Ivy despertó con algo de fiebre. Era una temperatura sólo un poco superior a la normal, pero Janice decidió que era mejor que no fuera al colegio y se quedara en casa. Como el fin de semana estaba próximo tendría tres días para reponerse. Si la temperatura subía llamaría al doctor Kaplan. Una vez racionalizada satisfactoriamente su decisión experimentó una sensación de alivio por haberla tomado. ¿O se trataba más bien de postergar lo inevitable?
En cualquier caso, pasarían tres días antes del próximo encuentro con el hombre.
En una mañana fría y soleada, Bill cruzó las grandes puertas de cristal del viejo edificio y comenzó a caminar en dirección a la esquina de la calle Sesenta y siete y el Central Park West. El día era perfecto para una caminata y podría llegar a tiempo a la oficina puesto que no tenía que acompañar a Ivy al colegio.
Incluso podría variar el trayecto habitual a través del Central Park West, que era una ruta más corta, y cruzar directamente el parque hacia The Tavern on the Green. Tardaría unos siete minutos más, pero el parque tenía una gran belleza en esa estación del año y a Bill le encantaba caminar despacio sobre el suave tapiz crujiente que en otoño formaban las hojas doradas en el suelo.
Cuando cambiaron las luces del semáforo ya se había decidido; cruzó la calle, entró al parque y se encaminó en dirección al famoso restaurante, techado de blanco y verde.
Mientras atravesaba las rejas de entrada al parque había dirigido una mirada al colegio de Ivy, situado seis manzanas más abajo del boulevard y se había preguntado qué pensaría «Patillas» al comprobar que ni él ni Ivy aparecían esa mañana.
Bill caminó sobre la gruesa capa de hojas secas que el viento había acumulado sobre el sendero y prosiguió su ruta por el parque hacia el Sur. En esa parte los caminos eran amplios y estaban bordeados por inmensos árboles. La mañana estaba serena y las hojas caían suavemente, arrastradas por su peso.
Fue el 12 de septiembre, hacía exactamente cuatro semanas y cuatro días, cuando Bill se dio cuenta por primera vez de la presencia del hombre. En realidad, no la había percibido hasta el 14, dos días más tarde, pero cuando comprendió que le estaba siguiendo hizo un rápido recorrido mental retrospectivo hasta que logró situar el primer encuentro en una fecha específica.
Bill acababa de concluir un negocio que le había tenido ocupado toda la tarde con un representante de los medios de información de Doggie-Dog Tid Bits, y estaba en la calle. Habían conversado en la suite que tenía el cliente en el Hotel Pierre. Al salir, comenzó a lloviznar; consiguió caminar las cinco manzanas hasta la Quinta Avenida antes de que comenzara el diluvio, y afortunadamente encontró allí un autobús que estaba estacionado mientras subían los pasajeros.
Cuando el repleto autobús partió con su cargamento de personas empapadas, Bill se encontró rodeado estrechamente por una masa de desconocidos que mezclaban sus alientos con el suyo, balanceando y sacudiendo su cuerpo junto con ellos, siguiendo el ritmo staccato del recorrido por la carretera.
El rostro que tenía más próximo era el de una mujer madura, agria, carente de alegría y esperanzas, provista de un par de ojos que miraban en forma inexpresiva, sin registrar nada de lo que veían. No podía ver la persona que tenía detrás, pero sabía que era otra mujer porque sentía la forma suave y flexible de sus senos apretándose contra su espalda cada vez que el autobús se detenía.
La otra cara, cuyo perfil sólo podía ver parcialmente, pertenecía a un hombre más o menos de su misma edad. Le llamó la atención la perfecta patilla que alcanzaba a verle en la mejilla derecha. Resultaba fascinante por su simetría. Cada pelo parecía separado de los otros y se destacaba nítidamente. Se diría la obra de un dibujante. La gruesa mata de pelos de la patilla iba acompañada de un bigote igualmente perfecto. Algo, sin embargo, hacía que el conjunto resultara sumamente extraño. Bill estuvo tratando de descubrir la causa de esta sensación durante la mitad del trayecto a través del parque hasta que finalmente la encontró: eran postizos. Las mejillas del hombre eran prácticamente lampiñas y resultaba imposible que semejante frondosidad capilar brotara en él espontáneamente. Sonrió, satisfecho de haber resuelto el misterio y, de pronto, se dio cuenta de que el hombre le estaba mirando. Rápidamente dirigió la vista hacia otro sitio y comenzó a estudiar con fingida dedicación la propaganda que aparecía sobre el asiento del conductor.
