19

La maniobra del ruso

El muchacho yacía en el sofá, un cuerpo menudo que a todas luces —salvo por la respiración— parecía un cadáver. Sentado a su lado estaba Joel Cairo, inclinado sobre él, frotándole las mejillas y las muñecas, alisándole el pelo de la frente hacia atrás mientras le hablaba bajito sin dejar de mirar, angustiado, la cara pálida e inmóvil.

Brigid O’Shaughnessy estaba de pie en el ángulo formado por la mesa y la pared. Tenía la palma de una mano apoyada en la mesa, la otra sobre el pecho. Se mordía el labio inferior mientras lanzaba miradas furtivas a Spade cuando este no la estaba mirando a ella. Y cuando Spade lo hacía, ella desviaba la mirada hacia Cairo o el chico.

Gutman había perdido la máscara de preocupación y estaba recuperando su tono rosáceo. Con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, en pie delante de Spade, observaba al detective sin curiosidad.

Haciendo tintinear despreocupadamente las pistolas, este señaló con la cabeza hacia la espalda de Cairo y preguntó a Gutman:

—¿Nos va a crear problemas?

—No lo sé —respondió el gordo con serenidad—. Eso, caballero, será estrictamente de su competencia.

La sonrisa alargó todavía más el mentón de Spade en forma de V.

—Cairo —dijo.

El oriental volvió la cabeza; su cara atezada mostró una mueca de ansiedad.

—Déjele descansar un rato —dijo Spade—. Lo vamos a entregar a la policía: deberíamos concretar los detalles antes de que vuelva en sí.

Cairo le preguntó, dolido:

—¿No le parece suficiente lo que le ha hecho?

—No —dijo Spade.

Cairo se acercó al gordo.

—Por favor, señor Gutman, dígale que no. Dese cuenta de que…

Spade lo interrumpió:

—Ya está decidido. Ahora la pregunta es: ¿qué van a hacer ustedes dos? ¿Se apuntan o no?

Aunque la sonrisa de Gutman fue un poco triste, incluso nostálgica a su manera, asintió con la cabeza y luego le dijo al levantino:

—A mí tampoco me gusta esto, pero no podemos hacer otra cosa.

—Y usted, Cairo —dijo Spade—, ¿se apunta o no?

Cairo se humedeció los labios y lentamente se volvió hacia Spade.

—Supongamos… —dijo, tragando saliva—. ¿Tengo que…? ¿Puedo elegir?

—Puede —le aseguró Spade, muy serio—, pero sepa que si la respuesta es «no», tendremos que entregarlo a la policía junto con su amiguito.

—Oh, vamos, señor Spade —protestó Gutman—, eso no es…

—Y un cuerno vamos a permitir que nos deje plantados —replicó Spade—. O se apunta o a la policía con él. No podemos permitirnos tantos cabos sueltos. —Miró ceñudo a Gutman y explotó, muy irritado—: ¡Santo Dios!, ¿es la primera vez que roban algo, o qué? ¡Menudo hatajo de blandengues! Y ahora ¿qué van a hacer?, ¿ponerse de rodillas y rezar? —Miró ahora con furia a Cairo—. Bueno, ¿qué?

—No me deja elección. —Cairo hizo un leve e impotente encogimiento de hombros—. Me apunto.

—Bien —dijo Spade. Miró a Gutman y a Brigid O’Shaughnessy—. Siéntense.

La chica lo hizo con cautela en una punta del sofá, junto a los pies del chico. Gutman volvió a la mecedora acolchada y Cairo, al sillón. Spade dejó las pistolas encima de la mesa y se sentó en una esquina de la misma junto al armamento. Miró el reloj.

—Las dos —dijo—. No puedo ir a por el halcón hasta que amanezca, o quizá hasta las ocho. Tenemos tiempo de sobra para organizarlo todo.

Gutman carraspeó antes de hablar:

—¿Dónde está? —preguntó, añadiendo al momento—: Me tiene sin cuidado ese detalle. Solo estaba pensando que lo mejor para todos sería que no nos perdiéramos de vista hasta haber cerrado el negocio. —Miró hacia el sofá y luego fijamente a Spade—. ¿Tiene el sobre?

Spade negó con la cabeza, mirando primero al sofá y luego a la chica. Con una sonrisa en los ojos, respondió:

—Lo tiene la señorita O’Shaughnessy.

—Sí, lo tengo yo —musitó ella, metiendo una mano por dentro del abrigo—. Lo he cogido cuando…

—No pasa nada —le dijo Spade—. Quédatelo. —Y dirigiéndose a Gutman—: No será necesario perdernos de vista. Puedo hacer que me traigan el halcón aquí.

—Me parece excelente —dijo Gutman, ronroneando—. Entonces, caballero, a cambio de los diez mil dólares y de Wilmer, usted nos dará el halcón y una o dos horas de margen para poder salir de la ciudad antes de que lo ponga en manos de las autoridades.

—No tendrán que escabullirse —dijo Spade—. Es un plan a toda prueba.

—No lo dudo, pero aun así nos sentiremos más a salvo lejos de la ciudad cuando ese fiscal del distrito interrogue a Wilmer.

