El pájaro negro
La señorita Wonderly abrió la puerta del apartamento 1001 del Coronet ataviada con un vestido verde de crepé de seda, con cinturón. Se le habían subido los colores a la cara. Su melena castaño rojiza, con raya en el lado izquierdo y apartada en ondas sueltas sobre la sien derecha, estaba un tanto alborotada. Spade se quitó el sombrero y dijo:
—Buenos días.
Su sonrisa hizo que ella sonriera un poco también, sin que sus ojos, de un azul casi violeta, perdieran la expresión atribulada. Agachó la cabeza y, con voz tímida, dijo:
—Pase, señor Spade.
Dejando atrás la cocina, el baño y el dormitorio, todos ellos con la puerta abierta, entraron a una sala de estar de tonos rojo y crema y ella se disculpó por el desorden:
—Está todo patas arriba. Ni siquiera he terminado de deshacer el equipaje.
Dejó el sombrero de Spade sobre una mesa y tomó asiento en un pequeño sofá de nogal. Él lo hizo en una butaca de pasamanería con respaldo ovalado, de cara a ella. La chica se miró los dedos, toqueteándoselos, y dijo:
—Señor Spade, debo hacerle una confesión, una confesión horrible.
Smile ofreció una sonrisa educada, que ella no vio por estar mirando hacia el suelo, y guardó silencio.
—Es que lo que le conté ayer era… era todo inventado —tartamudeó ella, mirándolo ahora con ojos asustados, desconsolada.
—Ah, eso —dijo Spade como quitándole importancia—. Si quiere que le diga la verdad, no la creímos del todo.
—¿Entonces…? —Al desconsuelo y el temor vino a sumarse la perplejidad.
—Solo creímos en sus doscientos dólares.
—¿Quiere decir que…? —No parecía entender lo que él había querido decir.
—Quiero decir que nos pagó más de lo que habría pagado si hubiera dicho la verdad —explicó él—, pero suficiente como para que eso no importara.
Los ojos de ella cobraron vida. Se levantó unos centímetros del sofá, volvió a sentarse, se alisó la falda, se inclinó hacia adelante y por fin, con el semblante serio, dijo:
—Y a pesar de todo ¿usted está dispuesto a…?
Spade la interrumpió con un gesto de la mano. La parte superior de su cara tenía una expresión adusta; la parte inferior sonreía.
—Eso depende —dijo—. El problema, señorita… Oiga, ¿se llama usted Wonderly o Leblanc?
Ella se sonrojó de nuevo y dijo en un murmullo:
—En realidad me llamo O’Shaughnessy. Brigid O’Shaughnessy.
—El problema, señorita O’Shaughnessy, es que dos asesinatos —ella dio un respingo— tan seguidos arman mucho revuelo, hacen que la policía piense que puede pasarse de la raya, que todo el mundo resulte difícil y caro de manejar. No es que… —Dejó de hablar porque vio que ella ya no escuchaba y solo estaba esperando a que él dejara de hablar.
—Dígame la verdad, señor Spade. —La voz le tembló, al borde de la histeria. Sus ojos, en el rostro ahora macilento, denotaban desesperación—. ¿Soy la responsable de… de lo de anoche?
Spade negó con la cabeza.
—No, a no ser que haya cosas que yo ignoro —dijo—. Usted nos previno de que Thursby era peligroso. Naturalmente, todo eso de su hermana y demás era mentira, pero vamos a dejarlo: no nos lo creímos. —Se encogió de hombros—. Descuide, yo no diría que haya tenido usted la culpa.
—Gracias —dijo ella, muy flojo, y luego movió la cabeza de un lado a otro—. Pero siempre me culparé por lo ocurrido. —Se llevó una mano a la garganta—. El señor Archer estaba tan… tan vivo ayer por la tarde, tan… tangible, tan campechano…
—No siga —le ordenó Spade—. Él sabía lo que estaba haciendo. Son gajes de nuestro oficio.
—Dígame, ¿estaba… casado?
—Sí, con una póliza de diez mil dólares, sin hijos, y con una esposa que no le quería demasiado.
—¡No diga eso, por favor! —susurró ella.
Spade se encogió otra vez de hombros.
—Así estaban las cosas —dijo. Se miró el reloj y fue a sentarse en el sofá al lado de ella—. No hay tiempo para que nos preocupemos de eso. —Su voz sonó gentil pero firme—. Ahí fuera hay todo un rebaño de policías, ayudantes de fiscal, periodistas con el hocico pegado al suelo, husmeando. ¿Qué quiere hacer?
