Si te cuelgan
Durante casi cinco minutos enteros, una vez que Casper Gutman y Joel Cairo hubieron partido cerrando la puerta del apartamento, Spade permaneció inmóvil con la mirada fija en el tirador de la puerta de la sala de estar, todavía abierta. Los ojos mostraban una expresión lúgubre bajo la frente fruncida, debajo de la cual las hendiduras en el nacimiento de la nariz eran dos surcos rojos, profundos. Sus labios formaban una especie de puchero. Los retrajo para formar una V dura y se acercó al teléfono. No había mirado todavía a Brigid O’Shaughnessy, que estaba de pie junto a la mesa y lo observaba intranquila.
Spade descolgó el teléfono, volvió a dejarlo sobre la repisa y se inclinó para buscar algo en el listín que colgaba de una esquina de la misma. Fue pasando las páginas rápidamente hasta encontrar la que buscaba; luego recorrió con el dedo una de las columnas, se enderezó y levantó de nuevo el auricular. Marcó un número.
—Hola —dijo—, ¿está ahí el sargento Polhaus?… ¿Quiere usted avisarle, por favor? Soy Samuel Spade… —Miró al vacío mientras aguardaba—. Hola, Tom, tengo algo para ti… Sí, mucho. Atiende: a Thursby y a Jacobi los mató un chico llamado Wilmer Cook. —Le describió minuciosamente al muchacho—. Trabaja para un tal Casper Gutman. —Describió al gordo—. Ese Cairo a quien conociste en mi casa pertenece también al grupo… Sí, exacto… Gutman se hospeda en el Alexandria, suite doce C, al menos hasta hoy. Acaban de marcharse de aquí y quieren poner tierra de por medio, así que tendrás que darte prisa, pero probablemente no esperan que los vayan a pescar… Hay también una chica metida en esto, la hija de Gutman. —Describió a Rhea Gutman—. Ándate con ojo cuando vayas a por el chaval. Parece ser que es muy bueno con la artillería… Así es, Tom, y aquí en casa tengo algo para ti. Las pistolas que utilizó… Eso mismo. Bueno, pisa el acelerador, ¡y buena suerte!
Spade depositó el auricular sobre el gancho y el teléfono sobre la repisa. Se pasó la lengua por los labios y se miró las manos. Tenía las palmas húmedas. Llenó de aire su amplio tórax. Los ojos le brillaban entre los párpados tensos. Dio media vuelta y de tres rápidas zancadas se plantó en la sala de estar.
Brigid O’Shaughnessy, sobresaltada por lo repentino de su aparición, soltó el aire en una suerte de breve risa ahogada.
Spade se encaró con ella, muy cerca de la chica, alto, corpulento, fornido, sonriendo con frialdad, la mandíbula prominente y la mirada dura, y dijo:
—Cuando los cojan, hablarán… de nosotros. Estamos sentados sobre un polvorín y solo tenemos unos minutos para preparar la coartada. Cuéntamelo todo, y rápido. ¿Gutman os envió a ti y a Cairo a Constantinopla?
Ella empezó a decir algo, dudó, se mordió el labio.
Spade le puso una mano en el hombro.
—Maldita sea, ¡habla! Estoy en esto contigo y no me la vas a pegar. Habla de una vez. ¿Te envió él a Constantinopla?
—S-sí. Conocí allí a Cairo y le… le pedí que me ayudara. Después, los dos…
—Un momento. Le pediste que te ayudara ¿a conseguir el halcón de manos de Kemidov?
—Sí.
—¿Para Gutman?
Ella dudó de nuevo, se encogió bajo la furiosa mirada de Spade, tragó saliva y dijo:
—No, entonces no. La idea era quedárnoslo nosotros.
—Bien. ¿Y qué pasó luego?
—Oh, me entró miedo de que Joel no jugara limpio conmigo, así que… le pedí a Floyd Thursby que me ayudara.
—Y eso hizo. ¿Qué más?
—Bueno, pues conseguimos el pájaro y nos fuimos a Hong Kong.