—Como guste —contestó Spade—. Puedo retenerlo aquí todo el día, si lo prefiere. —Se puso a liar un cigarrillo—. Concretemos los detalles. ¿Por qué mató el chico a Thursby? ¿Y por qué, dónde y cómo mató a Jacobi?

Gutman sonrió con indulgencia, meneó la cabeza y ronroneó diciendo:

—Vamos, caballero, pide demasiado. Le hemos dado el dinero y a Wilmer. Hasta ahí llega nuestra parte del pacto.

—No pido demasiado —replicó Spade. Prendió el encendedor y lo arrimó al cigarrillo—. Se trata de tener un chivo expiatorio, y ese niñato no lo será mientras no esté claro que tiene algo que expiar. Pues bien, para eso necesito saber cómo fue la cosa. —Juntó las cejas—. ¿De qué se queja ahora? Si le conceden a ese una salida, van a tener que salir por piernas.

Gutman se inclinó hacia adelante y agitó un dedo rechoncho en dirección a las pistolas que Spade tenía al lado, sobre la mesa.

—Hay pruebas sobradas de que es culpable. Los dos murieron por disparos de esas armas. A los expertos del departamento de policía no les costará nada determinar que las balas que mataron a los dos hombres procedían de esas armas. Usted mismo lo ha dicho, así que ya lo sabe. Y, a mi modo de ver, eso es prueba suficiente de su culpabilidad.

—Tal vez —concedió Spade—, pero la cosa es más complicada de lo que parece y yo tengo que saber lo que pasó para dejar perfectamente cubiertas las partes que no encajan.

Cairo lo miró con los ojos desorbitados y encendidos.

—Por lo visto, olvida usted que nos ha asegurado que todo iba a ser muy sencillo —dijo. Y, volviendo su cara exaltada a Gutman—: ¡Lo ve! Ya se lo advertía yo hace un momento. No creo que…

—Lo que piensen o dejen de pensar carece completamente de importancia —terció bruscamente Spade—. Ya es tarde para eso, están metidos hasta el cuello. ¿Por qué mató el chico a Thursby?

Gutman entrelazó los dedos sobre la barriga y se meció en la butaca. Su voz, lo mismo que su sonrisa, no pudo ser más triste.

—No he conocido a persona más difícil que usted —dijo—. Estoy empezando a pensar que nos equivocamos al no prescindir de usted desde el primer momento. ¡Vaya si no!

Spade hizo un gesto desdeñoso con la mano.

—No le ha ido tan mal, Gutman. De momento se salva de la cárcel y va a tener el halcón. ¿Qué más quiere? —Se encajó el cigarrillo en un extremo de la boca y añadió—: Sea como fuere, ahora sabe qué terreno pisa. ¿Por qué mató a Thursby?

Gutman dejó de mecerse.

—Thursby era un conocido asesino, y aliado de la señorita O’Shaughnessy. Sabíamos que quitándolo de en medio conseguiríamos que ella se parara a pensar si no le convenía hacer las paces con nosotros, aparte de que de esa manera la dejábamos sin su violento protector. Ya ve, caballero, ¿estoy siendo franco con usted o no?

—Sí. Continúe así. ¿Y no pensaban que él pudiera tener el halcón?

Gutman negó con la cabeza y sus mofletes bailotearon.

—Ni por asomo —dijo. Luego esbozó una sonrisa benévola—. Contábamos con la ventaja de conocer muy bien a la señorita O’Shaughnessy como para no pensar eso, y aunque ignorábamos que ella había entregado el halcón al capitán Jacobi en Hong Kong para que lo trajera a bordo de La Paloma mientras ellos venían en un barco más rápido, en ningún momento se nos pasó por la cabeza que, en el caso de que solo uno de ellos conociera el paradero del pájaro, ese pudiera ser Thursby.

Spade asintió pensativo.

—¿No intentaron hacer un trato con él antes de darle pasaporte? —preguntó.

—Claro que sí, caballero, por supuesto. Hablé personalmente con él aquella noche. Wilmer lo había localizado dos días atrás y había estado intentando seguirlo hasta donde se reunía con la señorita O’Shaughnessy, pero Thursby era demasiado listo para eso, aunque no supiera que estaba siendo vigilado. Esa noche Wilmer fue a su hotel, se enteró de que Thursby no estaba y lo esperó fuera. Imagino que Thursby regresó inmediatamente después de matar a su socio. Sea como fuere, Wilmer lo trajo ante mí. No hubo nada que hacer. Thursby se emperró en su lealtad hacia la señorita. Y luego, bueno, Wilmer lo siguió hasta el hotel e hizo lo que usted ya sabe.

Spade pensó un momento.

—Sí, eso cuadra. Bien, ahora Jacobi.

Gutman lo miró muy serio y dijo:

—La culpa de la muerte del capitán Jacobi es toda de la señorita O’Shaughnessy.

La chica exclamó: «¡Oh!» y se llevó una mano a la boca.

Spade habló con poca delicadeza pero sin alterar la voz:

—Dejemos eso. Dígame lo que pasó.

