—¿En un accidente de coche?
—Algunas veces. Otras veces estoy en mi cama y todos me rodean llorando. Bettina dice que los vivos sufren más que los muertos. Su madre todavía sufre.
—¿Sueñas a menudo esas cosas?
—No. A veces.
Continuaron en silencio.
—¿Te importaría mucho? —preguntó Ivy ansiosamente.
—¿El qué?
—Morirte.
—Sí —respondió con voz seca, tensa—. Me importaría mucho.
—Supongo que a mí también me importaría —dijo Ivy con sencillez—; especialmente si es en un terrible accidente de automóvil.
La conversación concluyó. Janice quedó sola para acallar el ruido de los frenos de un coche que parecían mezclarse con los latidos de su corazón.
No podía haber duda.
Ninguna.
Los terrores de Audrey Rose estaban comenzando a infiltrarse en la mente de Ivy, incluso cuando estaba despierta.
Durante una semana, su hija había estado libre de las pesadillas…
Una semana lejos de Hoover…
Audrey Rose sentía la presencia de su padre…
«Esperando, necesitando mi ayuda. MI ayuda.»
Su proximidad había alertado a Audrey Rose, y las crueles pesadillas habían reaparecido…
Lejos de Hoover no se producirían pesadillas… Tenía que hacer cuanto estuviera en su poder para mantener a Elliot Hoover lejos de su hija… Debía pensar una manera de mantenerles alejados para siempre.
En su camino de vuelta al chalet encontraron a un grupo de niñas uniformadas de la edad de Ivy que seleccionaban y sorteaban algunas de las formas marinas. Janice dedujo que se trataba de las alumnas de un colegio particular, seguramente religioso y muy caro, que estaban haciendo una clase práctica de Ciencias Naturales. Una mujer madura, que no era monja, estaba sentada en una silla, vigilando al grupo. Intercambiaron sonrisas y ambas afirmaron que la mañana era verdaderamente hermosa. Ivy se acuclilló junto a las otras niñas y se incorporó a la clase. Era una escena idílica, pacífica, sin temores. Una respuesta obvia y perfecta.
—¡No!
—¿Por qué no?
—No discutamos, Janice. No lo acepto.
—¿Por qué no?
—Porque no voy a permitir que ese tipo divida a mi familia.
Bill había alquilado un coche en el aeropuerto y se había trasladado directamente hasta Westport, donde llegó a las diez de la noche. Mientras Ivy dormía tranquila, fueron caminando hasta una duna cercana al chalet desde donde se podían ver las aguas de Sound bañadas por la luna.
—Me gusta como vivimos —prosiguió Bill acaloradamente—. Todos juntos bajo un mismo techo. Me extraña que sugieras una cosa tan disparatada. Corrijo: no me extraña tanto. Tú estás dispuesta a creerle.
—¿Qué quieres decir?
—Le permitiste entrar en casa, ¿no? Dejaste que te ayudara, que curara tus magulladuras y se encargara de todo. ¿No es eso lo que me dijiste?
—Tuve que hacerlo.
—No, no tenías que hacerlo. Podías haber esperado a Kaplan.
—No podía esperar. ¡Santo Dios, yo estaba allí y tú no! Ivy estaba volviéndose loca y tuve miedo de que llegara a matarse. Tuve que permitirle que entrara porque él era la única persona que podía hacer algo por ella. ¿Cómo es posible que todavía no lo entiendas?
—Janice, en ese punto no estamos de acuerdo. Para mí, Elliot Hoover no hace milagros. Para mí no es más que un loco ¡que parece haber impresionado profundamente a mi mujer!
Janice cerró los ojos y apretó los puños.
—De acuerdo. Me ha impresionado profundamente. Casi me ha matado del susto, eso es. La mayor parte del tiempo tengo tanto miedo que ni siquiera puedo pensar. Cuando no estoy hablando sola lo hago con curas a los que no conozco o le grito a Dios de rodillas. Me ha hecho empezar a beber por las mañanas y en medio de la noche para escapar de él. Y no porque tema que esté loco sino porque sé que no lo está. Porque creo que es verdad lo que él cree. Porque acepto que nuestra hija es víctima de una jugarreta cósmica y mientras esté cerca de él corre un terrible peligro de perder la vida.
