Desde el momento en que Bill entró en el piso se dio cuenta de que la atmósfera estaba cargada de electricidad. Cada uno tenía una conciencia exagerada del otro; cada movimiento, cada mirada, cada gesto resultaba desproporcionado. Janice se reía con unas carcajadas que resultaban artificiales; Bill desplegaba un buen humor y una pasión desmesurados. Ambos captaban las notas falsas en el otro, pero se sentían incapaces de afrontar la situación.
Mientras Janice sacaba las compras de las bolsas, Bill subió al segundo piso para ver a la niña.
Ivy había dedicado la tarde a componer un poema para Bill. Padre e hija se sentaron en la cama para que Ivy lo recitara. Exprimiendo todas las posibilidades dramáticas de cada palabra, la niña declamó:
Mi papá es grande, mi papá es fuerte,
mi papá nunca hace nada que esté mal.
Su voz es firme, su risa alegre,
y yo pienso en él todo el día.
Tengo mucha suerte de ser parte
de un hombre como mi papá.
Bill tenía los ojos húmedos por la emoción cuando se inclinó para besar la cara sonriente y orgullosa de su hija.
—Bellísimo, princesa —dijo Bill con la voz enronquecida—. Trataré de ser digno de él.
Mientras se estaba poniendo su bata de terciopelo rojo —regalo de Janice para la Navidad pasada— Bill pensó que debería haberle comprado algo a Ivy, un regalo o unas flores. Se sintió culpable porque la idea no se le hubiera ocurrido antes. Mañana le traería algo. Ya se las arreglaría para hacerlo.
Descendió el último peldaño de la escalera y estaba a punto de dirigirse al mueble bar, donde le esperaba el hielo para su copa, cuando Janice apareció con una sonrisa maravillada y radiante.
—Ven aquí, por favor.
—¿Qué pasa, cariño? —preguntó con ternura.
—Lo que pasa es que te quiero mucho —respondió Janice, el rostro resplandeciente de amor.
Hasta ese momento Bill no había visto la caja en la mano de Janice. Estaba envuelta en papel de regalo y adornada con un lazo, del cual colgaba una tarjetita.
—¿De dónde ha salido eso? —inquirió Bill sorprendido.
Janice aún tenía un brazo sobre su hombro. Su sonrisa se hizo más amplia mientras observaba el rostro tierno, paciente, perplejo, del hombre que amaba.
—De donde tú lo dejaste, cariño —respondió Janice para seguir el juego—, encima de las chuletas de cerdo.
Bill iba a protestar pero Janice le interrumpió.
—Escribe algo en la tarjeta, Bill, por favor. Le encantará.
La tarjeta contenía un delicado dibujo floral rodeando la frase impresa: Deseo que te mejores.
—¿Qué es? —preguntó Janice tratando de descubrir con sus dedos el contenido del paquete.
—¿Qué dices?
—¿Qué le compraste?
—Es una sorpresa.
La curiosidad y ansiedad de Ivy y Janice por desatar el lazo, abrir el paquete y ver su contenido, era sólo comparable a la que experimentaba Bill, pero en su caso la curiosidad estaba mezclada con un hondo temor. Alguien había puesto el regalo en una de las bolsas aprovechando el momento en que las dejó en el supermercado para ir a buscar un taxi. De eso estaba seguro. Averiguar quién lo había hecho no constituía un gran desafío para, su capacidad deductiva: tenía que ser Patillas. Pero ¿por qué?
Ivy dio un grito de gozo al sacar un hermoso bolso pintado a mano del nido de papel de seda en el que estaba colocado.
—¡Papá, papá, te quiero, te quiero! —y lanzó sus brazos alrededor del cuello de Bill apretándolo con fuerza.
—Está bien, está bien. ¡Socorro, ayuda para librarme de este monstruo! —gritó Bill entre carcajadas.
—De verdad, papá, es un regalo precioso.
Ivy le volvió a besar una vez más y luego dedicó su atención al regalo.
El bordado del bolso, con un estilo similar al de las pinturas del techo del living, representaba a una encantadora cortesana francesa sentada en un columpio formado por guirnaldas de flores, mientras un gallardo cisne le daba vuelo. Era un regalo terriblemente caro y sumamente romántico. Ivy lo apretó contra su pecho.
