18

El chivo expiatorio

Rodeando con los brazos a Brigid O’Shaughnessy, Spade esbozó una sonrisa por encima de su cabeza y dijo:

—Cómo no, hablemos.

Las carnes de Gutman se bambolearon cuando dio tres torpes pasos hacia atrás alejándose de la puerta.

Spade y la chica entraron juntos. El chico y Cairo los siguieron. Cairo se detuvo en el umbral; el chico guardó una de las pistolas y se situó muy cerca de la espalda de Spade.

El detective giró la cabeza lo suficiente para mirar al chico por encima del hombro y le dijo:

—Piérdete. A mí no me registras.

El chico dijo:

—Estate quieto. Y cierra el pico.

Las ventanas de la nariz de Spade se ensancharon con su respiración.

—Aparta —dijo, sin alzar la voz—. Si me pones la mano encima vas a tener que usar el arma. Pregúntale a tu jefe si quiere que me pegues un tiro antes de que hablemos.

—Déjalo estar, Wilmer —intervino el gordo. Miró con ceño indulgente a Spade—. Es usted un individuo de lo más testarudo. Bueno, tomemos asiento.

Spade dijo:

—Le advertí que no me gusta este niñato.

Llevó a Brigid O’Shaughnessy hasta el sofá que había junto a las ventanas. Se sentaron muy juntos, la cabeza de ella en el hombro izquierdo de él, y Spade rodeándole los hombros con el brazo izquierdo. Ella ya no temblaba y había dejado de jadear. La aparición de Gutman y sus acompañantes parecía haberla privado de la libertad de movimientos y emociones propia de todo animal, dejándola viva y consciente, pero inerte como un vegetal.

Gutman se aposentó en una mecedora acolchada. Cairo eligió el sillón cercano a la mesa. Wilmer no se sentó, permaneció de pie en el umbral allí donde se había detenido antes Cairo, con la pistola visible en la mano y observando el torso de Spade desde sus rizadas pestañas. Cairo dejó su pistola encima de la mesa.

Spade se quitó el sombrero y lo lanzó al otro extremo del sofá. Luego sonrió a Gutman. La flacidez del labio inferior y los párpados superiores semicaídos se aliaron con las uves de su cara para convertir su sonrisa en una mueca lasciva de sátiro.

—Su hija tiene un vientre precioso —dijo—, demasiado como para ir arañándolo con alfileres.

Gutman le ofreció una sonrisa afable aunque untuosa.

El chico dio un paso corto al frente desde el umbral, levantando el arma hasta la altura de la cadera. Todos los presentes lo miraron. En la forma, muy distinta, en que lo hicieron Brigid O’Shaughnessy y Joel Cairo hubo, paradójicamente, una idéntica expresión de censura. El chico se ruborizó, retiró hacia atrás el pie que acababa de adelantar, estiró bien la piernas, bajó la pistola y se quedó mirando otra vez al pecho de Spade bajo las pestañas que ensombrecían sus ojos. El rubor fue tan poco intenso como fugaz, pero resultó chocante en su cara, habitualmente fría y sosegada.

Gutman dirigió de nuevo a Spade su sonrisa empalagosa. Habló con un engolado ronroneo:

—Así es, caballero. Fue una pena, pero tendrá que admitir que surtió efecto.

Las cejas de Spade se juntaron como imanes.

—Cualquier cosa hubiera servido —dijo—. Lógicamente quise ir a verle tan pronto tuve el halcón en mi poder. Cliente que paga al contado, ¿por qué no? Fui a Burlingame esperando encontrarme una reunión de este tipo. Ignoraba que usted andaba rondando por ahí, con media hora de retraso, con la intención de quitarme de en medio a fin de localizar otra vez a Jacobi antes de que él me localizara a mí.

Gutman se rió, y en su carcajada no pareció haber otra cosa que satisfacción.

—Bien, caballero —dijo—, en cualquier caso, henos aquí todos reunidos, como parece que usted deseaba.

—Es lo que deseaba, sí. ¿Cuándo está dispuesto a hacer el primer pago y quitarme de encima el halcón?

Brigid O’Shaughnessy se incorporó de golpe y miró muy asombrada a Spade. Él le palmeó un hombro sin hacer mucho caso. Sus ojos estaban fijos en los de Gutman, los cuales titilaban de contento entre su refugio adiposo.