—Quiero que… que me ahorre usted todo eso —respondió ella con voz trémula. Luego apoyó una mano con timidez en la manga de él—. Señor Spade, ¿saben ellos algo de mí?
—Todavía no. Quería verla antes.
—¿Y qué… qué pensarían si se enteran de que acudí a usted con todas esas mentiras?
—Sospecharían, sin duda. Por eso he procurado pararles los pies hasta no haber hablado con usted. Pensé que quizá sería mejor que no lo supieran todo. Habrá que inventar alguna historia para calmarles los ánimos, por si acaso.
—Usted no piensa que yo haya tenido nada que ver con… con los asesinatos, ¿verdad?
Spade sonrió y dijo:
—Se me había olvidado preguntárselo. ¿Tuvo algo que ver?
—No.
—Fantástico. Bien, ¿qué le decimos a la policía?
Ella se rebulló en el sofá y sus ojos fluctuaron entre gruesas pestañas, como tratando, sin lograrlo, de hurtarse a la mirada de Spade. Se la veía más menuda ahora, muy joven, angustiada.
—¿Es preciso que sepan cosas de mí? —preguntó—. Creo que antes preferiría morirme. Ahora no puedo explicárselo, pero ¿no podría conseguir que no me vea obligada a contestar preguntas? Creo que en este momento no sería capaz de soportar un interrogatorio. Creo que preferiría morir. ¿Sería posible, señor Spade?
—No digo que no, pero necesitaré saber toda la historia.
La chica se hincó de rodillas delante de él y alzó la cara. Estaba exangüe, tensa, asustada, sus manos en actitud de súplica.
—No he llevado una buena vida —exclamó—. He sido mala, muy mala, más de lo que se imagina, pero no soy mala del todo. Míreme, señor Spade. Usted sabe que no soy mala, ¿verdad? Puede verlo, ¿no es cierto? Entonces, ¿podrá confiar un poco en mí? Me siento tan sola, tan asustada, no tengo a nadie a quien recurrir, dependo de usted. Soy consciente de que no tengo ningún derecho a pedir que se fíe de mí si yo no confío en usted. Bueno, sí que confío, pero no puedo contárselo. No se lo puedo contar ahora. Más adelante sí, cuando pueda. Tengo miedo, señor Spade. Me da miedo confiar en usted. No, eso no es verdad. Sí que me fío de usted, pero… me fie de Floyd y… No tengo a nadie más, ¿comprende?, a nadie más. Usted puede ayudarme. Ha dicho que podía. Si no hubiera creído que usted podía salvarme, habría escapado, no le habría mandado llamar. Si pensara que alguien más puede salvarme, ¿estaría ahora de rodillas delante de usted? Sé que esto no está bien, pero sea generoso conmigo, señor Spade, no me pida que actúe bien. Usted es fuerte, tiene recursos, es valiente. Deme una pequeña parte de esa fuerza y de esa valentía. Ayúdeme, señor Spade. Ayúdeme, porque necesito ayuda desesperadamente, y porque si no lo hace, ¿dónde voy a encontrar a otro que pueda ayudarme? No tengo ningún derecho a pedirle que me ayude a ciegas, pero se lo pido. Sea generoso, señor Spade. Usted puede ayudarme. Hágalo.
Spade, que había aguantado la respiración durante buena parte de la alocución, vació ahora sus pulmones exhalando prolongadamente entre los labios fruncidos y dijo:
—No le va a hacer falta ayuda de nadie. Usted se vale. Es muy buena. Creo que son los ojos, sobre todo, y esa vibración especial que le pone a la voz cuando dice cosas como: «Sea generoso, señor Spade».
Ella se levantó de un salto. Su cara se puso cárdena, pero ello no le impidió mantener la cabeza erguida y mirar a Spade a los ojos.
—Me lo merezco —dijo—. Sí, me lo merezco, pero, ay, no sabe cuánto deseaba su ayuda. La sigo deseando, la necesito y mucho. La mentira está en la forma como lo he dicho, de ningún modo en lo que he dicho. —Apartó la cara, su cuerpo aflojándose por momentos—. Es culpa mía que no pueda creerme.
Él se sonrojó. Bajando la vista al suelo, murmuró:
—Y además es peligrosa.
