7

Una g en el aire

En el dormitorio, ahora sala de estar ya que la cama plegable estaba remetida en la pared, Spade tomó el sombrero y el abrigo de Brigid O’Shaughnessy, la hizo sentar en una cómoda mecedora acolchada y telefoneó al hotel Belvedere. Cairo no había regresado del teatro. Spade dejó su número y pidió que avisaran a Cairo de que le telefoneara lo antes posible.

Se sentó en el sillón que había al lado de la mesa y, sin preámbulos, sin comentario alguno a modo de introducción, empezó a contarle a la chica una cosa que había sucedido en el Noroeste hacía varios años. El relato se ciñó a los hechos, no hubo énfasis ni pausas en su voz, aunque de vez en cuando repetía una frase ligeramente modificada, como si fuera importante que todos los detalles se ajustaran exactamente a la realidad.

Al principio Brigid O’Shaughnessy no prestó especial atención, sin duda más sorprendida de que él le contara aquella historia que interesada en la misma, más curiosa por saber qué se proponía él al contársela que por la historia en sí; luego, sin embargo, a medida que el relato avanzaba, empezó a escuchar con más atención, atrapada por la historia.

Un tal Flitcraft salió un día de su agencia inmobiliaria, en Tacoma, para ir a almorzar y no volvió nunca más. No acudió a la cita que tenía para jugar al golf aquella tarde a las cuatro, aunque era él quien había tomado la iniciativa de concertarla, menos de media hora antes de salir a comer. Su esposa y sus hijos nunca volvieron a verlo. Al parecer, el matrimonio se llevaba muy bien. Tenían dos hijos varones, uno de cinco años y otro de tres. Flitcraft poseía una casa en la zona residencial de Tacoma, un Packard nuevo y el resto de los lujos que conlleva ser un norteamericano que ha triunfado en la vida.

Su fortuna, sumando los setenta mil dólares heredados de su padre a los beneficios de su próspero negocio inmobiliario, estaba valorada en unos doscientos mil dólares en el momento de su desaparición. Todos sus asuntos estaban en regla, si bien numerosos cabos sueltos indicaban que no se había tomado la molestia de invertir tiempo en preliminares antes de esfumarse. Por ejemplo, el día siguiente al de su desaparición tenía que cerrar un trato que le habría proporcionado una buena suma. Nada hacía pensar que tuviera a mano más de cincuenta o sesenta dólares en el momento de volatilizarse. De sus costumbres en los meses previos se conocían todos los pormenores, con lo que quedaba descartada toda sospecha de vicios ocultos, o de que hubiera otra mujer en su vida, aunque ambas cosas cabían dentro de lo posible.

—Desapareció sin más —dijo Spade—, como un puño al abrir la mano.

Fue al llegar a este punto del relato cuando sonó el teléfono.

—Sí —dijo Spade por el aparato—. ¿Señor Cairo? Soy Spade. ¿Puede venir a mi casa, en Post Street, ahora?… Sí, creo que sí. —Miró a la chica, frunció los labios y luego dijo muy deprisa—: La señorita O’Shaughnessy está aquí y desea verle.

Brigid O’Shaughnessy frunció el entrecejo, se rebulló en la mecedora, pero no dijo nada.

Spade colgó el teléfono.

—Estará aquí dentro de unos minutos —dijo—. Bien, esto ocurrió en 1922. En 1927 yo trabajaba en una de las agencias de detectives más importantes de Seattle. La señora Flitcraft vino a vernos diciendo que alguien había visto a un hombre en Spokane que se parecía mucho a su marido. Fui a comprobarlo y, en efecto, era Flitcraft. Llevaba un par de años viviendo en Spokane como Charles Pierce (Charles era su nombre de pila). Tenía un negocio de automóviles que le daba veinte o veinticinco mil dólares netos al año, esposa, un hijo recién nacido y casa propia en las afueras de Spokane; durante la temporada solía jugar al golf a partir de las cuatro de la tarde.