—Bueno, caballero, en cuanto a eso… —Se metió una mano por dentro de la chaqueta.

Cairo, que tenía las suyas apoyadas en los muslos, se inclinó hacia adelante expectante con los blandos labios entreabiertos. Sus ojos oscuros tenían la pátina de la laca. No dejaban de moverse alternativamente de la cara de Spade a la de Gutman, y viceversa.

—En cuanto a eso, caballero —volvió a decir Gutman, sacándose del bolsillo un sobre blanco.

Cinco pares de ojos —los del chico apenas oscurecidos ahora por sus pestañas— miraron el sobre. Girándolo en sus gruesas manos, Gutman contempló primero el anverso en blanco del sobre y luego el envés con la solapa remetida en el interior, sin pegar. Después levantó la cabeza, sonrió afablemente y lanzó el sobre hacia el regazo de Spade.

Aunque no era voluminoso, el sobre pesaba lo suficiente como para volar de verdad. Dio en la parte baja del pecho de Spade y aterrizó sobre sus muslos. Él lo cogió y lo abrió pausadamente, utilizando ambas manos para ello después de retirar el brazo izquierdo de los hombros de la chica. Contenía billetes de mil dólares, lisos, tersos y nuevos. Spade los sacó y procedió a contarlos. Había diez. Levantó la cabeza, sonriente, y dijo con gentileza:

—Habíamos hablado de mucho más dinero.

—Cierto, caballero —concedió Gutman—. Pero aquello fue, como usted mismo ha dicho, hablar. Esto es dinero de verdad, auténtico papel moneda de curso legal. Con un dólar de estos se puede comprar más que con diez dólares de charla. —Una carcajada silenciosa sacudió sus carnes. Cuando el bamboleo cesó, dijo en voz más seria, pero no seria del todo—: Ahora somos más en la partida. —Movió sus centelleantes ojillos y su gruesa cabeza en dirección a Cairo—. En fin, para abreviar, caballero: la situación ha cambiado.

Mientras el gordo hablaba, Spade había cuadrado los billetes de diez golpeando ligeramente sus bordes y los había devuelto al sobre, remetiendo otra vez la solapa. Tenía ahora los antebrazos apoyados en las rodillas e, inclinado hacia adelante, sostenía el sobre entre sus piernas sujetándolo apenas por una esquina con el índice y el pulgar.

Contestó despreocupadamente a las palabras del gordo:

—Sí, bueno. Ahora están todos juntos, pero el halcón lo tengo yo.

Joel Cairo tomó entonces la palabra. Con las manos aferradas a los brazos del sillón, habló remilgadamente con su voz fina y atiplada:

—No creo que sea necesario recordarle, señor Spade, que, aunque pudiera tener el halcón, nosotros de seguro lo tenemos a usted.

—Trato de que eso no me preocupe —dijo Spade con una sonrisa. Se sentó erguido, dejó el sobre a un lado, sobre el sofá, y se dirigió a Gutman—: Hablaremos del dinero más tarde. Antes habría que tratar de otro asunto. Necesitamos una cabeza de turco.

El gordo juntó las cejas sin entender, pero Spade le dio la explicación antes de que pudiera abrir la boca.

—La policía necesita una víctima, un cabeza de turco, alguien a quien colgar esos tres asesinatos. Deberíamos…

Cairo lo interrumpió con una voz quebradiza, exaltada:

—Dos asesinatos, señor Spade, solo dos. No hay duda de que a su socio lo mató Thursby.

—Está bien, dos —rezongó Spade—. ¿Qué más da eso? Lo que importa es que tenemos que facilitar a la policía un…

Fue Gutman quien intervino entonces, sonriendo seguro de sí mismo y hablando con serena afabilidad:

—Bien, caballero, por lo que hemos visto y oído de usted, no parece que hayamos de preocuparnos por ese motivo. Dejaremos que se encargue de manejar a la policía; no necesitará que le echemos una mano, pobres de nosotros.

—Si eso es lo que cree —dijo Spade—, es que no ha visto u oído suficiente.