Trató de no llorar pero llegó un momento en el que no pudo evitar que las lágrimas brotaran. Siguió hablando:
—Y lo más terrible y lo que más miedo me da es que estoy completamente sola, que a pesar de todo lo que has visto y oído, que con todas las pruebas que han puesto ante tus ojos y ante tus oídos, todavía quieras ignorarlas. Bill, estamos metidos en un lío muy gordo y, tarde o temprano vas a tener que salir de tu torre de marfil y hacerle frente.
Sollozaba, pero Bill no hizo ni un solo gesto para acercarse a ella o consolarla. Su rostro era una máscara. Con voz grave y controlada dijo:
—Tú ya has dicho lo que tenías que decir. Ahora me toca a mí. Para empezar te diré que no puedo creer eso que tú crees. Aunque Hoover me llevara a través de las puertas de San Pedro en el cielo, no lo creería. No sería real para mí. Reconozco que cuando te dejé para marcharme al aeropuerto la cabeza me giraba en todas direcciones; estaba contento de apartarme del problema, de quitarme a ti, a Ivy, a Hoover y a toda esta maldita mierda en la que estamos hundidos, de encima. Imagínate, yo, un padre modelo, ¡me sentía contento de alejarme de mi mujer y de mi hija, a la que quiero más que a mi vida! Pero así era, y me sentía aliviado y culpable, y he cruzado la mitad del país sintiéndome aliviado y culpable, aliviado y culpable.
»Traté de ahogar la sensación de culpa con muchas botellas de ginebra y vermouth pero no dio resultado. Me dolía la cabeza pero mi culpa estaba siempre presente. Fue una verdadera agonía y no había nada que se pudiera hacer. Un día en que volaba sobre Kansas miré hacia abajo y vi desfilar al país a unos 40.000 pies debajo y empecé a enfocar el problema desde esa panorámica. Contemplé las ciudades y las planicies, las montañas, el milagro de Estados Unidos extendiéndose de un océano a otro, desde otro milagro de acero que cruzaba el espacio con la velocidad del sonido. Y entonces comprendí que ésos eran verdaderos milagros, no los de Hoover, sino los que el hombre ha conseguido al conquistar la Tierra, al construir máquinas fantásticas. ¡Ésos eran los verdaderos milagros!
»Y fue entonces cuando vislumbré la solución. Había empezado a llover y por entre las nubes la lluvia golpeaba contra la ventana, y me dije: Sobre cada porción de vida debe llover de vez en cuando. Es una mala frase, lo sé, pero ésa era la respuesta. Hoover era la lluvia en nuestras vidas. Como padecer una afección cardíaca o un cáncer, y al considerarlo como una enfermedad se me hizo menos terrible, más soportable. Si tienes cáncer vas a ver al médico y si no puede hacer nada por ti vas a otro, buscas un especialista y luchas hasta el final. No te das por vencido, no huyes, no renuncias a tu trabajo ni a tu hogar, ni te separas de tu familia, Janice. Permanecemos juntos y luchamos con revólveres, piedras, palos, con lo que tengamos a mano para defender lo que tenemos y amamos. Incluso si todo fracasa tenemos que seguir siendo una familia, tú, yo e Ivy. Mientras seamos una familia tendremos la posibilidad de vencer a ese hijo de perra.
… Perra, perra, perra.
Su voz se detuvo y la última palabra produjo un eco al ser lanzada sobre el mar como una piedra que hubiera pasado rozando la superficie del agua.
En el silencio que siguió volvió a escucharse el ruido de las olas.
Janice permaneció inmóvil, permitiendo que el suave sonido purificara su pasmado y paralizado cerebro. Bill no estaba dispuesto a entenderlo, no podía entenderlo, y ella se sentía demasiado agotada como para que le importaran ya las reacciones de Bill, que comenzó a hablar de nuevo:
—Nada de internados para Ivy. Mañana volvemos a casa. Como una familia.
Sus palabras fueron pronunciadas en tono amable, pero con bíblica obstinación y determinación, cerrando cualquier posibilidad de discusión.
Que así fuera.
—Como quieras —dijo Janice.
Volvieron a la ciudad en la tarde del miércoles 13 de noviembre.
