Un hombre gordo
El teléfono estaba sonando cuando Spade volvió a su despacho después de enviar a Brigid O’Shaughnessy a casa de Effie Perine.
—¿Diga? —contestó—. Sí, soy Spade… Lo tengo, sí. Estaba esperando noticias suyas… ¿Quién?… ¿El señor Gutman? ¡Sí, cómo no!… Ahora, cuanto antes, mejor… Doce C… Eso es. Pongamos unos quince minutos. De acuerdo.
Spade se sentó en la esquina de la mesa, junto al teléfono, y lió un cigarrillo. Una V dura y satisfecha se dibujó en su boca, en tanto que los ojos, mirando cómo liaban los dedos el cigarrillo, parecían arder a fuego lento sobre los párpados inferiores.
En ese momento se abrió la puerta y apareció Iva Archer.
—Hola, cariño —dijo Spade, con tan escasa dulzura en la voz como la que su rostro había adquirido de repente.
—¡Oh, Sam, perdóname!, ¡perdóname! —suplicó ella, gimoteando.
Permaneció junto a la puerta, apretando un pañuelo de pespunte negro entre sus menudas manos enguantadas, escrutando temerosa la cara de él con ojos hinchados y enrojecidos.
Él no se levantó de la esquina de la mesa, pero dijo:
—Claro, mujer. Olvídalo.
—Pero, Sam —gimió ella—. Fui yo quien envió esos policías a tu casa. Estaba furiosa, loca de celos, y les telefoneé diciendo que si iban allí podrían averiguar algo sobre el asesinato de Miles.
—¿Y por qué pensaste tal cosa?
—¡No, si no lo pensaba! Pero estaba furiosa, ¿entiendes?, quería hacerte daño como fuera.
—La verdad es que eso complicó bastante las cosas —dijo él, inclinándose para pasarle el brazo por la cintura y atraerla hacia sí—. Pero ya pasó todo; lo único que te pido es que procures no alimentar más ideas como esa.
—Te lo prometo. Nunca más. Es que anoche fuiste muy poco amable conmigo. Estabas frío, distante, querías deshacerte de mí. Yo, que llevaba allí esperando no sé cuánto tiempo, que había ido para avisarte, y tú…
—¿Avisarme de qué?
—De lo de Phil. Se ha enterado de…, sabe que me amas. Miles le había dicho que yo quería divorciarme, aunque, claro, él no llegó a saber para qué, y ahora Phil cree que nosotros…, que tú mataste a su hermano porque Miles no quiso concederme el divorcio, para que tú y yo pudiéramos casarnos. Me dijo que lo veía muy claro, y ayer fue y se lo contó a la policía.
—Ah, muy bien —dijo Spade, con voz queda—. Y entonces fuiste a avisarme, y como yo estaba ocupado perdiste los estribos y ayudaste a ese maldito Phil Archer a liar las cosas.
—Lo siento —gimoteó Iva—. Ya sé que no me perdonarás. Lo siento de veras, lo siento.
—Haces bien en sentirlo, tanto por ti como por mí. ¿Ha ido a verte Dundy o alguien del departamento desde que Phil se fue de la lengua?
—No. —Abrió mucho los ojos, alarmada.
—Te buscarán. Y mejor será que no te encuentren aquí. ¿Dijiste quién eras cuando los llamaste?
—¡No, qué va! Solamente les dije que si iban enseguida a tu apartamento averiguarían algo sobre el asesinato, y luego colgué.
—¿Desde dónde telefoneaste?
—Desde el drugstore de más arriba de tu casa. Oh, Sam, amor mío, yo…
—Un ardid de lo más tonto —dijo Spade en tono amistoso, dándole unas palmaditas en el hombro—, pero, en fin, ya está hecho. Más vale que vuelvas corriendo a casa y pienses qué le vas a decir a la policía. Tendrás noticias de ellos. Lo mejor quizá sería contestar «no» a todo. —Frunció el ceño, pensativo—. O quizá será mejor que vayas primero a ver a Sid Wise. —Apartó el brazo con que la tenía cogida, sacó del bolsillo una tarjeta de visita, garabateó una breve nota en el reverso y se la dio—. A Sid puedes contárselo todo. —Frunció el entrecejo—. O casi. ¿Dónde estabas la noche que mataron a Miles?
—En casa —contestó ella sin vacilar.
Él meneó la cabeza, sonriendo irónicamente.
—Es la verdad —insistió ella.