—Vamos, señor Spade. No pretenderá hacernos creer a estas alturas que le tiene miedo a la policía, o que no es perfectamente capaz de manej…

Spade soltó un bufido, se inclinó hacia adelante, apoyando de nuevo los brazos en las rodillas, e interrumpió a Gutman de mal talante:

—No me dan miedo y sé perfectamente cómo manejarlos. Es lo que estoy tratando de decirle. La manera de manejarlos es proporcionarles una víctima, alguien a quien puedan cargarle el mochuelo.

—No dudo que esa sea una manera de enfocarlo, caballero, pero…

—¡No hay peros que valgan! —dijo Spade—. Es la única manera. —Ahora tenía la frente enrojecida y sus ojos eran como dos piedras candentes. El hematoma de la sien había adquirido un tono cobrizo—. Sé de lo que hablo. He pasado por ello otras veces y quiero pensar que no será la última. En un momento u otro he tenido que mandar al cuerno a todo tipo de gente, del Tribunal Supremo para abajo, y no me ha pasado nada. Y si no me ha pasado nada es porque nunca he perdido de vista que tarde o temprano llega el día del ajuste de cuentas; y que cuando llegue ese día quiero estar en condiciones de entrar en la jefatura precedido por una víctima propiciatoria y decir: «¡Eh, chicos, aquí tenéis al criminal!». Mientras pueda hacer eso, nada me impedirá reírme en la cara de todos los jueces y de todas las leyes habidas y por haber. La primera vez que esto me falle, soy hombre muerto. Esa primera vez no ha llegado todavía, y no va a ser esta. Ya se lo digo yo.

Los ojos de Gutman parpadearon, su mirada sagaz se tornó recelosa, pero el resto de sus facciones conservó el molde carnoso, rosado, risueño y paternalista. Ni el más leve indicio de intranquilidad afloró a su voz cuando dijo:

—Ese método tiene mucho de recomendable, ¡y que lo diga, caballero! Y yo sería el primero en decirle: «Cíñase usted a él, faltaría más», si me pareciera mínimamente realista para el caso que nos ocupa. Pero resulta que aquí no es factible. Es lo que pasa a veces con los mejores métodos; llega un día en que uno debe hacer excepciones, y el hombre juicioso las hace y punto. Bien, caballero, así ocurre en el presente caso, y me permito añadir que, en mi opinión, esa excepción a la regla vendrá acompañada de una bonita compensación económica. De acuerdo, quizá se ahorraría algún problemilla si dispusiera de un chivo expiatorio que entregar a la policía, pero —rió mostrando las palmas de las manos— me consta que no es hombre que se arrugue ante un problemilla de nada. Sabe cómo hacer las cosas y sabe que, pase lo que pase, al final saldrá bien parado. —Frunció los labios y cerró parcialmente un ojo—. De eso no tengo la menor duda, caballero.

La mirada de Spade había perdido su calor. Su rostro estaba ahora velado y entumecido.

—Sé lo que me digo. —La voz sonó grave, deliberadamente calmada—. Conozco mi ciudad y mi oficio. Sí, seguro que puedo salir bien parado… esta vez. Pero a la próxima que intentara tomarme alguna libertad, me pararían tan rápido que del golpe me tragaría todos los dientes. Ni hablar. Ustedes se largarán a Nueva York o a Constantinopla o adonde sea. Yo trabajo aquí.

—Pero no me dirá que no puede… —empezó Gutman.

—No puedo —lo cortó Spade, muy serio—. Ni quiero. Que quede claro.

Se incorporó en el sofá y una sonrisa apacible iluminó su cara, borrando su entumecimiento previo. Luego se puso a hablar deprisa con un tono de voz simpático y persuasivo:

—Escuche, Gutman. Le estoy diciendo lo que es mejor para todos. Si no le damos a la policía un chivo expiatorio hay diez probabilidades contra una de que se enteren de la existencia del halcón. Y entonces usted tendrá que ponerse a cubierto (dondequiera que esté), lo cual supondrá una traba en sus planes de hacer fortuna con el pájaro. Si quiere pararle los pies a la policía, deles un chivo expiatorio.

