El tercer asesinato
Spade entró en el hotel Sutter y telefoneó desde allí al Alexandria. Gutman no estaba, y tampoco ninguno de sus acompañantes. Luego llamó al Belvedere. Cairo no estaba ni había aparecido en todo el día.
Spade se dirigió a su oficina.
Un sujeto grasiento de tez morena vestido de persona importante estaba esperando en la recepción.
—Este caballero desea verle, señor Spade —dijo Effie Perine.
Spade sonrió, hizo una venia y abrió la puerta de su despacho.
—Pase. —Antes de seguir al hombre, le preguntó a Effie Perine—: ¿Alguna novedad sobre ese otro asunto?
—No, señor.
El hombre moreno era propietario de una sala de cine en Market Street. Sospechaba que una de las cajeras y un acomodador se habían conchabado para estafarlo. Spade le metió un poco de prisa, prometió que se «ocuparía de ello», pidió y recibió cincuenta dólares y se libró de él en menos de media hora.
Cuando la puerta del pasillo se hubo cerrado al salir el cliente, Effie Perine entró en el despacho de Spade. Su cara bronceada denotaba preocupación.
—¿Todavía no la has encontrado? —preguntó.
Spade negó con la cabeza y continuó acariciándose la sien magullada describiendo círculos con la yema de los dedos.
—¿Cómo estás? —dijo ella.
—Bien, pero me duele mucho la cabeza.
Effie Perine se situó a su espalda, le bajó la mano y le hizo un pequeño masaje con sus esbeltos dedos. Spade se echó hacia atrás hasta descansar la parte posterior de la cabeza en el pecho de la chica y dijo:
—Eres un ángel.
Ella inclinó la cabeza sobre la de él y lo miró a la cara.
—Tienes que encontrarla, Sam. Ha pasado más de un día y…
Él la interrumpió, molesto.
—No he podido hacer nada todavía, pero si me dejas que descanse solo un minuto esta maldita cabeza, saldré e iré a buscarla.
—Pobre cabecita —murmuró ella, y siguió acariciándolo en silencio. Al rato preguntó—: ¿Sabes dónde puede estar? ¿Tienes alguna idea?
Sonó el teléfono. Spade levantó el auricular.
—¿Diga?… Sí, todo ha ido bien, Sid, gracias… No… Pues claro. Se ha puesto chulo, pero yo también… Me ha venido con no sé qué historia de una disputa entre jugadores… Bueno, no puede decirse que nos hayamos dado un beso al despedirnos. Le he dejado con la palabra en la boca… De eso ya te ocuparás tú, Sid… De acuerdo. Adiós.
Colgó el teléfono y se retrepó de nuevo.
Effie Perine se puso a su lado y le preguntó:
—¿De veras sabes dónde puede estar?
—Sé adónde fue —respondió él, un tanto ofendido.
—¿Adónde? —insistió ella.
—Al barco que viste en llamas.
Effie Perine abrió mucho los ojos y los iris castaños quedaron rodeados de blanco.
—Estuviste allí. —No fue una pregunta.
—No —dijo Spade.
—Sam —exclamó ella, enfadada—, esa chica puede estar…
—Fue al puerto por su propia iniciativa —replicó Spade con voz hosca—, nadie la llevó. Fue allí en vez de ir a tu casa cuando se enteró de que el barco había llegado. ¿Qué pretendes?, ¿que vaya detrás de mis clientes implorándoles que se dejen ayudar?
—Pero, Sam, cuando te dije que el barco se había incendiado…
—Eso fue al mediodía, y yo estaba citado con Polhaus y después con Bryan.
La chica lo miró mal; sus párpados estaban tirantes.
—Sam Spade —dijo—, cuando quieres eres el ser más despreciable del mundo. Como ella hizo algo sin avisarte, tú vas y te quedas aquí sentado mano sobre mano cuando sabes que corre peligro, cuando sabes que esa chica podría estar…
La cara de Spade se encendió.
—Es perfectamente capaz de cuidar de sí misma —dijo, tozudo—, y sabe adónde acudir en busca de ayuda cuando la necesita…, y cuando le conviene.
—¡Eso es rencor, nada más que rencor! —exclamó ella—. Estás dolido porque ha hecho algo por su propia iniciativa, sin decírtelo a ti. ¿Y por qué no habría de hacerlo? No es que seas el tipo más honrado de la tierra, Sam, y tampoco es que te hayas portado tan bien con ella como para que haya de confiar plenamente en ti.