—No lo es —dijo él—, pero si es lo que vas a decir, por mí no hay inconveniente. Ve a ver a Sid. Es en la siguiente manzana, el edificio de color rosa. Habitación ocho veintisiete.
Ella trató de sondear con sus ojos azules los gris pálido de Spade.
—¿Qué te hace pensar que yo no estaba en casa? —preguntó despacio.
—Nada, salvo que me consta que no estabas allí.
—Que sí estaba, te lo aseguro. —Sus labios se crisparon y la ira le oscureció los ojos—. Te lo ha dicho Effie Perine. —Se mostró indignada—. Vi que fisgaba en mi ropa. Sabes muy bien que me detesta, Sam. ¿Por qué crees las cosas que te dice si sabes que haría lo que fuera para causarme problemas?
—¡Cómo sois, las mujeres! —dijo suavemente Spade, mirando el reloj—. Tendrás que salir pitando, preciosa. Voy a llegar tarde a una cita. Tú haz lo que quieras, pero yo en tu lugar le diría la verdad a Sid. O eso o nada. Quiero decir, omite los detalles que no quieras contar, pero no inventes nada para sustituirlos.
—No te estoy mintiendo, Sam —protestó ella.
—Y un cuerno que no. —Spade se puso de pie.
Iva se puso de puntillas para acercar la cara a la de él.
—¿No me crees? —susurró.
—No, no te creo.
—¿Y no me vas a perdonar lo… lo que hice?
—Claro que sí. —Inclinó la cabeza y la besó en los labios—. No pasa nada. Vamos, apresúrate.
Ella se le abrazó, diciendo:
—¿No me acompañas a ver al señor Wise?
—No puedo. Además, solo haría que estorbar. —Dándole unas palmaditas en los brazos, la apartó de sí estampándole un beso en la muñeca entre el guante y la bocamanga. Luego le puso las manos sobre los hombros y la hizo dar media vuelta—. Paso ligero —ordenó, dándole un suave empujón.
El chico con quien Spade había hablado en el vestíbulo del Belvedere le abrió la puerta de caoba de la suite 12-C del hotel Alexandria.
—Hola —dijo Spade, de buen talante.
El chico se limitó a mantener la puerta abierta para que pasara.
Spade entró. Un hombre gordo fue a recibirlo.
Era de una gordura sebosa, con rosáceas carnes faciales —carrillos, labios, papada y cuello—, una gran barriga fofa, ovoidal, que abarcaba todo el torso, y extremidades como conos colgantes. Al acercarse para saludar a Spade, todas aquellas carnes se echaron a bailar por separado, subiendo y bajando, a la manera de apelotonadas pompas de jabón a punto de salir del tubo a través del cual han sido hinchadas. Los ojos, constreñidos por la grasa que los rodeaba, eran oscuros y sagaces. Rizos morenos cubrían escasamente su amplio cuero cabelludo. Vestía chaqué negro, chaleco negro, fular negro de raso con una perla rosada como adorno, pantalón de estambre a rayas y unos zapatos de charol.
Su voz era un ronroneo gutural.
—Ah, señor Spade —dijo con entusiasmo, alargando una mano sonrosada que parecía una estrella fofa.
Spade se la estrechó, sonrió y dijo:
—Encantado de conocerle, señor Gutman.
Sin soltar la mano de Spade, el gordo se situó junto a él, le tomó del codo con la otra mano y lo condujo por la alfombra verde hasta un sillón de felpa verde cercano a una mesa sobre la que había una bandeja con un sifón, varios vasos y una botella de Johnnie Walker, así como una caja de cigarros —Coronas del Ritz—, dos periódicos y un pequeño estuche corriente de esteatita amarilla.
Spade se sentó en el sillón verde. El gordo empezó a servir whisky y sifón en dos vasos. El chico no estaba. Las puertas en tres de las paredes de la estancia estaban cerradas; la otra pared, detrás de Spade, tenía dos ventanas que daban sobre Geary Street.
—Empezamos bien, caballero —dijo el gordo con su ronroneo, volviéndose al tiempo que le ofrecía un vaso—. Desconfío del hombre que pone límites. Si ha de tener cuidado de no beber más de la cuenta es que cuando bebe no es de fiar.
Spade cogió el vaso y, sonriendo a Gutman, hizo la mínima expresión de una reverencia.
El gordo puso su vaso al trasluz de una ventana y cabeceó con gesto de aprobación contemplando las burbujas en ascensión.
—Bien, caballero —dijo—. Brindemos por las cosas claras y el buen entendimiento.
Bebieron.
