5

Lunes.

21 de octubre.

Temperatura: 37 grados.

Humedad: 98 por ciento.

Presión atmosférica: 29,92, en descenso.

Una tormenta, que arrastraba la nieve a las regiones superiores del valle del Mississippi y a la región occidental de los Grandes Lagos, había hecho su aparición durante la noche sobre Nueva Inglaterra y algunas zonas del estado de Nueva York, incluyendo Manhattan. Una refrescante película blanca cubría el color grisáceo de las calles y edificios que podían verse desde la casa del matrimonio Templeton. El tiempo empeoraría por la tarde, y se pronosticaba otra nevada.

El primer ataque directo llegó por correo. Mario, el portero, lo repartía por las mañanas a las nueve veinte, media hora después que Bill se marchó acompañado de Ivy, envuelta en abrigadas ropas y cargada de libros.

La carta apareció entre una serie de cuentas, propaganda, una invitación para una cena y bailé, y dos revistas. El sobre blanco era del tipo de los que vendían en el Correo. Estaba dirigido al señor William Templeton Pierce y Señora. La escritura era firme y decidida. No se consignaba remitente. El «Pierce» resultaba escalofriante, porque indicaba que quien hubiera mandado la carta poseía un conocimiento profundo de la vida privada de Bill. Bill jamás usaba su segundo apellido. Sólo lo utilizaba en sus documentos personales y para asuntos legales.

Janice sopesó el sobre en su mano, y palpó su grosor con los dedos como si quisiera descubrir así su contenido. Pesaba tan poco que por un segundo pensó que estaba vacío, pero al ponerlo a contraluz en una ventana pudo ver que contenía un pequeño rectángulo cuyo color lo hacía contrastar con la blancura del sobre. La escasa goma que contenían los bordes hizo que se abriera con el contacto de su mano sin que fuera necesario forzarlo o romperlo. Miró su interior como un chico que contempla una película de horror por entre los dedos con los que se tapa la cara. Había un trozo de papel con una diminuta letra impresa. Pensó en sacarlo con pinzas para no mezclar sus huellas dactilares con las del hombre, pero finalmente optó por tomarlo con las uñas, cogiéndolo por el borde. Antes de telefonear a Bill, lo leyó con un control de sí misma que la sorprendió.

—¿Qué pasa? —preguntó Bill, resollando después de haber salido corriendo de la reunión en la que se encontraba para responder a «una llamada urgente».

—Nos ha enviado su tarjeta de visita —respondió Janice con voz apagada.

—¿Qué has dicho? Repítelo —tartamudeó Bill, tratando de recuperar el control de su respiración.

—Se llama Elliot Hoover Suggins.

—¿Y cómo lo sabes? —Repentinamente preocupado preguntó—: ¿Ha estado en casa? ¿Te encuentras bien, Janice?

—¡Nos ha mandado una carta! —explotó Janice, perdiendo todo control—. Dentro venía un recorte del «Quién es Quién» o del «Registro Social», no sé, donde aparecen datos sobre su vida y…

—¿Agregó algo más? ¿No hay una nota o…?

—¡No! Nada más que el recorte.

Hubo una larga pausa mientras Bill consideraba la situación, luego dijo enérgico y decidido:

—Escúchame bien, Janice. Pídeles a Mario o a Dominick que te consigan un taxi, ven a la oficina y espérame. La reunión debe acabar alrededor de las doce y media. Haré que mi secretaria reserve una mesa en Rattazzi. Comeremos y hablaremos de este asunto. ¿De acuerdo?

—Sí —rápidamente dijo—: ¿Bill?

—Dime.

—¿Estaba esperando en el colegio esta mañana?

—No. Yo por lo menos no lo vi.

—Bill…

—Sí, cariño… —trataba de mantener la calma y un tono conciliatorio en la voz.

—Tengo miedo.

Se cercioró de que estaba puesto el seguro de la cadena antes de subir para ducharse y lavarse el pelo.

Eran las diez y cuarto. Estaba distribuyendo su cabello alrededor de los rodillos calientes de la secadora cuando sonó el teléfono. Lo dejó sonar. Llamó catorce veces antes de desistir.

A las doce menos veinte se miró en el espejo del dormitorio para analizar los resultados de su tratamiento de belleza. Aunque el traje azul y borgoña que llevaba puesto era de la temporada pasada, tuvo que reconocer que no sólo le sentaba bien sino que destacaba su silueta. El cabello castaño claro y un leve maquillaje completaban el cuadro de una mujer audaz y sumamente hermosa.

Las aceras frente al edificio Des Artistes estaban limpias de nieve cuando Mario acompañó a Janice hasta el taxi e indicó al conductor la dirección del restaurante Rattazzi.

A las doce y veinte, Janice pagó al taxista y entró en el estrecho y débilmente iluminado restaurante.

Ordenó su segunda copa a la una menos veinte. Evitaba conscientemente comenzar a comerse los aperitivos que tenía enfrente.