—¿Con Cairo? ¿O antes ya le habíais dado esquinazo?
—Lo dejamos plantado en Constantinopla, en la cárcel. Algo relacionado con un cheque.
—¿Lo arreglasteis para retenerlo allí?
Ella lo miró avergonzada y, con un hilo de voz, respondió:
—Sí.
—Bien. Tú y Thursby estáis en Hong Kong con el pájaro. Sigue.
—Verás, yo no lo conocía muy bien, no sabía si era de fiar. Pensé que así sería más seguro… Bueno, el caso es que conocí al capitán Jacobi y me enteré de que su barco venía para San Francisco, así que le pedí que trajera un paquete: el halcón. No estaba segura de poder confiar en Thursby, ni de que Joel o… o alguien a sueldo de Gutman no subiera también a bordo con nosotros, y ese plan me pareció mejor.
—De acuerdo. Y entonces tú y Thursby zarpasteis en un barco más rápido. ¿Qué pasó después?
—Después… después me entró miedo de Gutman. Sabía que tenía a gente, contactos, en todas partes, y que no tardaría en enterarse de lo que habíamos hecho. Y tenía miedo de que se enterara de que habíamos zarpado de Hong Kong rumbo a San Francisco. Gutman estaba en Nueva York, y yo sabía que si le avisaban por telegrama tendría tiempo de llegar aquí antes que nosotros. Y así fue. Entonces no lo sabía, simplemente me daba miedo esa posibilidad; no me quedaba más remedio que esperar hasta que llegara el barco de Jacobi. Y tuve miedo de que Gutman me localizara, o de que encontrara a Floyd y lo sobornara. Por eso acudí a ti y te pedí que lo vigilaras…
—Mientes —dijo Spade—. Sabías muy bien que tenías a Thursby enganchado. Se pirraba por las mujeres. Su expediente así lo refleja: los únicos tropiezos que tuvo fueron por asuntos de faldas. Y ya sabes aquello de «genio y figura…». Puede que no conocieras su historial, pero tenías que saber que no corrías peligro con él.
Brigid O’Shaughnessy se sonrojó y lo miró con timidez.
Spade dijo:
—Querías quitarlo de en medio antes de que Jacobi llegara con el botín. ¿Cuál era tu plan?
—Bueno, yo… supe que se había marchado del país en compañía de un jugador en apuros. Ignoraba de qué se trataba, pero pensé que por poco seria que fuera la cosa, si Floyd veía que lo seguía un detective creería que era por ese asunto pendiente, le entraría miedo y se marcharía. No se me ocurrió que…
—Tú le dijiste que lo estaban siguiendo. —Spade habló seguro de sí mismo—. Miles no era muy listo que digamos, pero tampoco tan torpe como para dejarse ver la primera noche.
—Se lo dije, es verdad. Aquella noche, cuando salimos a dar un paseo, fingí que descubría al señor Archer siguiéndonos y se lo señalé a Floyd. —Sollozó—. Pero debes creerme, Sam: yo jamás habría hecho eso si hubiera sabido que Floyd le mataría. Solo pretendía asustarlo para que se marchara de la ciudad. Ni por un momento pensé que fuera a dispararle.
Spade sonrió enseñando los dientes, pero sus ojos no estaban para nada risueños.
—Si pensaste que no lo haría, encanto —dijo—, pensabas bien.
Cuando la chica levantó la cara tenía un aire de pasmo absoluto.
—Thursby no le mató —dijo Spade.
Ahora la expresión de la chica aunó el asombro con la incredulidad.
—Miles no era ningún lince —dijo Spade—, pero ¡caramba!, llevaba muchos años haciendo de detective como para dejarse sorprender por el hombre a quien estaba siguiendo. ¿Meterse en un callejón sin salida, con la pistola dentro de la funda y el abrigo abrochado? Imposible. Era todo lo tonto que pueda serlo un hombre, pero no hasta ese punto. Las dos únicas salidas del callejón se podían ver desde el lado de Bush Street que da sobre el túnel. Tú nos habías dicho que Thursby era un mal actor. No podría haber engañado a Miles para que entrara allí, ni tampoco obligarlo por la fuerza. Miles era tonto, ya digo, pero tampoco tanto.
