7

Y hubo un espléndido día de otoño.

Seco, frío, vigorizante. Un verdadero regalo venido del norte del Canadá para ayudar a derrotar la polución.

Bill e Ivy lograron tomar un taxi en la esquina de la calle Sesenta y siete. Mientras recorrían la amplia avenida cubierta de barro en dirección a la Ethical Culture School, una fina capa de lodo iba empañando los cristales del coche. Una cortina gris y sombría parecía querer cubrir así el esplendor del día.

A Ivy le encantaba llegar en taxi al colegio, aunque el viaje no duraba más de un minuto, porque le parecía que era una manera elegante de comenzar el día.

Al mirar su rostro fresco y sonriente —franco, inocente, confiado— Bill sintió una opresión en el pecho. Qué terriblemente vulnerable era Ivy. Qué indefensa y necesitada del afecto y protección de su padre.

La miró entrar por las inmensas puertas dobles, volverse, sonreír y enviarle un beso con la mano. Luego desapareció. Bill se quedó esperando unos segundos para asegurarse de que estaba a salvo dentro del edificio antes de darle al taxista la dirección de su oficina. Sabía que Hoover no aparecería esa mañana. Ahora que había hecho su jugada, y tenía su pie en el umbral de Des Artistes, dejaría de jugar a Sherlock Holmes. Salida Hércules Poirot, pensó Bill, haciendo un gesto de amargura.

El taxi patinó ligeramente al doblar a la izquierda en dirección a la calle Cincuenta y siete, y estuvo a punto de chocar contra un autobús parado. Bill casi no se dio cuenta de lo que pasaba. Su mente estaba concentrada en Hoover.

Hablaría con Harry y él le ayudaría. Harry era la solución para todos sus problemas legales, pero mientras tanto él podía poner en movimiento una rueda del mecanismo y comprobar esa parte de la historia de Hoover respecto a la muerte de su hija en el momento preciso en que nacía Ivy. Los periódicos de Pittsburgh o Harrisburg tenían que haber mencionado el accidente, si éste había ocurrido realmente; también era posible que la policía del Estado tuviera un informe en su archivo. Pediría a Darlene que comenzara a investigar de inmediato.

Cuando el taxi dejó a Bill frente a ese monolito negro y anónimo dentro del cual estaba su despacho, se sentía como un boxeador en espera de que sonara la campana: en excelente estado físico, tenso y preparado para la acción.

El primer tropiezo tuvo lugar fuera de su despacho. Don Goetz desde el extremo opuesto del pasillo le hizo un gesto para que le esperara y se aproximó con cara de tragedia.

—Jack Belaver sufrió ayer un ataque al corazón —informó tristemente.

—¿Cómo está? —tartamudeó Bill, sopesando rápidamente todas las complicaciones que había de traerle tan sorprendente noticia.

—Dicen que se recuperará, pero no podrá trabajar por lo menos durante unos tres meses.

Jack Belaver era el segundo vicepresidente de Simmons y estaba a cargo de los negocios más importantes, de los cuales el más impresionante lo constituía Carleton Industries, un gigante cuyos tentáculos se hacían presentes en cada escondrijo o grieta de la industria electrónica. Representaba dos millones y medio de dólares anuales para Simmons. Su convención anual de vendedores comenzaría el próximo jueves en Waikiki. Jack había desempeñado un papel vital en la preparación y organización de la exposición de ventas y Simmons no podía permitirse el lujo de prescindir de él en un momento tan crítico.

—El viejo quiere verte —dijo Don con el mismo tono de voz con que había hablado antes.

Bill pensó que era muy probable que él supiera para qué quería verle.

—De acuerdo —dijo, y entró en su despacho.

Allí tuvo su segundo tropiezo.

Sentada en el escritorio de Darlene había una sustituta. Era una muchacha morena, gordita, con ojos ligeramente bizcos detrás de unas gafas con grueso marco de carey. Con voz nasal le explicó que Darlene estaba enferma con gripe. ¡Santo cielo! Decididamente, ésta no era una de sus mejores mañanas.

La sustituta se llamaba Abby, y no pudo entender qué era exactamente lo que Bill quería que hiciera, ni de qué periódico se trataba, ni por qué se interesaba en un accidente, cuya fecha había que comprobar.