Brigid O’Shaughnessy fue hasta la mesa para coger el sombrero de Spade. Volvió y se puso delante de él sujetando el sombrero sin ofrecérselo, solamente sosteniéndolo para que lo tomara si deseaba hacerlo. Estaba blanca, demacrada. Spade miró el sombrero y dijo:
—¿Qué pasó anoche?
—Floyd llegó al hotel a las nueve. Salimos a dar una vuelta, se lo propuse yo, para que el señor Archer pudiera verle. Entramos en un restaurante, creo que era en Geary Street, cenamos y bailamos un rato, y hacia las doce y media volvimos al hotel. Floyd me acompañó hasta la puerta, yo entré, y vi que el señor Archer empezaba a seguirlo calle abajo por la otra acera.
—¿Calle abajo? ¿Hacia Market Street?
—Sí.
—¿Sabe qué podían estar haciendo en las cercanías de Bush y Stockton, que fue donde dispararon a Archer?
—¿Eso no queda cerca de donde se alojaba Floyd?
—No. Está como a una docena de manzanas, si es que se dirigió desde donde usted se hospedaba al hotel donde se hospedaba él. Bueno, ¿y qué hizo usted cuando se marcharon?
—Acostarme. Y esta mañana, cuando he salido a desayunar, he visto los titulares y me he enterado de… ya sabe. Después he ido hasta Union Square, donde había visto que alquilaban automóviles, he elegido uno y he vuelto al hotel a por el equipaje. Cuando ayer descubrí que habían registrado mi habitación, supe que tenía que cambiar de sitio. Este apartamento lo vi ayer por la tarde. Después de mudarme, llamé por teléfono a su oficina.
—¿Dice que registraron su habitación en el St. Mark?
—Sí, mientras yo estaba en su oficina. —Se mordió el labio—. Eso no tenía que habérselo dicho.
—¿Se supone entonces que no debo preguntarle al respecto?
La chica asintió tímidamente con la cabeza. Spade frunció el entrecejo. Ella movió un poco el sombrero entre sus dedos; él rió con impaciencia y dijo:
—Deje de menear el sombrero. ¿No me he ofrecido a hacer lo que pueda?
Ella sonrió, contrita, devolvió el sombrero a la mesa y volvió a sentarse en el sofá.
—No veo inconveniente en confiar en usted a ciegas —dijo él—, salvo que no podré servirle de mucho si no tengo una ligera idea de qué hay detrás de todo esto. Por ejemplo, necesito que me eche un cable con respecto a ese Floyd Thursby.
—Lo conocí en Extremo Oriente. —Habló despacio, mirando fijo a un dedo con el que dibujaba ochos en el sofá, entre ellos dos—. Llegamos de Hong Kong la semana pasada. Floyd iba a… había prometido ayudarme. Pero se aprovechó de mi desamparo, y de que dependía absolutamente de él, para traicionarme.
—¿Traicionarla?
Ella meneó la cabeza y no dijo nada. Spade empezaba a impacientarse.
—¿Para qué quería que lo siguiéramos?
—Necesitaba saber hasta dónde había llegado. Incluso se negó a decirme dónde se hospedaba. Yo quería averiguar qué hacía, con quién se veía, cosas así.
—¿Mató Thursby a Archer?
Ella lo miró, sorprendida:
—Sí, desde luego —dijo.
—Llevaba una Luger en una pistolera. A Archer no lo mataron con una Luger.
—Floyd tenía un revólver en el bolsillo del abrigo —dijo ella.
—¿Lo vio?
—Oh, sí, muchas veces. Sé que siempre lleva uno ahí. Anoche no se lo vi, pero él nunca sale sin el revólver metido en el abrigo.
—¿Y a qué tantas armas?
—Vivía de ellas. En Hong Kong corría el rumor de que Floyd había ido allí, a Oriente, como guardaespaldas de un jugador profesional que había tenido que marcharse de aquí, de Estados Unidos, y que el jugador había desaparecido sin dejar rastro. Se decía que Floyd estaba al corriente de su desaparición. No sé. Lo que sí sé es que iba armado hasta los dientes y que nunca se acostaba sin antes cubrir el suelo alrededor de la cama con papel de periódico arrugado, para que nadie pudiera acercase a él sin hacer ruido.
—Se buscó un encanto de amiguito.
—Solo alguien como él podía ayudarme —respondió ella—; lástima que me saliera desleal.
