11

La larga caminata desde la catedral bajo la fuerte lluvia tuvo el efecto de un tónico para Janice. Las duras gotas de agua que golpeaban su cara parecían dotadas de un mágico y terapéutico poder para limpiarla y levantó la cara para recibirlas de lleno en el rostro. Frías, punzantes, dolorosas, representaban la realidad y le hacían adquirir plena conciencia de sí misma y del mundo que la rodeaba; ese mundo, real y presente, que constituía la única porción de eternidad en la que creía.

Completamente empapada, llegó a la esquina de la calle Sesenta y siete. Se quedó unos segundos mirando la maciza mole de piedra y cristal de la fachada de Des Artistes, que resplandecía con la humedad bajo la tenue luz otoñal. La fortaleza de Bill, pensó al tiempo que esbozaba una sonrisa. Su defensa contra el enemigo del exterior había resultado impotente contra el enemigo del interior. Los artistas habían fracasado cuando proyectaron el edificio: no tenía defensas contra el espíritu del mundo. Deberían haber puesto hierbas mágicas junto con el cemento.

Encontró a Carole e Ivy jugando a las damas en el suelo del living. Cuando puso su mejilla contra la de la niña la sintió fría. Carole se quedó hasta terminar la partida, después tomó su labor de punto y se dirigió a la puerta, haciéndole un gesto a Janice para que la siguiera.

—El tipo ése insiste en verte esta noche —murmuró, como si la idea le encantara—. Dice que sabe que Bill no está en casa, pero que de todos modos tiene que hablar contigo porque es importante para la seguridad de Ivy —su rostro se transformó en la máscara del terror y prosiguió con voz temblorosa—: Oye, ¿por qué no llamas a la policía? Como dice Russ, ese hombre está loco.

Janice esbozó una sonrisa desganada y respondió:

—Creo que eso es lo que haré si aparece por aquí.

—Grita si necesitas ayuda. Cenaremos en casa del hermano de Russ, pero pensamos volver alrededor de las once.

—Gracias por todo —dijo Janice.

Era sincera, pero, con todo, le alegraba que su amiga se marchara.

No había comprado alimentos y tuvo que arreglárselas para hacer comida con lo que encontró a mano. En el armario descubrió un paquete de tallarines y los preparó con queso parmesano y mantequilla. Los comieron con gusto en la mesa del comedor. Bebieron leche y tomaron peras con almíbar para postre. Después, estuvieron viendo la televisión hasta las ocho y media, y a esa hora subieron para acostarse.

Mientras Ivy estaba sentada en su cama leyendo una revista de misterio, Janice preparó la habitación.

—¿Para qué es eso? —preguntó Ivy cuando vio el biombo de cuatro paneles que su madre había traído de su propio dormitorio.

—Es para ponerlo frente a la ventana. Entra una corriente de aire por los intersticios de los cristales. Tendremos que hacer que los arreglen de nuevo.

—Yo no siento ninguna corriente de aire.

—Pues aquí está —dijo Janice, mientras lo extendía para ponerlo sobre el radiador.

Durante varios minutos el armazón resistió todos sus esfuerzos para introducirlo detrás del radiador, lo que la hizo decir unas cuantas palabrotas en voz baja. Ivy rió y le dijo:

—Cuidado con lo que dices, mamá. Hay niños delante.

Finalmente, el biombo logró pasar los diversos tubos y un diseño chino en tonos rojos y dorados oscureció completamente la ventana. Ivy comentó sorprendida:

—¡Qué bonito está! ¿Podemos dejarlo ahí para siempre?

—Ya veremos —contestó mientras rodeaba de mantas el temible radiador—. No quiero que vuelva a pasar lo de anoche —explicó mientras fingía ordenar el dormitorio.

En realidad estaba corriendo los muebles hacia los rincones, de modo que la niña no se hiciera daño. Preparaba el escenario para lo que pudiera ocurrir.

A las nueve y diez, después de haber arropado a Ivy y a su oso y de besarlos a los dos, Janice apagó la luz y se marchó del dormitorio, cerrando la puerta al salir. Se dirigió a su habitación, abrió su libreta de números telefónicos en la letra K y la puso cerca del teléfono. Repasó mentalmente todo lo que había hecho, y no se permitió poner la cabeza sobre la almohada hasta no estar segura de no haber descuidado ningún detalle. Se limitaría a descansar. Confiaba no quedarse dormida. Estaba vestida y dejaría la luz encendida para descansar mientras esperaba.

Un ruido la despertó. Aguzó sus oídos para escuchar. AI comienzo sólo pudo oír el lejano golpeteo de la lluvia contra los cristales. Después, casi inaudible al principio, el débil sonido de unos pies y de unas pisadas frágiles, diminutas, y el agitado, terrible sonido de la voz que decía:

Papápapdpapáquemaquemaquemaquema —en un tono que aumentaba de volumen y desaparecía, para volver a elevarse después, con mayor fuerza—: Quemaquemaquemaquema.

Janice se sacudió el sueño de los ojos y miró el reloj. Eran las diez y cinco en punto. Se había quedado dormida, a pesar de todo.