Se pasó la lengua por el interior de los labios y sonrió con afecto a la chica. Luego, dijo:
—Pero sí se habría metido en el callejón contigo, preciosa, teniendo la certeza de que no habría nadie más. Tú eras su cliente, de modo que Miles no habría tenido reparo en abandonar el seguimiento si tú le dabas el visto bueno; y si luego lo alcanzabas y le pedías que entrara allí contigo, él no se iba a negar. Para eso sí era muy tonto. Se te habría comido con los ojos, se habría relamido y habría sonreído de oreja a oreja, y luego tú te habrías podido acercar a él todo lo necesario, en la oscuridad del callejón, para meterle una bala en el cuerpo con la pistola que le habías cogido aquella tarde a Thursby.
Brigid O’Shaughnessy se apartó hasta que el canto de la mesa frenó su retirada. Mirándolo con ojos aterrorizados, exclamó:
—¡No me hables de ese modo, Sam! ¡Sabes que no lo hice! Tú sabes que…
—Basta. —Spade miró el reloj de pulsera—. La policía llegará de un momento a otro y estamos sentados sobre un polvorín. ¡Habla!
La chica se llevó el dorso de una mano a la frente.
—Oh, Sam, ¿por qué me acusas de semejante…?
—Basta, he dicho —le exigió él con voz grave, impaciente—. No es lugar ni momento para una función de colegio. Escúchame bien: tenemos los dos un pie en el cadalso. —La agarró de las muñecas y la hizo ponerse de pie delante de él—. ¡Habla!
—Yo… Yo… ¿Cómo has sabido que él…, que se relamió y que…?
Spade soltó una carcajada amarga.
—Conocía a Miles. Pero dejemos eso ahora. ¿Por qué lo mataste?
De un tirón, ella liberó sus muñecas de la presa en que la tenían los dedos de Spade, le echó ambas manos a la nuca y le hizo bajar la cabeza hasta que sus bocas estuvieron muy juntas, el cuerpo de ella pegado al de él desde las rodillas hasta el pecho. Él la estrechó con fuerza entre sus brazos. Los párpados de oscuras pestañas entrecerrados dejaban entrever los ojos de terciopelo de la chica. Cuando habló lo hizo en voz apagada y vibrante:
—Yo no quería, al principio no. No era mi intención. Ya te lo he explicado, pero al ver que Floyd no se asustaba…
Spade le palmeó el hombro y dijo:
—Eso es mentira. Nos pediste a Miles y a mí que nos ocupáramos nosotros. Querías estar segura de que quien lo siguiera fuese alguien conocido, para que así fuera contigo después. Ese día, esa noche, le cogiste la pistola a Thursby. Ya habías alquilado el apartamento del Coronet. Tenías equipaje allí, no en el hotel, y cuando rebusqué en el apartamento me encontré un recibo del alquiler con fecha de cinco o seis días antes de cuando me dijiste que lo habías alquilado.
Ella tragó con dificultad; su voz sonó humilde.
—Sí, es mentira, Sam. Tenía intención de hacerlo si Floyd… Sam, no puedo mirarte a la cara y decirte esto. —Le hizo bajar más la cabeza hasta que sus mejillas se tocaron, y con la boca pegada a la oreja de él, susurró—: Sabía que Floyd no se iba a asustar fácilmente, pero pensé que si sabía que alguien lo estaba siguiendo, una de dos: o… ¡No puedo, Sam, no puedo decirlo!
Se aferró a él y empezó a sollozar.
—Pensaste que Floyd le plantaría cara y que uno de los dos acabaría cayendo —dijo Spade—. Si era Thursby, te habrías librado de él; si era Miles, te ocuparías de que apresaran a Floyd y así te librarías de él. Es eso, ¿verdad?
—Más o menos, sí.
—Y cuando viste que Thursby no tenía intención de plantarle cara, le cogiste la pistola y te ocupaste tú misma de hacerlo, ¿no?
