Llamaron a la puerta.
Janice escuchó las voces de Bill y Hoover, pero no pudo entender lo que decían mientras caminaban hacia el living y supuso que se estarían saludando. Había algo insano, pensó, en el hecho de que dos hombres, que se sabían enemigos, observaran las formas protocolarias que exigía la buena crianza. Era algo así como dos generales de ejércitos contrarios estrechándose las manos antes de comenzar la carnicería.
El rostro de Bill aparecía severo, decidido, poco dispuesto a ceder, cuando entró en el living, precediendo a Hoover por la puerta de madera tallada. Intentó hacerle ir hacia el sofá, pero Hoover se detuvo en el umbral y permaneció allí de pie, mirando con aire crítico a su alrededor. Sus ojos tristes fueron adquiriendo una expresión de respetuoso temor mientras observaba cada detalle de las paredes y del techo. La suave luz rosa de los candelabros de la pared acentuaba la nítida palidez de su cara, dándole un aire juvenil y una serenidad sacerdotal.
Bill se volvió rápidamente cuando se dio cuenta que la atención de Hoover estaba centrada en otra parte, y esperaba con impaciencia que su huésped hiciera algún gesto.
Hoover habló con voz muy queda y dijo, como si no pudiera creerlo:
—Es exactamente como me lo describió… la chimenea… las paredes blancas… las pinturas en el techo… —sus ojos tropezaron con la escalera— y la escalera con la figura labrada…
Caminó hasta la escalera y pasó sus dedos por la cabeza del vikingo con un gesto delicado y tímido, como si intentara comprobar a través del tacto que sus ojos no le engañaban. Su mirada se dirigió hacia arriba. Sus ojos se transformaron en dos círculos penetrantes, llenos de curiosidad.
—Y los dormitorios… arriba —la voz ronca por la emoción—, arriba hay tres dormitorios… el de Ivy está a la izquierda…
Bill se preparó. Si Hoover daba un solo paso más cruzaría el living para darle su merecido al muy desgraciado. Hoover no se movió, al contrario, pareció concentrarse en Bill.
—¿No me equivoco, verdad?
—No… —respondió Bill, nervioso—. Creo que… bueno, sería bueno que comenzáramos a hablar, si no tiene inconveniente…
—Por supuesto que no.
Hoover cruzó el salón sin prestar atención al descuidado arreglo que habían hecho con la alfombra para ocultar los cables y se sentó exactamente en el lugar que le tenían destinado. Bill se acomodó a su derecha.
—Espero, señor Hoover, que no le importé repetir las… partes más… importantes de lo que nos dijo anoche —empezó a decir Bill, buscando a tientas las palabras—. Estábamos un poco confusos todos anoche… y… nos dijo tantas cosas que…
—¿Hay algo en especial que quiere que les repita? —preguntó Hoover, después de meditar unos segundos.
—No, no. Háganos un resumen. Podría empezar con la muerte de su mujer y su hija.
Hoover inhaló profundamente, cerró los ojos. Hizo ambas cosas como si se tratara de gestos rituales destinados a comunicarle la fortaleza interior que necesitaba para enfrentar una prueba difícil. Cuando habló, lo hizo en frases breves, bien organizadas y compactas.
—Mi mujer y mi hija murieron en un accidente automovilístico el 4 de agosto de 1964. Aproximadamente un año más tarde conocí a una mujer dotada de poderes especiales. Me dijo que mi hija había vuelto a la vida, dentro del cuerpo de otra persona, y estaba viviendo en Nueva York. Mi primer impulso fue burlarme, pero no pude resistir una curiosidad natural ante una idea tan descabellada. Un año más tarde asistí a una conferencia que pronunció un conocido parapsicólogo, y este hombre me dijo básicamente lo mismo que me había dicho la mujer un año atrás: que mi hija estaba viviendo en el cuerpo de una niña llamada Ivy. A continuación me describió la casa. Y su descripción corresponde exactamente con el lugar en el que me encuentro ahora.
Su manera simple y directa de hablar angustió a Janice. El hombre parecía creer verdaderamente lo que decía.
—¿Quiénes eran? —preguntó Bill.
—¿Cómo dice?
—¿Quiénes eran estas personas con poderes especiales?