—Basta. Déjalo ya —dijo Spade.
Su tono de voz hizo que los ojos encendidos de Effie Perine adquirieran un breve brillo de inquietud, que desapareció al mover rápidamente la cabeza. Luego, con la boca pequeña y tensa, dijo:
—O bajas ahora mismo a buscarla adonde sea, Sam, o voy y aviso a la policía. —La voz se quebró, fue perdiendo fuerza y acabó convirtiéndose en una súplica—. ¡Sam, por favor, haz algo!
Él se puso de pie maldiciéndola.
—¡Dios! —dijo al cabo—. Más vale que vaya, mi cabeza lo agradecerá. Estoy harto de oírte graznar. —Se miró el reloj—. Ya puedes cerrar y marcharte a casa.
—No —dijo ella—. Me quedo aquí hasta que regreses.
Spade dijo:
—Haz lo que te dé la gana.
Se puso el sombrero, dio un respingo, se lo quitó y salió con él en la mano.
Una hora y media más tarde, a las cinco y veinte, Spade regresó a la oficina. Estaba alegre.
—¿Por qué es tan difícil llevarse bien contigo, encanto? —preguntó al entrar.
—¿Conmigo?
—Sí, contigo. —Spade apoyó la punta de un dedo en la nariz de Effie Perine y se la apretó. Luego le pasó las manos bajo las axilas, la levantó en vilo y le dio un beso en la barbilla. La depositó en el suelo y preguntó—: ¿Ha pasado algo mientras estaba fuera?
—Ha llamado Luke no sé qué más, el detective del Belvedere, para decir que tu Cairo ha vuelto. De eso hará como media hora.
Spade cerró la boca de golpe, dio media vuelta y fue hacia la puerta.
—¿La has encontrado? —preguntó Effie Perine.
—Te lo cuento cuando vuelva —respondió él sin pararse, y salió a toda prisa.
Un taxi lo dejó en la puerta del Belvedere menos de veinte minutos después. Luke estaba en el vestíbulo. El detective del hotel se le acercó sonriente con la mano tendida.
—Quince minutos tarde, Sam —dijo—. El pájaro ha volado.
Spade maldijo su mala suerte.
—Ha pagado la cuenta y se ha ido con todo el equipaje —dijo Luke. Sacó de un bolsillo del chaleco su manoseado cuaderno de notas, se pasó la lengua por el pulgar y buscó la página que quería mostrarle a Spade—. Ahí tienes el número del taxi que se lo ha llevado. Al menos te he conseguido eso.
—Gracias. —Spade copió el número en el dorso de un sobre y preguntó—: ¿Ha dejado alguna dirección para la correspondencia?
—No. Ha llegado con una maleta grande, ha subido a su habitación, ha vuelto a bajar con el equipaje y después de pagar ha pedido un taxi y se ha largado sin que nadie pudiera oír qué instrucciones le daba al taxista.
—¿Y el baúl?
La pregunta dejó boquiabierto a Luke.
—¡Se me había olvidado! —exclamó—. Vamos.
Subieron a la habitación de Cairo. El baúl estaba allí, cerrado, pero no con llave. Levantaron la tapa. Dentro no había nada.
—¡Ya me explicarás qué está pasando! —dijo Luke.
Spade no respondió.
Cuando Spade volvió a la oficina Effie Perine lo miró con una mirada interrogativa.
—Se me ha escapado —murmuró Spade, pasando directamente a su despacho.
La chica entró detrás. Él se acomodó en su butaca y empezó a liar un cigarrillo; ella se sentó sobre la mesa, delante de él, apoyando la punta de los pies en una esquina de la butaca de Spade.
—¿Y qué hay de la señorita O’Shaughnessy? —inquirió.
—Ella también se me ha escapado, pero estuvo allí —respondió Spade.
—¿En el La Paloma?
—Eso de «el La» no pasaría un examen —dijo él.
—No empecemos. Sé amable, Sam. Respóndeme.
Spade encendió el cigarrillo, se guardó el encendedor y le dio unas palmaditas en las espinillas.