—Papá, ¿cómo has sabido que esto era lo que siempre he deseado tener?
—Lo adiviné —respondió Bill y la sonrisa fue desapareciendo lentamente de su rostro.
Desde el centro del techo del dormitorio que compartía con Janice una cabeza demoníaca, hocico chato, ojos hundidos, cuernos puntiagudos y una lúbrica lengua de serpiente, contemplaba a Bill en medio del horrendo estilo barroco en el que había sido pintada. La pintura era pequeña, redonda, y en una época sirvió como base al soporte del que colgaba la lámpara, ahora inexistente. Tal vez se trataba de una pequeña araña, con iluminación a gas, pensó Bill.
Estaba echado sobre la cama observando cómo aparecían y se desvanecían las formas del cuadro, alterando su composición y creando nuevas formas según el capricho de su imaginación. Forzó sus ojos para que cambiaran de enfoque, y el demonio se disolvió en fragmentos informes: luego concentró su atención en la gracia ligera y elegante de la mujer que corría. Ella también era una vieja amiga, igual que el demonio, el hombre que jugaba a las cartas, y la proa del barco que se abría camino por entre un mar tormentoso. Todos eran viejos amigos, compañeros de sus noches de insomnio.
Las manecillas luminosas del reloj señalaban que eran pasadas las tres. Los únicos ruidos que se escuchaban a esa hora eran la respiración suave y rítmica de Janice, durmiendo a su lado, y el lejano rumor de alguno de los artefactos eléctricos del primer piso.
Por lo menos ella puede dormir, se dijo Bill, sintiendo el calor de la pierna de su mujer junto a la suya. El sueño de los inocentes. Duerme confiada y llena de fe en el orden perfecto y en la completa seguridad de nuestra existencia. No le había hablado de Patillas precisamente para no destrozar esa confianza. Durante todo el tiempo en que Bill creyó que él era el objetivo, el centro de interés de Patillas, no le pareció necesario implicar también a Janice en el problema, sobre todo sin saber exactamente cuál era ese problema. Pero ahora, con la llegada del regalo, todos sus planteamientos, sus conjeturas y racionalizaciones tenían que modificarse drásticamente, puesto que, obviamente, él no era el único objetivo de Patillas. El regalo se había abierto camino más allá de la existencia individual de Bill, introduciéndose en el centro de su vida familiar, en el corazón de su hogar. Patillas sabía mucho sobre ellos. Sabía que Ivy estaba enferma. Sabía qué cosas podían gustarle. Parecía saber más que Bill al respecto.
—¿Qué diablos está pasando aquí? —dijo en voz alta.
Janice se agitó, se dio vuelta y se acurrucó junto a él. Bill cerró los ojos y permaneció inmóvil.
¿Qué había dicho Ivy? «Papá, ¿cómo has sabido que esto era lo que siempre he deseado tener?» ¿Cómo sabía él lo que Ivy quería tener?
Lenta, temerosamente, deteniéndose en el borde de una selva profunda, resistiéndose a dejarse arrastrar por la velocidad, luchando contra la miríada de colores, defendiéndose de la amenaza de fauces y colmillos, Bill se fue hundiendo paulatinamente en el sueño.
Grandes palmeras se recortaban contra el cielo e impedían el paso del sol. Una cascada de viñas ahogaba los árboles y cerraba los caminos formando una catedral siniestra; la podredumbre de cien años cubría el suelo, el aire olía a corrupción. Bill miraba a su alrededor sin saber dónde estaba ni qué camino tomar para alejarse de allí. Finalmente, escogía un espacio entre dos inmensos árboles y empezaba a caminar. Un paso, dos, tres… hasta que, de pronto, el suelo cedía bajo sus pies y comenzaba a caer. Y caía, caía…
—Termina tu desayuno antes de que se enfríe.
Ivy sonrió y asintió con la cabeza, dispuesta a complacer a su padre en todo esa mañana.
