Hasta el último chiflado
Spade y el sargento inspector Polhaus estaban comiendo pies de cerdo escabechados en una de las mesas reservadas del States Hof Brau.
Polhaus, con el tenedor a medio camino entre el plato y la boca después de pinchar un pedazo de pálida gelatina brillante, dijo:
—¡Oye, Sam! Olvídate de lo de la otra noche. Dundy metió la pata, pero tú sabes que cualquiera puede perder la cabeza si se la pegan de esa manera.
Spade lo miró con gesto reflexivo y preguntó:
—¿Era por eso que querías verme?
Polhaus asintió, se llevó el tenedor a la boca, tragó el bocado y matizó:
—No solo por eso.
—¿Te ha enviado Dundy?
Polhaus torció el gesto.
—No, hombre, no. Es tan terco como tú.
Spade sonrió.
—Te equivocas, Tom —dijo—. Se lo tiene muy creído, nada más.
Tom frunció el entrecejo y atacó sus pies de cerdo con el cuchillo.
—¿Es que siempre vas a ser un crío? —murmuró—. ¿Por qué tienes que refunfuñar tanto, eh? Dundy no te hizo daño. Tú te saliste con la tuya. ¿A santo de qué todo este rencor? Lo único que haces es buscarte problemas.
Spade dejó lentamente sus cubiertos en el plato y puso las manos una a cada lado, sobre la mesa. Su tenue sonrisa no tuvo ninguna calidez.
—Con todos los matones de la ciudad haciendo horas extra para aumentar mi carga de problemas, unos cuantos más no se van a notar. Ni me enteraré, vaya.
Tom Polhaus, más rubicundo de lo habitual, dijo:
—Muy bonito que me digas eso a mí.
Spade cogió los cubiertos y se puso a comer. Polhaus continuó comiendo.
Al rato Spade dijo:
—¿Has visto el barco incendiado en la bahía?
—Solo el humo. Sé razonable, Sam. Dundy se equivocó, y lo sabe. ¿Por qué no lo dejamos correr?
—¿Debería ir personalmente a decirle que espero no haberle hecho daño en el puño con la barbilla?
Polhaus hundió ferozmente el cuchillo en el pie de cerdo.
—Por cierto —dijo Spade—, ¿os ha venido Phil Archer con nuevos chivatazos?
—¡Pero bueno! Dundy no pensó en ningún momento que tú mataras a Miles, pero ¿qué otra cosa iba a hacer sino seguir la pista? Tú en su lugar hubieras hecho exactamente lo mismo, no lo niegues.
—¿Hablas en serio? —Spade lo miró con malicia—. ¿Y por qué cree Dundy que no fui yo? ¿Por qué crees que no lo maté? ¿O quizá crees que sí?
La rubicunda cara de Polhaus se encendió de nuevo.
—A Miles lo mató Thursby —dijo.
—Os lo parece.
—Fue él. La Webley era suya, y la bala que Miles tenía dentro salió de esa pistola.
—¿Estás seguro? —inquirió Spade.
—Absolutamente —respondió el policía—. Supimos por un chaval, un botones del hotel donde Thursby se hospedaba, que el arma estaba en su habitación aquella misma mañana. Se fijó porque nunca había visto una igual. Yo tampoco había visto una así. Dijiste que ya no las fabrican. Es improbable que hubiera otra igual y, además, si no era la de Thursby, ¿qué pasó con la suya? Y es el arma de la que salió la bala que Miles tenía dentro.
Empezó a meterse un trozo de pan en la boca pero no acabó de hacerlo. Luego preguntó:
—Dices que tú habías visto una de esas antes: ¿dónde fue? —Se metió el pan en la boca.
—En Inglaterra, antes de que estallase la guerra.
—Claro, ¿lo ves?
—Bien, en ese caso solo maté a Thursby y a nadie más —dijo Spade.
Polhaus se rebulló en el asiento. Tenía la cara roja y brillante cuando protestó con vehemencia.
—¡Maldita sea!, ¿es que siempre vas a seguir con eso? Ya está olvidado. Lo sabes perfectamente, igual que yo. Cualquiera diría que no eres detective, tanto refunfuñar. Tú nunca has empleado esos mismos procedimientos con nadie, ¿verdad?
—Querrás decir los que intentasteis emplear conmigo, Tom: solo lo intentasteis.
