9

Incluso después de una larga ducha y un cuidadoso afeitado Bill tenía un aspecto ojeroso y agotado. Hablaba con una voz áspera, producida por el cansancio, cuando de pie en la puerta de la cocina le contó a Janice, mientras bebía café, los proyectos del viaje a Hawai.

—Me alegro por ti —dijo Janice, pero el tono festivo no pudo disimular una nota de miedo y reproche en su voz.

—Pienso llevaros a Ivy y a ti conmigo.

—¿Sí? ¿Y cómo piensas hacerlo? ¿Alquilarás un avión-hospital?

—No está tan enferma, Janice.

—Lo estará. Dentro de muy poco tiempo lo estará.

—Tal vez el doctor Kaplan pueda darle algo.

—Por el amor de Dios —replicó Janice con furia contenida—, tú sabes perfectamente el curso que sigue su enfermedad. Por la tarde estará ardiendo de fiebre y no hay nada que pueda hacer Kaplan, fuera de darle una aspirina y recomendar reposo.

Bill inhaló hondo y dijo:

—Bien, ya veremos.

Luego le contó sobre el ataque de corazón que había sufrido Jack Belaver, y le explicó las razones por las que no podía negarse a hacer el viaje a Hawai, y lo desgraciado que se sentiría si tenía que marcharse sin ellas. Janice apenas le escuchaba por entre el ruido que hacía el chorro de agua, que formaba una espuma en el detergente sobre la vajilla del desayuno. Se vio obligado a alzar la voz para hacerse oír.

—No sé por qué estás actuando así…

Janice cerró el grifo y le miró con serena resolución:

—¿De verdad no lo sabes?

Su respuesta fue alejarse de ella, ir al living y coger el teléfono. Marcó un número y habló en voz muy alta, como para que ella le oyera.

—Extensión 7281 —pausa—. El señor Don Goetz, por favor. De parte de Bill Templeton —otra pausa—. Don, escucha, viejo, no sé qué me pasa en la espalda pero voy a tener que ir al médico. Encárgate tú de mis asuntos hoy, ¿quieres? ¿Sí…? ¿Y qué más están planeando…? Bueno, pero tú puedes solucionar eso sin problemas… Si tienes dificultades recurre a Charlie Wing… y, Don, pídele a mi secretaria que reserve tres buenos asientos para el vuelo de mañana a Hawai… Sí, tres. Llevo a Janice y a Ivy conmigo. Pídele, por favor, que haga la reserva para el último avión que llegue a Hawai antes de medianoche —se rió—. Bueno, Pel dijo que yo debía estar allá el jueves, ¡y llegaré el jueves!…

No volvió a la cocina. Se marchó del living. Pasaron varios minutos y entonces apareció en la puerta de la cocina, vestido para salir y llevando la cinta que había grabado Russ.

—¿De veras crees que estará bien y podrá viajar? —preguntó Janice con un tono de lúgubre pesimismo.

—No puedo predecir lo que ocurrirá, Janice. Si está bien nos iremos los tres, si no lo está cancelaremos vuestros billetes —su voz se hizo más profunda—. Una cosa sí puedo decirte: se le acabó la cuerda al señor Hoover; no volverá a molestarnos nunca más —enfatizó sus palabras agitando la cinta—. Si me necesitas estoy con Harold Yates.

Se marchó sin besarla.

Janice se quedó en la cocina unos diez minutos más; preparó un enorme vaso de jugo de naranjas para Ivy y lo llevó al segundo piso.

Ivy estaba sentada en su cama, alerta y llena de vida, cortando figuras de un Vogue viejo con las tijeras de costura de Janice. Excepto un ligero dolor de cabeza nada parecía molestarle; se la veía contenta, de buen humor, con ganas de hablar y —como en el pasado— no parecía recordar absolutamente nada de su pesadilla.

—Estoy recortando una familia —dijo con una sonrisa encantadora.

Janice le puso la mano en la frente. Parecía más fresca. Tal vez Bill tuviera razón, después de todo, y pudieran viajar a Hawai.

La imagen de un mar cálido, claro y multicolor; la lluvia y los increíbles arco iris; las noches aromáticas y sensuales, iluminadas por una inverosímil luna amarilla; todo fue lentamente calmando su inquieto espíritu.

Ivy tuvo que decir:

—Llaman a la puerta.

Janice descendió con el corazón golpeándole con fuerza en el pecho. Ya le habían entregado el correo y nadie podía llegar hasta la puerta sin hacerse anunciar previamente. Quizá fuera Carole.

—¿Quién es? —preguntó con la puerta cerrada.