Cuando Bill llegó a la una y diez, Janice estaba tomando su cuarto J&B con agua y se sentía liviana y mareada. Su marido se precipitó a su encuentro, se disculpó insistentemente por su tardanza e inmediatamente ordenó la comida. Janice tenía que recoger a Ivy del colegio a las tres.

Después de beber un largo sorbo de su martini helado, Bill le pidió que le mostrara la carta.

Janice revolvió torpemente el interior de su bolso antes de encontrarla. Se la pasó con mano trémula por encima de la mesa. Bill no se preocupó de las huellas dactilares y sacó el diminuto recorte impreso sin tener en cuenta la posibilidad de que algún día pudiera necesitarlo como prueba para un juicio.

Los ojos de Bill se contrajeron mientras se esforzaba por leer las pequeñísimas letras impresas en el papel del recorte. Formaba las palabras con los labios, pero las conversaciones a su alrededor ahogaban cualquier posibilidad de escuchar lo que decía.

HOOVER Suggins, Elliot. Nacido: Pitts., 26 de enero de 1928. Hijo de John Robert y Ela Marie (Villatte). Estudios: Instituto Case de Tecnología, 1945-49; Doctorado en Ingeniería, 1955. Casado con Sylvia Flora, 5 de mayo de 1957. Hijos: Audrey Rose. Empleos: Ayudante en la sección Materias Primas, Susquehana Steel Corp., enero-septiembre, 1959. Jefe de la sección Materias Primas, Steel Co., Penna., Grandes Lagos, 1960-62. Escritor. Profesor de Administración de Personal y Relaciones Humanas. Administrador del comité ejecutivo del Community Chest, Pitts. Miembro de: Health Fund, Silver Beaver, Silver Antelope, Silver Buffalo Boy Scouts. Clubs: HooHoo, Rotary, Harrison Country y Golf. Organizaciones a las que pertenece: Inst. Estadounidense del Hierro y Acero, Zeta Psi, Masonería (grado 33). Dirección: Doctor Wellington 1035, Pitts. 29. Oficina: William Penn 1, Pitts. 30.

A Janice le sorprendió ver que Bill sonreía mientras leía lentamente la breve biografía. A ella no le parecía que hubiera nada divertido.

—Vaya, vaya —dijo Bill con una risa sofocada—. Hay que reconocer que parece ser un estadounidense típico.

—¿Por qué nos lo envió? —preguntó Janice, esforzándose por pronunciar las palabras con claridad—. ¿Qué significado tiene?

—No tengo ni idea —respondió Bill, encogiéndose de hombros—. Creo que quiere llegar a un acuerdo con nosotros.

—Lleva ese papel a la policía. Muéstraselo.

—¿Y qué sacaría? Después de todo, ¿qué es lo que dice? Un par de cosas sobre su vida, su trabajo, las organizaciones y clubs a los que pertenece… No dice lo más mínimo acerca de sus intenciones —Bill cogió el recorte y lo estudió atentamente—. Puede que ni siquiera sea suyo. Tal vez lo sacó de algún ejemplar viejo del «Quién es Quién» sólo para probarnos, para ver cómo reaccionamos.

—Entonces, ¿no piensas hacer nada? —tuvo conciencia del tono agudo de su voz.

—¿Qué podemos hacer? Hasta ahora él ha hecho todas las jugadas y mientras no nos amenace abiertamente no tenemos nada que decirle a la policía. No creo que consideren este papel como un delito —y volvió a guardarlo en el sobre y se lo metió en el bolsillo de su chaqueta.

Janice dijo en voz baja y temblorosa:

—Lo único que espero es que cuando se decida a hacer algo que constituya una amenaza no tengas que lamentar el resto de tu vida no haber actuado a tiempo.

Su frase dio en el blanco. Los rasgos de Bill parecieron perder consistencia y se fragmentaron en una expresión de impotencia y desesperación. Sus ojos la miraron como si estuviera profundamente herido. Janice se odió por lo que acababa de decirle.

El camarero les sirvió su comida. Comieron en silencio la entrada, bebieron marsala con la ternera con ensalada de lechuga. Ambos comieron con buen apetito e incluso acudieron al pan para rebañar la deliciosa salsa. La ansiedad no interfería con su apetito. Después que el camarero hubo retirado los platos, Janice dijo:

—Lamento haberte hablado así. Probablemente tienes razón. Tal como están las cosas no creo que la policía supiera qué conclusión sacar de todo esto y quedarían tan desconcertados como nosotros.

Bill le cogió la mano. Sus ojos se encontraron con una expresión de simpatía y comprensión que reafirmaba el afecto y confianza mutua. Bill, dijo:

—Dame tiempo para pensar. Debe haber alguna manera de obligarle a actuar.

Eran las dos y treinta y un minutos cuando Bill logró finalmente encontrar un taxi para Janice. A pesar de que el tráfico era muy intenso a esa hora, había bastante tiempo aún para recorrer las ocho manzanas hasta el Ethical Culture School antes de que dieran las tres.

