10

—¿Muerta? —no era tanto una pregunta como la manifestación de una profunda sorpresa.

—Sí, lo siento mucho pero así es —la voz que hablaba por el teléfono era la del doctor Benjamin Schanzer, director de la Clínica psiquiátrica de Park East—. La doctora Vassar murió hace ya más de dos años.

—Oh… —Bill permaneció en silencio, ordenando su ideas, durante algunos segundos—. Mi hija fue una de las pacientes de la doctora Vassar… hace unos siete años.

—Comprendo.

Bill trataba de encontrar las palabras adecuadas.

—Tuvo un problema… y… la doctora Vassar fue una gran ayuda. Ahora parece que el… problema… ha vuelto a presentarse.

—Veamos… eso tuvo que suceder en 1967… y yo no trabajaba aquí en esa época.

—Me parece que el doctor… Wyman era el director de la Clínica entonces.

—El doctor Wyman aún trabaja con nosotros. ¿Quiere que le ponga en contacto con él?

—Sí, por favor. Gracias.

—De nada.

Bill estaba en su propio despacho; era un poco antes de las nueve y no había nadie, Abby no solía llegar antes de las nueve y cuarto y Don acostumbraba a aparecer alrededor de las diez. Bill había ido muy temprano porque tenía sus buenas razones para hacerlo; tenía mucho trabajo que debía resolver en menos de cinco horas. Debía dejar atados muchos cabos sueltos antes de subirse al avión. Y aunque odiara tener que admitirlo, tenía, además, otra razón. Por primera vez desde que estaba casado le había resultado imposible quedarse en casa esa mañana. La necesidad de escaparse había sido irresistible y el hecho era que, por muy inmadura, irracional, poco considerada y cruel que pudiera parecer su actitud, no había conseguido superar su impulso de escapar.

Le había despertado el llanto de Ivy, una reacción natural de dolor por las quemaduras de sus manos. Como era habitual, no recordaba nada de las pesadillas y aceptó la explicación que le dio Bill del accidente sin hacer más que una pregunta:

—¿Pero si me las quemé en el radiador cuando iba al baño, por qué no me desperté?

—Porque en seguida te pusimos linimento, y las quemaduras no duelen inmediatamente.

—Ah… Entonces es lo mismo que cuando me quemé en la playa el verano pasado.

A pesar del dolor y la temperatura hacía esfuerzos por sonreír. Su sonrisa parecía aceptarlo todo, y mostraba su disposición para comenzar el día en forma positiva, con optimismo.

Janice, en cambio, parecía estar a millones de kilómetros de distancia; silenciosa, poco comunicativa, lejana, cumplió sus obligaciones matutinas como si fuera un juguete mecánico. Ni las quejas de Ivy ni sus amables intentos por aproximarse habían logrado penetrar su coraza.

—Lamento haberle hecho esperar tanto tiempo —dijo la voz del doctor Schanzer en el teléfono—, pero parece que el doctor Wyman no vendrá esta semana. Tal vez el doctor Pérez, que era interno aquí en esa época, pueda ayudarle.

—Bueno, ¿podría hablar con él?

—Un momento, por favor.

El primer indicio de apatía se manifestó cuando Bill le dijo que había decidido cancelar el viaje a Hawai y que prefería tener que renunciar a su trabajo antes que marcharse sin ellas. Janice no hizo ni dijo nada, y cuando le preguntó si debía interpretar ese silencio como su deseo de que hiciera el viaje, siguió callada, exprimiendo naranjas. Finalmente, malhumorado, le preguntó qué deseaba que él hiciera, a lo que ella respondió: «Me parece que debes ir.» Las palabras eran encorazonadoras, pero tras ellas no había una fuerza que las respaldara. Cuando sugirió que era mejor conservar los billetes por si descendía la temperatura de Ivy, su respuesta fue: «Como quieras.» Hablaba con amabilidad, pero sin ningún impulso, sin ningún sentimiento. Al ser interrogada sobre si le daba miedo quedarse sola, si temía que Hoover pudiera molestarla o que Ivy sufriera una recaída, contestó en el mismo tono inexpresivo y apático:

«No tengo nada que temer. La majestad de la ley me protegerá contra el señor Hoover, y uno de los supositorios del doctor Kaplan me ayudará si Ivy sufre una nueva crisis.»

Fue ése el momento preciso en que decidió escapar. Antes de hacerlo sugirió que ambos acudieran a ver a la doctora Vassar esa mañana, y que tomaran las medidas necesarias para que Ivy volviera a estar en tratamiento. Janice contestó: «Haz lo que quieras.» Y eso fue todo. No hubo más en su conversación, ésa era la sustancia de su comunicación.

—Habla el doctor Pérez —era una voz delgada y con acento sudamericano.

—Doctor Pérez, habla usted con William Templeton. Ivy, mi hija, fue una de las pacientes de la doctora Vassar hace algunos años…

—La doctora Vassar murió hace dos años…

—Ya lo sé, doctor, pero hay algunas cosas que me gustaría consultarle ya que usted trabajaba en la clínica en la época en que mi hija estuvo bajo tratamiento.

—Cómo no, pregunte lo que quiera…

—Me gustaría saber si aún conserva las anotaciones de la doctora Vassar respecto a la enfermedad de mi hija.

El doctor Pérez respondió de inmediato, sin titubear, casi sin pensarlo.

—Sí. En Park East trabajamos en equipo y todas las fichas médicas se conservan en el archivo. Allí deben estar las de la doctora Vassar también.

—¿Podría ver esas fichas?

—Debe hacerse una petición formal, y no tendremos inconveniente en entregárselas a otro médico.

—Hay otra cosa que desearía consultarle, doctor. Los problemas de mi hija han reaparecido, y no conocemos otro psiquiatra. ¿Podría usted hacerse cargo de ella?

—Un momento, por favor —en la breve pausa que siguió pudo oír su respiración—. ¿Señor Templeton?

—Dígame.

—Podría recibirla el 14 de diciembre a la una.