Escuchó una voz lejana que respondió:

—Dominick, señora Templeton. Traigo un paquete.

Era una planta instalada en un cacharro.

Un crisantemo de invernadero con dos inmensas flores blancas dentro de una cerámica mexicana rodeada por una cinta roja, con un sobre que llevaba impreso el nombre de la florería.

Dio las gracias a Dominick y llevó la planta a la cocina. Se quedó quieta un momento mirando el regalo antes de abrir el sobre y sacar la tarjeta.

Una escritura diminuta y precisa cubría ambos lados de la cartulina. Janice tuvo que buscar un rayo de luz solar para poder leerla. Era una cita, decía:

Considere las flores. La flor perece tan completamente que pareciera que nunca hubiera existido, pero raíces y tallos conservan hasta el más insignificante detalle de esa flor. Cuando se cumple el ciclo, la ley básica, la entidad subjetiva que es la planta se estremece y emocionada, se expande se viste de nuevo con lo necesario, y reproduce la perfección y la belleza anterior. Así se reencarnan las flores, y así expresan el alma elemental de la planta. ¿No es mucho más razonable que la distintiva individualidad del ser humano se conserve también en períodos subjetivos mientras dura su historia?

Astrología Esotérica, de Alan Leo.

Un escalofrío supersticioso la recorrió al mismo tiempo que rompía la tarjeta y la arrojaba al basurero. Después, con el rostro resuelto y las manos temblorosas, cogió la planta y alejándola de su cuerpo como si fuera algo repugnante la llevó afuera y la arrojó por el incinerador. Era lo único sensato que se podía hacer, pensó, y experimentó una repentina sensación de poder, de control sobre su destino. Una reacción normal y sana ante el ataque solapado de un enemigo.

Cuando volvió al piso estaba sonando el teléfono interior. Cerró la puerta y corrió el seguro antes de cogerlo. Escuchó la voz aguda de Dominick.

—Señora Templeton, el señor Hoover quiere hablar con usted.

Tuvo un estremecimiento de pánico e iba a rechazar la llamada cuando, de pronto, cambió de idea. Había actuado con decisión y correctamente respecto a la maceta con flores, por consiguiente, ¿qué podía temer del hombre que la había enviado? Era un enemigo, y a los enemigos es preciso hacerles frente.

—Páseme la comunicación, por favor.

Su mano temblorosa puso en su lugar un mechón de cabello.

—¿Señora Templeton? —su voz tenía un claro matiz de ansiedad.

—Sí —contestó con voz trémula.

—Buenos días. Gracias por aceptar mi llamada. Sólo quiero saber cómo está su hija.

—Ivy está mucho mejor —dijo grave.

—Pero no bastante bien como para mandarla al colegio. Ha sido muy prudente al dejarla en casa.

No había nada que decir, y Janice no dijo nada. Hoover llenó la pausa con una pregunta:

—¿Le importaría que subiera a verlos? Tenemos mucho que hablar.

—Tendré que pedirle permiso a mi marido.

—¿Podría hablar con él, por favor?

—No está en casa.

—¿No? —parecía sorprendido—. En la oficina me dijeron que estaba enfermo.

—Ha ido al médico.

—Espero que no sea nada grave —en otro tono—: ¿Ha hojeado los libros que le mandé?

—No he tenido tiempo. Además, el tema no me interesa en absoluto.

—Creí que después de lo que ocurrió anoche querría saber acerca de… del tema.

—Pues se equivoca, señor Hoover —su voz recuperó la serenidad—. Anoche no ocurrió nada que pudiera intensificar mi interés por el tema.

—No lo creo, señora Templeton. Vi la expresión de su cara cuando —buscó las palabras apropiadas para expresar su idea— Audrey Rose se dio cuenta de mi presencia y estableció contacto conmigo por medio de Ivy. Su semblante era como el de quien ha contemplado un milagro, y fue un milagro. Su marido estaba demasiado excitado para darse cuenta, pero usted ciertamente lo captó.

—Mi expresión, señor Hoover, era la de una madre terriblemente preocupada por la salud de su hija. Es una expresión habitual en mi cara, porque mi hija sufre con frecuencia ese tipo de ataques.

—¿Con frecuencia? —parecía como si le hubieran golpeado.

—Sí, señor Hoover, varias veces al mes desde hace nueve años —mintió—. Lo que pasó anoche no era algo desusado, como tampoco su manera de calmarla. El psiquiatra recurre a una técnica parecida para hacerla salir de esos trances. El procedimiento se llama sugestión hipnótica.

—No sabía que Ivy estaba bajo los cuidados de un psiquiatra.