Llovía a cántaros cuando Bill se bajó del autobús en la esquina de la calle Sesenta y seis y el Central Park West. Minúsculas explosiones brillantes de agua reventaban sobre la calle mientras recorría al trote la corta manzana anterior a Des Artistes. Había olvidado por completo al hombre de las patillas.
Dos días más tarde le volvió a encontrar, esta vez en el ascensor del edificio donde se encontraba su oficina. Estaba detrás de un grupo de personas cuando Bill entró. No le miró, y éste fingió no darse cuenta de su presencia. Podía tratarse de una casualidad, aunque Bill no creía que fuera algo accidental.
Más tarde, para confirmar sus sospechas, Bill recurrió a la enorme computadora que utilizaba Simmons Advertising para sus análisis demográficos. Suministró a la máquina toda la información que se le ocurrió: densidad de población, área de los encuentros, e incluso sus sexos, edades aproximadas y una estimación de sus condiciones físicas. La computadora respondió que existía una posibilidad entre diez millones de que dos encuentros de ese tipo tuvieran lugar en un plazo de dos días.
Bill estaba dispuesto, sin embargo, a concederle al desconocido que pudiera tratarse de una coincidencia.
Las dos ocasiones anteriores podían haber sido encuentros fortuitos. La tercera no.
Una de las firmas comerciales de cuya publicidad se ocupaba Bill tenía sus oficinas en Wall Street. Bill y Don Goetz habían dedicado toda la mañana del lunes a presentar la campaña publicitaria de primavera ante el consejo directivo. La negociación proseguiría por la tarde, de modo que ambos escaparon a un restaurante cercano para poder tomar un rápido refrigerio.
Habían concluido sus sándwiches y estaban bebiendo una segunda taza de café, cuando Bill descubrió la silueta familiar de Patillas al final de una masa humana que esperaba cerca de la puerta para entrar en el restaurante. La figura del hombre era apenas perceptible, ya que la muchedumbre a su alrededor sólo le dejaba visible un fragmento de la cabeza. No obstante, Bill tuvo la certeza de que se trataba de la misma persona de sus dos encuentros anteriores.
Después de pagar, Bill se abrió paso entre la multitud que bloqueaba las puertas. Aguzó la vista para localizar al hombre de las patillas, pero durante el tiempo que tardó en pagar su consumición y en ponerse el abrigo el hombre desapareció.
Volvió a mirar dentro del restaurante para ver si estaba sentado. No se le veía en ningún sitio.
Bill quedó preocupado. Era obvio que le estaban siguiendo, pero ¿quién? ¿La policía? ¿El FBI? ¿Y por qué motivo?
Aquella tarde recorrió lentamente el camino que conducía al pequeño lago del Central Park. Cisnes y gansos nadaban en círculos, buscando tranquila y pacientemente palomitas de maíz o cacahuetes en el agua. Caminó hasta un banco desocupado y se sentó.
Bill tenía una mente lógica y ordenada. Si le estaban siguiendo, y si se trataba del FBI, debía ser por alguna razón. Sentado bajo la sombra del Plaza Hotel, que mostraba su mole impresionante detrás del lago, Bill hurgó en su memoria buscando algo que pudiera haber hecho en la Universidad, alguna organización o club de los que hubiera sido miembro, que pudieran haber constituido una razón para que el FBI se interesara por él. Repasó cada episodio de su juventud, cada pequeño segmento de sus años escolares, buscó minuciosamente en cada uno de los días de ese año miserable que había pasado en el ejército. No pudo descubrir nada. Estaba limpio de culpa. Sobre eso no tenía dudas.