Spade no había recibido instrucciones concretas sobre qué hacer cuando localizara a Flitcraft. Hablaron en la habitación de Spade en el hotel Davenport. Flitcraft no tenía el menor sentimiento de culpa. Había dejado a su primera familia con recursos más que suficientes, y consideraba lo que había hecho una cosa de lo más razonable. Si algo le fastidiaba era no estar seguro de poder convencer a Spade de lo razonable de su conducta. Era la primera vez que se lo contaba a alguien, y, por lo tanto, no se había visto hasta entonces en el brete de tener que justificarse de alguna manera ante otra persona.

—Yo lo entendí —le dijo Spade a Brigid O’Shaughnessy—, pero la señora Flitcraft no. A ella le pareció una tontería de principio a fin. Tal vez lo fuera. En fin, el caso es que todo salió bien. Ella no quería escándalos, y después de aquella mala pasada (mala pasada según ella), ya no quiso saber nada más de su marido. Se divorciaron discretamente y todos contentos.

»Lo que le pasó a Flitcraft fue lo siguiente: Yendo a almorzar pasó por delante de un bloque de oficinas que estaban empezando a construir. Una viga o algo así cayó desde una altura de ocho o diez pisos y aterrizó en la acera a dos pasos de él. Le pasó rozando pero no llegó a tocarle, aunque el impacto hizo saltar un trozo de pavimento que fue a darle en la mejilla. Solo le arrancó un poquito de piel, pero cuando yo le vi todavía se le notaba la cicatriz. Flitcraft se la estuvo frotando, se podría decir que casi con cariño, mientras me explicaba lo sucedido. Como es lógico, se llevó un susto de muerte, pero fue más la sorpresa que otra cosa; me dijo que fue como si alguien hubiera levantado la tapa de la vida y le hubiera dejado ver el mecanismo.

Flitcraft había sido un buen ciudadano, además de buen marido y buen padre, y no porque se sintiera obligado a ello sino porque era una persona que se sentía especialmente a gusto yendo al paso de su entorno. Así era como lo habían educado. La gente que él conocía era así. La vida que conocía se regía por la responsabilidad, la sensatez, el orden, la limpieza. Y ahora una viga desprendida accidentalmente le hacía ver que la vida no era, en lo esencial, ninguna de esas cosas. Él, un buen ciudadano-marido-padre, podía irse al otro barrio por un percance acaecido al salir de la oficina. Fue consciente entonces de que los hombres morían de manera fortuita, de que solo vivían mientras el azar no los señalaba con el dedo.

Lo que le turbó no fue, principalmente, la injusticia del hecho en sí: eso lo aceptó después del primer susto. Lo que le turbó fue el descubrimiento de que gestionando sensatamente sus asuntos había perdido el paso, y no al revés, de la vida. Me dijo que apenas se había alejado diez pasos de la viga caída cuando supo que no volvería a tener paz mientras no se hubiera adaptado a esa nueva visión de la existencia. Al terminar la comida sabía ya de qué forma iba a acometer dicha adaptación. Uno podía dejar de existir simplemente porque el azar le lanzaba una viga a la cabeza: pues bien, él dejaría que el azar cambiara su vida yéndose de donde estaba. Quería a su familia, me dijo, tanto como pensaba que era normal; sabía que los dejaba con recursos suficientes, y el amor que sentía hacia su mujer y sus hijos no era como para que la ausencia resultara dolorosa.

»Aquella misma tarde se marchó a Seattle —continuó Spade—, y de allí en barco a San Francisco. Vagó sin rumbo fijo durante un par de años y luego volvió al Noroeste para establecerse en Spokane, donde se casó. Su segunda esposa no se parecía físicamente a la primera, pero tenían más en común que menos. Ya sabe, era esa clase de mujer que juega bien al golf y al bridge y le gusta conocer nuevas recetas para ensalada. Flitcraft no lamentaba lo que había hecho, le parecía suficientemente razonable. Creo que ni él mismo sabía que había acabado pisando el mismo terreno que había creído abandonar en Tacoma. Pero esa es la parte de la historia que siempre me gustó. El hombre se había adaptado a que cayeran vigas y luego, como no caían más, se adaptó a que no cayeran.

—Es absolutamente fascinante —dijo Brigid O’Shaughnessy. Se levantó de la silla y se puso delante de Spade, muy cerca. Sus ojos estaban crecidos, profundos—. No hace falta que le diga hasta qué punto, con Cairo aquí, estaré en desventaja.