Las gruesas botas de Bill retumbaban sobre la acera mojada mientras caminaba penosamente de vuelta a su oficina. Su mente estaba concentrada en la elaboración de fórmulas y planes que pudieran obligar a Patillas a actuar.

Pensó que Janice tenía razón. ¿Quién podía predecir cuál sería su próximo movimiento? Si era un loco, y Janice o Ivy caían en sus manos… Rápidamente desechó estos pensamientos horribles y volvió a considerar diversas posibilidades para provocar un enfrentamiento. Cuando llegó a la oficina estaba decidido a encarar a Hoover la próxima vez que le encontrara. No más contemplaciones. El juego había concluido.

Ted Nathan estaba en el ascensor cuando Bill entró. Mientras subían hasta la planta treinta y ocho Bill le preguntó:

—¿Tienes las ediciones atrasadas de «Quién es Quién», Ted?

—Por supuesto. Las tenemos hasta el año 69.

Bill le acompañó a su oficina y revisó las tres ediciones de los voluminosos libros rojos. Hoover Suggins, Elliot, no figuraba en ninguno de ellos. Sorprendido, porque estaba seguro de que el recorte era de «Quién es Quién», comparó el tipo de letra y el formato con los de los libros: eran idénticos. Tomó nota del nombre y dirección del editor, volvió a su oficina y le pidió a Darlene, su secretaria, que le pidiera una conferencia con Chicago.

Después de unos diez minutos de espera, volvió a escuchar la voz del señor Ammons.

—Sí. Hoover Suggins, Elliot, figura en nuestras ediciones de 1960-61 a 1964-65. Lo excluimos a partir de la edición 1966-67.

—¿Podría decirme cuál fue la razón, señor Ammons?

—Bueno, supongo que por fallecimiento.

Bill consideró la posibilidad durante algunos segundos.

—¿Cómo suelen enterarse de las defunciones, señor Ammons?

—Nos enteramos por la prensa o nos informa la familia.

—Comprendo.

—A veces sabemos de la muerte de alguna de las personas cuya biografía figura en nuestro libro porque nos devuelven la correspondencia que les dirigimos, cerrada y sin indicar otra dirección.

—Muchas gracias, señor Ammons. Ha sido usted muy amable.

Lentamente, Bill colgó el teléfono. Sus ojos se perdieron en el trazado hipnótico del cuadro de Motherwell, frente a su escritorio.

Si se aceptaba como válida la premisa de que Elliot Hoover Suggins estaba vivo, y de que él y Patillas eran una misma persona, ¿qué razón podía haber para que devolviera cerrada y sin indicar otra dirección la correspondencia de «Quién es Quién»?

Bill pidió otras dos conferencias.

La primera fue al Capítulo Nacional de la Masonería, en Cleveland; la segunda, al Instituto Estadounidense del Hierro y Acero, en Pittsburgh. Ambas no hicieron más que corroborar la información que le había proporcionado el señor Ammons. Los masones tenían a Hoover en la lista de miembros inactivos, aunque creían que había fallecido porque hacía siete años que no tenían noticias suyas. El Instituto Estadounidense del Hierro y Acero le había revocado su tarjeta de socio después de que durante un año completo no había pagado su cuota mensual.

Bien, pensó Bill, por lo menos hay una cosa clara: algo le sucedió a Elliot Hoover Suggins alrededor del año 1967 que le hizo desear desaparecer de la superficie de la Tierra.

El ruido era ensordecedor. Una confusión de bocinazos y obscenidades bombardeaban el aturdido cerebro de Janice, y la sacudían, empujándola y violentándola para que continuara despierta aunque no lo quisiera. Habría preferido el silencio y el descanso de la nada, antes que tener que soportar las duras cadencias que la presionaban desde todas las direcciones.

Estaba sentada sobre un charco en la acera. Allí la había dejado el policía luego del accidente. Apoyaba la espalda contra un cubo de basura, en el que había una leyenda que decía: «Úseme, por favor», y que parecía flotar a su derecha. Un conjunto de rostros aparecían y desaparecían ante sus ojos, compasivos, solícitos, llenos de interés y excitación. Detrás de ellos, dos hombres se llenaban de improperios e intentaban romper la barrera azul de la policía que los separaba.

Una voz amable llegó hasta sus oídos.

—Pronto llegará la ambulancia, señora.

No supo explicarse por qué estas palabras la atemorizaron. Se dijo que tendría que organizar su caos mental, analizando cada elemento uno por uno, como lo haría Bill. La ambulancia no debe venir, ¿por qué no? Porque…

¡Retrocede!

¿Dónde había estado?

¿Con quién?

¡Prescinde de eso!

Había sufrido un accidente. De eso estaba segura.