—No, doctor Pérez. Tal vez yo no haya sido suficientemente explícito. Mi hija está muy enferma y necesita atención médica inmediata…

—En ese caso me resultará imposible hacerme cargo de su hija. Tal vez algún otro médico de la clínica…

—Sí, sí. Mi esposa y yo querríamos ir a la clínica esta mañana y llegar a algún tipo de acuerdo. ¿Con quién tendríamos que hablar?

—Con el doctor Schanzer.

Bill llamó a Janice y le informó de que la doctora Vassar había muerto. Ella preguntó:

—¿De qué?

—No lo sé —respondió Bill impaciente—. No se me ocurrió preguntarlo. Y no veo que eso pueda tener la menor importancia.

—Supongo que no.

La apatía persistía, profunda y resistente a todo.

—Tenemos hora para ver al director de la clínica a las diez y media. ¿Crees que Carole querrá quedarse con Ivy?

—Se lo preguntaré.

—Podemos almorzar juntos después. No tengo que estar en el aeropuerto hasta las dos y cuarto.

—Bueno.

La antesala de la Clínica psiquiátrica de Park East había sufrido algunas modificaciones, pero en general el conjunto permanecía tal como Bill lo recordaba. El inmenso ventanal sin cortinas que cubría por completo una de las paredes mostraba la misma vista encantadora del parque, aunque los árboles aún no estaban cubiertos de nieve. El carácter de los cuadros de la pared opuesta había cambiado; del Impresionismo europeo se había transformado en estadounidense moderno, con una gran preponderancia de Nolan y Robert Indiana.

Cinco personas esperaban sentadas en la antesala cuando Bill llegó a las diez cuarenta y cinco. Janice no era una de ellas. Dio su nombre a la recepcionista y le dijeron que esperara. A las once Janice aún no había llegado. Bill estaba pensando llamar a casa cuando una muchacha joven y bonita apareció al final del pasillo y, dirigiéndose a todo el grupo, preguntó:

—¿El señor Templeton?

Bill la siguió por el largo corredor hasta que llegaron a una habitación sin ventanas, en la que había una gran mesa con más de una docena de sillas a su alrededor. Una carpeta de archivo se hallaba sobre la mesa. La chica sonrió y dijo:

—El doctor Schanzer tiene un horario muy cargado esta mañana. Espera poder escaparse para venir a conversar un momento con usted.

Cuando la muchacha salió, Bill se quitó el abrigo y lo dejó sobre el respaldo de una silla, se aflojó la corbata porque hacía mucho calor, y paseó la mirada sobre la carpeta. Con letra grande decía «Templeton» en su cubierta. Parecía muy poco voluminosa, considerando todo el tiempo que la doctora Vassar había pasado con ellos en esas interminables sesiones familiares e individuales, que tenían lugar en el despacho de la doctora o en el domicilio de los Templeton. Algunas sesiones habían durado hasta cinco horas, según la necesidad y circunstancias que se iban presentando.

Miró fijamente la carpeta y se preguntó qué habría descubierto la doctora Vassar, qué secretos había intuido esa mente aguda e intuitiva, a qué conclusiones había llegado respecto a la extraña y terrible enfermedad de Ivy, y que no les hubiera comunicado a ellos. Para saberlo no tenía más que abrir la carpeta y mirar.

Sus dedos se posaron sobre la cubierta y se detuvieron. El rostro ancho, germánico, formal, intenso, con esos ojos penetrantes, pareció flotar encima.

Lentamente abrió la carpeta.

La primera página era amarilla y tenía una serie de anotaciones hechas con una escritura decidida que presentaba ciertos rasgos extraños. Algunas de las letras, la s y la l, resultaban difíciles de distinguir. Bill pensó que hasta para escribir tenía acento extranjero. Sin prisa fue descifrando las frases.

Establecer la diferencia entre las perturbaciones de la conciencia de origen epiléptico y las de origen psiquiátrico es a menudo muy difícil. En este caso no hay antecedentes epilépticos. No se aprecian perturbaciones en el lóbulo temporal a través de un examen físico.

Debajo un nombre y un número: Cullinan, 555-7751.

Cullinan había sido el médico encargado de los electroencefalogramas que se le hicieron a Ivy antes del tratamiento.

La página siguiente estaba escrita sobre el dorso de una carta circular en la que se ofrecían algunos productos. Sin duda, la doctora Vassar solía tomar apuntes sobre la primera cosa que encontraba a mano. Al comienzo de la página había una pregunta, luego venía un largo párrafo.

¿Fenomenología histérica?

La paciente presenta síntomas de sonambulismo. Los padres describen sus movimientos como una respuesta externa al contenido manifiesto del sueño. El significado podría ser huir de las tentaciones del lecho; sin embargo, esto sería muy raro ya que aún no tiene tres años. Raro, pero posible. Los padres afirman que la niña posee habilidades para plasmar imágenes y ejecutar acciones complejas cuando se halla en estado de sonambulismo.

Y abajo decía:

Trataré de estar presente durante el próximo ataque.

Bill recordó la visita que les había hecho la doctora Vassar esa noche, hacía siete años. Eran las dos de la mañana y Bill no estaba seguro si debía molestarla a esa hora, pero ella contestó el teléfono inmediatamente. Con voz clara y lúcida dijo: «Iré.» Llegó pronto y pasó toda la noche con Ivy, solas las dos tras la puerta cerrada. Hubo muchas otras noches parecidas en el transcurso de ese año.

Se saltó dos páginas; en una decía: hablar con Kretschmer; y en la otra: hablar con Janet. Después encontró una libreta delgada con una cubierta en imitación de cuero. Era un diario. Las anotaciones de un testigo presencial de los ataques de Ivy; la letra era rápida y temblorosa, como si hubiera escrito mientras las acciones descritas tenían lugar. La primera estaba fechada el 18/1/67, y decía:

Acción con un objetivo… trata de salir de algo… toca las cosas y retrocede como si se quemara… acciones motoras complejas… extrañas… curiosas… muy desusadas en un niño de su edad… durante los ataques parece como si tuviera miedo de cosas invisibles para los demás… trata de trepar en el respaldo de una silla ¡y lo consigue! Bien coordinada, coordinación muscular y habilidades propias de un niño de más edad. (Comprobar si es capaz de trepar a una silla cuando no está en estado de sonambulismo). Trata de acercarse al cristal de la ventana, quita la mano cada vez que está a punto de tocarlo, lo intenta de nuevo… hace una serie de movimientos, acompañados de llanto, inquietud, temblores, balbuceos… quemaquemaquemaquemaquemapapápapá… El ataque duró hasta las 5.20, hora en que sucumbió al cansancio y se durmió en un estado febril. Temperatura: 39.8.