Polhaus soltó un taco en voz baja y ensartó con el tenedor lo que le quedaba en el plato.
—Está bien —dijo Spade—. Tú sabes que está olvidado y yo sé que está olvidado. De acuerdo, ¿lo sabe Dundy?
—Está olvidado.
—¿A qué se debe ese cambio de opinión?
—Venga, Sam, él nunca pensó realmente que tú… —La sonrisa de Spade lo hizo callar. Dejando la frase a medias, dijo—: Tenemos el historial de Thursby.
—¿Ah, sí? ¿Y quién era ese tipo? —Viendo que Polhaus le dirigía una mirada astuta con sus ojillos castaños, Spade exclamó, enojado—: ¡Te juro que me gustaría saber tan solo la mitad de lo que vosotros pensáis que sé sobre este asunto!
—Ojalá todos supiéramos más —gruñó Polhaus—. Bueno, para empezar, Thursby era un pistolero. Lo habían detenido un montón de veces en St. Louis, donde operaba, pero como pertenecía a la banda de Egan nunca salió muy mal parado. Desconozco a qué se debió que abandonara el nido, el caso es que lo cazaron una vez en Nueva York por robar una serie de timbas —su chica les sopló dónde se escondía— y se tiró un año entre rejas hasta que Fallon lo sacó de allí. Un par de años después pasó una temporadita en Joliet por darle de culatazos a otra chica porque ella lo había plantado, pero a partir de ahí se juntó con Dixie Monahan y ya no tuvo dificultad para salir cada vez que lo encerraban. Te hablo de cuando Dixie era un pez casi tan gordo como Nick el Griego en Chicago. Thursby trabajaba como guardaespaldas de Dixie, y se largó con él cuando Dixie se enemistó con sus compinches por culpa de unas deudas que no podía, o no quería, pagar. Eso fue por la época en que cerraron el club náutico de Newport Beach, hará como dos años. No sé si Dixie tuvo nada que ver. El caso es que esta es la primera vez que se les ve el pelo, a él o a Thursby, desde entonces.
—¿Han visto a Dixie? —preguntó Spade.
Polhaus negó con la cabeza.
—No. —Sus ojillos se volvieron penetrantes—. A menos que tú lo hayas visto o conozcas a alguien que lo haya hecho.
Spade se retrepó en la silla y empezó a liar un cigarrillo.
—Yo no —dijo con naturalidad—. Todo esto es nuevo para mí.
—Sí, claro —gruñó Polhaus.
—¿Y de dónde habéis sacado tanta información sobre ese Thursby? —preguntó Spade.
—Una parte está en los archivos, y lo demás, bueno, picoteando aquí y allá.
—¿Cairo, por ejemplo? —Ahora fueron los ojos de Spade los que brillaron, penetrantes.
Polhaus dejó la taza de café en la mesa y negó con la cabeza.
—No soltó prenda. Alguna pócima debiste de darle…
Spade se rió.
—¿Me estás diciendo que un par de sabuesos de primera como tú y Dundy estuvisteis toda la noche interrogando a ese mariposón y no pudisteis sacarle nada?
—¿Cómo que toda la noche? —protestó Polhaus—. No estuvimos ni dos horas. Al ver que no íbamos a sacar nada en limpio, lo dejamos marchar.
Spade rió otra vez y miró el reloj. Hizo señas al encargado para que les llevara la cuenta.
—Tengo cita esta tarde con el fiscal del distrito —le dijo a Polhaus mientras esperaban el cambio.
—¿A petición suya?
—Sí.
Polhaus retiró la silla y se puso de pie, alto y tripudo, compacto y flemático.
—Pues no me harás ningún favor si le cuentas que hemos tenido esta charla —dijo.
Un joven larguirucho de orejas prominentes condujo a Spade al despacho del fiscal. Spade entró con una sonrisa campechana, diciendo:
—¡Hombre, Bryan, hola!
El fiscal Bryan se puso de pie y le tendió la mano desde el otro lado del escritorio. Era un hombre rubio de mediana estatura y unos cuarenta y cinco años, con unos agresivos ojos azules pertrechados tras unos quevedos provistos de una cinta negra, boca grande, de orador, y mentón ancho con hoyuelo marcado.
—¿Cómo le va, Spade? —Su voz estentórea traslucía poder.