Estaba sentada en un taxi que se dirigía a… algún sitio… Una pantalla metálica, que separaba el asiento del conductor del de los pasajeros, le dificultaba la visión. Pero, incluso así, pudo prever el accidente unos segundos antes de que sucediera. El pasadizo entre el tráfico de la izquierda y el autobús de la derecha era demasiado estrecho para que pudieran pasar. Era imposible que el taxista no se diera cuenta. Si lo intentaba, el coche quedaría aprisionado y el choque resultaría inevitable. Janice recreó la escena en su imaginación, y volvió a experimentar el mismo pánico que sintió cuando el taxi arremetió como enloquecido a toda velocidad hacia adelante, decidido a avanzar sin que importaran las consecuencias. Recordó el ruido de metales que se rozaban mientras el taxi patinaba de izquierda a derecha en medio del tráfico; el crujido del choque y la inmovilidad repentina, que la hizo salir disparada y golpear contra la rejilla metálica. Después vino la oscuridad, pero antes de hundirse en ella hubo un segundo en el que el pánico, el terror, fue tan violento que creyó que su corazón iba a dejar de latir.

Sentada en la acera, buceando en el desorden de sus recuerdos, Janice tuvo la clara sensación que el terror que experimentó antes del choque estaba relacionado con algo distinto del accidente. Había otra cosa más. Una obligación que el accidente le impidió cumplir. Una obligación. Sí, se trataba de una obligación.

Un policía dijo:

—Circulen. Déjenla respirar.

Un desfile de rostros nebulosos circuló indolente ante ella, formando un montaje grotesco de imágenes superpuestas con ojos pintados, labios escarlatas, fruncidos, sonrientes, la cabeza de un hombre cubierta de cabellos rojizos, un niño, una chica que la miraba torpemente con un inmenso par de ojos redondos. ¡La niña! Los ojos de Janice se dilataron alarmados. ¡La niña!

Janice tartamudeaba mientras se apoyaba en el cubo de basura para intentar ponerse de pie. ¡Ivy! Ya debía haber salido del colegio. Estaría esperando. Sola. El hombre. ¿Cómo se llamaba? ¡Dios! ¡Santo Dios!

El policía le dijo:

—Cálmese, señora, la ambulancia llegará pronto.

Janice sujetó con fuerza su mano para que dejara de temblar y trató de enfocar las manecillas de su diminuto reloj: no lograba ver si eran las dos y cuarto o las tres y cuarto. Con un sollozo ahogado cogió la chaqueta del policía y le obligó a darse la vuelta. Le preguntó:

—Por favor, ¿qué hora es?

—Tranquilícese, señora. Son más de las tres.

—¡Dios mío! Tengo que irme.

—Calma, señora, calma.

—Debo irme —le gritó al policía de rostro irlandés—. Es urgente.

—¿Y por qué tanta prisa?

—Porque Ivy, mi hija, ya salió del colegio y está sola. Me estará esperando.

—No le pasará nada. No la dejarán salir a la calle hasta que usted llegue.

—¡No! —sacudió la cabeza con fuerza salvaje—. Tengo que irme. ¡Por favor! ¡Por favor, déjeme irme!

Sus lágrimas histéricas estaban a punto de convencer al policía quien, después de analizar convenientemente la situación, le preguntó:

—¿No cree que debería examinarla un médico?

—Estoy bien. De veras. Estoy perfectamente. Ayúdeme a buscar un taxi, por favor.

—Bueno…, si se siente bien.

—Me siento perfectamente, no se preocupe.

El policía le abrió camino con gritos y amenazas. Janice pasó entre el círculo de rostros. Caminaba con una leve oscilación. El policía detuvo un taxi con un silbato, y abrió la puerta trasera. Había un hombre sentado.

—Por favor, señor, salga del taxi —le ordenó. Prosiguió con la fórmula establecida para este tipo de emergencias—: Soy un oficial de policía y, de acuerdo con el artículo 150 del Código Penal de la ciudad de Nueva York, me veo en la necesidad de hacer uso de este vehículo.

El sorprendido pasajero se bajó rápidamente y Janice lo ocupó.

El policía le gritó en el momento que partía:

—¡Soy Donovan, de la Comisaría 28, por si me necesita!

Janice le escuchó pero no asimiló la información.

Una extraña y energética sensación de bienestar se estaba abriendo paso a través del cuerpo de Janice mientras el taxi corría por las calles húmedas, buscando la ruta con menos tráfico para alcanzar su destino. El mareo la confortaba, al mitigar el terror que le producía la certeza de que algo horrible la esperaba al final del viaje en taxi.

Eran las tres y media cuando Janice, apenas consciente de lo que hacía, pagó cuatro dólares, tarifa en la que estaba incluida la deuda del pasajero que había tenido que abandonar el taxi. El taxista la dejó frente a la puerta del colegio. No había nadie.