Estaban sentados frente a frente en la estrecha y pulida mesa del comedor. Bill había sido el último en dormirse y el primero en despertarse y ahí estaba ahora, los ojos legañosos, bebiendo café, fumando, y observando cómo su hija tragaba unas cucharadas de una sustancia gris que podía ser avena.
Ivy había despertado rebosante de salud y energía. Lo primero que quiso saber fue qué planes se habían hecho para el fin de semana. Bill se alegró de que fuera Janice quien se encargó de explicarle que tendrían que quedarse en casa debido a su enfermedad.
—¡Pero mamá, si ahora me siento bien! —protestó Ivy.
—Ya lo sé, pero no se debe cometer imprudencias después de una enfermedad. Hay que quedarse en casa por lo menos dos días después que desaparece la fiebre.
—Vaya idea —dijo Ivy con cara de enfado—. Así, mi primera salida será justo para ir al colegio.
Bill la miró comerse hasta la última cucharada de cereal. El bolso pintado a mano estaba junto a su plato y entre cucharada y cucharada lo miraba, admirando su belleza. Parecía evidente que Ivy no podía resistir la idea de estar separada de él ni un minuto.
Bill decidió llevar a cabo un sondeo exploratorio y le preguntó:
—¿Es verdad que esto es lo que querías?
—Oh sí —respondió Ivy con sinceridad.
—¿No lo estás diciendo sólo para que me sienta satisfecho?
—No, papá. Siempre he deseado tenerlo.
Bill planeó cuidadosamente su próxima pregunta y dijo:
—Si tanto querías tenerlo debes de haberlo visto en alguna parte.
—Nunca lo había visto antes.
Estaba desconcertada por el interrogatorio y buscaba una pista que le sirviera para responder de acuerdo a los deseos de su padre. Bill prosiguió:
—Si nunca lo habías visto antes, ¿cómo sabías que querías tenerlo? —su voz subió de tono.
—No sé, pero estoy segura de que quería tenerlo.
—Para querer algo hay que saber qué es lo que se quiere, y eso significa que tienes que haberlo visto en alguna parte —su voz era ahora estridente.
Ivy le miró perpleja y nerviosa.
—Bien, ¿qué me dices? —gritó Bill.
—Por favor, Bill, déjala tranquila —dijo calmadamente Janice.
Bill la miró y la vio en la puerta de la cocina. No sabía cuánto tiempo había estado ahí, pero estaba seguro de que había escuchado lo esencial del interrogatorio.
—¡No lo había visto antes, papá! —gritó Ivy, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas—. Lo quería porque… porque… —cogió el bolso y acarició el bordado— porque es como todo aquí, como este piso, como nosotros, como los cuadros del techo. Es bello y me gusta. Cuando lo vi ayer por primera vez supe que era algo que quería tener. Es como cuando uno ve algo tan perfecto que en ese instante comprende que siempre quiso tener algo así, aunque no lo hubiera visto nunca antes…
Ivy vio cómo sus padres intercambiaban una larga mirada y comprendió que, de alguna manera, ella era la responsable de lo que ocurría, que había cometido un error y que tenía que repararlo. Dijo:
—Me gustó antes de haberlo visto porque tú no podías traerme nada que no me gustara, papá.
Abrió el bolso y sacó un elegante pañuelo. Se secó las lágrimas y miró a Bill con ojos implorantes.
—Siento haberte molestado, papá.
Bill volcó el azucarero en su prisa por cogerle una mano y asegurarle que no estaba en absoluto enfadado, que simplemente tenía una mente tan analítica que le gustaba investigar y ahondar en las causas y motivos de todas las cosas.
Una vez presentada su explicación y después de haber repartido besos y abrazos y palabras cariñosas, Bill subió para ducharse, afeitarse y vestirse. Ivy, dichosa, leía el Teleprograma quejándose de la programación matinal. Janice, aterrada y confusa, recogió el azúcar derramado y entró en la cocina para fregar la vajilla del desayuno.
Sentada inmóvil en la mecedora, tenía la mirada fija, carente de expresión, de alguien a quien se ha embrujado. Miraba sin pestañear una mota de polvo, pero lo que contemplaba en realidad era su propio interior, las agitaciones de su confundido cerebro.
Bill no había comprado el regalo.