Gutman le dirigió una mirada astuta y una sonrisa.

—Lo que usted diga, caballero. Bien, como ya sabe, Cairo se puso en contacto conmigo —yo lo mandé llamar— después de salir de la jefatura la noche, o madrugada, que vino aquí. Ambos reconocimos la necesidad de aunar fuerzas. —Dirigió la mirada al levantino—. El señor Cairo es una persona de criterio. Lo de La Paloma fue idea suya. Aquella mañana vio el aviso de su llegada en el periódico y recordó haber oído en Hong Kong que Jacobi y la señorita O’Shaughnessy habían sido vistos juntos. Eso fue cuando él intentaba localizarla allí, y al principio pensó que había zarpado de Hong Kong en La Paloma, aunque más tarde se enteró de que no. Bien, cuando supo que el barco había atracado en San Francisco, entendió lo ocurrido: ella le había entregado el pájaro a Jacobi para que lo trajera hasta aquí. Naturalmente, el capitán no conocía el secreto; la señorita O’Shaughnessy sabe ser muy discreta.

Miró radiante a la chica, balanceó un par de veces la mecedora con su peso y continuó:

—El señor Cairo, Wilmer y yo fuimos a hacer una visita al capitán Jacobi y tuvimos la suerte de llegar justo cuando la señorita O’Shaughnessy se encontraba allí. Fue, en muchos sentidos, una entrevista difícil, pero finalmente, a eso de la medianoche, conseguimos que la señorita se aviniera a razones. O así lo creímos entonces. Bajamos del barco y pusimos rumbo al hotel, donde yo debía pagarle a ella a cambio de que me entregara el halcón. Pues bien, caballero, nosotros, simples varones, deberíamos haber sabido que no iba a ser tan fácil lidiar con la chica. De camino, ella, Jacobi y el halcón se nos escabulleron de las manos. —Se rió con regocijo—. Que me aspen si no fue un trabajo bien hecho.

Spade miró a la chica y esta le devolvió una mirada suplicante y sombría.

—¿Provocaron un incendio antes de bajar del barco? —le preguntó Spade a Gutman.

—Oh, no de manera intencionada —respondió el gordo—, aunque debo decir que quizá fuimos (o Wilmer al menos) los responsables del fuego. Él estaba tratando de encontrar el halcón mientras nosotros discutíamos en el camarote, y parece ser que se descuidó con los fósforos.

—Está bien —dijo Spade—. En el caso de que algún descuido nos obligue a llevarlo a juicio por el asesinato de Jacobi, podemos endilgarle otro cargo: incendio intencionado. Bueno, pasemos a los disparos.

—Verá, estuvimos todo el día rondando por la ciudad para ver si dábamos con ellos y por fin los encontramos a media tarde de hoy. Al principio no estábamos seguros de haber dado con ellos; lo único seguro era que habíamos localizado el apartamento de la señorita O’Shaughnessy. Pero cuando pegamos la oreja a la puerta, oímos que había gente dentro y, convencidos de que ya los teníamos, llamamos al timbre. Cuando ella preguntó quién llamaba y le dijimos, a través de la puerta, que éramos nosotros, oímos que alguien abría una ventana.

»Naturalmente, sabíamos qué quería decir eso, de modo que Wilmer bajó lo más rápido que pudo y fue por la parte trasera del edificio para cubrir la escalera de incendios. Y al doblar la esquina del callejón se topó de cara con el capitán Jacobi, que huía con el halcón debajo del brazo. Era una situación difícil, pero Wilmer la resolvió lo mejor que pudo. Disparó contra el capitán, más de una vez, pero este resistió sin caerse ni soltar el paquete. Además, Wilmer estaba demasiado cerca de él como para apartarse. Jacobi tumbó a Wilmer de un puñetazo y echó a correr. Piense que todo esto ocurría a plena luz del día. Al ponerse en pie, Wilmer vio que un agente se acercaba desde la manzana de más abajo, de modo que tuvo que renunciar a seguir a Jacobi. Se escabulló por la puerta trasera del edificio contiguo al Coronet, que estaba abierta, y luego subió a reunirse con nosotros. Tuvo suerte de que nadie le viera.

»Bien, pues allí estábamos otra vez, con las manos vacías. La señorita O’Shaughnessy nos había abierto la puerta al señor Cairo y a mí después de cerrar la ventana por donde había escapado Jacobi, y entonces ella… —Hizo una pausa y sonrió al recordarlo—. La convencimos, esa es la palabra, de que confesase que le había encargado a Jacobi llevarle el halcón a usted. No parecía muy probable que el capitán pudiera llegar tan lejos en su estado, e incluso la policía podía detenerlo antes, pero era la única opción que teníamos. Así que, una vez más, convencimos a la señorita O’Shaughnessy de que nos echara una manita. La…, bueno, la convencimos para que le telefoneara a usted a fin de hacerle salir de su despacho antes de que llegase Jacobi, y mandamos a Wilmer en su busca. Por desgracia, habíamos tardado demasiado en decidirnos y en convencer a la señorita O’Shaughnessy de que…

El chico gimió en el sofá y se puso de costado. Sus ojos se abrieron y cerraron varias veces. La chica se levantó y volvió a situarse en el ángulo entre la mesa y la pared.