—Sí, bueno, no exactamente.
—Pero casi. Y tu plan fue ese desde un principio. Pensaste que le cargarían el asesinato a Floyd.
—Yo…, bueno, pensé que permanecería detenido hasta después de que llegara Jacobi con el halcón y…
—Y no sabías entonces que Gutman estaba aquí y te andaba buscando. No lo sospechabas; de lo contrario, no te habrías librado de tu pistolero. Supiste que Gutman estaba aquí tan pronto te enteraste de que habían matado a Thursby. Eso te empujó a buscar otro protector y entonces recurriste a mí. ¿Es verdad o no?
—Sí, pero… ¡Oh, cariño!, no fue solamente por eso, habría acudido a ti tarde o temprano. Desde el primer día que te vi supe que…
—¡Ángel mío! —dijo Spade con ternura—. Mira, si tienes suerte dentro de veinte años saldrás de San Quintín, y entonces me vienes a buscar.
Ella apartó bruscamente la mejilla y echó la cabeza hacia atrás mirándolo sin comprender.
Él estaba pálido. Con ternura, dijo:
—Dios quiera que no te cuelguen de ese lindo cuello, cariño. —Deslizó las manos acariciándole la garganta.
Ella se apartó de golpe, chocando con la mesa, y quedó encorvada con ambas manos en torno al cuello. Tenía el rostro desencajado, la mirada ida. Su boca, seca, se abrió y se cerró. Luego, con voz apagada, apergaminada, dijo:
—No irás a… —Fue incapaz de terminar la frase.
La cara de Spade tenía ahora un tono cerúleo. Su boca sonrió, y en torno a los ojos brillantes aparecieron pequeñas arrugas. La voz sonó afable y dulce cuando dijo:
—Sí, voy a entregarte. Lo más probable es que te condenen a cadena perpetua. Eso quiere decir que saldrás dentro de veinte años. Eres un ángel. Yo te estaré esperando. —Se aclaró la voz—: Y si te cuelgan, te recordaré siempre.
Ella dejó caer las manos y se enderezó ante él. La expresión se volvió diáfana, sin otra muestra de inquietud que un leve brillo de duda en los ojos. Le devolvió la sonrisa y habló sin alzar la voz:
—Sam, eso no lo digas ni en broma. ¡Ay, por un momento me has asustado! Creía realmente que… Siempre tienes esas salidas tan violentas e impredecibles… —No terminó. Adelantando la cara hacia la de él, lo miró de hito en hito. Sus mejillas y su boca temblaban, y el miedo volvió a apoderarse de sus ojos—. Pero ¿qué…? ¡Sam! —Se llevó de nuevo la mano a la garganta y perdió su porte erguido.
Spade se echó a reír. Tenía húmeda de sudor la cara cerúlea, y no pudo conservar la dulzura en la voz, aunque sí la sonrisa.
—No seas estúpida —graznó—. Vas a pagar los platos rotos. Con lo que esos pájaros soltarán cuando los pillen, tú o yo tendremos que pagar. A mí me ahorcarían seguro. Tú, en cambio, puede que salgas mejor parada. Bueno, ¿qué?
—Pero… pero, Sam, ¡no puedes hacer eso! Después de…, ¡después de lo nuestro! No puedes…
—Y un cuerno que no.
La chica inspiró larga y temblorosamente.
—¿Todo ha sido un juego, entonces? ¿Fingías que te importaba, solo para tenderme esta trampa? ¿Yo no te importaba… en absoluto? ¿No me querías, no me quieres?
—Sí, me parece que sí —dijo Spade—. ¿Qué más da? —Los músculos que sostenían el rictus de su sonrisa sobresalieron como verdugones—. Yo no soy Thursby. Ni Jacobi. No pienso hacer el idiota por ti.
—¡No es justo! —exclamó ella. Acudieron lágrimas a sus ojos—. Además, es… despreciable por tu parte. Sabes que no fue por eso. No puedes decir una cosa así.
