6

Si no hubiera sido por las dos mesas ocupadas, y por la fila de camareros vestidos de etiqueta que cada cierto tiempo cumplían en silencio sus funciones, esperando pacientemente que fueran las nueve y media, que era la hora de cierre, se habría pensado que el restaurante de Des Artistes estaba sumido ya en un profundo sueño.

Bill y Janice atravesaron el silencioso y sombrío salón para dirigirse al bar, que estaba detrás, en una sección parcialmente cerrada desde el restaurante.

Kurt, el encargado del bar, les dirigió una sonrisa amistosa cuando les reconoció al verles parados en el umbral de la sala, cuyas paredes estaban cubiertas por paneles de madera oscura, buscando la cara de Patillas entre los rostros presentes. Sólo había otras cinco personas en el recinto.

—Soy Elliot Hoover.

Janice dio un salto. Bill se volvió tan de prisa que traicionó su sorpresa. Tenía enfrente un rostro que no habían visto nunca antes. La pálida piel estaba perfectamente afeitada, no tenía arrugas y parecía pertenecer a un muchacho de unos veinte años. La sonrisa, dulce y franca, dejaba al descubierto dos hileras de dientes enmarcados por unos labios finísimos y muy pálidos. Si se le miraba más detenidamente se podía advertir que el pelo empezaba a ralear y ya no era muy abundante en las sienes. Sin embargo, ¿podía ser ese mismo hombre de cuarenta y seis años cuya biografía había leído en el «Quién es Quién»?

Hoover se dio cuenta de su sorpresa. Su sonrisa se hizo más amistosa y dijo:

—Hay una mesa muy tranquila en esa esquina.

Bill y Janice le siguieron como un par de ovejas que son conducidas al matadero; se sentaron juntos, obedeciendo a un gesto de la mano de Hoover, que se instaló en una silla frente a ellos. Después de unos segundos comenzó a hablar en una voz baja y tranquilizadora que parecía titubear antes de elegir cada palabra.

—Quiero agradecerles que hayan aceptado verme esta noche. Les estoy verdaderamente muy agradecido.

Marie, la hermosa y atractiva camarera, se aproximó sonriendo a la mesa.

—¿Desea beber algo, señora Templeton? —preguntó Hoover amablemente.

—No, gracias.

—Beberé whisky con agua —dijo Bill.

—¿Tiene té chino? —preguntó Hoover.

—Puede que en la cocina tengan —respondió Marie, no muy convencida.

—Tráigame una taza, por favor —dijo Hoover despidiendo a Marie y volviendo a concentrarse en Bill y Janice—. Antes que nada quisiera disculparme por mi misteriosa conducta de las últimas tres semanas —hizo una pausa, y continuó con una risa nerviosa e incómoda—: Me imagino que ambos habrán estado muy preocupados; lo siento, pero era realmente necesario. Estaba en su derecho, señor Templeton, cuando pidió auxilio a la policía. Probablemente yo hubiera hecho lo mismo en su lugar. Los subterfugios, el disfraz, eran pasos previos y necesarios antes de que pudiéramos reunimos —se calló un momento para permitir que quedara claro el sentido de sus palabras—. La verdad es que la preparación de este encuentro me ha llevado siete años. Siete años de viajes, investigaciones, y estudio. Para hacerlo posible ha sido necesario un cambio radical de lo que podríamos llamar mi visión espiritual e intelectual del mundo.

Bill sintió que Janice ponía su mano helada en la suya por debajo de la mesa.

Hoover siguió hablando, las palabras parecían salir de sus labios en frases breves, rápidas, como si las hubiera ensayado penosamente durante mucho tiempo. Muchas veces vacilaba, dando la impresión de que las hubiera memorizado de algún libro.

Les habló de los siete años que había estado viajando, de Pittsburgh, su ciudad, donde era imposible obtener el material que necesitaba para sus investigaciones, de cómo su búsqueda le había llevado a la India, Nepal, a los picos helados de las montañas del Tíbet. Allí, en algunas lamaserías comenzó a recoger penosamente —recoger fue la palabra que empleó— la luz de la verdad. Bill le interrumpió en medio de una frase.

—Disculpe, señor Hoover, ¿pero qué tiene que ver todo eso con nosotros?