Hoover pareció reprocharse por haber ignorado un hecho así durante el estudio que había hecho de ellos.

—Pues así es. Y la causa de su problema ha sido diagnosticada y es bien conocida. Está estrechamente relacionada con un accidente que sufrió cuando era pequeña… un biberón demasiado caliente quemó sus dedos, dejando una huella tan profunda que dice «calor, calor, calor» refiriéndose a esa botella, y no a ninguna otra cosa.

Apenas podía creer sus propias palabras.

—¿Y el psiquiatra está de acuerdo?

—Sí, por supuesto.

—Creo que se equivoca —su voz tenía apenas energía—, y me temo que su hija pueda estar en peligro.

—Eso es lo que usted piensa, señor Hoover, pero nosotros pensamos de otra manera. Tenemos confianza en nuestra doctora, en su preparación y en su experiencia, y confiamos en ella por completo —y prosiguió, buscando cómo herirle—, porque nosotros confiamos en la ciencia, no en las supersticiones.

Hoover permaneció en silencio un momento, después habló en forma respetuosa, casi compasiva.

—¿A qué religión pertenece usted, señora Templeton?

—No creo en las religiones.

—¿Siempre ha sido atea?

—Sí, siempre. Y le agradecería que no me enviara más libros religiosos, ni flores, ni proverbios, ni nada que tenga que ver con sus creencias, porque no tengo el más mínimo interés en el tema, así como tampoco tengo tiempo para prolongar esta conversación. Adiós, señor Hoover…

Colgó de prisa, sin darle la oportunidad de decir nada. Temblaba con la misma excitación de un atleta que acabara de ganar una carrera; su corazón latía incontrolablemente, pero su espíritu estaba alegre por el éxito. Una copa ahora sería maravilloso, pensó. No acostumbraba a beber a esa hora de la mañana, pero ésta era una mañana muy distinta a todas las demás.

Sentada en la mecedora, bebía a sorbos un whisky solo mientras escuchaba en la distancia la televisión. Se preguntó por qué le había mentido a Hoover con la historia de las pesadillas de Ivy. Sin duda, le había impulsado a ello el miedo; él quería abrir una brecha en la conciencia de ella, era el enemigo, y uno no comparte sus verdades con el enemigo.

La verdad era que el ataque de pesadillas sólo lo había sufrido otra vez antes. Comenzaron una noche, poco después que Ivy cumplió dos años, y duraron casi todo un año.

La doctora Ellen Vassar, a la que Bill muy pronto apeló Brunilda, había caído sobre sus vidas como un ángel exterminador; con su voz sonora, su fuerte acento extranjero, y su mente freudiana penetrante como una navaja comenzó a preguntar y analizar hasta que, finalmente, alcanzó el éxito en la empresa de expulsar a los demonios de los sueños de Ivy.

Janice recordó el rostro macizo y grave de la psiquiatra alemana durante la última sesión, y su discurso de despedida: «Su hija expresaba un miedo muy particular a separarse de usted, señora Templeton, y parece que ya lo ha superado. Es un tipo de miedo que todos los niños superan cuando se van haciendo mayores. En todo caso, no la trate como si fuera una niña especial o muy frágil. Compórtese con ella, simplemente, como con una niña normal de tres años. No creo que vuelva a tener problemas con ella.»

Y ahora, siete años más tarde, los demonios habían vuelto, con una renovada furia homicida.

Tuvo frío por dentro y rápidamente bebió un sorbo de whisky para tratar de hacer desaparecer tal sensación.

¿Sugestión por hipnosis? Era la teoría de Bill: si había dado buen resultado con la doctora Vassar, tendría que darla con Elliot Hoover. Y bien, ¿por qué no? Porque su explicación se acomodaba demasiado a lo que él quería creer y le resultaba cómoda.

No sabía muy bien la causa por la que había mentido a Hoover respecto a su religión.

Nació en una familia católica y se vio sometida a todo el ritual de esa sombría religión, cuando era pequeña le encantaba que las monjas la aterraran con sus charlas sobre la muerte y la resurrección.

La parroquia de San Andrés, construida de piedra antigua y silenciosa, estaba cubierta de musgo y de suciedad de pájaros; entrar en su maciza, muda y mohosa estructura era como penetrar en el castillo de Drácula. Sin embargo, ella había creído en la hermosa e improbable promesa del paraíso, y en la enfermiza y aterradora amenaza del infierno.