Bill le escribió unas cuantas notas con letra clara y grande y esperó que ocurriera un milagro.

Cuando salió del despacho de Pel Simmons una hora más tarde, tenía el aire de un hombre exhausto, en el límite de sus fuerzas, después de haber cargado una tonelada de ladrillos. Pel no sólo le había pedido que tomara el lugar de Jack en la aventura hawaiana, sino también que a la vuelta del viaje hiciera escala en Seattle y se ocupara de DeVille, otro de los clientes de Jack.

—Siento tener que darte este trabajo extra, Bill, pero eres el único que puede sustituir a Jack, con la seguridad de que Don hará bien tu trabajo.

—Lo sé, Pel. Trataré de irme el viernes.

—Vete el jueves. Vas a necesitar tiempo para organizarte.

Cuando volvió a su despacho encontró una serie de mensajes: Hoover había llamado dos veces durante su ausencia. Bill se hundió pesadamente en su asiento, lanzó un suspiro de impotencia y murmuró «mierda». Cogió una caja con clips que tenía cerca, y deliberadamente los fue sacando, uno por uno, para arrojarlos sobre el Motherwell. Su blanco era la figura negra y geométrica del centro del cuadro. No se podía tener peor suerte. No se podía haber escogido un momento peor para tener que irse de la ciudad. ¿Cómo se lo diría a Janice? Ya estaba bastante preocupada con las cosas tal y como estaban. Era probable que sufriera un ataque de histeria si le decía: «Cariño, me voy a Hawai por una semana, ¿qué te parece?»

A no ser que… ¡a no ser qué…! ¿Y por qué no? ¡Irían a Hawai los tres! Ivy podía faltar al colegio por una semana e irían juntos, toda la familia. El viaje les sentaría bien; el suyo lo pagaría la firma, y podría conseguir el dinero para los otros dos pasajes. Resultaría extraño, sin embargo, que un hombre con sus responsabilidades llevara a su mujer y a su hija a una reunión de ese tipo, pero ¡qué diablos!, la alternativa era dejarlas solas e indefensas…

Con el espíritu reconfortado por visiones de sol, deportes acuáticos, y seguridad, Bill se levantó de su asiento, fue hasta el cuadro y recogió todos los clips desparramados por encima del sofá y por el suelo. Cuando Abby entró en el despacho, encontró a su jefe de rodillas sobre la alfombra, recogiendo «cosas» que no alcanzó a ver. Se disculpó tartamudeando:

—Lo siento… sólo quería…

—Dígame —dijo Bill severo.

—El señor Hoover le llama por teléfono.

—Dígale que estoy en una reunión y no volveré hasta muy tarde.

—Muy bien, señor.

—Espere —ordenó Bill cuando la muchacha estaba a punto de salir—. ¿Qué hay de la llamada al periódico de Pittsburg?

—Están averiguando la información solicitada. Llamarán más tarde, con cobro revertido.

—Está bien. Llame al señor Yates, Y-A-T-E-S, encontrará su número en el Rodolex, y pregúntele si puede almorzar conmigo.

—Sí, señor —respondió Abby tragando saliva, y se marchó.

Harry estaba en los Tribunales y no podía reunirse con Bill antes de las tres de la tarde. Pedía confirmación de la cita. Bill lo hizo. Después, llamó a Janice por el teléfono interno de Des Artista. Después de varios intentos escuchó la voz de Janice y la de Dominick anunciando su llamada.

—¿Alguna novedad? —preguntó Bill.

—No.

—¿Alguna llamada telefónica?

—Sí, un par por la otra línea, pero no las contesté.

—Me parece bien.

Bill estaba a punto de hablarle de su próximo viaje a Hawai cuando oyó a Janice decir, como si lo hubiera recordado de pronto:

—Ha llegado un paquete.

—¿Qué dices?

—Que ha llegado un paquete. Mario lo subió unos minutos después de que llegara el correo. Lo trajeron personalmente.

—¿Y qué contiene?

—No sé. No lo he abierto.

Bill hizo una pausa, después preguntó:

—¿Y por qué no, Janice?

—No sé. Supongo que por miedo.

—Bueno —suspiró suavemente—, ¿por qué no lo abres ahora?

—Espera un poco.