La nieve caía sobre las aceras cuando se alejó del taxi. Se dirigía hacia la puerta cuando tuvo la sensación de que la acera se deslizaba bajo sus pies. Estaba a punto de desmayarse. Se apoyó en una boca de incendios para no caerse, se aferró a ella y así permaneció varios minutos, esperando que el mundo cesara de girar a su alrededor y que su corazón dejara de latir de forma tan violenta.

Una voz dura y seca se escuchó dentro del edificio. Janice buscó el origen del sonido y descubrió una ventana en la fachada de ladrillos rojos. Detrás había una mujer con gafas de grueso marco. La miraba preocupada. Janice reconoció el rostro, pero no pudo recordar el nombre. La oyó decir:

—¿Se siente bien, señora Templeton? —había abierto la ventana y le gritaba desde la altura— ¿Necesita ayuda?

—Sí, por favor, no me siento bien.

Janice intentó reírse para restar importancia a la situación. La mujer desapareció de la ventana y un segundo más tarde bajaba los escalones cubiertos de hielo. Llevaba las manos extendidas para socorrerla.

—Me sentí mal de pronto —le explicó.

La mujer la cogió del brazo y la ayudó a caminar sobre la acera y subir los peldaños de concreto. Janice explicó:

—He venido a buscar a Ivy. Me he retrasado —y con un irreprimible miedo preguntó—: ¿Me está esperando en la oficina?

—No. No hay nadie en la oficina.

Ayudó a Janice a sentarse en un banco de madera y fue a buscar una aspirina y un vaso de agua.

La habitación estaba desierta. Sobre el escritorio descansaba una placa de cobre donde podía leerse Señora Elsie Stanton. El reloj señalaba las tres cuarenta y uno. Janice vio un teléfono en una mesa cercana y se precipitó a llamar a casa. Su mano temblaba mientras marcaba los números. No contestó nadie. Lo dejó sonar durante largo tiempo. Luego colgó y marcó el número de la portería de Des Artistes. Dominick contestó.

—Le habla la señora Templeton, Dominick. ¿Ivy está allá abajo, por casualidad? —trató de que su voz sonara alegre y natural.

—Espere un minuto, por favor, señora Templeton.

Le inundaba un sudor frío y las ondas de pánico se producían cada vez con más frecuencia en la medida en que veía avanzar las agujas del reloj colgado en la pared que había sobre el escritorio.

—No, señora Templeton —dijo Dominick—. No está aquí abajo ni en la calle tampoco.

—Gracias, Dominick. Si la ve, vigílela hasta que yo llegue, por favor.

—Por supuesto, señora Templeton.

Se encontraba de pie y hacía esfuerzos por enderezar el cinturón de su impermeable. Se concentró en este esfuerzo fútil para evitar tener que considerar otros asuntos más importantes, pero su cerebro se negaba a cooperar e insistía en hacerle llegar ansiosos mensajes urgentes, que se abrían paso por entre sus defensas. ¡Ivy no estaba en el colegio! ¡Ivy tampoco estaba en casa! No podía haber ido a ningún otro sitio. ¡Él hombre se la había llevado! Era así de simple. Ahogó el grito que brotaba de lo más profundo de su desesperación y sofocó el impulso ciego de huir gritando del edificio.

—Bébase todo el vaso de agua —recomendó la señora Stanton, al mismo tiempo que ponía en las manos temblorosas de Janice una aspirina y un vaso—. Su efecto es más rápido así.

Janice tragó. Refrescada por el agua fría, aliviada su sedienta garganta, supo de inmediato cuál sería su próximo paso. Sin siquiera pedir permiso, cogió el teléfono y marcó el número de teléfono de la oficina de Bill. La secretaria le informó que Bill había ido a una reunión y que no volvería al despacho. Su voz, plena y autoritaria, le hizo recordar algo que reavivó su esperanza. En otra oportunidad, hacía menos de un año, Janice se había retrasado e Ivy la había esperado en el parque. Es verdad que entonces estaban en primavera, pero tal vez la nieve que caía ahora había fascinado a Ivy con su belleza y la chica estaba en el parque, levantando un mono de nieve allí, muy cerca, mientras la esperaba.

Janice se lanzó hacia la puerta sin prestar atención a las recomendaciones de la señora Stanton. Salió al frío del exterior. Los peldaños de hormigón estaban cubiertos de una resbaladiza capa de hielo. Bajó lentamente, la mano sobre la barandilla metálica para no tropezar y caerse. Nevaba profusamente. Los copos caían de gran tamaño. Esforzó la vista para ver a través del denso tráfico. Buscaba la silueta de Ivy en el parque, pero el muro de nieve que la rodeaba le impedía ver más allá del centro de la calle. Sin detenerse a considerar el riesgo que corría se lanzó en medio del tráfico y cruzó el amplio boulevard sin preocuparse de buscar el paso de peatones. Rechinar de frenos y bocinazos acompañaron su enloquecida travesía hasta el otro lado de la calle.