—… de que cooperara —concluyó apresuradamente Gutman—, y al final el halcón llegó a su poder antes de que pudiéramos interceptarlo.

El chico bajó un pie al suelo, se apoyó en un codo, abrió del todo los ojos, bajó el otro pie, se sentó y miró en derredor. Cuando los ojos enfocaron a Spade, toda su perplejidad desapareció de inmediato.

Cairo se levantó del sillón y se acercó al chico. Le pasó el brazo por los hombros y empezó a decirle algo. El chico se puso rápidamente de pie, zafándose del brazo de Cairo, paseó una vez la mirada por la estancia y fijó nuevamente los ojos en Spade. Tenía la expresión dura, y su cuerpo estaba tan tenso que parecía como si se hubiera encogido hacia adentro.

El detective, que seguía sentado en una esquina de la mesa balanceando tranquilamente las piernas, le dijo:

—Mira, si te acercas aquí y empiezas a ponerte chulo, te doy una patada en la cara. Siéntate, ten la boca cerrada y pórtate bien, así durarás más.

El chico miró a Gutman.

Gutman le sonrió, bonachón, y dijo:

—Bueno, Wilmer, me sabe muy mal tener que perderte, y quiero que sepas que no te tendría más afecto ni que fueras mi propio hijo, pero… compréndelo, si se pierde un hijo siempre se puede tener otro, ¿no?, mientras que halcón de Malta solamente hay uno.

Spade se echó a reír.

Cairo avanzó hasta Wilmer y le susurró algo al oído. El chico, con sus ojos color avellana fijos en la cara de Gutman, volvió a sentarse en el sofá. El levantino lo hizo a su lado.

La benévola sonrisa de Gutman no lo fue menos por el suspiro que soltó.

—Cuando uno es joven no entiende las cosas —dijo, dirigiéndose a Spade.

Cairo había pasado un brazo nuevamente por los hombros del chico y le cuchicheaba otra vez. Spade sonrió irónicamente a Gutman y se dirigió a Brigid O’Shaughnessy:

—No estaría nada mal que miraras en la cocina a ver qué hay de comer; ah, y prepara mucho café. ¿Te importa? No quisiera abandonar a mis invitados.

—Claro —dijo ella, y fue hacia la puerta.

Gutman dejó de mecerse.

—Un momento, querida —dijo, levantando una mano regordeta—. ¿No sería mejor que dejara ese sobre aquí en el salón? No sea que se manche de grasa.

La chica interrogó a Spade con la mirada. Él, con un tono de indiferencia, dijo:

—El sobre todavía es suyo.

La chica metió la mano por dentro del abrigo, sacó el sobre y se lo dio a Spade. Este lo lanzó al regazo de Gutman, diciendo:

—Si tiene miedo de perderlo, siéntese encima.

—Me interpreta usted mal —dijo afablemente el gordo—. No se trata de eso, sino de que en los negocios hay que ser práctico. —Abrió el sobre, extrajo los billetes, los contó y soltó una carcajada haciendo brincar la tripa—. Por ejemplo, aquí hay solamente nueve billetes. —Procedió a extenderlos sobre sus gruesos muslos—. Cuando se lo he dado, y usted lo sabe bien, había diez. —Su sonrisa fue amplia, jovial y radiante.

Spade miró a Brigid O’Shaughnessy.

—¿Y bien? —preguntó.

Ella movió la cabeza de un lado a otro, con énfasis. Aunque no dijo nada, sus labios se movieron ligeramente como si intentara hacerlo. Su cara denotaba miedo.

Spade alargó la mano hacia Gutman y el gordo depositó en ella el dinero. Contó los billetes —nueve de mil— y se los devolvió a Gutman. Después se puso de pie con una expresión plácida en la cara, cogió las tres pistolas de la mesa y habló con naturalidad.

—Quiero saber qué ha pasado. Vamos a ir al cuarto de baño. —Señaló con la cabeza a la chica, pero sin mirarla—. Dejaré la puerta abierta y yo estaré mirando hacia aquí. Salvo que quieran tirarse desde un tercer piso, no hay otra manera de salir de aquí que pasando por delante del cuarto de baño. Que nadie lo intente.

—La verdad, caballero —protestó Gutman—, no hace ninguna falta y no es de buena educación amenazarnos de esta manera. Sepa que no tenemos el menor deseo de marcharnos.

—Sabré muchas cosas cuando termine. —Spade se mostró paciente pero resuelto—. Este truco del billete complica las cosas. Tengo que encontrar la respuesta. Enseguida vuelvo. —Tocó a la chica en el codo—. Andando.

Ya en el cuarto de baño, Brigid O’Shaughnessy recuperó el habla. Apoyando las manos en el pecho de Spade, acercó la cara a la de él y susurró:

—Yo no he cogido el billete, Sam.

—No pienso que lo hayas hecho —dijo Spade—, pero necesito estar seguro. Quítate la ropa.

—¿No te vale con mi palabra?

—No. Quítate la ropa.