Perdió la fe ya antes de terminar sus estudios en el colegio. Si seguía yendo a Misa los domingos era sólo para complacer a sus padres, por simple rutina. Los ritos y las frases en latín habían quedado reducidos a una serie de fórmulas sin sentido. Cuando abandonó la Iglesia sus padres no dijeron nada. La decisión les había apenado, pero jamás dijeron ni una sola palabra al respecto. Janice sabía que, en el fondo de sí misma, sentía miedo de tener que pagar por su pecado de infidelidad. Estaba segura de que cuando llegara la hora de su muerte iba a querer que se le administrara la Unción de los enfermos.

Tal vez la expiación que Dios le enviaba, pensó, sujetando entre sus dedos el vaso vacío, venía en forma de un nombre llamado Elliot Hoover Suggins.

Harold estaba reclinado en su sofá como un Buda. Su rostro tenía una sonrisa divertida mientras escuchaba el final de la grabación.

—Chico, cuando conoces gente extraña, la conoces a fondo —comentó riendo.

—Tiene que estar loco, ¿verdad?

—No lo sé, Bill. No puedo decírtelo. Parece saber muy bien de qué habla y expone su caso con mucha lógica. No es un histérico, sino una persona calmada y razonable que parece creer en lo que está diciendo.

—¡Pero qué dices, Harry! —su voz sonaba insegura—. ¿Quieres hacerme creer que debo satisfacer sus demandas?

Harry golpeó afectuosamente con su mano abierta la cara de Bill.

—¡Cálmate! No he dicho que tengas que cumplir sus peticiones. Lo que he dicho es que no puedes prohibirle que crea en lo que quiera creer. Está claro que no puedes ceder a sus deseos porque eso significaría tener otro miembro más en la familia. De modo que, independientemente de lo que él desee, tú tienes que tomar algunas medidas para protegerte a ti y a los tuyos.

—De acuerdo. ¿Qué medidas?

—Para comenzar podrías adoptar un ataque menos directo. La próxima vez que llame puedes decirle que a pesar de lo que él crea, piense o sienta respecto a que el espíritu o el alma de su hija está alojada en el interior de Ivy, tú no compartes esa manera de pensar y, por tanto, no crees que debas concederle permiso para visitarla, y no puedes permitirle que interfiera en el ritmo normal de tu vida familiar. Y adviértele que si insiste tú tomarás medidas legales para impedirle que continúe molestándote.

Bill pensó la proposición. Su rostro reflejaba incertidumbre.

—¿Debo decírselo de alguna manera especial, hay algún tipo de lenguaje legal que yo debería emplear cuando hable con él de estas cosas?

—Si quieres, puedo escribir una carta —ofreció Harry— que tú podrías enviar por correo certificado, e incluso entregársela en mano, exigiendo un recibo firmado, y en la que dijeras que debe desistir de perseguir a tu familia y que en caso contrario te sentirías autorizado a los medios legales que estimaras pertinentes. El efecto de esta carta no tiene mayor importancia, aparte de servir en un Tribunal como prueba de que Hoover fue debidamente advertido de que su conducta suponía una molestia para ti y para tu familia.

Con una ligera mueca de tensión en su cara, Harry se enderezó en el sofá y pulsó el timbre para llamar a su secretaria.

—Es la mejor manera de proceder, Bill. Encontraremos la manera de ahuyentarlo antes de que nos veamos obligados a llevarle a la policía o a los Tribunales. Buscaremos la forma pacífica de deshacernos de él antes de recurrir a la majestad y el peso de la ley.

La secretaria, una mujer alta, de unos sesenta años, había entrado en silencio y, después de sentarse, aguardaba con el lápiz sobre la libreta.

«La majestad y el peso de la ley» eran palabras que tenían una fuerza muy reconfortante, pensó Bill al entrar en el elegante ascensor. Sonrió y saludó a Ernie.

Harry había escrito una carta fuerte, sólida, llena de esas frases complicadas y aterradoras que usan los abogados para hacer encoger de pánico los corazones de sus oponentes. La habían enviado mediante un mensajero del Red Arrow a la dirección de Hoover en YMCA, con instrucciones precisas de entregarla personalmente y de volver con un recibo, que quedaría guardado en el despacho de Harry.

Tuvo que usar el timbre, ya que incluso después de haber abierto los dos cerrojos la puerta seguía cerrada.

Janice parecía más alegre, más animada, cuando cogió la cinta grabada de su mano y la dejó en el suelo. Después se puso de puntillas para besarle pero perdió el equilibrio y Bill tuvo que sujetarla con sus brazos. Riéndose dijo:

—Vaya, vaya, parece que alguien ha estado bebiendo más de la cuenta…

—¡Qué te imaginas! —respondió Janice con una mueca.

Era un poco más de las tres, demasiado temprano para estar bebida, pero Bill decidió que era mejor no imaginar nada y fue a la cocina a buscar hielo.