Bill pasó a la página siguiente, fechada el 25/1/67.

Al comienzo parecía querer escapar de algo… posible episodio traumático relacionado con encierro… ¿una habitación…? pero ahora sus movimientos han cambiado: ya no trata de escapar sino de dirigirse hacia algo… se acerca a las cosas, no se aleja de ellas… conducta que se modifica cuando… una barrera térmica inexistente la detiene… la barrera parece ser dolorosa… caliente… quemaquemaquemaquemapapápapápapá… este balbuceo puede estar relacionado con alguna experiencia traumática del pasado, sin embargo su edad parece negar esta posibilidad: ¿trauma prenatal? ¿Parto difícil? Hablar de esto con el obstetra. Tal vez un episodio de cuando era muy pequeña: ¿estufa?, ¿fuego?, ¿el sol?, ¿la playa?, ¿un verano donde las superficies estaban muy calientes?, ¿un metal?, ¿algo que tocó casualmente? El pomo de una puerta expuesta directamente al sol puede calentarse mucho (preguntar a los padres).

El calor de la habitación se estaba haciendo insoportable. Bill se puso de pie y se quitó la chaqueta. Tenía la camisa manchada de sudor. Dobló su chaqueta oscura y la puso sobre el respaldo de la silla próxima. Enrolló las mangas de su camisa y dio vuelta a la página para leer la siguiente anotación:

20/2/67 Los resultados fueron negativos: en estado normal la niña es incapaz de trepar a una silla sin caerse. Durante el sonambulismo puede hacerlo y demuestra una mayor habilidad muscular y una mejor coordinación de la que cabría esperar en un niño de dos años y medio. Importante: tiene el lenguaje de un niño de dos años y medio, pero durante sus estados de sonambulismo habla con esquemas lingüísticos correspondientes a un niño mayor de unos 5 ó 6 años (quemaquemaquemapapápapápapá). Enuncia con claridad y precisión los sonidos, incluso durante las explosiones en las que acelera el ritmo. (Comprobar habilidad oral en estado normal.)

En la página siguiente había una breve nota:

El obstetra, doctor Osborne, afirma que no hubo nada desfavorable o anormal durante el desarrollo fetal o el nacimiento del paciente. Perfectamente normal. La calefacción funcionaba bien, no hubo accidentes en el que hubiera algo caliente: vaso, instrumental quirúrgico, etc.

Sonrió al recordar la alegre mañana de agosto en que nació Ivy. Janice había optado por un método que le permitiría dar a luz sin miedo y sin drogas. Estuvo completamente lúcida cuando Ivy hizo su aparición en este mundo a las 8.27.03, según el cronómetro de Bill. Nació con los ojos abiertos y parecía darse cuenta del mundo y de la gente que la rodeaba. Incluso antes de que la lavaran su extraña belleza había sido evidente. No se presentó ningún problema. Suspiró y dio vuelta a la página.

3/4/67 Las pruebas de habilidad lingüística demostraron que el sujeto es incapaz de pronunciar según el modelo staccato, y con la misma habilidad, con que lo hace durante sus estados de sonambulismo. En estado normal se desdibuja su pronunciación, pierde el sonido m al pronunciar en una secuencia rápida la palabra «quema» y lo mismo ocurre con el sonido p al pronunciar papá.

21/4/67 La ventana parece ser su objetivo principal. Un objetivo inalcanzable; el cristal es como una barrera caliente… ¿el fuego del infierno…? intenta acercarse sin éxito al cristal, porque el calor es excesivo… retrocede tambaleándose… se cae… llora… reflejos en la córnea, la pupila y los tendones… no se muerde la lengua ni se orina… su cara enrojece, en vez de empalidecer o adquirir tonos azulados… la temperatura del cuerpo aumenta cada vez que se aproxima a la ventana.

Se frotó los ojos un momento. Le caían gotas de sudor de la frente. Sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la cara. Miró la hora: eran sólo las once y diez. Acercó el reloj al oído para cerciorarse de que no se había parado, estaba seguro de haber permanecido en esa habitación muchísimo más de diez minutos, pero el reloj caminaba normalmente. Pensó llamar a Janice por teléfono, pues había uno sobre una mesa en un extremo de la habitación. Decidió esperar unos diez minutos más. Le habría gustado saber si Hoover había intentado llamar a su casa. Sus ojos volvieron a posarse sobre la libreta abierta ante él, invitante. No pudo encontrar ningún otro pretexto para no dar vuelta a la página.

En resumen, tenemos una niña de dos años y medio que parece haber desarrollado mucho antes de lo habitual una forma de sonambulismo histérico. Parece revivir una experiencia traumática en la que el calor o el fuego es la fuerza motriz. Hay una serie de circunstancias muy extrañas que han ido apareciendo durante el tratamiento, y de las cuales la principal es que dentro del estado de sonambulismo tanto el lenguaje como la actividad motora corresponden a una madurez superior a la que el paciente tiene en estado normal. Esto es verdaderamente curioso y poco corriente…

En la página siguiente decía:

Tratamiento: el sonambulismo es una manifestación de histeria. La hipnoterapia sería lo indicado, pero no es posible debido a la edad de la niña. La terapia de sugestión ha sido aplicada con resultado positivo. Una orden autoritaria durante el estado de sonambulismo, y la presión para que cesen los síntomas, han tenido respuesta (lo que indica que la niña es una sonámbula extraordinariamente receptiva). Aprovechando esta receptividad para ordenarle que hiciera desaparecer las experiencias traumáticas se lograron resultados positivos en un período de 41 sesiones, de duración variable.