La voz se transformó en un alarido que el pasillo aprisionó para luego lanzarlo amplificado y resonante contra los oídos de Janice.

QUEMA QUEMA QUEMA QUEMA QUEMA.

Se cubrió los oídos con las manos. Escuchó la circulación de su propia sangre y los latidos del corazón. ¡Tenía que encontrar el teléfono!

Los puños azotaban, golpeaban contra… algo.

Las manos le temblaban cuando dio vuelta a la libreta y buscó KAPLAN. Tuvo dificultades para encontrar los agujeros cuando procedió a marcar el número.

Ruidos que arañaban, rasgaban, destrozaban… ¿qué cosa?

—Contestador automático del doctor Kaplan. Un minuto, por favor.

¡Maldición!

Transcurrieron varios segundos. Pasó un minuto. ¡QUEMA QUEMA QUEMA QUEMA QUEMA! El aullido pareció sacudir la casa.

—Servicio nocturno del doctor Kaplan. Gracias por esperar.

—¿Podría hablar con el doctor, por favor?

—¿Es grave?

—¡Sí!

Azotaban, destrozaban, golpeaban.

—¿Su nombre?

—Janice Templeton.

—¿Su número de teléfono?

—555-1461.

—El doctor la llamará enseguida.

—¡Rápido, por favor es muy urgente!

Raspaban, luchaban, raspaban, gritaban. Janice colgó el teléfono, saltó de la cama y se dirigió hacia la puerta.

¡QUEMA QUEMA QUEMA QUEMA QUEMA QUEMA QUEMA!

El grito hacía eco, rebotando contra las paredes del pasillo, llenándolo de un terror enloquecedor y azotaba a Janice con su impacto destructivo, impulsándola a apresurarse al encuentro de su hija. Cruzó a tropezones la escalera y atravesó el pasillo en dirección al dormitorio de Ivy. La puerta estaba cerrada, tal como ella la había dejado. Se detuvo. El pánico empezó a apoderarse de ella, y abrió la puerta para entrar en la oscuridad, por un momento silenciosa.

¡QUEMA QUEMA QUEMA QUEMA QUEMA QUEMA QUEMA! —le golpeó el rostro.

Las palabras salían en un sollozo entrecortado, raspando la garganta en cada explosión de sonidos.

Vagas siluetas comenzaron a delinearse cuando los ajustados ojos de Janice se fueron acostumbrando a la oscuridad. La figura fantasmal se hallaba junto a la ventana y agitaba unas mangas blancas y unas manos vendadas que hurgaban y arañaban el biombo chino, al compás de aquel grito continuo, inacabable:

¡QUEMA QUEMA QUEMA!

—¡Dios mío, el biombo! —se escuchó murmurar, y buscó el interruptor para encender la luz. La habitación se iluminó. Se cubrió los ojos con la mano.

—¡No! ¡Santo Dios! —dijo, casi sin voz, incapaz de concentrar la mirada, a punto de desvanecerse—. Santa María, Madre de Dios. ¡Oh, no! —gritó, sintiendo crecer la náusea en su interior.

La niña estaba de pie frente a la ventana. Gritaba mientras golpeaba y desgarraba el biombo chino, destrozando la tela con las uñas. Se había despojado de las vendas y los dedos quemados sangraban por el sobrehumano esfuerzo de destruir la barrera que la separaba de esa cosa que anhelaba y odiaba, deseaba y temía; la ventana, símbolo de esperanza y desesperación, de horror y salvación, fuego infernal y entrada al cielo, su inalcanzable objetivo.

—¡Ivy… Santa María!

Janice trataba de decir los dos nombres al mismo tiempo, de unirlos en un mismo grito desesperado de auxilio que fuera capaz de conmover a los poderes extraterrenos. Imploraba la intercesión de la madre de Jesús en ese momento de suprema agonía. Pero su voz no respondía, se resistía a obedecer la orden de su cerebro, y todo lo que era capaz de emitir no pasaba de ser un sollozo lamentable.

—¡Ayúdame! —gritó—. ¡Santa María, ayúdame para que yo pueda ayudar a mi hija!

Apretaba los puños para soltarlos luego y se hundía las uñas en las manos en su lucha por no desmayarse.

—Santa María, querida Madre de Dios —susurró entrecortadamente.

Sonó el teléfono, apenas audible en medio de los gritos histéricos que llenaban el aire. Algo que agonizaba en su interior volvió a la vida y dio energía a su cuerpo entumecido e inerte para que se pusiera en movimiento. Se volvió y se precipitó fuera de la habitación en dirección a su propio dormitorio. Los aullidos la persiguieron con creciente intensidad. Descolgó el teléfono.

—¿Se ha puesto en contacto con usted el doctor, señora Templeton? —preguntó una voz femenina.

—¿Cómo dice? ¡No! —contestó.

—Acaba de salir del hospital. La llamará tan pronto llegue a su casa.

¡QUEMA QUEMA QUEMA QUEMA QUEMA!

La voz pareció aumentar repentinamente de volumen, y al cabo de un momento se oyó el ruido de los pies descalzos cuando corrían por el pasillo. Janice se quedó anonadada. ¡La puerta! ¡Había dejado abierta la puerta del dormitorio!