Spade esbozó una sonrisa sin separar los labios.

—No, no hace falta que me lo diga.

—Y sabe que yo jamás me habría puesto en esta situación de no haber confiado plenamente en usted. —Con el pulgar y el índice toqueteó un botón de la americana azul de Spade.

—¡Otra vez eso! —saltó él, con fingida resignación.

—Pero usted sabe que es cierto —insistió ella.

—No, yo no lo sé. —Dio unas palmaditas a la mano que tocaba el botón—. Si estamos aquí es porque le pedí que me diera un motivo para confiar en usted. No confundamos las cosas. Además, usted no tiene por qué fiarse de mí, siempre y cuando me convenza para que yo me fíe de usted.

Ella lo miró detenidamente. Las ventanas de su nariz temblaban.

Spade rió. Le palmeó de nuevo la mano y dijo:

—Olvídese de eso ahora. Cairo llegará de un momento a otro, y entonces sabremos a qué atenernos.

—¿Y dejará que haga las cosas a mi manera?

—Pues claro.

Ella volteó la mano y le apretó los dedos, diciendo suavemente:

—Eres un regalo del cielo.

—No exageres —dijo Spade.

Ella lo miró con reproche, pero sonriendo, y volvió a la mecedora.

Joel Cairo estaba muy agitado. Sus ojos parecían todo iris y su fina voz atiplada empezó a soltar un tumulto de palabras antes de que Spade hubiera abierto del todo la puerta.

—Ese muchacho está ahí fuera vigilando la casa, señor Spade, el que usted hizo que mirara (o que él me mirase a mí) enfrente del teatro. ¿Qué conclusión debo sacar de ello? Yo he venido de buena fe, sin pensar en trucos ni en trampas.

—Y yo se lo pedí de buena fe. —Spade frunció el entrecejo—. Vaya, debería haber pensado que igual aparecía ese chico. ¿Le ha visto entrar?

—Naturalmente. Podría haber pasado de largo pero me ha parecido inútil, puesto que usted ya había permitido que nos viera juntos.

Brigid O’Shaughnessy apareció detrás de Spade en el pasillo y preguntó, nerviosa:

—¿De qué muchacho habláis?, ¿qué ocurre?

Cairo se quitó el sombrero, hizo una rígida reverencia y dijo con voz remilgada:

—Si no está enterada, pregúntele al señor Spade. Yo no sabía nada de ese muchacho.

—Un chico que lleva horas siguiéndome por la ciudad —dijo Spade, quitándole importancia, sin volverse a mirarla—. Pase, Cairo. No vale la pena seguir hablando aquí de pie para que se enteren los vecinos.

Brigid O’Shaughnessy agarró el brazo de Spade por encima del codo y preguntó:

—¿Te ha seguido hasta mi apartamento?

—No. Antes de subir me lo he quitado de encima. Supongo que después habrá venido hasta aquí para ver si me pillaba otra vez.

Cairo había entrado en el pasillo sujetando su sombrero negro con ambas manos a la altura del vientre. Spade cerró la puerta de la escalera y entraron a la sala de estar. Una vez dentro, Cairo volvió a hacer una venia sobre su sombrero y dijo:

—Encantado de volver a verla, señorita O’Shaughnessy.

—Me lo supongo, Joel —dijo ella, alargando una mano.

Él se inclinó educadamente sobre la mano tendida y la estrechó en un visto y no visto.

Brigid O’Shaughnessy fue a sentarse de nuevo en la mecedora acolchada; Cairo lo hizo en el sillón contiguo a la mesa; Spade, después de colgar el abrigo y el sombrero de Cairo en el armario, se sentó en una punta del sofá frente a la ventana y se puso a liar un cigarrillo.

—Sam me ha comentado la oferta que le hiciste por el halcón —dijo Brigid O’Shaughnessy a Cairo—. ¿Cuándo crees que podrás tener listo el dinero?

Las cejas de Cairo saltaron al unísono. Sonrió.

—Listo ya lo está. —Continuó sonriendo a la chica hasta un poco después de decirlo. Luego miró a Spade.