—No es fácil de decir —balbuceó Hoover—, lo que tengo que comunicarles. Requiere algunos conocimientos previos, comprensión…

Su mano temblaba cuando la extendió para coger la taza de té que Marie acababa de poner sobre la mesa. Bill se había bebido ya la mitad de su vaso de whisky antes de que Hoover fuera capaz de seguir hablando. Buscaba torpemente las palabras.

—No puede imaginarse cuántas veces me he puesto en su lugar, y lo inverosímil que me ha parecido lo que voy a decirle… He hecho muchas cosas muy extrañas desde que llegué a Nueva York… Supongo que mi biografía en el «Quién es Quién» le habrá aclarado perfectamente qué tipo de persona soy… Y puedo asegurarle que no soy de los que hacen cosas sin tener motivos.

Hoover lanzó todas estas frases inconexas en un tono tembloroso por la emoción. Volvió a coger su taza, la sujetó con ambas manos antes de llevarla a sus labios, y bebió el té negro. Lentamente, sus manos dejaron de temblar.

—Antes de seguir hablando debo hacerles una pregunta. ¿Alguno de ustedes sabe algo sobre la reencarnación?

Antes de pronunciar esta última palabra hizo una pausa, luego la dijo, pronunciando «reencarnación» con sumo cuidado.

La tensión de la mano de Janice se relajó un tanto mientras negaba con la cabeza. Bill había entendido «revolución» y se quedó mirándole, en espera de que aclarara el sentido de su frase.

—Toda mi educación —prosiguió Hoover— siempre estuvo orientada a alejarme de una creencia seria en Karma…

Esta afirmación terminó de confundir a Bill, que se preguntó qué diablos tendría que ver Karma con la revolución. Hoover continuó hablando:

—Después de siete años de búsquedas y meditaciones llegué a experimentar la realidad de la reencarnación y ahora estoy seguro, como lo afirma el Corán, de que Dios crea a los seres y los envía a la Tierra una y otra vez, hasta que retornan a Él.

—¿Dijo usted «reencarnación»? —preguntó Bill para quien, finalmente, empezaba a tomar sentido la conversación.

—Sí, señor Templeton —contestó Hoover cautelosamente—. Reencarnación, esa creencia religiosa que sustentan casi mil millones de personas; una doctrina aceptada por algunos de los más grandes hombres que ha producido nuestro planeta, de Pitágoras a Schopenhauer, de Platón a Benjamín Franklin…

—Vaya… —comentó Bill sin ningún entusiasmo, y se bebió el whisky que quedaba en su vaso.

—No me interprete mal. No pretendo que acepte la reencarnación ni que crea en los principios éticos de Karma. Yo tampoco lo hice al principio. Lo único que le pido es que escuche sin prejuicios lo que voy a decir. Dudará, por supuesto. Incluso puede pensar que estoy loco, y me parecerá natural. Acepto su escepticismo de antemano, pero le ruego que me escuche hasta el final.

—De acuerdo —dijo Bill—, continúe.

Hoover volvió a hablar, esta vez en un tono solemne.

—Hace diez años se produjo un accidente, en el que perdí a mi esposa y a mi hija. Fue algo tan inesperado y repentino que durante un tiempo estuve como paralizado mentalmente; no pude hacer nada durante un año completo, no salía a ninguna parte, evitaba todo contacto con la gente. El vacío que habían dejado en mi vida era intolerable —sus ojos se humedecieron, produciendo un breve relampagueo—. Y luego, un día cualquiera, tuve la clara sensación de que estaban cerca de mí. Sentí como si Audrey Rose, mi hija, estuviera muy próxima a mí. Nunca había creído ni en lo sobrenatural ni en que hubiera otra vida después de la muerte, y pensé que no se trataba más que de una reacción enfermiza de mi mente, provocada por el dolor de su ausencia. Creí que era una especie de compensación, una manera de llenar el vacío. Era una sensación placentera y no luché contra ella. La verdad es que la sensación de tener a Audrey Rose cerca se fue intensificando con el tiempo, me permitió sobreponerme a mi tragedia, y me hizo volver a enfrentar la vida y la gente…

—¿Desean algo más? —preguntó Marie, acercándose tan silenciosamente que sus palabras sobresaltaron a Janice.

—Yo quiero más té, por favor —dijo Hoover.

—Para mí otro whisky, doble esta vez —pidió Bill pasándole su vaso vacío.

Janice permaneció en silencio.