Hubo un momento de silencio, una brevísima pausa durante la cual el silencio fue total, y a continuación se escuchó el sonido aterrador de un cuerpo que rodaba por la escalera hasta llegar al primer piso. El grito coincidió con el de Janice. Arrojó el teléfono y se lanzó hacia fuera. Sus manos se aferraron a la balaustrada para afirmar su débil y tembloroso cuerpo.

La niña había caído en un revoltijo de carne y ropas de franela y estaba poniéndose en pie cuando Janice logró obligarse a mirar hacia abajo. Parecía como si, milagrosamente, no se hubiera lastimado y ya había comenzado a recorrer precipitadamente el living, reanudando su lamento quejumbroso:

Quemaquemaquemaquemapapápapáquemaquemaquemaquema.

Impulsada por la misma necesidad desesperada de escapar al tormento de las llamas devoradoras que aún ardían calientes y brillantes en el fondo de su subconsciente, se lanzó hacia los grandes ventanales desde donde se podía contemplar la ciudad mojada por la lluvia, y continuó con su macabra ceremonia ritual.

¡Papápapápapápapápapápapáquemaquemaquemaquema!

Janice bajó la escalera aferrándose a la barandilla, buscando a tientas el camino con las manos, sin poder apartar sus ojos de aquel espectáculo sobrecogedor…

Ivy estaba de perfil frente a los ventanales. Gemía aterrada mientras sus manos sangrantes hacían gestos ondulantes hacia el temido cristal, atraída y repelida a un tiempo por su proximidad. Al acercarse, Janice comprobó que la niña no había escapado ilesa de la caída. Tenía el lado izquierdo de la cara magullado y un hilo de sangre manaba de su nariz.

Janice pisó en falso y rodó los tres últimos peldaños de la escalera, cayendo al suelo sobre las manos y las rodillas. El estrépito de la caída y el grito que la acompañó no provocaron en la niña la menor reacción. Sus ojos, agónicos y hechizados, permanecieron fijos en las garras de su propia pesadilla frente a la ventana.

¡Papápapápapáquemaquemaquemaquemaquema!

Punzantes y violentas oleadas de dolor recorrieron las piernas de Janice, arrancándole sollozos, pero no trató de ponerse de pie.

Era apropiado que permaneciera de rodillas porque, ¿no era ésta la actitud adecuada para hacer penitencia, para mostrar contrición, para confesarse, para hacer actos de reparación?

Se colocó de forma que todo el peso de su cuerpo descansara sobre sus doloridas rodillas, y sintió brotar en un torrente apasionado, claras y cristalinas como campanadas, aquellas palabras que recordaba intactas desde sus días del colegio. En voz alta le habló al Dios de su única y verdadera fe.

Dios mío, me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido y me duelo de todos mis pecados porque temo la pérdida del cielo y los castigos del infierno, pero, por sobre todo, porque con ellos os he ofendido a Vos, mi Dios, que sois todo bondad y merecéis todo mi amor…

¡QUEMA QUEMA QUEMA QUEMA QUEMA!

La voz se convirtió en un chillido y la niña retrocedió espantada de los ventanales. Dio media vuelta y, a tropezones, se aproximó a las ventanas que estaban en el otro extremo de la habitación. En su desesperación, trepaba a los muebles que encontraba en su camino.

La voz de Janice continuó sin interrupción mientras se arrastraba de rodillas en persecución de su atormentada hija.

… Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

Papápapápapápapáquemaquemaquema.

Estaba sobre el sofá, luchando por conservar el equilibrio sobre la blandura de los cojines. No pudo conseguirlo y cayó al suelo.

Señor, ten piedad.

Cristo, ten piedad.

Señor, ten piedad.

Cristo, óyenos.

Cristo, escúchanos.

Dios, Padre celestial, ten misericordia de nosotros.

Dios, Hijo Redentor del mundo, ten misericordia de nosotros.

Dios, Espíritu Santo…

Se levantó, lloraba, se trepó de nuevo al sofá, se puso de pie, se balanceó y cayó…

Santa María, ruega por nosotros.

Santa Madre de Dios, ruega por nosotros.

Santa Virgen de las vírgenes.

Madre de Cristo.

Madre de la divina gracia.

Madre purísima.

Madre castísima.

Luchó por ponerse en pie, jadeaba, lloraba, se subió y volvió a caer, golpeándose la cabeza contra el borde de la mesa, sangraba…

El teléfono.

Janice se calló. Un alivio maravillado se reflejó en sus ojos. ¡El doctor!

Gateó hasta el sofá y se dejó caer sobre él cuando sus piernas se negaron a seguir sosteniéndola. Estiró la mano y tomó el aparato. Escuchó un zumbido, un largo y prolongado zumbido. El teléfono seguía sonando. Zumbido y timbre al mismo tiempo. Janice no conseguía entender qué era lo que sucedía.

¡El otro teléfono! ¡Era el otro teléfono el que estaba sonando! En su angustia, había olvidado colgar el de arriba y el médico estaba tratando de ponerse en contacto con ella a través de la línea interna.