—Me niego.

—Está bien. Volveremos a la sala y haré que te desvistan ellos.

La chica se echó hacia atrás llevándose una mano a la boca. Tenía los ojos desorbitados de puro pánico.

—¿Serías capaz? —preguntó entre los dedos.

—No lo dudes. Tengo que saber qué ha pasado con ese billete y no permitiré que me lo impida el pudor de nadie.

—Oh, pero si no es eso. —Se le acercó y de nuevo le puso las manos en el pecho—. No me da apuro estar desnuda delante de ti, pero no así, ¿es que no lo entiendes? ¿No ves que si me obligas será como… como si mataras algo?

Él no alzó la voz al decir:

—No sé de qué me hablas. Tengo que saber qué ha pasado con el billete. Desnúdate.

Ella lo miró a los ojos y sus mejillas se tiñeron de rosa para palidecer rápidamente otra vez. Poniéndose muy erguida, empezó a quitarse la ropa. Él se sentó en el borde de la bañera, mirándola y vigilando a través de la puerta abierta. En el salón no se oía ningún ruido. Ella se desnudó rápidamente, sin vacilar, dejando caer la ropa en el suelo junto a sus pies. Cuando estuvo desnuda, se apartó un paso y lo miró. En su semblante había orgullo, sin desafío ni vergüenza.

Spade dejó las pistolas sobre la tapa del inodoro y, siempre de cara a la puerta, hincó una rodilla delante de la ropa de la chica. Fue cogiendo cada prenda, examinándola con los dedos y con los ojos. El billete de mil no estaba. Cuando hubo terminado se puso de pie y le tendió la ropa.

—Gracias —dijo—. Ahora lo sé seguro.

Ella cogió las prendas y no dijo nada. Spade recogió las pistolas, salió del baño cerrando la puerta y fue a la sala de estar.

Gutman le sonrió afablemente desde la mecedora.

—¿Lo ha encontrado? —preguntó.

Cairo, que estaba en el sofá al lado del chico, miró a Spade con ojos inquisitivos. El chico no alzó la vista. Estaba inclinado hacia adelante con la cabeza entre las manos y los codos en las rodillas, mirando al suelo.

—No —respondió Spade—. Lo ha birlado usted.

—¿Que yo lo he… birlado? —repitió Gutman, riendo.

—Eso he dicho. —Spade agitó las pistolas—. ¿Lo reconoce o prefiere usted que lo cachee?

—¿Cómo dice…?

—Que o confiesa o tendré que registrarlo —dijo Spade—. No hay otra salida.

Gutman miró a Spade, que tenía una expresión dura, y soltó una carcajada.

—Sí, caballero, no me cabe duda de que lo haría. En serio. Es usted un portento, si no le importa que se lo repita.

—Usted ha birlado el billete —dijo Spade.

—Sí señor, tiene razón. —El gordo se sacó del bolsillo del chaleco un billete arrugado, lo alisó sobre el muslo, extrajo del bolsillo de la chaqueta el sobre con los nueve billetes restantes y metió dentro el que había alisado—. De vez en cuando me gusta gastar alguna bromita, y sentía curiosidad por saber qué haría en una situación así. Debo decir que ha pasado la prueba con matrícula de honor, caballero. No se me había ocurrido que encontraría una manera tan simple y directa de aclarar los hechos.

Spade se mofó de él sin acritud.

—Ese tipo de broma es lo que yo esperaría de alguien de la edad del niñato.

Gutman se rió.

Brigid O’Shaughnessy, otra vez vestida pero sin sombrero ni chaqueta, salió del cuarto de baño, hizo ademán de entrar en la sala, dio media vuelta, fue a la cocina y encendió la luz.

Cairo se arrimó un poco más al chico y empezó a susurrarle de nuevo al oído. El chico se encogió de hombros, irritado.

Spade, mirando las pistolas que tenía en la mano y después a Gutman, salió al pasillo y se llegó hasta un armario. Abrió la puerta, dejó las pistolas dentro, encima de un baúl, cerró con llave, se guardó esta en el bolsillo del pantalón y fue hasta la cocina.

Brigid O’Shaughnessy estaba llenando una cafetera eléctrica de aluminio.

—¿Lo encuentras todo? —preguntó Spade.

—Sí —respondió ella con voz fría, sin levantar la cabeza. Dejó a un lado la cafetera y se acercó a la puerta. Se había sonrojado y sus grandes ojos llorosos lo miraron con reconvención—. No deberías haberme hecho pasar por eso, Sam —dijo en voz baja.

—Tenía que averiguarlo, preciosa. —Spade se inclinó para besarla ligeramente en los labios y volvió a la sala de estar.

Con una sonrisa, Gutman le ofreció el sobre blanco a Spade, diciendo:

—Esto pronto será suyo; da igual que se lo quede ahora.

Spade no lo cogió. Se sentó en el sillón y dijo:

—Habrá tiempo para eso. No hemos hablado lo suficiente sobre el asunto del dinero. Yo debería ganar más de diez mil.

—Diez mil dólares es mucho dinero —objetó Gutman.