—Nunca supe el nombre de la mujer. El hombre era Erik Lloyd.
—¿Erik Lloyd?
—Sí, el mismo —bajó los ojos en señal de respeto—. Murió hace algunos años.
—Vaya, pues lo siento —dijo Bill.
Naturalmente, ambas respuestas eran predecibles. Sin duda Hoover debía creer que estaba tratando con idiotas. Prosiguió, sin quitarle los ojos de encima:
—Bien, usted afirma que en esa época, estamos hablando de 1965 ó 1966, dos personas dotadas de poderes especiales le dijeron que su hija estaba viviendo en Nueva York y que su nombre era Ivy. ¿No es así?
Janice tuvo la impresión de que Bill estaba exagerando, pero Hoover respondió francamente y sin vacilaciones:
—Sí, así es.
—Y entonces, ¿por qué no vino en esa fecha a reclamarla?
—Porque no era mi intención reclamarla. Tampoco es esa la intención que me anima ahora.
—¿Pero por qué no vino a conocernos como lo está haciendo ahora? ¿Qué le hizo demorarse siete años antes de decidir si ella era o no era su hija?
—Señor Templeton —respondió Hoover con suma paciencia—, tal como expliqué anoche, todos mis antecedentes, mi educación religiosa, todo lo que yo era y creía se oponían a ese tipo de cosas. Me burlaba, no creía en ellas, igual que hace usted ahora.
—¿De modo que fue a la India a descubrir la verdad?
—Fui a muchos lugares, señor Templeton. Estuve en muchos sitios, conocí a muchas familias, viví con ellas, entré en contacto con numerosos maestros y aprendí una forma de vida que me era completamente extraña. Compartí su existencia, asimilé sus costumbres, participé de su miseria, creencias y filosofía y a su debido tiempo, y con la gracia de Dios y la sabiduría de Siddhartha Gautama, su Buda, llegué a captar la realidad de sus convicciones religiosas —se volvió hacia Janice y le dijo—: ¿Me podría traer un vaso de agua, por favor, señora Templeton?
Mientras Janice se alejaba hacia la cocina pudo escuchar la voz de Bill, cada vez menos audible.
—Comprenda, señor Hoover, que en lo que respecta a la reencarnación, y cosas de ese tipo, soy un verdadero ignorante. Explíqueme, ¿a qué convicciones religiosas se refiere? ¿Y qué le permite tener la certeza de que son verdaderas y de que usted tiene razón para hacer lo que está haciendo?
Janice no sabía si Hoover querría hielo con el agua, de modo que decidió llevarlo aparte. El recuerdo de que Russ estaba arriba, escuchando esa extraña conversación, le hizo sonreír ligeramente. No sabía por qué, Hoover no parecía tan aterrador esa noche. Era innegable que había sobrevivido a una experiencia terrible y que era un hombre torturado, dispuesto a creer cualquier cosa. Janice se sentía inclinada a compadecerle.
Cuando volvió con la bandeja, estaba hablando Hoover, con voz cargada de pasión.
—El ego humano nunca muere. Vuelve una y otra vez con la sabiduría adquirida en otras formas del ser entre encarnación y encarnación. Por consiguiente, algunas almas son más sabias porque han experimentado una más completa evolución espiritual e intelectual; de este modo, la de un gran maestro puede ser un alma más antigua que la de un albañil o la de un salvaje…
—Podría ser… podría ser… —dijo Bill cuando Janice puso la bandeja sobre la mesa.
—No sabía si la quería con hielo —preguntó Janice tímidamente, poniendo el vaso con los cubitos cerca de Hoover.
—No, gracias —respondió con una breve sonrisa—, la bebo sola.
—¿Y cómo se ganaba la vida —preguntó Bill— durante ese tiempo? Dejó de trabajar en 1967, ¿de qué vivió durante todos esos años?
Janice estaba segura de que ésta era una de las preguntas que Harold Yates le había dicho que hiciera.
Hoover terminó de beber el vaso de agua y respondió con toda sencillez:
—Heredé mucho dinero a la muerte de mi mujer y de mi hija. Además, un seguro doble por más de doscientos mil dólares me proporcionó dinero durante esos años.