—La Paloma, sí —dijo—. Llegó allí poco después de las doce del mediodía de ayer, lo cual —bajó las cejas— significa que fue directamente después de apearse del taxi frente al edificio Ferry. Está a unos pocos muelles de allí. El capitán no estaba a bordo. Se llama Jacobi, y la chica preguntó por él dando el nombre. El capitán había ido al barrio residencial por algún asunto, lo cual da a entender que no esperaba su visita, al menos a esa hora. Ella se quedó esperando hasta que Jacobi compareció, hacia las cuatro. Después estuvieron en el camarote del capitán hasta la hora de la cena. Comieron juntos.
Inhaló y expulsó humo, giró la cabeza para escupir una hebra de tabaco amarillo que tenía en el labio y prosiguió:
—Después de cenar, el capitán Jacobi recibió otras tres visitas: Gutman, Cairo y el chico que vino ayer a traerte el recado de Gutman. Llegaron juntos mientras Brigid estaba allí y hablaron largo y tendido los cinco en el camarote del capitán. No es fácil sacarle nada a la tripulación, pero parece que discutieron. A eso de las once de la noche sonó un disparo en el camarote. El vigía bajó a todo correr, y el capitán, que estaba delante de la puerta, le dijo que no pasaba nada. Hay un impacto de bala en un rincón del camarote, lo bastante arriba como para pensar que la bala no atravesó a nadie antes de llegar allí. Por lo que pude averiguar no hubo más que un solo disparo. No fue gran cosa.
Frunció el ceño. Dio una calada.
—El capitán y los cuatro visitantes salieron a eso de la medianoche y según parece andaban todos con normalidad. Eso me lo dijo el de guardia. No he podido hablar con los de Aduanas que estaban de servicio a esa hora. Y eso es todo. El capitán no ha vuelto desde entonces. No ha ido a la cita que tenía este mediodía con unos agentes navieros, y no han podido localizarlo para explicarle lo del incendio.
—Eso, ¿y el incendio? —preguntó ella.
Spade se encogió de hombros.
—Ni idea. Lo han descubierto en la sentina de popa —la bodega de la parte trasera— a media mañana. Lo más probable es que se declarara en la madrugada de ayer. Está controlado, aunque el fuego ha causado algunos daños importantes. Nadie quería hablar mucho del asunto estando ausente el capitán. Es el…
La puerta del pasillo se abrió y Spade calló de golpe. Effie Perine bajó rápidamente de la mesa, pero antes de que pudiera llegar a la puerta que conectaba ambos despachos, un hombre la había abierto ya.
—¿Dónde está Spade? —preguntó.
El timbre de su voz hizo que Spade se irguiera, alerta, en la butaca. Era una voz áspera, agonizante, tensa por el esfuerzo de impedir que las palabras quedaran ahogadas por el borboteo líquido que las acompañaba.
Effie Perine, asustada, se hizo a un lado.
El gigante se paró en el umbral, quedando su gorra aplastada entre la cabeza y la parte superior de la jamba: medía más de dos metros. El abrigo negro de corte largo y recto que llevaba, abrochado como una mortaja desde el cuello hasta las rodillas, acentuaba su delgadez. Los hombros le sobresalían, picudos. El color de su faz, muy huesuda, curtida a la intemperie y con arrugas de vejez, era el de la arena húmeda, como húmedas tenía las mejillas y el mentón por el sudor. Sus ojos, oscuros, estaban inyectados en sangre y desquiciados; los párpados inferiores, colgantes, dejaban ver una membrana interior rosada. Sujeto contra el costado izquierdo del pecho mediante un brazo embutido en una manga negra, que terminaba en una garra amarillenta, sostenía un paquete envuelto en papel marrón de embalar atado con un cordel; de forma elipsoidal, era algo mayor que un balón de rugby.
El hombre permaneció en el umbral, y nada hacía pensar que hubiera visto a Spade. Dijo: «¿Sabe…?» y enseguida el borboteo líquido le subió por la garganta anegando lo que hubiera podido decir después. Apoyó la otra mano en la que sostenía el paquete. Luego, recto como un palo y sin adelantar las manos para frenar la caída, se derrumbó hacia adelante como si fuera un árbol.
Spade se levantó con agilidad y lo atajó antes de que diera contra el suelo. Al hacerlo, la boca del gigante flaco se abrió dejando escapar un poco de sangre, y el paquete marrón se escurrió de sus manos y rodó por el suelo hasta chocar contra una pata de la mesa. Las rodillas se le doblaron, todo él se dobló por la cintura, y su cuerpo se tornó flexible dentro de la mortaja del abrigo al desmadejarse finalmente en brazos de Spade, quien ya no fue capaz de sostenerlo por más tiempo.