Janice le contó sus buenas noticias mientras Bill metía cubitos de hielo en la batidora. La temperatura de Ivy era normal y Bill había sido un verdadero genio cuando predijo que eso sería lo que ocurriría. Habiendo dicho esto, empezó a tararear Isle of Lovely Hula Hands, y a mover sus caderas en forma provocativa. Bill la acompañó con su tarareo y Janice llevó al living el carrito con licores entre pasos de baile hawaianos. Bill puso ginebra en la batidora y volvió a llenar el vaso de Janice. Curiosamente, la sacudida que le produjo el sabor seco del alcohol puro hizo que Bill volviera a estar sobrio y pudiera explicar a Janice con toda seriedad lo que decía la carta de Harry. Trataba de recordar las palabras exactas: «acosando, molestando e invadiendo…» y la «majestad y el peso de la ley…»

Él me llamó esta mañana y envió una planta —Janice hablaba espaciando las palabras para evitar que se le trabara la lengua.

—¿Qué envió?

—Una planta… con una tarjeta que decía que hasta las flores lo hacen… se reencarnan.

—El muy desgraciado…

El rostro de Janice se iluminó con una sonrisa maliciosa.

—La arrojé por el inci… incinerador —le costaba mucho trabajo pronunciar correctamente las palabras—. Todo: maceta, planta, flores, el poema, todo…

Bill hizo un gesto amistoso y chocó su vaso con el de ella.

—Así me gusta, bravo por mi mujer.

Bebieron y se miraron, aprobándose mutuamente. Bill preguntó:

—¿Has dicho que te llamó por teléfono?

—Sí… inmediatamente después que la planta vino… y se fue.

—¿Qué quería?

—Quería venir a vernos. ¿Qué otra cosa podía querer?

—¿Qué le has dicho?

—Ya te lo he contado… desaparezca… vaya a vender sus… karmas… a otro sitio.

Bill estalló en una carcajada.

—¿Eso le has dicho?

—No con esas palabras, pero ése fue el contenido —guiñó un ojo y afirmó, orgullosa, con la cabeza—: Y entendió lo que quería decirle.

Bill puso la bebida a un lado, abrazó a su valiente mujercita que había sabido resistir el acoso del enemigo, y la besó apasionadamente.

Sonó el teléfono.

Cada uno pudo percibir cómo el otro se encogía de miedo. Se separaron. Bill respiró hondo y tomó el aparato.

—Dígame —dijo con brusquedad. Inmediatamente se relajó y le pasó el aparato a Janice—. Es para ti. Te llama Carole.

Janice se demudó; iba a ser un largo y agotador asedio, y no había manera de negarse a atender la llamada.

Bill cogió su bebida y con la batidora en la otra mano subió para ver a Ivy. La encontró sentada en el suelo, rodeada de sus juegos. Sus ojos brillaron cuando se levantó, y poniendo la mano de su padre en su mejilla pidió con una sonrisa que hacía imposible negarle nada:

—¿Un solo juego, papá, por favor? Mamá jugó muy mal —se quejó—, y le gané sin tener que esforzarme.

A Bill no le fue difícil comprender por qué.

Cuando se acabó el contenido de la batidora habían jugado dos juegos, que empataron, y estaban terminando el tercero. Eran las cinco menos diez y de la cocina llegaba un agradable olorcillo.

A Bill le habría gustado saber si Hoover había recibido la carta. Había una manera de averiguarlo. Cometió dos errores a propósito, permitiendo que Ivy ganara el tercer juego, y acompañado por sus gritos de victoria se dirigió al dormitorio. Llamó a Harold Yates.

—Carta entregada, recibo firmado, material archivado en mi despacho —informó con una carcajada de satisfacción.

—Fantástico —dijo Bill—. No me ha llamado de nuevo.

—No debe hacerlo. Ya ha sido advertido. Si vuelve a molestarte a ti o a tu familia, de cualquier forma que sea, iremos a los Tribunales y conseguiremos una orden judicial que le impida acercarse siquiera al piso.

—Nos vamos a Hawai mañana, Harry. Es un viaje de negocios pero llevaré a Janice y a Ivy conmigo.

—Excelente. El momento no podía ser más oportuno. Si quieres mi opinión, creo que no volverás a oír hablar del señor Hoover, de modo que relájate y disfruta de tu viaje. No dejes de llamarme cuando regreses.

Cenaron a las seis y cuarto en la mesa del comedor. Janice había cocinado un festín con platos mexicanos sacados de latas y paquetes. Había gazpacho, deshelado hasta la temperatura ambiente, tamales, fuentecitas llenas de ají picante, y galletas calientes para sustituir las inexistentes tortillas, sorbete de lima y galletas dulces. Bill y Janice bebieron Cold Duck e Ivy bebió leche.