En el breve lapso de tiempo que tardó en cruzar, la nieve se había transformado en granizo. Cuando llegó al muro de piedra que separaba la acera del parque, pequeños trozos de hielo le golpeaban el rostro. Sudaba, sin embargo, mientras buscaba el camino entre los montones de nieve que se habían juntado sobre el muro. Protegiéndose los ojos con las manos, examinó la zona del parque que alcanzaba a ver. Con la mirada extraviada intentaba ver más allá de la cortina de hielo que el viento arremolinaba a su alrededor. Cuando el viento cambió ligeramente su dirección, le pareció ver a una niña saltando entre la nieve a pocos pasos de distancia. Para cerciorarse, decidió trepar el muro desde donde podría tener una mejor visión. Escuchó el ruido de su ropa al desgarrarse mientras subía y se dejaba caer lentamente al otro lado, afirmándose con las manos en el borde resbaladizo. Quedó colgando. Sus pies no encontraban dónde apoyarse. Su cuerpo parecía balancearse sobre un hoyo presto para tragarla en cuanto se soltara. Habría sido incapaz de moverse si no hubiera sido porque sus dedos se negaron a seguir sosteniéndola sobre la superficie helada. Sus pies pisaron tierra firme unos centímetros más abajo, pero el hielo y lo resbaladizo del terreno la hicieron perder el equilibrio y fue rodando por la nieve hasta el borde del camino. Soportó el accidente en silencio, aceptándolo como algo lógico en el contexto de la absoluta locura que estaba viviendo.

La nieve se desparramó a su alrededor cuando se puso de pie y flexionó el cuerpo para comprobar que no se había fracturado ningún hueso. Se sintió aliviada y agradecida porque la impenetrable cortina de granizo era tan densa que era imposible que alguno de los peatones hubiera podido ver su extravagante conducta. Entonces, se dio cuenta de que había perdido el bolso. No tenía tiempo para buscarlo.

Giró hacia donde le había parecido ver a una niña jugando. Hizo bocina con sus manos alrededor de la boca y gritó:

—¡Ivy! ¿Me escuchas Ivy?

El viento le impedía proyectar la voz, y el sonido rebotaba sobre su cara, obligándola a avanzar sobre la resbaladiza superficie nevada.

—¡Ivy! —gritó, lanzando el nombre con el máximo de volumen que le permitía su insegura voz—. ¡Ivy, soy yo, mamá!

—Ivy está en casa —dijo una cortés y calmada voz masculina a su lado—. La estuvo esperando hasta las tres y veinticinco, y después se marchó.

La voz hablaba desde la izquierda, tan cerca que podía ver la condensación de su aliento cada vez que pronunciaba una palabra. Janice trató de serenarse. Su cuerpo magullado temblaba. Por sobre todo, no debía mirarle ni darse por enterada de su presencia.

—Está bien —siguió diciendo la voz. Hablaba con suavidad, informándole de los hechos, sin hostilidad—. La está esperando en la portería.

Janice se quedó petrificada. Sentía crecer el pánico en su interior y se escuchaba respirar cada vez más deprisa. No le miraría, no se rebajaría a entablar una conversación con él.

—Tome, se le cayó cuando usted tropezó.

El bolso apareció ante sus ojos, y quedó suspendido en el aire, allá abajo, a la izquierda, en medio del viento y el granizo. Si lo tomaba sería tanto como aceptar su presencia, provocaría un encuentro, establecería las bases para una conversación. Pero, ¿cómo podía dejar de cogerlo? Era su bolso. El hombre la había atrapado.

Cogió el bolso sin decir nada.

—Tenemos que hablar —dijo el hombre—. Ahora estoy seguro, y tenemos que hablar. Dígaselo a su esposo.

Los ojos de Janice no se apartaron de un minúsculo trozo de tierra que, de alguna manera, había escapado a la nieve y al granizó. Trató de concentrarse, buscando una explicación para un fenómeno tan curioso, en un esfuerzo desesperado por suprimir el sonido de la voz del hombre, pero sus palabras seguían penetrando en su interior.

—No pretendo hacerles daño, pero debemos hablar.

La mirada de Janice se dirigió hacia su bolso, y lo vio colgado de una mano que temblaba. Se estremeció toda ella, ostensible, clara y violentamente, traicionando así su miedo del hombre, aceptando que él era más poderoso que ella. Trató de controlar su temblor mediante un acto de su voluntad, pero no lo consiguió. Tengo que irme, se dijo. Debía sacar valor de alguna parte para irse antes de que el hombre advirtiera su temblor y se aprovechara de su debilidad.

El granizo la golpeó en los ojos, y se dio cuenta de que había empezado a caminar; dio unos pequeños pasos por el sendero, caminando de puntillas, como Bill le había enseñado a hacerlo cuando el asfalto era resbaladizo. Resbalar y caerse ahora constituiría un desastre: ayudaría a prolongar la presencia del hombre porque, seguramente, él iría a socorrerla.

—Dígale a su esposo que le llamaré esta noche.