Cuando la muchacha terminó de recoger la vajilla usada y se marchó, Hoover cerró los ojos, ordenó sus pensamientos y prosiguió:

—Aproximadamente un año y medio después del accidente asistí a una comida. Una de las invitadas —les ruego que tengan paciencia conmigo— dijo que podía leer el pensamiento. Es un fenómeno que recibe el nombre de psicometría. Esa mujer cogía un anillo o cualquier otro objeto personal y a través de su contacto podía decir cosas del pasado, del presente y del futuro de esa persona. Seguramente ustedes han visto algo parecido en un escenario. Pensé que era una estupidez, una tontería infantil: nadie puede hacer una cosa semejante. Pero la anfitriona insistió para que le diera mi alianza a la mujer. Lo hice, y empezó a hablar de mi pasado, a decirme cosas que sólo yo conocía. Después describió a mi hija como si se tratara de una niña de dos años, lo que me entristeció profundamente. Estaba a punto de marcharme cuando me detuvo para preguntarme por qué no quería hablar de ella. Le dije que Audrey Rose había muerto en un accidente y que su recuerdo todavía me hacía sufrir. Se rió y negó con la cabeza —la voz de Hoover subió de tono, como si quisiera reproducir el de la mujer—. Su hija está viva, dijo. Ha vuelto. Y la describió bella, rubia, y dijo que vivía en una casa muy hermosa aquí, en Nueva York. La llamó Ivy. Era curioso, ambas parecían ser la misma persona. Me pareció imposible. La sola idea me resultaba perturbadora y molesta, de modo que decidí irme… Sus palabras habían sido tan extrañas que le dije que estaba loca, cogí el anillo y me marché…

La cadencia de las frases era rápida. Bill hizo una mueca de dolor cuando la mano de Janice apretó la suya, siguiendo el ritmo del increíble monólogo de Hoover.

Volvió a llenar su taza de té y prosiguió, esta vez con una voz más tranquila, más controlada.

—Pasó casi un año después de esa comida. Yo no podía dejar de pensar en aquel incidente, era natural que quisiera creer en algo así, pero yo me consideraba una persona inteligente y racional e intenté apartar de mí ese tipo de ideas. No pude conseguirlo. Lo que esa mujer había dicho, su manera de describir a Audrey Rose, la cantidad de detalles exactos eran demasiado convincentes. Me aferré a la esperanza de que tal vez no se tratara de otro fraude más. Pero aparte de eso no hice nada.

Hubo otra pausa —Bill pensó que la había hecho para acentuar el efecto dramático de sus palabras— y luego Hoover retomó el hilo de su historia.

—En diciembre de 1966 me encontraba casualmente en Nueva York por asuntos de negocios cuando vi un aviso en el Times en el que se anunciaba una conferencia en Town Hall. La daría un conocido experto en fenómenos psíquicos y paranormales que era, asimismo, clarividente. Un impulso incontrolable me obligó a ir allí. Recuerdo que incluso dejé de asistir a una representación de Hello Dolly, ¡con lo que me había costado conseguir una localidad!

»Hacía muy mal tiempo y era casi imposible encontrar un taxi. Cuando logré llegar a Town Hall la conferencia ya había empezado. Caminé por el pasillo lo más silenciosamente que pude y apenas me había sentado cuando me di cuenta de que el conferenciante no sólo se había quedado callado sino que me estaba mirando y me analizaba, como si le sorprendiera verme. Tardó algunos segundos en reiniciar su charla, que versaba básicamente sobre fenómenos extra-sensoriales y transmisión de pensamiento.

Mientras Hoover bebía su té, Bill aprovechó para darle una rápida mirada a Janice. Tenía la cara cubierta de sudor, y su cutis perfecto parecía barnizado con una sustancia luminosa; sus ojos estaban clavados en Hoover, escrutándole con la inquietud y el temor de un científico que está a punto de hacer un descubrimiento aterrador. Bill apretó su mano para darle ánimo, pero la tensión de su mujer no se relajó. Hoover continuó hablando:

—Cuando la conferencia concluyó y yo me disponía a abandonar la sala, el conferenciante me señaló con un dedo y me indicó que deseaba que le esperara. Le acompañé a una salita, se disculpó por haberme mirado de esa manera, y me explicó que me rodeaba un halo que le había llamado la atención…

—¿Qué le rodeaba?

