La paloma
Al doblar la esquina tras salir del ascensor unos minutos después de las seis de la mañana, Spade vio una luz amarilla a través de la puerta de cristal esmerilado de su oficina. Se detuvo, apretó los labios, miró a un lado y a otro del pasillo y se acercó a la puerta con paso raudo y sigiloso.
Puso la mano en el tirador y lo hizo girar cuidando de no hacer el menor ruido. Giró la maneta hasta que no dio más de sí: la puerta estaba cerrada con llave. Sin soltar el tirador, cambió de mano, agarrándolo ahora con la izquierda. Se sacó las llaves del bolsillo con la mano derecha, esmerándose en evitar que tintinearan entre sí. Separó la de la oficina y, amortiguando las otras en la palma de la mano, introdujo la llave en la cerradura. La inserción fue completamente silenciosa. Tomando impulso sobre las puntas de los pies, hinchó de aire los pulmones, abrió la puerta y entró.
Effie Perine estaba sentada a su mesa, durmiendo con la cabeza apoyada en los antebrazos. Llevaba la chaqueta puesta, y encima, a modo de capa, uno de los abrigos de Spade.
El detective dejó escapar el aire con una carcajada muda, cerró la puerta y pasó al despacho interior. Dentro no había nadie. Volvió, se acercó a la chica y le puso una mano en el hombro.
Ella se movió un poco, levantó la cabeza con cara de sueño y sus párpados aletearon. De repente se incorporó, con los ojos muy abiertos. Vio a Spade, sonrió, se retrepó en la silla y empezó a frotarse los ojos.
—Vaya, por fin has vuelto —dijo—. ¿Qué hora es?
—Las seis. ¿Qué haces aquí?
Effie Perine tiritó, se arropó aún más en el abrigo de Spade y bostezó a placer.
—Me dijiste que me quedara hasta que volvieras o llamaras por teléfono.
—Así que ¿tú eres la hermana del chico que se quedó en la cubierta del barco en llamas?
—Bueno, no pensaba… —Calló de golpe y se puso de pie, dejando que el abrigo resbalara hasta el asiento de la silla. Miró alarmada la sien de Spade bajo el ala del sombrero y exclamó—: ¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado en la cabeza?
Spade tenía la sien derecha hinchada y tumefacta.
—No sé si me he caído o me han dado un mamporro. Supongo que importa poco, pero duele que ni te imaginas. —Se tocó con las yemas de los dedos, dio un respingo, convirtió la mueca en una sonrisa lúgubre y dijo, a modo de explicación—: Estaba de visita, me han dado unas gotitas fulminantes y he despertado doce horas más tarde tirado en el suelo, en casa ajena.
La chica estiró el brazo y le quitó el sombrero con cuidado.
—Tiene muy mal aspecto —dijo—. Deberías llamar a un médico. No puedes andar por ahí con la cabeza de esa manera.
—Tampoco hay para tanto, excepto por la jaqueca, y eso probablemente se debe más que nada a las gotas. —Spade fue hasta el lavabo que había en un rincón y humedeció un pañuelo con agua fría—. ¿Ha habido alguna novedad?
—Sam, ¿has encontrado a la señorita O’Shaughnessy?
—Todavía no. ¿Alguna novedad?
—Llamaron de la oficina del fiscal del distrito. Quiere verte.
—¿El fiscal en persona?
—Así es como lo entendí. Y vino un chico a traer el recado de que el señor Gutman tendría mucho gusto de hablar contigo antes de las cinco y media.
Spade cerró el grifo, estrujó el pañuelo y se dio la vuelta sosteniendo el pañuelo pegado a la sien.
—Ya —dijo—. Me topé con el chico abajo, y esto que ves es consecuencia de haber hablado con el señor Gutman.
—¿Es el G que llamó por teléfono?
—El mismo.
—¿Y qué…?
Spade dirigió la vista hacia la chica, sin mirarla, y empezó a hablar como si eso le ayudara a poner orden en sus pensamientos:
—Ese hombre quiere algo que él cree que puedo conseguir. Lo convencí de que si no hacíamos un trato antes de las cinco y media, podía quedarse sin eso que tanto deseaba. Y luego…, oh, sí, claro, cuando le dije que iba a tener que esperar un par de días, me endilgó una droga. Dudo que pensara que eso acabaría conmigo. Debía de saber que despertaría al cabo de diez o doce horas. Así que la respuesta podría ser esta: el tipo calculó que si me dejaba grogui tendría un margen de tiempo para hacerse con esa cosa sin mi ayuda. —Frunció el entrecejo—. ¡Ojalá se haya equivocado! —Su mirada ya no era tan distante—. ¿No has sabido nada de O’Shaughnessy?