En la página siguiente no había anotaciones. Bill hojeó el resto de las páginas. No esperaba encontrar nada más y le sorprendió ver una nueva anotación en la última página.

Estamos ante un problema que nuestro conocimiento limitado no permite evaluar tan completamente como para dar un diagnóstico definitivo. Los conceptos de Jung del arquetipo… relación posible con la conducta… tal vez la niña reviva una experiencia ajena, pero que está presente en su mente sin que le haya ocurrido a ella (esto hace posible la interpretación de Jung). Tal vez no sea una experiencia de la niña, sino del inconsciente colectivo(???).

Bill dio vuelta a la tapa negra y cerró la libreta. El sudor de su frente se había helado; se quedó quieto, procurando vaciar su mente de todo pensamiento. La capacidad de pensar era su enemigo en ese momento: desafiaba la razón y estimulaba la duda. Podía imaginar a la psiquiatra alemana esbozando una sonrisa burlona desde la puerta.

Se abrió la puerta y la secretaria del doctor Schanzer la mantuvo abierta para que Janice pasara.

—Su esposa, señor Templeton —dijo alegre y se retiró en seguida.

—Ven a divertirte un poco —y le indicó la silla próxima a la suya. Janice se veía muy bella: serena, compuesta, vestida con un conjunto que no recordaba haberle visto antes. Era obvio que se había esmerado por agradarle, y eso era una buena señal—. Quítate la chaqueta, esto es como un baño turco —advirtió.

—Estoy bien así —se sentó a su lado.

—¿Cómo está Ivy?

—Mucho mejor. Le bajó la temperatura a 37,7 y el doctor Kaplan pasó por casa para cambiarle las vendas. No cree que le queden cicatrices de las quemaduras.

—Gracias a Dios —dijo Bill aliviado—. ¿Carole se quedó con ella?

Janice asintió con la cabeza.

—Estaban mirando un concurso en la televisión cuando salí.

—¿Alguna llamada esta mañana?

—No —ella sabía perfectamente a quién se refería.

Bill le pasó la carpeta.

—Léela.

—¿Algo interesante?

Abrió la carpeta y comenzó a leer la página amarilla.

—Hay muchas cosas que sabemos y hay muchas que no entiendo —comentó Bill.

Bill se puso en pie, cogió la chaqueta y dijo que iba a beber un vaso de agua. Caminaba por el largo corredor buscando agua cuando casi chocó con un joven moreno que salía de un despacho brillantemente iluminado. Se preguntó si ése era el doctor Pérez. Encontró un lavabo para hombres disimulado detrás de un pequeño arco y entró. Se inclinó, juntó las manos y las llenó de agua. Mojó su cara con esta reconfortante agua fría, e incluso bebió un poco. Esperó unos minutos antes de volver a la habitación donde estaba Janice; quería darle tiempo suficiente para acabar de leer la libreta.

Cuando regresó el doctor Schanzer estaba con Janice. Había cogido la carpeta, que sostenía con un aire posesivo. Janice estaba muchísimo más pálida que antes.

El doctor Schanzer era un hombre de pelo blanco, bajo, fuerte, con un pecho amplio y brazos musculosos. Sus ojos parpadearon ligeramente cuando miró a Bill.

—Lamento haberle hecho esperar, señor Templeton. Le estaba explicando a su esposa que el doctor Noonis, uno de nuestros médicos asociados, podría encontrar un momento para ver a su hija a fines de esta semana. Está libre los viernes a las cinco y media. Si les parece bien podríamos fijar una reunión para esa hora.

—Bueno, no sé —Bill titubeó—, estamos planeando un viaje…

—Mi hija y yo estaremos aquí —interrumpió Janice—. El viernes está bien.

Habló con el mismo tono monocorde de la mañana: impávida, indiferente, apática.

—Perfecto —aseguró el doctor Schanzer—. Le daré hora —se levantó para marcharse.

—Doctor… —le detuvo Bill—. ¿Podría explicarme qué son los arquetipos?

Captó de reojo la rápida y grave mirada que le dirigió Janice. El médico cerró la puerta y esbozó una sonrisa; parecía divertido por la pregunta.

—Se llama arquetipos a una teoría de Jung. Se refiere a lo que él llamó el inconsciente colectivo. En su trabajo con esquizofrénicos le sorprendió la frecuencia con que aparecían imágenes muy similares en pacientes con muy diversos antecedentes. Esta evidencia le sugirió que tanto el cuerpo como la mente conservan la huella de un pasado racial, y que sus anhelos, esperanzas y terrores tienen sus raíces en la prehistoria y están por sobre las experiencias individuales de las personas.

—¿Y ustedes están de acuerdo con esta teoría?

El doctor Schanzer rió:

—Permítame decirle, señor Templeton, que nosotros tratamos de mantener nuestra mente abierta a todas las posibilidades. El doctor Jung fue un hombre brillante, pero en algunas cosas resultó muy poco conformista. Algunas de sus teorías son verdaderamente explosivas; sin embargo, la mayoría de ellas tienen un gran valor.

—¿Usted cree que la gente puede recordar cosas que no ha vivido personalmente?

La sonrisa en el rostro del doctor Schanzer se hizo algo menos abierta.

—Yo, personalmente, no creo en un inconsciente de la raza, señor Templeton, o que haya recuerdos heredados de una prehistoria colectiva que puedan aparecer en la conciencia individual.

—Gracias —dijo Bill.

—Estar diez días sin vosotras me va a resultar muy duro y tú lo sabes.

Estaban otra vez en Rattazzi, pensó Janice, sentados en la misma mesa. Era un poco antes de la una y había mucha gente y un intenso ruido. Todo el mundo parecía gritar, incluso Bill.

—Lo terrible es —agregó, excesivamente compungido— que no me dejas siquiera la esperanza de que podríais ir a reuniros conmigo dentro de un par de días.

Tenía el rostro enrojecido y los ojos se le estaban poniendo vidriosos. La ginebra comenzaba a hacerle efecto. Janice había decidido mantenerse sobria; dado que iban a quedarse solas, y con un futuro incierto, era esencial que alguien conservara la cabeza despejada.