Este estremecedor pensamiento era el único objetivo de su concentración.
Los sonidos y risas de Ivy y Bettina Carew que llegaban del segundo piso no alcanzaban a traspasar el escudo del que se había rodeado. Ni siquiera la voz de Bill indicándoles a las chicas que «hicieran menos ruido» para poder dormir un par de horas antes de la cena pudo penetrar el vacío en el que estaba recluida.
Bill no había comprado el regalo.
Pudo haberse dado cuenta de inmediato, pero no había querido aceptar ese hecho a pesar de que el aire a su alrededor estaba lleno de indicios y señales, de cientos de pistas. El aire extraño y sorprendido de Bill cuando le había mostrado el regalo. Su ansiedad por descubrir lo que contenía el paquete mientras Ivy lo sacaba del envoltorio. Su actitud resentida y curiosa, apenas si había tocado el filete, a la hora de comer. Fingiendo dormir cuando ella se acostó a su lado, rechazándola, con la mente ocupada en otras cosas que le habían mantenido despierto hasta el amanecer. Y finalmente, el misterioso interrogatorio a la hora del desayuno con esas preguntas paranoicas que habían asustado a Ivy.
Lo que había considerado como una conducta anormal, ajena por completo al carácter de Bill, resultaba de hecho completamente normal cuando se consideraba en el contexto apropiado: reflejaba simplemente la preocupación de un padre cuerdo y razonable que busca la explicación para un regalo anónimo, inquieto por averiguar quién lo enviaba y cómo había ido a parar a la bolsa de la compra.
Janice se odió por no haberle hablado a Bill del hombre. Podía haberle ahorrado la angustia. Estaba tan segura de que Bill no había comprado el regalo como lo estaba respecto de quién lo había hecho.
Debía contarle a Bill lo del hombre.
Ahora. Tan pronto como despertara. Antes de que llegaran Russ y su mujer.
Mientras Bill aún dormía arriba, Russ preparó las bebidas midiendo escrupulosamente doce partes de vermouth por una de ginebra.
Janice disimulaba su depresión con una blusa de estilo campestre, con alegres y festivas mangas de volantes, y una falda larga con adornos florales. Estaba en la cocina dando los toques finales al gran asado de solomillo. Concluyó de dorar el pollo que comería Ivy. La niña prefería cenar en su habitación cuando Russ y su mujer estaban de visita. A Janice no le importaba, porque a su hija le aburría la ópera o cualquier otra clase de música.
Bill terminó de despertar cuando Janice le puso en la mano un martini seco y helado.
—Preparado especialmente por Russ —dijo Janice besándole la punta de la nariz.
—Bajo enseguida —prometió Bill bostezando y bebiendo un sorbo de su copa.
—No te molestes demasiado en vestirte —sugirió Janice al salir—. Russ ha venido vestido de sport.
Le hablaría del hombre en cuanto Russ y Carole se marcharan a su casa.
La cena transcurrió en la forma que ya era familiar. Como si se tratara de uno de los discos de Russ la conversación se deslizó sin sorpresas por los temas ya conocidos: la misma agotadora erudición operística de siempre, el bridge, el encanto del viejo Metropolitan Opera House y la vulgaridad del Lincoln Center.
Después de cenar acordaron prescindir del bridge para escuchar El Barbero de Sevilla, de Rossini, en una grabación reciente en la que Merril, una voz excelente, interpretaba a Fígaro, Janice intuyó que sus invitados se retirarían temprano y se alegró. Russ y Carole partieron un poco después de las diez.
Generalmente Bill la ayudaba a recoger la mesa y llevaba los platos a la cocina para que Janice los pusiera en el lavavajillas, pero esa noche se disculpó por no hacerlo. Podía haber sido un buen momento para conversar. Cuando Janice terminó de poner la vajilla en la máquina, y entró en el dormitorio después de haber comprobado que Ivy estaba bien, Bill estaba profundamente dormido. O fingiendo dormir.
Janice se sentó al borde de la cama, acarició gentilmente su rostro y dijo:
—Bill, tengo que hablar contigo. Es importante —los ojos de su marido permanecieron cerrados—. ¡Cariño! —dijo un poco más alto.