Las palabras del hombre se fueron perdiendo en la distancia. Y eso quería decir que no la estaba siguiendo.

Janice pensó en lo orgulloso que se sentiría Bill cuando supiera que no había mirado al hombre ni una sola vez, que no le había hablado nunca y que en ningún momento se dio por enterada de su presencia.

—Ven —dijo Janice, con la pasión y la violencia de un reto.

Ivy recogió sus libros y la ropa de calle y siguió a su madre hacia el ascensor que las esperaba. Ernie, el sustituto del ascensorista, echó una rápida ojeada al traje empapado y lleno de barro de Janice mientras subían en silencio. Ivy miraba a su madre en forma nerviosa y disimulada, sabiendo demasiado bien cuál era el motivo de su ira, y temiendo un encuentro del que sólo la separaban tres plantas.

Apenas quedaron solas en el corredor de la novena planta, Ivy habló con un tono suave e inocente que pretendía traspasar la armadura de hostilidad de la que se hallaba recubierta su madre.

—Esperé hasta las tres y veinticinco, mamá. No sabía a qué hora me pasarías a buscar y por eso me vine caminando. Un señor me ayudó a cruzar la calle —agregó orgullosa e inocente.

Janice abrió la puerta del piso, y cogiendo el brazo de Ivy la hizo cruzar el umbral de un violento empujón. Cerró la puerta de un portazo, puso su cara a la misma altura que la de la aterrorizada niña y gritó:

—¡No te vuelvas a venir sin mí! ¡No te vuelvas a marchar con un desconocido! ¡Te sientas en el despacho de la directora y me esperas! ¡Me esperas! ¡Me esperas! ¡Me esperas! ¿Me entiendes?

Janice gritaba y sacudía violentamente a la niña. Ivy sollozaba y gritaba con toda la fuerza de que era capaz:

—¡Sí, sí! ¡Suéltame, mamá, me haces daño!

De inmediato Janice soltó el brazo de su hija y retrocedió, sorprendida de su propia crueldad al ver las manchas rojas sobre la hermosa piel blanca de la niña. Santo Dios, pensó, me estoy volviendo loca.

—Vete a tu cuarto, por favor —ordenó a Ivy, con una voz mustia y desconcertada.

Unos sollozos desconsolados golpearon los oídos de Janice, cada vez más lejanos a medida que la niña se alejaba por el estrecho pasillo, doblaba para entrar al living y subía la escalera para escapar hasta su dormitorio, desde donde aún se escuchaba en la distancia.

—¡Dios, Dios, Dios! —murmuró una y otra vez mientras caminaba a tropezones hacia el living.

Se dejó caer llorando sobre el sofá. Tuvo conciencia de que su traje mojado y cubierto de lodo estaba manchando la seda negra del tapizado. No le importó nada. Dejó que el carísimo género de Schumacher se ensuciara con sus sentimientos reprimidos, sus terrores ocultos, sus heridas y el increíble horror de los últimos tres días. ¡Santo Dios!, ¿sólo habían sido tres días?

Sonó el teléfono.

Su primera reacción fue dejarlo sonar, pero recordó que el supletorio estaba al alcance de Ivy y, entre sollozos, se obligó a contestarlo.

—¿Janice? Darlene me ha dicho que me has llamado hace poco. ¿Qué sucede?

La firme y segura voz de Bill terminó por desmoronar el escaso autodominio que aún le quedaba y gritó histérica:

—¡Por Dios, Bill, por Dios, ven, ven!

—Voy enseguida —dijo Bill decidido y colgó.

Bill se las arregló para hacer todas las combinaciones de transporte necesarias y llegó a casa diez minutos más tarde. Tras evaluar rápidamente la magnitud del desastre, se puso de inmediato a la tarea de volver a poner su casa en orden. Llenó las bañeras de los dos cuartos de baño con agua caliente y puso a las dos mujeres a descansar en ellas. Repartió su tiempo entre los dos cuartos de baño, concediéndole a cada una la oportunidad de desahogarse con él.

Janice le contó los detalles de todas las horribles aventuras que le había tocado vivir desde que se despidieron en la puerta del Rattazzi. Puso especial énfasis en la narración de su encuentro con el hombre, repitiendo cada palabra, tratando de recordar la entonación e inflexión de voz con que fueron dichas, tratando de adivinar lo que había oculto detrás de ellas.

—¿A qué hora dijo que llamaría? —preguntó Bill.

—No dijo la hora, sólo que lo haría hoy por la noche.

—¿Te dijo que había traído a Ivy a casa?

—No. Ivy me lo dijo. Él aseguró que Ivy me estaba esperando en la portería, y era verdad.

Bill titubeó, luego preguntó:

—¿Estás segura de que era el mismo hombre y que tenía bigote y patillas?

—¡Por el amor de Dios, Bill! —gritó Janice indignada.

—Está bien, está bien —la calmó Bill—. Supongo que no podía ser ningún otro.