—Sí, lástima. —Spade se pellizcó el labio inferior con el pulgar y el índice y la miró sombrío. Sobre su nariz, las arrugas verticales cobraron hondura, haciendo que las cejas se acercaran la una a la otra—. ¿Hasta qué punto está metida en un hoyo?
—Yo diría que estoy en el fondo —respondió ella.
—¿Corre peligro físico?
—No soy ninguna heroína. Para mí no hay cosa peor que la muerte.
—Entonces se trata de eso.
—Tan seguro como que estamos aquí sentados —se estremeció—, a menos que me ayude.
Spade dejó de pellizcarse el labio y se pasó los dedos por el pelo.
—Yo no soy Dios —dijo, enfadado—. No puedo hacer milagros así como así. —Se miró el reloj—. Va pasando el tiempo y usted no me da material para ponerme a trabajar. Veamos, ¿quién mató a Thursby?
Ella se llevó el pañuelo arrugado a la boca y dijo: «No lo sé», a través de la tela.
—¿Los enemigos de usted o los de él?
—No lo sé, de veras. Espero que los de él, pero tengo miedo… no lo sé.
—¿Y cómo se supone que la estaba ayudando Thursby? ¿Por qué lo trajo consigo de Hong Kong?
Ella lo miró con ojos asustados y luego meneó la cabeza. Tenía el rostro desencajado, fruto de una patética obstinación. Spade se levantó, hundió las manos en los bolsillos de la americana y la miró ceñudo.
—No hay nada que hacer —dijo, brutalmente—. No puedo ayudarla de ninguna manera. No sé qué quiere que haga, ni siquiera sé si usted misma sabe lo que quiere.
Ella bajó la cabeza y se echó a llorar. Él emitió un gruñido animal y fue a coger su sombrero.
—No va a ir a la policía, ¿verdad? —imploró ella con la voz tenue, quebrada, sin levantar los ojos.
—¡A la policía! —exclamó él, esta vez colérico—. Me tienen sudando tinta desde las cuatro de la mañana, ¿sabe? Me he buscado sabe Dios cuántos problemas intentando pararles los pies. ¿Y por qué? Por alimentar la insensata idea de que podía ayudarla a usted. Pues bien, no puedo. Ni lo voy a intentar. —Se encajó el sombrero con fuerza en la cabeza—. ¿Ir a la policía? Basta con que me quede quieto y vendrán todos como abejas a la miel. Tendré que decirles lo que sé y usted tendrá que apañárselas.
Brigid O’Shaughnessy se levantó del sofá, encarándose con él muy erguida, aunque le temblaban las rodillas, y alzó la cara pálida, presa del pánico, sin poder dominar el tic de los músculos de su mandíbula.
—Ha tenido mucha paciencia —dijo—. Ha intentado ayudarme. Sí, supongo que no hay nada que hacer, es inútil. —Tendió la mano derecha—. Le agradezco cuanto ha hecho. Tendré que… tendré que apañármelas sola.
Spade volvió a emitir aquel ruido gutural y se sentó en el sofá.
—¿Cuánto dinero tiene? —preguntó.
La chica se sobresaltó. Luego se mordió el labio inferior y, de mala gana, respondió:
—Me quedan unos quinientos dólares.
—Démelos.
Ella dudó, mirándolo con timidez. Él hizo gestos de enfado con la boca, las cejas, las manos, los hombros. Ella fue al dormitorio volviendo casi de inmediato con un fajo de billetes en la mano. Él le cogió el dinero, lo contó y dijo:
—Aquí solo hay cuatrocientos.
—Necesito algo para vivir —se justificó ella, mansamente, llevándose una mano al pecho.
—¿No puede conseguir más?
—No.
—Tendrá algún objeto de valor… —insistió él.
—Un par de anillos, algunas joyas.
—Pues empéñelas —dijo él, y le tendió la mano—. El mejor sitio es el Remedial. Está en Mission esquina con la Quinta Avenida.
Ella le dirigió una mirada de súplica. Los ojos de él aguantaron, duros e implacables. Lentamente, ella se metió una mano por el escote, extrajo unos billetes enrollados y los depositó en la palma que él le tendía. Spade deshizo el rollo, alisó los billetes y los contó: cuatro de veinte, cuatro de diez, uno de cinco. Le devolvió este último y dos de diez dólares. Los otros se los metió en el bolsillo. Después se puso de pie, diciendo:
—Me marcho, a ver qué puedo hacer por usted. Volveré tan pronto como me sea posible y con las mejores noticias que pueda. Llamaré cuatro veces, largo, corto, largo, corto, para que sepa que soy yo. No es preciso que me acompañe. Conozco el camino.
