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Ahí estaba de nuevo, de pie en medio de la multitud de expectantes madres que llegaban cada día a las tres menos diez y se apiñaban inquietas, encerradas dentro de sus mundos particulares, mientras esperaban que sus hijos salieran del colegio.

Hasta ese momento, para Janice Templeton no había sido sino una simple presencia física; sólo un padre más que aguardaba en medio del frío que su retoño saliera de la Ethical Culture School. Hoy, sin embargo, Janice se sorprendió a sí misma observándole —único varón solitario en un mar de mujeres— mientras se preguntaba por qué se presentaba siempre él y no su esposa.

Estaba de perfil, mirando ansioso las grandes puertas del edificio escolar. Janice calculó que tendría poco más de cuarenta años. Era bastante bien parecido; usaba un abundante bigote y unas patillas cuidadosamente recortadas. Tenía el cuerpo esbelto y musculoso de un atleta.

Sintió curiosidad por saber quién podría ser su hijo y se propuso averiguarlo.

Sonó el timbre del colegio.

El desfile de niños saliendo desordenadamente por las puertas constituía una agridulce experiencia cotidiana para Janice. Le hacía adquirir conciencia de lo rápido que pasaba el tiempo, de lo velozmente que lo que ayer era un niño se estaba convirtiendo en lo que mañana sería un adolescente.

Alta, ágil, sorprendentemente bella, Ivy Templeton poseía con sus diez años una elegancia femenina que resultaba desproporcionada para su corta edad. Una cascada de cabellos rubios —de un color purísimo desde las mismas raíces— le caía hasta más abajo de los hombros, enmarcando un rostro de facciones exquisitas. La delicada palidez de su piel era el matiz perfecto para los inmensos ojos grises. El trazado de la boca era preciso, y tenía una sensualidad que desaparecía cuando al sonreír recuperaba su aire infantil e inocente. Janice nunca terminaba de maravillarse ante la belleza de su hija, no podía dejar de sorprenderse por el milagro genético que le había dado forma.

—¿Puedo beber una Coca-Cola?

—Tengo Coca-Colas en el refrigerador —respondió Janice mientras besaba a su hija en los cabellos.

Cogidas de la mano iniciaron su caminata por el Central Park West. De pronto, Janice se detuvo al recordar al hombre y volvió la cabeza sobre su hombro para ver cuál era el chico que llevaba de la mano. Se quedó helada. El hombre estaba parado detrás de ellas, tan cerca que se le podía tocar, tan cerca que se podía sentir su aliento. Sus ojos denotaban el relampagueo maniático de una necesidad insatisfecha y desesperada, de una añoranza inexpresable, que tenía a Ivy por objeto. ¡A Ivy!

—Discúlpeme —dijo Janice con la voz casi ahogada por la impresión.

El corazón le saltaba en el pecho mientras caminaba a toda prisa, aferrada al brazo de Ivy a través del Central Park West en dirección a Des Artistes, que estaba a cinco manzanas de distancia, sin mirar hacia atrás ni una sola vez para ver si el hombre las estaba siguiendo.

—¿Quién era, mamá?

—No lo sé —respondió Janice jadeando.

El pensamiento de lo que podría haber ocurrido si no hubiera ido a buscar a su hija hizo que se detuviera repentinamente al llegar a la esquina de la calle en que vivían. ¿Qué habría pasado si hubiera accedido a las insistentes demandas de Ivy para que la dejaran volver sola a casa, como Bettina Carew o algunos otros chicos de su curso?

—¿Por qué nos hemos detenido, mamá?

Janice respiró hondo para recuperar el control de sí misma y sonrió desganadamente. Luego cruzaron la calle y entraron en el viejo edificio conocido como Des Artistes.

Bill lo llamaba La Fortaleza.