¡PAPAPAPAPAPA QUEMA QUEMA QUEMA!

Herida, sangraba, trepó al sofá una vez más, de rodillas se balanceaba hacia atrás y hacia adelante en una precaria genuflexión ante el altar de su desesperación…

Janice se puso en pie, apartó de Ivy la mesa para cócteles y se arrastró por el living hasta el recibidor. Caminó apoyándose en las paredes y en los muebles hasta que, finalmente, cayó de rodillas después de coger el teléfono. Con un grito de dolor se aferró al aparato.

—Doctor —exclamó.

La voz de Dominick le respondió:

—Señora Templeton, aquí está el señor Hoover que quiere hablar con usted.

Su rostro mojado de lágrimas empalideció, se endureció y, por fin se tranquilizó. Los ojos severos se hicieron impasibles. La casa se estremecía con los gritos y golpes de su única hija. Había pedido ayuda a Dios, y Él acababa de enviársela.

—¿Señora Templeton?

—¿Sí?

—¿Qué le contesto?

¡Dígale que suba!

Se agarró al pomo de la puerta para ponerse en pie, no sin un gran dolor y esfuerzo. Se sentía disociada de su propio cuerpo y se tambaleó. Cerró los ojos para recuperar el equilibrio, después abrió el cerrojo con mano temblorosa.

El ascensor subía con un ligero ruido.

Un rectángulo luminoso y el golpe de una puerta anunciaron la dramática aparición de Hoover. Se detuvo, con el sombrero en la mano, mirando hacia el final del corredor. Cuando el ascensor empezó a descender su silueta se recortó brevemente contra la luz. Avanzó un paso y se detuvo nuevamente. Parecía estar comprobando el estado de ánimo del enemigo, tantear el terreno para descubrir las posibles trampas antes de decidirse a continuar su avance. Janice permaneció en la puerta, observándole, esperando que se aproximara, pero Hoover no lo hizo.

De pronto, el aullido golpeó a Janice por la espalda y la hizo entrar en el recibidor.

¡PAPAPAPAPAPAPAPAPAPA!

Hoover avanzó un paso.

¡Dese prisa! —gritó Janice.

Más tarde, sus sentidos irían absorbiendo las escenas que tuvieron lugar durante los minutos siguientes como una sucesión de imágenes inconexas, algunas vagas y otras claras y precisas, que se iban encadenando desordenadamente, sin una secuencia lógica: el olor a lana mojada del abrigo de Hoover cuando pasó frente a ella por la puerta; la postura que adoptó al detenerse en el umbral del living, que le hizo recordar a un domador de circo que había visto cuando pequeña; su propio tropezón con el teléfono, que aún estaba en el suelo, cuando se aproximó vacilante a la espalda del hombre; sus rodillas goteando sangre sobre la alfombra; la voz de Hoover imponiéndose por sobre el sonido de sus sollozos y los gritos de la niña.

¡AUDREY ROSE! ¡SOY PAPA! ESTOY AQUÍ. ¡AQUÍ, MI NIÑA!

PAPAPAPAPAPAPAPA.

¡NO! AQUÍ, AUDREY ROSE. ¡AQUÍ ESTÁ PAPA! ¡AQUÍ!

Hubo un delirio de sonidos y una secuencia enloquecedora de movimientos, aproximaciones, rechazos, invitaciones, resistencias, que formaron un mosaico delirante de imágenes y sonidos hasta llegar, finalmente, a la inevitable aceptación maravillada. La mirada brillante que le reconocía, la sonrisa lacerante de felicidad iluminando la cara manchada de sangre de la niña, la carrera hacia los brazos abiertos que la esperaban, el abrazo en que se unieron y que produjo la repentina y bendita ausencia de ruidos, la calma, la dulce, lánguida, restauradora calma apoderándose del aire torturado, remendando las grietas, restableciendo el silencio.

Hoover permanecía de rodillas, acunando a la niña en sus brazos, consolándola con suaves palmaditas y murmullos tranquilizadores. Casi de inmediato Ivy comenzó a parpadear, próxima a conciliar el sueño.

Janice se apoyaba en el respaldo de una silla para no caerse. Por entre sus lágrimas vio cómo Hoover se ponía en pie con la niña dormida en sus brazos. Muy lentamente, para no despertarla, subió la escalera y la llevó a su dormitorio.

Apenas tenía conciencia de estar siguiéndole. Su magullado y dolorido cuerpo parecía moverse obedeciendo a un impulso completamente ajeno a su voluntad. Sólo sabía que, de alguna manera, había llegado a la puerta de la habitación y que observaba en silencio a Hoover mientras le quitaba el pijama a la niña y la depositaba desnuda sobre la cama. Después, se dirigió al baño. En varios viajes sucesivos reunió toallas, ungüentos, vendas, y trajo una palangana con agua jabonosa.

Curó las heridas de Ivy con una firmeza nacida de la práctica. Le lavó la sangre coagulada del rostro y de las manos, desinfectó y vendó los cortes; aplicó un ungüento en las llagas de los dedos calcinados y los envolvió en dos toallas. El cerebro aturdido de Janice fue registrando cada gesto y cada movimiento, aceptándolos sin hacerse preguntas.