Ivy se fue a acostar a las ocho y cuarto, despidiéndose de Janice con cinco besos y de Bill con diez. Después se abrazó soñolienta a su oso y se dispuso a dormir. Janice permaneció con ella hasta que estuvo profundamente dormida, y finalmente la dejó para ir a buscar una aspirina. El haber bebido más de la cuenta había tenido sus consecuencias, y ahora tenía un horrible dolor de cabeza y una aguda depresión.

Bill estaba haciendo la maleta en el dormitorio. Se movía con rapidez y precisión entre los cajones y la maleta, silbando mientras trabajaba. Janice se sentó agotada y se quedó mirando su propia maleta, incapaz de decidirse a comenzar la parte de trabajo que le correspondía. Bill le sonrió para darle ánimo, fue a la cómoda y abrió el primer cajón obligándola a hacer algo. Sonrió desganada, se esforzó por ponerse en pie y sólo había dado algunos pasos cuando sonó el teléfono abajo. El sonido de siempre, normal, discontinuo, rutinario, y sin embargo en el estado en que se encontraba Janice tuvo el efecto de unas trompetas infernales anunciando la aparición del demonio mayor.

Bill le cogió las manos, sonrió sereno para inspirarle confianza, y le dijo que empezara a hacer la maleta de ella, antes de salir de la habitación para bajar a contestar el teléfono.

—Le llama el señor Hoover —la voz pertenecía a Ralph, el portero de noche.

No se sorprendió demasiado, pero su corazón empezó a latir violentamente.

—De acuerdo, páseme la llamada.

—Está aquí, señor, y pregunta si puede subir.

¡Santo Cielo!, el muy desgraciado no tenía vergüenza, pensó Bill.

—Dígale que estamos acostados, Ralph —dijo Bill con violencia—. ¡No, espere! Dígale que tome el aparato. Quiero hablar con él.

—Bien, señor.

Pudo oír a Ralph dándole instrucciones a Hoover. Imaginó el cuerpo delgado y musculoso caminando por la recepción hasta la pequeña cabina donde estaban los teléfonos.

—¿Señor Templeton? —su voz resonó desolada en el aparato—. ¿Puedo subir un momento?

—No, ya estamos acostados.

Un ruido en el piso de arriba retumbó en el techo. A Janice debía habérsele caído algo.

—Recibí su carta…, la que me envió su abogado. Me gustaría que conversáramos…

—No tenemos nada que hablar, señor Hoover. La carta es muy clara en sus términos y en el planteamiento de mi posición.

Ruido de pasos corriendo por el techo… un portazo… ¿Qué diablos estaba haciendo Janice?

—No entiendo por qué recurrió a un abogado cuando se trataba de un asunto que podríamos haber discutido usted y yo…

—Escúcheme bien, señor Hoover. No quiero discutir con usted ni éste ni ningún otro asunto. El objetivo de esa carta era poner punto final a cualquier contacto entre usted y yo. ¿Está claro?

¿Alguien sollozaba? ¿O eran risas? No se podía distinguir bien a través de los paneles y pinturas del techo.

—Le ruego, señor Templeton, que me permita hablar con usted. Creo que estará de acuerdo en que usted necesita tanto de mi ayuda como yo de la suya…

¡Bill, por el amor de Dios, Bill! Era Janice. ¡Gritando!

—Escuche, Hoover. Si no cuelga y sale de este edificio inmediatamente, llamaré a la policía.

Bill colgó y fue hasta el living con toda rapidez.

Ruido de ratas… que corrían por el techo… una silla que cae… ¡en el cuarto de Ivy!

Subió la escalera saltándose peldaños hasta llegar a la puerta del dormitorio de Ivy. Tropezó con Janice que sollozaba como un niño sentada en el suelo. Le miró con ojos aterrados y movió la cabeza desesperada, ahogándose con sus propias palabras.

—¡Le está… le… está buscando…!

—¡Cállate! —ordenó Bill, y cogiéndola por los brazos la obligó a ponerse de pie.

Papápapápapápapápapápapápapá… —resonó en tono agudo por la puerta entreabierta.

—¡Está buscando a su… padre! —sollozó Janice histérica.

—¡Janice! ¡Cállate, Janice! —gritó Bill más fuerte, sacudiéndola.

La rudeza de su tono tuvo un efecto terapéutico y los sollozos cesaron de pronto, convirtiéndose en simples estremecimientos de un rostro pálido, aterrado y confuso.