—La verdad es que no le vi. Nunca le miré ni me di por enterada de su presencia. Yo creía que te ibas a alegrar cuando supieras mi comportamiento.

Bill colocó una afectuosa mano sobre el hombro lleno de jabón de su mujer, y le hizo una mueca cariñosa.

—Estuviste fantástica, Janice, sensacional —y muy serio agregó a continuación—: Quiero que sepas que ya he tenido bastante con esta historia, y que se acabó ya de jugar.

Ivy estaba aún más angustiada que Janice. La niña no había visto jamás a su madre comportarse de esa manera. Le parecía una monstruosidad que la hubiera sacudido hasta casi hacerla vomitar por algo que hacían todas sus compañeras de curso. Todas las niñas de su edad volvían solas a sus casas.

—Bettina se va sola a casa desde los nueve años. ¿Y por qué no puedo hacerlo yo?

—Porque tú eres una niña preciosa —dijo Bill, cogiendo su mano mojada—, y para nosotros significas algo muy especial. Te queremos mucho y deseamos protegerte.

—¿Contra qué?

—Contra muchas de las cosas horribles que pasan todos los días en esta ciudad, Ivy. Hasta ahora hemos sido muy afortunados, pero no todos lo son. La gente a la que no le importa correr riesgos deja andar solos a sus hijos por la calle. Nosotros no queremos exponerte al menor peligro.

El baño caliente, la mano cariñosa de su padre, y su tono afectuoso y tranquilizador, fueron haciendo que lentamente fuera cediendo la tensión en Ivy y que se mostrara dispuesta a tratar de comprender y perdonar a su madre.

—Debes tener en cuenta que es la primera vez que no la espero. Y no me habría venido si ese señor no se hubiera ofrecido a acompañarme a cruzar las calles.

—¿Cómo era el señor ése, Ivy? —preguntó Bill con una voz encantadora—. ¿Le habías visto antes?

—Claro que sí. Está frente a la puerta del colegio todas las tardes. Pero tú también tienes que haberle visto, porque también está por la mañana.

—¿Con bigotes y patillas?

Ivy asintió con la cabeza y dijo:

—Es muy simpático. Me acompañó hasta la calle Cincuenta y siete y esperó hasta que crucé.

—¿Te dijo algo? ¿Hablasteis de algo?

—No, nada especial. Había empezado a nevar de nuevo y me dijo que prefería el invierno al verano, y que su hija también prefería el invierno.

—¿Te hizo preguntas sobre mí o sobre tu madre?

—No —le miró con aire de aguda sospecha—. ¿Le conoces, papá?

—No, no le conozco.

—Qué raro…

—¿Por qué?

—Porque sentí que nos conocía. Que me conocía a mí.

Después del baño, ya relajadas y tibias, cubiertas con una manta eléctrica, Bill dejó que madre e hija recuperaran en la gran cama matrimonial el afecto que parecía roto y bajó a la cocina para preparar la comida.

Cuando volvió con una bandeja con sándwiches de carne, un plato de guisantes humeantes, tarta y leche, encontró jugando cariñosamente abrazadas a madre e hija. Puso la servilleta sobre la colcha e improvisaron un picnic sobre la cama. A las siete y media, cuando sonó el teléfono, el amor y la comprensión, reinaban de nuevo en el seno de la familia. Ivy cogió el teléfono de la mesita de noche apenas empezó a sonar.

—Diga… —hubo una breve pausa—. Es para ti, papá.

Bill le hizo un gesto a Janice para que cogiera el auricular y bajó para hablar por el otro teléfono. Janice puso el auricular en su oído y tapó la bocina con la mano. Después de unos segundos oyó la voz de Bill.

—Dígame…

—¿Hablo con el señor Templeton?

—Sí.

—Me llamo Elliot Hoover.

—Ya lo sé.

—Creo que deberíamos tener una conversación.

—De acuerdo.

—¿Puedo ir a su casa?

—No. ¿Por qué no pasa mañana por mi oficina?

—Creo que sería mejor que habláramos hoy. Me gustaría que la señora Templeton también estuviera presente. ¿Por qué no nos reunimos en el bar de abajo?

—Imposible. No podemos dejar sola a la niña.

—La señora Carole Federico podría acompañarla durante una o dos horas.

Janice comprendió perfectamente la razón de la larga pausa que siguió a esta proposición. Pudo sentir la desagradable sorpresa de Bill ante el íntimo conocimiento de Hoover de todos los detalles de sus vidas. Finalmente, Bill tartamudeó:

—De acuerdo.

—¿Le parece bien a las ocho y media?

—Sí.

El teléfono emitió un ruido semejante al primero cuando Janice también colgó el aparato.

Ivy comenzó a reír; había cogido un libro de historietas y lo estuvo hojeando durante toda la conversación telefónica. Janice descubrió que interiormente se sentía molesta por su risa, que le parecía mal, poco apropiada y fuera de lugar. Era como si alguien dejara escapar su risa en un funeral.