—Déme un pijama limpio.

Le lanzó la frase por sobre el hombro. Era la primera vez que le dirigía la palabra a Janice.

A tropezones se dirigió a la cómoda y sacó un pijama de franela. Cuando se volvió para entregárselo se dio cuenta de que Hoover estaba detrás de ella. Los ojos del hombre examinaban con una profunda tristeza su rostro aturdido y estragado. Después recorrió con la mirada su vestido destrozado y las piernas manchadas de sangre.

Hoover suspiró, y tomó el pijama de las manos de Janice.

Puso el cuerpo afiebrado de Ivy bajo las mantas, se volvió hacia ella, la tomó del brazo, y dijo en voz muy baja:

—Venga, permítame hacer algo por usted ahora.

El agua tibia era suave y reconfortante cuando Hoover curó la piel lastimada e irritada de las rodillas y piernas de Janice con un paño húmedo. La había hecho sentarse en el borde de la cama y se había arrodillado a sus pies. Le observó cómo manejaba sabiamente el paño en el borde de cada corte, evitando con sumo cuidado pasarlo sobre las heridas abiertas. Una parte muy remota de su ser pensó que debería resistirse a estos cuidados, pero en ese momento carecía de la energía y la capacidad mental para hacerlo.

Al tiempo que curaba sus piernas le hablaba en un murmullo que durante mucho tiempo no pudo descifrar. Sus oídos escuchaban las palabras como si formaran parte de la serie de ruidos que había en el dormitorio: el sonido del reloj, el gotear del agua cada vez que sacaba la toalla de la palangana. Cuando su cerebro logró captar el significado de las palabras comprendió que la estaba riñendo con la gentil condescendencia de un profesor que habla con un alumno.

—Sé que no toma el cuidado de la niña a la ligera. He visto las rejas en las ventanas, la forma cómo coge a Ivy de la mano para cruzar una calle. Pero aquí debemos afrontar mucho más que su seguridad física. Estamos ante algo indestructible: su alma. Y eso es precisamente lo que tenemos que tratar de ayudar y salvar. El alma de Audrey Rose que sufre y se atormenta…

Secaba sus piernas con gestos destinados a relajarla. Prosiguió:

—Un dolor y un tormento tan real como el que le costó la vida física a Audrey Rose. Ivy sufre la misma angustia que experimentó Audrey durante el incendio, y Audrey continuará martirizando el cuerpo de Ivy hasta que su alma haya conseguido liberarse.

Sus palabras la hicieron estremecerse.

Santo Dios, ¿qué estaba diciendo?

—Seguirá empujando a Ivy hacia el origen de su problema, intentará volver a ese momento, y someterá a Ivy a peligros tan dolorosos y destructivos como el fuego que acabó con su vida.

La suave cadencia de las frases golpeaba la confusa conciencia de Janice, transformándola en una caótica mezcolanza de aterradoras y distorsionadas palabras y frases inconexas. Alma. Doloroso, Ivy. Peligro. Audrey Rose. ¿De qué estaba hablando?

¡Cállese!

—Y ahora sí que no puedo marcharme. Pudo parecer simple una vez, cuando su esposo me lo pidió, diciéndome que si ustedes estaban controlando tan bien la situación por qué yo no desaparecía y les permitía a ustedes criarla. Perfecto. Nada que objetar. Su esposo tenía la justicia humana y divina de su lado. ¿Por qué viene a arruinarnos la vida? ¿Por qué entra a mi hogar trayendo este torbellino con usted? ¿Qué podemos hacer por usted, amigo? ¡No sabemos cómo ayudarle! ¡Y mire lo que ha sucedido! Esa primera noche que vine a su casa…

Le estaba dando un masaje en las piernas con aceite para bebés. Empleaba un movimiento ondulante, provocativo. Había reemplazado el cansancio por la euforia.

—Esa noche, ahí estaba Audrey Rose. Esperando. Me necesitaba. Lloraba pidiendo ayuda. Mi ayuda. Diciendo que estaba ahí, que necesitaba a su padre, y haciéndome notar su presencia.

La urgencia de sus manos pareció disminuir un tanto.

—Me mintió, señora Templeton. Sé que mintió. Su hija no ha sufrido estos ataques durante toda su vida, como usted dijo. ¿No es cierto? Nunca había tenido estos ataques hasta que yo aparecí, ¿verdad?

—Los tuvo antes —respondió con voz ronca—, a los dos años y medio. Duraron casi todo un año.

Hoover pareció profundamente impresionado.

—¿Cuando tenía dos años y medio? —Se levantó, secándose las manos brillantes en la toalla—. Eso debió suceder en 1967, que fue cuando yo estuve en Nueva York, escribiendo una serie de artículos para el Steelman’s Quarterly…

Se quedó de pie ante la mirada vacilante de Janice. Los ojos del hombre eran dos puntos fijos, intensamente concentrados en la extraña conexión que existía entre los dos acontecimientos.