—Ahí está el quid de la cuestión, caballero —replicó Gutman, cuyos ojos eran todavía lo único que traslucía cierta inquietud—. ¿Eso les parará los pies, realmente? ¿Acaso el chivo expiatorio no será un nuevo indicio que, con toda probabilidad, acabará poniéndoles sobre la pista del halcón? Por otra parte, ¿no le parece que ahora mismo ya tienen los pies parados y que, por lo tanto, lo mejor sería dejarlos en paz y no complicarse la vida?

Una vena en zigzag empezó a latir en la frente de Spade.

—¡Vaya por Dios! Usted tampoco entiende de qué va esto —dijo, en un tono comedido—. A ver si se entera, Gutman: la policía no está durmiendo. Están agazapados, a la espera. Procure comprenderlo. Yo estoy hasta el cuello en este asunto y ellos lo saben. No pasa nada mientras pueda hacer algo cuando llegue el momento; de lo contrario, sí pasará. —Volvió al tono persuasivo—. Escuche, Gutman, es imprescindible que les demos una víctima. No hay otra salida. Yo propongo al niñato. —Indicó con un gesto de cabeza al chico que seguía en el umbral—. A fin de cuentas, él les disparó a los dos, a Thursby y a Jacobi, ¿no? Además, parece hecho a la medida para el papel. Solo hay que comprometerlo con unas cuantas pruebas y entregarlo a la policía.

El chico tensó las comisuras de la boca en lo que pudo ser una mínima sonrisa. La sugerencia de Spade no pareció afectarle más. El rostro de Joel Cairo, por el contrario, había pasado de moreno a amarillento, y tanto su boca como sus ojos estaban muy abiertos. Respiraba con la boca abierta y su convexo torso afeminado subía y bajaba al compás, mientras los ojos no dejaban de mirar a Spade. Brigid O’Shaughnessy se había apartado un poco de este y lo miró ahora a la cara. Bajo la expresión de asombro y desconcierto había un apunte de risa histérica.

Gutman permaneció inmóvil e imperturbable durante un largo momento, al cabo del cual decidió reír. Lo hizo con ganas y prolongadamente, y no paró hasta que sus ojos asimilaron parte del regocijo. Cuando terminó de reír, dijo:

—Se lo aseguro, caballero, ¡es usted lo que no hay! —Se sacó un pañuelo blanco del bolsillo y se enjugó los ojos—. No hay forma de saber por dónde va a salir, pero seguro que será sorprendente.

—Yo no le veo la gracia. —Spade no parecía ofendido por la risa del gordo, ni mucho menos impresionado. Habló como quien discute con un amigo recalcitrante, aunque no del todo irrazonable—. Es lo mejor que podemos hacer. Con él en sus manos, la policía…

—Pero, hombre de Dios —le cortó Gutman—, ¿no se da cuenta? Si a mí, por un momento, se me ocurriera hacer eso… No, la mera idea es absurda. Considero a Wilmer como si fuera hijo mío, lo digo en serio. Pero, bueno, si en algún momento pensara hacer lo que usted propone, ¿qué le impediría a Wilmer, caballero, contarle a la policía todo lo que sabe del halcón, y de nosotros?

Spade sonrió con los labios tirantes.

—Si fuera necesario —dijo con suavidad—, podríamos hacer que lo mataran por resistirse a ser detenido. Pero no creo que haga falta llegar a tanto. Que hable cuanto le dé la gana. Le prometo que nadie va a hacer absolutamente nada al respecto. Eso es muy fácil de arreglar.

La carne sonrosada de la frente de Gutman se arrugó por la preocupación. Bajando la cabeza, con el resultado de que la doble papada se desbordó sobre el cuello de la camisa, preguntó:

—¿Sí? ¿Cómo? —Luego, con una brusquedad que hizo que sus carnes faciales bailaran entrechocando entre sí, levantó la cabeza, giró para mirar al muchacho y soltó una carcajada estentórea—: ¿Qué opinas tú de todo esto, Wilmer? Tiene gracia, ¿verdad?

Los ojos del chico, bajo las pestañas, fueron dos frías puntas de luz color avellana. Con voz clara y grave, dijo:

—Sí, mucha gracia… Qué hijo de puta.

Spade estaba hablando con Brigid O’Shaughnessy:

—¿Qué tal te encuentras? ¿Estás mejor?