La chica negó con la cabeza y preguntó a su vez:
—¿Todo esto tiene algo que ver con ella?
—Algo, sí.
—¿Lo que quiere ese hombre le pertenece a la chica?
—O al rey de España. Encanto, ¿tú no tenías un tío que daba clases de historia o algo así en la universidad?
—Un primo, ¿por qué?
—Si le alegráramos la vida con un supuesto secreto histórico de hace cuatro siglos, ¿podríamos contar con que mantenga la boca cerrada durante un tiempo?
—Oh, desde luego. Es buena gente.
—Estupendo. Coge papel y lápiz.
Así lo hizo ella. Spade mojó otra vez el pañuelo en agua fría y, aplicándoselo en la sien, se puso delante de Effie Perine y procedió a dictarle la historia del halcón, tal como se la había contado Gutman, desde la donación de Carlos V a los Hospitalarios hasta —pero no más allá de— la llegada del halcón esmaltado a París en la época en que muchos carlistas acudían a la ciudad. Titubeó un poco a la hora de mencionar los autores y las obras citados por el gordo, pero consiguió aportar cierta similitud fonética. Todo lo demás fue capaz de repetirlo con la precisión de un entrevistador experto.
Cuando hubo terminado, la chica cerró la libreta y lo miró con cara risueña y emocionada.
—Qué historia tan apasionante… —dijo—. Es…
—Emocionante o absurda, no sé. Bueno, ¿puedes llevarle esto a tu primo y preguntarle qué opina, y si alguna vez se ha topado con algo que pueda tener alguna conexión? Si le parece una historia verosímil, aunque solo sea mínimamente, o si cree que son cuentos chinos. Si te dice que necesita tiempo para investigar, de acuerdo, pero procura sacarle alguna opinión ya. Y, por el amor de Dios, que no se vaya de la lengua.
—Iré a verlo ahora mismo —dijo Effie Perine—. Y tú anda a que un médico te vea la cabeza.
—Primero vamos a desayunar.
—No, comeré algo en Berkeley. Estoy impaciente por saber qué piensa Ted de todo esto.
—Bueno —dijo Spade—, pero no empieces a soltar trapo si se te ríe en las narices a las primeras de cambio.
Tras un pausado desayuno en el Palace, que aprovechó para leer los dos diarios matutinos, Spade volvió a casa, se afeitó, se dio un baño, se aplicó hielo en la sien magullada y se cambió de ropa.
Fue al Coronet. En el apartamento de Brigid O’Shaughnessy no había nadie. Todo estaba exactamente igual que la última vez.
Se dirigió al hotel Alexandria. Gutman no estaba, y tampoco ninguno de los otros ocupantes de la suite. Spade se enteró de que se trataba del secretario del gordo, Wilmer Cook, y de su hija Rhea, una chica menuda de diecisiete años, rubia y de ojos castaños, que según el personal del hotel era muy guapa. Le informaron de que el grupo de Gutman había llegado al hotel, procedente de Nueva York, hacía diez días, y de que en principio se hospedaban todavía allí.
Spade fue al Belvedere y encontró al detective del hotel comiendo en la cafetería.
—Hola, Sam. Siéntate y pica algo. —El detective del hotel le miró la sien hinchada—. Pero, hombre de Dios, ¿te han dado con una maza o qué?
—Ya he desayunado, gracias —dijo Spade mientras tomaba asiento, y luego, hablando del chichón—: No es tan serio como parece. ¿Qué hay de Cairo?
—Ayer salió apenas media hora después de que tú te fueras, y desde entonces no le he visto el pelo. Anoche tampoco durmió aquí.
—Este hombre se nos está echando a perder.
—Bueno, un tipo como ese, solo en una gran ciudad… ¿Quién te ha dado ese mamporro, Sam?
—Cairo no. —Spade fijó la vista en la pequeña campana plateada que cubría las tostadas de Luke—. ¿Sería posible echar un vistazo a su habitación aprovechando que no está?