Bill hizo un rápido cálculo mental; con el ocho y medio por ciento de interés, doscientos mil le producirían mil setecientos al año, lo cual bastaba para mantenerlo con vida mientras se dedicaba a la búsqueda de la verdad.
—El dinero, por otra parte, no me interesaba. Usé parte de él, pero todavía me queda mucho. Mis necesidades son mínimas.
—¿Cuándo vino usted a Nueva York?
—Este año, el 12 de julio.
—¿Y fue entonces cuando se disfrazó?
—No. No lo hice hasta que no estuve seguro de haber encontrado a las… a las personas… indicadas.
—¿Y nosotros éramos las personas indicadas?
—Sí.
—¿Y cómo podía saberlo?
—Por eliminación. Sólo tenía tres pistas: que ella vivía en Nueva York, que era rubia, que se llamaba Ivy. Eso, y su nacimiento, que tenía que haber tenido lugar poco tiempo después de la muerte de Audrey Rose. Recorrí los cinco distritos, comprobando los nacimientos, y encontré seis niñas que podrían haber sido mi hija. Dos habían nacido en Queens, una en Bronx, una en Brooklyn y dos en Manhattan. Todas habían nacido dentro del año siguiente a la muerte de Audrey Rose, pero sólo una en el mismo momento de su muerte: su hija.
Sus palabras parecieron gravitar en cada átomo de la sala, Janice humedeció sus labios, repentinamente secos, y Bill se aclaró la garganta antes de hablar.
—¿No es extraño que una persona vuelva tan pronto? Vaya, siempre he oído decir que tardan muchísimo en reaparecer…, bueno, así dicen los que creen en esto, siempre están hablando de haber vivido en los tiempos de César o de Davy Crockett. ¿No es curioso que alguien muera en un segundo y nazca al segundo siguiente? Tal vez usted podría…
—Por mi experiencia, señor Templeton, sé que quienes mueren a temprana edad o de una muerte violenta, lo cual les impide disfrutar de todas las oportunidades de crecimiento mental, físico y espiritual, vuelven a menudo mucho antes que aquellos que mueren de muerte natural o al llegar a la ancianidad. A menudo un alma puede volver en el instante mismo en el que el cuerpo muere. En el Tibet, cada Dalai Lama es la reencarnación inmediata de su predecesor. Cuando un Dalai Lama muere, los expertos comienzan a buscar sin demora su nueva encarnación.
—¿Y siempre la encuentran?
—No han fallado ni una sola vez en cinco siglos.
—¿Pero cómo pueden saberlo?
—A través de la interpretación de ciertos prodigios. A la muerte del decimotercer Dalai Lama pusieron su cadáver en un trono, mirando hacia el Sur. Después de unos días, descubrieron que su cara estaba vuelta hacia el Este, donde se habían formado unas extrañas agrupaciones de nubes en las proximidades de Lhasa. Los lamas de alto rango y los expertos recorrieron todos los rincones de Lhasa a la búsqueda del nuevo Dalai Lama recién nacido.
—¿Y lo encontraron?
—Sí. En la aldea de Taktser encontraron a un niño de dos años que vivía en la mayor pobreza. Cuando el lama Kewtsang Rinpoche, jefe de la expedición, entró en la casa el niño fue de inmediato a su encuentro y se sentó sobre sus rodillas. Alrededor del cuello del lama había un rosario que había pertenecido en vida al decimotercer Dalai Lama y el niño apenas lo vio lo reconoció y pretendió que se lo dieran. El lama prometió dárselo si adivinaba qué era, y el niño respondió, Sera-aga, que significa un «lama de Sera».
Bill tosió antes de decir:
—De acuerdo, usted encontró a su hija. ¿Qué necesidad tenía de disfrazarse, de jugar al servicio secreto, de seguirnos, y de asustarnos de este modo?
—Le ruego que me disculpe —contestó Hoover, pidiendo perdón con la mirada—, pero tenía que estar seguro de que ustedes eran las personas indicadas, de que Ivy era la niña que buscaba. La hora de la muerte y del nacimiento, aunque fueran una coincidencia notable, no constituía por sí sola una prueba concluyente. Podía tratarse de una simple casualidad…
—¿Y su investigación le demostró que éramos las personas indicadas?