—Sí, mucho mejor, pero… —bajó la voz, de forma que las últimas palabras no llegaran mucho más allá de medio metro— estoy asustada.

—Tranquila —dijo él, apoyando una mano sobre la media gris que cubría la rodilla de Brigid—. No va a ocurrir nada grave. ¿Quieres un trago?

—Ahora no, gracias. —Bajó de nuevo la voz—. Ten cuidado, Sam.

Spade sonrió y luego miró a Gutman, que en ese momento lo estaba mirando. El gordo sonrió cordialmente, guardó silencio unos instantes y luego preguntó:

—¿Cómo?

Spade puso cara de tonto.

—¿Cómo qué?

El gordo juzgó necesario reír un poco más, y dar una explicación acto seguido.

—Mire, caballero, si está hablando en serio, y me refiero a eso que ha sugerido, lo menos que podemos hacer por pura cortesía es oír cuanto tenga que decir al respecto. Bien, ¿cómo se lo montaría para que Wilmer —hizo una pausa para reír otra vez— no pudiera perjudicarnos?

Spade meneó la cabeza.

—No —dijo—, yo no soy de los que se aprovechan de la cortesía ajena, por más pura que sea. Olvídelo.

El gordo frunció sus carnes faciales y protestó:

—Venga, venga. Eso me hace sentir terriblemente incómodo. No debería haberme reído y le pido disculpas con la mayor humildad y de corazón. No quiero que interprete que considero ridículas sus sugerencias, señor Spade, por más que discrepe con usted. Sepa que tengo el mayor respeto y la más grande admiración por su astucia profesional. Ahora bien, yo no veo que lo que sugiere sea para nada práctico, incluso dejando de lado el hecho de que yo no sentiría otra cosa por Wilmer si llevara mi propia sangre. Pero lo consideraré un favor personal, además de una muestra de que acepta mis disculpas, si tiene a bien explicar el resto de su plan.

—Cómo no —dijo Spade—. Bryan es como la mayoría de fiscales de distrito: lo que más le interesa es tener un buen expediente. Antes abandonaría un caso dudoso que arriesgarse a que se vuelva en su contra. No es que haya llegado a inventar pruebas para condenar a nadie que creyera inocente, pero no me lo imagino permitiéndose creer que alguien es inocente mientras pueda arañar alguna prueba incriminatoria, forzando la situación si es necesario. Para estar seguro de declarar culpable a un solo hombre, es capaz de dejar en libertad a media docena de cómplices tan culpables como aquel si acusarlos a todos pudiera complicarle el caso.

»Ese es el dilema en que lo vamos a poner, y Bryan tragará. A él le daría igual saber lo del halcón. No tendrá el menor reparo en convencerse a sí mismo de que cualquier cosa que el chico le explique no es más que un cuento chino, un intento de embarullar las cosas. De esa parte me encargo yo. Puedo hacerle ver que si empieza a mover cables tratando de atrapar a todo el mundo, acabará teniendo entre manos un caso tan lioso que ningún jurado le verá ni pies ni cabeza, mientras que si se limita al niñato puede conseguir una condena hasta haciendo la vertical.

Gutman meneó lentamente la cabeza en un gesto de bondadosa desaprobación.

—No, caballero, no —dijo—. Me temo que eso no va a funcionar en absoluto. Ya me dirá usted cómo ese fiscal del que habla va a poder relacionar a Thursby, Jacobi y Wilmer sin tener que…

—Usted no conoce a los fiscales de distrito —lo interrumpió Spade—. Lo de Thursby es sencillo. Era un pistolero, lo mismo que su matón. Bryan ya tiene una hipótesis al respecto. Ahí no habrá trampa ni cartón. ¡Y qué diablos! Al niñato solo lo pueden colgar una vez. ¿Para qué juzgarlo por el asesinato de Jacobi una vez lo hayan condenado por el de Thursby? Simplemente declaran el caso cerrado con un informe en su contra y asunto concluido. Si, como es muy probable, empleó la misma arma para matar a los dos, las balas concordarán. Y todo el mundo satisfecho.

—Sí, pero… —empezó a decir Gutman. Miró a Wilmer.