—Un halo, una especie de aureola luminosa que poseen ciertas personas y que sólo puede ser vista por alguien dotado de una capacidad especial de percepción.

—Oh…

—Igual que la mujer que me habló de mi pasado en esa comida, aquel hombre me dijo cosas verdaderas sobre mi vida y mi hija. La describió como si estuviera viva. Hablaba de su hija como si fuera la mía. Me dio descripciones minuciosas y detalladas de su ropa, sus amigos. Mi hija vivía en la de ustedes, había vuelto a nacer. Me habló de la casa que habitaba, del living con su inmensa chimenea y se hermoso techo con pinturas entre los paneles, del dormitorio de Ivy con las cortinas amarillas y blancas, el albornoz que usaba como bata de levantarse, la gaveta de la cómoda, la segunda empezando por arriba, que siempre costaba tanto de abrir…

Janice se estremeció aterrada. Recordaba perfectamente las cortinas, las había hecho ella misma poco antes del nacimiento de Ivy; y el albornoz que les enviara tía Wilma, en desuso desde hacía tiempo; y ese cajón, el segundo empezando por arriba, que aún desafiaba los más entusiastas y pacientes esfuerzos por abrirlo. Por primera vez fue ella quien habló:

—¿Qué edad tenía su hija cuando… murió?

—Audrey Rose acababa de cumplir cinco años, señora Templeton. Su madre y ella viajaban en coche cuando hubo una tormenta, la carretera se puso resbaladiza y el coche patinó, chocó contra otro y cayó por un barranco —los ojos de Hoover reflejaban el espanto que le producía recordar la tragedia—; murieron antes de que pudieran socorrerlas.

Janice se mordió los labios, titubeó y preguntó:

—¿Cuándo… ocurrió?

Hoover no respondió de inmediato. Durante un largo rato su mirada vagó por la mesa, recorrió el rostro de Janice y después el de Bill, calibrando sus reacciones, antes de responder lenta, cautelosamente:

—El 4 de agosto de 1964, un poco después de las ocho y veinte de la noche, unos segundos antes de que usted diera a luz a Ivy en el New York Hospital.

Janice estaba sentada, inmóvil, prisionera de la penetrante mirada de Hoover. Bill tosió y se puso de pie.

—Bien, Hoover, son muchas cosas juntas y necesitamos tiempo para pensarlo. Denos un par de días.

Elliot Hoover se levantó, nervioso, cuando vio que Bill cogía a Janice del brazo para ayudarla a ponerse en pie. Se puso ante ellos, en un inútil intento por retrasar su partida, y preguntó tartamudeando:

—¿Ha comprendido lo que le he dicho, señor Templeton?

—Perfectamente. Su hija murió y se ha reencarnado en la nuestra. Lo que usted quiere decir, en realidad, es que Ivy, nuestra hija, es Audrey Rose, su hija.

—Bueno… sí —respondió Hoover, tratando de descubrir el verdadero sentido de las palabras de Bill—. Creo que debemos volver a discutir el asunto y… llegar a un acuerdo. No quiero hacerle daño a nadie. Sé que no puedo emprender ninguna acción legal, y aunque pudiera no lo haría. Sé lo que significa perder a un ser muy querido.

—Claro, claro… —dijo Bill al tiempo que encaminaba a Janice hacia el arco de acceso al bar, separándola de Hoover—. Lo pensaremos y nos pondremos en contacto con usted.

—¿Puedo llamar por teléfono mañana?

La voz de Hoover golpeó contra sus espaldas cuando se alejaban. Bill volvió la cabeza por encima de su hombro y respondió:

—Llámeme al despacho —y agregó con tono sarcástico—. Creo que ya sabe el número.

Cuando Bill y Janice entraron en el piso, Carole estaba sentada ante la mesa del comedor haciendo un solitario. Se levantó para marcharse. El intercambio de preguntas fue breve y amistoso. Ivy se había ido a la cama pronto después que se marcharon, nadie llamó por teléfono. ¿Qué tal lo habían pasado? ¿Les gustaría cenar con ellos el próximo sábado?

Cuando Carole se marchó, Janice subió a ver a Ivy. Bill se preparaba para acostarse. Aún no habían hablado de la entrevista con Hoover. Janice sabía que no lo harían hasta más tarde, hasta que estuvieran en la oscuridad de su propio dormitorio.