Era obvio que el hombre usaba un disfraz. El bigote y las patillas parecían cosas de aficionados. ¿Tal vez no se trataba de un profesional? Pudiera ser un loco. La ciudad estaba llena de locos. Se les veía en los autobuses, en el metro, a plena luz del día, caminando por la Quinta Avenida, gritando, aullando, maldiciendo, sin que la policía interviniera y sin que nadie se atreviera a detenerles. Sí, la ciudad estaba llena de psicópatas. Y si se era listo, no se les dejaba aproximarse demasiado.
Bill recordó lo que le había sucedido a Mark Stern. Su brillante carrera fue destruida por un loco. Mark y su mujer habían estacionado el coche en una calle lateral, próxima al Lincoln Center. Eran miembros de la Metropolitan Opera Association y mientras vivieran tenían derecho a asientos en el Círculo de Fundadores de la Opera. Después de la representación fueron a coger su coche y encontraron a un tipo orinando en el parachoques. Mark se enojó y le empujó para que se retirara del coche. El hombre orinó sobre él y su mujer. Mark le golpeó ante varias personas aturdiéndolo, lo que le provocó una ligera conmoción de la que se recuperó después de un par de semanas en el hospital. Una vez fuera, contrató un abogado e hizo una demanda judicial por asalto y violencia. El juicio fue con jurado y Mark fue declarado culpable. Estuvo dieciséis meses en la cárcel, perdió su trabajo como vicepresidente de Gelding and Hannary, y lo último que Bill supo de él era que su mujer se había divorciado del pobre infeliz.
Se dio cuenta de que estaba sonriendo; lo que le había pasado a Mark era trágico, pero le divertía pensar en ese par de asientos que estarían vacíos en el Metropolitan mientras Mark viviera.
Suspiró y se levantó del banco. Patillas tenía que ser un loco.
Tuvo que cambiar de opinión al día siguiente.
Bill y Don habían dedicado la mañana a tratar de recuperar un antiguo cliente al que representaron en otro tiempo, pero que les había sido arrebatado algunos años atrás y que ahora trabajaba con otra agencia. Don se sintió encorazonado con el recibimiento que obtuvieron; Bill, un poco más viejo y más experimentado, tenía la impresión contraria e intentaba explicársela mientras volvían a la oficina en taxi.
—Nos han dejado marcharnos.
—Bueno, quieren pensarlo —protestó Don—. ¿Qué hay de malo en eso?
—Si tienen que pensarlo eso quiere decir que los hemos perdido —respondió Bill de forma terminante.
A Bill le agradaba Don Goetz porque era brillante, agresivo, leal y estaba ansioso por aprender. Le había contratado como ayudante hacía tres años, cuando acababa de graduarse en la Universidad de Princeton. Nunca lamentó haberlo hecho.
Lo primero que vio al acercarse a su escritorio fue un sobre de los que se usaban para la correspondencia interior de la oficina. Antes de abrirlo dio una mirada a las anotaciones de las llamadas telefónicas recibidas en su ausencia. El sobre contenía una foto suya para la que había posado el año anterior en Bacbrach. La acompañaba una ficha con sus datos personales, copia de la que se conservaba en el archivo del personal. Una nota manuscrita de Ted Nathan, director del personal de Simmons, decía: «Me olvidé de incluir la foto junto con la ficha. Lo siento. Ted.»
Bill movió la cabeza sin entender nada y puso el sobre a un lado.
Atendió las llamadas pendientes más urgentes antes de llamar a Ted por el teléfono interno.
—¿Para qué es la fotografía? —preguntó tan pronto como escuchó la voz de Ted.
—¿Por qué lo preguntas? —dijo Ted—. Siempre se adjunta una foto con la ficha.
—¿Qué ficha?
—La que pediste.
—Espera un momento. Comencemos por el principio… ¿Dices que te he pedido una ficha con mis datos personales?
—Así es.
La voz de Ted Nathan revelaba un cierto nerviosismo y pronunciaba cuidadosamente cada palabra.
—Está bien —dijo Bill afablemente—. ¿Cuándo te la he pedido?