El muchacho avanzó desde el umbral caminando con las piernas muy tiesas hasta quedar a igual distancia de Gutman y de Cairo, casi en mitad de la habitación. Se detuvo allí, ligeramente inclinado por la cintura, con los hombros encorvados hacia adelante. La pistola colgaba todavía del extremo del brazo estirado, pero ahora sus nudillos estaban blancos de apretar la culata. La otra mano la tenía cerrada en un puño menudo. La imborrable juventud de su cara daba un matiz indescriptiblemente fiero —e inhumano— al puro odio y la maldad de su expresión facial. Con una voz crispada por la vehemencia, le dijo a Spade:

—Tú, basura, levanta el culo y ve a coger tu pistola.

Spade le sonrió. No fue una sonrisa amplia, pero el regocijo que había en ella parecía genuino, sin ambages.

—Tú, basura —repitió el chico—. Ponte de pie y sácala si tienes agallas. Ya he aguantado todo lo que te tenía que aguantar.

El regocijo en la sonrisa de Spade pareció aumentar. Miró a Gutman y dijo:

—El Salvaje Oeste en versión juvenil. —Su voz iba acorde con la sonrisa—. Quizá debería explicarle que si me mata antes de hacerse con el halcón, puede que el negocio se resienta.

El intento de sonrisa por parte de Gutman quedó en un esbozo, pero mantuvo la mueca resultante en su cara moteada. Luego se pasó la lengua por los labios resecos. Su voz fue demasiado áspera y ronca para el tono de paternalista reconvención que intentó darle.

—Eh, vamos, Wilmer —dijo—, así no vamos a ninguna parte. No debes dar tanta importancia a estas cosas. Tú…

El chico, sin apartar los ojos de Spade, habló con voz entrecortada por un costado de la boca:

—Pues dile que me deje en paz. Si continúa así, me lo cargo, y nada me va a impedir hacerlo.

—Pero Wilmer… —dijo Gutman. Se volvió hacia Spade. Había recuperado el control del gesto y de la voz—: Como le he dicho al principio, caballero, su plan no es viable. Y no se diga más sobre este asunto.

Spade los miró alternativamente. Había dejado de sonreír y su cara no tenía la menor expresión.

—Yo digo lo que me da la gana.

—Eso está claro —dijo rápidamente Gutman—, y es una de las cosas que admiro en usted. Pero, como le digo, el caso es que su plan no es viable, de modo que es totalmente inútil seguir hablando de ello, como usted mismo puede ver.

—Ni lo veo —replicó Spade— ni usted me hace verlo, y tampoco creo que pueda. —Frunció el entrecejo mirando a Gutman—. A ver si lo entiendo. ¿Es una pérdida de tiempo hablar con usted? Creí que aquí quien mandaba era usted. ¿Será que tengo que hablar con el niñato? Por mí no hay inconveniente.

—No —dijo Gutman—, hace bien en tratar conmigo.

—Muy bien. Veamos qué le parece esta otra sugerencia. No es tan buena como la primera, pero más vale eso que nada. ¿Quiere conocerla?

—Por supuesto, caballero.

—Darles a Cairo.

El aludido cogió rápidamente la pistola que había dejado sobre la mesa y la apoyó en su regazo, sujetándola fuertemente con ambas manos. El cañón apuntaba al suelo, a un punto próximo al sofá. La cara se le había puesto amarillenta otra vez. Sus ojillos negros —tan opacos que parecían planos, bidimensionales— iban nerviosos de uno a otro de los presentes.

Gutman, con cara de no creer lo que acababa de oír, preguntó:

—¿Cómo?

—Entregarles a Cairo.

Pareció que Gutman se iba a echar a reír, pero no lo hizo.

—¡Santo Dios, caballero! —exclamó finalmente, en un tono incierto.

—No es tan buena opción como darles al niñato —dijo Spade—. Cairo no es un pistolero y lleva una pistola de calibre menor que el arma con que mataron a Thursby y a Jacobi. Va a ser más complicado falsear pruebas contra él, pero es mejor eso que no darles a nadie.

Cairo intervino gritando de indignación:

—¿Y por qué no usted mismo, señor Spade, o la señorita O’Shaughnessy? ¿Qué opina, ya que tan empeñado está en darles a alguien?