Se estrecharon la mano y tomaron asiento.
El fiscal apoyó el dedo en uno de los cuatro botones nacarados puestos en batería sobre la mesa, le dijo al larguirucho que abrió de nuevo la puerta: «Diga al señor Thomas y a Healy que vengan», y, retrepándose en la butaca, se dirigió a Spade en tono agradable.
—Últimamente no se lleva usted muy bien con la policía, ¿me equivoco?
Spade le quitó importancia con un leve gesto de la mano derecha.
—Bah, nada serio. Dundy, que se lo toma todo muy a pecho.
En ese momento se abrió la puerta y entraron dos hombres. El primero, a quien Spade saludó con un «¡Hola, Thomas!», era un hombre fornido de piel morena y unos treinta años, tan indisciplinado en el vestir como en el peinado. Thomas le dio una palmada en el hombro con una mano pecosa, le contestó: «¿Qué tal?», y luego se sentó a su lado. El segundo era más joven y blanco de tez. Tomó asiento un poco aparte de los otros, con una libreta de taquigrafía apoyada sobre las rodillas, y se dispuso a tomar nota con un lápiz verde.
Spade lo miró de reojo, soltó media carcajada y preguntó a Bryan:
—¿Lo que diga podrá ser utilizado en mi contra?
El fiscal sonrió.
—Eso vale siempre. —Se quitó los quevedos, los miró un momento y volvió a colocárselos sobre la nariz. A través de ellos miró a Spade y preguntó—: ¿Quién mató a Thursby?
—No lo sé —contestó Spade.
Bryan toqueteó la cinta negra de sus anteojos y dijo, astutamente:
—Tal vez no, pero seguro que podrá aventurar una opinión bien fundamentada.
—Igual sí, pero no lo voy a hacer.
El fiscal levantó las cejas.
—No, no lo voy a hacer —repitió Spade, muy sereno—. Aparte de que mi opinión sea más o menos fundamentada —también podría decir un disparate—, ninguno de los hijos de la señora Spade ha salido tan chiflado como para aventurar opiniones delante de un fiscal de distrito, su ayudante y un taquígrafo.
—Dígame, ¿por qué habría de negarse, si no tiene nada que ocultar?
—Todo el mundo tiene algo que ocultar —respondió gentilmente Spade.
—¿Usted también?
—Mis opiniones, sin ir más lejos.
El fiscal bajó la vista a la mesa y luego miró otra vez a Spade, ajustándose los quevedos sobre la nariz.
—Si prefiere que no esté el taquígrafo —dijo—, podemos prescindir de él. Le he hecho venir para mayor comodidad, nada más.
—Me importa un comino que esté o no —dijo Spade—. Por mí puede anotar todo cuanto digo, estoy dispuesto a firmarlo después.
—No tenemos intención de hacerle firmar nada —le aseguró Bryan—. Desearía que no se tomara esto como una investigación formal. Y no vaya usted a pensar que doy el menor crédito a esas teorías que la policía parece haber alimentado.
—¿No?
—En absoluto.
Spade suspiró y cruzó las piernas.
—Me alegro. —Buscó tabaco y papel en los bolsillos—. Y su teoría ¿cuál es?
Bryan se inclinó hacia adelante; sus ojos se endurecieron y empezaron a brillar como los quevedos que se les anteponían.
—Dígame por cuenta de quién estaba siguiendo Archer a Thursby y yo le diré quién mató a Thursby.
La carcajada de Spade fue breve y sarcástica.
—Va tan desencaminado como Dundy —dijo.
—No me malinterprete —replicó Bryan, dando un golpe en la mesa con los nudillos—. Yo no digo que su cliente matara, u ordenara matar, a Thursby; lo que sí digo es que en cuanto sepa quién es, o era, su cliente, no tardaré nada en saber quién mató a Thursby.
Spade encendió el pitillo, se lo quitó de los labios, vació de humo los pulmones y dijo, fingiendo desconcierto:
—Eso no acabo de entenderlo.
—¿En serio? A ver así: ¿dónde está Dixie Monahan?
La cara de Spade mantuvo el gesto de perplejidad.
—Pues así tampoco me ayuda mucho. Sigo sin entender.