—¡Llama al doctor Kaplan! Yo me encargaré de Ivy. ¡Deprisa!

Janice se tambaleó y miró a su alrededor como una persona que ocupa el centro de su propia pesadilla. Empezó a caminar, pero se detuvo cuando la voz chillona e implorante que gritaba: Papápapápapápapápapá… aumentó de volumen y se hizo más urgente entre el ruido de muebles que caían y objetos que se desparramaban: libros, muñecas, juegos, pelotas.

—¡Ve, Janice! —ordenó Bill.

Janice le miró con ojos que luchaban desesperadamente por recuperar la calma, y con un gran esfuerzo de voluntad empezó a caminar en dirección a su dormitorio, mirando furtivamente de vez en cuando hacia la habitación de Ivy, como si temiera la aparición repentina de algo monstruoso.

Bill esperó hasta que ella entró en el dormitorio antes de volverse hacia la voz de su hija, que repetía un sonsonete desesperado:

Papápapápapdpapápapápapápapápapá…

El angustioso staccato, se hizo más frenético cuando el cuerpecito de la niña tropezó contra la cama y comenzó a patear las sábanas, que le impedían proseguir su marcha, hasta que finalmente logró liberarse, cayendo de cabeza al suelo para escapar al nudo de tela.

Bill se estremeció al escuchar el ruido de su frente cuando chocó contra la pata de su tocador rosa y blanco. Se abalanzó para cogerla, para ayudarla, para confortarla, pero la niña eludió sus brazos y aparentemente indiferente al golpe y al dolor reanudó su marcha desquiciada. Su cabello, recién lavado, había formado pequeños rizos en torno a su cara y esta especie de halo la hacía parecer más diminuta, al tiempo que otorgaba una nota de locura a sus afiebradas facciones. Sus ojos giraban constantemente en busca de su Papápapápapápapápapápapápapá…

Bill vio una mancha rojiza en su frente, encima del ojo izquierdo. Se había hecho daño. Sintió un terrible miedo: tenía que hacer algo para impedir que se desfigurara.

—¡Ivy! —gritó, avanzando hacia ella para impedirle que cayera sobre una silla que había volcado—. ¡Ivy, soy papá! Estoy aquí, Ivy. —Consciente o inconsciente su voz había tomado el tono y timbre de la voz de Hoover. — ¡Ivy! ¡Estoy aquí! Aquí, cariño…

Ivy parecía no verle ni oírle. Se puso en pie y atravesó la habitación en dirección a la ventana e intentó coger el cristal, retrocediendo apenas sus dedos se aproximaban demasiado a la superficie helada. Su voz asustada volvió a repetir el lamento:

Papápapápapámamámamámamámamáquemaquemaquemaquemapapápapá…

Bill fue a su encuentro, y cayó de rodillas frente a ella.

Estoy aquí, Ivy. Soy papá. Estoy aquí, cariño.

De pronto, pareció que sus palabras habían logrado llegar hasta ella, se volvió y le miró con unos inmensos ojos interrogantes.

—Papápapá, papá, papá…

El pánico de su voz había disminuido, la estridencia del tono se había suavizado. Los grandes ojos buscaron, inspeccionaron, indagaron a través de una densa niebla invisible, buscando el más mínimo atisbo de luz.

Bill se sintió más animado. Estaba estableciendo contacto. Había logrado calmarla considerablemente. La niña parecía escuchar. Abrió sus dos brazos y los extendió, llamándola con los dedos. Con voz decidida, esperanzada, le ofreció el refugio que ella parecía estar buscando.

¡Por aquí, Ivy! ¡POR AQUÍ, IVY! ¡SOY PAPA!

Mientras hablaba, la palidez de sus mejillas se fue transformando hasta adquirir el tono de la cera; parecía un cadáver con ojos vivientes.

¡Ivy! ¡POR AQUÍ, IVY! ¡VEN! ¡SOY PAPA!

Su voz fue aumentando de volumen por la excitación. Sus dedos cogieron el camisón de la niña. Al sentir el roce de sus manos Ivy retrocedió como si la hubiera golpeado. Se volvió hacia la ventana, buscando por donde escapar. Su voz histérica gritó:

Papápapápapápapápapápapá…

Golpeó contra el frío cristal con las dos manos, desesperada y aterrada, y luego retrocedió con un alarido de dolor.

¡Quemaquemaquemaquemaquemaquemaquemaquemaquemaquema!

Repetía la misma palabra, una y otra vez, sosteniendo las manos ante sus ojos llenos de lágrimas, y miraba con angustia la carne quemada.