Spade lo depositó con suavidad sobre el costado izquierdo. Los ojos del hombre —oscuros e inyectados en sangre pero ya no desquiciados— estaban muy abiertos e inmóviles. La boca le había quedado abierta como en el momento de escupir sangre, pero no salió más, y todo su largo cuerpo quedó tan inmóvil como el suelo sobre el que yacía.
—Cierra la puerta con llave —dijo Spade.
Mientras Effie Perine, con los dientes castañeteándole, manipulaba la cerradura, Spade se arrodilló junto al gigante flaco, lo giró hasta ponerlo de espaldas y le pasó una mano por el interior del abrigo. Al sacarla apareció manchada de sangre; la visión de la mano ensangrentada no modificó ni por un momento la expresión de Spade. Con la mano en alto para no tocar nada con ella, utilizó la otra para sacar el encendedor del bolsillo, lo accionó y arrimó la llama alternativamente a los ojos del flaco. No hubo la menor alteración, el menor movimiento, en párpados, globos, iris ni pupilas.
Spade apagó la llama y se guardó el encendedor. Luego, sobre las rodillas, se movió hacia el costado del hombre y, con la mano limpia, le desabrochó y abrió el abrigo. El forro estaba húmedo de sangre; la americana azul cruzada que llevaba debajo estaba empapada. Las solapas de la chaqueta, donde se juntaban sobre el tórax, y ambos lados del abrigo inmediatamente debajo de ese punto, presentaban múltiples agujeros rezumantes.
Spade se puso de pie y fue al lavabo que había en la antesala.
Effie Perine, exangüe, temblorosa, sosteniéndose en pie con una mano en el tirador de la puerta y la espalda pegada al cristal de la misma, preguntó con voz casi inaudible:
—¿Está m…?
—Sí. Le han disparado en el pecho, una media docena de veces —respondió Spade, mientras se lavaba las manos.
—¿No tendríamos que…? —empezó a decir ella.
—Es demasiado tarde para que lo vea un médico —la interrumpió él—, y necesito pensar antes de ver qué hacemos. —Terminó de lavarse y empezó a enjuagar la jofaina—. No habrá venido de muy lejos con tanto plomo encima. Si al menos… ¿No podía haber aguantado un poquito más para decirle algo? —Miró ceñudo a la chica, volvió a enjuagarse las manos y alcanzó una toalla—. Vamos, cálmate. ¡Ahora no vomites! —Tiró la toalla y se pasó la mano por el pelo—. Veamos qué es ese paquete.
Fue de nuevo al otro despacho, pasó sobre las piernas del muerto y cogió el paquete envuelto en papel marrón. Al sopesarlo, sus ojos se encendieron. Lo puso encima de la mesa de manera que el nudo del cordel quedara en la parte superior. El nudo estaba muy fuerte. Spade se sacó la navaja del bolsillo y lo cortó.
La chica se había apartado ya de la puerta y, procurando no mirar al hombre que yacía en el suelo, se puso al lado de Spade. Estando allí de pie, con las manos apoyadas en la esquina de la mesa, viendo cómo él aflojaba la cuerda y retiraba el papel de envolver, sus náuseas dejaron paso a una excitación que empezó a reflejarse en su cara.
—¿Tú crees que lo es? —preguntó en un susurro.
—Lo vamos a saber enseguida —dijo Spade, sus gruesos dedos ocupados ahora en desprender las tres capas de basto papel gris que habían salido a la luz al retirar el envoltorio. Tenía una expresión dura y sus ojos brillaban en su semblante apagado. Debajo del papel gris, lo que apareció fue una masa en forma de huevo grande de virutas muy prietas. Spade rasgó el embalaje con los dedos y allí estaba: una figura de pájaro de unos treinta centímetros de altura, negro como el carbón y todo reluciente salvo donde no estaba deslucido por el polvillo de madera y los restos de viruta.
Spade soltó una carcajada. Puso una mano encima del pájaro; los anchos dedos parecieron curvarse sobre el objeto reclamando su propiedad. Rodeó con el otro brazo a Effie Perine y la atrajo con fuerza hacia sí.
