El levantino
Spade no miró la pistola. Levantó los brazos y, retrepándose en la butaca giratoria, entrelazó los dedos de ambas manos detrás de la cabeza. Sus ojos, sin ninguna expresión concreta, permanecieron fijos en el rostro atezado de Cairo.
Este soltó una tosecita de disculpa y sonrió nervioso con unos labios que habían perdido parte de su color encarnado. La mirada era húmeda, cohibida y muy seria.
—Me propongo registrar su oficina, señor Spade. Le advierto que si intenta impedírmelo no vacilaré en disparar.
—Adelante —dijo Spade, con voz tan inexpresiva como su cara.
—Póngase de pie, haga el favor —dijo el hombre de la pistola apuntando con ella al pecho de Spade—. Necesito asegurarme de que no va armado.
Spade se levantó, retirando la silla hacia atrás con las pantorrillas al enderezar las piernas.
Cairo se colocó detrás de él. Cambiándose la pistola de la mano derecha a la izquierda, levantó la americana de Spade y miró debajo. Luego pasó la mano derecha por el costado para palparle el pecho, sosteniendo el arma a poca distancia de la espalda del detective. La cara del levantino estaba en ese momento a unos quince centímetros en diagonal descendente del codo derecho de Spade.
El codo basculó hacia abajo con el giro de Spade hacia la derecha. Cairo apartó la cara pero no lo bastante deprisa: Spade estaba pisando los zapatos de charol del hombre más menudo con el talón derecho, manteniéndolo así en la trayectoria del codo, que golpeó a Cairo por debajo del pómulo, haciéndole trastabillar de tal modo que, de no haber tenido los pies inmovilizados por el pie de Spade, habría caído al suelo. El codo sobrepasó la atónita cara aceitunada para recuperar la horizontal cuando la mano de Spade se abatió sobre la pistola. El otro soltó el arma no bien los dedos de Spade la hubieron tocado. La pistola se veía pequeña en la mano de Spade.
Tras levantar el pie de los de Cairo, Spade completó la media vuelta. Agarró al otro por las solapas con la mano izquierda (el fular verde con el rubí se apelotonó sobre sus nudillos), y con la derecha se guardó el arma recién capturada en un bolsillo. Sus ojos gris pálido miraban casi opacos; su cara, rígida como la madera, mostraba en torno a la boca un atisbo de malhumor.
Cairo tenía el semblante contorsionado de dolor y remordimiento. Había lágrimas en sus ojos oscuros. Su piel tenía el tono del plomo pulido, salvo en la mejilla que había probado el codo de Spade.
Sin soltar las solapas del levantino, Spade lo hizo girar y retroceder hasta que lo tuvo cerca de la silla donde había estado sentado antes. Una expresión estupefacta sustituyó a la de dolor en la cara plomiza. Entonces Spade sonrió. Fue una sonrisa afable, casi soñadora. Su hombro derecho ascendió unos centímetros, y con él también el brazo derecho doblado. Puño, muñeca, antebrazo, codo doblado y brazo parecían un todo rígido, con el hombro flexible proporcionándoles movimiento. El puño golpeó la cara de Cairo, abarcando brevemente un lado de la barbilla, una esquina de la boca y buena parte de la mejilla entre el pómulo y la quijada.
Cairo cerró los ojos y perdió el conocimiento.
Spade depositó el cuerpo inerte sobre la silla, donde quedó espatarrado, la cabeza medio colgando sobre el respaldo y la boca abierta.
Vació uno por uno los bolsillos de Cairo con ademanes metódicos, moviendo el cuerpo laxo cuando era preciso y amontonando el contenido de los bolsillos sobre el escritorio. Cuando hubo terminado el registro, fue a sentarse a su butaca, lió y encendió un cigarrillo y se puso a examinar el botín. Procedió con seria meticulosidad y sin el menor asomo de apresuramiento.
Había una cartera, de dimensiones grandes y piel flexible oscura. Contenía, a saber: trescientos sesenta y cinco dólares en billetes de diverso valor; tres billetes de cinco libras esterlinas; un pasaporte griego con muchos visados y el nombre y la foto de Cairo; cinco hojas, dobladas, de papel cebolla rosado llenas de lo que parecían caracteres árabes; un suelto de periódico, arrancado de cualquier manera, informando del hallazgo de los cadáveres de Archer y Thursby; una fotografía-postal de una mujer muy morena de ojos insolentes y crueles y tierna boca entreabierta; un pañuelo grande de seda, amarillento de viejo y muy rozado en los dobleces; un pequeño fajo de tarjetas de visita («Señor Joel Cairo»); y por último una entrada de platea para aquella misma noche en el teatro Geary.