—Cuenta con ello. Ya sabes que, por ti, yo hago lo que sea necesario. —Luke apartó el café, se acodó en la mesa y miró a Spade entornando los ojos—. Pero me da en la nariz que tú no me estás enseñando todas las cartas. ¿Qué diablos pasa con ese sujeto, Sam? No tienes que pagarme nada a cambio. Sabes que soy legal.
Spade dejó de mirar la campana. Sus ojos tenían ahora la transparencia del candor.
—Pues claro que lo eres —dijo—. No te oculto nada, Luke. Te conté la verdad. Estoy haciendo un trabajo para Cairo, pero tiene unos amigos que me dan mala espina y temo un poco por él.
—Ese chico al que echamos ayer es uno de ellos, ¿no?
—Sí, Luke.
—Y el que se cargó a Miles fue uno de sus amigos.
Spade negó con la cabeza.
—A Miles lo mató Thursby.
—¿Y quién liquidó a Thursby?
—Se supone que es un secreto —dijo Spade con una sonrisa—, pero te diré, en plan confidencial, que fui yo… según la policía.
Luke soltó un gruñido, se puso de pie y dijo:
—Contigo es difícil saber a qué atenerse, Sam. Bueno, vayamos a echar esa ojeada.
Pararon en la recepción el tiempo suficiente como para que Luke lo arreglara «para que nos avisen si se presenta» y subieron a la habitación de Cairo. La cama estaba hecha y en orden, pero la papelera medio llena, las cortinas corridas de manera desigual y un par de toallas arrugadas en el cuarto de baño indicaban que la chica de la limpieza no había pasado todavía por allí.
El equipaje de Cairo consistía en un baúl cuadrado, una maleta y un maletín. El armarito del baño estaba repleto de cosméticos —cajas, latas, tarros y frascos de polvos, cremas, ungüentos, perfumes, lociones, tónicos—. En el armario de la ropa, debajo de dos trajes y un abrigo colgados de sus respectivas perchas, había tres pares de zapatos con hormas.
La maleta y la bolsa no estaban cerradas con llave. Luke ya tenía abierto el baúl para cuando Spade hubo terminado de registrar lo demás.
—Por ahora, nada —dijo Spade mientras se ponían a mirar en el baúl.
No encontraron nada que les interesara.
—¿Estamos buscando algo en particular? —preguntó Luke mientras cerraba de nuevo el baúl.
—No. Se supone que Cairo vino de Constantinopla. Me gustaría saber si es así. No he visto nada que sugiera lo contrario.
—¿A qué se dedica?
Spade meneó la cabeza.
—Eso también me gustaría saberlo. —Fue hasta donde estaba la papelera y se inclinó para mirar—. Bueno, a ver si aquí hay algo…
Sacó un periódico y sus ojos se animaron al advertir que era el Call del día anterior. Estaba doblado por la página de anuncios clasificados. Desplegó el periódico, miró la página y nada le llamó la atención.
Miró a continuación la página que había quedado hacia dentro al doblar el periódico; era la que informaba de las cotizaciones en Bolsa, el movimiento portuario, el estado del tiempo, los nacimientos, las bodas, los divorcios y los obituarios. Algo más de cinco centímetros del pie de la segunda columna habían sido arrancados de la esquina inferior izquierda de la página.
Justo encima del corte había un pequeño titular: LLEGADAS DE HOY, y más abajo:
12:20 – Capac, de Astoria
17:05 – Helen P. Drew, de Greenwood
17:06 – Albarado, de Bandon
El trozo desgarrado se había comido la siguiente línea, pero por las letras que quedaban se podía deducir que ponía «de Sidney».
Spade dejó el Call encima de la mesa y volvió a mirar en la papelera. Encontró un resto de papel de envolver, un trozo de cuerda, dos etiquetas de una tienda de ropa interior, un recibo de otra tienda por la venta de seis pares de calcetines y, ya en el fondo, un fragmento de papel de periódico hecho una pelotita.
La deshizo con cuidado, alisándola sobre la mesa, y ensambló el papel en la parte que faltaba de la página recortada. Encajaba a la perfección por los lados, pero entre la parte superior del trozo arrugado y el «de Sidney» faltaba más de un centímetro, espacio suficiente para que constara en él la llegada de cinco o seis barcos. Dio la vuelta a la página y vio que el otro lado de la porción que faltaba solo correspondía a una esquina sin importancia del anuncio de un agente de Bolsa.
Luke, que estaba observando detrás de Spade, preguntó:
—¿De qué va la cosa?