—Ya tenemos el maldito pájaro, preciosa —dijo.
—¡Ay! Me haces daño —exclamó ella.
Spade la soltó. Cogió la estatuilla con ambas manos y la sacudió para desprender las briznas de viruta. Luego retrocedió unos pasos y, sosteniéndola con los brazos extendidos, sopló para quitarle el polvo y la contempló con aire triunfal.
Effie Perine hizo una mueca de terror y lanzó un grito, mirándole los pies.
Él bajó la vista. Al dar el último paso atrás había pisado con el talón izquierdo la mano del muerto, pellizcando un centímetro de la palma entre el talón y el suelo. Spade retiró rápidamente el pie.
En ese momento sonó el teléfono.
Spade le hizo una seña a la chica, que fue hasta la mesa y levantó el auricular.
—¿Diga?… Sí… ¿Quién?… ¡Ah, sí! —Abrió mucho los ojos—. Sí… Sí… No cuelgue… —De pronto, su boca se ensanchó en un gesto de miedo. Gritó—: ¡Oiga! ¡Oiga! —Movió el gancho del teléfono arriba y abajo y dijo «¡Oiga!» otras dos veces. Luego emitió un sollozo, giró en redondo mirando a Spade, que se había acercado a ella, y dijo—: Era la señorita O’Shaughnessy. Necesita verte. Está en el Alexandria. Algo le pasa. Tenía la voz tan… ¡Oh, Sam, era horrible! Y algo ha pasado antes de que pudiera terminar de hablar. ¡Tienes que ir a ayudarla!
Spade dejó el halcón encima de la mesa y frunció el ceño con gesto lúgubre.
—Antes he de ocuparme de este sujeto —dijo, señalando con el pulgar el cadáver del gigante flaco.
Ella le golpeó el pecho con ambos puños al tiempo que imploraba:
—¡No, no…! Tienes que ir al hotel. ¿No te das cuenta, Sam? Este hombre venía a verte con ese objeto que le pertenece a ella, ¿no? Estaba ayudando a la chica y lo han matado, y ahora ella… ¡Sam, ve a ayudarla!
—Está bien. —Spade la apartó, se inclinó sobre la mesa, metió otra vez el halcón en su nido de virutas y lo envolvió a toda prisa con varias capas de papel, haciendo un paquete más voluminoso y chapucero—. En cuanto me vaya, llama a la policía. Diles lo que ha pasado, pero no des ningún nombre. Tú no sabes nada. He contestado yo el teléfono y te he dicho que tenía que ir a un sitio, pero sin decir adónde.
Maldijo el cordel porque había quedado hecho un lío, tiró de aquí y de allá y empezó a atar el paquete.
—Del pájaro, ni palabra. Explícalo todo tal como ha ocurrido pero saltándote que el tipo traía un paquete. —Se mordió el labio inferior—. A no ser que te aprieten las tuercas. Si resulta que saben algo, tendrás que mencionarlo, pero es improbable. En caso de que sí, el paquete me lo he llevado yo, sin abrir. —Terminó de hacer el nudo y se enderezó con el paquete bajo el brazo izquierdo—. No te vayas a equivocar. Todo ha sucedido tal como ha sucedido, pero te callas lo de este trasto a no ser que sepan de qué va. No niegues nada, simplemente no lo menciones. Y recuerda: la llamada la he contestado yo, no tú. Y no sabes absolutamente nada de posibles conexiones con este sujeto. No sabes nada de él y no puedes hablar de mis asuntos hasta que yo no regrese. ¿Has entendido?
—Sí, Sam. ¿Quién… tú sabes quién es?
Spade sonrió mostrando los dientes:
—Bueno, diría que el capitán Jacobi, el de La Paloma.
Cogió el sombrero y se lo puso. Miró al muerto con gesto pensativo y echó una última ojeada al despacho.
—Date prisa, Sam —suplicó la chica.
—Voy, voy —dijo él, ausente—. Me daré prisa. No vendría mal retirar esas virutas que hay en el suelo antes de que llegue la policía. Ah, y quizá deberías localizar a Sid. No… —Se frotó la barbilla—. De momento lo dejaremos al margen. Así colará mejor. Y cierra con llave hasta que lleguen. —Bajó la mano con que se rascaba y le frotó la mejilla a Effie Perine—. Eres una buena persona, ¿sabes? —dijo, y salió.