—No creo que haya ninguna esperanza de que podamos ir —respondió serena—, si consideramos lo que nos ha estado sucediendo últimamente, ¿no te parece?

—Me parece que te lo estás tomando todo muy en serio. Janice le miró incrédula.

—¡Me sorprende que tú no lo hagas así!

—Está bien, me expresé mal. Deja que lo diga de otra manera. La salud y felicidad de mi familia son lo más importante para mí. Tu depresión, la enfermedad de Ivy, son cosas que tomo muy en serio y trato de hacer algo al respecto —hablaba espaciando las frases y su dicción era ligeramente confusa—. A ti sólo puedo ofrecerte amor, comprensión y una paciencia infinita. A Ivy intento conseguirle, además, ayuda médica. Lo que no puedo tomar en serio es a Hoover y eso de los arquetipos y la farsa en que están convirtiendo nuestra vida desde hace unos días…

—¡Por el amor de Dios, Bill! —explotó Janice—. ¿Crees honestamente que lo que le está pasando a Ivy no es más que una enfermedad cualquiera como… como la gripe? ¿Después de lo que has leído en la libreta de la doctora Vassar, todavía no ves ninguna relación con Hoover y consideras que sus opiniones y conclusiones constituyen una sarta de tonterías?

El camarero le trajo un martini a Bill.

—Traiga otro, por favor —murmuró.

Cogió la copa y vació la mitad de un trago, miró a Janice con ojos velados y habló en voz baja, ronca:

—No creo que el hecho de que una persona sea médico le haga ser además infalible. Hay muchos que son una nulidad…

—¿Lo dices en serio?

—Sí. Y ya que has mencionado el tema, puntualizaré aún más mi opinión. Creo en la realidad de las cosas, no en lo que parecen ser sino en lo que son. ¿Me entiendes? Puede que algunas no me gusten, pero me doy cuenta que no puedo cambiarlas y puedes estar segura de que ni voy a intentarlo siquiera —levantó la copa y terminó la bebida—. Creo que lo que está arriba está arriba y lo que está abajo está abajo. Creo que si me subo a esta mesa y me arrojo al suelo de cabeza es muy probable que me rompa el cuello. No hay ningún ángel de la guarda dispuesto a suavizar la caída. Me llevarían de aquí al hospital o al depósito de cadáveres. Cuando muera me incinerarán o me enterrarán y ése será mi fin. Nada de arpas, alas o tridentes, nada ¡Finis! —se calló para dar tiempo a que Janice asimilara sus palabras—. Yo no creo que algún día estaré flotando sobre alguna maternidad para introducirme en el cuerpo de algún niño indefenso apenas asome su cabeza en el mundo. No creo que eso le gustara al niño y, en cuanto a mí, me horrorizaría hacer una cosa así…

Janice tuvo que reírse, a pesar de ella misma.

—¡No te rías! —advirtió alzando la voz—. No estoy bromeando y aún no he terminado de hablar.

La risa desapareció cuando vio en los ojos enrojecidos de Bill que estaba hablando en serio.

—Creo que lo caliente es caliente y lo frío frío —cogió una caja de cerillas de la mesa y encendió una—. Creo que mi dedo se quemará si lo pongo en la llama y que me saldrá una ampolla —puso su dedo en el fuego y no lo retiró.

—¡No, Bill, por favor! —extendió una mano para detenerle.

Bill apagó la cerilla y puso el dedo ante ella, para que pudiera verlo.

—Mira, se está poniendo rojo —dijo con absoluta seriedad—. Saldrá una ampolla, ¡tal como era de esperar!

Cogió el vaso de agua con hielo en la otra mano.

—Pero si pongo mi dedo en la superficie helada del vaso, se enfriará, no se quemará, porque lo frío no quema y no hay poder humano que pueda hacer que este dedo se queme —hablaba de una forma compulsiva, y estaba gritando.

La gente de las mesas vecinas miraba de reojo y algunos no apartaban los ojos de él.

Lentamente, Janice fue comprendiendo que sus palabras no eran incoherencias de borracho sino el grito angustiado de un hombre cuyo sentido de la realidad había sido severamente puesto a prueba, y que luchaba por asirse al último vestigio de cordura que todavía le quedaba. Bill prosiguió en voz muy alta.

—¡El fuego quema, el hielo enfría! Y si eso no es una ley de Copérnico o de Galileo digamos que es una ley de esa mierda que es Bill Templeton. ¿De acuerdo? ¡El fuego quema, el hielo enfría! ¡Y el proceso inverso no ocurrirá jamás! ¿De acuerdo?

La mayor parte de la gente había dejado de hablar y les observaba abiertamente. Tommy apareció con la bebida de Bill y afablemente preguntó si ya deseaba ordenar la comida. Bill respondió:

—Sí, total…

La fuerza y la energía habían desaparecido de su voz, la explosión se había calmado. Ordenó mecánicamente para los dos. Janice aprobó con la cabeza la primera sugerencia que hizo su marido.

Al observar cómo Bill se llevaba la copa a los labios, en un intento por aquietar su torbellino y confusión interior con el efecto tranquilizador de la bebida, se sintió invadida por una oleada de compasión y miedo. El vaso helado le había dado la clave. El hielo enfría, el fuego quema. El vidrio helado de la ventana fue lo que quemó las manos de Ivy, no el radiador. Él había visto con sus propios ojos cómo las manos, buscando a tientas, se habían apoyado contra la superficie helada del cristal y que de allí la niña las retiró rojas y quemadas. El fuego quema. El hielo enfría. Bill culpó al radiador ardiente y no al vidrio helado que estaba encima. Para una mente tan ordenada y realista como la suya, ésta podía ser la única explicación posible, la única aceptable.

¡Bill, Bill! El corazón de Janice se entristeció por ese querido, tierno, confuso y acosado marido suyo. Se le humedecieron los ojos cuando miró por sobre la mesa ese rostro amado que se inclinaba en ese momento hacia el plato, para llevarse la comida a la boca con un tenedor, y masticaba y tragaba, tal vez sin darse cuenta de lo que estaba comiendo.