—Haga un esfuerzo por comprender, señor Templeton. En la fe budista, la muerte no es más que un accidente dentro de la vida, un simple cambio de escenario, un breve viaje en el que el alma vaga en busca de una nueva vida, escogiendo los padres de los que quiere nacer. Audrey Rose tuvo que haber buscado un tipo de vida y unos padres parecidos a los que conoció y amó en su vida anterior. No es accidental que los escogiera a ustedes. La profundidad del amor que sienten por ella, sus cualidades intelectuales, su modo de vivir, todo hacía de ustedes la familia perfecta en cuyo seno volver a nacer.
—¿Y si Audrey Rose no hubiera muerto —exclamó Bill—, qué habría sido nuestra hija, una cáscara vacía?
—Habría sido receptora de otra alma.
Bill negó con la cabeza.
—Si eso fuera verdad, creo que recordaría cosas de sus vidas anteriores.
—Recordar ese tipo de cosas sólo serviría para complicar su vida actual, señor Templeton. Los hindúes piensan que es una tragedia si un niño recuerda una existencia previa, porque significa que murió cuando era muy pequeño.
Bill lanzó un profundo suspiro, y prosiguió, buscando entre las preguntas que aún tenía que hacer la siguiente, en orden lógico, a la que acababa de formular.
—De modo que vino a Nueva York, y usando un disfraz comenzó a observar a nuestra familia…
—No, no inmediatamente. Como ya le dije antes había otras familias, pero por una u otra razón ninguna parecía encajar. Comencé a observar a su hija hace poco menos de un mes, y casi de inmediato pude percibir en Ivy cosas que me recordaban a Audrey Rose…
—¿Qué cosas?
—Su forma de caminar, por ejemplo. Su tendencia a soñar despierta mientras camina. Ese curioso hábito de humedecerse los labios cada vez que va a hablar. Su manera abrupta de reírse, y la forma cómo echa la cabeza atrás cuando se ríe. La tristeza de sus ojos cada vez que ocurre algo penoso, como ese día, señora Templeton, en que las dos se detuvieron para auxiliar a esa paloma herida…
Janice sentía que se destrozaba su corazón mientras Hoover describía esa infinidad de gestos adorables, de cualidades casi imperceptibles, que eran exclusivas de Ivy. Esa manera peculiar, extraña, frágil, que tenía de moverse; ese estilo y esa naturaleza que Janice pensaba que era la única que los había percibido. Se alegró de que Ivy no estuviera en casa, que se encontrara a salvo con Carole abajo, fuera del alcance de la terrible y penetrante percepción de Hoover.
—Todas estas cosas, esta manera de ser, eran de Audrey Rose, señor Templeton. Son muchos los aspectos en que las dos son una misma persona.
—¿Se parecen físicamente?
—No. Sólo el espíritu pasa de vida en vida; el cuerpo es nuevo y distinto para cada nacimiento. Permítame —sacó una billetera de su bolsillo, con mucho cuidado extrajo una pequeña fotografía del sobre y se la pasó a Bill—. Es una foto de Audrey Rose. Está tomada aproximadamente un mes antes de su muerte.
Bill estudió la fotografía. El rostro que contemplaba era redondo, sin rasgos distintivos, vulgar. El cabello liso y castaño claro, como el de su padre; también los ojos eran parecidos. Le pasó la foto a Janice, quien le dio una rápida mirada y se la devolvió como si se tratara de algo lleno de gérmenes contagiosos. Bill se la entregó a Hoover. Cuidadosamente, volvió a meterla en su cubierta protectora.
Bill esbozó su mejor sonrisa profesional y dijo:
—Bien, señor Hoover, parece que hemos llegado al punto preciso en el que no me queda más remedio que preguntarle qué es exactamente lo que quiere de nosotros.
Hoover correspondió a su sonrisa y respondió:
—Nada más que lo que usted y su esposa estén dispuestos a darme.
—Pero ¿qué? —precisó Bill—. Díganos qué.
Los ojos de Hoover se hicieron remotos y serenos.
—Que me permitan ver a Ivy de vez en cuando. Verla crecer, poder ayudar si alguna vez me necesitan…
—Eso podría ser difícil.