—Me está usted citando —dijo Spade—, pero tampoco es una fortuna.

—No, no lo es. En eso le doy la razón. Ahora bien, para haberlo conseguido en unos pocos días y con tanta facilidad, es mucho dinero.

—Vaya, ¿le parece que ha sido fácil? —preguntó Spade, y se encogió de hombros—. Bueno, tal vez sí, pero eso es cosa mía.

—Desde luego —concedió el gordo. Luego achicó los ojos, movió la cabeza en dirección a la cocina y bajó la voz—: ¿Lo va a repartir con ella?

—Eso también es asunto mío.

—Desde luego —concedió una vez más el gordo—, pero… —dudó un poco—, permítame un pequeño consejo.

—Adelante.

—Si no le…, bueno, imagino que algún dinero le dará, pero suponiendo que no le diera a la señorita tanto como ella piensa que debería sacar, mi consejo es que tenga cuidado.

En los ojos de Spade brotó una luz burlona.

—¿Es mala? —dijo.

—Mala —respondió Gutman.

Spade sonrió y se puso a liar un cigarrillo.

Cairo continuaba cuchicheando al oído del chico, de nuevo con un brazo sobre sus hombros. De pronto, el chico se quitó bruscamente el brazo de encima y giró en el sofá mirándolo a la cara con una expresión de ira y repulsión. Cerró el puño y golpeó con él la boca de Cairo. Este soltó un grito de mujer y se apartó hasta el extremo mismo del sofá. Luego se sacó del bolsillo un pañuelo de seda y se lo aplicó a la boca. Al retirarlo, vio que estaba manchado de sangre. Se lo llevó una vez más a la boca y miró a Wilmer con reproche.

—No te me acerques —le ladró el muchacho, volviendo a encajar la cabeza entre sus manos.

El pañuelo de Cairo repartió fragancia Chypre por toda la habitación.

Brigid O’Shaughnessy había acudido a la puerta al oír el grito de Cairo. Spade la miró con una sonrisita, indicó el sofá con un gesto del pulgar y le dijo:

—El amor verdadero nunca ha sido un camino de rosas. ¿Qué tal va esa comida?

—Enseguida estará lista —respondió ella, y volvió a la cocina.

Spade encendió el cigarrillo y se dirigió a Gutman.

—Vamos a hablar de dinero.

—Encantado, caballero, aquí me tiene —dijo el gordo—, pero más vale que sea franco con usted y le diga ahora mismo que diez mil dólares es todo lo que puedo reunir.

Spade dio una calada antes de hablar.

—Tendrían que ser veinte mil.

—Y yo estaría encantado de dárselos. Lo haría si dispusiera de tanto dinero, pero diez mil es todo lo que puedo aportar, le doy mi palabra de honor. En el bien entendido de que esto es tan solo el primer pago. Más adelante…

Spade se rió.

—Sí, ya sé que más adelante me dará no sé cuántos millones, pero atengámonos al primer pago. ¿Quince mil?

Gutman sonrió, frunció el entrecejo, meneó la cabeza.

—Señor Spade, le he dicho con toda la franqueza del mundo y he dado mi palabra de honor de que todo el dinero que tengo, literalmente, son diez mil dólares, y eso es cuanto puedo reunir.

—Pero no lo dice con el corazón en la mano.

—Con el corazón en la mano —dijo Gutman, riendo.

—Es muy poco —dijo Spade, lúgubre—. Pero si no hay forma de conseguir más, démelo.

Gutman le alargó el sobre. Spade contó los billetes y ya se los estaba guardando en el bolsillo cuando Brigid O’Shaughnessy entró con una bandeja.

El chico no quiso probar bocado. Cairo cogió una taza de café. Brigid, Gutman y Spade comieron los huevos revueltos, el beicon y las tostadas con mermelada que ella había preparado. Bebieron dos tazas de café por cabeza. Luego se acomodaron para pasar lo que quedaba de noche.

Gutman encendió un puro y se puso a leer Celebrated Criminal Cases of America, riéndose de vez en cuando por lo bajo o haciendo algún comentario sobre cosas que encontraba graciosas. Cairo siguió aplicándose el pañuelo a la boca, huraño en un extremo del sofá. El chico permaneció sentado con la cabeza entre las manos hasta poco después de las cuatro, momento en que se estiró con los pies hacia Cairo, de cara a la ventana, y se puso a dormir. Brigid O’Shaughnessy, que se había sentado en el sillón, dormitaba de tanto en tanto, escuchaba los comentarios del gordo y entablaba una desganada conversación con Spade de vez en cuando.

Spade lió y fumó más cigarrillos y se paseó, sin nerviosismo alguno, por la sala de estar. A ratos se sentaba en un brazo del sillón donde estaba la chica, o a sus pies en el suelo, o en una esquina de la mesa, o en una silla de respaldo recto. Estaba completamente despierto, alegre, lleno de vigor.

A las cinco y media fue a la cocina para preparar más café. Media hora más tarde el chico empezó a moverse, se despertó y se sentó bostezando. Gutman miró el reloj y le preguntó a Spade:

—¿Todavía no?

—Deme una hora más.