—Esta mañana, un poco después de las nueve. Acababa de llegar cuando llamaste. La querías en duplicado. ¿No te acuerdas, Bill?
—Sí, Ted, sí. Todo ha sido una confusión mía. Gracias. Oh, a propósito, ¿las has traído tú personalmente?
—Por supuesto que sí. Aquí no hay nadie a esa hora.
Convencido de que no era culpable de ninguna equivocación, Ted Nathan fue recuperando la seguridad y continuó en tono firme:
—Puse las fichas en el escritorio de tu secretaria, tal como me dijiste.
—Está bien —dijo Bill amablemente—. Gracias, Ted.
Bill colgó, se reclinó en su asiento y miró el gran grabado de Motherwell que dominaba la pared de enfrente. Sus ojos se perdieron en las tranquilizadoras yuxtaposiciones en pardo y negro, y se fue sumergiendo en la magia hipnótica de la intuición del artista.
Estuvo largo rato sentado en silencio, inmóvil. Tenía mucho en qué pensar.
Alguien estaba tratando de averiguar todo lo concerniente a su vida. Eso era obvio. Alguien que se había preparado con sumo cuidado para esta investigación; que sabía que su secretaria no llegaba a la oficina hasta las nueve y media, que Ted Nathan siempre lo hacía un poco después de las nueve; que sabía que esa mañana él debía ir directamente a su cita de negocios sin pasar antes por la oficina; alguien, en fin, que podía imitar tan bien su voz como para engañar a un hombre al que conocía desde hacía nueve años. Alguien con la preparación e ingenio necesarios para planear una operación tal, y cumplirla sin que le sorprendieran, una persona de talento, esforzada y audaz.
Una semana más tarde Patillas hizo su aparición en el colegio. Fue el primer lunes de octubre. La amenaza de nieve era inminente.
Como de costumbre, Bill llevaba a Ivy al colegio en su camino hacia el trabajo. Con las manos enguantadas estrechamente unidas, corrieron una manzana y al llegar a la esquina se dieron vuelta para recibir en sus espaldas el gélido impacto del viento que barría las calles transversales. Era un juego con el que se divertían juntos todos los años en esa época, y que les encantaba.
Cuando finalmente llegaron al colegio, los dos estaban sin aliento y se reían, felices de encontrarse cerca el uno del otro.
Los ojos de Bill estaban llorosos por efectos del frío y apenas pudo ver a Ivy cuando ésta se puso de puntillas, le besó en la mejilla, y después de subir a toda prisa los peldaños, cruzó las grandes puertas del colegio.
Bill se volvió para marcharse y estuvo a punto de chocar con un grupo de madres que despedían a sus hijos al pie de la escalera. Murmuró algunas palabras de disculpa y comenzó a caminar para alejarse, cuando se quedó repentinamente inmóvil. Patillas estaba parado en su camino y le miraba fijamente. La expresión de sus ojos le sobrecogió, parecía exigir un enfrentamiento. Bill avanzó unos pasos y dijo:
—Me llamo Bill Templeton. Creo que usted desea conocerme.
El hombre se sorprendió y miró gravemente a Bill antes de responder con lentitud:
—No sé si quiero conocerle. No estoy seguro aún. Se lo haré saber pronto.
Y sin agregar una palabra más, le dio la espalda y se precipitó por el boulevard en dirección a Columbus Circle.
Bill no pudo hacer otra cosa que verle partir. Perplejo, sentía resonar en su cabeza una y otra vez las palabras del hombre.
No sé si quiero conocerle. No estoy seguro aún. Se lo haré saber pronto.
Pasó una semana.
Patillas acudía todas las mañanas fielmente a esta cita frente al colegio. Bill le encontraba en su lugar habitual, cerca de los escalones, observando desde lejos cómo se acercaban. Les miraba besarse para despedirse, luego se volvía y apenas Ivy entraba en el edificio él se precipitaba en dirección a Columbus Circle.
Cuando habían transcurrido dos semanas, y la situación seguía igual, Bill decidió ir a la policía.
El sargento que le recibió era un hombre panzudo, dispéptico y en edad de jubilar. Escuchó su historia aburrido y desinteresado y le envió arriba, a la sección de Detectives, para que se entrevistara con el detective Fallon.