Además de la cartera con su contenido, había tres pañuelos de seda de colores vivos con perfume Chypre; un reloj Longines de platino con una cadena de platino y oro rojo, prendida por el otro extremo de un pequeño colgante con forma de pera hecho de un metal blanco; un puñado de monedas de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y China; un llavero con media docena de llaves; una estilográfica de plata y ónice; un peine metálico dentro de un estuche de cuero sintético; una lima para uñas en un estuche de cuero sintético; una pequeña guía de San Francisco; un resguardo de equipaje de la Southern Pacific; un envoltorio medio lleno de pastillas de violeta; una tarjeta de un agente de seguros chino; y cuatro hojas de papel con el membrete del hotel Belvedere, en una de las cuales, con letra menuda y pulcra, se leía el nombre de Spade así como la dirección de su oficina y de su domicilio particular.
Tras examinar con detenimiento estos artículos —abrió incluso la caja del reloj para ver si había algo escondido dentro—, Spade se inclinó hacia el hombre inconsciente y aplicó índice y pulgar a la muñeca para tomarle el pulso. Luego soltó la muñeca, se retrepó en la butaca y lió y encendió otro cigarrillo. Mientras fumaba, su rostro estaba tan quieto y concentrado —exceptuando pequeños movimientos sin ton ni son del labio inferior—, que casi parecía idiota. Pero cuando Cairo gimió y movió las pestañas, la cara de Spade adoptó un semblante afable, con un principio de sonrisa a caballo de sus ojos y su boca.
Joel Cairo fue volviendo en sí. Primero abrió los ojos, pero hubo de pasar un minuto entero hasta que fue capaz de fijar la mirada en un punto concreto del techo. A continuación cerró la boca, tragó saliva y expulsó ruidosamente el aire por la nariz. Encogió una pierna y giró una mano apoyándola en el muslo. Levantó la cabeza del respaldo, miró a su alrededor con gesto confuso, vio a Spade y se incorporó. Cuando abrió la boca para decir algo, se llevó rápidamente la mano allí donde el puño de Spade le había golpeado, que ahora lucía una magulladura multicolor.
Entre dientes, dolorido, dijo:
—Podría haberle disparado, señor Spade.
—Lo podría haber intentado —concedió Spade.
—No lo he hecho.
—Ya.
—Entonces, ¿por qué me ha pegado cuando yo ya no tenía la pistola?
—Lo siento —dijo Spade, sonriendo abiertamente—, pero imagínese mi engorro al comprender que esa oferta de cinco mil dólares era puro farol.
—Se equivoca, señor Spade. Era, y es, una oferta en toda regla.
—¡Qué me dice! —La sorpresa de Spade fue genuina.
—Estoy dispuesto a pagar cinco mil dólares si recupera la estatuilla. —Cairo retiró la mano del moretón en la cara y volvió a sentarse en plan formal—. ¿La tiene en su poder?
—No.
—Si no está aquí —Cairo se mostró muy educadamente escéptico—, ¿por qué se ha arriesgado tanto para impedir que registrara la oficina?
—¿Usted se quedaría sentado dejando que entrara un tipo a atracarle? —Spade señaló las cosas de Cairo que había dejado en la mesa—. Veo que tiene la dirección de mi apartamento. ¿Ha pasado ya por allí?
—Sí, señor Spade. Estoy en condiciones de pagar cinco mil dólares por la devolución de la estatuilla, pero, como es lógico, primero debía intentar ahorrarle ese gasto al propietario.
—¿Y quién es esa persona?
Cairo meneó la cabeza y sonrió.
—Tendrá que disculparme por no responder a su pregunta.
—¿De veras…? —Spade se inclinó hacia adelante, apretando los labios—. Le tengo cogido, Cairo. Sin venir a cuento se ha involucrado en los asesinatos de anoche, hasta tal punto que la policía se va a relamer con usted. En resumidas cuentas, no le queda más remedio que jugar conmigo.
La recatada sonrisa de Cairo no mostró la menor señal de alarma.
—Antes de dar ningún paso hice mis averiguaciones, señor Spade, y sé de buena fuente que usted es demasiado razonable como para permitir que ciertas consideraciones se interpongan en un trato potencialmente beneficioso.