Cuando el coche entró a la calle que conducía a Des Artistes los ojos de Janice la recorrieron, buscando en los rincones solitarios y oscuros. Se dio cuenta de que Bill hacía disimuladamente lo mismo.
No había el menor indicio de Hoover.
Janice miró a Ivy pisotear la nieve ennegrecida de la acera mientras Mario y Ernie ayudaban a Bill a llevar las maletas al vestíbulo. Los movimientos de Bill eran de una velocidad desusada, que traicionaba su ansiedad por entrar al edificio lo más pronto posible.
—Mejor será que entres —le dijo al subir al coche para devolverlo a la agencia Hertz.
Janice obedeció.
La botella de whisky, abierta y semivacía, estaba sobre la mesita cerca de la lámpara, exactamente donde la había dejado. El corcho no se veía por ninguna parte.
Todo el living parecía estar ligeramente borracho, con los muebles, las cortinas, los cojines fuera de su sitio o retorcidos, víctimas de la misma pesadilla.
Comenzó a ponerlo en orden mientras Ivy se dedicaba a ver la televisión.
Arriba, la palangana en el suelo del dormitorio tenía un sedimento oscuro en el fondo. Cuando vació el agua sucia y la enjuagó, Janice recordó las manos de Hoover mientras lavaban sus piernas.
El dormitorio de Ivy había sido el epicentro del ciclón: muebles volcados, mantas y sábanas unidas, retorcidas y apelotonadas. El biombo chino todavía cubría la ventana, pero el motivo central aparecía destrozado y mutilado hasta ser irreconocible.
Janice pasó cerca de una hora devolviendo su aspecto normal a la habitación. No pudo sacar el biombo, atrapado detrás del calentador. Con la ayuda de Bill logró finalmente desprenderlo y llevarlo a su dormitorio. Al verlo Bill le preguntó qué había sucedido.
Se lo contó todo y Bill empalideció.
Comieron unos bocadillos que Bill compró en el Stage Delicatessen a la vuelta de su viaje para ir a devolver el coche, y bebieron cerveza y leche. Estaban terminando cuando sonó el teléfono.
Bill acabó de comer su bocadillo antes de levantarse para contestarlo. Su calma era demasiado estudiada como para que pudiera ser confundida con indiferencia.
Era Russ. Mario le había dicho que ya estaban de vuelta y quería saber si necesitaban algo. Carole tenía una inmensa lasagna y deseaban invitarlos. Bill le dio las gracias y le informó que estaban acabando de cenar y que pensaban acostarse enseguida porque todos se sentían agotados.
Es verdad, pensó Janice preocupada cuando miró el rostro pálido y cansado de su hija. Tenía los párpados semicerrados y parecía a punto de quedarse dormida sobre la mesa del comedor. Su vaso de leche estaba vacío, pero apenas había tocado el bocadillo. Tendría que verla el doctor Kaplan mañana mismo. Si no lo necesitamos antes, se dijo Janice desolada.
Una vez que la hubo bañado, Janice la metió en la cama. Eran cerca de las ocho. Se durmió de inmediato. Permaneció largo rato a su lado, escuchando su tranquila y rítmica respiración antes de salir del dormitorio y cerrar la puerta.
Bill estaba deshaciendo las maletas, tomándose demasiado tiempo para decidir dónde colocar cada prenda.
Parecía poco decidido a terminar de una vez. Intercambiaron una mirada.
—¿Se ha dormido? —murmuró Bill.
—Sí —respondió en el mismo tono.
Continuaron ordenando en un silencio cargado de tensión y expectativa.
No fue necesario esperar mucho tiempo.
Audrey Rose hizo su aparición a las ocho y cuarto.
—Mamá papá mamá papá mamá papá quemaquemaquema.
Bill chasqueó los dedos, indicándole el teléfono.
—¡Llama a Kaplan!
Y salió corriendo.
Janice se lanzó hacia el teléfono. Estaban empezando a trabajar en equipo. Lo cogió —el número ardía en su memoria— y marcó.
—Quemaquemaquemaquemaquema.
Tres clics.
La agonía subía y bajaba de intensidad cada vez que la puerta se abría o se cerraba.
—¿Diga?
¡El doctor Kaplan, gracias a Dios!