Bill se sentó frente a un hombre joven, bien parecido, vestido de civil, y le repitió la historia.
La habitación era grande, pintada de un lúgubre color verde y estaba atestada de una curiosa variedad de mesas y sillas. La mesa ante la cual estaban sentados Bill y el detective Fallon mostraba claramente no sólo el paso de los años sino también el de una infinidad de delincuentes.
El detective le escuchó atentamente pero sin manifestar sorpresa ni emoción. Tomó algunas notas, le dirigió una breve mirada cuando Bill mencionó el disfraz, y le dejó concluir antes de preguntarle:
—¿Esta persona le ha violentado?
—¿Violentado?
—¿Ha tocado su cuerpo en forma intencionada? ¿Le ha empujado? ¿Le ha golpeado?
—No, nada de eso.
El rostro de Fallon se suavizó ligeramente. Prosiguió:
—A menos que haya pruebas de uso de violencia física la policía puede hacer muy poco en un caso como éste.
—¿No es bastante que me siga y me espíe?
—¿Qué pruebas tiene de que le espía?
—Ya se lo dije. Estuvo en mi oficina y consiguió una ficha con mis datos personales haciéndose pasar por mí —la voz de Bill aumentó de volumen al incrementarse su indignación—. ¿No le parece prueba suficiente?
—¿Cómo puede demostrar que fue él quien lo hizo? ¿Tiene pruebas concretas de que fue él la persona que entró en su oficina?
—Bueno… no, pero… —la energía de su voz desapareció.
Fallon le observó un momento como si lo lamentara. Agregó:
—Oficialmente no puedo hacer nada por usted, señor Templeton, pero repítame a qué hora lleva a su hija al colegio.
—Las clases comienzan a las ocho y media.
—Bien. Estoy en el turno de nueve a cinco esta semana. Pasaré por allá un momento mañana y le daré un vistazo personalmente a ese tipo —y prosiguió con una sonrisa breve y poco comunicativa—: En forma no oficial, por supuesto.
Patillas no apareció a la mañana siguiente.
Después que Ivy entró en el edificio, Bill fue hacia el detective Fallon, que había estado todo el tiempo tratando de esconderse detrás de un buzón para pasar desapercibido. Cuando Bill le informó que el hombre no había aparecido, Fallon gruñó ligeramente, se encogió de hombros y dijo que volvería. A la mañana siguiente ocurrió lo mismo: Fallon apareció y Patillas no. La tercera mañana Patillas les esperaba en su lugar de costumbre, pero Fallon ya se había aburrido.
Las hojas crujían con un agradable sonido bajo las pisadas de Bill mientras éste se aproximaba al cruce para peatones de la calle Cincuenta y nueve y la Quinta Avenida. Frente al Plaza Hotel había una larga fila de carruajes tirados por caballos que esperaban que los turistas terminaran de desayunar y comenzaran sus visitas a la ciudad.
Bill esperó que cambiara la luz del semáforo. En cierto modo se alegraba de que Ivy no hubiera ido al colegio hoy. Tendría tres días de respiro antes de enfrentarse con la mañana del lunes.
Pensó en el fin de semana que comenzaba. Sería agradable pasarlo en casa. Podría salir de compras si faltaba algo para la comida. Quizá podrían invitar a Russ y a su mujer a cenar y a jugar al bridge el sábado por la noche.
Cruzó la calle Cincuenta y Siete y dobló hacia el Este, en dirección a la avenida Madison recorriendo la calle con paso alegre. Para variar, se sentía casi satisfecho. Pensó en la frase italiana: Che será será. Lo que haya de ser, será. El próximo paso le correspondía darlo a Patillas. ¡Bien podía irse al diablo!
Bill había estado sometido a una tremenda presión durante las últimas semanas, pero se enorgullecía de no haber dejado traslucir en casa sus preocupaciones ni una sola vez. Le había ahorrado a Janice el conocimiento de su pequeño pas de deux con el hombre del disfraz.
Había sabido mantener inviolada y segura su Fortaleza.