Spade estaba encendiendo el cigarrillo. Su cara no se alteró.

—¿En metálico? —preguntó la chica.

—Cómo no —respondió Cairo.

Ella torció el gesto, adelantó la lengua entre los labios, la retiró, y dijo:

—¿Puedes darnos cinco mil dólares, ahora mismo, si te entregamos el halcón?

La mano de Cairo se movió en el aire como una culebra.

—Disculpe —dijo—. No me he expresado bien. Lo que quería decir no es que tenga ese dinero en el bolsillo, sino que estoy dispuesto a aportarlo en cuestión de minutos siempre que estén abiertos los bancos.

—¡Ah! —exclamó ella, y miró a Spade.

Spade expulsó el humo del cigarrillo chaleco abajo y dijo:

—Probablemente es verdad. Solo llevaba encima unos cientos, cuando le he registrado esta tarde.

Ella abrió los ojos, de pura sorpresa; Spade sonrió.

El levantino se dispuso a hablar de nuevo, sin lograr que sus ojos y su voz no mostraran ansiedad.

—Estaré en condiciones de entregar el dinero, pongamos, a las diez y media de la mañana. ¿Qué tal?

Brigid O’Shaughnessy le sonrió y dijo:

—Pero yo no tengo el halcón.

El rostro de Cairo se puso cárdeno. Apoyando sus feas manos en los brazos del sillón, se irguió en el asiento, tieso y menudo como era. Sus ojos brillaban de rabia, pero no dijo nada.

La chica lo miró con una expresión falsamente conciliatoria.

—Calculo que lo tendré antes de una semana —dijo.

—¿Y dónde está? —Cairo tiró de expresión cortés para manifestar su escepticismo.

—Donde Floyd lo escondió.

—¿Floyd? ¿Quiere decir Thursby?

Ella asintió.

—¿Y usted sabe dónde está? —preguntó él.

—Creo que sí.

—Entonces, ¿para qué esperar una semana?

—A lo mejor serán solo unos días. ¿Para quién vas a comprar el pájaro, Joel?

Cairo levantó las cejas:

—Ya se lo dije al señor Spade. Para su propietario.

La chica lo miró asombrada.

—¿De modo que estás otra vez a su servicio?

—Por supuesto.

Ella rió quedamente, con la garganta, y dijo:

—Me hubiera gustado presenciar el reencuentro.

Cairo se encogió de hombros, diciendo:

—Era la salida más lógica. —Se frotó el dorso de una mano con la palma de la otra. Sus párpados superiores descendieron cubriendo los ojos—. ¿Y por qué, si me permite a mí una pregunta, está dispuesta a vendérmelo?

—Es que me ha entrado miedo —dijo ella—, después de lo ocurrido con Floyd. Por eso no lo tengo conmigo. Me da miedo hasta tocarlo, como no sea para entregárselo cuanto antes a otra persona.

Spade los miraba y los escuchaba sin tomar partido, acodado en el sofá. La serena disposición de su cuerpo, allí sentado, la cómoda quietud de sus facciones, no indicaban ni curiosidad ni impaciencia.

—¿Qué fue exactamente lo que le pasó a Floyd? —preguntó Cairo en voz baja.

Brigid O’Shaughnessy dibujó una rápida G en el aire con la punta del índice derecho.

—Entiendo —dijo Cairo, pero su sonrisa tenía una pizca de incertidumbre—. ¿Está aquí en San Francisco?

—No lo sé —dijo ella, impacientándose—. ¿Qué más da?

La incertidumbre se afianzó en la sonrisa de Cairo.

—Yo creo que importa mucho —dijo, moviendo las manos sobre el regazo de forma que, intencionadamente o no, un dedo rechoncho quedó señalando a Spade.

La chica se dio cuenta e hizo un gesto de impaciencia con la cabeza antes de decir:

—O yo. O tú.

—Precisamente, y habrá que añadir sin duda al chico de ahí fuera, ¿no?

—Sí —concedió ella, riendo—. Sí, a menos que sea el amiguito que tenías en Constantinopla.

El rostro de Cairo se tiñó de rojo sangre. Furioso, exclamó con voz chillona:

—¿El que no le hizo caso a usted?