—Doctor, habla Janice Templeton. ¿Puede venir de inmediato?
—Salgo para allá ahora mismo.
Tambaleándose, Janice salió al pasillo y se dirigió al dormitorio de Ivy.
—QUEMAQUEMAQUEMAQUEMApapápapápapá.
Y abrió la puerta.
—QUEMAQUEMAQUEMAQUEMA.
Y vio que Ivy, con la cabeza levantada, le gritaba a Bill. Su marido se interponía, con los brazos en jarras y las piernas abiertas, entre ella y la ventana. El coloso de Rodas, la barrera humana que le impedía acercarse a la ventana, objeto de todo su delirio.
—QUEMAQUEMAQUEMAQUEMA.
A la que intentaba aproximarse golpeándole con sus puños vendados. Le estaba destrozando la camisa y los pantalones con una fuerza desusada que cubría su cara de sudor.
—Ya viene Kaplan —dijo Janice, para animarlo.
—QUEMAQUEMAQUEMAQUEMAQUEMA.
Que se había transformado en una máscara enloquecida de miedo y angustia. Le daba de puñetazos con un impulso y una maniática constancia en el estómago y la ingle, obligándole a doblarse de dolor al mismo tiempo que intentaba cogerle los delgados brazos para impedir que siguieran cayendo sobre él esos golpes dados con la fuerza de un martillo.
—QUEMAQUEMAQUEMAQUEMA.
Janice sofocó un grito cuando los dientes de Ivy se hundieron en la carne del brazo de Bill.
—¡Ayúdame, Janice! —gruñó, arrancando de un tirón su brazo de los labios manchados de sangre.
Janice se lanzó contra la espalda de su hija y la tomó de las piernas, estrechándolas con fuerza.
Bill cogió a Ivy por los brazos.
Movía las caderas, luchaba, se retorcía, gritaba, mientras la llevaban a la cama. La acostaron y la sujetaron hasta que el pequeño cuerpo dejó de sacudirse con las convulsiones.
Lentamente, el volcán se fue apaciguando, el cuerpo se relajó, las imprecaciones se convirtieron en un suave lamento infantil.
—Mamápapámamámamápapáquemaquemaquema.
Bill sujetó los brazos con la mano izquierda y con la otra rasgó la sábana y le ató las muñecas. Sudaba y jadeaba. Aferrada a las piernas de la niña, Janice vio el rostro convulsionado de su esposo cuando ató un extremo de la sábana a la cabecera de la cama. Después, repitió la operación con las piernas.
Poco después, Ivy, bella en su palidez mortal, yacía suspendida entre dos trozos de sábana trenzados y firmemente amarrados a la cama. Las sábanas estaban manchadas con la sangre de Bill.
Durante largo rato ninguno de los dos habló. Permanecieron junto a la cama, mirando mudos de horror el pequeño cuerpo que comenzaba a retorcerse.
—¡Santo Dios! —exclamó con voz ronca.
Llamaron a la puerta.
¡Kaplan!
—Quédate con ella —ordenó Bill, y salió corriendo del dormitorio, bajó la escalera, encendió las luces del living y del pasillo, abrió los dos cerrojos, corrió la cadena de seguridad y abrió la puerta para encontrarse con ¡Hoover!
Pálido, con una sonrisa nerviosa en los labios, y la mano extendida tímidamente, allí estaba.
Se dio cuenta de que un brazo de Bill sangraba y que tenía el rostro cubierto de sudor.
—Hola —saludó inseguro.
—¿Cómo mierda ha llegado hasta aquí? —preguntó en un murmullo enronquecido.
—Yo… —empezó a decir.
—¿Quién le ha permitido el paso?
—Yo… vivo aquí ahora.
—¿Qué? —gritó Bill sin aliento casi.
—Mientras estaban fuera sub-alquilé un apartamento pequeño en la quinta planta. Somos vecinos.
Hubo un silencio denso. Bill estaba estupefacto. Una mancha roja le fue cubriendo el rostro. Podía sentir el latido de sus sienes. Un espasmo de furia le aferró la garganta.
—¡Hijo de puta! —explotó al tiempo que intentaba cogerle por el cuello para retorcérselo, para estrujarlo, para destruirlo.