El ritmo de la respiración de su marido no se alteró.
Estaba verdaderamente dormido.
El rostro arrebolado y sudoroso.
Los ojos abiertos, los labios semicerrados.
La cabeza y los hombros de Bill se movían rítmicamente encima de ella.
Miró furtivamente la pintura del techo. Desnudos exuberantes, embriagadores, serviles, divirtiéndose alegremente en el reluciente arroyo del bosque. Amplios senos. Pezones de color rosa. Húmedos, sensuales, los labios formando una O extática. Aparecían y desaparecían con un movimiento staccato. Cada vez más rápido a medida que se aproximaba la crisis.
Janice sintió que estaba a punto de tener un orgasmo. Rápidamente neutralizó sus pensamientos. El bridge. Rigoletto. Era muy pronto. Demasiado pronto. No debía concluir tan pronto. Bill gimió suavemente y disminuyó la intensidad de su ritmo. También él estaba conteniéndose. Bien, Bill. Piensa, Bill, piensa. Considera que lo esencial ahora no es el placer sexual, hay una dimensión superior que lo sobrepasa. Se trata de una catarsis. De un acto desesperado. Del antídoto para el pánico. Sí, pánico. Piensa en el pánico, Janice. Piensa que el hombre, el hombre…
No se lo había dicho a Bill. No había tenido la oportunidad para hacerlo. Se había levantado tarde e Ivy le persiguió para que la ayudara con sus tareas de matemáticas. En toda la mañana no hubo oportunidad de hacerlo.
Pausa. Cambio de postura. Los almohadones rasmillaban sus nalgas. Bordados. Cabezas de tigre. Su obra. Veintiséis dólares todo, incluyendo la seda, los hilos multicolores y las instrucciones. Rasguñaban al hacer el amor. Así era. No hubo tiempo para acomodarse mejor. Bill la hizo acostarse en el suelo apenas Ivy salió a jugar con Bettina. Era esencial que saciara su apetito de inmediato. Ambos lo sabían. Como lo saben los pájaros. No había tiempo. No había tiempo. Bill en bata, ella en delantal. Sin preparación. Sin caricias. Penetración inmediata. Una operación de emergencia. Un decreto real. Una actuación obligada. La voluntad de Dios.
Bill iba a tener el orgasmo. Maldición. Maldición. Sus quejidos iban aumentando de intensidad con cada nuevo y penetrante empuje. El orgasmo. Próximo. Pronto habrá terminado todo. El fin de la cordura. El fin.
Sonó el teléfono.
¡Estaba salvada! Se detendrían. Él lo respondería. Pero no, demasiado tarde. Bill había sobrepasado el momento en que podía detenerse. Jadeaba, balbuceaba, urgía, martilleaba… Demasiado tarde para Bill… Demasiado tarde para Janice…
Los dedos de Janice apretaron la piel de Bill. Sus lenguas se buscaron. Sus alientos explotaron en la boca del otro.
El teléfono seguía sonando.
Agudo, penetrante, estridente, discordante, desapacible, interfiriendo con sus propias percusiones amorosas, siguiendo de cerca su repentino salto a los espacios celestes, acompañando cada momento de su lento retorno a la realidad. Una cavatina decrescenda con campanillas…
El teléfono dejó de sonar.
El ruido de sus respiraciones era el único sonido que se oía en la habitación. Se aferraron el uno al otro en el suelo, rehusando cederle un centímetro al enemigo. Bill acarició el cuerpo de Janice. Janice acarició el cuerpo de Bill. Ambos esforzándose por volver a excitarse sin que sus sistemas nerviosos cooperaran. Se besaron sin pasión y se separaron. Bill se puso la bata y Janice subió a ducharse.
Bill estaba de pie en un rincón de la habitación, cerca del arreglo floral con hojas del otoño. Tenía el teléfono junto a su oído pero no estaba hablando. Un rayo de sol contribuía a aumentar la tensión de su rostro.
Janice bajó el último peldaño de la escalera, se detuvo y preguntó con una vocecita trémula:
—¿Qué pasa?