Brigid O’Shaughnessy se levantó de un salto mordiéndose el labio inferior. Sus ojos eran como dos bolas oscuras en el rostro tenso y blanco. Avanzó dos pasos hacia Cairo. Él empezó a levantarse, asustado. La mano de ella cruzó el aire y se estampó en la mejilla del otro, dejando marcadas las huellas de sus dedos.

Cairo soltó un gruñido y la abofeteó a su vez, haciéndola trastabillar. La chica emitió un breve grito ahogado.

Con cara de palo, Spade se había levantado del sofá y estaba ya junto a ellos dos. Agarró al hombre por el pescuezo y lo sacudió. Cairo, sintiendo que se ahogaba, metió una mano por dentro del abrigo. Spade le agarró la muñeca apartándole la mano del abrigo, forzó el brazo a separarse del cuerpo y siguió retorciendo la muñeca hasta que los fláccidos dedos de Cairo dejaron caer a la alfombra la pequeña pistola negra.

Brigid O’Shaughnessy se apresuró a cogerla del suelo.

Cairo, hablando con dificultad debido a los dedos que le atenazaban el cuello, dijo:

—Es la segunda vez que me pone las manos encima. —Sus ojos, a pesar de que la presión en la garganta los hacía saltones, miraron fríos y amenazadores al detective.

—Sí —rezongó Spade—, y ahora, cuando le abofetee, encima le va a gustar. —Soltó la muñeca de Cairo y con la mano abierta le propinó tres salvajes bofetadas.

Cairo intentó escupirle a la cara, pero tenía la boca tan seca que solo consiguió hacer una mueca de rabia. Spade le dio otro cachete, abriéndole el labio inferior.

Entonces sonó el timbre.

Cairo dirigió rápidamente la vista hacia el pasillo que comunicaba con la puerta de la escalera; en sus ojos ya no había cautela ni rabia. La chica había emitido un jadeo y mirado también hacia el pasillo. Su cara denotaba miedo. Spade miró un momento el hilillo de sangre que manaba del labio de Cairo y luego dio un paso atrás, soltándole el cuello.

—¿Quién puede ser? —susurró la chica, acercándose a Spade; y los ojos de Cairo se desplazaron otra vez vertiginosamente para formular la misma pregunta.

—No lo sé —contestó, enojado, Spade.

El timbre volvió a sonar, con más insistencia.

—Todo el mundo callado —dijo Spade, y salió de la habitación cerrando la puerta tras él.

Spade encendió la luz del pasillo y abrió la puerta de la escalera. Eran el teniente Dundy y Tom Polhaus.

—¿Qué tal, Sam? —dijo Tom—. Pensábamos que quizá aún estarías levantado.

Dundy saludó con la cabeza pero no abrió la boca.

—Hola, chicos —dijo, de buen talante, Spade—. Hay que ver qué horas más raras escogéis para visitar a la gente. ¿De qué se trata esta vez?

Ahí intervino Dundy, con la voz queda:

—Queremos hablar contigo, Spade.

—Muy bien. —Spade no se movió de la puerta, cortando el paso—. Adelante, hablad.

Tom Polhaus hizo ademán de entrar al tiempo que decía:

—No nos vas a tener aquí de pie, ¿eh, Sam?

Spade se plantó en el umbral y dijo:

—No podéis pasar. —Hubo muy poco de disculpa en su voz.

Las gruesas facciones de Tom, igualadas en estatura con las de Spade, adoptaron una expresión de amistoso reproche, aunque sus ojillos astutos brillaron un poco.

—Venga, hombre —protestó, poniendo una manaza sobre el torso de Spade.

Spade ofreció resistencia, enseñó los dientes con media sonrisa y preguntó:

—¿Qué pasa, Tom, vas a emplear mano dura conmigo?

—Por el amor de Dios —rezongó Tom, retirando la mano.

Dundy chasqueó la lengua y dijo, entre dientes:

—Déjanos entrar.

Spade dejó asomar los colmillos.

—De eso nada —dijo—. ¿Cómo lo veis, chicos: intentáis entrar por la fuerza, o hablamos aquí? También os podéis ir al carajo.

Tom gruñó.