El fiscal se quitó los anteojos y los agitó para dar énfasis a sus palabras:
—Sabemos que Thursby era guardaespaldas de Monahan y que se marchó con él cuando su jefe consideró prudente desaparecer de Chicago. Sabemos que, en el momento de esfumarse, Monahan dejó a deber en apuestas unos doscientos mil dólares. No sabemos todavía quiénes eran sus acreedores. —Volvió a ponerse los quevedos y esbozó una sonrisa lúgubre—. Pero todos sabemos lo que puede ocurrir cuando los acreedores encuentran a un jugador con deudas y a su guardaespaldas. No sería la primera vez.
Spade se pasó la lengua por los labios y los separó enseñando los dientes en una sonrisa tétrica. Los ojos titilaron a la sombra de unas cejas adelantadas. El cuello, enrojecido, desbordó ligeramente el perímetro de la camisa.
—Vamos a ver —dijo con vehemencia. Su voz sonó grave y áspera—. ¿Y usted qué piensa? ¿Que yo lo maté por cuenta de los acreedores, o que simplemente lo localicé para que luego se apañaran ellos a su manera?
—¡No, no! —protestó el fiscal del distrito—. Me ha entendido mal.
—Eso espero, no sabe hasta qué punto —dijo Spade.
—No ha querido decir eso —intervino Thomas.
—Entonces ¿qué ha querido decir?
Bryan agitó una mano.
—Que usted podría haber estado implicado en el asesinato sin saberlo, nada más. Eso podría…
—Ya veo —se mofó Spade—. O sea que no piensa que yo sea malo, sino simplemente imbécil.
—No diga tonterías. —Bryan insistió—: Supongamos que alguien fue a verle con el encargo de localizar a Monahan, diciéndole que tenían motivos para pensar que se encontraba aquí en San Francisco. Ese alguien pudo colarle una historia completamente falsa —habría más de una docena donde elegir— o decirle tal vez que se trataba de un deudor que había huido, sin darle ningún tipo de detalles. ¿Cómo hubiera sabido usted qué había detrás?, ¿cómo iba a sospechar nada? Y en tales circunstancias, es obvio que no se le podría responsabilizar por su intervención, a no ser —bajó teatralmente la voz; sus palabras salieron espaciadas y claramente articuladas— que se convirtiera en cómplice al ocultar la identidad del asesino o cualquier información que pudiera conducir a su detención.
El semblante de Spade empezaba a despejarse. No hubo el menor resto de ira en su voz cuando preguntó:
—¿Es eso lo que ha querido decir antes?
—Ni más ni menos.
—Está bien. Entonces no le guardo rencor. Pero se equivoca.
—Demuéstrelo.
Spade meneó la cabeza.
—Ahora me es imposible. Pero se lo puedo decir.
—Adelante.
—A mí nadie me ha contratado para hacer nada en relación con Dixie Monahan.
Bryan y Thomas intercambiaron miradas. Luego el fiscal volvió a mirar a Spade y le dijo:
—Pero de sus palabras se deduce que alguien lo ha contratado para hacer algo con respecto a su guardaespaldas, Thursby.
—En efecto, con respecto a su exguardaespaldas.
—¿Ex?
—Eso he dicho.
—¿Sabe que Thursby ya no estaba asociado con Monahan? ¿Tiene usted la certeza?
Spade alargó la mano y dejó caer la colilla en un cenicero que había encima de la mesa. Luego habló con aire negligente:
—La única certeza que tengo es la de que a mi cliente no le interesaba, ni le ha interesado nunca, ese Monahan. He oído decir que Thursby se llevó consigo a Monahan a Extremo Oriente y que allí lo… perdió de vista.
De nuevo, fiscal y ayudante se miraron.
Thomas, tratando de aparentar naturalidad sin lograrlo, dijo:
—Eso abre otras posibilidades. Los amigos de Monahan podrían haber eliminado a Thursby por quitarse de encima a Monahan.
—Un jugador muerto no tiene amigos —dijo Spade.
—Esto abre dos posibles vías —dijo Bryan. Se retrepó en la butaca, mirando unos segundos al techo, y rápidamente se enderezó otra vez. Su rostro de orador estaba encendido—. Todo se reduce a tres cosas. Primera: Thursby fue asesinado por los jugadores de los que Monahan había huido por deudas. Ignorando, o no queriendo creer, que Thursby se había quitado de encima a Monahan, le mataron porque había estado a sueldo de Monahan, o para quitarlo de en medio a fin de cazar a Monahan, o quizá también al negarse Thursby a darles una pista sobre su jefe. Segunda: lo mataron amigos de Monahan. O tercera: Thursby vendió a Monahan a sus enemigos, luego se peleó con ellos y al final lo asesinaron.