El número dos sobre el teléfono de Bill se encendió, parpadeó y permaneció encendido una vez que Abby contestó la llamada en el teléfono de su propio escritorio. Un segundo después se apagó. Bill dedujo que tenía que haber sido Hoover de nuevo, pues Abby no hubiera colgado tan deprisa de haberse tratado de cualquier otra persona.

El ruido del papel al rasgarse precedió al sonido de la voz de Janice.

—Son libros, cuatro libros.

—¿Quién los envía?

—Me imagino que el señor Hoover. Parecen libros religiosos. Son muy viejos. Uno se llama El Corán comentado, luego está Los Upanishadas, no sé si lo pronuncio bien, y también hay un diario.

—¿Alguna carta, mensaje o algo?

—Hay un sobre dentro de Diálogos sobre Metem… psicosis, de J. G. von Herder… —volvió a escuchar el ruido del papel al rasgarse cuando Janice abrió el sobre—. Es del señor Hoover. Contiene una lista de páginas señaladas en cada libro; está escrita a mano, y viene firmada «Sinceramente, E. Hoover».

—Bien —meditó un tiempo y luego prosiguió—: Guárdalos. Pueden servir como prueba.

—¿Te ha llamado al despacho?

—Una o dos veces, pero no pienso hablar con él antes de haber consultado a Harry Yates.

Hubo una pausa.

—Bill… —había un temor infantil en su voz.

—Dime, cariño.

—¿Estará en el colegio cuando vaya a buscar a Ivy?

—No. Esta mañana no ha ido tampoco.

—¿Y si se presenta?

—Llamas a un policía, en caso de que te moleste.

—Dios mío… —murmuró espantada.

Unos minutos después de que Bill colgara el teléfono se dio cuenta de que no le había dicho nada a Janice sobre el viaje a Hawai. Pensó volver a llamarla, pero después de pensarlo más detenidamente llegó a la conclusión de que una noticia así no haría más que aumentar su confusión. Se lo diría por la noche, cuando estuvieran acostados.

Los libros, sin desempaquetar del todo, se quedaron sobre el envoltorio parcialmente destrozado, toda la mañana. Janice pasó por su lado una docena de veces por lo menos, pero siempre que lo hacía se esforzaba por ignorar su presencia. Este juego, sin embargo, no produjo el resultado esperado. A las dos y diez minutos, después de haberse demorado más de lo habitual en su lavado de cabeza y en la elección de su vestido, mucho más de lo necesario para una simple caminata hasta el colegio, descubrió que aún disponía de unos treinta y cinco minutos, y que no tenía nada que hacer.

Con el abrigo puesto, botas y un sombrero de piel falsa, se dirigió a la cocina para prepararse un café. Mientras lo bebía miraba los libros, que alcanzaban justo a entrar en su campo de visión antes de que el marco de la puerta los hiciera desaparecer.

Cuando se encontró de pie junto a la pila de libros, recorriendo con sus dedos el ajado relieve de la cubierta de uno de ellos, no fue capaz de recordar en qué momento había caminado hasta allí. No pudo reprimir la tentación de abrirlo. Había una inscripción muy poco legible escrita a mano con tinta malva, que decía: R. A. Tyagi, 1906. Debajo, con una letra más clara y más grande aparecía la siguiente inscripción: E. Hoover, 1968. El título del libro, impreso en un delicado motivo floral, era Bhagavad-Gita. Estaba en inglés, y había sido impreso en Londres en 1746.

Janice cogió un montón de páginas amarillentas y las fue soltando lentamente de entre sus dedos, mientras se elevaba una nube de polvo del viejo volumen. El libro tendía a abrirse en determinadas partes, aquéllas que habían sido consultadas con mayor frecuencia. En una de esas páginas leyó: «Así como el hombre se desprende de sus vestiduras viejas y gastadas, así el huésped del cuerpo descarta los cuerpos viejos y gastados y entra en otros nuevos…»

En otra página se leía: «Así como es cierto que quien nace morirá, también es cierto que quien muere nacerá de nuevo. Por tanto, no debéis desesperaros por lo inevitable.»

Janice cerró el libro con decisión y se alejó de la mesa, sintiéndose culpable de traición al haber capitulado tan fácilmente ante el enemigo. Bill tenía razón. Todo era una completa estupidez.