Dundy, sin dejar de hablar entre dientes, dijo:

—Te convendría darnos un poco de margen, Spade. Has salido airoso de unas cuantas, pero no siempre va a ser así.

—Cuando puedas, me lo impides —dijo Spade, arrogante.

—Es lo que pienso hacer. —Dundy se puso las manos a la espalda y acercó la cara a unos centímetros de la del detective—. Corre el rumor de que la mujer de Archer se la pegaba contigo.

Spade rió.

—Suena como si se te hubiera ocurrido a ti.

—Entonces, ¿es solo una patraña?

—En efecto.

—Lo que cuentan —dijo Dundy— es que ella intentó divorciarse de él para poder montárselo contigo, pero que Archer le dijo que nones. ¿Una patraña también?

—Sí.

—Y se dice incluso —continuó Dundy, obstinado— que por eso se lo cargaron.

Spade pareció tomárselo como algo gracioso.

—No te pases —dijo—. Ya es el segundo asesinato que intentas colgarme. Tu teoría de que me cargué a Thursby porque él había matado a Miles se va al cuerno si ahora me cargas también el mochuelo de haber matado a Miles.

—Yo no he dicho en ningún momento que tú hayas matado a nadie —contestó Dundy—. Eres tú el que saca eso cada vez. Pero, bueno, supongamos que lo hubiera dicho. Podrías haberlos despachado a los dos. Existe esa posibilidad.

—Claro. Podría haber liquidado a Miles para tirarme a su mujer y luego a Thursby para poder colgarle a Miles el muerto. Es un sistema bárbaro, o lo será cuando pueda liquidar a otro y hacer que lo acusen a él de lo de Thursby. ¿Hasta cuándo tendré que seguir así, Dundy? ¿Piensas encasquetarme todos los homicidios que se produzcan en San Francisco a partir de ahora?

—Venga ya, corta el rollo, Sam —dijo Tom—. Sabes perfectamente que esto nos gusta tan poco como a ti, pero tenemos que hacer nuestro trabajo.

—Pues espero que consista en algo más que en presentaros aquí de madrugada con un montón de preguntas tontas.

—Y recibir otras tantas mentiras por respuesta —añadió pausadamente Dundy.

—Ándate con cuidado —le previno Spade.

Dundy lo miró de arriba abajo y finalmente a los ojos.

—Si afirmas que no ha habido nada entre tú y la mujer de Archer —dijo—, entonces eres un embustero, y te lo digo a la cara.

Los ojillos de Tom se abrieron sobresaltados.

Spade se humedeció los labios con la punta de la lengua y preguntó:

—¿Es ese el chivatazo que os ha hecho venir aquí a una hora tan intempestiva?

—Solo uno de ellos.

—Bien, ¿y el resto?

Dundy bajó las comisuras de la boca.

—Déjanos entrar —insistió, haciendo un gesto significativo hacia el umbral.

Spade frunció el entrecejo y negó con la cabeza.

Las comisuras de la boca de Dundy ascendieron ahora en una mueca satisfecha.

—Eso es que oculta algo —le dijo a Tom.

Tom cambió el peso de pierna y, sin mirar a ninguno de los otros dos, murmuró:

—Vaya usted a saber.

—¿De qué va esto? —preguntó Spade—. ¿Es un acertijo?

—De acuerdo, Spade, nos largamos. —Dundy se abotonó el abrigo—. Vendremos a verte de vez en cuando. Quizá haces bien resistiéndote. Medítalo.

—Vale —dijo Spade, con una sonrisita—. Será un placer recibiros, teniente. Y si no estoy ocupado, os dejaré pasar.

De pronto se oyó un grito procedente de la sala de estar:

—¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Policía! —La voz, entre atiplada y chillona, era la de Joel Cairo.

Dundy, que estaba dando media vuelta, giró de nuevo hacia Spade y dijo, con determinación:

—Creo que vamos a entrar.

Oyeron ruidos de forcejeo, un golpe, un grito ahogado.

La sonrisa de Spade fue un rictus exento de alegría.

—Me temo que sí —dijo, y se apartó para dejarles pasar.

Una vez los inspectores hubieron entrado, cerró la puerta de la escalera y los siguió a la sala de estar.