—No, si soy amigo suyo. O vecino suyo. Tengo el proyecto de establecerme en Nueva York y volver a ejercer mi profesión —pudo ver cómo se endurecían sus rostros, la determinación de resistirse, y agregó rápidamente—: No me interprete mal; no les pediré que me dediquen tiempo ni que se me otorguen privilegios o consideraciones especiales…
«Por supuesto que ahora afirmas lo contrario, pensó Bill, pero ya veremos si no son esas tus intenciones.»
—Y, naturalmente, Ivy nunca sabrá nada respecto a nuestra… relación. Como le decía antes, podría ser peligroso que lo supiera…
Bill alzó la mano.
—Quiero hacerle una pregunta. Puesto que usted mismo ha reconocido que su presencia representa un peligro para Ivy, y ya que dice que le importa mucho lo que pueda pasarle y que desea ayudarla, ¿por qué no desaparece? Sería la mejor manera de ayudarla, tal como yo veo las cosas. Nuestra hija es una niña sana y normal. ¿No desea que continúe siéndolo? Aun aceptando que haya un poco de su hija en ella, ¿por qué correr el riesgo de destruirlas a las dos?
Era una buena pregunta, simple, directa. Janice se sintió orgullosa de que a Bill se le hubiera ocurrido. Hoover no podía responderla sin delatar sus propios y mezquinos intereses. Observó cómo colocaba el índice y el dedo gordo sobre el puente de su nariz, y supo que detrás de la delicadeza de ese gesto, se ocultaba una mente que funcionaba a toda máquina para encontrar una respuesta.
—Tiene razón, por supuesto —dijo finalmente—. Sería más simple que me marchara, y puede que sea esa mi decisión, pero póngase usted en mi lugar, señor Templeton…
Fue interrumpido por el repentino repiqueteo de la campanilla del teléfono interno, un ruido estridente y continuo, que amenazaba peligro.
Bill saltó de su asiento y salió. Janice y Hoover se pusieron de pie, sorprendidos y confusos por la actividad.
Bill cogió el aparato y escuchó la voz tensa de Dominick que decía:
—Hable, señora.
El susurro de Carole, lleno de inquietud le martilleó el oído.
—¿Bill? Bill, ven. ¡Algo le pasa a Ivy!
—¿Qué le pasa? —la interrumpió decidido.
—No lo sé… está corriendo y llorando —la voz de Carole se puso tensa por efecto del miedo—. Parece una pesadilla.
—Bajo enseguida —dijo Bill, dejando caer el citófono, y dirigiéndose a Janice, que le miraba con el rostro blanco como ceniza añadió—: ¡Busca el número de teléfono de Kaplan!
La brevísima mirada que cruzaron les hizo presente el fantasma de un recuerdo compartido y aborrecido. Janice sintió que se le helaba la sangre en sus venas mientras sacaba una libreta de cuero de una de las gavetas de la cocina. Después, liviana como una pluma bajó por la escalera de incendio siguiendo a Bill. No sentía sus pies posarse sobre las gradas de hierro y cemento y casi sin darse cuenta llegó a la puerta del piso de Russ y Carole Federico. En ese instante, Bill golpeaba suavemente a la puerta.
—¡Carole! Abre, soy Bill.
Los latidos del corazón de Janice se confundieron en su oído con el ruido de una cadena deslizándose por el seguro, y con el de una puerta que se abría. Carole estaba en la puerta, tensa y blanca como un papel.
—Está arriba —dijo en voz queda, y corrió en pos de Bill.
Entraron en el pequeño living y subieron la corta escalera.
—Todo parecía estar bien —jadeaba frenética—. Cenó… se acostó a la hora… y entonces… oí los ruidos… yo estaba en la cocina… subí y… ya la verás… es aterrador… es como… si fuera sonámbula… y ese llanto… traté de despertarla… no pude…
La puerta del dormitorio estaba entreabierta. Bill esperó unos segundos antes de entrar. Podía oír esos sonidos débiles y aterradores que salían de la habitación: la rápida carrera con los pies desnudos sobre la alfombra, el ruido de un cuerpo que chocaba contra diversos objetos, el llanto angustiado de la niña, repitiendo una y otra vez esa desesperante letanía que ya habían escuchado otra vez antes, hacía siete años:
—Mamápapámamápapámamápapámamápapámamápapámamápapámamápapámamápapá…
Janice entró detrás de su marido. El recuerdo de esa dolorosa experiencia vivida hacía tiempo, diluida en el transcurso de los últimos siete años, se transformaba ahora en una realidad palpitante de vida.