La dejó de pie en medio de la habitación, mirándolo con sus ojos azules empañados.
Spade entró en un despacho cuya puerta ostentaba estos nombres: Wise, Merican & Wise. La pelirroja que atendía la centralita dijo:
—Ah, hola, señor Spade.
—Hola, encanto. ¿Está Sid?
Se situó junto a la chica con una mano apoyada en un hombro rollizo mientras ella manipulaba una clavija y hablaba por el auricular:
—El señor Spade ha venido a verle, señor Wise. —Levantó la vista hacia Spade—. Adelante.
Spade le dio un pequeño apretón en el hombro a modo de gracias, atravesó la estancia para meterse por un pasillo pobremente iluminado, y siguió andando hasta la puerta de cristal esmerilado que había al fondo. Abrió la puerta y entró a un despacho donde un hombre menudo de piel olivácea, rostro ovalado que denotaba cansancio y ralos cabellos oscuros salpicados de caspa estaba sentado ante un inmenso escritorio sobre el que se amontonaban pliegos de papel. El hombre hizo un floreo con el resto de puro apagado que tenía entre los dedos y dijo:
—Agarra una silla. Bueno, así que anoche Miles llegó al final del camino, ¿no? —Ni su rostro cansado ni su voz tirando a chillona denotaron el menor sentimiento.
—Ajá, por eso venía. —Spade frunció el entrecejo y carraspeó—. Creo que voy a tener que mandar al carajo al mismísimo juez instructor, Sid. ¿Puedo escudarme en la inviolabilidad de los asuntos e identidad de mis clientes, en plan cura o abogado?
Sid Wise alzó los hombros y bajó las comisuras de su boca.
—¿Por qué no? —dijo—. Una investigación no es un proceso judicial. En fin, tú prueba. Has salido airoso de cosas peores, Sam.
—Ya lo sé, pero Dundy se está poniendo chulo, y esta vez la cosa podría ser gorda. Coge tu sombrero, Sid, y vayamos a ver a quien sea necesario. Quiero tener las espaldas cubiertas.
Sid Wise miró los papeles que se amontonaban sobre su mesa y gruñó, pero finalmente se levantó de la silla y fue hasta el armarito que había junto a la ventana.
—Eres lo que no hay, Sammy —dijo, cogiendo el sombrero.
Spade llegó a su oficina a las cinco y diez de la tarde. Effie Perine estaba sentada a la mesa de él, leyendo el Times. Spade se aposentó encima de la mesa y dijo:
—¿Alguna novedad?
—Por aquí, no. Veo que traes una sonrisa de oreja a oreja.
—Creo que tenemos futuro —dijo él, con gesto satisfecho—. Siempre pensé que si Miles la palmaba un día, tendríamos más probabilidades de prosperar. ¿Te encargarás de mandar unas flores?
—Ya lo he hecho.
—Eres un ángel, no sé qué haría sin ti. ¿Cómo estás hoy de intuición femenina?
—¿Por qué?
—¿Qué opinas de Wonderly?
—Estoy a favor —respondió la chica sin dudarlo un instante.
—Tiene demasiados apellidos —dijo Spade—. Wonderly, Leblanc…, ella dice que en realidad se llama O’Shaughnessy.
—Como si tiene todos los que salen en el listín de teléfonos. Esa chica es buena gente, y tú lo sabes.
—Tengo mis dudas. —Spade le guiñó un ojo con cara de dormido. Luego rió—. En cualquier caso ha soltado setecientos dólares en dos días, o sea que no está mal.
Effie Perine se incorporó y dijo:
—Sam, si esa chica está en un apuro y le fallas, o te aprovechas de ello para sacarle dinero, no te lo perdonaré nunca, no volveré a sentir el menor respeto por ti mientras viva.
Spade sonrió remiso. Luego frunció el ceño. Este era tan remiso como antes la sonrisa. Iba a decir algo pero calló al oír que alguien entraba por la puerta del pasillo. Effie Perine se levantó y fue a la antesala, mientras Spade se quitaba el sombrero y tomaba asiento. La chica volvió con una tarjeta de visita donde se leía: Señor Joel Cairo.
—Es marica —informó.