—¿Que no? Viniste a mi cama para que no te hiciera más preguntas. Ayer me hiciste salir de aquí en busca de Gutman con esa falsa llamada de auxilio. Anoche viniste aquí con ellos, me esperaste abajo y luego subiste conmigo. Estabas en mis brazos cuando se cerró el cepo; no podría haber sacado el arma si hubiera llevado una encima, ni podría haberme liado a puñetazos si hubiera optado por eso. Y si no te han llevado con ellos es solo porque Gutman es demasiado sensato como para fiarse de ti, salvo esporádicamente, cuando no le queda más remedio, y porque pensó que como yo sería tan bobo de no hacerte daño a ti, tampoco podría hacerle daño a él.
Brigid O’Shaughnessy restañó las lágrimas a golpes de pestaña. Dio un paso hacia Spade y se quedó mirándolo a los ojos, con orgullo.
—Me has llamado embustera —dijo—, y ahora el que miente eres tú. Mientes si en el fondo de tu corazón, y a pesar de todo lo que yo haya hecho, no reconoces que te quiero.
Spade hizo una reverencia, tan fugaz como brusca. Empezaba a tener los ojos inyectados en sangre, pero no hubo ninguna otra alteración en su cara húmeda, amarillenta y de sonrisa fija.
—Puede —dijo—. ¿Y qué? ¿Debería fiarme de ti?, ¿tú, que le preparaste ese truquito a… a mi predecesor, Thursby? ¿Tú, que liquidaste a Miles, contra el que nada tenías, a quemarropa, como quien aplasta una mosca, solo por inculpar a Thursby? ¿Tú, que engañaste a Gutman, a Cairo, a Thursby, y ya llevamos tres? ¿Tú, que no has jugado limpio conmigo ni media hora seguida desde que te conozco? ¿Yo tendría que fiarme de ti? No, cariño, no. Ni que pudiera me fiaría. ¿Por qué iba a hacerlo?
Ella seguía mirándolo con firmeza, y su voz apagada sonó firme cuando respondió:
—¿Por qué? Si has estado jugando conmigo, si no me quieres, entonces no hay respuesta. Si me quisieras, no sería necesaria respuesta alguna.
En el blanco de los globos oculares de Spade aparecieron hilillos rojos de sangre; su prolongada sonrisa se había convertido en una mueca temible. Carraspeó y dijo:
—Ahora no sirve de nada hacer discursos. —Le puso una mano en el hombro. La mano temblaba, crispada—. No importa quién quiere a quién; no pienso hacer el bobo por ti. No voy a seguir los pasos de Thursby y de sabe Dios quién más. Asesinaste a Miles y vas a pagar por ello. Yo podría haberte ayudado dejando que se fueran los otros y manteniendo a distancia a la poli con alguna argucia. Es tarde para eso: ya no puedo ayudarte. Y aunque pudiera, no lo haría.
Ella puso una mano sobre la que él había apoyado en su hombro y dijo, con un hilo de voz:
—Entonces no me ayudes, pero no me hagas daño tampoco. Deja que me marche.
—No —dijo Spade—. Si no te puedo entregar a ti cuando llegue la policía, estoy perdido. Es lo único que puede impedir que acabe entre rejas con los otros tres.
—¿No vas a hacer eso por mí?
—No me pidas que haga el primo.
—Te lo ruego, no hables así. —Le bajó la mano del hombro y se la llevó a la mejilla—. ¿Por qué tienes que hacerme esto, Sam? El señor Archer tampoco significaba tanto para ti como…
—Miles era un hijo de perra —dijo Spade con la voz quebrada—. Lo descubrí a la semana de empezar a trabajar juntos y mi intención era mandarlo a paseo al terminar el año. Matándolo no me perjudicaste en lo más mínimo.
—¿Entonces?
Spade retiró la mano de las de ella. Ya no sonreía ni torcía el gesto. Su húmedo rostro pálido tenía una expresión glacial, las arrugas muy marcadas; los ojos le ardían.