—No hay nadie en casa de Bettina —respondió sin emoción, limitándose a constatar un hecho.
—¿Qué? —exclamó Janice sin acabar de entender el significado de su respuesta.
—Pensé que era Ivy la que llamaba antes, pero no contesta nadie.
—No puede ser. Tienen que estar allí.
Janice sintió que se le contraía el cuero cabelludo. El preludio del pánico.
—He llamado doce veces. No hay nadie.
—Llama de nuevo.
—Ya lo he hecho. Ve a buscar un abrigo.
Bill colgó el teléfono y se puso en movimiento mientras Janice permanecía clavada en su sitio, mirando cómo su marido agregaba a sus pantalones y suéter de cuello alto un par de zapatillas de tenis para cubrir sus pies descalzos. Janice era incapaz de moverse o de pensar. Bill la observó un segundo y le ordenó con dureza:
—¡Vamos, muévete!
La orden produjo efecto y Janice se encontró a sí misma actuando en forma coherente a pesar de la violencia de los latidos de su corazón y de la sensación de que las piernas no la sostenían. Mientras corría hacia los ascensores por el pasillo débilmente iluminado se sorprendió al descubrir que incluso había cogido su bolso.
La señora Carew era una viuda de carácter retraído que había rechazado todo intento de aproximación amistosa, prefiriendo vivir aislada en compañía de su hija. Mientras esperaban en el pasillo, Janice evocó la imagen del rostro dulce y gentil de la señora Carew, envuelta en el ruido de un ascensor que subía lentamente, pensó que detrás de esa sonrisa paciente y bondadosa tenía que haber algo perverso.
Antes de que la puerta del ascensor terminara de abrirse por completo Bill preguntó:
—¿Llevó a Ivy abajo, Dominick?
—Sí, señor —respondió Dominick en su defectuoso inglés—. Hace una media hora. Salió con la señora Carew y su hija.
Bill apretó el brazo a Janice y la condujo hacia el coche.
Un sol brillante y tibio había hecho desaparecer el frío, y ofrecía a la ciudad un día claro y primaveral.
Mientras descendían en el ascensor había decidido qué era lo que debían hacer. Ambos irían hacia el Central Park West porque pensaban que la señora Carew llevaría a las chicas al parque o al supermercado de la avenida Amsterdam, el único que abría los domingos. Como el día era tan bello y el parque quedaba más cerca decidieron ir allí primero.
Tuvieron que esperar a que cambiara la luz del semáforo. Bill sintió un ligero temblor en el brazo de Janice por el que la sujetaba suavemente. Estaba tiritando. La miró con disimulo: sus ojos buscaban ansiosamente; la palidez del rostro estaba acentuada por una delgada capa de sudor; sin duda, se sentía verdaderamente aterrada. Bill se preguntó por qué.
Cruzaron y entraron al parque. Recorrieron a toda prisa el estrecho sendero que conducía al sitio reservado para los juegos infantiles. Los extraños objetos surrealistas, producto de una generosidad accidental de la Estée Lauder Company, que reemplazaban los columpios, balancines y laberintos, estaban llenos de chicos de todas las edades y razas que procuraban divertirse con las curiosas formas demenciales.
Janice y Bill se separaron en la puerta y partieron en direcciones opuestas para hacer más eficaz su búsqueda. Janice se encargó de recorrer la sección este y Bill la oeste. Si no tenían éxito se reunirían en la parte norte del parque. En caso de que la encontraran se lo harían saber a gritos.
Janice se desplazó a través de una masa de chicos. Sus ojos se movían rápidos, enfocando y volviendo a enfocar a una galaxia de rostros infantiles que gritaban, se reían, se ponían cabeza abajo, verticales y oblicuos. Buscaba, inspeccionaba, indagaba en ese mundo de pesadilla en espera de un signo revelador: un par de botas de color marrón, unos pantalones desteñidos, el cabello dorado…
Se sentía a punto de ahogarse al caminar a tropezones, cautelosamente, en medio de ese grupo de diminutos seres enloquecidos. La histeria apareció, creció, y la asfixió hasta el punto de que gritar era el único antídoto posible contra ese veneno…
—¡Janice!
¿Habían gritado su nombre?