Jugueteó con su propia comida, sintiéndose cada vez más desesperanzada. Aunque le había molestado la actitud obtusa de Bill, su negativa a considerar siquiera eso que él llamaba una farsa, al mismo tiempo le había dado fuerzas. Su rigidez, su duda constante, proporcionaban un cierto equilibrio a sus vidas, ayudaban a conservar la cordura en un mundo que parecía haber enloquecido de repente. Esta fuerza ya no estaba presente, había desaparecido el bueno, sólido y saludable escepticismo y de ahora en adelante serían dos para dar testimonio de la locura y del ambiente de miedo y tensión en que vivían.

En la calle, Bill y Janice esperaron un taxi. El cielo se había puesto gris, y había un presagio de lluvia en el aire. Bill llamaba inútilmente con su mano a los taxis que pasaban lentamente ante ellos, iban ocupados o no querían detenerse. A pesar de que Janice insistía en que prefería irse a casa caminando, Bill continuaba tratando de conseguirle un taxi. La comida le había ayudado a recuperar la sobriedad y tenía una expresión ligeramente culpable cuando se inclinó para besarla en los labios. La estrechó con fuerza, se disculpó por su conducta, y le dijo que la llamaría a las nueve de la mañana, hora de Nueva York. Las lágrimas rodaban por las mejillas de Janice. Le amaba y mientras estaba aferrada a él quería poder consolarle, poder decirle que conocía y comprendía sus miedos y confusiones, pero no sabía cómo hacerlo.

Bill le dio una hoja de papel con el itinerario de su viaje escrito a máquina, con el horario de su llegada a Los Angeles y a Honolulú, con el nombre del hotel donde tenía reserva de habitación, y con varios números de teléfono en los que le podía localizar. Figuraban también los números de la oficina y de la casa de Harold Yates por si pudiera necesitarlos. Le rogó que llamara a Honolulú a cualquier hora y para cualquier cosa. Finalmente, dijo:

—Y si todo sale bien, llama a mi secretaria y te conseguirá los billetes para Hawai en menos de una hora.

Janice asintió con la cabeza y le dijo que se vendara el dedo, en el que se había formado una pequeña ampolla. Frente a Rattazzi volvieron a besarse, murmurándose despacio que se amaban. Después, Bill se marchó caminando hacia la avenida Madison. Las lágrimas le impedían ver con claridad la alta figura de su marido, confundiéndose con la multitud, haciéndose visible por momentos, hasta desaparecer por completo, absorbida por la muchedumbre.

Una ráfaga de viento barrió la estrecha callejuela, produciéndole un escalofrío que le llegó hasta los huesos. Ajustó el cuello de su abrigo en torno a su cuello y caminó de prisa hacia la Quinta Avenida. Pensaba en Bill, recordando su rostro amable y generoso, deformado ahora por la sorpresa y el desconcierto; Bill, que intentaba negar lo que había sido evidente para sus propios ojos, que defendía su cordura, en su lucha por sobrevivir.

Los nubarrones no se decidían a descargar su lluvia. Janice subió por la Quinta Avenida y llegó a la calle Cincuenta y uno. Se detuvo junto a un verdadero ejército de personas que esperaban con impaciencia que cambiara la luz del semáforo para cruzar la calle.

Al otro lado, surgía ante ella la catedral de St. Patrick. Sus líneas góticas desaparecían en las alturas entre las nubes plomizas. Que ese extraño trasplante de la Edad Media estuviera tan incongruentemente allí, en medio del acero, los cristales y la polución de Manhattan, le pareció a Janice no tanto un anacronismo cuanto una broma monstruosa que la Iglesia católica le había gastado a la ciudad.

Frente al edificio de piedra gris, con portones de metal labrado —varios de los cuales estaban abiertos y decorados con cortinajes de terciopelo rojo—, Janice tuvo la sensación de encontrarse ante un coloso con la bragueta abierta, invitando al mundo a entrar a participar de su magia y sus milagros.

Grupos de turistas entraban a la iglesia por las puertas abiertas en el extremo sur del edificio; al mismo tiempo, otros grupos salían por las del extremo norte, manteniendo así un equilibrio constante en el interior de la catedral. Janice subió los peldaños y se unió a un grupo que estaba haciendo su entrada.

En el interior el silencio era tan profundo que lograba absorber los sonidos de una muchedumbre que empujaba, se mezclaba, murmuraba, mientras recorría perezosamente las diversas naves. A la entrada había una fuente de mármol con agua bendita; el cuenco tenía unos anillos de sedimento verdosos que indicaban los diversos niveles del agua a través de los años de uso. La pareja que estaba delante de ella, un hombre y una mujer de edad, mojaron sus dedos en el agua y se persignaron. Janice pasó de largo ante la pila, sin compartir con ellos ese rito.

Janice recorrió en la semioscuridad una de las naves laterales junto con un grupo de turistas que estiraban el cuello cada vez que pasaban ante algún punto de interés. A su izquierda aparecía el ábside central de la catedral, rodeado por vidrieras que parecían reforzar el impulso ascendente de los muros hasta hacerles llegar al mismo cielo. El altar mayor dominaba el centro de la catedral, y hacia atrás se extendían las largas filas de bancos. A esa hora no había ninguna ceremonia litúrgica. Sólo podía verse a algunas personas que oraban.

A la derecha de la nave lateral había una serie de capillas dedicadas a diferentes santos. En la de San José tenían un ataúd abierto y entre púrpuras yacía el cuerpo solitario de algún dignatario eclesiástico. Janice pudo distinguir la punta de la nariz del cadáver sobresaliendo del catafalco y el espectáculo la hipnotizó durante algunos segundos. La gente que caminaba detrás de ella la empujó gentilmente para que siguiera avanzando.

Pronto estuvo ante la otra capilla. Unos cirios ardían ante el altar, arrojando una lúgubre luz sobre la inscripción de la balaustrada de mármol. San Andrés. Janice tenía el rostro acalorado y le ardían los ojos y la boca. Se separó del grupo y entró en la capilla.