—Escucha —dijo—. Es perfectamente inútil. Tú nunca lo entenderás, pero voy a probar otra vez y luego lo dejamos. Escucha bien: se supone que si matan a tu socio tienes que hacer algo al respecto. No importa lo que pensaras de él, era tu socio y debes actuar de alguna manera. Ten en cuenta, además, la naturaleza de mi profesión. Si matan a un miembro de una agencia de detectives, es mala cosa dejar que el asesino quede impune. Malo para esa agencia en particular y malo para los detectives en general. Tercero, soy detective privado, y esperar de mí que persiga a criminales para después soltarlos es como pedirle a un perro que cace un conejo y luego lo deje escapar. Se puede hacer, de acuerdo, y a veces se hace, pero no es lo propio. Solo podría haberte dejado marchar permitiendo que escaparan Gutman, Cairo y el chaval. Y eso…
—No hablas en serio, ¿verdad? —dijo ella—. No esperarás que crea que todo eso que estás diciendo es motivo suficiente para mandarme al…
—Espera a que termine y luego podrás hablar. Cuarto, independientemente de lo que yo quisiera hacer ahora, me sería del todo imposible dejarte ir sin que ello supusiera acabar entre rejas con los demás. Por lo demás, no tengo absolutamente ningún motivo para fiarme de ti, y si te dejara escapar y yo saliera bien librado, tú siempre tendrías algo que utilizar en mi contra cuando te diese la gana hacerlo. Con eso van cinco. Vamos por el punto número seis: puesto que yo también tengo de qué acusarte, nunca sabría en qué momento podrías decidir meterme a mí una bala en el cuerpo. Séptimo, no me gusta para nada la idea de que pudiese haber una probabilidad entre cien de que me hubieras engañado como a un chino. Y octavo… No, es suficiente. Todo eso por un lado. Puede que algunos puntos carezcan de importancia, no te lo voy a discutir. Pero fíjate cuántos hay. Bien, y en el otro lado, ¿qué tenemos? Solamente el hecho de que quizá me quieres y que yo quizá te quiero a ti.
—Tú tienes que saber si me quieres o no —susurró ella.
—No lo sé. Es fácil perder la cabeza contigo. —La miró de arriba abajo con avidez y luego nuevamente a los ojos—. Pero no sé lo que quiere decir eso. ¿Acaso lo sabe alguien? Y, suponiendo que yo lo supiera, ¿qué? Quizá dentro de un mes no lo sabría. No sería la primera vez que me ocurre… cuando la cosa ha durado hasta ese punto. ¿Y entonces qué? Pues pensaré que he hecho el idiota. Y si hiciera lo que dices y me enviaran a chirona, estaría claro que habría hecho el imbécil. Por otro lado, si te entrego lo sentiré muchísimo, habrá algunas noches horribles, pero se me pasará. —La agarró por los hombros y se inclinó hacia ella echándola hacia atrás—. Mira, si todo eso no te dice nada, olvídalo y vamos a expresarlo de otra manera: no lo haré porque todo mi ser me pide hacerlo, ¿entiendes?; porque todo yo quisiera hacerlo y al cuerno las consecuencias…, y porque, maldita seas, tú contabas con que yo reaccionaría así, igual que contaste con ello por lo que respecta a los otros.
Spade retiró las manos y las dejó caer a los costados.
Ella tomó la cara de él entre sus manos y le bajó de nuevo la cabeza.
—Mírame —le dijo— y dime la verdad. ¿Me habrías hecho esto si el halcón hubiera sido auténtico y tú hubieras cobrado lo convenido?
—¿Qué puede importar eso ahora? No estés tan segura de que soy tan corrupto como piensan algunos. Esa fama sirve a veces para salir adelante en esta profesión: te salen trabajos muy bien pagados y hace que sea más fácil tratar con el enemigo.
Ella siguió mirándolo y no dijo nada.
Spade movió un poco los hombros antes de continuar.
—Bueno, al menos un buen montón de dinero habría sido una cosa más a añadir en el otro plato de la balanza.