—¡Dios mío! —murmuró agradecido—. ¿Desde hace tanto tiempo? —dirigió los ojos hacia Janice—. ¡Desde entonces está pidiendo mi ayuda! —la sujetó por los brazos con una intensidad que la sorprendió y la hizo ponerse de pie hasta que quedó al nivel de sus ojos—. ¿Comprende ahora lo que eso quiere decir, señora Templeton? ¡Es el grito de un alma atormentada! ¡Y si usted puede resistirlo yo no!

—¡Entonces, desaparezca de nuestras vidas! —estalló—. Esto sólo sucede cuando usted está cerca. Ivy ha estado bien estos años.

—Se equivoca. La salud de su hija no era más que una ilusión. Mientras su cuerpo albergue un alma que no esté preparada para aceptar sus responsabilidades terrenas no puede haber salud, ni para el cuerpo de Ivy ni para el alma de Audrey Rose. ¡Las dos están en peligro!

Janice sacudió la cabeza, como si quisiera no continuar escuchando.

—No sé de qué me está hablando…

—Le estoy explicando que Audrey Rose volvió demasiado pronto.

¿Demasiado pronto? ¡Santo Cielo! ¿De qué está hablando?

—Después de la Segunda Guerra Mundial muchos niños también volvieron demasiado pronto. Habían sido víctimas de los bombardeos y de los campos de concentración, y estaban confusos por sus muertes prematuras. Por eso se precipitaron a un vientre, en vez de dirigirse a un nuevo plano astral, que es lo que deberían haber hecho.

Estaba loco. Bill decía que era un loco. Y Bill tenía razón.

—Del mismo modo, Audrey Rose pasó de un horror a otro horror en vez de quedarse en un plano en el que podía haber meditado y aprendido a ordenar sus existencias anteriores antes de buscar una nueva —se le llenaron los ojos de lágrimas y se le cortó la voz por la emoción—. Ha vuelto demasiado pronto, señora Templeton, y por eso Ivy corre un grave peligro —sus ojos, húmedos y transparentes, sé clavaron en el rostro exhausto y asustado de Janice—. ¿Comprende lo que quiero decirle?

—¡No! —gritó, mirándole incrédula—. ¡No sé de qué me está hablando!

—No lo sabe porque su conocimiento es muy limitado y hay mucho que aprender, porque su miedo le impide reconocer como verdadero lo que ha visto y oído, y que usted sabe que es verdad.

—¿Qué verdad? —luchó para liberarse de sus manos, pero no pudo conseguirlo—. Mi esposo dice que usted está loco y que debería estar en un manicomio, ¡y creo que tiene razón!

La presión de las manos de Hoover se relajó un tanto. La miró intensamente, apenado.

—Es el miedo lo que le hace hablar así, señora Templeton.

—No es el miedo, maldito, soy yo la que habla así —empezó a sollozar—. ¡Ahora márchese, por favor!

Durante la fracción de un segundo, en medio de los sollozos de Janice, Hoover pareció perder su serenidad, pero se controló y prosiguió suavemente:

—La he asustado. He sido muy torpe. Lo siento.

Sus manos seguían sujetando el cuerpo maltrecho de la mujer. Continuó hablando con gran amabilidad.

—Sé que ama a su hija y desea lo mejor para ella. Cuando se ama a alguien se trata desesperadamente de ayudarle. Pero el amor también debe hacerse preguntas y correr riesgos hasta que se dejen de escuchar los gritos. ¿Por qué cree usted que un hombre como yo, acostumbrado a las tarjetas de crédito y a los colchones blandos, pudo pasar siete años entre vacas y no comiendo otra cosa que no fuera arroz? Vamos, señora Templeton, no estoy loco. No renuncié a una brillante carrera y a mi trabajo sin tener una buena razón. Una historia, una historia increíble que me contaron dos personas, me estrujó el corazón y me hizo investigar. Eso es Dios, señora Templeton, y eso es amor, que hace que nos movamos más de prisa que nuestro miedo.

Sus labios temblaban muy próximos al rostro de Janice, que podía sentir el aliento del hombre en sus mejillas.

—¿No puede abrir el corazón y tratar de entender lo que le estoy diciendo?

—No sé —murmuró con la voz estremecida por el llanto—. No sé qué pretende que haga.

—Quiero que me ayude y confíe en mí. El alma de una niña está sufriendo, señora Templeton, llora por un dolor que la torturó hace más de diez años. Y seguirá haciéndolo hasta que la ayudemos.

Janice se volvió desconsolada hacia él.

—Ayudar… ¿a su alma?

—Sí —respondió Hoover, sintiendo que había establecido contacto con ella—. Tenemos que unirnos para ayudarla a superar su martirio. Debemos unirnos estrechamente, aportando todo el amor del que usted es capaz y todo el amor del que yo sea capaz, para curarla, para hacer desaparecer sus cicatrices de manera que el alma de Audrey Rose pueda descansar. Todos somos parte de esa niña, señora Templeton. Todos intervinimos en su creación y sólo nosotros podemos ayudarla. Usted y yo juntos. Usted ayudará a Ivy, yo ayudaré a Audrey Rose.

Su voz tenía un poder hipnótico que parecía arrullarla haciendo desaparecer las defensas de Janice.