Spade le sonrió. Su respuesta no le alteró la voz:

—Ustedes quieren el halcón. El halcón lo tengo yo. El precio que pido incluye un chivo expiatorio. Y en cuanto a la señorita O’Shaughnessy —su impertérrita mirada viró hacia el pálido rostro de la chica para luego volver a Cairo, y sus hombros subieron y bajaron apenas un centímetro—, si piensa que ella puede desempeñar ese papel, estoy más que dispuesto a hablar del asunto.

La chica se llevó las manos al cuello, emitió un gritito ahogado y se apartó un poco más de Spade.

Cairo, todo él retorciéndose de nerviosismo, exclamó:

—Olvida que no está en situación de insistir en nada.

Spade soltó una risotada de desprecio.

Tratando de dar a su voz una firmeza halagadora, Gutman dijo:

—Vamos, vamos, señores, mantengamos la discusión en términos amistosos; pero es cierto —ahora dirigiéndose a Spade— que no le falta razón al señor Cairo. Debe tener presente la…

—Váyase al cuerno. —Spade escupió las palabras con brutal despreocupación, de forma que cobraron más fuerza que si las hubiera pronunciado con énfasis teatral o gritando—. Si me matan a mí, ¿cómo van a conseguir el pájaro? Si yo sé que no pueden permitirse ese lujo hasta que tengan el halcón en su poder, ¿cómo me van a meter miedo para que lo entregue?

Gutman inclinó la cabeza hacia la izquierda y reflexionó sobre las preguntas de Spade. Sus ojos titilaron entre los carnosos párpados. Momentos después ofreció una respuesta cordial:

—Existen otros métodos de persuasión, aparte de matar o de amenazar con la muerte.

—Desde luego que sí —convino Spade—, pero no son efectivos a menos que estén respaldados por una amenaza de muerte real. ¿Me explico? Si intentan hacer algo que no me gusta, yo me desmarco. Solo les dejaré dos opciones, renunciar a ello o matarme, sabiendo que esto último no les conviene.

—Se explica usted muy bien —dijo Gutman, riendo entre dientes—. Su postura, caballero, exige a ambas partes considerar las cosas con el máximo cuidado, pues, como sabe, en el calor de la acción los hombres suelen olvidar qué es lo que más les conviene y se deja llevar por las emociones.

También Spade fue todo sonrisas.

—Es lo que le estoy diciendo. El truco, por mi parte, consiste en jugar fuerte de manera que se queden sin capacidad de maniobra, pero no hasta el punto de provocarles para que me liquiden, a pesar de que les convenga.

—¡Dios santo, caballero, es usted todo un personaje! —exclamó Gutman con afecto.

Joel Cairo se levantó de un salto, pasó por detrás del chico y se situó junto al respaldo de la butaca en que estaba sentado Gutman. Inclinándose hacia este al tiempo que cubría con la mano su propia boca y la oreja del gordo, le susurró algo. Gutman escuchó con atención con los ojos cerrados.

Spade sonrió a Brigid O’Shaughnessy. Los labios de la chica respondieron con una mueca a modo de sonrisa, pero sus ojos no experimentaron el menor cambio: la mirada seguía siendo fija y aturdida.

—Doble o nada a que te venden, chaval —le dijo Spade al chico.

El otro guardó silencio. El temblor en las rodillas empezó a agitar las perneras de su pantalón.

Spade se dirigió a Gutman:

—Espero que no se estará dejando impresionar por las armas que lucen este par de forajidos de novela barata.

Gutman abrió los ojos; Cairo dejó de susurrar y se irguió detrás de la butaca del gordo.

—Tengo un poco de práctica en quitárselas, a los dos —dijo Spade—, o sea que no habrá problema. El niñato…

Con una voz espantosamente ahogada por la emoción, el chico gritó: «¡Se acabó!» y levantó la pistola a la altura del pecho.

Gutman lo agarró de la muñeca con su mano regordeta e hizo que ambas, muñeca y arma, apuntaran al suelo mientras su obeso cuerpo se levantaba apresuradamente de la mecedora. Joel Cairo corrió a situarse al otro lado del muchacho y le asió el otro brazo. Forcejearon los tres, unos sujetándole los brazos hacia abajo, el otro tratando en vano de zafarse. Del grupo en liza emergían palabras sueltas, empezando por el incoherente farfulleo del chico —«bien… voy… hijo de p… disparar…»—, siguiendo por los reiterados «¡Tranquilo, Wilmer, tranquilo!» de Gutman, y terminando por la vocecita de Cairo y sus «No lo hagas» y «Wilmer, por favor».