Cogió los libros y los llevó a un closet que había en el vestíbulo. Se subió a una silla y los depositó en un sombrío rincón de la parte superior del closet, junto a varios volúmenes del material pornográfico más explícito de Bill.

Se unió a las madres que esperaban frente al colegio y a las tres en punto sonó el timbre y comenzó el éxodo de alumnos. Menos de cinco minutos después apareció Ivy, que bajó sonriente al encuentro de Janice. Bill tenía razón; el señor Hoover no estaba por ninguna parte. Janice pensó que su marido tenía razón en todo, y la confianza en él fue haciéndose cada vez más completa.

Por primera vez en una semana, Janice pudo volver a casa tranquila y sin sentir temor. Ivy no paraba de hablar y Janice reía con toda su alma. Era como en los viejos tiempos.

—No sé si es un chantajista, o si está loco, o si cree que lo que dice es verdad, pero estamos hablando de algo sobre lo cual hay mucha gente que no sabe nada… —Harold Yates se calló unos segundos para organizar sus pensamientos, y enfocar el problema desde la perspectiva legal adecuada.

Bill estaba sentado al lado de Harold, en ese sofá en el que su amigo trataba siempre todos sus asuntos profesionales. No había escritorio en el despacho. Una mesita situada en la parte derecha de la habitación era suficiente para los dos teléfonos, los lápices y las hojas de escribir.

—En todo caso, ya se trate de un loco, como tú afirmas, y no sé francamente qué quieres decir con eso —dijo Harold, hablando en forma lenta y pedante—, e ignorando la posibilidad de que pueda ser un chantajista, me imagino que tu mayor preocupación será cómo proteger a tu familia para que este individuo no pueda molestarla. Y esto me lleva a hacerte una pregunta. ¿Te ha hecho alguna petición?

Bill pensó largamente antes de responder:

—No ha hecho ninguna petición clara, excepto que quiere volver a vernos y que desea que lleguemos a alguna forma de arreglo.

—¿Y por qué tendrías que llegar a un acuerdo con él? ¿Quiere quedarse con Ivy?

—No. Dice que no pretende reclamarla ni llevársela. Comprende que no puede hacerlo legalmente, pero aunque pudiera no lo haría ya que sabe lo que significa perder a un ser querido. ¿No comprendes, Harry? Es absurdo. Está preparando el terreno para hacernos luego un chantaje.

Harry reflexionó unos segundos antes de preguntar:

—¿Quieres saber cuáles son tus derechos?

—¡Quiero saber cómo sacármelo de encima!

—Bien, si por «encima» quieres decir cómo impedir que continúe entrometiéndose en tu vida privada, siguiéndote dondequiera que vayas, llamándote por teléfono a tu casa, pidiéndote que le permitas ver a miembros de tu familia, puedo decirte que te lo puedes sacar de encima muy fácilmente: no tiene ningún derecho legal a hacer ninguna de esas cosas. Si su comportamiento llega a resultar molesto o perjudicial puedes llevarle a juicio, y pedir que se le dicte una resolución judicial prohibiéndole que acose o perturbe a los miembros de tu familia. Y debes saber que si no obedece se le puede acusar de desacato al Tribunal y sería acusado y castigado. El castigo por desacato al Tribunal puede ser la cárcel.

Los ojos de Bill miraban fijos al abogado.

—Si lo llevamos ante un Tribunal ¿cómo puedo probar que tengo motivos para acusarle?

—Siempre hay maneras de obtener pruebas. Por ejemplo, la próxima vez que llame, y te proponga ir a tu casa para hablar contigo, haz que haya un testigo presente.

—¿Serviría Janice como testigo?

—Sí, pero sería preferible que fuera alguien que no estuviera tan comprometido en el caso. Tal vez pudieras conseguir que Hoover escribiera sus intenciones y lo que se propone hacer, incluso podrías grabar lo que te dice…

Eso era, pensó Bill con alivio. Grabaría. Con toda seguridad Russ le prestaría su equipo e incluso le ayudaría a montarlo en el living y a hacerlo funcionar. También podría servirle de testigo. Bill escuchó la voz de Harry, que había seguido hablando mientras él pensaba en otra cosa, y rápidamente volvió a concentrarse en lo que su amigo y abogado estaba diciendo.