—¡Janice! ¡Estoy aquí!
Era la voz de Bill. Su hermosa, potente y recia voz, atravesando el enloquecedor muro de sonidos, para indicarle que había tenido éxito, viniendo a rescatarla cuando ya no podía más. Le hacía gestos con la mano desde el otro lado de esa tierra de nadie, y a su lado se destacaba el rostro sonriente de la señora Carew, que parecía carecer de cuerpo y flotar como un globo.
Janice chocó contra un grupo de niños que corrían y estuvo a punto de caer. Bill se lanzó decidido en medio del torbellino de chicos y se reunió con ella. Manteniendo una calma aparente, para no inquietar a la señora Carew, le susurró:
—Ivy y Bettina han ido a dar un paseo por el camino de herradura. Voy a buscarlas.
Cuando Bill la dejó junto a la señora Carew, Janice comenzó a temblar en forma incontrolable. La madre de Bettina le sonrió amistosamente.
—No debería haberla sacado a la calle —dijo Janice con una voz tensa y trémula.
—Lo siento mucho. No se me ocurrió que pudiera preocuparse tanto.
—No debió hacerlo —insistió Janice—. Ha estado enferma.
—El señor Templeton me lo dijo. Yo no lo sabía. Pero es un día cálido y muy agradable. Además, la llamamos por teléfono y no contestó nadie. Seguramente estaban fuera.
—Sí.
No hablaron más.
Menos de cinco minutos más tarde Janice vio sobresalir la cabeza de Bill por entre medio de la vegetación otoñal. Un segundo más tarde, el brillante y enternecedor color dorado del cabello de Ivy la convenció de que todo marchaba bien.
Ivy estaba a salvo.
Pasaron el resto del domingo dedicados a jugar al Monopoly.
Bettina volvió con ellos al piso y se quedó allí hasta la hora de cenar. Jugaron los cuatro, sentados frente a frente en la mesa del comedor. Bill, despiadado, no sólo se quedó con todo lo que valía la pena sino que concluyó con algo más de veintisiete mil dólares, producto en parte de las exorbitantes rentas que cobraba cuando alguien caía en alguna de sus tres casas o dos hoteles.
Comieron chuletas de cerdo con ensalada de tomates después que Bettina se hubo marchado, vieron la televisión hasta las nueve y media, acostaron a Ivy, y se retiraron a su dormitorio.
A las diez y veintiséis minutos Bill apagó la luz. Permanecieron de espaldas, despiertos bajo la manta eléctrica, mirando el laberinto que formaban las sombras sobre el techo, los cuerpos separados, las manos enlazadas. Y, finalmente, hablaron.
Janice lo hizo primero. Susurró.
—Hay un hombre que nos vigila.
—Lo sé —respondió Bill, aceptando sin sorpresa ni emoción el hecho de que ella estuviera al tanto—. Tiene patillas y bigote.
La mano de Janice estrechó con más fuerza la de Bill antes de preguntar:
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Mañana hará cinco semanas.
—Va al colegio todos los días.
—Sí. Por la mañana también.
—¿Qué quiere?
—No lo sé.
—¿Querrá hacernos daño?
—Probablemente.
—Ivy es lo que le interesa, Bill.
—¿Por qué lo dices?
—Por la forma en que la mira. Llamó el otro día.
—Tú dijiste que había sido el señor Soames…
—Te mentí. Lo siento.
—No tiene importancia.
Janice sintió relajarse ligeramente la mano de Bill entre la suya.
—¿Qué quiere, Bill?
—No lo sé.
—Debemos llamar a la policía.
—Ya estuve hablando con la policía. No pueden ayudarnos a no ser que… él haga algo concreto. Silencio. —Dios mío, ¿qué es lo que quiere?
—Pronto lo sabremos —suspiró.
Como Hansel y Gretel se adentraron cogidos de la mano en medio de la embrujada noche sin luna, durmiendo entre sobresaltos, despertando y volviendo a dormir otro poco, caminando en sueños, guiados erróneamente por piedrecitas que relucían como monedas nuevas, vagando perdidos cada vez más adentro del bosque, esperando el terror del nuevo amanecer.