—¿Cómo? —preguntó en voz muy queda—. ¿Cómo la ayudará? Usted mismo ha dicho que Audrey Rose estaba tratando de matar a Ivy. ¿Cómo puede alguien impedírselo?

—Yo debo intentarlo. Tengo que estar con ella, cerca de ella, para orar y hacerle bien a su alma. Audrey sólo tenía cinco años cuando murió. En su breve existencia terrena apenas tuvo tiempo de darse cuenta de la belleza de la vida —su voz se quebró por efecto de la emoción—. Debo volver a hacer presente a su alma las manifestaciones de Dios, la belleza y unidad de la vida terrena que conoció y amó antes de que el fuego quemara su alma con su fuerza destructora.

Janice sintió que las manos de Hoover la estrechaban con más fuerza y la aproximaban a él. Estaba llorando, sin avergonzarse de que ella le viera.

—No lo hago por mí ni porque la extrañe mucho, sino para que su espíritu se tranquilice, y eso es algo a lo que todos tenemos derecho. ¡Por favor, por favor, permítame ayudarla!

Janice comenzó a sollozar. Ocultó el rostro entre las manos para escapar al magnetismo de su fuerza.

—No me cierre las puertas, señora Templeton —dijo casi sin aliento—. Déjeme entrar en su vida. Permita que sea de utilidad para usted, Ivy y Audrey Rose —las lágrimas desbordaron sus ojos y se derramaron por sus mejillas—. Por eso estoy aquí esta noche, por eso he hecho todo este largo viaje. Todos esos años de búsqueda, investigación y duda no eran más que el prólogo de este momento único en el tiempo y en el espacio —hizo una pausa y atrajo aún más a Janice—. ¿Puede prescindir de mí, señora Templeton? ¿Puede hacerlo?

—No —respondió débilmente, sintiendo sus propias lágrimas rodar por sus mejillas.

—Gracias —respiró hondo, agradecido por su comprensión—. Perdóneme. No soy malo, pero tampoco un santo. Sólo soy un hombre que sabe que Dios le ha impulsado a hacer un recorrido que era imprescindible. No debemos volver a hablar de separarnos, porque estamos estrechamente unidos. Usted, su esposo, su hija, Audrey Rose y yo. Un milagro nos ha reunido y ahora somos inseparables —se calló un segundo para recalcar sus palabras y prosiguió en un tono más imperioso, urgiéndola—. Diga que , señora Templeton. ¡Por favor!

—Sí.

Su llanto se mezcló con el sonido de la agitada respiración de Hoover, cuyas manos seguían estrechándola con fuerza. El rostro del hombre se suavizó. Por un momento pareció que iba a besarla; no le habría parecido extraño ni se hubiera resistido, pero no lo hizo. Relajó la presión y Janice se alejó. Liberada del apoyo de sus manos, tuvo que aferrarse al respaldo de la cama para no caerse. Sus piernas parecían incapaces de sostenerla.

Hoover la miraba fijamente, pero la tensión había desaparecido. Sonrió bondadoso y dijo:

—Descanse. Encontraré solo la puerta. Volveremos a hablar por la mañana —caminó hasta la puerta, se volvió, sonrió una vez más y agregó—: Buenas noches, Janice —pronunció su nombre con toda la confianza y la seguridad de quien sabe que ha ganado una batalla.

Escuchó sus pasos que se alejaban y el ruido de la puerta de calle al cerrarse, pero no pudo moverse. Permaneció de pie, escuchando los ruidos nocturnos familiares: el reloj, una sirena aullando a lo lejos, la bocina de un coche. De pronto, llegó hasta ella otro sonido, inesperado, molesto, exigente, que se sumaba a los anteriores. Recorrió el dormitorio buscando su origen hasta que descubrió el teléfono en el suelo, todavía descolgado. La cabeza le dio vueltas cuando se inclinó para colgarlo. Inmediatamente empezó a sonar. El ruido la hizo saltar.

—Señora Templeton —era la voz del doctor Kaplan—, hace una hora que estoy tratando de comunicarme con usted, pero su teléfono estaba descolgado.

—Ya ha pasado todo doctor —tartamudeó—. Todo está bien ahora.

—¿Y la niña?

—Está perfectamente. En este momento duerme tranquila.

—Bien. Déle aspirinas y que beba cuanto quiera. Pasaré a verla mañana.

—Gracias, doctor.

La lluvia, impulsada por el viento, golpeaba contra los ventanales que dominaban la ciudad. Desde la mecedora, las gotas de agua resplandecían iluminadas por mil luces distintas, haciéndolas parecer diamantes que se deslizaban trazando misteriosos senderos al rodar sobre la superficie de los cristales.

Había vuelto a llenar su vaso de whisky. En su mesita para la costura había una botella de J.&B. semivacía. Afortunadamente, el licor le producía un efecto energético y afinaba su percepción, al tiempo que calmaba sus sentidos y tranquilizaba sus temores.

Era la una y diez. Hacía dos horas que Hoover se había marchado. Janice estaba sentada en la penumbra del living, bajo los desnudos pintados en el techo, esperando que amaneciera.