—La cinta, aunque no fuera aceptada como prueba, ciertamente podría servir para convencer a la policía de que te está molestando, y eso te permitiría conseguir que hicieran uso de sus recursos legales para impedirlo.

—Creo que puedo tener solucionado lo de la cinta para nuestra próxima entrevista —dijo Bill, poniéndose de pie.

—¿Por qué tanta prisa? ¿Dónde vas?

—A conseguir algunas cosas —miró su reloj—, y no tengo mucho tiempo.

—¿Piensas hacer pronto la grabación?

—Pienso hacerla esta noche.

—En ese caso hay algunas preguntas que a me gustaría hacerle —la rechoncha mano de Harold buscó un papel y un lápiz de punta fina—. Se trata de algunas cosas fundamentales, y cuyas respuestas tendrían fuerza y validez legal en un tribunal, si algún día nos decidimos a acudir a tal expediente.

Bill se sentó desganadamente en el sofá y observó a Harold mientras ponía entre sus gruesos labios entreabiertos el extremo del lápiz en el que había una goma, antes de formular mentalmente su primera pregunta.

—Uno —dijo.

Russ reaccionó tal como esperaba. Su amigo no sólo estaba dispuesto a ayudarle, sino que deseaba hacerlo cuanto antes. Acordaron reunirse a las seis y media y, como dijo Russ, «equipar el bote para navegar». Bill no le dio muchos detalles de lo que estaba ocurriendo, limitándose a decirle que había un chantajista que le espiaba y que necesitaba su ayuda, como experto en grabaciones, con el objeto de tener pruebas contra el bastardo ese que quería extorsionarle. Conversaron sobre el tipo de equipo que Russ emplearía y cómo lo organizarían. Era un problema el tener que ocultar el alambre que conectaba el micrófono con el grabador; parecía preferible usar un micrófono sin alambre, pero tenían el inconveniente de ser imprevisibles y no se podía confiar mucho en ellos. Finalmente, Russ decidió llevar diferentes sistemas y probarlos todos antes de la llegada de Hoover.

En la medida en que veía cumplirse cada una de las etapas de su plan, Bill se sentía cada vez más excitado.

Antes de irse del estudio de Russ llamó a Janice por teléfono para contarle lo que estaban planeando, y sugerirle que hablara pronto con Carole para que Ivy pasara esa noche en su casa.

—Llamó esta tarde.

—¿Hablaste con él?

—No. Hice que Dominick anotara su mensaje. Dejó un número de teléfono.

—Perfecto. Díctamelo.

—Espera un segundo —estuvo de vuelta casi de inmediato—. Es el 555-1717.

Bill marcó el número. Le sorprendió escuchar una voz femenina que respondió:

—YMCA, buenas tardes.

—Buenas tardes. Quisiera hablar con el señor Elliot Hoover, por favor.

—Un momento.

Escuchó un ruido seco, un zumbido y una voz masculina que decía:

—Cuarto piso.

—El señor Elliot Hoover, por favor.

—Un momento.

Bill cubrió el teléfono con su mano y preguntó a Russ en voz baja:

—¿Te viene bien a las nueve?

—Mejor a las nueve y media —susurró Russ.

Bill pudo oír el ruido de unos pasos aproximándose y después la voz de Hoover.

—Dígame.

—Señor Hoover, habla usted con Bill Templeton.

—Le escucho, señor Templeton —había un deje de ansiedad en su voz.

—Me gustaría que nos encontráramos esta noche en mi casa, alrededor de las nueve y media. ¿Le parece bien?

—Por supuesto. Muchas gracias.

Todo saldrá perfectamente, se dijo Bill mientras saltaba sobre un montón de nieve sucia en la esquina de la calle Cincuenta y nueve y el Central Park West.

—Abby llamó por teléfono. Dijo que el periódico Post-Gazette, de Pittsburgh, había confirmado la información que habías pedido, y que Sylvia Flora y su hija Audrey Rose habían muerto en un accidente automovilístico en la carretera de Harrisburg, un poco después de las ocho y media de la mañana del 4 de agosto de 1964.