Ella levantó la cara acercándola a la de él. Tenía la boca entreabierta y los labios ligeramente salidos hacia fuera cuando susurró:
—Si me quisieras no necesitarías nada más en ese otro plato.
Spade apretó los dientes y, a través de ellos, dijo:
—No pienso hacer el idiota por ti.
Ella acercó lentamente los labios a los de él, lo rodeó con los brazos y se dejó abrazar por él. Así estaban cuando sonó el timbre.
Con el brazo izquierdo alrededor de Brigid O’Shaughnessy, Spade abrió la puerta de la escalera. Eran el teniente Dundy y el sargento inspector Tom Polhaus, acompañados por otros dos policías de paisano.
Spade dijo:
—Hola, Tom. ¿Les has echado el guante?
—Sí —dijo Polhaus.
—Fantástico. Adelante. Aquí tenéis a otra. —Spade hizo avanzar a la chica—. Ella mató a Miles. Y tengo algunas pruebas para el juicio: las pistolas del chico, una de Cairo, una estatuilla negra que es el origen de todo este embrollo, y un billete de mil dólares con el que pretendían sobornarme. —Miró a Dundy, enarcó las cejas, se inclinó hacia adelante para mirar fijamente a la cara del otro y reventó de risa—. Pero ¿se puede saber qué diablos le pasa a tu amiguito, Tom? Pone cara de desconsuelo, el pobre. —Se rió otra vez—. ¡Claro! Seguro que al oír lo que le contaba Gutman habrá pensado que por fin me tenía en el bote.
—Venga, Sam —rezongó Tom—. No hemos pensado…
—Y un cuerno que no —dijo alegremente Spade—. A este se le hacía la boca agua solo de pensarlo, aunque a ti te supongo lo bastante listo para entender que yo le estaba tomando el pelo a Gutman.
—Déjalo, Sam —rezongó Tom otra vez, mirando inquieto a su superior—. Además, lo hemos sabido por Cairo: Gutman está muerto. Ese chico acababa de coserlo a balazos cuando llegamos nosotros.
Spade asintió con la cabeza.
—El gordo se lo podía esperar —dijo.
Effie Perine dejó a un lado el periódico y saltó de la butaca de Spade cuando este entró en la oficina el lunes siguiente poco después de las nueve de la mañana.
—Buenos días, preciosa.
—¿Es verdad lo que… eso que trae el periódico? —preguntó ella.
—Sí señora. —Spade dejó el sombrero encima del escritorio y se sentó. Su tez tenía un tono pálido, pero las rayas se veían marcadas y alegres, y los ojos, aunque con algunas venillas, estaban despejados.
Ella, por su parte, tenía sus ojos castaños muy abiertos, y en la boca, un gesto extraño. De pie al lado de él, se lo quedó mirando.
Spade alzó la cabeza, sonrió un poco y dijo, en tono de chanza:
—Para que luego hables de tu intuición femenina.
Ella le contestó con una voz tan rara como la expresión que lucía en el semblante:
—¿En serio le hiciste eso, Sam?
Él asintió con la cabeza.
—Soy un detective, ¿recuerdas? —La miró de hito en hito, le pasó un brazo por la cintura y descansó la mano en su cadera—. Esa chica mató a Miles, encanto —dijo con suavidad—, así, por las buenas. —Chasqueó dos dedos de la otra mano.
Ella se escabulló como si el brazo de él le quemara, y luego, con voz entrecortada, dijo:
—No me toques, por favor te lo pido. Sí, ya sé. Sé que tienes razón. La tienes, pero no me toques. Ahora no, por favor.
La cara de Spade se puso tan blanca como el cuello de su camisa.
Alguien zarandeó el tirador de la puerta del pasillo. Effie Perine dio media vuelta al instante y fue a la antesala cerrando la puerta al salir. Instantes después volvió a entrar, cerrando de nuevo.
—Ha venido Iva —dijo en voz baja y sin expresión.
Spade, sin levantar la vista de la mesa, asintió con un movimiento casi imperceptible de cabeza.
—Ya —dijo, estremeciéndose—. Bueno, hazla pasar.
*