Bill estuvo a punto de desmayarse cuando vio que se formaba una horrible mancha roja sobre las manos de la niña y comenzaba a dejarse ver una ampolla en un dedo de su mano izquierda. No era posible, no era racional. El cristal estaba frío, cubierto de hielo por fuera. Logró ponerse de pie y se quedó inmóvil, como un autómata, incapaz de hacer nada por la querida niña. Ivy, de rodillas, se mecía hacia atrás y adelante canturreando en voz baja:

Papá, papá, papá, papá, quemaquemaquema…

Se lamía los dedos abrasados, y sus lamentos y sollozos acompasados tenían como contrapunto el silbido del radiador a sus espaldas.

¡El radiador!

Los ojos de Bill se agrandaron cuando descubrió la simple lógica, y única explicación posible, allí ante él, bajo la ventana Sus barras hirviendo despedían chorros de vapor a través de una hendidura especialmente diseñada para que descargara la presión de su interior.

—¡Dios mío, sus manos!

La voz aterrada de Janice desde la puerta le hizo dar un salto y volverse. Ella estaba en la puerta, la luz del pasillo la iluminaba desde atrás, y miraba a Ivy que se mecía en un verdadero paroxismo de sollozos y lamentaciones.

Papápapápapápapáquemaquemaquemaquema… —se lamía y chupaba sus dedos quemados.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Janice al entrar, con voz ahogada.

—Se ha caído contra el radiador y se ha quemado los dedos.

Janice pareció perder el equilibrio y Bill tuvo que correr para sujetarla.

—¿Tenemos alguna medicina en casa?

—Creo…, creo que hay linimento en la cocina.

—Quédate aquí con ella. Yo voy a buscarlo.

Gentilmente la obligó a sentarse en el borde de la cama. Antes de salir se volvió.

—¿Has conseguido comunicarte con Kaplan?

—Ya viene… —su voz era átona e inexpresiva.

Bill salió y cerró la puerta.

Con semblante inexpresivo, Janice miraba ese montoncito de carne torturada que se lamentaba, lloraba y se mecía, lamiendo sus dedos quemados, mientras chillaba de dolor:

¡Papápapápapápapá!

¡Ivy! Dios del cielo. Era Ivy. ¡Su Ivy! ¡Su niña! Y estaba allí, sola, abandonada, herida, necesitada de protección, encerrada dentro de la bóveda de acero de su pesadilla, incapaz de salir de ella, luchando por sobrevivir, por seguir viva hasta que alguien la ayudara. ¿Ayudarla? ¿Quién podía ayudarla? ¿Cuál era la combinación para abrir la puerta de la bóveda, para liberarla de esa terrible esclavitud? No había ninguna. No había combinación. No la había para Ivy. No, para Ivy no. ¿Tal vez…?

¡Audrey! ¡Audrey Rose! ¡Ven!

Janice habló con voz suave, apenas un poco más fuerte que un susurro, amable, humilde, implorante.

—…papápapápapápapápapáquemaquemaquema…

¡Audrey Rose! ¡Estoy aquí, Audrey!

La invitaba, le suplicaba, le insistía.

… quemaquemaquemaquemapapápapápapá…

Estridente. Obligando. Ordenando.

¡AUDREY ROSE! ¡VEN!

—…papápapápapápapápapáquemaquemaquema…

Pero la puerta de la bóveda seguía sin abrirse.

—Pasaré a verla mañana. Mientras tanto siga poniéndole compresas frías para hacerle bajar la temperatura y mantenga sus manos fuera de la ropa de cama. Esas quemaduras son muy traicioneras y hasta la simple presión de una sábana puede llagarlas. Que permanezca en cama en un sitio en el que pueda vigilarla. Los supositorios de Nembutal tendrían que ser suficientes para hacerla dormir toda la noche. Bill, si yo estuviera en tu lugar me pondría en contacto con la clínica psiquiátrica mañana a primera hora. Recuerdo que fue de gran ayuda la otra vez.

Inerte, abrazada a la forma temblorosa de la niña, Janice escuchó las palabras del médico.

La luna en cuarto creciente había logrado abrirse camino por entre la persiana e iluminaba el rostro febril y agitado que yacía junto al de ella sobre la almohada. Por entre la bruma de su propio cerebro lleno de píldoras tranquilizantes, Janice intentaba penetrar la superficie de carne del hermoso rostro de su hija, ir más allá de esos ojos vidriosos y semiabiertos, más lejos de las dos ventanas, la luz y la ventilación, hasta llegar a la prisión en la que yacía el inquieto espíritu de Audrey Rose, sujeto con una cadena de siete eslabones, prisionero y alerta.