—¡No, por favor! —suplicó, librándose de los dedos crispados de Bill.
Retrocedió y movió la cabeza hacia arriba, hacia abajo, de modo que las manos de Bill sólo pudieron asir el aire, como si Hoover fuera un espejismo inalcanzable. Después, un puntapié en la ingle frenó el impulso de Bill hacia adelante y le hizo doblarse como un arco que permaneció un segundo en el aire antes de caer con todo el peso de 82 kilos sobre el duro suelo de baldosas. Sintió que se le partía la cabeza.
Tuvo la sensación de que algo se le había roto. «Desgraciado traidor», pensó mientras entre oleadas de dolor oía puertas que se abrían y cerraban en el pasillo exterior.
—Lo siento mucho, señor Templeton —la voz de Hoover parecía provocar una extraña resonancia—. Permítame ayudarle…
Una mano férrea le cogió del brazo y le ayudó a sentarse. La cara redonda de la señora Carew mirando desde la distancia completó la humillación y contribuyó a que la adrenalina llenara su cuerpo, proporcionándole nueva energía, alimentando su furia.
—¡Te mataré, desgraciado! —y al tiempo que gritaba se aferró a las piernas de Hoover haciéndole perder el equilibrio.
Hoover cayó encima de Bill, quien rodó por el suelo hasta que logró aprisionar la cintura esbelta de Hoover con sus brazos. Comenzó a apretar, pero un espasmo de dolor le recorrió la columna e inmovilizó su cuerpo. Se le oscureció la visión. Los dedos de Hoover le sujetaban el cuello y apretaban una arteria. Estaba totalmente paralizado. Empezó a perder la conciencia. Escuchó la agitada voz de Hoover que decía:
—Por favor, señor Templeton, estoy oyendo a Ivy que…
—PAPAPAPAPAPAPAPA…
Los aullidos se abrían paso por el departamento y llegaban hasta el pasillo exterior, acompañados de los gritos de Janice.
—¡Bill! ¡Santo Dios!
Bill apenas podía escuchar los gritos de Janice, así como apenas divisaba el alterado rostro, que miraba a Hoover incrédula y horrorizada.
—¡Suéltelo! —ordenó, y cogió a Hoover de un brazo con una furia homicida.
—PAPAPAPAPAPAPAPA…
—¡Sí, sí, ya voy! —respondió Hoover.
Soltó la arteria de Bill y se precipitó al interior.
La sangre volvió a circular en la cabeza de Bill. Manchas rojas y negras danzaron ante sus ojos cuando lentamente empezó a recuperar la conciencia.
—¡Bill, Bill! —decía Janice llorando, desconsolada, arrodillada a su lado, acunando la cabeza dolorida de su marido contra su pecho.
Más puertas se abrieron. Más personas se asomaron al pasillo, algunas vestidas en bata, mostrando caras que Bill no reconoció. Se quedaban allí, mirando en silencio. Bill tosía y trataba de recuperar el aliento y de enfocar su visión en la puerta del departamento. La puerta estaba cerrada.
—¡Llamen a la policía! —gritó—. ¡Ese hijo de puta tiene a mi niña!
Hubo un movimiento entre los vecinos, que se apresuraron a cumplir su encargo.
Bill luchó por ponerse de rodillas y, con ayuda de Janice, logró finalmente ponerse en pie sobre unas piernas que parecían pertenecer a otra persona. Tenía el rostro ceniciento y distorsionado por la furia. Utilizando a Janice como muleta se aferró al picaporte. Sabía que era inútil, la puerta permanecería cerrada. Empezó a golpearla con los dos puños.
—¡Hijo de puta! ¡Desgraciado! ¡Abre la puerta, degenerado de mierda!
Gritaba obscenidades puntuando las palabras con golpes en la puerta. El torrente de palabras y ruidos rebotaba contra las paredes del pasillo.
—¡Denme una llave maestra! —gritó por sobre el hombro—. ¡Es un loco, un psicópata! ¡Deprisa, por favor!
La señora Carew se separó de los demás espectadores y se dirigió hacia los ascensores.
Janice no podía hacer otra cosa que mirar la escena, intentando controlar su propia histeria. Pero Bill seguía gritando, maldiciendo y dando puñetazos en la puerta.