—Pues hazle pasar, encanto —dijo Spade. Joel Cairo era un hombre moreno de mediana estatura y huesos pequeños. Tenía el pelo negro, liso y muy brillante. Sus rasgos lo situaban en el levante mediterráneo. Un rubí de talla cuadrada, con los bordes adornados de diamantes baguette, relucía sobre el verde oscuro de su fular. El traje, negro y de corte ajustado a sus espaldas estrechas, se abombaba ligeramente a la altura de unas caderas tirando a anchas. Llevaba un pantalón con perneras más ceñidas de lo que marcaba la moda. La caña de sus zapatos de charol quedaba oculta por unas polainas de color beige. Sostenía un sombrero hongo en una mano enfundada en un guante de gamuza; se aproximó a Spade con pasitos afectados, saltarines, trayendo consigo una penetrante fragancia Chypre.
Spade inclinó ligeramente la cabeza y luego le indicó una silla, diciendo:
—Tome asiento, señor Cairo.
Cairo hizo una exagerada venia, dijo «Gracias» con una voz fina y aguda y se sentó. Lo hizo con remilgo, cruzando los tobillos, y tras colocar el sombrero sobre sus rodillas, procedió a quitarse los guantes amarillos.
Spade se retrepó en su butaca y preguntó:
—¿En qué puedo servirle, señor Cairo? —La afable negligencia de su tono de voz, su modo de moverse en la silla, fueron exactamente los mismos que había empleado el día anterior para preguntarle algo parecido a Brigid O’Shaughnessy.
Cairo dio vuelta a su sombrero, metió dentro los guantes, y lo dejó boca arriba sobre la esquina de la mesa más próxima a él. En el segundo y cuarto dedos de su mano izquierda centelleaban diamantes, mientras que en el tercer dedo de la derecha lucía un rubí que hacía juego con el del fular, incluidos los diamantes baguette. Sus manos, que parecían blandas, estaban bien cuidadas. Aun no siendo grandes, su aspecto rechoncho les confería un aspecto de torpeza. Cairo frotó las palmas entre sí y, sobre el susurro que ese movimiento produjo, respondió:
—¿Se le permite a un desconocido ofrecer el pésame por la desafortunada muerte de su socio?
—Gracias.
—¿Puedo preguntarle, señor Spade, si había, tal como apunta la prensa, cierta… relación entre ese desgraciado suceso y la muerte, acaecida algo más tarde, de ese tal Thursby?
Spade no expresó nada, ni de palabra ni de gesto.
Cairo se levantó e hizo una venia.
—Usted perdone. —Se sentó de nuevo y apoyó las manos una al lado de la otra, con las palmas hacia abajo, en la esquina de la mesa—. Mi pregunta respondía a algo más que mera curiosidad, señor Spade. Trato de recuperar un… un objeto de adorno que se ha, digamos, extraviado. Pensaba, de hecho confío en ello, que podría ayudarme.
Spade asintió con las cejas ligeramente levantadas para indicar que le seguía.
—El objeto en cuestión es una estatuilla —continuó Cairo, eligiendo y pronunciando las palabras con esmero—, una figura de pájaro de color negro.
Spade asintió de nuevo, con educado interés.
—Estoy dispuesto a pagar, por cuenta del legítimo propietario de la estatuilla, la cantidad de cinco mil dólares a quien consiga recuperarla. —Cairo levantó una mano de la mesa y tocó un punto invisible con la yema de su dedo, feo y con uña muy ancha—. Estoy dispuesto a prometer que, ¿cómo se dice?, que no habrá preguntas. —Volvió a poner la mano al lado de la otra y dedicó una sonrisa fofa al detective privado.
—Cinco mil es mucho dinero —observó Spade, mirando pensativo a Cairo—. Es…
Unos dedos tamborilearon suavemente en la puerta.
Cuando Spade dijo «Adelante», la puerta se abrió apenas para mostrar la cabeza y los hombros de Effie Perine. Se había puesto un pequeño sombrero oscuro de fieltro y un abrigo también oscuro con un cuello de pieles gris.
—¿Alguna cosa más? —preguntó.
—No. Buenas noches. Cierra con llave cuando salgas, ¿quieres?
—Buenas noches —dijo la chica, y cerró la puerta.
Spade giró en la butaca mirando de nuevo a Cairo.
—Es una cifra interesante —dijo.
Pudieron oír el ruido de la puerta del pasillo al cerrarse.
Cairo sonrió y acto seguido extrajo de un bolsillo interior una pistola corta y compacta de color negro.
—¿Me hará usted el favor —dijo— de juntar las manos en la nuca?