Construido a comienzos de siglo como resultado del capricho de un grupo de pintores y escultores que compraron el terreno, contrataron a una firma de arquitectos, aprobaron los planos, e hicieron los trámites precisos para la hipoteca, el edificio constaba de veinte plantas con seis pisos de diversos tamaños en cada una. Había inmensos estudios con techos muy altos y galerías frente a grandes ventanales, que iban del suelo al techo, y que ofrecían una variada selección de vistas de la ciudad. Un buen número de estos ventanales recibían luz del Norte, satisfaciendo así una verdadera necesidad para un pintor. El decorado de los pisos era lujoso, imaginativo y apropiado para las necesidades estéticas y emocionales de sus dueños. Algunos estudios tenían características barrocas con su despliegue de bóvedas en el techo, repletas de arcos interiores y gárgolas. Otros, seguían la ruta más frívola del rococó y poseían techos pintados y ricas molduras doradas. Unos pocos, estaban decorados en un sombrío estilo Tudor, y contaban con oscuros paneles de intrincados motivos. Un magnífico restaurante en el vestíbulo del edificio satisfacía el apetito de los artistas e incluso servía en cada domicilio exquisitas cenas por medio de una red de montaplatos distribuida por toda la construcción.

Durante la Depresión, Des Artistes fue vendido a una cooperativa y la gente que compró los pisos introdujo una nueva distribución. Como era importante tener bastante espacio, rápidamente dividieron la habitación, con lo que consiguieron un amplio living abajo y dos o tres dormitorios arriba.

A pesar de todas las modificaciones que sufrió el proyecto original de los artistas, hubo una cosa que nadie pudo alterar: el encanto y señorío inherentes al edificio. Del mismo modo que sobrevivió el restaurante del vestíbulo, también la atmósfera original permaneció intacta.

En cuanto estuvieron en el piso, Janice cerró la doble cerradura y corrió el cerrojo. Luego de servir la Coca-Cola a Ivy, y de enviarla arriba a hacer las tareas de la escuela, se preparó un whisky solo. El hombre que estaba en la puerta del colegio verdaderamente la había aterrado. Comprendió que la vida estaba llena de zonas peligrosas, pero que hasta ese momento ella no había tenido que atravesar ninguna.

Llevó su whisky al living y se sentó en su silla favorita, una anticuada mecedora que había pertenecido a su abuela. Mientras bebía, trató de reconstruir el rostro y la expresión de los ojos del hombre cuando estaba mirando a Ivy. La mirada no tenía nada de sexual o depravado; más bien parecía expresar dolor por una gran pérdida; era triste, desesperanzada, desesperada. Sí, desesperada era la palabra exacta.

Janice se estremeció e ingirió un buen trago de whisky. Mientras se levantaba y se dirigía hacia la ventana, pudo sentir cómo le inundaba la cálida y reconfortante sensación que le producía el alcohol circulando por su cuerpo. Sus ojos escudriñaron entre las figuras del tamaño de hormigas que circulaban a toda velocidad allá abajo, en las aceras. El hombre ese, ¿podría estar ahí? ¿Espiando? ¿Esperando? Se lo contaría todo a Bill tan pronto como llegara.

Bebió el último sorbo de whisky, se volvió y paseó su mirada por el amplio living, iluminado por la suave y decreciente luz de esa tarde otoñal. Recorriendo con la vista los metros de oscuro parquet, sus ojos llegaron hasta una gran chimenea de cemento en la que ardía el fuego, y que entibiaba sus cuerpos y sus corazones en las frías noches invernales.

Cerca de la chimenea se elevaba una angosta escalera alfombrada que conducía a un par de dormitorios y al estudio. El pasamanos y sus soportes eran de la época de los artistas y estaban caprichosamente labrados; uno de los adornos representaba una bulbosa cabeza de un jefe vikingo.

Sus ojos recorrieron llenos de afecto cada uno de los amados rincones de lo que constituía su mundo y, como sucedía siempre, terminaron finalmente por detenerse en la piéce de resistance, esa cosa única y que les había impulsado temerariamente a decidirse a embarcarse en la peligrosa aventura de comprar el piso: el techo.

Formado por una variedad de paneles de diversas maderas poco comunes, y barnizado brillantemente, el techo era una magnífica obra de arte. Dos grandes pinturas, debidas al pincel de un verdadero maestro, estaban colocadas en el artesonado y lo dividían en dos partes. Después de muchas investigaciones, Janice descubrió que estaban pintadas en el estilo de Fragonard; representaban unas ninfas selváticas, en tonos fríos y claros, que se divertían licenciosamente. Era una visión tan sorprendente y sobrecogedora que solía dejar abrumados a los invitados que la veían por primera vez. A Bill y a Janice les encantaba divertirse con esta reacción y actuaban como si el techo no tuviera ninguna importancia; incluso a veces manifestaban un ligero fastidio por su llamativa vulgaridad, pero cuando estaban solos muchas veces se acostaban sobre la alfombra, se tomaban de las manos y contemplaban maravillados ese museo particular que tenían en el techo, sorprendidos ellos mismos de la suerte que habían tenido al encontrar y adquirir un tesoro semejante tan poco tiempo después de haberse casado. Se habían precipitado a comprar el piso del mismo modo que se habían precipitado en el matrimonio, impacientes por comenzar pronto su vida en común.