—Bill —rogó, tratando de mantener la voz bajo control—, está bien. No le hará daño.
Bill se encaró con ella furioso, los ojos desorbitados, la saliva acumulada en las comisuras de su boca temblorosa, con una expresión que nunca le había visto, y le gritó con voz ronca.
—¡No te metas en esto! ¡Ya he tenido bastante con soportar tu propia mierda también!
Janice retrocedió atemorizada, y se alejó de él. Su corazón latía enloquecido, sirviendo de contrapunto a los puñetazos de Bill sobre la puerta. Las maldiciones se intensificaron, escupidas con voz ronca por la boca de un hombre que le parecía un perfecto desconocido.
Se oyó el ruido de la puerta del ascensor en la distancia.
Dominick apareció con las llaves. Venía pálido y taciturno. Seleccionó una del manojo tintineante. La introdujo en la cerradura y le dio vuelta. Después sacó otra, que también hizo girar. Se corrieron los cerrojos. Y se abrió la puerta, que quedó sujeta por la cadena de seguridad.
Bill pegó la boca al intersticio y gritó:
—¡Hoover, abre la puerta! —y calmándose, agregó—: Viene la policía.
Silencio.
—¿Qué pasa?
Los dos policías se aproximaron. Nadie los había visto llegar y el azul de sus uniformes pareció traer con ellos una corriente helada.
—¡Un hombre ha entrado en mi casa y está con mi hija! Me golpeó y nos ha dejado fuera.
—¿Conocía al hombre? —preguntó el policía más bajo.
—Sí, se llama Elliot Hoover —respondió Janice al ver que su esposo se quedaba callado.
El oficial más alto se acercó a la puerta, la golpeó con su porra —produjo un sonido breve y agudo al chocar contra el metal— y ordenó con voz autoritaria:
—¡Abra la puerta, señor Hoover! ¡Policía! —esperó respuesta durante un tiempo y luego se volvió hacia Bill—: ¿El piso tiene alguna otra entrada?
—¡Por supuesto! —respondió Bill al mismo tiempo que se daba una palmada en la frente, furioso por su estupidez—. Hay una entrada de servicio junto a la escalera de incendios.
Corrieron. Bill, los policías, Dominick —haciendo sonar sus llaves— y Janice, rezagada, intentando alcanzarlos. Pasaron entre los murmullos de voces y los ruidos de las puertas que se cerraban a su paso.
Era inútil. Janice lo sabía y estaba segura de que Bill también lo sabía. La puerta de servicio siempre estaba cerrada con la cadena de seguridad.
Dominick metió la llave, la hizo girar y empujó. La puerta se abrió.
Janice se quedó helada. Acababa de ocurrírsele un pensamiento demasiado horrible como para considerarlo siquiera. Hoover no estaría dentro e Ivy tampoco estaría. Se habría marchado con ella. ¿Con Ivy? No, con Ivy no. Con Audrey Rose, que era su hija.
Bill lanzó un fuerte suspiro cuando entró, seguido por los policías y Dominick. Janice les siguió, sin prisa por confirmar sus sospechas. Los vecinos se quedaron en el pasillo exterior, alimentando una intensa curiosidad, deseosos de entrar, pero sin decidirse a hacerlo.
Janice oyó la voz de la señora Carew que decía:
—Espero que no le haya pasado nada a Ivy.
Alcanzó a entrar a tiempo para ver a los hombres bajando la escalera. La cara de Bill había perdido completamente el color.
—No están —informó a Janice. Después alzó la voz para gritar—: ¡Ha secuestrado a Ivy!
Se lanzaron por el living hacia la puerta de calle. Dominick les decía:
—El señor Hoover ha subarrendado el apartamento del señor Barbour en la quinta planta.
Cuando llegaron al ascensor se abrió la puerta y apareció el doctor Kaplan. Se quedó estupefacto cuando lo empujaron.
—¡Han secuestrado a Ivy! —explicó Bill—. Acompáñenos.
—Por supuesto —murmuró asombrado, y se unió a la marea de cuerpos que entraban al ascensor.
Antes de que se cerraran las puertas Janice vio a un grupo de vecinos, encabezados por la señora Carew, que se dirigían hacia el otro ascensor.