Gutman asintió con la cabeza y siguió con el libro.

A las siete en punto Spade llamó por teléfono a casa de Effie Perine.

—Hola, ¿la señora Perine?… Soy el señor Spade. ¿Puede decirle a Effie que se ponga, si me hace el favor?… Sí, sí, ya lo sé… Gracias. —Silbó flojito un trozo de melodía de En Cuba—. Hola, encanto. Siento haberte despertado… Sí, mucho. Este es el plan: en nuestro apartado de correos en Holland encontrarás un sobre con mi letra. Dentro hay un resguardo; es de la consigna de la estación de autobuses Pickwick, por el objeto que recibimos ayer. ¿Quieres ir a buscar el paquete y traérmelo aquí lo antes que puedas?… Sí, estoy en casa… Eres un sol. Date prisa… Hasta luego.

El timbre del portal sonó a las ocho y diez. Spade fue hasta el teléfono interior y pulsó el botón que abría la puerta de abajo. Gutman dejó el libro a un lado y se levantó sonriendo.

—No le importa que le acompañe a la puerta, ¿verdad? —preguntó.

—Como guste —dijo Spade.

Gutman lo siguió al pasillo. Spade abrió la puerta de la escalera y momentos después Effie Perine salió del ascensor con el paquete envuelto en papel de embalar. Su cara masculina traía una expresión alegre y vivaracha; caminó hacia la puerta del apartamento con paso decidido, casi trotando. A Gutman le dedicó apenas un vistazo. Sonrió a Spade y le entregó el paquete.

Él lo cogió y dijo:

—Muchas gracias, señorita. Perdona por estropearte el día de asueto, pero este…

—No es el primero que me estropeas —dijo ella, riendo, y entonces, cuando vio que no iba a invitarla a entrar, preguntó—: ¿Alguna cosa más?

—No —respondió él—. Gracias.

Effie se despidió y volvió al ascensor.

Spade cerró la puerta y llevó el paquete a la sala de estar. Gutman estaba muy sofocado y los mofletes le temblaban. Cairo y Brigid O’Shaughnessy se acercaron a la mesa cuando Spade depositó en ella el bulto. Estaban muy nerviosos. El chico se puso de pie, pálido y tenso, pero permaneció junto al sofá mirando a los otros a través de sus rizadas pestañas.

Spade se apartó de la mesa y dijo:

—Ahí lo tienen.

Gutman se aplicó con sus dedos regordetes a retirar rápidamente el cordel, el papel y las virutas. Momentos después tenía el pájaro en sus manos.

—¡Ah, por fin! ¡Después de diecisiete años! —exclamó con voz ronca. Tenía los ojos húmedos.

Cairo se relamía los labios y no paraba de retorcerse las manos. La chica se estaba mordiendo el labio inferior. Todos respiraban con dificultad. El aire era frío y rancio, y una niebla de humo de tabaco flotaba en la estancia.

Gutman dejó otra vez el pájaro sobre la mesa y se hurgó en un bolsillo.

—Es el halcón —dijo—, pero vamos a asegurarnos. —Tenía los mofletes relucientes de sudor, y sus dedos temblaron cuando sacó una navaja dorada y la abrió.

Cairo y la chica se situaron cerca de él, uno a cada lado, y Spade, un poco más atrás, de manera que pudiese ver al chico además de a los otros tres.

Gutman puso el pájaro del revés y empezó a rascar un borde de la base con la navaja. El esmalte negro saltó en diminutos rizos, y debajo del mismo apareció un metal renegrido. La hoja de la navaja se hincó en el metal y arañó una fina viruta curva. La cara interior de la viruta, así como el pequeño espacio que había dejado al despegarse, tenían la pátina grisácea del plomo.

Gutman soltó un resoplido entre dientes. La sangre le subió por completo a la cabeza, hinchándole la cara. Dio la vuelta al pájaro y le hizo un corte en la cabeza. También allí apareció plomo grisáceo. Soltó el pájaro y la navaja cortaplumas de cualquier manera y giró en redondo para encararse a Spade.

—Es una falsificación —dijo con voz ronca.

El rostro de Spade estaba sombrío. Asintió con la cabeza, despacio, pero no hubo la menor lentitud en la forma de coger a Brigid O’Shaughnessy por una muñeca. La atrajo hacia sí, le cogió la barbilla con la otra mano y le levantó bruscamente la cabeza.

—Muy bien —gruñó—. Ya te has divertido bastante. Ahora cuéntanos qué pasa.

—¡No, Sam, no! —exclamó ella—. Es el halcón que me dio Kemidov. Te juro que…

Joel Cairo se interpuso entre Spade y Gutman y empezó a emitir palabras en rápido y estridente farfulleo:

—¡Claro! ¡Es eso! ¡Fue el ruso! ¡Cómo no me di cuenta! Nosotros pensando que era tonto, ¡y los tontos fuimos nosotros! —Sus mejillas se bañaron en lágrimas mientras empezaba a dar saltitos—. ¡Es culpa suya! —le gritó a Gutman—. ¡Usted y su estúpido intento de comprárselo al ruso! ¡Gordo idiota! ¡Usted le dijo que era un objeto muy valioso, Kemidov se enteró de lo que podía valer y mandó hacer un duplicado! ¡Con razón nos costó tan poco robarlo! ¡Con razón estaba él tan dispuesto a enviarme a recorrer el mundo en busca del halcón! ¡Es usted un imbécil! ¡Un completo idiota! —Se llevó las manos a la cara y empezó a lloriquear.