Al principio, la falta de iluminación le hizo pensar que estaba sola, pero cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad pudo ver a un hombre de pie en una de las esquinas. Tenía la cabeza inclinada y parecía sumido en meditación.

Janice se aproximó al altar. Sus manos temblaban cuando se apoyaron en el comulgatorio de mármol. Se preguntó cómo sería volver a rezar después de tantos años. Se arrodilló lentamente, sorprendida del dolor de sus rodillas al posarse sobre la dura superficie. Una sensación de culpa se apoderó de ella: el dolor de sus rodillas era el signo evidente de su apostasía.

San Andrés la miraba desde arriba con expresión de simpatía, pero Janice no se engañaba a sí misma. La cara era de yeso, y aquellos ojos bondadosos habían sido formados así por la mano del artista. El rostro de Dios, sin duda, no tendría una expresión tan mansa y comprensiva. La idea de Dios le hizo recordar al padre Breslin, uno de los sacerdotes del colegio parroquial de San Andrés, al que había asistido de pequeña. Su rostro severo, rojizo y lleno de arrugas había sido el terror del colegio. El rugido de su voz, atronando en persecución de algún desventurado niño por alguno de los pasillos, era como el preludio de la ira divina. El solo recuerdo le hizo estremecerse, y volvió a mirar el rostro de San Andrés. Pensó en las expresiones de las monjas, suavizándose al hablar de él, cuando le contaban a los alumnos lo humilde, modesto y poco presumido que había sido el apóstol en sus recorridos por tierras diversas para predicar el Evangelio de Jesús. Incluso al ser sentenciado a muerte en Patras pidió que le crucificaran en un madero en forma de X para no duplicar la pasión y muerte del Señor. Con qué facilidad hablaban las monjas de la muerte, y con qué facilidad la aceptaban los niños.

Buscó una cerilla larga para encender un cirio, pero su mano temblaba en tal forma que apenas pudo conseguir que cogiera el fuego de uno de los cirios que ardían. Cuando lo logró no fue capaz de acercarla al pabilo del cirio que quería encender. Se quedó con la cerilla en la mano, temblorosa, contemplando cómo la llama brillante la consumía rápidamente.

El hielo enfría, el fuego quema, se dijo mientras miraba avanzar la llama por la cerilla en dirección a sus dedos. Se formaría una ampolla, y así tenía que ser porque el fuego quema.

Una mano, fuerte y gentil a un tiempo, cubrió la suya. Una voz le habló bromeando:

—¡Vaya devoción ardiente que tiene usted por San Andrés!

El temblor de su mano se calmó cuando esta mano masculina, que aparecía en un puño de camisa sujeto por gemelos negros, guió con firmeza la cerilla ardiendo hacia el cirio y lo encendió. Después, con un solo soplo apagó la cerilla.

Cuando esta mano abandonó la suya Janice volvió a temblar. Miraba al suelo y por eso distinguió los zapatos negros, relucientes por años de lustre constante. Subió los ojos hasta los pantalones negros, brillantes en las rodillas; y luego más arriba, hasta el breviario que sostenía bajo el mismo brazo en el que mantenía también un sombrero de paja; y más arriba aún, hasta llegar al rostro. Igual que la del padre Breslin, era rojiza y arrugada, pero su expresión no tenía nada de severa y su voz no era ni estentórea ni amenazante. Sonriendo dijo:

—San Andrés es mi tocayo. Cada vez que vengo a Nueva York nunca dejo de entrar aquí un momento para conversar con él.

Janice no podía hacer otra cosa que mirar al anciano sacerdote, cuyo rostro parecía tan ansioso de ayudar. Le había cogido una mano. De pronto, le había cogido una mano. Era como si la diestra de Dios se hubiera cerrado sobre la de ella. Sintió renacer su esperanza. ¿Era éste un encuentro providencial? Las monjas siempre decían que Dios no abandonaba nunca a sus ovejas… ¿Era posible? Al menos, no era menos posible que todos los restantes misterios que rodeaban su vida en las últimas semanas.

Los ojos de Janice se llenaron de lágrimas. La mirada del sacerdote adquirió entonces un aire de preocupación. Ella sonrió y luego tartamudeó:

—San Andrés era el nombre de mi parroquia cuando yo era pequeña.

—¿Dónde vivía entonces?

—En Portland.

—Está usted muy lejos de Portland ahora —vio que las manos de la mujer temblaban en total descontrol. Janice comprendió que él se había dado cuenta—. ¿No piensa volver allá algún día? —preguntó el sacerdote con amabilidad.

Unos segundos más tarde, Janice se encontró llorando como un niño con la cabeza hundida entre las manos del sacerdote. El hombre parecía inquieto y miraba nervioso a su alrededor para ver si eran observados. Sacó del bolsillo un pañuelo perfectamente planchado y se lo ofreció, pero Janice cogió el suyo del interior del bolso y sonrió:

—Lo siento, padre —se disculpó.

El sacerdote permaneció en silencio un momento, pensativo y después preguntó:

—¿Puedo hacer algo por usted?

Janice trató de ponerse en pie pero sus piernas no le respondieron. El sacerdote la cogió del brazo. Agujetas punzantes y dolorosas le recorrieron las piernas y estuvo a punto de perder el equilibrio. El sacerdote seguía sosteniéndola, y lentamente la condujo a un banco, en una de las esquinas de la capilla.

—¿Quiere que nos sentemos?

Aceptó agradecida la ayuda que le estaban ofreciendo y se sentó a pesar de su certeza de que resultaba impensable contar su problema al sacerdote.

—Padre, no sé si tengo derecho a pedir ayuda. He estado alejada de la Iglesia desde hace mucho tiempo. No soy católica practicante. Yo… —buscó las palabras adecuadas—… yo no me he acercado a los sacramentos desde hace varios años.

—¿Cuántos?

—Quince… dieciséis años…

El semblante del sacerdote mostró una expresión de pena.

—¿Y qué hacía usted aquí, entonces?

—Tengo un problema.