El gordo miró con ojos sagaces a Spade y le preguntó:
—¿Es persona de pocas palabras?
Spade negó con la cabeza:
—No, me gusta hablar.
—¡Tanto mejor! —exclamó el gordo—. Desconfío de los hombres de pocas palabras. Normalmente eligen el peor momento para hablar; y suelen decir cosas inconvenientes. Hablar no es algo que pueda hacerse sensatamente sin el debido entrenamiento. —Mostró una sonrisa radiante—. Nos llevaremos bien, ya veo que sí. —Dejó el vaso encima de la mesa y le ofreció a Spade la caja de Coronas del Ritz—. ¿Un puro, caballero?
Spade cogió uno, cortó la punta y lo encendió. Mientras tanto, el gordo arrimó otro sillón verde, se sentó frente a Spade a una distancia prudencial y colocó un cenicero de pie al alcance de ambos. Después cogió el vaso de la mesa, eligió un cigarro de la caja y se aposentó en el sillón. Sus carnes dejaron de bambolearse y quedaron en fláccido reposo.
—Ahora, caballero —dijo, tras soltar un suspiro satisfecho—, ya podemos hablar si le parece. Le diré de entrada que soy un hombre a quien le gusta hablar con personas a las que le gusta hablar.
—Fantástico. ¿Hablamos del pájaro negro?
El gordo se rió y sus carnes subieron y bajaron al compás de la carcajada.
—¿Hablamos? —dijo, respondiendo él mismo a continuación—: Sí, hablemos. —Su sonrosada cara estaba exultante—. Es usted el hombre ideal, caballero, está hecho de mi mismo molde. Nada de andarse con rodeos, sino directo al asunto. «¿Hablamos del pájaro negro?». Cómo no. Eso me ha gustado, caballero. Me gusta ese estilo. Vamos a hablar del pájaro negro, claro que sí, pero antes, caballero, contésteme por favor a una pregunta, aunque pueda no ser necesaria, para que nos entendamos bien desde el principio. ¿Ha venido usted en calidad de representante de la señorita O’Shaughnessy?
Spade lanzó una larga columna de humo por encima de la cabeza del hombre gordo. Luego frunció el entrecejo, mirando pensativo la ceniza en el extremo de su cigarro, y respondió pausadamente:
—No puedo decir que sí ni que no. Ninguna de las dos opciones está del todo clara, de momento. —Miró al gordo y el ceño desapareció—. Depende.
—¿De qué?
Spade meneó la cabeza.
—Si supiera de qué depende, podría contestar sí o no.
El gordo tomó un buen sorbo, tragó y dijo, a modo de sugerencia:
—¿Depende tal vez de Joel Cairo?
Spade pronunció un «Quizá» que no comprometía a nada. Echó un trago.
El gordo se inclinó hacia adelante hasta donde se lo permitió la tripa. Su sonrisa fue obsequiosa, lo mismo que la voz ronroneante.
—¿Se podría decir, pues, que la cuestión es a cuál de los dos representará usted?
—Sí, se podría plantear así.
—Pero será uno de los dos.
—Yo no he dicho eso.
Los ojos del gordo brillaron y su voz se redujo a un susurro ronco cuando preguntó:
—¿Quién más está metido?
Spade se señaló a sí mismo con el cigarro:
—Yo.
El gordo se retrepó en la silla y aflojó todo su cuerpo. Dejó salir el aire contenido en una larga ráfaga de contento.
—Eso es estupendo —ronroneó—, estupendo. Me gusta que un hombre me diga a la cara que vela por sus intereses. Es lo que hacemos todos, ¿no es cierto? No me fío de aquel que lo niega. Y del que más desconfío es del hombre que dice la verdad cuando afirma que no vela por sus intereses, porque es un burro, y un burro que va contra las leyes de la naturaleza.
Spade expulsó humo. Su cara mostraba una educada atención.
—Sí —dijo—. Bien, ahora hablemos del pájaro negro.
El gordo sonrió benévolo.
—De acuerdo. —Hizo un guiño, y la parte alta de sus mofletes no dejó visible de los ojos más que un brillo sombrío—. Señor Spade, ¿tiene usted idea de la cantidad de dinero que se puede sacar por el pájaro?
—Ninguna.
El gordo se inclinó de nuevo hacia adelante y apoyó una mano regordeta en el brazo de la butaca de Spade.
—Mire, caballero, si yo se lo dijera (¡bueno, si le dijera solo la mitad!) me llamaría embustero.
Spade sonrió.