A las cinco despertaría a Ivy. Había pedido que la pasaran a buscar a las cinco y media. El frío de la habitación la había obligado a ponerse el impermeable forrado en piel, de modo que estaba completamente vestida, bebiendo whisky y esperando. En el suelo reposaban las dos maletas.

Había tomado su decisión en medio de una jungla de posibilidades, y se sentía orgullosa de haber sido capaz de dejar a un lado sus sentimientos para ordenar sus ideas de modo racional y práctico.

Su primer impulso fue telefonear a Bill para contarle lo que pasaba; estaba esperando que la comunicaran con el hotel Reef cuando cambió de opinión y canceló la llamada. Bill se limitaría a decirle que fuera a Hawai, y era capaz de convencerla, pero ella sabía que ya era demasiado tarde para ir a Hawai. Habían pasado demasiadas cosas esa noche como para que ahora eso sirviera de algo. Entonces se acordó de Westport y de aquel maravilloso verano cuando Ivy tenía seis años. El lugar se llamaba Sound Side Cottages. Probablemente no funcionaba en esta época del año, pero como el chalet tenía chimenea y calentadores pidió una conferencia con los Stuart en Westport.

La señora Stuart, la esposa del dueño, respondió después de catorce llamadas y se mostró menos violenta por haber sido molestada de lo que Janice esperaba. Los chalets no se alquilaban hasta finales de la primavera, pero después de algunos titubeos lograron llegar a un acuerdo. Janice podría disponer de uno al día siguiente, pero no antes del mediodía, ya que había que ventilarlo y limpiarlo.

En menos de una hora había hecho las maletas con ropas para una semana, con los textos escolares de Ivy, medicinas y todo lo necesario para el caso de accidente. Después comprobó el estado de su cuenta bancaria y contó el dinero en efectivo. Tenía cincuenta y ocho dólares y noventa centavos; suficiente para pagar el coche que pasaría a buscarlas y para almorzar en Westport. Decidió que haría el viaje en coche en razón de la fiebre de Ivy, que aún persistía a pesar de que estaba durmiendo plácidamente. Había metido en la maleta su manta eléctrica y guardaría también la de Ivy apenas la niña se despertara.

La idea era desaparecer durante un tiempo sin dejar rastro. Janice necesitaba tiempo para pensar apartada de las presiones y la histeria de Elliot Hoover. Si, como él insistía, la vida de Ivy estaba en peligro, y se podía confiar en la experiencia pasada, entonces el peligro era mayor cuando Hoover estaba cerca. Nunca se habían producido pesadillas durante su ausencia.

«Estamos tan unidos, usted, su esposo, su hija, Audrey Rose y yo. Nos hemos reunido por milagro, y ahora somos inseparables.»

Había invadido su casa, plantado su estaca y establecido su derecho a permanecer en ella.

Janice movió la cabeza y se preguntó si era más increíble que pudiera ser verdad o que ella estuviera dispuesta a aceptar que lo fuera. No era una persona crédula, nunca había creído en lo oculto ni en lo sobrenatural. Pero esto era diferente. Ahora ella estaba directamente implicada, era testigo presencial en el juego espiritual del escondite de Audrey Rose.

Bebió un largo trago y pensó en lo bueno que sería que Bill estuviera en lo cierto y Elliot Hoover resultara no ser sino un loco, destrozado por una pérdida a la que había sido incapaz de sobreponerse. Un loco que recurría a la magia para compensar el golpe brutal que la vida le había infligido. Pero, en su interior, sabía que no era así y que Hoover se había dado cuenta: «… es su miedo lo que le impide aceptar lo que usted sabe… que es verdad».

Tenía razón.

El miedo había impulsado a su mente a rechazar una confrontación directa con la lógica de cuanto había visto y oído.

«… es porque su conocimiento es muy limitado y tiene tanto que aprender.»

Janice se puso de pie y caminó con dificultad hasta el armario. Se subió a una silla y hurgó en el oscuro rincón de la parte superior hasta encontrar lo que buscaba.

Sentada de nuevo en la mecedora, acercó la lámpara de pie y miró el abultado cuaderno forrado en piel que descansaba sobre sus rodillas.

Gastado, ajado, arruinado por el paso del tiempo y por los elementos, mostraba sus páginas deformes separadas por clips, de modo que la atención del lector se centrara en los pasajes que a Elliot Hoover le interesaba que leyera de su aventura de siete años.

Janice comenzó a hojear las páginas y reconoció de inmediato la diminuta escritura. Las primeras páginas estaban escritas con tinta negra; las últimas, muchas de las cuales aparecían manchadas y descoloridas, con un lápiz que apenas hacía legible la escritura. Este hecho mismo parecía revelar la trayectoria de Hoover en busca de la verdad: de la comodidad de la civilización occidental a las penurias de su viaje por la India.

No había fechas, ni impresas ni manuscritas, y cada página estaba completamente llena, sin el más mínimo hueco. Escribía como hablaba: en explosiones sucesivas de palabras.

En la primera página figuraba su nombre y la fecha: 17 de abril de 1968. Debajo estaba escrito a mano en grandes letras de imprenta: «¡COMIENZO

Janice volvió la página y comenzó a su vez.