—O cuarta —sugirió Spade, con una alegre sonrisa—: murió de viejo. Oigan, no están hablando en serio, ¿verdad?
Los otros dos lo miraron pero ninguno dijo palabra. Spade les sonrió alternativamente y meneó la cabeza con fingida compasión.
—Tienen a Arnold Rothstein[1] metido en la cabeza —dijo.
Bryan se golpeó la palma de la mano derecha con el dorso de la izquierda.
—Una de estas opciones es la acertada. —Su voz ya no tenía aquel poder latente. La mano derecha, convertida en puño salvo por el índice que sobresalía, subió y luego bajó para detenerse con una sacudida justo cuando el dedo apuntó al pecho de Spade—. Y usted puede darnos la información que nos permitirá determinar cuál es esa opción.
—No me diga. —El rostro de Spade estaba sombrío. Se tocó el labio inferior con un dedo, luego se miró el dedo y se rascó la nuca con él. En su frente habían aparecido pequeñas arrugas de irritación. Resoplando audiblemente, añadió en un tono malhumorado—: La clase de información que yo podría darle no le interesaría, Bryan. Más que nada porque reventaría esa pompa de jabón en torno al desquite contra el jugador.
Bryan se sentó muy erguido y echó los hombros hacia atrás. Habló con voz seria, pero sin bravuconería:
—No es usted quién para decir tal cosa. Tenga o no tenga yo razón, sigo siendo el fiscal del distrito.
Bajo el labio levantado de Spade apareció un colmillo:
—Ya, creía que esto era una charla informal.
—Desde que me levanto hasta que me acuesto soy un representante de la ley —dijo Bryan— y ni la formalidad ni la informalidad de esta conversación justifican que me oculte pruebas de un delito, salvo, claro está —añadió con gesto significativo—, por razones de índole constitucional.
—O sea, si ello pudiera incriminarme a mí, ¿no? —dijo Spade. Aunque el tono fue sereno, casi divertido, la expresión de la cara lo desmentía—. Bueno, yo tengo mejores razones que esas, o que me cuadran más. Todo cliente mío tiene derecho a una cierta dosis de privacidad. Quizá me vea obligado a hablar ante un gran jurado o ante el juez instructor, pero todavía no ha llegado ese momento, y hasta entonces ya le digo yo que no pienso airear los asuntos de mis clientes. Mire, tanto usted como la policía me acusan de estar involucrado en los asesinatos de la otra noche. No es la primera vez que me topo con ustedes. Que yo sepa, la única manera de evitarme la ruina que usted y la policía están contribuyendo a buscarme es entregar a los asesinos, atados de pies y manos. Y solo me será posible atraparlos y entregárselos, atados de pies y manos, si me mantengo alejado de usted y de la policía, porque está visto que no parecen tener ni idea de lo que pasa. —Se puso de pie y giró la cabeza para dirigirse al taquígrafo—: ¿Lo tienes todo, muchacho, o voy demasiado rápido para ti?
El aludido lo miró con ojos sobresaltados y respondió:
—No, señor, lo tengo todo anotado.
—Así se hace —dijo Spade, y se volvió de nuevo hacia Bryan—. Bien, si quiere ir a la oficina y decirles que estoy obstruyendo la acción de la justicia y que anulen mi licencia de detective, adelante. Ya lo ha intentado antes y solo consiguió convertirse en el hazmerreír de todos. —Cogió su sombrero.
—Pero oiga, Spade… —empezó a decir Bryan.
—Y no quiero más charlas informales como esta —le cortó el detective—. No tengo nada que decirles, ni a usted ni a la policía, y estoy hasta las narices de que cualquier chiflado a sueldo del ayuntamiento me llame asesino y otras cosas. Si quiere verme, pésqueme, o mándeme una orden de comparecencia o lo que le dé la gana, y acudiré con mi abogado. —Se puso el sombrero y, un momento antes de salir, añadió con gesto indignado—: Nos vemos en la investigación judicial. O no.