Gutman se había quedado boquiabierto y sus ojos parpadeaban sin expresión. Pero tardó solo un momento en recobrar la compostura; una vez sus carnes faciales dejaron de bambolearse, volvió a ser un gordo jovial.

—Vamos, vamos —dijo—, no hay por qué ponerse así. Todo el mundo yerra alguna vez, y puede estar seguro de que para mí es un golpe tan duro como para cualquiera. Sí, no hay ninguna duda, esto es cosa del ruso. Bien, caballero, ¿qué sugiere que hagamos? ¿Quedarnos aquí llorando a moco tendido y llamándonos de todo, o —hizo una pausa, y su sonrisa fue la de un querubín— volvernos a Constantinopla?

Cairo apartó las manos de la cara y lo miró con ojos muy saltones.

—¿Está usted…? —No pudo terminar: el asombro precedió a la plena comprensión.

Gutman dio dos palmadas. Sus ojos centelleaban. Cuando volvió a hablar, lo hizo con un ronroneo de contento:

—He codiciado ese pequeño objeto durante diecisiete años, los que he invertido en ir tras él. Si es preciso dedicar un año más, bueno, eso tan solo representará un… —sus labios se movieron en silencio al calcular—, poco más de un cinco por ciento de tiempo añadido.

El levantino soltó una risita.

—¡Yo voy con usted! —exclamó.

De repente, Spade miró a su alrededor mientras soltaba la muñeca de la chica. El chico no estaba. Spade salió al pasillo. La puerta de la escalera estaba abierta. Torció el gesto, cerró la puerta y volvió a la sala de estar. Recostado en el marco, contempló a Gutman y a Cairo. Se quedó largo rato mirando a Gutman con gesto agrio. Luego, parodiando el ronroneo del gordo, dijo:

—¡Bien, caballero, debo decir que son ustedes un hatajo de ladrones!

Gutman rió.

—El hecho es que no tenemos gran cosa de que vanagloriarnos. Pero, bueno, todavía no estamos muertos, y porque hayamos tenido un pequeño tropiezo no se va a acabar el mundo. —Sacó la mano izquierda que tenía a la espalda y adelantó hacia Spade su lisa palma regordeta—. Debo pedirle que me devuelva el sobre, caballero.

Spade no se movió. Su rostro permanecía impávido.

—Yo he cumplido con mi parte —dijo—. Ahí está el bicho ese. Si no es el auténtico, mala suerte para usted, pero no para mí.

—Vamos, caballero —dijo Gutman en tono persuasivo—, todos hemos fallado y no hay motivo para esperar que ninguno de nosotros lleve la peor parte. Además… —Sacó la mano derecha que tenía a la espalda. Empuñaba una pequeña pistola, un arma con grabados e incrustaciones de plata, oro y nácar—. Resumiendo, caballero, tendré que pedirle que me devuelva los diez mil dólares.

La cara de Spade no se alteró. Con un encogimiento de hombros, se sacó el sobre del bolsillo. Hizo ademán de dárselo a Gutman, dudó, abrió el sobre y sacó un billete de mil dólares. Después de guardárselo en el bolsillo del pantalón, remetió la solapa por encima de los otros billetes y le pasó el sobre a Gutman.

—Esto es por los gastos y el tiempo empleado —dijo.

Tras una breve pausa, Gutman imitó a Spade encogiéndose de hombros y aceptó el sobre.

—Bueno, caballero —dijo—, ahora le diremos adiós, a no ser que… —las carnes en torno a sus ojos se arrugaron—, a no ser que quiera emprender viaje con nosotros a Constantinopla. ¿No? Lástima, me habría gustado que nos acompañara. Me cae usted bien, es un hombre de recursos y de buen criterio. Y como sabemos que es hombre de buen criterio, estamos tranquilos sabiendo que podemos despedirnos con todas las garantías de que mantendrá en secreto los detalles de nuestro pequeño negocio. Sabemos que podemos contar con que sabrá valorar el hecho de que, tal como está la situación, toda dificultad que podamos tener con las autoridades en relación con lo ocurrido estos últimos días les afectaría también a usted y a la señorita O’Shaughnessy. Estoy convencido de que le sobra astucia para reconocerlo.

—Descuide, lo entiendo —contestó Spade.

—Estaba seguro de ello. Y también lo estoy de que, ahora que no queda otra alternativa, sabrá apañarse con la policía sin un chivo expiatorio.

—Sí, me las apañaré —dijo Spade.

—Estaba seguro de ello. Bien, caballero, las despedidas breves son las mejores. Adieu. —Hizo una gran reverencia—. Y adiós también a usted, señorita O’Shaughnessy. Dejo esa rara avis encima de la mesa a modo de pequeño recuerdo.