Mirando dormir a su hija, tan rubia e inocente, Janice sintió que un escalofrío helado le recorría la espalda, algo así como un presentimiento terrible. Habían conocido al enemigo, habían medido sus fuerzas y conocido su objetivo. Y su objetivo era Ivy.

La niña se quejó suavemente, se agitó inquieta: algún sueño desagradable le impedía dormir tranquila. El pánico sobrecogió a Janice cuando recordó el período de las pesadillas. Quiera Dios que no vuelvan más. Le tocó la frente: normal. Un buen signo.

El calor de su lecho era muy agradable. Se introdujo entre las sábanas estampadas y trató de que el silencio de la noche relajara las tensiones de su atribulada mente.

Pronto vendría Bill y podrían hablar.

Bill se despojó de la bata, apagó la luz de la mesita de noche y se acostó a su lado. Su mano buscó la de ella bajo la sábana. Janice esperó que hablara pero su respiración se fue haciendo más lenta y regular, y comprendió que si no lo hacía ella Bill pronto estaría dormido.

—¡Háblame!

—Relájate, Janice, por el amor de Dios —suspiró—. No hay por qué preocuparse, está completamente loco. Y a los locos se les encierra en unos lugares especiales que se llaman manicomios.

—Él sabía que ibas a pensar que estaba loco, te lo advirtió, ¿recuerdas?

—Sí, pero es que así funcionan las mentes enfermas. Te advierten las cosas para hacerte bajar la guardia. Esa es su forma de atraparte, ¿no te das cuenta?

—No, Bill. Y tengo mucho miedo.

—Todos los locos dan miedo.

—No es eso lo que me da miedo. Temo que… no esté loco.

—¡No me vas a decir que creíste su historia de Karmas y aureolas!

—¡Él la cree! —puso toda su fuerza y convicción de que era capaz en la próxima frase—: Él cree sinceramente lo que dice, me di cuenta al mirarle.

—¿Y qué viste? Pálido, extraño, ojos inexpresivos…, ¿acaso ésa te parece la apariencia de una persona sana y normal?

—¿Pero por qué iba a inventar una cosa así? ¿Por qué iba a contarnos esa historia a nosotros?

—La respuesta está en su mente enferma, Janice, y yo no sé leer el pensamiento.

—Veo que no estás dispuesto a contestar racionalmente ninguna de mis preguntas.

—Hazme una sola pregunta que se pueda responder racionalmente.

—De acuerdo. ¿Qué va a pasar si no está loco?

—¿Si no está loco? —sofocó un bostezo—. Bueno, en ese caso puede que lo haga por dinero, que sea un chantajista, que ha inventado esa historia para conseguir nuestro dinero.

—¿Qué dinero?

—Eso no tiene importancia. La teoría de que sea un chantajista me parece bastante buena.

—¿Y se ha pasado siete años recorriendo el mundo con el único objetivo de venir aquí a quedarse con un dinero que no tenemos?

—¿Cómo puedes estar segura de que es verdad que ha viajado? ¿Porque él lo dice? Y yo te digo que nunca ha ido a ninguna parte, que ha vivido en Nueva York toda su vida, que obtiene los nombres de sus víctimas en la guía de teléfonos.

—¿Y qué me dices del «Quién es Quién»?

—Se apropió de la identidad de otro hombre y el verdadero Elliot Hoover Suggins no puede protestar porque está muerto.

—De eso no estás seguro.

—No, Janice. De lo único que estoy seguro es que no pertenece al FBI, la CIA o algo así, y eso me ha quitado un gran peso de encima. Puedo enfrentarme a todo lo demás.

Janice escuchó sus últimas palabras, apenas inteligibles porque Bill bostezó profundamente al decirlas, y comprendió que estaba a punto de dormirse.

—Bill…

—Hummm.

—¿Qué piensas hacer, Bill?

—Depende —hablaba como si ya estuviera dormido—. Mañana pienso hablar con Harold Yates. Harry sabrá qué hay que hacer con un sujeto así, psicópata o chantajista —volvió a bostezar y se despidió—: Buenas noches…

—Buenas noches.

Janice se quedó pensando qué pasaría si el hombre no era ni un enfermo mental ni un chantajista, y le costó mucho tiempo conciliar el sueño.

La tormenta pasó sobre la ciudad, dejando detrás una noche fría y clara. Mañana habría un espléndido día de otoño.