Ivy tenía los ojos brillantes, enloquecidos y parecía incapaz de percibir la presencia de sus padres. El rostro afiebrado expresaba el terror de miles de pesadillas juntas mientras corría por la pequeña y desordenada habitación, sin saber hacia qué lado dirigirse, una vez hacia aquí y luego hacia allá, golpeándose contra los muebles y las sillas, chocando con la máquina de coser, con el escritorio, subiendo sobre lo que encontraba a su paso para poder alcanzar un objetivo desconocido y lejano. Y, como las otras veces, lanzaba el mismo sonido débil, infantil, desesperante:
—Mamápapámamápapámamápapámamápapámamápapámamápapámamápapámamápapá…
Que subrayaba la desesperada necesidad de éxito en su búsqueda.
Cada vez que lograba eludir un obstáculo y se aproximaba a la puerta o a la ventana —sus manos golpeaban, buscaban a tientas e intentaban alcanzar el cristal— retrocedía como si algo le doliera y recomenzaba su atropellada carrera en círculos, llorando, gritando, maullando casi su dolorido lamento:
—Mamápapámamápapámamápapámamápapámamápapámamápapámamápapámamápapá…
La mano de Janice buscó la de Bill y la estrechó con fuerza. Los dos estaban inmóviles en la puerta de la habitación, y contemplaban el macabro espectáculo sin poder hacer nada: sabían por su experiencia anterior hasta qué punto resultaban inútiles ante este tipo de crisis.
—Soy papá —dijo Bill.
Sus brazos trataron de abrazarla cuando pasó por su lado, pero la niña se alejó hasta el extremo opuesto; de sus ojos parecían salir chorros luminosos, que destacaban aún más sus facciones febriles.
—Janice, llama al doctor Kaplan —dijo Bill en un susurro ronco.
—Espere.
Era la voz de Elliot Hoover que hablaba a sus espaldas. Janice se volvió y le vio cómo observaba atentamente a Ivy, siguiendo con sus ojos el recorrido de la niña por la habitación, analizando la urgencia con que la pesadilla la hacía desplazarse. Sus ojos no se apartaban de la atormentada criatura, y estudiaban cada movimiento y cada gesto, al tiempo que escuchaba la voz áspera y agotada que repetía:
—Mamápapámamápapámamápapámamápapámamápapámamápapámamápapámamápapá…
Janice sintió la contracción en la mano de su marido cuando también se volvió para mirar con dureza al intruso.
Hoover les ignoró a los dos, sus ojos y su mente totalmente dedicados a Ivy en un intento desesperado por descifrar el significado de la terrible alucinación de la que era víctima la pequeña. De pronto, sus ojos exhibieron una mirada de infinita tristeza, se agrandaron y tomaron un aire torturado.
—¡Santo Dios! —exclamó en voz apenas perceptible.
Rápidamente entró en la habitación y se acercó a la niña. Ivy estaba tambaleándose, mareada, cerca de la ventana. Tenía las manos extendidas hacia el cristal, trataba de alcanzarlo, lo buscaba a tientas, y cuando estaba a punto de tocarlo retrocedía aterrada, como si se tratara de lava ardiendo.
—Audrey —el nombre pareció explotar como una bomba en la boca de Hoover.
Sonó agudo, golpeante, imperativo, prometedor en su oferta de esperanza.
—¡Audrey Rose! Soy papá.
Avanzó hacia la torturada niña que golpeaba el aire frente al cristal de la ventana y movía las manos desesperada, implorando a sus demonios interiores con la voz aguda y balbuceante de un niño que sólo contara la mitad de su edad.
—Mamápapámamápapámamápapámamápapámamápapámamápapámamápapámamápapá…
—¡Estoy aquí, Audrey Rose! Estoy aquí, Audrey, ¡aquí!