Los ojos del hombre se suavizaron.

—¿Y acaso ése no es siempre el camino que nos hace volver a ponernos de rodillas?

—No sé cómo decírselo. Ni siquiera sé cómo explicarme estas cosas a mí misma, padre —recordó las dificultades que había tenido Hoover para hablar de ellas—. Todo parece tan absurdo cuando se pone en palabras —hizo una pausa, movió la cabeza y prosiguió—: Pero cuando… veo lo que nos está pasando a todos, a mi hija, a mi esposo… haciéndonos girar en toda clase de círculos —buscó con sus ojos los del sacerdote—. Padre, ¿puedo hacerle una pregunta?

—¿Qué desea saber? —había una nota de tensión y miedo en la voz del anciano.

—Sé que la Iglesia católica niega… la reencarnación, pero me han pasado cosas que me han hecho pensar si no pudiera ser verdad.

El sacerdote la analizó detenidamente: era lo último que había esperado oír.

—¿Qué cosas le han pasado?

—Mi hija… —se detuvo y decidió explicarlo de otra manera—. Un hombre —volvió a empezar— ha aparecido en nuestras vidas. Nos ha dicho, a mi marido y a mí, que nuestra hija es la… reencarnación de la suya, que murió hace ya varios años.

El anciano cerró los ojos, inclinó la cabeza como si rezara. Después de un momento preguntó con suavidad:

—¿Su esposo es católico?

—No, padre.

—¿Su hija fue bautizada?

—No, padre.

—¿Qué edad tiene la niña?

—Acaba de cumplir diez años.

Levantó los ojos y la miró incrédulo; parecía haber visto tanto, y saber tan poco. Intentó penetrar la máscara de lágrimas, inspeccionó en el cerebro y en el alma de esa extraña mujer atormentada que tenía ante sí.

—¿Y usted cree que lo que ese hombre le ha dicho es verdad?

—Cosas… cosas extrañas me han llevado a pensar que podría ser verdad.

—Usted conoce, sin duda, la Sagrada Escritura. En los Evangelios no hay nada que respalde ese principio. Los católicos no creemos en eso. Nosotros creemos en los finales y en los comienzos y en lo que hay entre estos dos extremos. La vida no se desarrolla en círculos. Hay un movimiento, un impulso en nuestras existencias, que nos lleva a unas metas, porque nosotros vamos en una dirección.

Janice lloraba.

—Ya lo sé, padre, y sin embargo este problema es real para nosotros y estoy muy preocupada…

El sacerdote la miró con ojos que se habían endurecido de pronto.

—Está preocupada —dijo en tono severo—. ¿Cree que lo estaría tanto si hubiera conservado lo que le fue dado? ¿Lo que Dios le dio? Cristo prometió que Su Espíritu estaría siempre con la Iglesia, y la Iglesia ha sido sabia durante dos mil años, la única institución humana que ha sobrevivido al tiempo, a las distancias, y a las revoluciones, y que nos proporciona certezas a las que asirnos.

—Estoy muy confusa, padre.

—Porque sólo ha escuchado las voces del mundo: flotando un día aquí, otro día allá. Debe resistir esas influencias extrañas, recuperar el control de usted misma, volver a los fundamentos, volver a lo que Dios le dio… volver al hogar —su rostro había enrojecido y sus manos temblaban—. ¡Déle un sentido a su vida, una dirección!

—Había una dirección y un sentido en mi vida antes de que apareciera este hombre, padre —respondió sollozando.

—No puede considerar siquiera esas ideas extrañas… son malos pensamientos… Nuestro Señor dijo: si tu ojo te escandaliza, arráncatelo. Haga lo mismo con ese hombre, es una influencia maligna. No le escuche. Hágale salir de su vida, porque es un peligro para usted…

—Es mi hija la única que está en peligro, padre. Tiene unas pesadillas horribles que la torturan y ese hombre parece ser el único capaz de calmarla.

El sacerdote alzó una mano imperativa ante el rostro de la mujer, húmedo por las lágrimas.

—Debe volver a la institución en la que Cristo vive. Eso le ayudará a protegerse del error, a resistir la mentira, el engaño y todas las sugerencias diabólicas que se le hagan.

Miró a la mujer que estaba sentada a su lado llorando amargamente y su voz se suavizó.

—Cuando pequeña le dijeron que había que evitar las ocasiones próximas de pecado, y usted no ha hecho nada para impedir que este hombre y su fuerza maligna la invadieran. Déle la espalda; vuelva a la verdad, a la Iglesia católica —se puso de pie, dando por terminada la conversación—. Le sugiero que vaya a conversar con su párroco, haga una buena confesión, y se entregue confiada en la misericordia divina. Abra su mano a Cristo.

Se inclinó para recoger su breviario y el sombrero de paja, pero no se marchó. Parecía incapaz de escapar de la extraña y desagradable situación en la que se había visto envuelto y se quedó allí, viendo llorar a la mujer que asentía con la cabeza, aceptando su consejo. Trató de irse, de alejarse, pero no pudo. Una profunda sensación de fracaso le sobrecogió. ¿Qué sabía él de lo que ella le había hablado? ¿Qué sabía del problema que había planteado ante él? ¿Reencarnación? ¿Un interminable ciclo de vidas? Era infantil, para no decir perverso. Y sin embargo, él creía en los milagros que se describían en la Biblia y modelaba cuidadosamente su conducta de acuerdo a un mensaje recibido. El viejo sacerdote se sintió de pronto muy confuso e inútil.

—Estimada señora, permítame bendecirla —dijo con sincera compasión. Puso las palmas de sus manos sobre las mejillas mojadas de Janice. Después hizo la señal de la cruz ante sus ojos—. Quiera Dios, Nuestro Señor, bendecirte en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

No le vio marcharse. Permaneció allí, sola bajo la sombra de la imagen de San Andrés, esperando que su angustia se calmara y pudiera tranquilizarse antes de unirse a la corriente de turistas que recorrían la catedral.

A las tres y diez, Janice abandonó la protección del santuario y regresó al inhóspito mundo exterior.