—No le llamaría eso ni que lo pensara —dijo—. Pero si no quiere arriesgarse, dígame qué es y yo mismo calcularé los beneficios.
El gordo se echó a reír.
—Le sería imposible, caballero. Nadie que no tuviese mucha experiencia con objetos parecidos podría calcularlo; aparte de que —hizo una pausa teatral— no hay ninguna otra cosa que se le parezca.
Las carnes faciales del gordo se bambolearon al reírse de nuevo, pero la carcajada cesó de repente. Los pulposos labios quedaron entreabiertos tal como la risa los había dejado. Miró a Spade con una fijeza que le hizo parecer miope, y luego preguntó:
—¿Me está diciendo que no sabe de qué se trata? —El asombro había despejado la ronquera de su voz.
Spade hizo un gesto despreocupado con el cigarro.
—Oh, bueno —dijo, restándole importancia al asunto—. Sé qué aspecto se supone que tiene. Sé el valor que le atribuyen ustedes. Pero no sé qué es.
—¿Ella no se lo ha dicho?
—¿La señorita O’Shaughnessy?
—Sí. Una chica encantadora, por cierto.
—En efecto. Pues no.
Los ojos del gordo se convirtieron en dos destellos sombríos emboscados tras sendos pliegues de carne rosada.
—Ella tiene que saberlo —dijo en un murmullo. Y enseguida—: ¿Cairo tampoco?
—Cairo no suelta prenda. Está dispuesto a comprarlo, pero no quiere arriesgarse a decirme nada que yo no sepa ya.
El gordo se humedeció los labios con la lengua antes de preguntar:
—¿Y por cuánto está dispuesto a comprarlo?
—Por diez mil dólares.
El gordo soltó una risotada.
—Diez mil, dice, y encima dólares, no libras esterlinas. Vaya con el griego, ¡ja! ¿Y qué le dijo usted?
—Que si yo le entregaba el pájaro, esperaba cobrar los diez mil.
—Ah, claro, «si». Muy bien dicho, caballero. —La frente del gordo mostró unas arrugas almohadilladas—. Ellos tienen que saberlo —dijo a media voz, y luego—: ¿Realmente? ¿Saben ellos qué es ese pájaro, caballero? ¿A usted qué le pareció?
—En eso no puedo ayudarle —confesó Spade—. No es que haya mucho donde agarrarse. Cairo no dijo que lo supiera pero tampoco lo contrario. Y ella me dijo que no lo sabía, pero di por sentado que estaba mintiendo.
—No hizo usted mal —dijo el gordo, pero sin duda su mente estaba en otra cosa. Se rascó la cabeza. Arrugó la frente hasta que le salieron unos surcos rojos. Se rebulló en el asiento tanto como su propio tamaño y el de la butaca se lo permitían. Luego cerró los ojos, los abrió de repente, mucho, y le dijo a Spade—: Puede que no lo sepan. —La pulposa cara rosada abandonó lentamente el ceño y acto seguido, con más rapidez, adoptó una expresión de inefable felicidad—. Si no lo saben… —exclamó, y de nuevo—: Si no, ¡entonces soy la única persona en todo el ancho mundo que lo sabe!
Spade enseñó los dientes en una sonrisa forzada.
—Me alegro de haber venido al sitio adecuado —dijo.
El gordo sonrió también, pero más vagamente. Su rostro ya no mostraba dicha, pese a que la sonrisa se prolongó; en sus ojos había cautela. Toda su cara era una máscara risueña de ojos vigilantes que se interponía entre sus pensamientos y Spade. Los ojos, evitando los del detective, viraron hacia el vaso que Spade tenía al lado.
—Pero, hombre —dijo, el rostro ahora iluminado—, si tiene el vaso vacío. —Se levantó para ir hasta la mesa, donde se puso a trajinar otra vez con el sifón, la botella y los vasos.
Spade permaneció sentado, sin moverse, hasta que el gordo —tras un floreo y un jocoso «¡Esta clase de medicina no le hará nunca daño, caballero!»— le hubo alargado el vaso lleno. Entonces se puso de pie y se acercó al gordo, mirándolo desde arriba con ojos duros y brillantes. Luego, alzando el vaso, dijo en tono pausado y retador:
—Por las cosas claras y el buen entendimiento.
El gordo rió. Bebieron. Después de sentarse, el gordo sostuvo el vaso a la altura de la barriga con ambas manos y sonriendo a Spade, que seguía en pie, dijo:
—Bien, caballero, es sorprendente pero, sí, al parecer ninguno de los dos sabe con exactitud qué es el pájaro, y diría que nadie en todo este ancho mundo lo sabe, con la única excepción de este su humilde servidor, Casper Gutman.