Los nudillos de la mano de Janice se pusieron blancos por la fuerza con que estrechaba la mano de Bill. Vio a Hoover avanzar otro paso en dirección a la niña, que parecía no verle ni oírle.
—¡Aquí, Audrey! Soy papá. Ya he llegado.
La mano de Bill intentó soltarse de la suya. Janice comprendió que el próximo movimiento sería coger a Hoover y arrojarle fuera de la habitación. Fue consciente de la mirada asesina de su marido, y le imploró con los ojos que mantuviera la calma.
—¡Audrey, por aquí, cariño! ¡Audrey Rose, soy papá!
Y entonces, repentinamente, Ivy se volvió, alejándose de la ventana, y dirigió su rostro afiebrado en dirección a Hoover, mirándole como un mendigo que implora misericordia. Su torrente de palabras se transformó:
—Papápapápapápapápapápapápapápapá…
—¡Sí, Audrey, sí! Soy papá. Estoy aquí, cariño —la urgía, con un murmullo desesperado—. Por aquí, Audrey Rose. ¡Por aquí! ¡Ven!
Extendió los brazos en dirección a la confusa niña. Ofrecía una dirección, pedía confianza.
—¡Por aquí, cariño. Por aquí!
Lentamente, la angustia y el pánico fueron desapareciendo del rostro de Ivy. La intensidad febril de sus palabras fue decreciendo, espaciándose, haciéndose más definida.
—Papá, papá, papá, papá…
—¡Sí, mi niña, sí! Aquí estoy —la invitaba, inclinado y con sus brazos extendidos—. ¡Ven, Audrey, ven!
—¿Papá?… ¿papá?
Ivy tenía la mirada fija en un punto, más allá de Hoover, y entrecerraba los ojos en su esfuerzo por ver detrás del velo oscuro de la pesadilla en la que se encontraba inmersa. La voz de Hoover se transformó en una orden.
—¡Por aquí, Audrey Rose! VEN. ¡VEN, AUDREY!
Un escalofrío recorrió la espalda de Janice cuando vio que el rostro de su propia hija se suavizaba, empezaba a reconocer y perdía ese aire de terror bestial y salvaje. Tenía lágrimas en los ojos —esos inmensos ojos azules que se veían ahora tan brillantes y desproporcionados en su cara pálida y agotada— y muy lentamente extendió las manos hacia Hoover en un gesto tímido, de prueba.
—¿Papá?
—Sí, Audrey Rose, soy papá —respondió, animándola, en voz baja y temblorosa—. Ven, cariño…
—¿Papá?
Y con una sonrisa que pareció responder su propia pregunta se arrojó en los brazos de Hoover, estrechándole con fuerza. Así permanecieron, aferrados el uno al otro, como amantes que se reencuentran después de un viaje largo y agotador.
Bill estaba como en trance. Su sombra se proyectaba, vaga y difusa, sobre el hombre y la niña al ser iluminado por detrás por la luz del living. Tenía el rostro blanco, los ojos húmedos y brillantes, su boca temblaba y sus labios estaban entreabiertos. Todo su ser parecía absorto en la escena de ansiedad y ternura que se desarrollaba ante él.
—Oiga, ¿qué diablos está haciendo? —preguntó en voz ronca.
Janice apenas reconoció la voz de su marido. Lo vio esperar una respuesta, hizo un gesto con la cara como si quisiera hablar pero no pudo emitir ningún sonido.
Hoover se levantó lentamente. Tenía a Ivy en sus brazos. Cuando se volvió hacia Bill y Janice, pudieron ver que la niña dormía, respiraba normalmente, y su hermoso rostro estaba tranquilo y sereno. Se había inmerso en un profundo sueño. El hombre que la había liberado de su prisión avanzó hacia Bill y con mucha delicadeza depositó en sus brazos la preciosa carga.
—En el accidente —dijo Hoover escuetamente— hubo un incendio y las ventanas del coche estaban cerradas. Ella no pudo abrirlas y no hubo manera de sacarla de allí… Me dijeron que… habían pasado algunos minutos antes de que…
Una curiosa calma parecía envolverles a todos. Hasta el aire tenía algo quieto y solemne.