Impávido, con la mirada perdida, Spade se levantó del sofá y se acercó al grupo. El muchacho, incapaz de reducir a todo el peso en su contra, había dejado de debatirse. Cairo, que no le había soltado el brazo, estaba casi delante del chico y le hablaba en tono sosegado. Spade apartó a Cairo con delicadeza y asestó un directo de izquierda a la barbilla del chico. La cabeza de este se venció hacia atrás —hasta donde le permitía el hecho de tener los brazos sujetos— y luego recorrió el camino inverso. Gutman dijo: «Pero, oiga, ¿qué…?», y Spade castigó de nuevo la barbilla del chico, ahora con un derechazo.

Cairo soltó el brazo del chico, dejando que se desplomara sobre la prominente panza de Gutman, y saltó sobre Spade dispuesto a arañarle con sus manitas como garras. Spade expulsó el aire y lo apartó de un empujón. El levantino se abalanzó de nuevo sobre él; tenía lágrimas en los ojos y sus labios rojizos no paraban de moverse formando enfurecidas palabras, pero sin que de ellos saliera sonido alguno.

Spade soltó una carcajada y gruñó: «¡Pero qué pesado eres!» y estampó la mano abierta contra la mejilla de Cairo, haciéndole caer sobre la mesa. Cairo recuperó el equilibrio y saltó sobre Spade por tercera vez. Este lo frenó estampando en su cara las palmas de las dos manos, con los brazos estirados, y Cairo, no pudiendo alcanzar la cara del detective por ser más corto de brazos, la emprendió a puñadas con sus brazos.

—Quieto —gruñó Spade—, o le hago daño.

—¡Cobarde! ¡Abusón! —exclamó Cairo, apartándose de él.

Spade se agachó para coger del suelo la pistola de Cairo y luego la del chico. Se incorporó sosteniéndolas cañón abajo con el índice de la mano izquierda metido por la guarda de los gatillos.

Gutman, que había hecho sentar a Wilmer en la mecedora, lo miraba ahora con ojos intranquilos y la cara fruncida por la incertidumbre. Cairo se puso de rodillas junto a la mecedora y empezó a masajear una de las manos inertes del muchacho.

Spade palpó la barbilla del chico y dijo:

—Nada roto. Lo tumbaremos en el sofá.

Pasó el brazo derecho por debajo del brazo del muchacho a fin de rodearle la espalda, luego deslizó el antebrazo izquierdo por debajo de las rodillas y, levantándolo sin esfuerzo aparente, lo llevó al sofá.

Brigid O’Shaughnessy se puso de pie enseguida y Spade depositó al chico en el asiento. Con la mano derecha le palpó la ropa, encontró la segunda pistola, la añadió a las que tenía en la mano izquierda y dio la espalda al sofá. Cairo ya estaba sentado junto a la cabeza del chico.

Spade hizo tintinear las pistolas agitándolas en la mano y sonrió alegremente a Gutman.

—Bien —dijo—, ya tenemos al chivo expiatorio.

La cara del gordo estaba pálida; sus ojos, empañados. No miró a Spade. Solo miró al suelo, sin decir nada.

—No vuelva a hacer el tonto —dijo Spade—. Ha dejado que Cairo le susurrara algo al oído y ha sujetado al chico mientras yo le zurraba. Eso no va a poder justificarlo a base de risas y, si lo intenta, lo más probable es que le peguen un tiro.

Gutman movió los pies sobre la alfombra y guardó silencio.

—Y otra cosa —continuó Spade—: o dice que sí ahora mismo, o los entrego a usted, a sus condenados socios y el halcón a la policía.

Gutman alzó la cabeza y dijo entre dientes:

—Esto no me gusta, caballero.

—Seguro que no le va a gustar —dijo Spade—. Bueno, ¿qué?

El gordo suspiró, torció el gesto y respondió, tristón:

—Es todo suyo.

—Fantástico —dijo Spade.