—Fantástico. —Spade tenía las piernas separadas, una mano en el bolsillo del pantalón y la otra sujetando el vaso—. Cuando usted me lo diga, solo seremos dos quienes lo sepamos.
—Matemáticamente correcto, caballero —los ojos del gordo titilaron—, pero… —su sonrisa se ensanchó— no estoy muy seguro de que se lo vaya a decir.
—No me venga con tonterías —dijo Spade, paciente—. Usted sabe qué es. Yo sé dónde está. Por eso nos encontramos aquí.
—Bien, y ¿dónde está?
Spade hizo oídos sordos.
El gordo frunció los labios, alzó las cejas e inclinó ligeramente la cabeza hacia el lado izquierdo.
—Veamos, pretende que le diga lo que sé, pero usted no quiere decirme lo que sabe. No me parece equitativo, caballero. Creo que por ese camino va a ser imposible hacer un trato.
Spade mudó el semblante; ahora estaba pálido, la expresión dura. Cuando habló lo hizo deprisa y con voz grave y furiosa:
—Piense otra vez y piense rápido. Ya le dije a ese niñato suyo que antes de terminar este asunto tendría usted que hablar conmigo. Pues bien, lo que le digo ahora es que o habla hoy o se acabó lo que se daba. ¿Por qué me hace perder el tiempo? ¡Tanto secreto y tanta mandanga! Sé exactamente qué clase de cosas se guardan en las cámaras acorazadas, pero ¿de qué me sirve a mí eso? Puedo apañármelas sin usted. ¡Por mí, que le zurzan! Usted quizá podría habérselas apañado sin mí si no se hubiera puesto en mi camino. Ahora es imposible. Más aún en San Francisco. O va o pasa: y tendrá que decidirse hoy.
Se volvió y, con airado descuido, tiró el vaso sobre la mesa. El vaso chocó con la madera, se rompió, y el resto de whisky y los añicos de cristal se esparcieron por la mesa y el suelo. Como si no hubiera visto ni oído absolutamente nada, Spade giró de nuevo para encararse al hombre gordo.
Tampoco este prestó la menor atención al vaso accidentado: con los labios fruncidos, las cejas erguidas y la cabeza ligeramente inclinada a la izquierda, había mantenido la rosada inexpresividad de su rostro durante la diatriba de Spade, y así seguía aún.
Spade, cuya furia no había remitido, dijo:
—Y una cosa más: no quiero que…
Se abrió la puerta que Spade tenía a su izquierda y entró el chico que le había franqueado la entrada. Cerró la puerta, se plantó de espaldas a ella con las manos pegadas a los costados, y miró a Spade. Tenía los ojos muy abiertos y las pupilas oscuras y grandes. Su mirada recorrió a Spade desde los hombros hasta las rodillas, subiendo de nuevo para posarse en el pañuelo cuyo borde granate asomaba del bolsillo superior de la americana marrón de Spade.
—Otra cosa —repitió Spade, con una mirada asesina dirigida al chico—. Mientras se lo piensa, quíteme de encima a esa sabandija o me lo cargo. Me cae mal. Me pone nervioso. Lo mataré a la primera que se me ponga por delante, y no le daré ocasión ni de respirar. No le daré una sola oportunidad. Lo mataré y listo.
Una sonrisa sombría jugueteó en los labios del chico: no levantó la mirada ni dijo una sola palabra.
El gordo intervino en tono conciliador:
—Caballero, está visto que tiene un temperamento muy violento.
—¿Temperamento? —se rió Spade, como un loco. Fue hasta la silla donde había dejado el sombrero, lo cogió y se lo puso. Luego alargó un brazo, en cuyo extremo un grueso dedo índice apuntó a la tripa del gordo. La voz airada de Spade resonó en la estancia.
—Piénselo bien y estrújese la mollera. Le doy hasta las cinco y media. Después, o juega o pasa, definitivamente. —Bajó el brazo, miró una vez más al gordo y luego al chico, con cara de pocos amigos, y fue hasta la puerta por donde había entrado. Después de abrirla se volvió y dijo con aspereza—: Las cinco y media… y se baja el telón.
El chico, que seguía con la mirada fija en el pecho de Spade, pronunció las tres palabras que había repetido en el vestíbulo del Belvedere. No lo hizo en voz alta, pero sí con acritud.
Spade salió cerrando de un portazo.