Fanáticos de la ópera, Janice y Bill se conocieron en una representación de La Traviata, en San Francisco. En esa época ambos estaban estudiando; Janice cursaba su último año en Berkeley y Bill hacía estudios de postgraduado en la Universidad Estatal de San Francisco. En un tormentoso sábado, los dos fueron al teatro a probar suerte para ver si conseguían una entrada, y rondaban en medio de una multitud entusiasta que también esperaba que alguien devolviera una localidad. Un segundo antes de que levantaran el telón alguien devolvió dos de las mejores localidades. Costaban más de lo que Janice podía gastar, pero rápidamente arrebató una, en tanto que Bill se quedó con la otra.

Sin conocerse, estuvieron sentados juntos en perfecto silencio durante el primer acto, bebiendo en los dolorosos compases de Verdi como si fueran dos almas sedientas que hubieran encontrado agua en el desierto. En el primer intermedio Bill le ofreció un cigarrillo; fumaron y hablaron de ópera. Durante el segundo intermedio, Bill la invitó a una copa en el bar. Esa misma noche cenaron juntos en Fisherman’s Wharf.

A la semana siguiente pasaron juntos el fin de semana en un motel de Sausalito e hicieron el amor. Se casaron inmediatamente después de que Janice se graduara y se fueron a vivir a Nueva York.

Once años perfectos, pensó Janice, vividos en un escenario incomparable.

Se sentía deliciosamente relajada mientras caminaba hacia la licorera y se servía otro whisky. Dejaría que Bill se bebiera su martini antes de hablarle del hombre.

Estaba en la pequeña cocina cortando en trocitos una zanahoria cuando oyó el ruido de una llave que trataba de abrir el primer cerrojo; el sonido indicaba que la persona lo hacía a tientas, insegura. No podía ser Bill, era demasiado temprano.

Janice se quedó paralizada. Aferrando el diminuto cuchillo para mondar verduras, apenas se atrevía a respirar mientras escuchaba el chasquido casi imperceptible del roce del metal contra el metal. Sabía que estaba a salvo; una doble cerradura y una cadena la protegían, y sin embargo se sentía tan vulnerable como si se hallara enfrentada a un horrible peligro. Si el hombre se había atrevido a pasar furtivamente ante Mario y el ascensorista y se encontraba detrás de la puerta, eso significaba que sería capaz de cualquier cosa.

De pronto, los seguros del primer cerrojo cedieron ruidosamente. Janice, aterrada, escuchó cómo la llave entraba sin dificultades en el segundo cerrojo, que giró y se abrió. Retrocedió hasta apoyarse contra la pared de la cocina. La piel de la mano que empuñaba el cuchillo estaba lívida. La puerta se abrió unos centímetros y la cadena se puso tensa.

—¡Vamos, ábreme de una vez!

Era la voz de Bill.

Con un grito de alivio Janice corrió hacia la puerta, quitó el seguro de la cadena y se arrojó en los brazos de su marido.

—¿Qué te pasa, cariño? —preguntó Bill amablemente.

—Nada —susurró Janice—. Estoy sorprendida de que ya hayas llegado. —Se serenó, sonrió y agregó—: Tengo un vaso en el hielo para tu martini.

Bill se desprendió de los brazos de su mujer y arrastrando las palabras, que pronunciaba cuidadosamente, dijo:

—Por… favor…, no menciones… la… palabra bebida.

En compañía de su ayudante, Don Goetz, había estado agasajando a un cliente nuevo en el Club 21, y la comida consistió casi exclusivamente en bebidas alcohólicas. El cliente, director de una importante cadena de establecimientos dedicados a la venta de productos alimenticios, parecía no estar muy convencido de que era preciso predicar con el ejemplo y tuvo a Bill y a Don tragando whiskys dobles, como única comida, hasta que ya casi no podían tenerse en pie.