El viaje hasta la planta baja transcurrió en completo silencio. A Janice le latían las sienes. Estudió el viejo y ajado maletín del doctor Kaplan, gastado por largos años de fieles servicios, y recordó el diario de Hoover.
Lo que sucedió a continuación iba a ser para Janice un recuerdo constante de escenas relampagueantes, sucediéndose con la velocidad de las viejas películas mudas. La porra de uno de los policías golpeó en la puerta del apartamento del señor Barbour y puso en movimiento la secuencia.
—¡Señor Hoover, abra a la policía!
No hubo respuesta. Ruido de pasos alejándose que todos pudieron oír.
—¡Señor Hoover, por última vez, abra la puerta!
Y la respuesta lejana, sofocada:
—No.
—¡Abre la puerta, desgraciado hijo de puta! —gimió Bill.
—Ya está bien, señor —advirtió el policía más bajo, y le hizo un gesto con la cabeza a Dominick.
La llave en la puerta.
Se abre.
La cadena de seguridad se tensa y deja un espacio abierto.
Puede verse un fragmento del living y a Elliot Hoover, de pie junto a una columna griega. Su aspecto es serio, resuelto.
El policía muestra su placa por la ranura.
—Abra, por favor.
—No. Ya hemos tenido bastante locura por una noche.
El policía se dirige a Bill:
—¿Cuál es su nombre, señor?
—William Templeton.
El policía habla con Hoover.
—¿Tiene usted a la hija del señor Templeton en su casa sin autorización de sus padres?
Hoover responde nervioso, irritado:
—¡La tenían atada a la cama!
El policía trata de simplificar, y pregunta:
—¿Hay una niña en su casa?
—Sí, y está durmiendo tranquila arriba.
—¿Es la hija del señor Templeton?
Una pausa. Hoover sigue mirándoles sin quitarles los ojos de encima. Responde:
—No. Es mi hija.
El policía, confuso, pregunta a Bill en un murmullo:
—¿Qué quiere decir?
—¡Que está loco! —explica Bill—. ¡Derribe la puerta!
El policía consulta a Dominick:
—¿El señor Hoover tiene una hija?
Dominick niega con la cabeza.
—No la tenía ayer; cuando alquiló el apartamento.
La voz estentórea del policía retumba por entre la ranura:
—¡Le doy treinta segundos para abrir la puerta! Si no lo hace llamaré a una patrulla para que la derriben.
La señora Carew respira hondo.
Diez segundos.
Sonidos de excitación apenas sofocados.
Veinte segundos.
Hoover resiste, luego renuncia a seguir haciéndolo y lentamente se aproxima a la puerta.
Veinticinco segundos.
Se cierra la puerta.
Corre la cadena.
Poco a poco abre la puerta.
Suspiro general de alivio.
Hoover, mudo y derrotado, en medio del living del señor Barbour…
Bill da un alarido y le empuja, para subir corriendo la escalera.
El policía más bajo le sigue.
El policía más alto se queda custodiando a Hoover. Tiene la mano en la cartuchera de su revólver.
Bill baja. Transporta a Ivy (gracias a Dios) profundamente dormida y limpia, con las manos vendadas.
La mano del doctor Kaplan sobre la frente de Ivy.
El policía más bajo habla con Hoover.
—Me llamo John Noonan, oficial de primera clase, placa número 707325. Le arresto a usted bajo la suposición de secuestro.
Los ojos de Hoover buscan los de Janice. Los encuentran. La mira con una expresión de triste reproche.
El policía más alto saca unas esposas de su cinturón. Su compañero abre una libreta y lee:
—«Tiene derecho a permanecer callado. Si renuncia a este derecho debo advertirle que cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en su contra durante el juicio. Tiene derecho a hablar con un abogado y a que su abogado esté presente durante los interrogatorios. Si no tiene medios para contratar a un abogado, se le designará uno de oficio, sin cargo alguno para usted, durante todo el juicio…»
Aplausos.
¿Fueron verdaderamente aplausos lo que escuchó cuando se llevaron esposado a Hoover por entre una doble fila de vecinos que aprobaban la acción de la policía, y le condujeron por el pasillo hasta el ascensor, en medio de los dos policías?
¿Aplausos?