Janice le lanzó esta información apenas abrió la puerta de la calle; no hubo un beso de bienvenida, ni un saludo, ni siquiera el tiempo de quitarse el abrigo y las botas.

—Bien —respondió Bill, tratando de esquivarla para entrar.

—¿Bien? —gritó.

—Tómalo con calma. Déjame que me quite el abrigo y prepararé una copa —dijo, tratando de calmarla. Su aliento le indicó que su mujer había bebido ya más de una—. Podemos discutir esto con calma.

—Santo Dios —exclamó en voz baja.

—Janice —su voz se había endurecido—, no sé qué tragedia estás interpretando. Pero quiero que sepas que yo no creo en espectros, fantasmas, hechizos, halos, Karmas, ni en ninguna de esas tonterías. Debe de haber alguna explicación simple y racional para todo esto.

Janice retrocedió rápidamente un paso.

—Entonces, explícamelo.

—Veamos, el tipo ese elige su víctima y averigua cuándo nació su hijo —el minuto exacto— y después investiga qué niño ha muerto a esa misma hora. Tiene todo el país para buscarlo. Una vez que logra encontrar un nacimiento y una muerte que coincidan se presenta como el padre del niño muerto y da su golpe. ¿Te parece razonable?

Janice le miró sin decir nada, pero las líneas de su rostro se suavizaron: la explicación le había satisfecho. No totalmente, pero sí lo bastante como para que le permitiera abrazarla y besar sus ojos ausentes y torturados.

—Y ésa es mi explicación —Bill sonrió—. Créeme, Janice, vamos a llegar hasta el fondo de este asunto y nos desharemos del infeliz ese, te lo prometo.

La besó en los labios. Su boca se abrió y su cuerpo se relajó de buena parte de la tensión. Si no hubiera sido porque Ivy estaba arriba preparando sus cosas para pasar la noche en casa de Russ y Carole, le habría hecho el amor ahí mismo.

Russ apareció a las seis y veinticinco. Venía cargado con un arsenal de equipo técnico para grabar. Mario y Ernie le ayudaron a meterlo en el ascensor y a llevarlo hasta el piso de Bill.

Durante la hora siguiente se escuchó la voz de Bill que repetía:

—Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis… ¿Me escuchas? ¿Me escuchas?… Seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno… ¿Me escuchas, Russ, me escuchas?

Estas palabras llenaban el piso y llegaron hasta Janice, que estaba en la cocina preparando unos bocadillos y aliñando una abundante ensalada de lechuga y tomates. Ivy había partido para su aventura de una noche unos minutos antes de que Russ llegara; llevaba una maleta demasiado llena de cosas y una bandeja con su comida favorita.

A las ocho y cuarto, Russ, Bill y Janice estaban sentados en el living, terminando de comerse el último bocadillo, bebiendo cerveza y observando el resultado de toda una tarde de preparativos. El micrófono sin hilo no había dado resultado, lo que les obligó a hacer una extensión, disimulada entre las hojas y flores del florero cercano al sofá, que pasaba por debajo de la alfombra del living, y subía por la escalera hasta el dormitorio de matrimonio. Allí Russ había instalado su equipo Nagra de grabaciones. Bill tenía que conseguir que Hoover se sentara en el ángulo preciso del sofá para lograr una mejor grabación. Janice tenía la impresión de que todo el asunto era demasiado complicado y de que no resultaría bien. Su escepticismo no consiguió desanimar a ninguno de los dos hombres, que continuaron con sus preparativos para perfeccionar la instalación hasta las nueve y veinticinco, hora en la que sonó insistentemente el teléfono interno.

Bill respondió con aire despreocupado:

—¿Sí? —una breve pausa—. Sí, dígale que suba.

Bill le hizo a Janice un gesto con la mano. Russ subió para hacerse cargo del control de su puesto, y ella se dirigió al sitio que le habían señalado: el extremo opuesto del que se había destinado para que Elliot Hoover se sentara. Pensaban usarla como cebo, de acuerdo con el plan de Bill, para obligar a Hoover a dirigirse hacia donde ellos querían.

Un silencio tenso se hizo presente, invadiendo toda la casa. Reinaba una inmovilidad colectiva muy similar a la que se produce en un teatro cuando las luces comienzan a disminuir de intensidad y se alza el telón.