Caminando con cautela y cuidando dónde ponía cada pie, Bill comenzó a subir los peldaños para ir a dormir una siesta reparadora antes de la cena.

—Tienes una hora para dormir —le gritó Janice con una alegría forzada—. Y no te olvides que esta noche vienen Russ Federico y su mujer a jugar al bridge.

La respuesta de Bill fue un gemido de agonía.

Janice fue hasta la puerta y la cerró con los dos seguros y la cadena. Vio su vaso vacío sobre la tabla para cortar carne, lo cogió y volvió con él al living. Mientras se preparaba su tercer whisky escuchó voces suaves e ininteligibles en el segundo piso. Oyó la ronca voz de barítono de Bill y las notas agudas de la risa de Ivy. Y estos sonidos la reconfortaron.

—Un trébol.

—Paso.

—Dos corazones.

—Paso.

Carole Federico estudió sus cartas un momento, mordiéndose los labios y dijo:

—Paso.

Bill se rió al darse cuenta del error de Carole. Russ Federico lanzó una mirada asesina a su mujer al tiempo que le decía:

—¿Pero estás loca? ¿No te diste cuenta de que aumenté la postura?

—Como tenemos 40 puntos, con eso teníamos la manga —protestó Carole.

—¡Torpe! Salté. Te estaba indicando que teníamos los puntos suficientes para hacer un slam. —Russ arrojó sus cartas sobre la mesa y prosiguió—: ¡Era la última estupidez que podías hacer!

Russ Federico y su mujer tomaban el bridge muy en serio y las sesiones de los jueves solían terminar en una discusión. El juego comenzaba a las ocho en punto, pero nunca proseguía más allá de las diez. A esa hora, luego de una serie de errores menores, Carole cometía habitualmente uno grave, lo que, aparte de provocar un paroxismo de ira a su marido, le señalaba a Janice que era el momento oportuno para servir el café.

El matrimonio Federico era ligeramente más joven que los Templeton. Bill y Russ se habían conocido porque bajaban juntos en el ascensor a la misma hora todas las mañanas. Las sonrisas y frases ocasionales fueron convirtiéndose en diálogos y, finalmente, en amistad. A menudo caminaban juntos a sus respectivos trabajos.

Russ y Carole vivían en Des Artistes desde 1970, fecha en la que compraron uno de los pisos más pequeños. Hacía cinco años y medio que estaban casados y no tenían hijos. Russ era el dueño de un pequeño estudio de grabación en la calle Cincuenta y siete.

Al igual que Bill y Janice, no soportaban la televisión, les encantaba el bridge y, por encima de todo, eran fanáticos amantes de la ópera y poseían una fabulosa colección de discos, muchos de los cuales eran verdaderas piezas de colección.

Su primera reunión social tuvo lugar en casa de los Templeton. Janice se pasó el día entero preparando tonnato frío de ternera, un áspic de apio y una cremosa mousse de chocolate rociada con un Grand Marnier. Russ y su mujer quedaron impresionados, y expresaron abiertamente su admiración proponiendo brindis tras brindis con el Mouton Cadet que habían llevado para la cena. Más tarde, la amistad terminó de consolidarse con la audición de uno de los discos más extraordinarios de Russ: una grabación de Alma Gluck, hecha en 1912, en la que interpretaba arias selectas de Fausto, Aída y Manon Lescaut.

El vigoroso combate vocal de los cantantes llevó la ópera hasta su trágico final. Janice estaba sentada en la mecedora; miraba a los demás y les veía saborear los compases finales. Durante estas sesiones musicales nunca se hablaba. Russ tenía los ojos entrecerrados y una expresión de hondo recogimiento; Carole miraba al suelo; Bill, cómodamente sentado en una silla, cubría sus ojos con una mano y su actitud indicaba la atención con que escuchaba. Sin embargo, Janice tuvo la sospecha de que dormitaba.