Spade se encogió de hombros.
—¿Como cuál? —preguntó.
—Acabo de ofrecerle cinco mil dólares por…
Spade golpeó la cartera de Cairo con el dorso de la mano y dijo:
—Aquí no hay nada parecido. Se está tirando un farol. Por mí es como si dijera que me va a pagar un millón por un elefante morado. Bueno, ¿y qué?
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Cairo, apretando los ojos con fuerza—. Necesita alguna garantía de que soy sincero. —Se pasó la yema de un dedo por el tumefacto labio inferior—. ¿Le serviría una paga y señal?
—Puede.
Cairo avanzó una mano hacia su cartera, dudó, retiró la mano y dijo:
—¿Aceptaría, pongamos, cien dólares?
Spade cogió la cartera y sacó cien dólares. Luego, frunciendo el entrecejo, dijo:
—Mejor que sean doscientos. —Extrajo cien más.
Cairo guardó silencio.
—Su primera hipótesis fue que el pájaro lo tenía yo escondido —dijo Spade con sequedad una vez se hubo guardado el dinero en el bolsillo y devuelto la cartera a la mesa—. Por ahí vamos mal. ¿Qué otra hipótesis tiene?
—Que usted sabe dónde está o, si no dónde exactamente, que sabe cómo apoderarse de él.
Spade no lo negó ni lo afirmó: fue casi como si no hubiera oído nada.
—¿Qué pruebas puede aportar de que su hombre es el propietario del pájaro?
—Muy pocas, a decir verdad. Pero déjeme añadir una cosa: nadie más puede darle una prueba fehaciente de ello. Y si sabe de este asunto tanto como me imagino, de lo contrario no estaría yo aquí, sabrá que el medio empleado para arrebatarle la estatuilla demuestra que su derecho a la misma es más válido que el de ninguna otra persona; por descontado, más válido que el de Thursby.
—¿Qué me dice de su hija? —preguntó Spade.
La exasperación hizo que Cairo abriera la boca y los ojos, se pusiera colorado, exclamara con voz chillona:
—¡El propietario no es él!
—Oh —dijo Spade, sin mojarse.
—¿Está él aquí, en San Francisco? —preguntó Cairo con voz menos chillona, pero todavía nervioso.
Spade parpadeó con cara de sueño antes de sugerir:
—Mire, lo mejor será que pongamos todas las cartas sobre la mesa.
Cairo recobró la compostura con una pequeña sacudida. Cuando habló lo hizo con voz más suave.
—Yo no creo que sea lo mejor. Si sabe más que yo, me beneficiaré de sus conocimientos; y usted otro tanto, recuerde los cinco mil dólares. Si no, entonces habré cometido un error viniendo a verle, y hacer lo que propone no haría sino agravarlo.
Spade asintió con gesto indiferente y señaló los objetos que había sobre la mesa, diciendo:
—Ahí tiene sus cosas. —Luego, mientras Cairo procedía a guardárselas en los bolsillos, añadió—: ¿Quedamos en que corre con los gastos mientras me ocupo de recuperar ese pájaro y que me dará cinco mil dólares cuando se lo entregue?
—Sí, señor Spade. Es decir, cinco mil menos la cantidad que se le haya avanzado. Cinco mil dólares es el total.
—Bien. Y es una proposición, digamos, legal. —Spade habló con expresión solemne, salvo por las pequeñas arrugas en el rabillo de los ojos—. No me está contratando para que cometa un homicidio o un robo, sino simplemente para que recupere el pájaro, si es posible por medios honestos y dentro de la ley.
—Si es posible —convino Cairo. También su expresión fue solemne con la salvedad de los ojos—. Y, en todo caso, discretamente. —Se levantó y cogió su sombrero—. Me hospedo en el Belvedere, por si ha de comunicarse conmigo: habitación seiscientos treinta y cinco. Tengo la seguridad de que nuestra asociación nos deparará pingües beneficios a ambos, señor Spade. —Dudó un momento—. ¿Me devuelve la pistola?
—Oh, claro. Lo había olvidado.
Spade la sacó del bolsillo y se la entregó a Cairo.
Cairo apuntó al pecho de Spade con la pistola.
—Haga el favor de poner las manos encima del escritorio —dijo, muy serio—. Me dispongo a registrar su oficina.
Spade dijo:
—Será posible. —Luego soltó una carcajada y dijo—: Está bien. Adelante. Me quedaré quietecito.