La tos de Carole hizo que Janice se diera cuenta de que su amiga había presenciado toda la escena. La había olvidado, lo mismo que a Russ, que todavía debía estar encerrado en el dormitorio de su piso.
—Me marcho —dijo Hoover. Su mirada denotaba preocupación—. Tengo que meditar en muchas cosas. Han sido muy amables al recibirme. Buenas noches.
Sonrió, pasó entre ellos y salió de la habitación. Janice pudo oír sus pasos alejándose por la escalera hasta que, finalmente se perdieron en la distancia. Bill no escuchó nada. Toda su atención estaba centrada en la respiración tranquila y cadenciosa de Ivy, que dormía satisfecha y calmada en sus brazos.
Russ todavía esperaba en el dormitorio. Cuando Bill pasó frente a la puerta para llevar a Ivy hasta su cuarto estaba desarmando y guardando el equipo.
—¿Todo bien? —preguntó a Janice, que se había detenido en la puerta.
—Creo que Carole te necesita —respondió tristemente.
—¿Sí? ¿Qué pasó?
—Hubo un problema con Ivy… Ella te lo contará.
Russ asintió con la cabeza, recogió el equipo magnetofónico y afirmó:
—Voy inmediatamente —al llegar a la puerta se volvió hacia Janice y agregó—: A propósito —hizo una mueca y dejó la cinta grabada sobre la cómoda—, el tipo ese está completamente loco.
—Lo siento, Janice, pero no le creo.
—Está bien.
—Honestamente. No le creo.
—Está bien.
Su voz era suave, carente de expresión, más allá de cualquier preocupación por lo que él creyera o dejara de creer.
A Janice, la oscuridad de la habitación le parecía mucho mayor que otras veces. Estaban despiertos, sus cuerpos separados, las manos sin unirse, cada uno encerrado en su propia isla saturada de desesperación.
—Sugestión por hipnosis. ¿No es así como la llamaba la doctora Vassar?
—No recuerdo.
—Pues así se llamaba, sí señor. Le sirvió a ella y también a Hoover. Sugestión por hipnosis, eso es.
—¿Estás tratando de decirme que Hoover es psiquiatra?
—O hipnotizador.
Janice sintió lástima por Bill. Había vivido una experiencia amarga, castrante, y luchaba desesperadamente por recuperar algún dominio sobre la situación.
—No lo crees posible, ¿verdad?
—¿Que sea un hipnotizador? No —respondió ella.
—De acuerdo, dime entonces qué es lo que crees…
Estaba obligándola a reflexionar. Respondió serena:
—Bien, no creo que sea un hipnotizador. No creo que esté loco. No creo en la reencarnación. Creo que Elliot Hoover es un hombre sincero y muy persuasivo y que tiene un solo objetivo en su vida. Por alguna razón que desconozco quiere quedarse con nuestra hija. A pesar de toda la dulzura, poesía y misticismo que inundan sus palabras, te puedo decir que es un hombre que está ardiendo por dentro y ese fuego no lo dejará tranquilo hasta que consiga lo que desea —escuchó temblar su propia voz, sintió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos— y por eso tú vas a tener que detenerle… antes de que nos destruya a todos…
Janice sepultó la cabeza en la almohada y comenzó a llorar. Bill se aproximó inmediatamente, la abrazó, acarició su cuerpo, besó las lágrimas que rodaban por sus mejillas.
—Todo esto es horrible, ¿verdad? —dijo con voz ronca—. Pero no te preocupes, no conseguirá lo que quiere… ¡Te lo prometo!
Puso las manos sobre los senos de su mujer, acarició su suave y agradable tersura, recorrió con los dedos la corona del pezón, la sintió estremecerse y responder a su deseo. Los sollozos de Janice quedaron ahogados por sus insistentes besos. Hicieron el amor. Después, se quedaron dormidos.
Janice despertó sobresaltada a las tres y diez. Le pareció haber escuchado un ruido en el dormitorio de Ivy. Fue a verla y comprobó que dormía tranquila, abrazada a su osito. Le tocó la frente. Estaba ardiendo. Si se volvía a repetir todo como hacía siete años su fiebre habría subido antes de que amaneciera.
Se alejó de puntillas y volvió al lecho. Ni ella ni Bill volvieron a dormir esa noche.