Cuando el sonido de los címbalos puntuó el crescendo final de la orquesta, Janice miró a Russ y advirtió que observaba atentamente el extremo opuesto de la sala. El relampagueo travieso de sus ojos le hizo volver la cabeza. Vio a Ivy que bajaba la escalera, frotándose la cara congestionada por el sueño. El efecto que su aparición produjo en Russ era obvio. Dos veces en un mismo día un hombre había mirado a su hija de una manera extraña. Dolida y sorprendida, Janice se preguntó por qué la infancia de Ivy parecía haber concluido tan pronto.

—Mamá, no me siento bien —dijo Ivy, bostezando con desgana mientras caminaba hacia su madre.

La lámpara del rincón la iluminó por detrás y transformó su camisa de dormir en un velo transparente.

Russ se puso de pie y la saludó con una sonrisa provocativa diciendo:

—¡Vaya, chica, te estás haciendo mayor!

Sus ojos le recorrieron el pecho, mirando furtivamente lo que ocultaba la tela.

Ivy le dedicó una ligera sonrisa y puso un brazo alrededor de la cintura de su madre. Carole, que se había dado cuenta de lo que estaba sucediendo, se les acercó y dijo con un tono de enfado fingido que pretendía ser cómico:

—Bien, macho, llévame a casa antes de que te metas en un lío.

Bill se había quedado dormido, después de todo, porque permanecía en la misma posición: arrellanado en la silla, protegiendo sus ojos con una mano.

Después que Russ y Carole recogieran sus discos y se marchasen, Janice sacudió delicadamente a Bill para despertarle; envió a Ivy para arriba, la siguió con una taza de leche caliente y le tomó la temperatura. Era normal.

Cuando terminó de desnudarse, ponerse crema en la cara, y meterse dentro de su camisa de dormir, Bill dormía profundamente. Su respiración suave y rítmica, que no alcanzaba a ser un ronquido, llenaba la habitación. Era un ruido agradable, que inspiraba seguridad y que a menudo le servía a Janice como canción de cuna para quedarse dormida.

Apagó la lámpara y se metió en la cama junto a su marido. Se subió la camisa de dormir hasta la cintura y suavemente se acomodó a su lado, ajustando su cuerpo a la curva cálida y desnuda del cuerpo de Bill.

Su vida sexual, como todo en su matrimonio, era perfecta. Entre ellos nada resultaba rutinario; a ambos les gustaba experimentar y cada encuentro físico aportaba algo nuevo. Para aumentar sus conocimientos Bill compraba libros sobre la materia y expresiones tales como «lazo biológico», «curva biológica», «concentración en el otro» y «espiral íntimo», no sólo les resultaban conocidas sino que también las ponían en práctica.

Janice sonrió al recordar el libro de posturas de Oriss que Bill llevó a casa una noche. Tenía ilustraciones de más de cien posturas para hacer el amor, tal como lo practicaban los árabes en el siglo XVI. En el transcurso de varias semanas probaron un buen número de las más factibles, que en su mayoría resultaron muy poco satisfactorias. Se vieron obligados a abandonar sus experimentos cuando Bill se lastimó la espalda practicando la posición número diecisiete, conocida como «la carretilla».

Su sonrisa se hizo más amplia con los recuerdos de la alegría, la diversión, la infinita dulzura de su vida en común allí, en las alturas del corazón de Manhattan, en su maravilloso dúplex.

Qué perfectas habían sido sus vidas, qué seguras y resguardadas; sin terrores, ni miserias, ni conmociones repentinas. Excepto durante ese torrente de pesadillas enloquecedoras que habían atormentado a Ivy cuando empezaba a dar sus primeros pasos, y que había durado casi un año, no habían existido ni enfermedades, ni privaciones, ni temores, ni siquiera interés por introducir en sus vidas nuevas gentes que pudieran quizá perturbar el orden perfecto de su existencia.

Hasta hoy, se dijo Janice sintiéndose asaeteada por un sentimiento de pesar. Hasta hoy, frente al colegio.

Estaba segura, y lo había estado desde las tres y diez de la tarde, que la vida tal como la habían conocido hasta entonces estaba a punto de concluir. Incluso ahora, acostada junto al cuerpo cálido del hombre que amaba, estaba cierta de que extrañas fuerzas se estaban poniendo en movimiento para despedazar su sueño. No sabía cuándo o por qué ocurriría, sólo que era inevitable.

Esa tarde, un repentino relámpago premonitorio le había mostrado sus destinos reflejados en los ojos de un desconocido.