—Parece que el caballero se interesa por un barco.
—Bueno, eso no es ningún delito —dijo Luke, mientras Spade doblaba la página y el fragmento arrancado y se los guardaba en el bolsillo de la chaqueta—. ¿Hemos terminado aquí?
—Sí. Muchas gracias, Luke. ¿Me llamarás, por favor, tan pronto como aparezca Cairo?
—Descuida.
Spade fue a la redacción del Call, compró un ejemplar del número del día anterior, lo abrió por la página de noticias portuarias y la comparó con la que había rescatado de la papelera de Cairo. En la parte que faltaba había la siguiente información:
5:17 – Tahiti, de Sidney y Papeete
6:05 – Admiral Peoples, de Astoria
8:07 – Caddopeak, de San Pedro
8:17 – Silverado, de San Pedro
8:05 – La Paloma, de Hong Kong
9:03 – Daisy Gray, de Seattle
Leyó la lista despacio y al terminar subrayó «Hong Kong» con la uña, recortó la lista de llegadas con la navaja, tiró el resto del periódico y la página de Cairo a la papelera y regresó al despacho.
Se sentó a su mesa, buscó un número en la guía telefónica y llamó.
—Kearny uno cuatro cero uno, por favor… ¿Dónde está atracado el Paloma, que llegó ayer por la mañana procedente de Hong Kong? —Repitió la pregunta—. Gracias.
Mantuvo un momento apretado el gancho del teléfono con el dedo pulgar, lo soltó y dijo:
—Davenport dos cero dos cero, por favor… Gracias… Hola, Tom, aquí Sam Spade… Sí, intenté ponerme en contacto contigo ayer por la tarde… Claro, ¿qué tal si almorzamos juntos?… De acuerdo.
Mantuvo el auricular pegado a la oreja mientras cortaba la comunicación con el pulgar y volvía a establecer una nueva.
—Davenport cero uno siete cero, por favor… Hola, soy Samuel Spade. Mi secretaria recibió ayer un mensaje de que el señor Bryan deseaba verme. ¿Puede preguntarle a qué hora le iría mejor?… Sí, Spade, S-P-A-D-E. —Una larga pausa—. Diga… ¿A las dos y media? Perfecto. Gracias.
Llamó a un quinto número:
—Hola, preciosa, ¿me pones con Sid?… Hola, Sid, soy Sam. Estoy citado con el fiscal del distrito esta tarde a las dos y media. ¿Podrás llamarme, aquí o allí, sobre las cuatro, solo para comprobar que no estoy en un aprieto?… Y a mí qué me importa que los sábados juegues al golf; tu trabajo consiste en evitar que me enchironen… De acuerdo, Sid. Nos vemos.
Apartó el teléfono, bostezó y se desperezó, se llevó la mano a la sien magullada, miró la hora, lió un cigarrillo y lo encendió. Estuvo fumando medio adormilado hasta que llegó Effie Perine.
Entró muy risueña, llena de vida y con las mejillas sonrosadas.
—Ted dice que podría ser verdad —informó a Spade—, y que espera que así sea. Ese campo no es su especialidad, pero dice que los nombres y las fechas son correctos, y que ninguno de los autores ni de las obras que me dijiste es falso. Ted está interesadísimo.
—Me parece muy bien, con tal de que no se entusiasme tanto como para dejarse engañar si resulta un fraude.
—¿Ted? ¡Qué va! Descuida, es demasiado bueno en su trabajo.
—Ya veo, toda la familia Perine es una auténtica maravilla —dijo Spade—, incluidas tú y esa pizca de hollín que tienes en la nariz.
—Ted no es un Perine; se apellida Christy. —La chica inclinó la cabeza para mirarse la nariz en el espejito del neceser—. Será del incendio. —Se limpió con una punta de pañuelo.
—¿Es que el entusiasmo Perine-Christy ha prendido fuego a Berkeley?
Ella le sacó la lengua mientras se empolvaba la nariz con un disco rosa.
—Cuando he vuelto había un barco en llamas, lo estaban remolcando del muelle y el humo ha venido directo hacia el transbordador en que yo volvía.
Spade apoyó las manos en los brazos de la butaca.
—¿Has podido leer el nombre del barco? —preguntó.
—Sí. Ponía La Paloma. ¿Por qué?
—Que me aspen si lo sé, querida —respondió Spade con gesto triste.